Skip to main content

Full text of "Mas Chulo que un Ocho, novela"

See other formats


¿fe 



^"s^yr 



^r ^::- 



^ 






w 



f^4.. i^^^Sp^ 



^;-> 



MAS CHULO 
QUE UN OCHO 



DEL AUTOR 

La suegra de Tarquino (6.^ edición). 

^ Quién disparó? (2.'' edición). 

Memorias de un suicida (2.^ edición). 

Saldo de almas (2.^ edición). 

La Farándula (3.^ edición). 

La Piara (2^ edición). 

Alcibiades-Club (2.^ edición). 

El picaro oficio. 

La Coquito (7.* edición). 

Una mancha de sangre (2.^ edición.) 

Aquellos polvos... (3.* edición). 

Las noches del Botánico (2.* edición). 






JOAQUÍN BEL DA 

MÁS CHULO 
QUE UN OCHO 

NOVELA 

(tercera edíción) 




)5 U D5 



BIBLIOTECA HISPA NÍA 

CID, 4. — MAIH<1H 






Es propiedad. 

Queda hecho el 
depósito que mar- 
cji la Ley. 



>* n) ^ ♦ 



íw ^J 



S. L de A. G.— Cartagena-Madrid 



MAS CHULO 
QUE UN OCHO 

I A habitación estaba vacía; en ella 
■^"^ se notaban esas huellas incon- 
fundibles de todo sitio en que se 
acababa de reñir un combate, de 
cualquier clase que sea: la cama apa- 
recía deshecha y con las ropas con- 
fusamente arrolladas a los pies, como 
una bandera que se arría ante el em- 
puje del enemigo; una de las frágilef 
sillitas de rejilla dorada estaba caída 
en el suelo, y, en el centro de la es- 
tancia, como un trono al que su rey 
acaba de abandonar, había un chisme, 



JOAQUÍN BELDA 



forma g-uitarra con cuatro patas, al 
que el pudor nos impide llamar por 
su nombre, y en cuyo seno se tran- 
quilizaba poco a poco un agua que 
acababa de cometer varios infantici- 
dios. 

Será inútil que agreguemos que 
los frascos del tocador estaban en 
desorden, y que junto a una escupi- 
dera de porcelana yacían dos colillas 
de cigarro con áurea boquilla, y de 
dimensiones tan idénticas, que nada 
tenía que echarse en cara la una a la 
otra. 

La habitación estaba vacía. Esto 
ya lo hemos dicho antes, pero parece 
que, repitiéndolo, el vacío es mayor. 
Se oían en ella todos esos ruidos de 
la soledad tan característicos: una 
carcoma que trabaja en el silencio, 



MAS CHULO QUE UN OCHO 7 

un mueble que se queja, una jofaina 
que gotea... Y se oía también, y esto 
€S lo extraño, como un esteitor con- 
tenido, como el resoplar de una loco- 
motora que viniese de muy lejos: co- 
sa de espiritismo, indudablemente. 

La alcoba no tenía nada de par- 
ticular; estaba amueblada con arreglo 
a ese patrón, que parece invariable, 
de todas las alcobas de cierta clase 
de mujeres que han hecho del amor 
una máquina de acuñar moneda: la 
cama amplia y mullida para que en 
ella pueda hacerse algo más que dor- 
mir; el biombo de tela japonesa y 
madera blanca, para ocultar tras él 
ciertos pudores, que aquí parecen 
tan superfluos como sería un paraguas 
en un cuarto de duchas; la chaise- 
Ungue, cubierta con piel de oso de 



8 JOAQUÍN BELDA 

Siberia que parece ser el más re- 
sistente — , y la mesita tocador, no 
para la dueña de la casa, que suele 
tenerlo en habitación aparte, sino 
para uso del visitante de tanda, que 
es lóg-ico no quiera marcharse a la 
calle sin coquetear un poco ante ei 
espejo. 

Lector: te hemos introducido, sin 
que te cueste más que una. peseta, en 
el dorqpitorio de la célebre María In- 
fantes, estancia donde hubo quien 
entró una sola vez y le costó treinta 
mil duros. Esta mujer estupenda... 

Pero ¿qué es eso? Juraría que la 
piel de oso de Siberia se mueve un 
poco... No cabe duda, ahora se mue- 
ve más... La cabeza del plantígfrado 
se alza de la chaise-longue como si 
quisiera devorarnos. ¡Cielos! Toda 



MAS CHULO QUE UN OCHO 



la piel viene hacía aquí... {Jesús!... 
Ahora cae al suelo como un trapo... 
y bajo ella aparecí el cuerpo vivo de 
un joven como de unos veinticinco 
años, bien vestido, rubio, con ese 
rubio-coñac que tienen alg-unos so- 
cios de la Peña, y con la cara espan- 
tada y angustiosa del que acaba de 
correr un gran peligro. 

Está en mangas de camisa, y lo 
primero que hace al verse libre es 
ir al tocador, coger una toalla y lim- 
piarse con ella la frente y el rostro, 
bañados en sudor. Luego se alisa 
los cabellos, escucha un rato, y ca- 
si de puntillas va a la puerta que se- 
para la alcoba de un gabinete; mira 
por el cerrojo, después aplica el 
oído, y, por fín, respira satisfecho. 

Tenemos el gusto de presentarte- 



lo JOAQUÍN BELDA 

lo, lector: es Juanito Gorg^uera, el 
amante verdad, el del corazón, va- 
mos, el chulo de María, la dueña de 
la casa. 



* 

* * 



Ante ciertos ejemplos palpitantes 
no hay más remedio que creer en la 
vocación; mejor diríamos, en la pre- 
destinación. 

Hay quien nace para conductor 
del tranvía, y más tarde o más tem- 
prano — generalmente a las siete de la 
mañana — empuña la manivela, aun- 
que antes haya perdido el tiempo li- 
cenciándose en Derecho; hay quien 
viene al mundo para ser empresario 
de teatros, y en empresario acaba, 
abandonando las varas de un carro, 
donde estaba como en su propia ca- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO ÍI 



sa. Así, Juanito Gorguera había naci- 
do para chulo, y chulo era sin darse 
cuenta, y, a veces, aun contra su vo- 
luntad. 

A los quince años, la cocinera de 
su casa paterna, después de rendirle 
casi a diario el homenaje de sus ca- 
ricias un poco espesas, le entregaba, 
peseta a peseta, el salario íntegro del 
mes, más lo que sisaba en la compra, 
que no era cantidad despreciable. El 
chico se lo gastaba todo en tabaco y 
en la cuarta de Apolo, y sus padres, 
sin saberlo, tenían en casa cocinera 
gratis, aprovechándose así de la chu- 
lería del hijo. 

Juanito creció —¡qué remedio le 
quedabal — , y sus padres empezaron 
a dejarlo salir de casapor las noches, 
después de registrarle los bolsillos y 



12 JOAQUÍN BELDA 



cerciorarse de que sólo llevaba en 
ellos dos reales, cantidad que basta- 
ba para el café, pero con la cual no 
se podían entablar relaciones con el 
sexo contrario, a no ser marchando - 
se a los desmontes del Observatorio 
o a los solares de la calle Fortuny. 

Una noche, a eso de la una, cruza- 
ba Juanito la Red de San Luis, que 
en aquella época era bastante más 
pintoresca que ahora, y notó que un 
cuerpo humano se le colgaba de su 
brazo izquierdo con premura, a tiem- 
po que le decía con voz jadeante: 

— Oye, pollito, ¡por lo que más 
quieras! no te separes de mí. Anda, 
vamos andando. 

Y le llevó casi arrastras hacia Ja- 
cometrezo. Era la Maña, la célebre 
Maña, la mujer más popular y famo- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 13 



sa del Madrid nocturno de entonces 
y la más g^uapa y ebúrnea de todas 
las que fíngían una pasión por diez 
pesetas. 

Juanito notó que aquella mujer ve- 
nía huyendo; volvió la cabeza y vio 
que, en efecto, dos del Orden acosa- 
ban a quince o Teinte mujeres hacia 
la calle del Deseng-año. El rebaño 
huía, como en el monte cuando se 
presenta el lobo; casi todo él había 
podido escapar; pero unos paisanos 
que acompañaban a los guardias te- 
nían ya trincada por la falda a una de 
las ovejas. 

El muchacho tuvo un impulso de- 
cisivo: 

— Oye, rica, ¿me has tomado de 
cimbel? ¿Supongo que esto me val- 
drá a mí algo?... 



l(4i JOAQUÍN BELDA 



¡Calla! 

- ¿Ah, no?... Como quieras. 

Y se soltó de ella violentamente. 
Uno de los g^uardias, que había visto 
desde lejos a la Maña y había obser- 
vado la maniobra, venía hacia ella re- 
nunciando, por inútil, a la persecu- 
ción de la manada disuelta ya en las 
sombras de la calle del Desengaño. 
Venía, porque no quería que le toma- 
ran de primo. 

La mujerona lo vio, y echó a correr 
detrás de Juanito. 

—Oye, ven... lo que tú quieras... 
Anda, vamos., aquí a Mesonero. 

Ya estaba colgada otra vez al bra- 
zo del galán, cuando el guardia llegó 
a ellos: 

,,^-r-No creas que no te he visto, 
Maña; por esta vez te has escapado. 



MÁS CHULO QUE UN OC HO 15 

pero ya caerás. Hasta las dos hay que 
estar en casita. 

Juanito quiso desempeñar a la per- 
fección su divino papel: 

— Oiga usted, esta mujer va conmi- 
jfo y no hay que decirla nada. 

--Ya lo he visto: por eso he dicho 
que esta vez se ha salvado. 

Dio media vuelta y se marchó. La 
consigna era severa. Siempre que las 
acompañase un hombre, hasta las pu- 
pilas de la calle de Ceres, podían pa- 
searse a las doce del día por la misma 
Puerta del Sol. 

El chico se aprovechó, y no le su- 
po mal por cierto: hacía tiempo que 
acariciaba como una ilusión — una ilu- 
sión que por dos duros se convertiría 
en realidad — el gozar de las caricias 
de la Maña, que era una verdadera. 



16 JOAQUÍN BELDA 



maestra. AI separarse una hora des- 
pués en ia puerta de la casa, él tuvo 
un rasgfo de poeta: 

— Oye, a este precio, cuando no 
teng-as quien te acompañe por las no- 
ches, cuenta conmig-o. 

Fué su bautismo de sangre; el pri- 
mer disparo que convierte en héroe 
al soldado bisoño y decide una voca- 
ción para toda la vida. La verdad era 
que las señoras gratis parecían más 
sabrosas, y ya que había sido la ca- 
sualidad y no su voluntad la que le 
había deparado el lance de aquella 
noche, seguiría el sendero que la ca- 
sualidad le señalaba, y que a él, en- 
tonces, le parecía bordeado de rosas. 

Sólo que la cosa no era fácil. El 
mundo se iba metalizando, y las mu- 
jeres, convencidas cada vez más de 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 17 

que cierta parte de su fisiologfia podía 
ser un cuno del que saliesen muchas 
monedas, sentían una instintiva re- 
pug'íiancia por los pelanas, como ellas 
llamaban en su jerg^a a los hombres 
que velan las pesetas con telescopio. 

Pasaron unos cuantos años y Jua- 
nito cumplió los veinticuatro; durante 
ellos, terminó la carrera de abog^ado, 
se hizo socio de la Peña y ¡oh desilu- 
siónl fué resolviendo el problema del 
amor con las escasas pesetas que po- 
día extraer del bolsillo de su padre, 
que, aunque bien repleto, no tenía 
para el hijo excesivas prodigalidades. 

De vez en cuando se acordaba del 
lance aquel de la MañOy con esa me- 
lancolía retrospectiva con que se re- 
cuerda un paraguas que nos dio co- 
bijo en tormentosa noche invernal, y 



18 JOAQUÍN lELDA 

que después perdimos para siempre 
en el gfuardarropa del Ateneo. Pero 
un día... o, mejor dicho, una tarde... 






Juanito Gorgfuera tañía un viejo 
amigo que, además de serlo, era her- 
mano de su padre; pero este paren- 
tesco era lo de menos para tío y so- 
brino, pues el bueno de don Sebas- 
tián, que así se llamaba, era para el 
chico, ante todo y sobre todo, un 
amig-o. Tenía más de sesenta años y, 
habiendo sido en su juventud tenien- 
te de húsares, abandonó la carrera de 
las armas porque el montar a caballo 
le daba acedías casi todas las noches. 

Como soldado había estado en el 
Norte, y fué además de los que ayu- 
daron a Pavía en aquel barrido cele- 



MÁS CHULO QUE UN OC HO 19 

Wre del Congreso de los Diputados, 
i|ue, después de la batalla de las Na- 
vas de Tolosa, es el hecho más gr|o- 
rioso de nuestra Historia. Era un 
kombre de mundo, y, cansado ya de 
todo, tenía ese aire lánguido del su- 
jeto que ve pasar la vida como un 
panorama en el que no hay más que 
un solo e invariable color. Vivía de 
una modesta renta y de un destino 
que le había dado en la Tabacalera 
Mn ministro amigo: iba dos horas dia- 
rias a la oficina, y, gracias a ellas, lle- 
gó a ser un consum< du maestro en el 
arte de liar pitillos. 

Con su hermano, el padre de Jua- 
nito, se llevaba, poco más o menos, 
como se llevan los extremos de un 
diámetro: no podían verse más que 
de lejos, y desde lejos se enseñaban 



20 JOAQUÍN BELDA 

los dientes. Para el chico era una su- 
cursal de la Divina Providencia: sus 
apuros de dinero él los socorría, aun- 
que no con mucha largueza, pues don 
Sebastián no se parecía a Creso más 
que en lo mucho que le gustaban las 

tobilleras. 

Lo que no iba en dinero iba en 
consejos, y el tío sermoneaba al so- 
brino de un modo implacable, aun- 
que siempre en tono dulce y como 
quien no está muy convencido de lo 
que aconseja, sabiendo que siempre 
hay un algo que destruye, en último 
caso, los mejores sistemas filosóficos. 
Juanito, cuando el amigo y tío se po- 
nía muy pesado, lo metía en una pas- 
telería: sólo llenándose la boca de 
pasteles llegaba a callarse aquella pa- 
rodia de Bossuet; el sistema no falla- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 21 



ba nunca, pues el antiguo húsar ama- 
ba los pasteles más que a toda su fa- 
milia, sobre todo si eran de hojaldre. 
Una tarde, Mentor y Telémaco ca- 
minaban muy despacio por la calle 
del Barquillo en dirección a la de 
Argensola, donde vivía el primero. 
Era Abril, y la primavera florecía en 
los árboles y en las cabezas de los 
pollos, que ya habían sacado a la ca- 
lle los primeros sombreros de paja. 
En el áng-ulo de la calle de Gravina, 
tío y sobrino hubieron de detenerse 
para dejar paso a un coche, una cosa 
muy mona, de un solo caballo, con el 
cochero de flamante levita gris, y to- 
do el conjunto — carro, caballo y auri- 
ga resplandeciente e impecable. 

No iba vacío el estuche: en su ¡h- 
terior, erguida como una reina en su 



22 JOAQUÍN lEL DA 

trono, iba una mujer como de unos 
veintidós años, rubia como una onza, 
y con el rostro de una belleza impo- 
nente, una de esas bellezas agresivas 
que obligan a bajar la vista al espec- 
tador, no se sabe por qué. 

No la bajó Juanito sin embargo: 
quedóse como alelado, entontecido, 
con la boca abierta y los ojos fijos e» 
la aparición, la cual, al ver que la mi- 
raban, volvió el rostro al otro lado, 
con una mueca de desdén, que era ea 
ella muy frecuente. 

El cocbe tuvo que dar la vuelta 
para seguir por Barquillo, y como 
Juanito y su acompañante se habíaa 
detenido en la misma esquina, ocu- 
pando el centro de la curva que el 
carruaje había de describir, pudieron 
contemplar a su sabor a ia belleza 



MÁS CHULO QUE U N O CHO 23 

dorada. Entonces ella, como querien- 
do subsanar una omisión, volvió a mi* 
rar rápida al grupo, y, dirigiéndose a 
don Sebastián, le obsequió con una 
sonrisa discreta que parecía un ama- 
necer de primeros de mes. 

— Adiós, Mariquita — dijo el viejo^ 
efusivo y llevándose una mano al ala 
del sombrero. 

El coche se perdió muy pronto e« 
el barullo de la calle. 

El mozo se había quedado clavado 
en la acera mirando hacia atrás, y su 
tío tuvo que llamarle la atención: 

— ¿Qué haces, hombre? 

Pero él, echando a andar, contestó 
con otra pregunta: 

— ¿Quién es esa mujer que te ka 
saludado? 

— jCómo! Pero ¿es que no la c#- 



24 JOAQUÍN BELDA 



noces? Sí, hombre; si no tienes más 
remedio: es la célebre María Infan- 
tes. 

— ¡Oh! ¿Es esa?... Conocía ei nom- 
bre, pero no sabía cómo era. 

Siguieron andando, y, al rato, dijo 
el muchacho con la celeridad de un 
disparo: 

— Tío, tienes que presentarme a 
esa mujer. 

Ahora fué den Sebastián el que se 
paró. Quedóse mirando al hijo de su 
hermano y echóse a reir como si aca- 
base de leer un chiste de almanaque. 

— ¡Presentarte! No lo permita Dios. 

Y comenzó a sermonear al chico 
para no perder la costumbre. Lo ma- 
lo era que en el barrio no había por 
aquel entonces ninguna pastelería. 



* * 



MÁS CHULO QUE UN OC HO 25 

El teatro ya no existe, y de las ce- 
nizas de su solar han surg^ido unas 
casas de vecinos. Era una sala no pe- 
queña, pero un poco triste, bautizada 
con un nombre moro bastante eufó- 
nico. 

Se hacía en él una temporada de 
varietés y para aquella noche se anun- 
ciaba un debut de sensación; el cartel 
no decía más que María Josefina, pe- 
ro los iniciados — y en Madrid todo 
el mundo es iniciado — sabían que de- 
trás de aquel nombre se ocultaba la 
arrog^ante persona de María Infantes 
con todos sus soberanos atractivos. 

El nombre había empezado a sonar 
hacía poco, pero tenía ya ese presti- 
g-io que acaricia a ciertos nombres de 
mujer, que, al pronunciarse, evocan 
en todas las mentes una alcoba a to- 



2é JOAQUÍN BELDA 



do lujo, unos hombres arrastrándose 
a ios pies de la dueña de esa alcoba, 
y, en el fondo, una melancolía disi- 
mulada en el alma de aquella mujer, 
que ha hecho del amor su profesión. 
Empezaron a circular cien historias 
de esas dislocadas que nadie sabe 
quién las inventa, y de las cuales sólo 
algunas serían verdad, o acaso nin- 
guna. 

Se decía, entre otras cosas, que un 
conde muy conocido, y que había si- 
do el... qu9 abrió la sesión, había de- 
jado como recuerdo a María la pro- 
piedad de una casa de tres pisos va- 
luada en ochenta mil duros. La mu- 
chacha empezó a contar con dos co- 
sas que son siempre compañeras in- 
separables y señales infalibles d«i 
éxito: la admiración de los extraaos 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 27 



y la envidia de ias compañeras. 
A su debut asistió todo el Madrid 
de tronío, ese Madrid que polariza su 
vida entre la cuesta de las perdices y 
los altos de Fornos. En honor a la 
verdad había que decir que María, 
como cupletista, no resultó; para 
triunfar la sobraba distinción, y un 
innato sentimiento de buen gusto que 
la hacía sufrir arcadas cuando un 
chiste soez o una frase grosera la sa- 
ludaba desde el paraíso o desde una 
butaca. 

Probó su talento abandonando 
pronto el oficio; pero la aventura no 
había sido inútil, ya que sirvió para 
que Madrid entero la proclamase la 
nás hernnosa de sus mujeres alegres, 
al verla unas cuantas noches a la luz 
radiante de las candilejas, que no hi* 



28 JOAQUÍN BELDA 



cieron más que destacar los primores 
de su cara, 

Al poco tiempo desapareció de 
Madrid. No tardó mucho en saberse 
dónde estaba: había ido a París, por- 
que esta ciudad era entonces, ha sido 
después y seguirá siendo durante si- 
glos, el almacén de la gracia y de la 
seducción. 

Los incondicionales de la cultura 
alemana basan la superioridad de 
Berlín sobre Lutecia en el hecho de 
que en la capital de Prusia hay una 
colección de sabios que todos los 
años descubren una docena de mi- 
crobios, y hay unos policías gigantes 
que tratan al ciudadano como si fue- 
se una estera a la que hubiese que 
varear. Nosotros, que no creemos en 
los microbios más que como pretex- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 29 



to para que no se oxiden los micros- 
copios, y que no creemos en las este- 
ras, porque somos partidarios de los 
pisos de madera, preferiremos siem- 
pre un restaurant del bosque de Bo- 
lonia a un laboratorio alemán, y una 
griseta de mediano desarrollo a un 
guardia berlinés, aunque esté más 
desarrollado que el simpaticón y ge- 
nial Prudencio Iglesias Hermida. 

Madrid temió perder para siempre 
a la reina de sus cortesanas al leer en 
un periódico la noticia equivocada 
de que María Infantes era una de las 
lesionadas en el famoso incendio del 
Bazar de Caridad. No hubo tal, y ca- 
da vez que en la Peña, en el Casino 
o en los palcos de los teatros entraba 
un individuo recién llegado de París, 
los amigos, después de preguntarle 



30 JOAQUÍN BELDA 

si la torre Eiffel segfuía e» el mismo 
sitio y si Rochefort segfuía conservan- 
do tieso el tupé, recaían en la pre- 
gunta de rigor: 

— Oye, ¿has visto por allí a María 
Infantes? 

— La he visto. 

— Y ¿qué hace? 

— Pues ¡qué ha de hacer! Lo mis- 
mo que aquí: triunfar. 

Y una tarde la viajera, de pronto, 
se presentó en el paseo de coches de 
la Castellana, como anuncio de la 
Primavera, que también llegaba por 
aquellos días. 

Fué como si Madrid entero son- 
riese. La noticia circuló como con 
alas por todo el mundo galante: 

— Ha vuelto María. María Infantes 
ha vuelto. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 31 

Venía más esbelta, más afinada, 
como si los meses hubiesen corrido 
para ella hacía atrás por obra de un 
poder brujo. Combatida la tendencia 
a engordar que desde... lo de la aper- 
tura de la sesión había tenido, ahora 
era cual un junco cuyo extremo baña- 
se el sol, cual una joya radiante en el 
estuche de raso del coche... Vamos, 
lector, una mujer para jugarse por 
ella la cabeza y hacer trampas en el 
juego. 

Como una bomba cayó la nueva 
del retorno en los tocadores y en las 
alcobas de las compañeras de María, 
para ellas la cosa suponía una dismi- 
nución de ingresos, ya que la compe- 
tencia era imposible. Ante el espejo, 
aquellas comadres, que en su mayo- 
ría habían ya doblado el cabo de las 



32 JOAQUÍN BELDA 



tormentas, aumentaban el estucado 
del rostro, se echaban en la boca un 
fleje nuevo para aumentar la fuerza 
de su dentadura postiza, consumían 
por fanegas las barras del colorete, y 
todo para luego, al acudir al paseo 
después de aquella carena, aparecer 
como caricaturas junto al coche de 
María Infantes, que cada día ganaba 
una perfección más. 

La tarde en que Juanito Gorguera 
la vio por primera vez en la calle del 
Barquillo, hacía dos meses que la 
viajera había vuelto de París. 

¡Dos meses! Por los corrillos don- 
de se chismorrea de estas cosas, se 
decía algo que casi era un poema: 
María, sin que nadie supiera por qué, 
desde que estaba en Madrid no ha- 
bía pecado. Rechazó a los muchos 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 33 



moscones que se acercaron a ella co- 
mo a un panal; si eran ami^-os anti- 
guos, el rechazo era cortés y amistoso, 
y si se trataba de novatos, la repulsa 
era más violenta v definitiva. 

Que no se trataba de una conver- 
sión de aquellas que puso en moda 
la Magdalena, lo piobaba el hecho 
de que María continuaba su vida de 
siempre, concurriendo a todos esos 
sitios que son mercados del amor, 
más o menos directos — paseos, tea- 
tros... — y envidando con la mirada y 
con el gesto al que parecía ponerse 

a tiro. 

¿Habría gato encerrado? Muchos 
creían que sí, pero ella sabía que no. 
Era un capricho, un afán de averi- 
guar a qué sabía aquello de la hon- 
radez, esa cosa tan arbitraria que en 



34 JOAQUÍN BELDA 



la mayor parte de los casos huele a 
sudor y a ropa vieja. 

O acaso la muchacha, como Ni- 
ñón de Léñelos, quisiera rehacer su 
virginidad... 

También podía ser todo ello sim- 
plemente un presagio. 



* 
* * 



Lo que más molestaba a don Se- 
bastián era que su sobrino, en el cur- 
so de la conversación, le llamase tío. 
El chico, por ello, desde hace unos 
días, jamás empleaba la palabreja ne- 
fasta: tenía gran interés en que el 
viejo no se incomodase, pues el en- 
fado no suele ser el mejor consejero 
de la generosidad. 

Un día, y en el curso de uno de aque- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 35 



líos paseos que daban casi a diario, 
siempre por el centro de Madrid, le 
sorprendió el joven contándole un 
cuento chino: uno de sus más íntimos 
amigos, anticuo compañero de la 
Universidad, estaba gravemente en- 
fermo; para salvarlo era preciso prac- 
ticarle una operación quirúrgica, por 
la cual le pedía el médico, como úl- 
timo precio, quinientas pesetas. 

— Hd acudido a mí, porque no tie- 
ne a quién — agregó Juanito en tono 
cavernoso — , y dice qu-^t si yo no se 
las doy, tendrá que irse al hospital. 

— Que se vaya — replicó el pariente, 
que desde el primer momento había 
comprendido que le estaban colocan- 
do un folletín — ; te advierto que en 
Jos hospitales no se está tan mal co- 
mo el vulgo cree. 



36 JOAQUÍN BELDA 

— Eso ie he dicho yo; pero dice 
que no quiere, porque cuando era 
pequeño una g-itana le dijo que tenía 
que morir en un hospital... y no quie- 
re precipitar los acontecimientos. 

— ¡Caramba! 

Don Sebas miró al narrador de un 
modo especial: éste se fumó ia mira- 
da, y continuó: 

— Lo malo es que se trata de un 
amig^o, al que no puedo negarle nada: 
le debo un favor antiguo: el día que 
nos examinamos de Procedimientos 
judiciales, me prestó un programa 
iluminado, gracias al cual me gané un 
sobresaliente, 

— Tú no tendrás las quinientas 
pesetas ¡claro! 

— jPor Dios, Sebastián! 

— Y querrás que yo te las dé... 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 37 



— A ser posible... 

— Pues mira, se me ocurre una idea: 
vamos a casa de tu amigo, vemos 
cómo está, cumplimos así una de las 
obras de misericordia, que es la de 
visitar a los enfermos, y... 

— ¡Por Dios! No lo consentiré yo... 
)Tú en aquella casal 

— ¿Por qué no? 

— Si es que... no te lo he dicho to- 
do: mi amigo tiene unas viruelas es- 
pantosas. 

— |Ah, vamos! Entonces ahora 
comprendo lo de la operación: como 
que las viruelas no se curan más que 
abriéndole ai enfsrmo la barriga. 

El muy marrullero se echó a reir 
estrepitosamente. Juanito ya no supo 
^ué decir. 

— Mira — agregó bondadosamente 



38 JOAQUÍN BELDA 



don Sebastián — , yo te doy el dinero 
con una sola condición. 

—¿Cuál? 

Que me dig^as para qué lo quieres. 
Porque ya comprenderás que ía his- 
toria del anaig-o sé muy bien que no 
es más que una película. 

El pollo se jugfó el todo por el 
todo: 

— Pues lo quiero... para dárselo a 
María Infantes. 

— ¡¡]uanito!! 

— No lo hace por menos, j 

— Pero ¿tú has hablado con ella? 

— ¡Nunca! 

Vamos, vamos, explícame. 

— Pues ya te lo puedes suponer, 
A mí esa mujer me gusta una inmen- 
sidad, y como no soy un idiota, he 
comprendido desde el primer mo- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 39 



mentó, que oo había más que un 
camino para llegar a eüa: el de los 
papiros. 
— ¡Claro! 

— Un día, en la Peña, oí que en 
un grupo hablaban de ella, y presté 
atención: Arturo Casacogollos, que 
sabes que es persona seria, asegura- 
ba que antes de marcharse María a 
París, había compartido con él la 
chaise-iongue por cien duros. 

— El secreto a voces. 

— Alguien apuntó la duda de que 
ahora, después del regreso, como en 
realidad está más guapa, y más soli- 
citada, haya elevado la tarifa, y en- 
tonces Pepe Loeches, que, como sa- 
bes, es una especie de comisionista 
de señoras... 

— Como que vive de eso 



40 JOAQUÍN BELDA 



— Exacto. Pues Loeches afirma 
que en casa de Mercedes la Pacllm, 
el día antes, se la habían ofrecido por 
el mismo precio, aunque sin fecha 
fija. 

— ¿Qué es eso de la fecha? 

— Muy sencillo: que María dice 
que por ahora no torea; no por nada, 
sino porque quiere descansar una 
temporada. 

— Entonces ¿es verdad lo que di- 
cen por ahí, de los dos meses de 
honradez? 

— Parece que sí. 

— ¡Qué mujer más rara! 

— Bueno, yo, excuso decirte, aque- 
lla misma tarde rae fui a casa de Mer- 
cedes la Paella con una tarjeta de 
presentación del propio Loeches. 
Hable con ella, y... 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 41 



—¿Y qué? 

— Que todo está arreglado. No 
me falta más que el dinero. 

— Pero ¿María te espera? 

— Cuando yo quiera ir. Mercedes 
me dijo que hablaría con ella y que 
volviese a los dos días por la contes- 
tación. Volví y me comunicó que en 
principio estaba aceptado, pero que 
quería conocerme, saber quién era 
yo: para ello, al día sigfuiente, había 
yo de ir a la Castellana en un coche 
de! Círculo y, como señal, llevar la 
cabeza descubierta, y, al cruzarme 
con ella, pasarme la mano por la 
frente. 

¿Y fuiste? 
— |Tú veras! Por cierto que la tar- 
de estaba algfo fresca y pesqué una 
hemicrania de ir con el sombrerito en 



42 JOAQUÍN BELDA 



la mano que aún me dura... Pero 
¡qué no hada yo por ella! 

— Bueno, sig-ue. 

— Pues nada: pasó María en su co- 
che más guapa que nunca, yo me 
llevé la mano a la frente — y me la 
encontré como una barra de hielo — 
ella me examinó con una mirada rá- 
pida de arriba a abajo, y volvió el 
morro al otro lado como si hubiese 
visto a su mayor acreedor. 

— [Conozco ese gesto! 

— No quieras saber las horas que 
pasé hasta que volví a casa de Mer- 
cedes al otro día. «No la he gusta- 
do», me decía a mí mismo: «ahora 
me tira las quinientas pesetas a la 
cara.» 

— Bueno, te las hubiera tirado con 
una fígura retórica, porque... 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 43 



— Ya, ya... Peí o no ha habido lu- 
gar: acepta y espera que yo fije el 
día. Yo le conté a Mercedes !o de la 
mueca que hizo al verme, y me dijo: 
«Es la mejor señal; María, cuando 
una persona le agrada, le vuelve la 
cara y pone gesto de vinagre». 

— Pues no te ha dicho más que la 
verdad... Cuando uno le gusta, parece 
que quiere alejarle con el gesto... Sin 
duda teme que alguno le guste de- 
masiado. 

— ¿Tú crees? 

— No es más que una conjetura. 

Hubo una pausa preñada de deci- 
siones. El tío y el sobrino habían He- 
gado al final de la calle del Arenal y 
se habían detenido frente al Real. 
Habló primero el viejo: 

- Bueno, y ¿qué piensas hacer? 



44 JOAQUÍN BELDA 



— Lo que tú quieras: o me das las 
quinientas pesetas o me das diez du- 
ros nada más. 

— Prefiero lo segfundo. 

— Con los diez duros me compra- 
ré una browning- del último modelo y 
me pegaré un tiro... Sí, porque a mí 
la vida, sin esa mujer, me parece una 
fiambrera vacía. 



* 

* * 



Juanito Gorguera no se pegó el ti- 
ro: ni siquiera llegó a comprar el re- 
vólver. 

Ocho días después de ía conversa- 
ción que hemos reproducido, nues- 
tro amigo subía por la calle de Goya 
metido en una berlina de la Peña, a 
eso de las cinco de la tarde. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 45 



Era final de Octubre, y el otoño, 
esa edad madura del año, rimaba sus 
melancólicos estertores en las copas 
de los árboles y en los bolsillos de 
los transeúntes. ¡Oh ei otoño! Yo lo 
tengo comparado a un traje de lana 
que se fuera pelando poco a poco, y 
al llegar el 30 de noviembre ya no 
conservase más que los forros; tam- 
bién las almas tienen su otoño, pero 
esto nos llevaría muy lejos, y no va- 
mos más que aquí, al final de Goya, 
a la izquierda, donde tiene estableci- 
da su... menagerie esa reina de las 
Celestinas que se llama Mercedes la 
Paella. 

La tarde es de una dulzura que 
produce diabetes: el sol está cayen- 
do en estos momentos en el foso gra- 
nate del otro hemisferio y parece que 



46 JOAQUÍN BELDA 



la tierra toda llora la muerte diaria 
de su Rey-luz, que, en realidad, es 
un rey de oros. En el cruce de Clau- 
dio Coello llora un violín, martirizado 
por las manos de un mendigfo, quej' 
visto así de espaldas, tiene todo el 
tipo de Ontiveros. 

Juanito va tan azorado como el in- 
vitado a un banquete que se hubiera 
dejado en casa la dentadura postiza. 
No es que a él le falten armas y mu- 
niciones para el combate que va a 
reñir: de unas y otras tiene para po- 
ner un bazar, pero el trance es tan se- 
rio... 

Desde luego es la primera vez que 
va a verse así, mano a mano, con una 
mejer de tal calibre. Sus aventuras, 
hasta entonces, no han pasado del 
límite que marcan veinticinco pesetas 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 47 



sabiamente administradas. Luego, él 
es hombre de conciencia, y eso de 
ir a g^astar así en un minuto '^ien dii- 
retes de su tío Sebastián le produce 
cierta verg^onzosa perplejidad. 

El día antes, el tío tuvo un rasg^o: 
— Mira, por mí, que no quede: ve 
esta noche por casa y te daré ese di- 
nero. 

Fué, y le puso en la mano seis bi- 
lletes de cien pesetas. 

— Toma, te doy veinte duros más 
para que convides a tu novia. Al en- 
trar se los das a Mercedes y le dices 
guiñándole un ojo: *Que nos pasen 
dos botellas de Carabaña.» Es la con- 
signa: os dará un champán que a ella 
le cuesta a ocho pesetas, pero que lo 
cobra a cincuenta botella; a las dos 
horas de haberlo bebido notarás en 



48 JOAQUÍN BELDA 

el vientre así como un salto de agua, 
o como una navaja de seis muelles 
que se abre; pero no te preocupes 
porque supongo que tu coloquio con 
María no va a durar más de dos horas. 
Gracias, noble amigo, gracias; 
en el momento culminante te juro 
me acordaré de ti. 

— ¡No, demonio! En ese momento 
no. Hazte cuenta que no existo. 

El sobrino quiso besarle las ma- 
nos. 

Cuando aquella tarde llegó a casa 
de la Paeilüy chocóle desagradable- 
mente lo que ésta le dijo al Sc lir al 
recibimiento: 

— Llega usted con retraso: hace 
un cuarto de hora que está ahí. 

— ¿Quién? ¿María? Pero, ¿cómo 
es posible? 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 49 



Miró el reloj: eran las cinco y cuar- 
to, y la cita había sido de cinco y 
media a seis. 

Dióle los veinte duros a la dueña 
de la casa, y dijo la frase de ritual: 
«Que nos pasen dos de Carabaña.» 

Mercedes le condujo por un pasi- 
llo hasta una puerta de cristales pe- 
queños: abrió ésta, y, adelantándose» 
dijo: 

— María, aquí hay un caballero 
que quiere hablarla. 

Y el caballero pasó. 

No vio nada de la estancia más 
que a ella: ni muebles, ni adornos, ni 
n?da: ella sola, llenándolo todo. Ve- 
nía vestida de un modo más sencillo 
que en el paseo, como hembra que, 
para triunfar en cierto terreno, sabe 
que le sobra con su propia cara, ün 



50 JOAQUÍN BELDA 



traje azul de levita, una g-orrita de 
piel, y nada más. 

Desconcerló un poco a Juanito ia 
extremada sencillez y frialdad del re- 
cibimiento. 

—¡Hola! ¿Qiié tal? 

Y eso fué todo: él no dijo nada. 
Esperaba, sin duda, una entrada ex- 
plosiva, con romanticismos fervoro, 
sos, de los que llevaba preparados 
unos cuantos, tales como: 

— ¡Estoy loco por usted! 

— Desde que la vi por primera vez 
no he dormido más que de noche y 
con sulfonai. 

— Ansiaba este momento como an- 
sia el picador el toque de banderi- 
llas. 

Pero no hubo lugar: el despego de 
ella, como si fuera una persona a la 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 51 



que se ve todos !os días, le cortó el 
repertorio. 

Quedaron en silencio, harto emba- 
rzizoso, del que vino a sacarles Mer- 
cedes, que entró con la Carabaña. 
Eran dos enormes botellas panzudas 
de cuello dorado, y con unas etique- 
tas negaras, en las que se leía, en le- 
treros rojos: «Pommery-1632>. 

María, que debía conocer a fondo 
el prog'rama, dijo, en tono más ama- 
ble, al pollo: 

— jPor Diosl ¿Para qué se ha mo- 
lestado? 

La Paella le echó una mirada co- 
mo diciéndole: «¡No me pierdas!» Y 
ella, complaciente, y haciéndose car- 
^o de que en la gfuerra como en la 
jjfuerra, aceptó un* de las copas que 
la celestina había llenado, y que Jua- 



52 JOAQUÍN BELDA 

nito le ofrecía con la mano un poco 
temblona. 

— Yo no bebo nunca, pero no quie- 
ro que lo tome usted a desprecio. 

Se mojó los labios y volvió a de- 
jar la cicuta sobre el mármol del ve- 
lador. 

Mercedes salía ya, diciendo con la 
mejor de sus sonrisas: 

— Ustedes tendrán que hablar. 

Y cerró. 

Iba a empezar el dúo. Pero no te- 
ma el lector que se le coloquemos a 
toda orquesta: nada de detalles, que 
ofenderían el pudor del lector, y aun 
el nuestro propio, que también lo te- 
nemos, aunque algún comprador de 
La Coquito crea lo contrario. 

Estas escenas son casi siempre 
iguales desde que el mundo es mun- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 53 



do, pero desde que se han inventado 
las camas bajas, son, no ya iguales, si- 
no las mismas siempre. ¿A qué fati- 
gar al lector contándole lo que ya le 
han contaJo tantas veces, y lo que él 
mismo habrá practicado más de una? 

Sólo diremos, porque ello convie- 
ne a la continnación del relato, que 
el dúo de María y Juanito, si bien 
apasionado, y hasta con bríos, fué un 
poquito vulg-ar: comenzaron hablando 
de toros y teatros y acabaron dándo- 
se las gracias mutuamente. Para que 
el lector forme juicio exacto de ello, 
le diremos que las dos frases de más 
transcendencia y de mayor hondura 
psicológica que se pronunciaron en 
toda la tarde fueron éstas: 

Juanito, — Por mi parte, hasta don- 
de tú quieras. 



54 JOAQUÍ N BEL DA 

María, Mejor será al revés. 

Entre una y otra medió un cuart* 
de hora, y claro es que no guardaban 
relación alguna entre sí. 

Al salir a la calle, Juanito estaba 
satisfecho. No se habla engranado, y 
aquello no tenía más remedio que te- 
ner una continuación. ¿Cómo? No lo 
sabía. Lo mejor sería dejarlo a cargo 
de la Divina Providencia, protectora 
de las aves del bosque y de los can- 
didatos del Gobierno. 

Cuando María guardó en el bolso 
de mano los billetes que Mercedes 1« 
dio por cuenta de Juanito, hizo lo 
que no hacía nunca: contarlos y mi- 
rarlos. ¡No se creyera aquel mocoso 
que la cosa había sido por su linda 
caral A él, tan bonito, como a los 
viejos y a los feos, el dinerito por de- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 55 



lante; en el ofício, era la única manera 
de triunfar y de ser fuerte. 

Al subir al coche procuraba des- 
echar con indignación ur pensamien- 
to que pugnaba por agarrársela a la 
mente: pensaba que era aquel el ca- 
briio que mejor le había pagado des- 
de que empezó su carrera; porque 
sospechaba que le había dado algo 
más, ¡mucho más! que aquellas pese- 
tas que estrujaba en el bolso... 






Lector: tú estarás conforme conmi- 
go en que esto del amor es muy com- 
plicado. A primera vista parece cosa 
llana: un hombre y una mujer, un pa- 
raje apartado, dos miradas que se 
cruzan, dos bocas que se juntao, y... 



56 JOAQUÍN BELDA 

a los nueve meses un mueble más en 
la casa: la cuna. 

Pero no, no; hay alg-o más, y no 
valen escepticismos. Que se lo pre- 
guntasen a María Infantes en esta tar- 
de gris de Noviembre, en que la llu- 
via la había recluido en casa y la obli- 
gaba a matar las horas haciendo punto 
inglés junto a uno de los balcones. 

Tenía morriña, y la cosa no era de 
hoy, en que el tiempo gris y pegajoso 
podría haberla disculpado. Ayer hizo 
un sol radiante, y había tenido tanta 
morriña como hoy, y había renuncia- 
do al paseo porque... ¡Le daba una 
rabia atroz confesarse a sí misma el 
por qué! 

Estaba desde la tarde de la entre- 
vista con Juanilo como si la hubiera 
hecho daño algo; el champán-caraba- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 57 



ña no sería, porque apenas lo probó; 
Juanito mismo sólo había bebido un 
dedo, y, para que no se desperdicia- 
se, al final, después de la batalla, lo 
había empleado para lavarse las ma- 
nos con pyuda de una pastilla de ja- 
bón. 

María tenía una rabia muy grande 
consigo misma; ella, la mujer fuerte y 
desdefíosa no era más que una cursi 
que tería grabada en la mente la ima- 
gen de aquel muchacho tímido, en- 
cogido — espiritualmente nada más — 
y de una vulgaridad aterradora. 

¡Tendría gracia que aquel mocoso 
viniese a plantarse en medio de su 
camino como esos postes que nos 
obligan a cambiar de ruta cuando 
menos lo pensamosl 

Lo que la indignaba, lo que I» 



58 JOAQUÍN BELDA 

enardecía, era que Juanito no había 
vuelto a acercarse a ella en los vein- 
te días largos que iban transcurridos 
desdi su entrevista en casa de Mer- 
cedes. Solamente lo había visto de 
lejos, en el paseo alguna tarde, nnii- 
rándoia con ojos acarnerados como 
se mira un billete de a mil en el es- 
caparate de una casa de cambio, co- 
mo se contempla siempre un ideal 
inasequible. 

Para «lia no había duda: el chico, 
saciado el capricho físico, se olvida- 
ba de la hembra al pasar hacia la ca- 
lle el portal de la casa; y reconocía 
que había estado torpe al ceder tan 
pronto por cien cochinos duros, aun- 
que ahora ya iba viendo — ¡demasia- 
do tardel — que no habían sido sólo 
los duros los auela obligaron a cedor. 



MÁS CHULO QUE UN OC HO 59 

Una noche ss encontró con Mer- 
cedes la Paella en un teatro; charla- 
ron como dos buenas amigas, y Ma- 
ría, hábilmente, procuró llevar la cor- 
versación a su terreno: 

— Oye, Mercedes, ¿has vueito a 
saber alg-o de aquel chico...? 

— ¿De Juanito? 

-Sí. 

—La otra tarde estuvo en casa. 

— ¿De veras?... ¿Qué quería? 

— ¡Nadal Charlar conmigo nada 
más. Me preguntó por tí. 

— jAh! ¿Sí,..? — intentó un mohín 
de indiferencia que le resultó esa 
mueca qee hacemos todos cuando 
tomamos el aceite de ricino. 

Mercedes no era tonta y quiso ha- 
cerle un favor a su amiga. 

- Pero jchical Si ahora resulta que 



60 JOAQUÍN' BELDA 



no tiene una peseta... El dinero del 
otro día se lo tuvo que pedir a su tío 
Sebastián... ¿no te acuerdas? El de 
Rosita la Brioche.., 

— Sí, mujer, sí. 

— No te conviene ese muchacho 
de ningfuna manera, 

— {No sé por qué me dices eso! 
Nadie ha pensado en él para nada. 

— No, si tuviera fuerzas como tie- 
ne voluntad... ¿Sabes lo que me dijo? 

—¿Qué? 

— Que si él fuera millonario la rei- 
na de Madrid eras tú: dice que está 
loco por tí y que si pudiera... 

— Faltaba que yo quisiera. Todos 
los que no tienen un cuarto dicen lo 
mismo. ¡Qué hombres! ¡Cómo se re- 
piten! 

Se alejó de la amig^a un poco brus- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 61 



camente. Tenía más rabia que nnnca. 
jQué asco de hombres y de mujeres! 
Qué inmenso favor haría a la huma- 
nidad quien inventase algo, una me- 
dicina, una operación, que nos vol- 
viera indiferentes para el sexo con- 
trario y que hiciese que pasáramos 
por al lado de un hombre — o vice- 
versa — con la misma frialdad con que 
pasamos junto a un kiosco de nece- 
sidad cuando... no necesitamos nada. 
Lógicamente no podía explicarse 
lo que le sucedía. ¿Qué habría en- 
contrado ella en Juanito para que así 
le preocupase día y noche? ¿Guapo? 
No era feo, pero más guapos que él 
los había ella tenido entre sus brazos 
y habían pasado por ellos como el sol 
por el cristal. ¿Simpático? No era un 
ogro ni un tío esquinado, pero cual- 



62 JOAQUÍN BELDA 

quiera, su mismo tío Sebastián, meti- 
do en harina, era más dicharachero 
que el sobrino, y solía, con su expe- 
riencia de viejo mundano, decir a las 
mujeres cosas mucho más agradables. 

¡Y, sin embargo!... Este sin embar- 
go era todo un poema. La vida se le 
iba haciendo día por día más insopor- 
table. Lo que la encorajinaba, lo que 
la volvía loca, era el no poder gritar- 
le al muchacho la verdad de lo que 
la pasaba: para hacerlo, para decla- 
rarse a él, tenía que descender mucho 
en la escala de su dignidad y de su 
amor propio. 

A estas mujeres de amor, cuando 
les ocurre alguna contrariedad de es- 
ta índole, suelen, casi siempre, pen- 
sar en la iglesia. A pocos pasos de la 
casa de María, había un templo ane- 



MÁS CHULO QUE UN OC HO 63^ 

jo a un convento de monjitas que da- 
ba nombre al barrio: la muchacba se 
refug'iaba en é¡ todas las mañanas a 
primera h«ra, cuando menos gente 
había. 

En una de ellas, en punto de las 
nueve, salía del templo y, por la ace- 
ra de enfrente, vio cruzar a Gorj^ue- 
ra; el muchacho no tenía cara de ma- 
drugador, sino de trasnochador: lle- 
vaba en la cara ese color de marfil 
viejo del que ha pasado en claro to- 
da la noche. 

Cruzó rápida la calle y se hizo la 
encontradiza: 

— ¡María! 

— {Caramba! Creí que no estaba 
usted en Madrid. 

—¿Por qué? 

— Hombre, usted verá... Por lo vis- 



€4 JOAQUÍN BELDA 

to no quedaste aquella tarde con ga- 
nas de repetir. 

— Ganas no faltan, pero... 

— ¿Pero qué? 

— Yo no puedo permitirme ciertos 
lujos más que una vez al año. 

Se puso seria, se irguió: 

— ¡Eso es una impertinencia! 

El pollo no tuvo alientos para con- 
testar: lo inesperado del califícativo 
le dejó mudo. 

—Yo no te he pedido nada, y no 
has debido decirme lo que me has 
dicho. 

Creyóse en el caso de decir algo: 

— ¡Perdóname! Te juro que si hu- 
biera sabido... 

El tono era tan de bebé, que se 
conmovió: 

— Eres un chiquillo, y no debe to- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 65 

marse muy en cuenta lo que dices. 
Pero has Je saber, para en adelante, 
que yo soy muy buena amiga de mis 
amigos, y que a María Infantes no se la 
compra como se compra un mueble. 

A Juanito le gustaba el sesgo que 
iba tomando la conversación. 

— Eso quiere decir... 

— Que cuando quieras verme no 
tienes más que escribirme por la ma- 
ñana, y, por la tarde, ya sabes... en 
casa de Mercedes. 

—¿Irás? 

— Pero ¡qué estúpido eresl 
— Pues entonces... 
-¿Qué? 

—Que rne parece que te voy a es- 
cribir hoy mismo. 

— Puedes ahorrarte la carta. 
— ¿A qué hora? 



66^^ JOAQUÍN BELDA _ 

— Tú dirás. 

— Las cinco. 

— ¡Magnífica! 

— Bueno, y ahora me voy, porque 
estamos muy cerca de casa y no quie- 
ro que nos vean. 

Reaparecía en seguida la gran se- 
ñora, después de haber aparecido 
por unos instantes la chula encelada. 

Se separaron con un apretón de 
manos. Rápidamente, en unos segun- 
dos, como la mutación de un teatro 
cuando los tramoyistas no se ponen 
pesados, todo había cambiado de to- 
no y de colorpara María. E' mundo ya 
no era un asco, sino un vergel: el co- 
lor de rosa sustituía al negro calamar. 






— ¡Canalla! 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 67 

—¡Golfa! 

— ¡Maldito sea el día en que te 
conocí! 

— ¿Por qué no me quedarí yo 
cojo de todas mis piernas antes de ir 
en tu busca la primera vez? 

— ¡Qué lástima! Sí, que tú has per- 
dido mucho... Había que verte an- 
tes: un trapito atrás y otro alante, y 
las inanitas para limpiarse. 

— Pero por lo menos era una per- 
sona decente. 

— Y yo, por lo menos, estaba muy 
tranquila en mi casa y sin que nadie 
me jorobase. 

— Lo que es eso... 

— ¡Cállate, so chulo! 

— ¡Verdulera! 

Este diálogo, que a Platón se le 
olvidó incluir entre los suyos, tenía 



68 JOAQUÍN BKLDA 

lugar en aquella alcoba de María 
Infantes que el lector conoció al 
principio de este relato, y donde ya 
era hora que volviéramos a entrar. 
La joven y el muchacho eran novios 
desde hacía doce días; esto de novios 
era el vocablo que ella empleaba 
siempre por llamar de alguna mane- 
ra a aquel lío. 

Lector, hemos llegado en mala 
ocasión: la bronca que acaba de 
estallar entre los dos amantes es de 
las que necesitan un cronista. Es la 
primera, pues la luna de miel ha du- 
rado — ¡caso insolitísimo! — los doce 
días antes citados. 

La piel de oso yace por el suelo, 
y, sobre la pureza de su blancura, 
destacan tres o cuatro horquillas de 
las que María usa para sujetarse el 



MÁS CH WLO QU l UN OCHO 69 

oro de sus cabellos: las manchitas 
negras parecen el rastro que deja un 
ganado al pasar por una campiña 
nevada. — jEl símil es de los de dis- 
cursos de juégaos florales! 

Junto al lecho hay unos tiestos es- 
parcidos: son, o eran, la botellita de 
porcelana que la joven tenía en la 
nnesa de noche de la izquierda; antes 
de hacerse añicos contra el pavi- 
mento, ha corrido los aires como un 
meteoro y ha pasado, impulsada por 
Juanito, a un dedo escaso de las na- 
rices de su amada. 

El rostro de ésta -nácar y trigo — 
es ahora algo más — nácar, trigo y 
amapola -; en la mejilla izquierda 
se ve un círculo r«jo, que, por instan- 
tes, se va tornando lívido. Si some- 
tiéramos a esa aanapola al análisis 



70 JOAQUÍN BELDA 

dactilar veríamos en ella la impre- 
sión diorital de la mano derecha de 
juanito: total, una bofetada. 

María, mientras ruge, llora: no se 
sabe si de dolor, de rabia... o de 
pena, pero el caso es que llora. El 
galán, más práctico, corrige ante un 
espejo los desperfectos del traje y la 
figura — la corbata deshecha, un bo- 
tón que pende, como ahorcado, de 
una cuerda, el tupé caído por • los 
ojos —procurando borrar huellas; me- 
dita marcharse a la calle, pues sabe 
que la fuga es ía mejor arma de 
combate en ciertas reyertas. 

La cosa ha sido p'^r una futesa: en 
el paseo, ella en su coche y él en el 
suyo, y al cruzarse una de las veces, 
ocurrió algo imprevisto: el mucha- 
cho, al pasar María, no la vio, ni 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 71 



¿cómo iba a verla, si en aquel ins- 
tante estaba muy preocupado en 
charlar con la Brioche, cuyo carruaje 
caminaba a su par en la doble fila 
del paseo? 

La que sí lo vio todo fué María. 
Era el primer desengaño: ¡claro! 
aquel hombre sería como todos, un 
sinvergüenza. Y le escocía, la ara- 
ñaba el alma como si se la rascasen 
con un sacacorchos, eso precisa- 
mente: que fuera como los demás un 
hombre al que ella había tratado 
como a ninguno. 

£1 amor propio, la vanidad que 
duerme en el corazón de toda mu- 
jer, aun de la más humilde trapera, 
no necesitaba más para convertir en 
una furia a Mariquita. Ellas, a esto 
de la vanidad le llaman a veces 



72 JOAQUÍN BELDA 



amor, pasión, celos, y lo curioso es 
que hay hombres tan bolonios que, 
creyéndolo así, se sienten muy org-u- 
llosos de ser ellos la causa de esas 
explosiones; esos hombres, tirando 
de un arado, aún puede que ocupa- 
sen un puesto muy superior a sus 
merecimientos. 

La joven dio orden al cochero de 
volver a casa, y allí esperó con las 
tripas en la mano; después del pa- 
seo vendría Juanito, como siempre, 
pues ella había sabido reservar aque- 
llas dos horas de la tarde del asedio 
de sus adoradores, para consagrarlas 
al chulo. 

Y Juanito llegó hoy como siempre. 

— |Creí que no vendrías...! — fué lo 
primero que le tiró a la cara al en- 
trar. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 73 



— ¿Por qué? 

— Sencillarnente, porque no te de- 
jarían. 

Quedó anonadado. |Lo que menos 
esperaba él era aquel recibimiento! 
Precisamente hoy venía de mejor 
humor que nunca, y con pronuncia- 
das gaias de refocilarse. 

— ¿Quién no me iba a dejar? 

Maríacontestócon una solapalabra'> 

— ¡Canalla! 

Fué la orden general de ataque. 
El Sumo Hacedor ha dado a la mu- 
jer un arma ofensivo-defensiva de 
primer orden: la leng^ua. El hombre 
se defiende con las manos, a coces, 
o empleando también las piernas, 
pero para echar a correr; las muje- 
res y los oradores se defienden y 
atacan con la lenj^ua. 



74 JOAQUÍN BELDA 



El que no lo haya oído no puede 
tener idea de las miserias que es ca- 
paz de verter por la boca la mujer 
más ecuánime y educada, cuando 
pierde el poco juicio que tiene. Es 
como una baba, como un veneno 
que va destilando poco a poco este 
adorable reptil con faldas y som- 
brero de sesenta duros, que hemos 
dado en llamar nuestra compañera. 

Desde chulo para abajo, y desde 
invertido para arriba no quedó- 
epitalamio que María no aplicase a 
su amor, cual si fueran sanguijue- 
las. El muchacho, al principio, ca- 
llaba, pero bien pronto comprendió 
que una batalla de flores, para que 
sea verdadera batalla, exige que los 
disparos vengan de ambos comba- 
tientes. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 75 



—¡Golfa! 

— ¡Vamoiresa! 

— ¡Cursi! 

— ¡Eso,., de dos pesetas! 

— ¡Hija de ia Gran Bretañal — alu- 
diendo, sin duda, al rubio de su 
pelo. 

— ¡Pupila de! Botánico! 

Acaso en la lista anterior no es- 
tén incluidos todos los dicterios y 
salacidades — ¿no es así maestro Par- 
raeno? — que rodaron por la estancia 
antes de que rodasen los tiestos. 

Porque muy pronto las palabras 
fueron poca cosa, y hubo que apelar 
a las obras: María se fué a él y lo 
trincó por las solapas; el muchacho, 
al que no le hacía gracia morir tan 
joven, pudo atrapar con la boca uno 
de los brazos de ella y clavó los 



76 JOAQUÍN BELDA 

dientes con rabia en las carnes 
ebúrneas; ella dio «n chillido, y el 
joven, al soltar su presa, paladeaba 
el sabor de la carne humana, como 
cualquier negro pamú. 

La batalla lleg^ó a su período álgi- 
do: muy pronto los dos rodaron por 
el suelo, y María, no por más fuerte, 
sino por más ág-il, pudo tenerlo un 
instante a su arbitrio. Sujetándole 
los brazos con el peso del cuerpo 
cogióle el tupé y se puso a tirar de 
él como si quisiera extirpárselo. 
Ahora el que chillaba era Juanito» 
como una gallina acorralada, y, sir- 
viendo de contrapunto a esos chi- 
llidos, se oía, sorda y apagada, la 
voz de la amante, que, como un son- 
sonete, repetía: 

—¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla!... 



MÁS CHULO QO E UN OCHO 77 

Se acabó todo, porque se habían 
acabado las fuerzas de los dos. 
Ella, la fiera, rompiendo a llorar 
francamente, fué a echarse en una 
silla: él quedó tumbado en el suelo, 
no por nada, sino porque así estaba 
más cómodo. 

Pasados unos minutos, Juanito se 
levantó para marcharse- Ella le sa- 
lió al encuentro, ya vencida, entrega- 
da; aún conservaba el ceño adusto, 
pero a las claras se veía que la tor- 
menta había pasado. 

— ¿Dónde vas? 

— A la calle. 

— No, no te vayas... 

El tono en que lo dijo, la vendió. 
Se agarró a su cuello, pero ahora no 
para ahogarlo, sino para comérselo... 
en el buen sentido de la palabra: 



78 JOAQUÍN BELDA 



El, instintivamente, al verla ren- 
dida, vio llegado el caso de sacar el 
látigo. 

- — ¡Déjame! 

— No, no te vayas... 

—Sí, me voy; y para siempre. No 
me vusta tratar con verduleras. 

—¡Perdóname! Pero es que... de 
pensar nada más que otra pueda 
gustarte... 

—Bueno, bueno; menos conversa- 
ción, y déjame. 

Lo decía, pero sin ganas de que lo 

dej *se. 

Vino el silencio, volvió el llanto 
de ella más fuerte que nunca, em- 
pezó él, en su divino papel a conso- 
larla, y 

El lector nos consentirá que pon- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 79 

gamos esos puntos suspensivos; he- 
mos quedado en que no hay que fal- 
tar al pudor, pues parece ser que 
esto del pudor es una cosa muy 
seria. 






Cuando don Sebastián se enteró 
de lo del coche, sufrió un ataque de 
indig-nación: los pocos pelos que, a 
manera de floreciDas de azafrán, le 
quedaban en lo alto de la testa, se al- 
zaron amenazadores al cielo, como 
pidiendo venganza. 

Por lo visto, su sobrino había ce- 
dido en traspaso a un amigo la poca 
vergüenza que le quedaba. Parecía 
mentira que aquel muchacho llevase 
en las venas su misma sangre; él, ]va- 



BO JOAQUÍN BELDA 

mos! antes que hacer una cosa así, 
hubiera sido capaz de cortarse el 
pelo al rape con una guadaña. 

Porque lo del cochea que era la co- 
midilla y el escándalo —¡y la envidia! 
— de todo Madrid, consistía nada 
más que en lo siguiente: María Infan- 
tes, porque sí, porque la daba la 
gana, porque ella era el ama de su 
dinero, le había puesto coche a Jua- 
nito Gorguera, en un arranque de 
hembra castiza. El carruaje era una 
insignificancia: una victoria nueva, 
charolada, reluciente, la más bonita 
que había salido de los talleres de 
Labourdette, y con un caballo tordo 
que parecía uno de esos de pasta, 
que se ven en los escaparates de las 
confiterías, con el buche lleno de 
¿mises. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 81 

Para que todo fuera completo, 
hasta el cochero era una preciosi- 
dad: un mocetón rubio, con el pelo 
naturalmente rizado — ¡naturalmente! 
— y que hubiera hecho las delicias 
de cualquier jamona, de Icis que se 
cruzaban con él en el Retiro o en la 
Castellana. 

María que, puesta a hacer las co- 
sas bien, era de las que se derraman 
en el plato, había tenido el rasgo 
cleopatresco de hacer que el coche 
de su novio — ella seguía llamándole 
siempre así — fuese niejor que el suyo 
propio: como que éste le costaba se- 
tecientas pesetas al raes, y el de Jua- 
nito subía a las mil. 

Tío Sebastián, al saber todos es- 
tos detalles, estaba a punto de aho' 
£arse de rabia y de indignación; lie- 



82 JOAQUÍN BELDA 



vaba unos días g^astándose en cos- 
mético un capital que no tenía, para 
evitar que !:is cuatro florecillas de 
azafrán de su testa se empinasen 
tanto hacia el cielo que llegasen a 
agujerearle el sombrero. El de copa 
se usaba ya poco por entonces. 

Cuando quería sermonea»* sería- 
mente ajuanito, procuraba llevárse- 
lo por calles apartadas de los ba- 
rrios bajos, para evitar que el ruido 
y el bullicio del centro distrajesen 
su ánimo de la tesis del sermón. En 
esta tarde, y aprovechando las últi- 
mas horas de sol, fuese con él hacia 
U calle de Segovia y, al llegar ^ la 
iglesia de San P«dro, metiéronse am- 
bos por el ovillo de callejuelas que 
acaban en Puerta Cerrada. 

— ¡Válgame Dios, hijo mío! — le 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 83 



iba diciendo — nunca creí que acaba- 
ras en lo que has acabado; no sorá 
porque no te lo advertí cuando me 
pediste los cien duros. ¿Recnerdas 
lo que entonces te dije? 

— A punto fijo no, pero seg^ura- 
mente sería algo muy acertado. 

— No lo digas con ironía. Te dije: 
«Mira hijo mío, que en la puerta de 
la casa de ciertas mujeres siempre 
se deja uno algo: si llevas dinero, te 
dejas el dinero; si no lo llevas, te de- 
jas la dignidad». 

— Hay una solución. 
¿Cuál? 

— No llevar tanipoco la dignidad. 

— No digas eso, hombre, no digas 
eso. Esas cosas se las oyes decir en 
la Peña a Maturana, a Paco Mejíllai 
y a cuatro petardistas por el estilo, 



84 JOAQUÍN BELDA 



que todos sabemos de lo que viven. 
Tú, por mucho que quieras, no po- 
drás ser nunca como ellos; aunque a 
ratos no lo parezcas, eres una perso- 
na decente. 

— Pero es que tú no cuentas con 
una cosa. 

— ¿Qué cosa? 

— Con que yo quiero a esa mujer, 
y, como no puedo conseguirla por el 
camino recto, que es el del dinero, 
tengo que echar por el atajo y... 

— ¡Si eso fuera verdad!... jQuerer- 
la!... Conozco esa canción. El amor 
ciego, a prueba de bajezas y de in- 
dignidades... Como frase para final de 
acto no es de las peores, mas fíjate 
en una cosa que nunca falla: es ma- 
ravilloso que vosotros, ios chulos — 
y perdona que, aunque sea provisio- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 85 

nalmente, te incluya en el catálojfo — , 
siempre que os volvéis locos por una 
mujer, es por una de esas que vos- 
otros llamáis de postín. Diariamente 
pasan a vuestro lado muchachas muy 
guapas, modestas, que trabajan para 
comer, o que no comen porque no 
saben trabajar, y ni siquiera os vol- 
véis para mirarlas; pero os cruzáis un 
día con una que va en coche y lleva 
joyas que valen miles de duros, que 
es solicitada, asediada, y ¡cataplumi 
el flechazo y loquitos por ellas. 

— Hay de todo: ahí tienes a Igna- 
cio Malaver, que se ha enchutado 
con una florista, y se han ido 'os dos 
a vivir a los desmontes del cerrillo 
de San Blas. 

—Porque Ignacio ya no puede pa- 
sar por las calles de Madrid ni en 



86 JOAQUÍN BELDA 



motocicleta: no le dejarían circular 
los acreedores. 

- ¡Lo que tú quieras! 

— Si es la verdad... Eso tuyo de 
ahora, lo del coche, eso no lo acep- 
ta nadie que ten^a vergüenza; yo no 
sé cómo al pasear en él no se te ca« 
la cara al suelo. Y lo que más m« 
duele de todo esto es que he sido 
yo ¡yo solitol el que ha tenido la 
culpa. Si yo no te hubiese facilitado 
eí dinero para que te vieses la prime- 
ra vez con esa mujer... 

— Ya te he dicho mil veces qu« 
cuando quieras te lo devuelvo: aho- 
ra teng^o dinero de sobra... 

— No me insultes,Juanit«,no me in- 
sultes. Ese dinero que tú tienes ahora, 
como sé de dónde sale, yo no puedo 
tomarlo. Se me abrasaría la mano. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 87 

Al muchacho» que iba encontrando 
ya un poco cargante todo aquello, le 
kabía fallado p«r esta vez el remedio 
heroico: no se veía una pastelería en 
cien leguas a la redonda. Exaspera- 
do, no pudo contenerse. 

— ¿Sabes lo que te digo?.. Que 
me parece que exageras demasiado, 
y que hay muchos modos de vivir a 
costa de las mujeres. 

— El viejo palideció: 

— ¿Qué quieres decir? 

— Que el que se casa con una mu- 
jer rica sin quererla, es tan chulo 
como yo, con la agravante de que, 
gracias a las bendiciones, se pega a 
ella como una lapa toda su vida; Ma- 
ría, el día que se canse de mí, puede 
ponerme de patitas en la calle. 

— Y te pondrá, ya lo verás. 



88 JOAQUÍN BELDA 



— ^ ¿^^^ n™c dices del caso de 
Fernández Tejeringfo? Tiene una mu- 
jer que es la más bonita de Madrid: 
ella es honrada, me consta, pero el 
marido, con gfran habilidad, hace 
creer a ciertas gentes que no lo es, y 
así ha llegado a subsecretario, a con- 
sejero de no sé cuántas compañías y 
lleg-ará a Ministro. Luego cuando el 
protector se presenta a recoger en 
carne el pago de su protección, se 
encuentra con que no hay de qué, 
con que lo han timado, pero Jclaro! 
ya no puede volverse atrás, y guar- 
da para los demás el secreto por no 
quedar en ridículo. 

— No está mal tramado eso. 

— Y, sin embargo, ya lo ves: para 
todo el mundo, son dos personas de- 
centes. En cambio, uno, porque se 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 8^ 

acerca a una mujer que le g^usta, y 
tiene la suerte de que esta mujer... 

— Pero, Juanito de mi alma, si lo 
más triste del caso, de vuestro caso, 
es que vosotros, los chulos, no vivís 
de las mujeres, sino de los hombres. 

— ¿Cómo es eso? 

— Muy sencillo. ¿De dónde saca 
María el dinero que te da a tí? Del 
bolsillo de sus adoradores; sobre esto 
creo que no cabe duda. Luego son 
ellos los que, sin saberlo — o muchos 
a sabiendas — te mantienen y... te pa- 
gfan el coche. María no es más que... 
el agente de bolsa que hace la ope- 
ración. 

— Bueno, bueno, ¿sabes K» que te 
digo? 

— Veamos... 

— Que las cofas ya no tieien re- 



90 JOAQUÍN' lELDA 

ine«lio, y que yo estoy muy bien 
como estoy. 

— jjuanitoi No voy a tener más re- 
medio que decírtelo; eres más chulo 
que un ocho. 

— ¿Que un ocho? 
— ^A ver... 

— Y ¿por qué has escojfido ese nú- 
mero? 

~No hay otro de postura más 
chula: siempre con los brazos en ja- 
rras, por arriba y por abajo. 

— jAh, ya!... 

Juanito miró el reloj con impacien- 
cia. 

— Mira, no voy a tener más remo- 
dio que dejarte: es mi hora y voy a 
volverme al centro en tranvía. Si no 
aparezco por la Castellana, buena so 
pono lue^o María... 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 91 

— ¡Te acompañaré! ¿Dónele te es- 
pera el coche? 

— En la Peña. 

— Y... ¿vas a pasearte en él como 
todas las tardes? 

— jTú dirás! 

— De manera que ¿ese es el fruto 
de mis predicaciones? 

— |Bah! Todo eso son teorías. 



* * 



María veía que aquello se acababa: 
tenía un año de fecha nada más, pe- 
ro se acababa. 

Por su parte, la hog^uera había 
ido aumentando eon el tiempo; pero 
por la de él... Llevaba unos días 
preocupado, mohíno, y eso— lo adi- 
vinaba ella- no era más que el si^- 



92 JOAQUÍN BELDA 

no precursor del hastío, el principio 
del fín. 

La muchacha tenía ese remordi- 
miento del que lo ha jugado todo a 
una carta, y todo lo ha perdido. Y 
en plena juventud, en plena apoteo- 
sis de su belleza y de su triunfo, 
cuando más asediada se veía por la 
legión de cabritos que van siempre 
tras la mujer de moda, se iba a ver 
abandonada por el único hombre a 
quien había querido en su vida, que 
iba a deshojarse como una flor. 

Fué una torpeza, ahora lo veía 
bien claro, una insigne torpeza de la 
que nuca se arrepentiría bastante: 
aquellos dos meses de abstineíncia 
carnal que siguieron a su regreso de 
París, eran los que tenían la culpa de 
todo. Después de ellos, fué Juanito 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 93 



el primer homb^'c que se le acercó; 
otro cualquiera habría sido lo mis- 
mo: su cuerpo, con una segunda vir- 
ginidad, acogió las caricias del mu- 
chacho y quedó preso en ellas para 
siempre. 

Era algo físico, fisiológico mejor, 
ya que todas las grandes pasiones 
que ilustran la historia de la Humani- 
dad no son casi siempre más que el 
efecto de un desarreglo de la fisiolo- 
gía. La envidia no es más que tras- 
tornos del hígado, y esto lo saben 
muy bien los socios del Ateneo. Los 
celos de la mujer no son más que un 
adelanto de la menstruación... Los del 
hombre puede que sean neuralgias 
frontales mal curadas. 

Juanifo estaba en un período de 
crisis. Terjía el oresenlimiento, la 



94 JOAQUÍN BELDA 



evidencia profética, de que aquello 
de María no podía durar; era una vi- 
da demasiado cómoda para que fuese 
eterna. Además tenía un miedo garan- 
de que, por otra parte, tío Sebastián 
se encargaba de aumentar: la mucha- 
cha llegaría a cansarse de él, lo pon- 
dría en la calle, y él, el niño bonito 
de Madrid, se encontraría, de la no- 
che a la mañana, sin una peseta, y 
¡esto era lo gordo!, acostumbrado a 
la espléndida vida de buldog domés- 
tico que desde hace un año llevaba. 
Con ia fortuna det padre no había 
que contar; era escasa, y además el 
viejo Gorguera la administraba con 
una sordidez harpagónica. Juauito 
era egoísta, como lo somos todos los 
humanos, a ciertas horas del día. El 
cariño a María — ¿existió alguna vez? 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 95 

— se le había acabado, y ya sólo sen- 
tía piedad y gratitud hacia ella. La 
j^ratitud y la piedad son dos virtu- 
des que pocas veces llevan al sa- 
crificio. ¿No podría él explotar su 
condición de niño de moda en Ma- 
drid, y dar un golpe que le asegurase 
la vida principesca que llevaba de un 
modo vitalicio? 

Porque la vidita era como para 
abonarse a ella a todos los turnos. 
Lo de menos era el coche, pero ¿y 
la de mujeres candongas que pasa- 
ban por sus brazos sin que María se 
enterase y con el dinero que ella 
misma le facilitaba?... ¡La Brioche! 
Eso no era más que el capricho de 
un atardecer de otoño. No había en 
Madrid mujer de las de postín, guapa 
o fea, que no conociese el sabor del 



% JOAQUÍN BELDA 

dinero de Maria Infantes, a través da 
Juanito. 

Tío Sebastián apretaba más que 
un dolor; 

— Acabarás mal, hijo mío, acaba- 
rás mal. El otro día me encontré a 
María en la calle de Serrano: me 
dijo que el día e>:^ que ella supiera 
de un modo cierto que tú te enten- 
días con otra mujer, a tí y a ella os 
ponía los sesos al relente. Y esa lo 
hace; la conozco mucho antes que tú. 

Aún no se la daba, pero e^^ucha- 
cho comprendía que el herj^Bo de 
su padre tenía razón. ^^m 

Y el caso era que... d^^p hacía 
tiempo, en el teatro, enBLpaseo, 
doquiera que se tropezabl^ff Pirula 
Tomillares jle miraba de un modol 
Aquelio no podía ser más que amor 



MÁS CHULO QUE UN OCH© 97 



O una imitación de él bastante per- 
fecta. 

La chica era, en todos sentidos, 
una minita: guapa, lo era más que 
una virgen de Fra Angélico, y, ade- 
más, hija única de un padre que, 
aunque no era un Boticelli precisa- 
mente, tenía cincuenta o sesenta mi- 
llones de pesetas para empezar a 
gastar. 

De la fortuna de don Eladio To- 
millares se contaban cosas feroces; 
tenía en Madrid tantas casas que si, 
en un momento dado, todos sus in- 
quilinos hubiesen formado un orfeón 
y se hubiesen puesto a cantar en las 
Vistillas, las voces se hubieran oído 
en Palma de Mallorca. Los billetes 
de Banco los guardaba en bodegas 
construidas en los sótanos de su pala- 



98 JOAQUÍN BELDA 

CÍO de ia calle de Velázquez, y, para 
cortar el cupón cada trimestre, había- 
se hecho construir una guillotina gi- 
gantesca, que se ponía en movimien- 
to con un salto de agua de mil caba- 
llos. 

Pirula era hija única, y además — 
¡qué penal— estaba heredada de su 
madre, una pobre señora que había 
muerto hacía cinco años, sin haber 
probado los calamares, porque decía 
que eran un alimento caro para ella, 
dejando un capital de quince o vein- 
te millones. 

La chicha tenía fama en Madrid de 
desdeñosa, y se contaba que ningún 
hombre podía gloriarse de haberse 
tropezado con los ojos de ella, pues 
no miraba a nadie jamás. Y Juanito 
llevaba ya una temporada recibiendo 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 99 



el homenaje de unas miradas lángui- 
das de cordera, unas miradas que pa- 
recían paseársele por todo el rostro 
como el haz luminoso de un reflector 
que explora en plena noche la costa 
enemiga. 

Se la presentaron una noche en el 
Real, en el palco de la Condesa del 
Cerro del PimieHto. y e) muchacho, a 
los tres días le declaró su amor. 
Este amor, según éi mismo dijo, te- 
nía larga fecha, y, por lo impetuoso, 
parecía uno de esos chorros de agua 
de las mangas de riego municipales 
que arrastran cuanto se opone a su 
paso, aunque sea un señor gordo y 
ponderativo. 

La muchacha que, aunque guapa, 
era inteligente, no dijo que sí a las 
primeras de cambio, y, comprendien- 



100 JOAQUÍN BELDA 



do que hubiera sido necio ignorar io 
que sabía todo Madrid, paró un poco 
los pies a su cortejo. 

— Pero... ¿a usted le dejan que se 
enamore? 

— No entiendo la pregunta. 

— Vamos, ¿que si... la que usted 
sabe, no le prohibe que...? 

— En primer lugar, que en cuestio- 
nes del cariño nadie tiene fuerzas 
bastantes para prohibir ni para auto- 
rizar; y, además, que yo no tengo 
quien me mande. 

— Yo creí que... 

— Esas son hablillas de la gente, 
que una persona inteligente como 
usted no debe recoger. 

— Es que, la verdad, tenía cierto 
miedo. Pero si usted me asegura que 
no hay nada... 



MÁS CIRJLO QUE UN OCHO 101 



La partida estaba ganada. La mu- 
chachita honrada se sentía orgullosa 
— aparte lo que Juanito le ag-radase — 
de quitarle el novio a una profesio- 
nal, maestra de maestras, y dotada 
además por la Naturaleza de todas 
las armas de la seducción. 

Juanito Gorguera tenía bien proba- 
do que no era hombre capaz de dejar 
de comprar rábanos, al precio que 
fuese, cuando se los pasaban por su 
lado: é<>tos de ahora eran tiernos, ju- 
gosos, y, además, valían unos millo- 
nes. A los tres días erar» novios for- 
males, y a los dos meses --con cierto 
sigilo — Gorguera padre pedía al se- 
ñor de Tomillares la mano de Pirula 
para su hijo. El tío de los millones 
no puso más que una condición: que 
Juanito rompiese públicamente, rui- 



102 JOAQUÍN BELDA 



desámente, sus relaciones con María 
Infantes. F^ara los millones que daba 
no pedía mucho: el corazón y la vida 
entera de una mujer. 

La noticia de la petición de mano 
no la dieron los periódicos, pues el 
muchacho quería suavizar y retardar 
en lo posible el rompimiento con su 
amante, ya que no sería aquél el úni- 
co romp miento en que tendría que 
intervenir por aquellos días. 

A tío Sebastián tampoco le había 
dicho nada aún: para el viejo la noti- 
cia sería un alegrón, y el sobrino sa- 
boreaba de antemano el placer de la 
escena. 

Una tarde, sentados los dos en la 
puerta del círculo, el viejo comenzó 
su sermón de costumbre. 

— Veo que ya no tienes remedio: 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 103 

estás perdido, irremisiblemente per- 
dido. Yo creo que esa mujer te ha 
dado algo, uno de esos bebedizos 
que frabrican las sibilas de la calle de 
Calatrava con alcohol de alpargatas 
y bofes de gato sordo mudo, y que 
sirven para conseivar los amantes 
cuando no los mandan de un golpe al 
otro barrio. 

— No creas en bebedizos, Sebas- 
tián: la prueba de que a mí no me lo 
han dado es que, poco a poco, voy 
entrando en el buen camino. 

— Ya, ya lo veo. 

— Te voy dando la razón en todo 
lo que me vienes diciendo hace tiem- 
po. Es verdad: yo no soy un chulo, 
soy una persona decente. No quiero 
vivir más a costa de las mujeres, y... 
¡me caso! 



104 JOAQUÍN BELDA 

Don Sebastián tenía el sombrero 
puesto, y un observador hubiera po- 
dido ver cómo el cubrecabezas su- 
bía y bajaba alternativamente en mo- 
vimientos peristálticos, como el de 
esos actores cómicos que hacen chis- 
tes con la frente. Eran los cuatro pe- 
los azafranados de la chola que se 
elevaban al cielo a impulsos de la sor- 
presa. 

— ¿Has dicho... que te casas? 

— Sí, eso he dicho. 

— Y... ¿con quién? 

— Con la hija de Tomiliares. Por 
ahora diez millones de renta; cuando 
el padre muera ¡el caos! 

El sombrero del anciano salió des- 
pedido hasta los balcones del piso 
entresuelo. 

— [Pero... ¿y María? 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 105 



— ¡Ah! Esa será la víctima. En to- 
dos estos actos caballerosos de los 
hombres, en todas estas vueltas al 
sendero de la honradez y de la dig- 
nidad, hay siempre una victima. Es 
doloroso y necesario, 

— ¿Lo sabe ella? 

— Aún no: pero tendrá que sa- 
berlo. 

Hubo una pausa: esa pausa angus- 
tiosa que precede y sigue al crimen 
y que está preñada de coágulos san- 
grientos. Ahora el crimen, el que iba 
a cometerlo era el tío Sebastián. 

— Oye, Juanito, estoy pensando 
una cosa. 

— Tú dirás. 

— Si eso de tu boda cuaja... 

— Dalo por cuajado. 

— ...Digo que tú necesitarás un ad- 



106 JOAQUÍN BELDA 



ministrador. El dinero en tus manos 
se esfumaría. Cuenta conmigo para 
todo... Por cuestión de sueldo no re- 
ñiremos; así como así, el padre de tu 
mujer dará dinero para todo. 



* 



Y un día lleg-ó el anónimo, el con- 
sabido anónimo, que nunca falta en 
estos casos. 

María acababa de salir del tocador, 
más bonita que nunca, con sus cabe- 
llos de oro más brillantes, y más ale- 
gre también que de ordinario, pues 
esperaba a juanito para almorzar y 
pensaba pasar junto a él toda la tarde. 

La doncella le entregó una carta: e! 
sobre venía escrito a máquina, y den- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 107 



tro, con igual escritura, no decía más 
que lo siguiente: 

<Te llegó tu hora, mala perra. Jua- 
nito se casa con la hija de Tomillares: 
la novia ya está pedida. La chica es 
más guapa que tú, tiene más dinero 
que tú y, además, no es una golfa co- 
mo tú. Yo creo que, para consolarte, 
debes volver a casa de la Malagueña^ 
donde empezaste tu vida deshaciendo 
camas por cinco pesetas.» 

Esto último era mentira, pero na- 
die se toma la molestia de escribir un 
anónimo para no decir en él más que 
verdades. 

La muchacha lo leyó dos veces, 
como si quisiera convencerse de que 
allí decía lo que ella había leído. Y 
en seguida pensó lo que hemos pen- 
sado todos al recibir un anónimo: 



108 JOAQUÍN BELDA 

¿quién habrá escrito esto? Porque de 
esos papeluchos dañan por igual dos 
cosas: lo que en ellos se nos dice, 
que nunca es una noticia agradables 
y el pensar que hay gentes capaces 
de haber gozado escribiendo aquello. 

Al recibir un anónimo nos encon- 
tramos de pronto en uno de esos ra- 
ros momentos de lucidez en que, co- 
mo si se hubiera descorrido el telón 
que la tapaba, vemos la vida tal y co- 
mo es; es decir, que salimos a diario 
a la calle, tratamos a las gentes, cre- 
yendo que vivimos entre hombres do- 
mesticados, y luego resulta que entre 
esos hombres hay algunos que, en 
cuank) se les asegura la impunidad, 
son lobos más daííinos que los de la 
montaña. 

Como un sino fatal que pesaba so- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 109 

bre la clase, María veía cumplirse en 
ella el trágico prog^rama de todas: es- 
tas mujeres que trataban a los hom- 
bres como a pajarracos más o menos 
molestos, apartaban de pronto uno de 
entre todos, le daban todo lo que 
ellas podían dar, les hacían conocer 
la realidad de un cariño del que los 
otros no conocían más que la simula- 
ción, y cuando ya lo habían dado to- 
ao y la vida se les escapaba por el 
pórtico que ellas mismas abrieron, el 
hombre volvía la espalda, se alejaba, 
y se casaba con la otra, con la hon- 
rada. 

Era el caso de todas, y María com- 
prendía ahora que había pedido de- 
masiado al pedir a Dios que en ella 
no se cumpliese el destino. 

LlaHiaban a la puerta, y segura- 



lio JOAQl^ÍN BELDA 

mente era él- No tuvo tiempo ni para 
llorar; porque eso no, delante de él 
ni una lágrima, ni una queja: averi- 
guar la verdad, que ya era bastante. 
Deprisa, al «otar que la doncella 
abría ya la puerta, escondió el pape- 
lucho, en^re la servilleta destinada a 
su amante. Llegaba éste, al comedor. 
Venía más alegre que otras veces, 
como hombre que ha salido ya, gra- 
cias a una resolución firme, del tor- 
mento de una duda prolongada. 
— jHola, hijital ¿Qué haces? 
-Pues mira... esperándote. 
Se dieron el beso de costumbre, 
uno de esos ósculos rutinarios y fríos, 
que se parecen a los primeros besos 
de una pasión que estalla, como 
pueda parecerse el frac hecho por 
un sastre de portal al frac impeca- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 111 



ble del primer sastre de Picadilly. 

Jamás, en su vida entera de fini^i- 
mientos exig^idos por el oficio, tuvo 
que esforzarse tanto María para disi- 
mular. 

A petición de ella sentáronse a la 
mesa, pues deseaba acelerar el des- 
enlace; Juanito, como si el mismo de- 
monio lo inspirase, tenía granas de 
charlar y, distraído, retrasaba ei mo- 
mento de abrir la servilleta. 

Tuvo ella que decírselo al lleg^ar al 
primer plato: 

— ¿No cog^es la servilleta? 

Maquinalmente lo hizo, y el pape- 
lucho voló unos instantes indeciso, 
como maldición que no sabe sobre 
qué cabeza caer; al fin, planeando, 
vino a aterriz&r sobre los pantalones 
de Juanito. 



112 JOAQUÍN BK LDA 

— ¿Qué es esto? 

Miró a su amante; se reía, pero el 
muchacho hubiera jurado que desde 
que la conocía no la había visto nun- 
ca reir así. Leyó aquello y se quedó 
como el que ve lleg-ar a un acreedor, 
al que hace mucho tiempo que está 
esperando. 

— ¿Qué es esto? ¿Quién ha traído 
esto? 

— ¡Qué pregunta! El cartero. 

— Pero esto es una infamia, una ca- 
nallada. 

— ¿Lo que tú vas a hacer conmigo? 
Estamos conformes. 

— ¡Déjate de bromas! 

— Pues mira si tendré yo ahora ga- 
nas de bromas... 

Ya no reía. Estaba seria, muy seria, 
pero triste más que enfadada. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 113 

— Parece mentira que haya gentes 
capaces de escribir esto. 

— Es que en el mundo, convénce- 
te, hay gente para todo. 

Hablaba a media voz, arrastrando 
con blandura las palabras, como per- 
sona a la que le van faltando las fuer- 
zas poco a poco. 

—¡María! 

Ella le cogió una mano con suavi- 
dad, casi con ternura: 

— Juan, por lo que más quieras en 
este mundo, que ya sé que no soy yo, 
por todo lo que yo he hecho por tí, 
vas a hacerme un favor: yo te juro 
que si me lo haces, no te molestaré 
para nada, no seré un obstáculo para 
ti, me marcharé donde tú me man 
des... 

— ¡Calla, loca! 



114 JOAQUÍN BELDA 



<^-ir 



— No quiero más que un favor: que 
me digas la verdad. Eso que dicen 
ahí... ¿es cierto? 

Ahora fué él el que se puso som- 
brío. 

— Lo de la boda... puede serlo... sí 
cjue lo es... por lo menos, mi padre... 

— Cállate, no quiero saber más. 

— Pero esto otro, estas groserías 
de este papelucho, estas canalladas... 

— ¡Tonto! ¿Qué me importa a mí 
esc? La persona que lo ha escrito 
debe ser tonta, o debe conocerme 
mal; si quería molestarme, aplastar- 
me, con darme la noticia bastaba; lo 
demás, en esta ocasión, no sirve para 
nada. 

Callaron los dos. Ella hizo alg-o así 
corno aparentar que comía; él, com- 
prendiendo que el silencio era un pe- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 115 

ligero en aquel momento, habló: 
— Cuando te serenes, cuando re- 
flexiones, comprenderás que eso que 
ahora te parece tan grave, es apenas 
un accidente en tu vida. Yo tengo 
que casarme porque no hay otro re- 
medio. Tú ya sabes cómo yo vivo, lo 
que tengo, lo que valgo. ¡Trabajarl 
Eso se dice muy p»'onto, pero ¿en 
qué trabajará un pollo insulso como 
yo, que hasta para hacerse el nudo de 
la corbata tiene que tomar fuerzas? 
Yo para ti no soy más que una carga, 
y. . |no te enfades! un estorbo. Tus 
amigros, los de antes, te van huyendo 
poco a poco, porque les duele que el 
dinero que ellos te dan no sea para 
ti precisamente... Y no olvides que a 
ellos se lo debes todo: el bienestar, 
el lujo, la categoría. Yo no te he da- 



116 JOAQUÍN BELDA 



do más que muchos malos ratos y al- 
gún golpe que otro. 

También esto era lo de siempre, 
los argumentos de todos, los sofis- 
mas de todos: los hombres se repe^ 
tían unos a otros hasta la monotonía. 
Acaso algunas de aquellas cosas eran 
razonables, y, por serlo, dolían más a 
la que, muda como una esfinge, las 
escuchaba. ¡Qué pocas cosas razona- 
bles se decían los dos en sus prime- 
ras entrevistas! Era el imperio de la 
locura, parque si en los diálogos de 
pasiór : e dijesen cosas sensatas, ¿en 
qué se diferenciarían de una discu- 
sión de presupuestos?... Y eso que 
en éstas, a veces, ¡se dice cada insen- 
satez! 

— Después de todo — continuaba el 
joven —a ti, mujer que por vivir bien 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 117 

has perdido lo que dicen que vos- 
otras estimáis más, el pudor, no debe 
extrañarte que yo, por la misma cau- 
sa, venda mi gratitud. 

Esto ya era una grosería, y ella ru- 
gió más que dijo: 

— ¡Pero yo, al venderme, no enga- 
ñé a nadie, como tú me has engaña- 
do a mí! Sí acaso, me engañé a mí 
misma. 

— No te exaltes: la cosa te repito 
que no tiene la importancia que tú le 
quieres dar. Las mujeres os dais en 
seguida al romanticismo. Yo me ca- 
saré, sí, pero seguiremos como hasta 
ahora; yo vendré por aquí a diario, 
que Madrid es muy grande y el día 
tiene muchas horas. Tú seguirás sien 
do la misma para mí... 

Le interrumpió un alarido, y una 



118 JOAQUÍN BELDA _ 

VOZ sollozante que salió entre lágri- 
mas: 

— Pero tú para mí jno! 

Hubo ataque de nervios, éter, ca- 
rreras locas de la doncella que servía 
a la mesa y que acudió a socorrer a 
su señora. Hubo sillas por el suelo, 
maldiciones de Juanito, vasos que se 
volcaron, y... otra porción de cosas 
desagradables, que no te colocamos 
aquí, iector, porque hemos quedado 
en que la vida es un epitalamio y en 
que hay que pasarla lo mejor posible. 

Los disgustos no sirven más que 
para que se enriquezcan los vende- 
dores de tila y de antiespasmó- 
dicos. 



* 



La boda se celebró a los tres ma- 
ses. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 119 



aria Infantes se había marchado 
de Madrid veinte días antes. Nadie 
sabía dónde estaba; unos decían que 
en París, otros que en Barcelona, 
otros que en Buenos Aires. En su 
casa tenían orden de decir al que 
preguntase que nada sabían. 

La última noche que pasó en Ma- 
drid no quiso pasarla sola; le daba 
miedo, y mandó llamar a Juanito, £1 
muchacho acudió con cierto recelo, 
temiendo que María hiciese cual- 
quier barbaridad, aunque llevaba ya 
unos días muy tranquila y como resig- 
nada. 

En efecto, no pasó nada; comieron 
juntos los dos, hablando de cosas in- 
diferentes, y después, sin duda para 
hacer la digestión, se metieron en la 
cama. 



120 JOAQUÍN BELDA 



En aquella alcoba, que el lector ya 
conoce, transcurrieron las horas has- 
ta el amanecer; María, a cada nuevo 
sacrificio en el ara del amor — ¡qué 
manera más elegíante de llamar a los 
revolcones! — prorrumpía en un llan- 
to que le duraba su buena hora larga. 
Juanito procuraba consolarla con fra- 
ses vacías, y por fin, cuando eí día 
se insinuaba ya a través del estor del 
balcón, ella se quedó dormida. 

El muchacho aprovechó la ocasión; 
echóse de la cama, vistióse deprisa 
poniéndose varias r>rendas del revés, 
y talió sigilosamente de la estancia y 
de la casa, como un ladrón que teme 
ser sorprendido. 

Ha pasado mucho tiempo; María 
ha regresado a Madrid. 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 121 

Viene más guapa que nunca, pero 
con un rictus de tristeza q^e no se le 
quita ni cuando se ríe. A medida que 
los arios pasan parece que el rictus 
se va acentuando más y más, como 
esos surcos de las tierras baldías, que 
poco a poco se van convirtiendo en 
simas. 






Al entrar una noche en la Peña, 
un criado entregó a Juanito una car- 
ta. Sin abrirla se fué a su tertulia, y 
con ella en la mano estuvo charlando 
un rato, Al fin rompió el sobre y 
leyó: 

«Querido Sebastián: Te mando 
cuarenta duros de los setenta que me 
has pedido. No puede ser más, lo 



x^. 



122 JOAQUÍN BELDA 

cual que ya sabes que lo siento, pero 
los tiempos están muy malos. Ya sa- 
bes que otra vez ha sido otra cosa, y 
que siempre que yo he tenido una 
peseta ha sido para mi chuh'n Bastia- 
nito. Que no te se olvide benir a 
verme el día de mi santo. Tu esclava, 
Paquita Meruendano-* 

En efecto, acompaiíando a la car- 
ta venían dos papiros de a cien. 
Miró el sobre: era para su tío Sebas- 
tián, y el criado, equivocadamente, 
se la había dado al sobrino. 

Paquita, la firmante, era una piculi- 
na vieja, conocida de todo Madrid, y 
que, trabajando en lo suyo, había 
reunido muchísimo dinero. Juanito 
sabía que había sido, y era, muy ami- 
ga de Sebastián, pero nunca pudo 
V sospechar que el buen viejo se dedi- 



MÁS CHULO QUE UN OCHO 123 

case a explotar el físico de aquel 
modo tan delicado. Ahora compren- 
día ciertos gastos excesivos que de 
vez en cuando veía hacer a su pa- 
riente, y que no estaban en propor- 
ción ni con su renta, ni con su suel- 
do de la Tabacalera. 

¡Pobre tío Sebastián! ¡Pobre hor- 
miguita vieja, que aún tenia fuerzas 
para llevar a casa el grano de trigo 
extraído del granero de una mujer! 
Por lo visto, aquello era de familia. 

Había que hacet que la carta y los 
billetes llegasen a sus manos, y al 
mismo tiempo tenía que explicarle lo 
ocurrido: fué al escritorio, y cuando 
ya se disponía a escribir una carta 
aclarándolo todo, tuvo una idea repen- 
tina. La explicación ya se la daría de 
palabra; ahora li nitóse a encerrar la 



124 JOAQUÍN BELDA 



carta y el dinero en otro sobre y a 
meter éste en uno más grande, en 
unión de una esquelita. Todo ello se 
lo envió con un botones a su casa. 

En la esquela, y con su firma, no 
le decía más que lo sig-uiente: 

«Querido Sebastián: Eres más chu- 
lo que un ocho». 









OBRAS PUBLICADAS 

POR LA 

BIBLIOTECA HISPANIA 

COLECCIÓN HISPANO AMERICANA 

Pesetas 

Primera parte de la Historia del 
Perú, por Diego Fernández, el 
Palentino, tomos i y ii, cada vo- 
lumen en 4.° 7*50 

Corona Mexicana.- Historia de 
los Motezumas, por el P. Diego 
Luis de Motezuma, en 4.°, 512 
páginas . . 7'50 

COLECCIÓN ROSA PARA LAS 
FAMILIAS 

Genoveva, novela, por Alfonso de 

Lamartine, 37h páginas en 8." 3*00 



PeaeU 

La Leyenda Dorada, (Vidas de 
Santos), por Jacobo de Vorági- 
ne, tomos I y II, cada volumen 3*00 

SECCIÓN GENERAL 

Lámparas votivas, poesías, por 

Francisco Viliaespesa . ...... 3*00 

Como buitres..., por Manuel Lina- 
res Rivas 3*00 

La fuerza del mal, por Manuel Li- 
nares Rivas 3*50 

Obras completas, por Manuel Li- 
nares Rivas. — Tomo i: La Ci- 
zaña, Aire de fuera. Porque sí. 
— Tomo ii: El abolengo, María 
Victoria, Lo posible. —Tomos 
ui: La estirpe de Júpiter, Cuan- 
do ellas quieren.... En cuarto 
creciente. — Tomos iv: La divina 
palabra. Bodas de plata, cada 
tomo 3'50 

Tapices viejos, por Eduardo Mar- 
quina 3*50 

frtnte al mar, por José López Pi- 

aillos (Parmeno) V^ 



Pftee tas 

Csplas, por Luis de Tapia 2*50 

I^on José de Espronceda: su épo- 
ca, su vida y sus obras, por 
José Cáscales Muñoz 4*00 

La Política de Capa y Espada, 

por Eugenio Selles 5*00 

La Negra, por Pedro de Répide 1*00 

£1 horror de morir, por Antonio 

de Hoyos y Vinent 1*00 

La Garra (segunda edición), por 

Manuel Linares Rivas 3*00 

Barrio Latino, por Federico Gar- 
cía Sanchíz 3*00 

La espuma del champagne, por 

Manuel Linares Rivas 3'50 

La guerra palpitante 3*00 

Una mancha de Sangre, por Joa- 
quín Belda 1*50 

El Monstruo, por Antonio de Ho- 
yos y Vinent 3'00 

La Cocina racional, por Magda- 
lena S. Fuentes. 3*00 

Aíi Venus, por Joaquín Dicenta TOO 

Fantatmas, por Manuel Linares 

Rivas 3'Oa 

Fatal dilema, por Abel Botelho, 



^ 



Pesetas 

tomoi I y II, cada volumen .... 2*50 

Años de miseria y de risa, por 

Eduardo Zamacois 3*50 

Presentimiento y por Eduardo Za- 
macois 1*50 

La Leona de Castilla, por Fran- 
cisco Viilaespesa 3'50 

El paraíso de los solteros, por 

Andrés González-Blanco 1*00 

Al son de la guitarra, por Federi- 
co García Sanchíz 2'00 

Toninadas, por Manuel Linares 
Rivas 3*50 

Una vida ejemplar, por Diego 

San José 1*50 

La enemiga, por Darío Nicodemi 3*50 

El oscuro dominio, por Antonio 

de Hoyos y Vinent l'OO 

En camisa rosa, por Felipe Trigo 3*50 

El crimen de Avellaneda, por 

Atanasio Rivero. 3*50 

Al m^^'i^en de la vida, por Baldo- 
mcro Argente 2*00 

Aíás chulo que un ocho, por Joa- 
quín Belda 1*00 



*<•;*% 



^^ 



cV -V 






\-Sv 



s V 



^^^ ¿' . 









'sí* 



f «o 

1) 



o 

Tí; 

1-1; 



u 
o 
jS 



5 

O 

o 



0) ! 



5 

o 
a 



Universíty of Toronto 
Library 



DO NOT 

REMOVE 

THE 

CARD 

FROM 

THIS 

POCKET 




< H 



Acmé Library Card Pocket 

ünder Pat. "Ref. Inda File" 

Made by LIBRARY BUREAU 






Á. 



^ \^