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MAS CHULO
QUE UN OCHO
DEL AUTOR
La suegra de Tarquino (6.^ edición).
^ Quién disparó? (2.'' edición).
Memorias de un suicida (2.^ edición).
Saldo de almas (2.^ edición).
La Farándula (3.^ edición).
La Piara (2^ edición).
Alcibiades-Club (2.^ edición).
El picaro oficio.
La Coquito (7.* edición).
Una mancha de sangre (2.^ edición.)
Aquellos polvos... (3.* edición).
Las noches del Botánico (2.* edición).
JOAQUÍN BEL DA
MÁS CHULO
QUE UN OCHO
NOVELA
(tercera edíción)
)5 U D5
BIBLIOTECA HISPA NÍA
CID, 4. — MAIH<1H
Es propiedad.
Queda hecho el
depósito que mar-
cji la Ley.
>* n) ^ ♦
íw ^J
S. L de A. G.— Cartagena-Madrid
MAS CHULO
QUE UN OCHO
I A habitación estaba vacía; en ella
■^"^ se notaban esas huellas incon-
fundibles de todo sitio en que se
acababa de reñir un combate, de
cualquier clase que sea: la cama apa-
recía deshecha y con las ropas con-
fusamente arrolladas a los pies, como
una bandera que se arría ante el em-
puje del enemigo; una de las frágilef
sillitas de rejilla dorada estaba caída
en el suelo, y, en el centro de la es-
tancia, como un trono al que su rey
acaba de abandonar, había un chisme,
JOAQUÍN BELDA
forma g-uitarra con cuatro patas, al
que el pudor nos impide llamar por
su nombre, y en cuyo seno se tran-
quilizaba poco a poco un agua que
acababa de cometer varios infantici-
dios.
Será inútil que agreguemos que
los frascos del tocador estaban en
desorden, y que junto a una escupi-
dera de porcelana yacían dos colillas
de cigarro con áurea boquilla, y de
dimensiones tan idénticas, que nada
tenía que echarse en cara la una a la
otra.
La habitación estaba vacía. Esto
ya lo hemos dicho antes, pero parece
que, repitiéndolo, el vacío es mayor.
Se oían en ella todos esos ruidos de
la soledad tan característicos: una
carcoma que trabaja en el silencio,
MAS CHULO QUE UN OCHO 7
un mueble que se queja, una jofaina
que gotea... Y se oía también, y esto
€S lo extraño, como un esteitor con-
tenido, como el resoplar de una loco-
motora que viniese de muy lejos: co-
sa de espiritismo, indudablemente.
La alcoba no tenía nada de par-
ticular; estaba amueblada con arreglo
a ese patrón, que parece invariable,
de todas las alcobas de cierta clase
de mujeres que han hecho del amor
una máquina de acuñar moneda: la
cama amplia y mullida para que en
ella pueda hacerse algo más que dor-
mir; el biombo de tela japonesa y
madera blanca, para ocultar tras él
ciertos pudores, que aquí parecen
tan superfluos como sería un paraguas
en un cuarto de duchas; la chaise-
Ungue, cubierta con piel de oso de
8 JOAQUÍN BELDA
Siberia que parece ser el más re-
sistente — , y la mesita tocador, no
para la dueña de la casa, que suele
tenerlo en habitación aparte, sino
para uso del visitante de tanda, que
es lóg-ico no quiera marcharse a la
calle sin coquetear un poco ante ei
espejo.
Lector: te hemos introducido, sin
que te cueste más que una. peseta, en
el dorqpitorio de la célebre María In-
fantes, estancia donde hubo quien
entró una sola vez y le costó treinta
mil duros. Esta mujer estupenda...
Pero ¿qué es eso? Juraría que la
piel de oso de Siberia se mueve un
poco... No cabe duda, ahora se mue-
ve más... La cabeza del plantígfrado
se alza de la chaise-longue como si
quisiera devorarnos. ¡Cielos! Toda
MAS CHULO QUE UN OCHO
la piel viene hacía aquí... {Jesús!...
Ahora cae al suelo como un trapo...
y bajo ella aparecí el cuerpo vivo de
un joven como de unos veinticinco
años, bien vestido, rubio, con ese
rubio-coñac que tienen alg-unos so-
cios de la Peña, y con la cara espan-
tada y angustiosa del que acaba de
correr un gran peligro.
Está en mangas de camisa, y lo
primero que hace al verse libre es
ir al tocador, coger una toalla y lim-
piarse con ella la frente y el rostro,
bañados en sudor. Luego se alisa
los cabellos, escucha un rato, y ca-
si de puntillas va a la puerta que se-
para la alcoba de un gabinete; mira
por el cerrojo, después aplica el
oído, y, por fín, respira satisfecho.
Tenemos el gusto de presentarte-
lo JOAQUÍN BELDA
lo, lector: es Juanito Gorg^uera, el
amante verdad, el del corazón, va-
mos, el chulo de María, la dueña de
la casa.
*
* *
Ante ciertos ejemplos palpitantes
no hay más remedio que creer en la
vocación; mejor diríamos, en la pre-
destinación.
Hay quien nace para conductor
del tranvía, y más tarde o más tem-
prano — generalmente a las siete de la
mañana — empuña la manivela, aun-
que antes haya perdido el tiempo li-
cenciándose en Derecho; hay quien
viene al mundo para ser empresario
de teatros, y en empresario acaba,
abandonando las varas de un carro,
donde estaba como en su propia ca-
MÁS CHULO QUE UN OCHO ÍI
sa. Así, Juanito Gorguera había naci-
do para chulo, y chulo era sin darse
cuenta, y, a veces, aun contra su vo-
luntad.
A los quince años, la cocinera de
su casa paterna, después de rendirle
casi a diario el homenaje de sus ca-
ricias un poco espesas, le entregaba,
peseta a peseta, el salario íntegro del
mes, más lo que sisaba en la compra,
que no era cantidad despreciable. El
chico se lo gastaba todo en tabaco y
en la cuarta de Apolo, y sus padres,
sin saberlo, tenían en casa cocinera
gratis, aprovechándose así de la chu-
lería del hijo.
Juanito creció —¡qué remedio le
quedabal — , y sus padres empezaron
a dejarlo salir de casapor las noches,
después de registrarle los bolsillos y
12 JOAQUÍN BELDA
cerciorarse de que sólo llevaba en
ellos dos reales, cantidad que basta-
ba para el café, pero con la cual no
se podían entablar relaciones con el
sexo contrario, a no ser marchando -
se a los desmontes del Observatorio
o a los solares de la calle Fortuny.
Una noche, a eso de la una, cruza-
ba Juanito la Red de San Luis, que
en aquella época era bastante más
pintoresca que ahora, y notó que un
cuerpo humano se le colgaba de su
brazo izquierdo con premura, a tiem-
po que le decía con voz jadeante:
— Oye, pollito, ¡por lo que más
quieras! no te separes de mí. Anda,
vamos andando.
Y le llevó casi arrastras hacia Ja-
cometrezo. Era la Maña, la célebre
Maña, la mujer más popular y famo-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 13
sa del Madrid nocturno de entonces
y la más g^uapa y ebúrnea de todas
las que fíngían una pasión por diez
pesetas.
Juanito notó que aquella mujer ve-
nía huyendo; volvió la cabeza y vio
que, en efecto, dos del Orden acosa-
ban a quince o Teinte mujeres hacia
la calle del Deseng-año. El rebaño
huía, como en el monte cuando se
presenta el lobo; casi todo él había
podido escapar; pero unos paisanos
que acompañaban a los guardias te-
nían ya trincada por la falda a una de
las ovejas.
El muchacho tuvo un impulso de-
cisivo:
— Oye, rica, ¿me has tomado de
cimbel? ¿Supongo que esto me val-
drá a mí algo?...
l(4i JOAQUÍN BELDA
¡Calla!
- ¿Ah, no?... Como quieras.
Y se soltó de ella violentamente.
Uno de los g^uardias, que había visto
desde lejos a la Maña y había obser-
vado la maniobra, venía hacia ella re-
nunciando, por inútil, a la persecu-
ción de la manada disuelta ya en las
sombras de la calle del Desengaño.
Venía, porque no quería que le toma-
ran de primo.
La mujerona lo vio, y echó a correr
detrás de Juanito.
—Oye, ven... lo que tú quieras...
Anda, vamos., aquí a Mesonero.
Ya estaba colgada otra vez al bra-
zo del galán, cuando el guardia llegó
a ellos:
,,^-r-No creas que no te he visto,
Maña; por esta vez te has escapado.
MÁS CHULO QUE UN OC HO 15
pero ya caerás. Hasta las dos hay que
estar en casita.
Juanito quiso desempeñar a la per-
fección su divino papel:
— Oiga usted, esta mujer va conmi-
jfo y no hay que decirla nada.
--Ya lo he visto: por eso he dicho
que esta vez se ha salvado.
Dio media vuelta y se marchó. La
consigna era severa. Siempre que las
acompañase un hombre, hasta las pu-
pilas de la calle de Ceres, podían pa-
searse a las doce del día por la misma
Puerta del Sol.
El chico se aprovechó, y no le su-
po mal por cierto: hacía tiempo que
acariciaba como una ilusión — una ilu-
sión que por dos duros se convertiría
en realidad — el gozar de las caricias
de la Maña, que era una verdadera.
16 JOAQUÍN BELDA
maestra. AI separarse una hora des-
pués en ia puerta de la casa, él tuvo
un rasgfo de poeta:
— Oye, a este precio, cuando no
teng-as quien te acompañe por las no-
ches, cuenta conmig-o.
Fué su bautismo de sangre; el pri-
mer disparo que convierte en héroe
al soldado bisoño y decide una voca-
ción para toda la vida. La verdad era
que las señoras gratis parecían más
sabrosas, y ya que había sido la ca-
sualidad y no su voluntad la que le
había deparado el lance de aquella
noche, seguiría el sendero que la ca-
sualidad le señalaba, y que a él, en-
tonces, le parecía bordeado de rosas.
Sólo que la cosa no era fácil. El
mundo se iba metalizando, y las mu-
jeres, convencidas cada vez más de
MÁS CHULO QUE UN OCHO 17
que cierta parte de su fisiologfia podía
ser un cuno del que saliesen muchas
monedas, sentían una instintiva re-
pug'íiancia por los pelanas, como ellas
llamaban en su jerg^a a los hombres
que velan las pesetas con telescopio.
Pasaron unos cuantos años y Jua-
nito cumplió los veinticuatro; durante
ellos, terminó la carrera de abog^ado,
se hizo socio de la Peña y ¡oh desilu-
siónl fué resolviendo el problema del
amor con las escasas pesetas que po-
día extraer del bolsillo de su padre,
que, aunque bien repleto, no tenía
para el hijo excesivas prodigalidades.
De vez en cuando se acordaba del
lance aquel de la MañOy con esa me-
lancolía retrospectiva con que se re-
cuerda un paraguas que nos dio co-
bijo en tormentosa noche invernal, y
18 JOAQUÍN lELDA
que después perdimos para siempre
en el gfuardarropa del Ateneo. Pero
un día... o, mejor dicho, una tarde...
Juanito Gorgfuera tañía un viejo
amigo que, además de serlo, era her-
mano de su padre; pero este paren-
tesco era lo de menos para tío y so-
brino, pues el bueno de don Sebas-
tián, que así se llamaba, era para el
chico, ante todo y sobre todo, un
amig-o. Tenía más de sesenta años y,
habiendo sido en su juventud tenien-
te de húsares, abandonó la carrera de
las armas porque el montar a caballo
le daba acedías casi todas las noches.
Como soldado había estado en el
Norte, y fué además de los que ayu-
daron a Pavía en aquel barrido cele-
MÁS CHULO QUE UN OC HO 19
Wre del Congreso de los Diputados,
i|ue, después de la batalla de las Na-
vas de Tolosa, es el hecho más gr|o-
rioso de nuestra Historia. Era un
kombre de mundo, y, cansado ya de
todo, tenía ese aire lánguido del su-
jeto que ve pasar la vida como un
panorama en el que no hay más que
un solo e invariable color. Vivía de
una modesta renta y de un destino
que le había dado en la Tabacalera
Mn ministro amigo: iba dos horas dia-
rias a la oficina, y, gracias a ellas, lle-
gó a ser un consum< du maestro en el
arte de liar pitillos.
Con su hermano, el padre de Jua-
nito, se llevaba, poco más o menos,
como se llevan los extremos de un
diámetro: no podían verse más que
de lejos, y desde lejos se enseñaban
20 JOAQUÍN BELDA
los dientes. Para el chico era una su-
cursal de la Divina Providencia: sus
apuros de dinero él los socorría, aun-
que no con mucha largueza, pues don
Sebastián no se parecía a Creso más
que en lo mucho que le gustaban las
tobilleras.
Lo que no iba en dinero iba en
consejos, y el tío sermoneaba al so-
brino de un modo implacable, aun-
que siempre en tono dulce y como
quien no está muy convencido de lo
que aconseja, sabiendo que siempre
hay un algo que destruye, en último
caso, los mejores sistemas filosóficos.
Juanito, cuando el amigo y tío se po-
nía muy pesado, lo metía en una pas-
telería: sólo llenándose la boca de
pasteles llegaba a callarse aquella pa-
rodia de Bossuet; el sistema no falla-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 21
ba nunca, pues el antiguo húsar ama-
ba los pasteles más que a toda su fa-
milia, sobre todo si eran de hojaldre.
Una tarde, Mentor y Telémaco ca-
minaban muy despacio por la calle
del Barquillo en dirección a la de
Argensola, donde vivía el primero.
Era Abril, y la primavera florecía en
los árboles y en las cabezas de los
pollos, que ya habían sacado a la ca-
lle los primeros sombreros de paja.
En el áng-ulo de la calle de Gravina,
tío y sobrino hubieron de detenerse
para dejar paso a un coche, una cosa
muy mona, de un solo caballo, con el
cochero de flamante levita gris, y to-
do el conjunto — carro, caballo y auri-
ga resplandeciente e impecable.
No iba vacío el estuche: en su ¡h-
terior, erguida como una reina en su
22 JOAQUÍN lEL DA
trono, iba una mujer como de unos
veintidós años, rubia como una onza,
y con el rostro de una belleza impo-
nente, una de esas bellezas agresivas
que obligan a bajar la vista al espec-
tador, no se sabe por qué.
No la bajó Juanito sin embargo:
quedóse como alelado, entontecido,
con la boca abierta y los ojos fijos e»
la aparición, la cual, al ver que la mi-
raban, volvió el rostro al otro lado,
con una mueca de desdén, que era ea
ella muy frecuente.
El cocbe tuvo que dar la vuelta
para seguir por Barquillo, y como
Juanito y su acompañante se habíaa
detenido en la misma esquina, ocu-
pando el centro de la curva que el
carruaje había de describir, pudieron
contemplar a su sabor a ia belleza
MÁS CHULO QUE U N O CHO 23
dorada. Entonces ella, como querien-
do subsanar una omisión, volvió a mi*
rar rápida al grupo, y, dirigiéndose a
don Sebastián, le obsequió con una
sonrisa discreta que parecía un ama-
necer de primeros de mes.
— Adiós, Mariquita — dijo el viejo^
efusivo y llevándose una mano al ala
del sombrero.
El coche se perdió muy pronto e«
el barullo de la calle.
El mozo se había quedado clavado
en la acera mirando hacia atrás, y su
tío tuvo que llamarle la atención:
— ¿Qué haces, hombre?
Pero él, echando a andar, contestó
con otra pregunta:
— ¿Quién es esa mujer que te ka
saludado?
— jCómo! Pero ¿es que no la c#-
24 JOAQUÍN BELDA
noces? Sí, hombre; si no tienes más
remedio: es la célebre María Infan-
tes.
— ¡Oh! ¿Es esa?... Conocía ei nom-
bre, pero no sabía cómo era.
Siguieron andando, y, al rato, dijo
el muchacho con la celeridad de un
disparo:
— Tío, tienes que presentarme a
esa mujer.
Ahora fué den Sebastián el que se
paró. Quedóse mirando al hijo de su
hermano y echóse a reir como si aca-
base de leer un chiste de almanaque.
— ¡Presentarte! No lo permita Dios.
Y comenzó a sermonear al chico
para no perder la costumbre. Lo ma-
lo era que en el barrio no había por
aquel entonces ninguna pastelería.
* *
MÁS CHULO QUE UN OC HO 25
El teatro ya no existe, y de las ce-
nizas de su solar han surg^ido unas
casas de vecinos. Era una sala no pe-
queña, pero un poco triste, bautizada
con un nombre moro bastante eufó-
nico.
Se hacía en él una temporada de
varietés y para aquella noche se anun-
ciaba un debut de sensación; el cartel
no decía más que María Josefina, pe-
ro los iniciados — y en Madrid todo
el mundo es iniciado — sabían que de-
trás de aquel nombre se ocultaba la
arrog^ante persona de María Infantes
con todos sus soberanos atractivos.
El nombre había empezado a sonar
hacía poco, pero tenía ya ese presti-
g-io que acaricia a ciertos nombres de
mujer, que, al pronunciarse, evocan
en todas las mentes una alcoba a to-
2é JOAQUÍN BELDA
do lujo, unos hombres arrastrándose
a ios pies de la dueña de esa alcoba,
y, en el fondo, una melancolía disi-
mulada en el alma de aquella mujer,
que ha hecho del amor su profesión.
Empezaron a circular cien historias
de esas dislocadas que nadie sabe
quién las inventa, y de las cuales sólo
algunas serían verdad, o acaso nin-
guna.
Se decía, entre otras cosas, que un
conde muy conocido, y que había si-
do el... qu9 abrió la sesión, había de-
jado como recuerdo a María la pro-
piedad de una casa de tres pisos va-
luada en ochenta mil duros. La mu-
chacha empezó a contar con dos co-
sas que son siempre compañeras in-
separables y señales infalibles d«i
éxito: la admiración de los extraaos
MÁS CHULO QUE UN OCHO 27
y la envidia de ias compañeras.
A su debut asistió todo el Madrid
de tronío, ese Madrid que polariza su
vida entre la cuesta de las perdices y
los altos de Fornos. En honor a la
verdad había que decir que María,
como cupletista, no resultó; para
triunfar la sobraba distinción, y un
innato sentimiento de buen gusto que
la hacía sufrir arcadas cuando un
chiste soez o una frase grosera la sa-
ludaba desde el paraíso o desde una
butaca.
Probó su talento abandonando
pronto el oficio; pero la aventura no
había sido inútil, ya que sirvió para
que Madrid entero la proclamase la
nás hernnosa de sus mujeres alegres,
al verla unas cuantas noches a la luz
radiante de las candilejas, que no hi*
28 JOAQUÍN BELDA
cieron más que destacar los primores
de su cara,
Al poco tiempo desapareció de
Madrid. No tardó mucho en saberse
dónde estaba: había ido a París, por-
que esta ciudad era entonces, ha sido
después y seguirá siendo durante si-
glos, el almacén de la gracia y de la
seducción.
Los incondicionales de la cultura
alemana basan la superioridad de
Berlín sobre Lutecia en el hecho de
que en la capital de Prusia hay una
colección de sabios que todos los
años descubren una docena de mi-
crobios, y hay unos policías gigantes
que tratan al ciudadano como si fue-
se una estera a la que hubiese que
varear. Nosotros, que no creemos en
los microbios más que como pretex-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 29
to para que no se oxiden los micros-
copios, y que no creemos en las este-
ras, porque somos partidarios de los
pisos de madera, preferiremos siem-
pre un restaurant del bosque de Bo-
lonia a un laboratorio alemán, y una
griseta de mediano desarrollo a un
guardia berlinés, aunque esté más
desarrollado que el simpaticón y ge-
nial Prudencio Iglesias Hermida.
Madrid temió perder para siempre
a la reina de sus cortesanas al leer en
un periódico la noticia equivocada
de que María Infantes era una de las
lesionadas en el famoso incendio del
Bazar de Caridad. No hubo tal, y ca-
da vez que en la Peña, en el Casino
o en los palcos de los teatros entraba
un individuo recién llegado de París,
los amigos, después de preguntarle
30 JOAQUÍN BELDA
si la torre Eiffel segfuía e» el mismo
sitio y si Rochefort segfuía conservan-
do tieso el tupé, recaían en la pre-
gunta de rigor:
— Oye, ¿has visto por allí a María
Infantes?
— La he visto.
— Y ¿qué hace?
— Pues ¡qué ha de hacer! Lo mis-
mo que aquí: triunfar.
Y una tarde la viajera, de pronto,
se presentó en el paseo de coches de
la Castellana, como anuncio de la
Primavera, que también llegaba por
aquellos días.
Fué como si Madrid entero son-
riese. La noticia circuló como con
alas por todo el mundo galante:
— Ha vuelto María. María Infantes
ha vuelto.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 31
Venía más esbelta, más afinada,
como si los meses hubiesen corrido
para ella hacía atrás por obra de un
poder brujo. Combatida la tendencia
a engordar que desde... lo de la aper-
tura de la sesión había tenido, ahora
era cual un junco cuyo extremo baña-
se el sol, cual una joya radiante en el
estuche de raso del coche... Vamos,
lector, una mujer para jugarse por
ella la cabeza y hacer trampas en el
juego.
Como una bomba cayó la nueva
del retorno en los tocadores y en las
alcobas de las compañeras de María,
para ellas la cosa suponía una dismi-
nución de ingresos, ya que la compe-
tencia era imposible. Ante el espejo,
aquellas comadres, que en su mayo-
ría habían ya doblado el cabo de las
32 JOAQUÍN BELDA
tormentas, aumentaban el estucado
del rostro, se echaban en la boca un
fleje nuevo para aumentar la fuerza
de su dentadura postiza, consumían
por fanegas las barras del colorete, y
todo para luego, al acudir al paseo
después de aquella carena, aparecer
como caricaturas junto al coche de
María Infantes, que cada día ganaba
una perfección más.
La tarde en que Juanito Gorguera
la vio por primera vez en la calle del
Barquillo, hacía dos meses que la
viajera había vuelto de París.
¡Dos meses! Por los corrillos don-
de se chismorrea de estas cosas, se
decía algo que casi era un poema:
María, sin que nadie supiera por qué,
desde que estaba en Madrid no ha-
bía pecado. Rechazó a los muchos
MÁS CHULO QUE UN OCHO 33
moscones que se acercaron a ella co-
mo a un panal; si eran ami^-os anti-
guos, el rechazo era cortés y amistoso,
y si se trataba de novatos, la repulsa
era más violenta v definitiva.
Que no se trataba de una conver-
sión de aquellas que puso en moda
la Magdalena, lo piobaba el hecho
de que María continuaba su vida de
siempre, concurriendo a todos esos
sitios que son mercados del amor,
más o menos directos — paseos, tea-
tros... — y envidando con la mirada y
con el gesto al que parecía ponerse
a tiro.
¿Habría gato encerrado? Muchos
creían que sí, pero ella sabía que no.
Era un capricho, un afán de averi-
guar a qué sabía aquello de la hon-
radez, esa cosa tan arbitraria que en
34 JOAQUÍN BELDA
la mayor parte de los casos huele a
sudor y a ropa vieja.
O acaso la muchacha, como Ni-
ñón de Léñelos, quisiera rehacer su
virginidad...
También podía ser todo ello sim-
plemente un presagio.
*
* *
Lo que más molestaba a don Se-
bastián era que su sobrino, en el cur-
so de la conversación, le llamase tío.
El chico, por ello, desde hace unos
días, jamás empleaba la palabreja ne-
fasta: tenía gran interés en que el
viejo no se incomodase, pues el en-
fado no suele ser el mejor consejero
de la generosidad.
Un día, y en el curso de uno de aque-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 35
líos paseos que daban casi a diario,
siempre por el centro de Madrid, le
sorprendió el joven contándole un
cuento chino: uno de sus más íntimos
amigos, anticuo compañero de la
Universidad, estaba gravemente en-
fermo; para salvarlo era preciso prac-
ticarle una operación quirúrgica, por
la cual le pedía el médico, como úl-
timo precio, quinientas pesetas.
— Hd acudido a mí, porque no tie-
ne a quién — agregó Juanito en tono
cavernoso — , y dice qu-^t si yo no se
las doy, tendrá que irse al hospital.
— Que se vaya — replicó el pariente,
que desde el primer momento había
comprendido que le estaban colocan-
do un folletín — ; te advierto que en
Jos hospitales no se está tan mal co-
mo el vulgo cree.
36 JOAQUÍN BELDA
— Eso ie he dicho yo; pero dice
que no quiere, porque cuando era
pequeño una g-itana le dijo que tenía
que morir en un hospital... y no quie-
re precipitar los acontecimientos.
— ¡Caramba!
Don Sebas miró al narrador de un
modo especial: éste se fumó ia mira-
da, y continuó:
— Lo malo es que se trata de un
amig^o, al que no puedo negarle nada:
le debo un favor antiguo: el día que
nos examinamos de Procedimientos
judiciales, me prestó un programa
iluminado, gracias al cual me gané un
sobresaliente,
— Tú no tendrás las quinientas
pesetas ¡claro!
— jPor Dios, Sebastián!
— Y querrás que yo te las dé...
MÁS CHULO QUE UN OCHO 37
— A ser posible...
— Pues mira, se me ocurre una idea:
vamos a casa de tu amigo, vemos
cómo está, cumplimos así una de las
obras de misericordia, que es la de
visitar a los enfermos, y...
— ¡Por Dios! No lo consentiré yo...
)Tú en aquella casal
— ¿Por qué no?
— Si es que... no te lo he dicho to-
do: mi amigo tiene unas viruelas es-
pantosas.
— |Ah, vamos! Entonces ahora
comprendo lo de la operación: como
que las viruelas no se curan más que
abriéndole ai enfsrmo la barriga.
El muy marrullero se echó a reir
estrepitosamente. Juanito ya no supo
^ué decir.
— Mira — agregó bondadosamente
38 JOAQUÍN BELDA
don Sebastián — , yo te doy el dinero
con una sola condición.
—¿Cuál?
Que me dig^as para qué lo quieres.
Porque ya comprenderás que ía his-
toria del anaig-o sé muy bien que no
es más que una película.
El pollo se jugfó el todo por el
todo:
— Pues lo quiero... para dárselo a
María Infantes.
— ¡¡]uanito!!
— No lo hace por menos, j
— Pero ¿tú has hablado con ella?
— ¡Nunca!
Vamos, vamos, explícame.
— Pues ya te lo puedes suponer,
A mí esa mujer me gusta una inmen-
sidad, y como no soy un idiota, he
comprendido desde el primer mo-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 39
mentó, que oo había más que un
camino para llegar a eüa: el de los
papiros.
— ¡Claro!
— Un día, en la Peña, oí que en
un grupo hablaban de ella, y presté
atención: Arturo Casacogollos, que
sabes que es persona seria, asegura-
ba que antes de marcharse María a
París, había compartido con él la
chaise-iongue por cien duros.
— El secreto a voces.
— Alguien apuntó la duda de que
ahora, después del regreso, como en
realidad está más guapa, y más soli-
citada, haya elevado la tarifa, y en-
tonces Pepe Loeches, que, como sa-
bes, es una especie de comisionista
de señoras...
— Como que vive de eso
40 JOAQUÍN BELDA
— Exacto. Pues Loeches afirma
que en casa de Mercedes la Pacllm,
el día antes, se la habían ofrecido por
el mismo precio, aunque sin fecha
fija.
— ¿Qué es eso de la fecha?
— Muy sencillo: que María dice
que por ahora no torea; no por nada,
sino porque quiere descansar una
temporada.
— Entonces ¿es verdad lo que di-
cen por ahí, de los dos meses de
honradez?
— Parece que sí.
— ¡Qué mujer más rara!
— Bueno, yo, excuso decirte, aque-
lla misma tarde rae fui a casa de Mer-
cedes la Paella con una tarjeta de
presentación del propio Loeches.
Hable con ella, y...
MÁS CHULO QUE UN OCHO 41
—¿Y qué?
— Que todo está arreglado. No
me falta más que el dinero.
— Pero ¿María te espera?
— Cuando yo quiera ir. Mercedes
me dijo que hablaría con ella y que
volviese a los dos días por la contes-
tación. Volví y me comunicó que en
principio estaba aceptado, pero que
quería conocerme, saber quién era
yo: para ello, al día sigfuiente, había
yo de ir a la Castellana en un coche
de! Círculo y, como señal, llevar la
cabeza descubierta, y, al cruzarme
con ella, pasarme la mano por la
frente.
¿Y fuiste?
— |Tú veras! Por cierto que la tar-
de estaba algfo fresca y pesqué una
hemicrania de ir con el sombrerito en
42 JOAQUÍN BELDA
la mano que aún me dura... Pero
¡qué no hada yo por ella!
— Bueno, sig-ue.
— Pues nada: pasó María en su co-
che más guapa que nunca, yo me
llevé la mano a la frente — y me la
encontré como una barra de hielo —
ella me examinó con una mirada rá-
pida de arriba a abajo, y volvió el
morro al otro lado como si hubiese
visto a su mayor acreedor.
— [Conozco ese gesto!
— No quieras saber las horas que
pasé hasta que volví a casa de Mer-
cedes al otro día. «No la he gusta-
do», me decía a mí mismo: «ahora
me tira las quinientas pesetas a la
cara.»
— Bueno, te las hubiera tirado con
una fígura retórica, porque...
MÁS CHULO QUE UN OCHO 43
— Ya, ya... Peí o no ha habido lu-
gar: acepta y espera que yo fije el
día. Yo le conté a Mercedes !o de la
mueca que hizo al verme, y me dijo:
«Es la mejor señal; María, cuando
una persona le agrada, le vuelve la
cara y pone gesto de vinagre».
— Pues no te ha dicho más que la
verdad... Cuando uno le gusta, parece
que quiere alejarle con el gesto... Sin
duda teme que alguno le guste de-
masiado.
— ¿Tú crees?
— No es más que una conjetura.
Hubo una pausa preñada de deci-
siones. El tío y el sobrino habían He-
gado al final de la calle del Arenal y
se habían detenido frente al Real.
Habló primero el viejo:
- Bueno, y ¿qué piensas hacer?
44 JOAQUÍN BELDA
— Lo que tú quieras: o me das las
quinientas pesetas o me das diez du-
ros nada más.
— Prefiero lo segfundo.
— Con los diez duros me compra-
ré una browning- del último modelo y
me pegaré un tiro... Sí, porque a mí
la vida, sin esa mujer, me parece una
fiambrera vacía.
*
* *
Juanito Gorguera no se pegó el ti-
ro: ni siquiera llegó a comprar el re-
vólver.
Ocho días después de ía conversa-
ción que hemos reproducido, nues-
tro amigo subía por la calle de Goya
metido en una berlina de la Peña, a
eso de las cinco de la tarde.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 45
Era final de Octubre, y el otoño,
esa edad madura del año, rimaba sus
melancólicos estertores en las copas
de los árboles y en los bolsillos de
los transeúntes. ¡Oh ei otoño! Yo lo
tengo comparado a un traje de lana
que se fuera pelando poco a poco, y
al llegar el 30 de noviembre ya no
conservase más que los forros; tam-
bién las almas tienen su otoño, pero
esto nos llevaría muy lejos, y no va-
mos más que aquí, al final de Goya,
a la izquierda, donde tiene estableci-
da su... menagerie esa reina de las
Celestinas que se llama Mercedes la
Paella.
La tarde es de una dulzura que
produce diabetes: el sol está cayen-
do en estos momentos en el foso gra-
nate del otro hemisferio y parece que
46 JOAQUÍN BELDA
la tierra toda llora la muerte diaria
de su Rey-luz, que, en realidad, es
un rey de oros. En el cruce de Clau-
dio Coello llora un violín, martirizado
por las manos de un mendigfo, quej'
visto así de espaldas, tiene todo el
tipo de Ontiveros.
Juanito va tan azorado como el in-
vitado a un banquete que se hubiera
dejado en casa la dentadura postiza.
No es que a él le falten armas y mu-
niciones para el combate que va a
reñir: de unas y otras tiene para po-
ner un bazar, pero el trance es tan se-
rio...
Desde luego es la primera vez que
va a verse así, mano a mano, con una
mejer de tal calibre. Sus aventuras,
hasta entonces, no han pasado del
límite que marcan veinticinco pesetas
MÁS CHULO QUE UN OCHO 47
sabiamente administradas. Luego, él
es hombre de conciencia, y eso de
ir a g^astar así en un minuto '^ien dii-
retes de su tío Sebastián le produce
cierta verg^onzosa perplejidad.
El día antes, el tío tuvo un rasg^o:
— Mira, por mí, que no quede: ve
esta noche por casa y te daré ese di-
nero.
Fué, y le puso en la mano seis bi-
lletes de cien pesetas.
— Toma, te doy veinte duros más
para que convides a tu novia. Al en-
trar se los das a Mercedes y le dices
guiñándole un ojo: *Que nos pasen
dos botellas de Carabaña.» Es la con-
signa: os dará un champán que a ella
le cuesta a ocho pesetas, pero que lo
cobra a cincuenta botella; a las dos
horas de haberlo bebido notarás en
48 JOAQUÍN BELDA
el vientre así como un salto de agua,
o como una navaja de seis muelles
que se abre; pero no te preocupes
porque supongo que tu coloquio con
María no va a durar más de dos horas.
Gracias, noble amigo, gracias;
en el momento culminante te juro
me acordaré de ti.
— ¡No, demonio! En ese momento
no. Hazte cuenta que no existo.
El sobrino quiso besarle las ma-
nos.
Cuando aquella tarde llegó a casa
de la Paeilüy chocóle desagradable-
mente lo que ésta le dijo al Sc lir al
recibimiento:
— Llega usted con retraso: hace
un cuarto de hora que está ahí.
— ¿Quién? ¿María? Pero, ¿cómo
es posible?
MÁS CHULO QUE UN OCHO 49
Miró el reloj: eran las cinco y cuar-
to, y la cita había sido de cinco y
media a seis.
Dióle los veinte duros a la dueña
de la casa, y dijo la frase de ritual:
«Que nos pasen dos de Carabaña.»
Mercedes le condujo por un pasi-
llo hasta una puerta de cristales pe-
queños: abrió ésta, y, adelantándose»
dijo:
— María, aquí hay un caballero
que quiere hablarla.
Y el caballero pasó.
No vio nada de la estancia más
que a ella: ni muebles, ni adornos, ni
n?da: ella sola, llenándolo todo. Ve-
nía vestida de un modo más sencillo
que en el paseo, como hembra que,
para triunfar en cierto terreno, sabe
que le sobra con su propia cara, ün
50 JOAQUÍN BELDA
traje azul de levita, una g-orrita de
piel, y nada más.
Desconcerló un poco a Juanito ia
extremada sencillez y frialdad del re-
cibimiento.
—¡Hola! ¿Qiié tal?
Y eso fué todo: él no dijo nada.
Esperaba, sin duda, una entrada ex-
plosiva, con romanticismos fervoro,
sos, de los que llevaba preparados
unos cuantos, tales como:
— ¡Estoy loco por usted!
— Desde que la vi por primera vez
no he dormido más que de noche y
con sulfonai.
— Ansiaba este momento como an-
sia el picador el toque de banderi-
llas.
Pero no hubo lugar: el despego de
ella, como si fuera una persona a la
MÁS CHULO QUE UN OCHO 51
que se ve todos !os días, le cortó el
repertorio.
Quedaron en silencio, harto emba-
rzizoso, del que vino a sacarles Mer-
cedes, que entró con la Carabaña.
Eran dos enormes botellas panzudas
de cuello dorado, y con unas etique-
tas negaras, en las que se leía, en le-
treros rojos: «Pommery-1632>.
María, que debía conocer a fondo
el prog'rama, dijo, en tono más ama-
ble, al pollo:
— jPor Diosl ¿Para qué se ha mo-
lestado?
La Paella le echó una mirada co-
mo diciéndole: «¡No me pierdas!» Y
ella, complaciente, y haciéndose car-
^o de que en la gfuerra como en la
jjfuerra, aceptó un* de las copas que
la celestina había llenado, y que Jua-
52 JOAQUÍN BELDA
nito le ofrecía con la mano un poco
temblona.
— Yo no bebo nunca, pero no quie-
ro que lo tome usted a desprecio.
Se mojó los labios y volvió a de-
jar la cicuta sobre el mármol del ve-
lador.
Mercedes salía ya, diciendo con la
mejor de sus sonrisas:
— Ustedes tendrán que hablar.
Y cerró.
Iba a empezar el dúo. Pero no te-
ma el lector que se le coloquemos a
toda orquesta: nada de detalles, que
ofenderían el pudor del lector, y aun
el nuestro propio, que también lo te-
nemos, aunque algún comprador de
La Coquito crea lo contrario.
Estas escenas son casi siempre
iguales desde que el mundo es mun-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 53
do, pero desde que se han inventado
las camas bajas, son, no ya iguales, si-
no las mismas siempre. ¿A qué fati-
gar al lector contándole lo que ya le
han contaJo tantas veces, y lo que él
mismo habrá practicado más de una?
Sólo diremos, porque ello convie-
ne a la continnación del relato, que
el dúo de María y Juanito, si bien
apasionado, y hasta con bríos, fué un
poquito vulg-ar: comenzaron hablando
de toros y teatros y acabaron dándo-
se las gracias mutuamente. Para que
el lector forme juicio exacto de ello,
le diremos que las dos frases de más
transcendencia y de mayor hondura
psicológica que se pronunciaron en
toda la tarde fueron éstas:
Juanito, — Por mi parte, hasta don-
de tú quieras.
54 JOAQUÍ N BEL DA
María, Mejor será al revés.
Entre una y otra medió un cuart*
de hora, y claro es que no guardaban
relación alguna entre sí.
Al salir a la calle, Juanito estaba
satisfecho. No se habla engranado, y
aquello no tenía más remedio que te-
ner una continuación. ¿Cómo? No lo
sabía. Lo mejor sería dejarlo a cargo
de la Divina Providencia, protectora
de las aves del bosque y de los can-
didatos del Gobierno.
Cuando María guardó en el bolso
de mano los billetes que Mercedes 1«
dio por cuenta de Juanito, hizo lo
que no hacía nunca: contarlos y mi-
rarlos. ¡No se creyera aquel mocoso
que la cosa había sido por su linda
caral A él, tan bonito, como a los
viejos y a los feos, el dinerito por de-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 55
lante; en el ofício, era la única manera
de triunfar y de ser fuerte.
Al subir al coche procuraba des-
echar con indignación ur pensamien-
to que pugnaba por agarrársela a la
mente: pensaba que era aquel el ca-
briio que mejor le había pagado des-
de que empezó su carrera; porque
sospechaba que le había dado algo
más, ¡mucho más! que aquellas pese-
tas que estrujaba en el bolso...
Lector: tú estarás conforme conmi-
go en que esto del amor es muy com-
plicado. A primera vista parece cosa
llana: un hombre y una mujer, un pa-
raje apartado, dos miradas que se
cruzan, dos bocas que se juntao, y...
56 JOAQUÍN BELDA
a los nueve meses un mueble más en
la casa: la cuna.
Pero no, no; hay alg-o más, y no
valen escepticismos. Que se lo pre-
guntasen a María Infantes en esta tar-
de gris de Noviembre, en que la llu-
via la había recluido en casa y la obli-
gaba a matar las horas haciendo punto
inglés junto a uno de los balcones.
Tenía morriña, y la cosa no era de
hoy, en que el tiempo gris y pegajoso
podría haberla disculpado. Ayer hizo
un sol radiante, y había tenido tanta
morriña como hoy, y había renuncia-
do al paseo porque... ¡Le daba una
rabia atroz confesarse a sí misma el
por qué!
Estaba desde la tarde de la entre-
vista con Juanilo como si la hubiera
hecho daño algo; el champán-caraba-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 57
ña no sería, porque apenas lo probó;
Juanito mismo sólo había bebido un
dedo, y, para que no se desperdicia-
se, al final, después de la batalla, lo
había empleado para lavarse las ma-
nos con pyuda de una pastilla de ja-
bón.
María tenía una rabia muy grande
consigo misma; ella, la mujer fuerte y
desdefíosa no era más que una cursi
que tería grabada en la mente la ima-
gen de aquel muchacho tímido, en-
cogido — espiritualmente nada más —
y de una vulgaridad aterradora.
¡Tendría gracia que aquel mocoso
viniese a plantarse en medio de su
camino como esos postes que nos
obligan a cambiar de ruta cuando
menos lo pensamosl
Lo que la indignaba, lo que I»
58 JOAQUÍN BELDA
enardecía, era que Juanito no había
vuelto a acercarse a ella en los vein-
te días largos que iban transcurridos
desdi su entrevista en casa de Mer-
cedes. Solamente lo había visto de
lejos, en el paseo alguna tarde, nnii-
rándoia con ojos acarnerados como
se mira un billete de a mil en el es-
caparate de una casa de cambio, co-
mo se contempla siempre un ideal
inasequible.
Para «lia no había duda: el chico,
saciado el capricho físico, se olvida-
ba de la hembra al pasar hacia la ca-
lle el portal de la casa; y reconocía
que había estado torpe al ceder tan
pronto por cien cochinos duros, aun-
que ahora ya iba viendo — ¡demasia-
do tardel — que no habían sido sólo
los duros los auela obligaron a cedor.
MÁS CHULO QUE UN OC HO 59
Una noche ss encontró con Mer-
cedes la Paella en un teatro; charla-
ron como dos buenas amigas, y Ma-
ría, hábilmente, procuró llevar la cor-
versación a su terreno:
— Oye, Mercedes, ¿has vueito a
saber alg-o de aquel chico...?
— ¿De Juanito?
-Sí.
—La otra tarde estuvo en casa.
— ¿De veras?... ¿Qué quería?
— ¡Nadal Charlar conmigo nada
más. Me preguntó por tí.
— jAh! ¿Sí,..? — intentó un mohín
de indiferencia que le resultó esa
mueca qee hacemos todos cuando
tomamos el aceite de ricino.
Mercedes no era tonta y quiso ha-
cerle un favor a su amiga.
- Pero jchical Si ahora resulta que
60 JOAQUÍN' BELDA
no tiene una peseta... El dinero del
otro día se lo tuvo que pedir a su tío
Sebastián... ¿no te acuerdas? El de
Rosita la Brioche..,
— Sí, mujer, sí.
— No te conviene ese muchacho
de ningfuna manera,
— {No sé por qué me dices eso!
Nadie ha pensado en él para nada.
— No, si tuviera fuerzas como tie-
ne voluntad... ¿Sabes lo que me dijo?
—¿Qué?
— Que si él fuera millonario la rei-
na de Madrid eras tú: dice que está
loco por tí y que si pudiera...
— Faltaba que yo quisiera. Todos
los que no tienen un cuarto dicen lo
mismo. ¡Qué hombres! ¡Cómo se re-
piten!
Se alejó de la amig^a un poco brus-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 61
camente. Tenía más rabia que nnnca.
jQué asco de hombres y de mujeres!
Qué inmenso favor haría a la huma-
nidad quien inventase algo, una me-
dicina, una operación, que nos vol-
viera indiferentes para el sexo con-
trario y que hiciese que pasáramos
por al lado de un hombre — o vice-
versa — con la misma frialdad con que
pasamos junto a un kiosco de nece-
sidad cuando... no necesitamos nada.
Lógicamente no podía explicarse
lo que le sucedía. ¿Qué habría en-
contrado ella en Juanito para que así
le preocupase día y noche? ¿Guapo?
No era feo, pero más guapos que él
los había ella tenido entre sus brazos
y habían pasado por ellos como el sol
por el cristal. ¿Simpático? No era un
ogro ni un tío esquinado, pero cual-
62 JOAQUÍN BELDA
quiera, su mismo tío Sebastián, meti-
do en harina, era más dicharachero
que el sobrino, y solía, con su expe-
riencia de viejo mundano, decir a las
mujeres cosas mucho más agradables.
¡Y, sin embargo!... Este sin embar-
go era todo un poema. La vida se le
iba haciendo día por día más insopor-
table. Lo que la encorajinaba, lo que
la volvía loca, era el no poder gritar-
le al muchacho la verdad de lo que
la pasaba: para hacerlo, para decla-
rarse a él, tenía que descender mucho
en la escala de su dignidad y de su
amor propio.
A estas mujeres de amor, cuando
les ocurre alguna contrariedad de es-
ta índole, suelen, casi siempre, pen-
sar en la iglesia. A pocos pasos de la
casa de María, había un templo ane-
MÁS CHULO QUE UN OC HO 63^
jo a un convento de monjitas que da-
ba nombre al barrio: la muchacba se
refug'iaba en é¡ todas las mañanas a
primera h«ra, cuando menos gente
había.
En una de ellas, en punto de las
nueve, salía del templo y, por la ace-
ra de enfrente, vio cruzar a Gorj^ue-
ra; el muchacho no tenía cara de ma-
drugador, sino de trasnochador: lle-
vaba en la cara ese color de marfil
viejo del que ha pasado en claro to-
da la noche.
Cruzó rápida la calle y se hizo la
encontradiza:
— ¡María!
— {Caramba! Creí que no estaba
usted en Madrid.
—¿Por qué?
— Hombre, usted verá... Por lo vis-
€4 JOAQUÍN BELDA
to no quedaste aquella tarde con ga-
nas de repetir.
— Ganas no faltan, pero...
— ¿Pero qué?
— Yo no puedo permitirme ciertos
lujos más que una vez al año.
Se puso seria, se irguió:
— ¡Eso es una impertinencia!
El pollo no tuvo alientos para con-
testar: lo inesperado del califícativo
le dejó mudo.
—Yo no te he pedido nada, y no
has debido decirme lo que me has
dicho.
Creyóse en el caso de decir algo:
— ¡Perdóname! Te juro que si hu-
biera sabido...
El tono era tan de bebé, que se
conmovió:
— Eres un chiquillo, y no debe to-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 65
marse muy en cuenta lo que dices.
Pero has Je saber, para en adelante,
que yo soy muy buena amiga de mis
amigos, y que a María Infantes no se la
compra como se compra un mueble.
A Juanito le gustaba el sesgo que
iba tomando la conversación.
— Eso quiere decir...
— Que cuando quieras verme no
tienes más que escribirme por la ma-
ñana, y, por la tarde, ya sabes... en
casa de Mercedes.
—¿Irás?
— Pero ¡qué estúpido eresl
— Pues entonces...
-¿Qué?
—Que rne parece que te voy a es-
cribir hoy mismo.
— Puedes ahorrarte la carta.
— ¿A qué hora?
66^^ JOAQUÍN BELDA _
— Tú dirás.
— Las cinco.
— ¡Magnífica!
— Bueno, y ahora me voy, porque
estamos muy cerca de casa y no quie-
ro que nos vean.
Reaparecía en seguida la gran se-
ñora, después de haber aparecido
por unos instantes la chula encelada.
Se separaron con un apretón de
manos. Rápidamente, en unos segun-
dos, como la mutación de un teatro
cuando los tramoyistas no se ponen
pesados, todo había cambiado de to-
no y de colorpara María. E' mundo ya
no era un asco, sino un vergel: el co-
lor de rosa sustituía al negro calamar.
— ¡Canalla!
MÁS CHULO QUE UN OCHO 67
—¡Golfa!
— ¡Maldito sea el día en que te
conocí!
— ¿Por qué no me quedarí yo
cojo de todas mis piernas antes de ir
en tu busca la primera vez?
— ¡Qué lástima! Sí, que tú has per-
dido mucho... Había que verte an-
tes: un trapito atrás y otro alante, y
las inanitas para limpiarse.
— Pero por lo menos era una per-
sona decente.
— Y yo, por lo menos, estaba muy
tranquila en mi casa y sin que nadie
me jorobase.
— Lo que es eso...
— ¡Cállate, so chulo!
— ¡Verdulera!
Este diálogo, que a Platón se le
olvidó incluir entre los suyos, tenía
68 JOAQUÍN BKLDA
lugar en aquella alcoba de María
Infantes que el lector conoció al
principio de este relato, y donde ya
era hora que volviéramos a entrar.
La joven y el muchacho eran novios
desde hacía doce días; esto de novios
era el vocablo que ella empleaba
siempre por llamar de alguna mane-
ra a aquel lío.
Lector, hemos llegado en mala
ocasión: la bronca que acaba de
estallar entre los dos amantes es de
las que necesitan un cronista. Es la
primera, pues la luna de miel ha du-
rado — ¡caso insolitísimo! — los doce
días antes citados.
La piel de oso yace por el suelo,
y, sobre la pureza de su blancura,
destacan tres o cuatro horquillas de
las que María usa para sujetarse el
MÁS CH WLO QU l UN OCHO 69
oro de sus cabellos: las manchitas
negras parecen el rastro que deja un
ganado al pasar por una campiña
nevada. — jEl símil es de los de dis-
cursos de juégaos florales!
Junto al lecho hay unos tiestos es-
parcidos: son, o eran, la botellita de
porcelana que la joven tenía en la
nnesa de noche de la izquierda; antes
de hacerse añicos contra el pavi-
mento, ha corrido los aires como un
meteoro y ha pasado, impulsada por
Juanito, a un dedo escaso de las na-
rices de su amada.
El rostro de ésta -nácar y trigo —
es ahora algo más — nácar, trigo y
amapola -; en la mejilla izquierda
se ve un círculo r«jo, que, por instan-
tes, se va tornando lívido. Si some-
tiéramos a esa aanapola al análisis
70 JOAQUÍN BELDA
dactilar veríamos en ella la impre-
sión diorital de la mano derecha de
juanito: total, una bofetada.
María, mientras ruge, llora: no se
sabe si de dolor, de rabia... o de
pena, pero el caso es que llora. El
galán, más práctico, corrige ante un
espejo los desperfectos del traje y la
figura — la corbata deshecha, un bo-
tón que pende, como ahorcado, de
una cuerda, el tupé caído por • los
ojos —procurando borrar huellas; me-
dita marcharse a la calle, pues sabe
que la fuga es ía mejor arma de
combate en ciertas reyertas.
La cosa ha sido p'^r una futesa: en
el paseo, ella en su coche y él en el
suyo, y al cruzarse una de las veces,
ocurrió algo imprevisto: el mucha-
cho, al pasar María, no la vio, ni
MÁS CHULO QUE UN OCHO 71
¿cómo iba a verla, si en aquel ins-
tante estaba muy preocupado en
charlar con la Brioche, cuyo carruaje
caminaba a su par en la doble fila
del paseo?
La que sí lo vio todo fué María.
Era el primer desengaño: ¡claro!
aquel hombre sería como todos, un
sinvergüenza. Y le escocía, la ara-
ñaba el alma como si se la rascasen
con un sacacorchos, eso precisa-
mente: que fuera como los demás un
hombre al que ella había tratado
como a ninguno.
£1 amor propio, la vanidad que
duerme en el corazón de toda mu-
jer, aun de la más humilde trapera,
no necesitaba más para convertir en
una furia a Mariquita. Ellas, a esto
de la vanidad le llaman a veces
72 JOAQUÍN BELDA
amor, pasión, celos, y lo curioso es
que hay hombres tan bolonios que,
creyéndolo así, se sienten muy org-u-
llosos de ser ellos la causa de esas
explosiones; esos hombres, tirando
de un arado, aún puede que ocupa-
sen un puesto muy superior a sus
merecimientos.
La joven dio orden al cochero de
volver a casa, y allí esperó con las
tripas en la mano; después del pa-
seo vendría Juanito, como siempre,
pues ella había sabido reservar aque-
llas dos horas de la tarde del asedio
de sus adoradores, para consagrarlas
al chulo.
Y Juanito llegó hoy como siempre.
— |Creí que no vendrías...! — fué lo
primero que le tiró a la cara al en-
trar.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 73
— ¿Por qué?
— Sencillarnente, porque no te de-
jarían.
Quedó anonadado. |Lo que menos
esperaba él era aquel recibimiento!
Precisamente hoy venía de mejor
humor que nunca, y con pronuncia-
das gaias de refocilarse.
— ¿Quién no me iba a dejar?
Maríacontestócon una solapalabra'>
— ¡Canalla!
Fué la orden general de ataque.
El Sumo Hacedor ha dado a la mu-
jer un arma ofensivo-defensiva de
primer orden: la leng^ua. El hombre
se defiende con las manos, a coces,
o empleando también las piernas,
pero para echar a correr; las muje-
res y los oradores se defienden y
atacan con la lenj^ua.
74 JOAQUÍN BELDA
El que no lo haya oído no puede
tener idea de las miserias que es ca-
paz de verter por la boca la mujer
más ecuánime y educada, cuando
pierde el poco juicio que tiene. Es
como una baba, como un veneno
que va destilando poco a poco este
adorable reptil con faldas y som-
brero de sesenta duros, que hemos
dado en llamar nuestra compañera.
Desde chulo para abajo, y desde
invertido para arriba no quedó-
epitalamio que María no aplicase a
su amor, cual si fueran sanguijue-
las. El muchacho, al principio, ca-
llaba, pero bien pronto comprendió
que una batalla de flores, para que
sea verdadera batalla, exige que los
disparos vengan de ambos comba-
tientes.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 75
—¡Golfa!
— ¡Vamoiresa!
— ¡Cursi!
— ¡Eso,., de dos pesetas!
— ¡Hija de ia Gran Bretañal — alu-
diendo, sin duda, al rubio de su
pelo.
— ¡Pupila de! Botánico!
Acaso en la lista anterior no es-
tén incluidos todos los dicterios y
salacidades — ¿no es así maestro Par-
raeno? — que rodaron por la estancia
antes de que rodasen los tiestos.
Porque muy pronto las palabras
fueron poca cosa, y hubo que apelar
a las obras: María se fué a él y lo
trincó por las solapas; el muchacho,
al que no le hacía gracia morir tan
joven, pudo atrapar con la boca uno
de los brazos de ella y clavó los
76 JOAQUÍN BELDA
dientes con rabia en las carnes
ebúrneas; ella dio «n chillido, y el
joven, al soltar su presa, paladeaba
el sabor de la carne humana, como
cualquier negro pamú.
La batalla lleg^ó a su período álgi-
do: muy pronto los dos rodaron por
el suelo, y María, no por más fuerte,
sino por más ág-il, pudo tenerlo un
instante a su arbitrio. Sujetándole
los brazos con el peso del cuerpo
cogióle el tupé y se puso a tirar de
él como si quisiera extirpárselo.
Ahora el que chillaba era Juanito»
como una gallina acorralada, y, sir-
viendo de contrapunto a esos chi-
llidos, se oía, sorda y apagada, la
voz de la amante, que, como un son-
sonete, repetía:
—¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla!...
MÁS CHULO QO E UN OCHO 77
Se acabó todo, porque se habían
acabado las fuerzas de los dos.
Ella, la fiera, rompiendo a llorar
francamente, fué a echarse en una
silla: él quedó tumbado en el suelo,
no por nada, sino porque así estaba
más cómodo.
Pasados unos minutos, Juanito se
levantó para marcharse- Ella le sa-
lió al encuentro, ya vencida, entrega-
da; aún conservaba el ceño adusto,
pero a las claras se veía que la tor-
menta había pasado.
— ¿Dónde vas?
— A la calle.
— No, no te vayas...
El tono en que lo dijo, la vendió.
Se agarró a su cuello, pero ahora no
para ahogarlo, sino para comérselo...
en el buen sentido de la palabra:
78 JOAQUÍN BELDA
El, instintivamente, al verla ren-
dida, vio llegado el caso de sacar el
látigo.
- — ¡Déjame!
— No, no te vayas...
—Sí, me voy; y para siempre. No
me vusta tratar con verduleras.
—¡Perdóname! Pero es que... de
pensar nada más que otra pueda
gustarte...
—Bueno, bueno; menos conversa-
ción, y déjame.
Lo decía, pero sin ganas de que lo
dej *se.
Vino el silencio, volvió el llanto
de ella más fuerte que nunca, em-
pezó él, en su divino papel a conso-
larla, y
El lector nos consentirá que pon-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 79
gamos esos puntos suspensivos; he-
mos quedado en que no hay que fal-
tar al pudor, pues parece ser que
esto del pudor es una cosa muy
seria.
Cuando don Sebastián se enteró
de lo del coche, sufrió un ataque de
indig-nación: los pocos pelos que, a
manera de floreciDas de azafrán, le
quedaban en lo alto de la testa, se al-
zaron amenazadores al cielo, como
pidiendo venganza.
Por lo visto, su sobrino había ce-
dido en traspaso a un amigo la poca
vergüenza que le quedaba. Parecía
mentira que aquel muchacho llevase
en las venas su misma sangre; él, ]va-
BO JOAQUÍN BELDA
mos! antes que hacer una cosa así,
hubiera sido capaz de cortarse el
pelo al rape con una guadaña.
Porque lo del cochea que era la co-
midilla y el escándalo —¡y la envidia!
— de todo Madrid, consistía nada
más que en lo siguiente: María Infan-
tes, porque sí, porque la daba la
gana, porque ella era el ama de su
dinero, le había puesto coche a Jua-
nito Gorguera, en un arranque de
hembra castiza. El carruaje era una
insignificancia: una victoria nueva,
charolada, reluciente, la más bonita
que había salido de los talleres de
Labourdette, y con un caballo tordo
que parecía uno de esos de pasta,
que se ven en los escaparates de las
confiterías, con el buche lleno de
¿mises.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 81
Para que todo fuera completo,
hasta el cochero era una preciosi-
dad: un mocetón rubio, con el pelo
naturalmente rizado — ¡naturalmente!
— y que hubiera hecho las delicias
de cualquier jamona, de Icis que se
cruzaban con él en el Retiro o en la
Castellana.
María que, puesta a hacer las co-
sas bien, era de las que se derraman
en el plato, había tenido el rasgo
cleopatresco de hacer que el coche
de su novio — ella seguía llamándole
siempre así — fuese niejor que el suyo
propio: como que éste le costaba se-
tecientas pesetas al raes, y el de Jua-
nito subía a las mil.
Tío Sebastián, al saber todos es-
tos detalles, estaba a punto de aho'
£arse de rabia y de indignación; lie-
82 JOAQUÍN BELDA
vaba unos días g^astándose en cos-
mético un capital que no tenía, para
evitar que !:is cuatro florecillas de
azafrán de su testa se empinasen
tanto hacia el cielo que llegasen a
agujerearle el sombrero. El de copa
se usaba ya poco por entonces.
Cuando quería sermonea»* sería-
mente ajuanito, procuraba llevárse-
lo por calles apartadas de los ba-
rrios bajos, para evitar que el ruido
y el bullicio del centro distrajesen
su ánimo de la tesis del sermón. En
esta tarde, y aprovechando las últi-
mas horas de sol, fuese con él hacia
U calle de Segovia y, al llegar ^ la
iglesia de San P«dro, metiéronse am-
bos por el ovillo de callejuelas que
acaban en Puerta Cerrada.
— ¡Válgame Dios, hijo mío! — le
MÁS CHULO QUE UN OCHO 83
iba diciendo — nunca creí que acaba-
ras en lo que has acabado; no sorá
porque no te lo advertí cuando me
pediste los cien duros. ¿Recnerdas
lo que entonces te dije?
— A punto fijo no, pero seg^ura-
mente sería algo muy acertado.
— No lo digas con ironía. Te dije:
«Mira hijo mío, que en la puerta de
la casa de ciertas mujeres siempre
se deja uno algo: si llevas dinero, te
dejas el dinero; si no lo llevas, te de-
jas la dignidad».
— Hay una solución.
¿Cuál?
— No llevar tanipoco la dignidad.
— No digas eso, hombre, no digas
eso. Esas cosas se las oyes decir en
la Peña a Maturana, a Paco Mejíllai
y a cuatro petardistas por el estilo,
84 JOAQUÍN BELDA
que todos sabemos de lo que viven.
Tú, por mucho que quieras, no po-
drás ser nunca como ellos; aunque a
ratos no lo parezcas, eres una perso-
na decente.
— Pero es que tú no cuentas con
una cosa.
— ¿Qué cosa?
— Con que yo quiero a esa mujer,
y, como no puedo conseguirla por el
camino recto, que es el del dinero,
tengo que echar por el atajo y...
— ¡Si eso fuera verdad!... jQuerer-
la!... Conozco esa canción. El amor
ciego, a prueba de bajezas y de in-
dignidades... Como frase para final de
acto no es de las peores, mas fíjate
en una cosa que nunca falla: es ma-
ravilloso que vosotros, ios chulos —
y perdona que, aunque sea provisio-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 85
nalmente, te incluya en el catálojfo — ,
siempre que os volvéis locos por una
mujer, es por una de esas que vos-
otros llamáis de postín. Diariamente
pasan a vuestro lado muchachas muy
guapas, modestas, que trabajan para
comer, o que no comen porque no
saben trabajar, y ni siquiera os vol-
véis para mirarlas; pero os cruzáis un
día con una que va en coche y lleva
joyas que valen miles de duros, que
es solicitada, asediada, y ¡cataplumi
el flechazo y loquitos por ellas.
— Hay de todo: ahí tienes a Igna-
cio Malaver, que se ha enchutado
con una florista, y se han ido 'os dos
a vivir a los desmontes del cerrillo
de San Blas.
—Porque Ignacio ya no puede pa-
sar por las calles de Madrid ni en
86 JOAQUÍN BELDA
motocicleta: no le dejarían circular
los acreedores.
- ¡Lo que tú quieras!
— Si es la verdad... Eso tuyo de
ahora, lo del coche, eso no lo acep-
ta nadie que ten^a vergüenza; yo no
sé cómo al pasear en él no se te ca«
la cara al suelo. Y lo que más m«
duele de todo esto es que he sido
yo ¡yo solitol el que ha tenido la
culpa. Si yo no te hubiese facilitado
eí dinero para que te vieses la prime-
ra vez con esa mujer...
— Ya te he dicho mil veces qu«
cuando quieras te lo devuelvo: aho-
ra teng^o dinero de sobra...
— No me insultes,Juanit«,no me in-
sultes. Ese dinero que tú tienes ahora,
como sé de dónde sale, yo no puedo
tomarlo. Se me abrasaría la mano.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 87
Al muchacho» que iba encontrando
ya un poco cargante todo aquello, le
kabía fallado p«r esta vez el remedio
heroico: no se veía una pastelería en
cien leguas a la redonda. Exaspera-
do, no pudo contenerse.
— ¿Sabes lo que te digo?.. Que
me parece que exageras demasiado,
y que hay muchos modos de vivir a
costa de las mujeres.
— El viejo palideció:
— ¿Qué quieres decir?
— Que el que se casa con una mu-
jer rica sin quererla, es tan chulo
como yo, con la agravante de que,
gracias a las bendiciones, se pega a
ella como una lapa toda su vida; Ma-
ría, el día que se canse de mí, puede
ponerme de patitas en la calle.
— Y te pondrá, ya lo verás.
88 JOAQUÍN BELDA
— ^ ¿^^^ n™c dices del caso de
Fernández Tejeringfo? Tiene una mu-
jer que es la más bonita de Madrid:
ella es honrada, me consta, pero el
marido, con gfran habilidad, hace
creer a ciertas gentes que no lo es, y
así ha llegado a subsecretario, a con-
sejero de no sé cuántas compañías y
lleg-ará a Ministro. Luego cuando el
protector se presenta a recoger en
carne el pago de su protección, se
encuentra con que no hay de qué,
con que lo han timado, pero Jclaro!
ya no puede volverse atrás, y guar-
da para los demás el secreto por no
quedar en ridículo.
— No está mal tramado eso.
— Y, sin embargo, ya lo ves: para
todo el mundo, son dos personas de-
centes. En cambio, uno, porque se
MÁS CHULO QUE UN OCHO 8^
acerca a una mujer que le g^usta, y
tiene la suerte de que esta mujer...
— Pero, Juanito de mi alma, si lo
más triste del caso, de vuestro caso,
es que vosotros, los chulos, no vivís
de las mujeres, sino de los hombres.
— ¿Cómo es eso?
— Muy sencillo. ¿De dónde saca
María el dinero que te da a tí? Del
bolsillo de sus adoradores; sobre esto
creo que no cabe duda. Luego son
ellos los que, sin saberlo — o muchos
a sabiendas — te mantienen y... te pa-
gfan el coche. María no es más que...
el agente de bolsa que hace la ope-
ración.
— Bueno, bueno, ¿sabes K» que te
digo?
— Veamos...
— Que las cofas ya no tieien re-
90 JOAQUÍN' lELDA
ine«lio, y que yo estoy muy bien
como estoy.
— jjuanitoi No voy a tener más re-
medio que decírtelo; eres más chulo
que un ocho.
— ¿Que un ocho?
— ^A ver...
— Y ¿por qué has escojfido ese nú-
mero?
~No hay otro de postura más
chula: siempre con los brazos en ja-
rras, por arriba y por abajo.
— jAh, ya!...
Juanito miró el reloj con impacien-
cia.
— Mira, no voy a tener más remo-
dio que dejarte: es mi hora y voy a
volverme al centro en tranvía. Si no
aparezco por la Castellana, buena so
pono lue^o María...
MÁS CHULO QUE UN OCHO 91
— ¡Te acompañaré! ¿Dónele te es-
pera el coche?
— En la Peña.
— Y... ¿vas a pasearte en él como
todas las tardes?
— jTú dirás!
— De manera que ¿ese es el fruto
de mis predicaciones?
— |Bah! Todo eso son teorías.
* *
María veía que aquello se acababa:
tenía un año de fecha nada más, pe-
ro se acababa.
Por su parte, la hog^uera había
ido aumentando eon el tiempo; pero
por la de él... Llevaba unos días
preocupado, mohíno, y eso— lo adi-
vinaba ella- no era más que el si^-
92 JOAQUÍN BELDA
no precursor del hastío, el principio
del fín.
La muchacha tenía ese remordi-
miento del que lo ha jugado todo a
una carta, y todo lo ha perdido. Y
en plena juventud, en plena apoteo-
sis de su belleza y de su triunfo,
cuando más asediada se veía por la
legión de cabritos que van siempre
tras la mujer de moda, se iba a ver
abandonada por el único hombre a
quien había querido en su vida, que
iba a deshojarse como una flor.
Fué una torpeza, ahora lo veía
bien claro, una insigne torpeza de la
que nuca se arrepentiría bastante:
aquellos dos meses de abstineíncia
carnal que siguieron a su regreso de
París, eran los que tenían la culpa de
todo. Después de ellos, fué Juanito
MÁS CHULO QUE UN OCHO 93
el primer homb^'c que se le acercó;
otro cualquiera habría sido lo mis-
mo: su cuerpo, con una segunda vir-
ginidad, acogió las caricias del mu-
chacho y quedó preso en ellas para
siempre.
Era algo físico, fisiológico mejor,
ya que todas las grandes pasiones
que ilustran la historia de la Humani-
dad no son casi siempre más que el
efecto de un desarreglo de la fisiolo-
gía. La envidia no es más que tras-
tornos del hígado, y esto lo saben
muy bien los socios del Ateneo. Los
celos de la mujer no son más que un
adelanto de la menstruación... Los del
hombre puede que sean neuralgias
frontales mal curadas.
Juanifo estaba en un período de
crisis. Terjía el oresenlimiento, la
94 JOAQUÍN BELDA
evidencia profética, de que aquello
de María no podía durar; era una vi-
da demasiado cómoda para que fuese
eterna. Además tenía un miedo garan-
de que, por otra parte, tío Sebastián
se encargaba de aumentar: la mucha-
cha llegaría a cansarse de él, lo pon-
dría en la calle, y él, el niño bonito
de Madrid, se encontraría, de la no-
che a la mañana, sin una peseta, y
¡esto era lo gordo!, acostumbrado a
la espléndida vida de buldog domés-
tico que desde hace un año llevaba.
Con ia fortuna det padre no había
que contar; era escasa, y además el
viejo Gorguera la administraba con
una sordidez harpagónica. Juauito
era egoísta, como lo somos todos los
humanos, a ciertas horas del día. El
cariño a María — ¿existió alguna vez?
MÁS CHULO QUE UN OCHO 95
— se le había acabado, y ya sólo sen-
tía piedad y gratitud hacia ella. La
j^ratitud y la piedad son dos virtu-
des que pocas veces llevan al sa-
crificio. ¿No podría él explotar su
condición de niño de moda en Ma-
drid, y dar un golpe que le asegurase
la vida principesca que llevaba de un
modo vitalicio?
Porque la vidita era como para
abonarse a ella a todos los turnos.
Lo de menos era el coche, pero ¿y
la de mujeres candongas que pasa-
ban por sus brazos sin que María se
enterase y con el dinero que ella
misma le facilitaba?... ¡La Brioche!
Eso no era más que el capricho de
un atardecer de otoño. No había en
Madrid mujer de las de postín, guapa
o fea, que no conociese el sabor del
% JOAQUÍN BELDA
dinero de Maria Infantes, a través da
Juanito.
Tío Sebastián apretaba más que
un dolor;
— Acabarás mal, hijo mío, acaba-
rás mal. El otro día me encontré a
María en la calle de Serrano: me
dijo que el día e>:^ que ella supiera
de un modo cierto que tú te enten-
días con otra mujer, a tí y a ella os
ponía los sesos al relente. Y esa lo
hace; la conozco mucho antes que tú.
Aún no se la daba, pero e^^ucha-
cho comprendía que el herj^Bo de
su padre tenía razón. ^^m
Y el caso era que... d^^p hacía
tiempo, en el teatro, enBLpaseo,
doquiera que se tropezabl^ff Pirula
Tomillares jle miraba de un modol
Aquelio no podía ser más que amor
MÁS CHULO QUE UN OCH© 97
O una imitación de él bastante per-
fecta.
La chica era, en todos sentidos,
una minita: guapa, lo era más que
una virgen de Fra Angélico, y, ade-
más, hija única de un padre que,
aunque no era un Boticelli precisa-
mente, tenía cincuenta o sesenta mi-
llones de pesetas para empezar a
gastar.
De la fortuna de don Eladio To-
millares se contaban cosas feroces;
tenía en Madrid tantas casas que si,
en un momento dado, todos sus in-
quilinos hubiesen formado un orfeón
y se hubiesen puesto a cantar en las
Vistillas, las voces se hubieran oído
en Palma de Mallorca. Los billetes
de Banco los guardaba en bodegas
construidas en los sótanos de su pala-
98 JOAQUÍN BELDA
CÍO de ia calle de Velázquez, y, para
cortar el cupón cada trimestre, había-
se hecho construir una guillotina gi-
gantesca, que se ponía en movimien-
to con un salto de agua de mil caba-
llos.
Pirula era hija única, y además —
¡qué penal— estaba heredada de su
madre, una pobre señora que había
muerto hacía cinco años, sin haber
probado los calamares, porque decía
que eran un alimento caro para ella,
dejando un capital de quince o vein-
te millones.
La chicha tenía fama en Madrid de
desdeñosa, y se contaba que ningún
hombre podía gloriarse de haberse
tropezado con los ojos de ella, pues
no miraba a nadie jamás. Y Juanito
llevaba ya una temporada recibiendo
MÁS CHULO QUE UN OCHO 99
el homenaje de unas miradas lángui-
das de cordera, unas miradas que pa-
recían paseársele por todo el rostro
como el haz luminoso de un reflector
que explora en plena noche la costa
enemiga.
Se la presentaron una noche en el
Real, en el palco de la Condesa del
Cerro del PimieHto. y e) muchacho, a
los tres días le declaró su amor.
Este amor, según éi mismo dijo, te-
nía larga fecha, y, por lo impetuoso,
parecía uno de esos chorros de agua
de las mangas de riego municipales
que arrastran cuanto se opone a su
paso, aunque sea un señor gordo y
ponderativo.
La muchacha que, aunque guapa,
era inteligente, no dijo que sí a las
primeras de cambio, y, comprendien-
100 JOAQUÍN BELDA
do que hubiera sido necio ignorar io
que sabía todo Madrid, paró un poco
los pies a su cortejo.
— Pero... ¿a usted le dejan que se
enamore?
— No entiendo la pregunta.
— Vamos, ¿que si... la que usted
sabe, no le prohibe que...?
— En primer lugar, que en cuestio-
nes del cariño nadie tiene fuerzas
bastantes para prohibir ni para auto-
rizar; y, además, que yo no tengo
quien me mande.
— Yo creí que...
— Esas son hablillas de la gente,
que una persona inteligente como
usted no debe recoger.
— Es que, la verdad, tenía cierto
miedo. Pero si usted me asegura que
no hay nada...
MÁS CIRJLO QUE UN OCHO 101
La partida estaba ganada. La mu-
chachita honrada se sentía orgullosa
— aparte lo que Juanito le ag-radase —
de quitarle el novio a una profesio-
nal, maestra de maestras, y dotada
además por la Naturaleza de todas
las armas de la seducción.
Juanito Gorguera tenía bien proba-
do que no era hombre capaz de dejar
de comprar rábanos, al precio que
fuese, cuando se los pasaban por su
lado: é<>tos de ahora eran tiernos, ju-
gosos, y, además, valían unos millo-
nes. A los tres días erar» novios for-
males, y a los dos meses --con cierto
sigilo — Gorguera padre pedía al se-
ñor de Tomillares la mano de Pirula
para su hijo. El tío de los millones
no puso más que una condición: que
Juanito rompiese públicamente, rui-
102 JOAQUÍN BELDA
desámente, sus relaciones con María
Infantes. F^ara los millones que daba
no pedía mucho: el corazón y la vida
entera de una mujer.
La noticia de la petición de mano
no la dieron los periódicos, pues el
muchacho quería suavizar y retardar
en lo posible el rompimiento con su
amante, ya que no sería aquél el úni-
co romp miento en que tendría que
intervenir por aquellos días.
A tío Sebastián tampoco le había
dicho nada aún: para el viejo la noti-
cia sería un alegrón, y el sobrino sa-
boreaba de antemano el placer de la
escena.
Una tarde, sentados los dos en la
puerta del círculo, el viejo comenzó
su sermón de costumbre.
— Veo que ya no tienes remedio:
MÁS CHULO QUE UN OCHO 103
estás perdido, irremisiblemente per-
dido. Yo creo que esa mujer te ha
dado algo, uno de esos bebedizos
que frabrican las sibilas de la calle de
Calatrava con alcohol de alpargatas
y bofes de gato sordo mudo, y que
sirven para conseivar los amantes
cuando no los mandan de un golpe al
otro barrio.
— No creas en bebedizos, Sebas-
tián: la prueba de que a mí no me lo
han dado es que, poco a poco, voy
entrando en el buen camino.
— Ya, ya lo veo.
— Te voy dando la razón en todo
lo que me vienes diciendo hace tiem-
po. Es verdad: yo no soy un chulo,
soy una persona decente. No quiero
vivir más a costa de las mujeres, y...
¡me caso!
104 JOAQUÍN BELDA
Don Sebastián tenía el sombrero
puesto, y un observador hubiera po-
dido ver cómo el cubrecabezas su-
bía y bajaba alternativamente en mo-
vimientos peristálticos, como el de
esos actores cómicos que hacen chis-
tes con la frente. Eran los cuatro pe-
los azafranados de la chola que se
elevaban al cielo a impulsos de la sor-
presa.
— ¿Has dicho... que te casas?
— Sí, eso he dicho.
— Y... ¿con quién?
— Con la hija de Tomiliares. Por
ahora diez millones de renta; cuando
el padre muera ¡el caos!
El sombrero del anciano salió des-
pedido hasta los balcones del piso
entresuelo.
— [Pero... ¿y María?
MÁS CHULO QUE UN OCHO 105
— ¡Ah! Esa será la víctima. En to-
dos estos actos caballerosos de los
hombres, en todas estas vueltas al
sendero de la honradez y de la dig-
nidad, hay siempre una victima. Es
doloroso y necesario,
— ¿Lo sabe ella?
— Aún no: pero tendrá que sa-
berlo.
Hubo una pausa: esa pausa angus-
tiosa que precede y sigue al crimen
y que está preñada de coágulos san-
grientos. Ahora el crimen, el que iba
a cometerlo era el tío Sebastián.
— Oye, Juanito, estoy pensando
una cosa.
— Tú dirás.
— Si eso de tu boda cuaja...
— Dalo por cuajado.
— ...Digo que tú necesitarás un ad-
106 JOAQUÍN BELDA
ministrador. El dinero en tus manos
se esfumaría. Cuenta conmigo para
todo... Por cuestión de sueldo no re-
ñiremos; así como así, el padre de tu
mujer dará dinero para todo.
*
Y un día lleg-ó el anónimo, el con-
sabido anónimo, que nunca falta en
estos casos.
María acababa de salir del tocador,
más bonita que nunca, con sus cabe-
llos de oro más brillantes, y más ale-
gre también que de ordinario, pues
esperaba a juanito para almorzar y
pensaba pasar junto a él toda la tarde.
La doncella le entregó una carta: e!
sobre venía escrito a máquina, y den-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 107
tro, con igual escritura, no decía más
que lo siguiente:
<Te llegó tu hora, mala perra. Jua-
nito se casa con la hija de Tomillares:
la novia ya está pedida. La chica es
más guapa que tú, tiene más dinero
que tú y, además, no es una golfa co-
mo tú. Yo creo que, para consolarte,
debes volver a casa de la Malagueña^
donde empezaste tu vida deshaciendo
camas por cinco pesetas.»
Esto último era mentira, pero na-
die se toma la molestia de escribir un
anónimo para no decir en él más que
verdades.
La muchacha lo leyó dos veces,
como si quisiera convencerse de que
allí decía lo que ella había leído. Y
en seguida pensó lo que hemos pen-
sado todos al recibir un anónimo:
108 JOAQUÍN BELDA
¿quién habrá escrito esto? Porque de
esos papeluchos dañan por igual dos
cosas: lo que en ellos se nos dice,
que nunca es una noticia agradables
y el pensar que hay gentes capaces
de haber gozado escribiendo aquello.
Al recibir un anónimo nos encon-
tramos de pronto en uno de esos ra-
ros momentos de lucidez en que, co-
mo si se hubiera descorrido el telón
que la tapaba, vemos la vida tal y co-
mo es; es decir, que salimos a diario
a la calle, tratamos a las gentes, cre-
yendo que vivimos entre hombres do-
mesticados, y luego resulta que entre
esos hombres hay algunos que, en
cuank) se les asegura la impunidad,
son lobos más daííinos que los de la
montaña.
Como un sino fatal que pesaba so-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 109
bre la clase, María veía cumplirse en
ella el trágico prog^rama de todas: es-
tas mujeres que trataban a los hom-
bres como a pajarracos más o menos
molestos, apartaban de pronto uno de
entre todos, le daban todo lo que
ellas podían dar, les hacían conocer
la realidad de un cariño del que los
otros no conocían más que la simula-
ción, y cuando ya lo habían dado to-
ao y la vida se les escapaba por el
pórtico que ellas mismas abrieron, el
hombre volvía la espalda, se alejaba,
y se casaba con la otra, con la hon-
rada.
Era el caso de todas, y María com-
prendía ahora que había pedido de-
masiado al pedir a Dios que en ella
no se cumpliese el destino.
LlaHiaban a la puerta, y segura-
lio JOAQl^ÍN BELDA
mente era él- No tuvo tiempo ni para
llorar; porque eso no, delante de él
ni una lágrima, ni una queja: averi-
guar la verdad, que ya era bastante.
Deprisa, al «otar que la doncella
abría ya la puerta, escondió el pape-
lucho, en^re la servilleta destinada a
su amante. Llegaba éste, al comedor.
Venía más alegre que otras veces,
como hombre que ha salido ya, gra-
cias a una resolución firme, del tor-
mento de una duda prolongada.
— jHola, hijital ¿Qué haces?
-Pues mira... esperándote.
Se dieron el beso de costumbre,
uno de esos ósculos rutinarios y fríos,
que se parecen a los primeros besos
de una pasión que estalla, como
pueda parecerse el frac hecho por
un sastre de portal al frac impeca-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 111
ble del primer sastre de Picadilly.
Jamás, en su vida entera de fini^i-
mientos exig^idos por el oficio, tuvo
que esforzarse tanto María para disi-
mular.
A petición de ella sentáronse a la
mesa, pues deseaba acelerar el des-
enlace; Juanito, como si el mismo de-
monio lo inspirase, tenía granas de
charlar y, distraído, retrasaba ei mo-
mento de abrir la servilleta.
Tuvo ella que decírselo al lleg^ar al
primer plato:
— ¿No cog^es la servilleta?
Maquinalmente lo hizo, y el pape-
lucho voló unos instantes indeciso,
como maldición que no sabe sobre
qué cabeza caer; al fin, planeando,
vino a aterriz&r sobre los pantalones
de Juanito.
112 JOAQUÍN BK LDA
— ¿Qué es esto?
Miró a su amante; se reía, pero el
muchacho hubiera jurado que desde
que la conocía no la había visto nun-
ca reir así. Leyó aquello y se quedó
como el que ve lleg-ar a un acreedor,
al que hace mucho tiempo que está
esperando.
— ¿Qué es esto? ¿Quién ha traído
esto?
— ¡Qué pregunta! El cartero.
— Pero esto es una infamia, una ca-
nallada.
— ¿Lo que tú vas a hacer conmigo?
Estamos conformes.
— ¡Déjate de bromas!
— Pues mira si tendré yo ahora ga-
nas de bromas...
Ya no reía. Estaba seria, muy seria,
pero triste más que enfadada.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 113
— Parece mentira que haya gentes
capaces de escribir esto.
— Es que en el mundo, convénce-
te, hay gente para todo.
Hablaba a media voz, arrastrando
con blandura las palabras, como per-
sona a la que le van faltando las fuer-
zas poco a poco.
—¡María!
Ella le cogió una mano con suavi-
dad, casi con ternura:
— Juan, por lo que más quieras en
este mundo, que ya sé que no soy yo,
por todo lo que yo he hecho por tí,
vas a hacerme un favor: yo te juro
que si me lo haces, no te molestaré
para nada, no seré un obstáculo para
ti, me marcharé donde tú me man
des...
— ¡Calla, loca!
114 JOAQUÍN BELDA
<^-ir
— No quiero más que un favor: que
me digas la verdad. Eso que dicen
ahí... ¿es cierto?
Ahora fué él el que se puso som-
brío.
— Lo de la boda... puede serlo... sí
cjue lo es... por lo menos, mi padre...
— Cállate, no quiero saber más.
— Pero esto otro, estas groserías
de este papelucho, estas canalladas...
— ¡Tonto! ¿Qué me importa a mí
esc? La persona que lo ha escrito
debe ser tonta, o debe conocerme
mal; si quería molestarme, aplastar-
me, con darme la noticia bastaba; lo
demás, en esta ocasión, no sirve para
nada.
Callaron los dos. Ella hizo alg-o así
corno aparentar que comía; él, com-
prendiendo que el silencio era un pe-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 115
ligero en aquel momento, habló:
— Cuando te serenes, cuando re-
flexiones, comprenderás que eso que
ahora te parece tan grave, es apenas
un accidente en tu vida. Yo tengo
que casarme porque no hay otro re-
medio. Tú ya sabes cómo yo vivo, lo
que tengo, lo que valgo. ¡Trabajarl
Eso se dice muy p»'onto, pero ¿en
qué trabajará un pollo insulso como
yo, que hasta para hacerse el nudo de
la corbata tiene que tomar fuerzas?
Yo para ti no soy más que una carga,
y. . |no te enfades! un estorbo. Tus
amigros, los de antes, te van huyendo
poco a poco, porque les duele que el
dinero que ellos te dan no sea para
ti precisamente... Y no olvides que a
ellos se lo debes todo: el bienestar,
el lujo, la categoría. Yo no te he da-
116 JOAQUÍN BELDA
do más que muchos malos ratos y al-
gún golpe que otro.
También esto era lo de siempre,
los argumentos de todos, los sofis-
mas de todos: los hombres se repe^
tían unos a otros hasta la monotonía.
Acaso algunas de aquellas cosas eran
razonables, y, por serlo, dolían más a
la que, muda como una esfinge, las
escuchaba. ¡Qué pocas cosas razona-
bles se decían los dos en sus prime-
ras entrevistas! Era el imperio de la
locura, parque si en los diálogos de
pasiór : e dijesen cosas sensatas, ¿en
qué se diferenciarían de una discu-
sión de presupuestos?... Y eso que
en éstas, a veces, ¡se dice cada insen-
satez!
— Después de todo — continuaba el
joven —a ti, mujer que por vivir bien
MÁS CHULO QUE UN OCHO 117
has perdido lo que dicen que vos-
otras estimáis más, el pudor, no debe
extrañarte que yo, por la misma cau-
sa, venda mi gratitud.
Esto ya era una grosería, y ella ru-
gió más que dijo:
— ¡Pero yo, al venderme, no enga-
ñé a nadie, como tú me has engaña-
do a mí! Sí acaso, me engañé a mí
misma.
— No te exaltes: la cosa te repito
que no tiene la importancia que tú le
quieres dar. Las mujeres os dais en
seguida al romanticismo. Yo me ca-
saré, sí, pero seguiremos como hasta
ahora; yo vendré por aquí a diario,
que Madrid es muy grande y el día
tiene muchas horas. Tú seguirás sien
do la misma para mí...
Le interrumpió un alarido, y una
118 JOAQUÍN BELDA _
VOZ sollozante que salió entre lágri-
mas:
— Pero tú para mí jno!
Hubo ataque de nervios, éter, ca-
rreras locas de la doncella que servía
a la mesa y que acudió a socorrer a
su señora. Hubo sillas por el suelo,
maldiciones de Juanito, vasos que se
volcaron, y... otra porción de cosas
desagradables, que no te colocamos
aquí, iector, porque hemos quedado
en que la vida es un epitalamio y en
que hay que pasarla lo mejor posible.
Los disgustos no sirven más que
para que se enriquezcan los vende-
dores de tila y de antiespasmó-
dicos.
*
La boda se celebró a los tres ma-
ses.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 119
aria Infantes se había marchado
de Madrid veinte días antes. Nadie
sabía dónde estaba; unos decían que
en París, otros que en Barcelona,
otros que en Buenos Aires. En su
casa tenían orden de decir al que
preguntase que nada sabían.
La última noche que pasó en Ma-
drid no quiso pasarla sola; le daba
miedo, y mandó llamar a Juanito, £1
muchacho acudió con cierto recelo,
temiendo que María hiciese cual-
quier barbaridad, aunque llevaba ya
unos días muy tranquila y como resig-
nada.
En efecto, no pasó nada; comieron
juntos los dos, hablando de cosas in-
diferentes, y después, sin duda para
hacer la digestión, se metieron en la
cama.
120 JOAQUÍN BELDA
En aquella alcoba, que el lector ya
conoce, transcurrieron las horas has-
ta el amanecer; María, a cada nuevo
sacrificio en el ara del amor — ¡qué
manera más elegíante de llamar a los
revolcones! — prorrumpía en un llan-
to que le duraba su buena hora larga.
Juanito procuraba consolarla con fra-
ses vacías, y por fin, cuando eí día
se insinuaba ya a través del estor del
balcón, ella se quedó dormida.
El muchacho aprovechó la ocasión;
echóse de la cama, vistióse deprisa
poniéndose varias r>rendas del revés,
y talió sigilosamente de la estancia y
de la casa, como un ladrón que teme
ser sorprendido.
Ha pasado mucho tiempo; María
ha regresado a Madrid.
MÁS CHULO QUE UN OCHO 121
Viene más guapa que nunca, pero
con un rictus de tristeza q^e no se le
quita ni cuando se ríe. A medida que
los arios pasan parece que el rictus
se va acentuando más y más, como
esos surcos de las tierras baldías, que
poco a poco se van convirtiendo en
simas.
Al entrar una noche en la Peña,
un criado entregó a Juanito una car-
ta. Sin abrirla se fué a su tertulia, y
con ella en la mano estuvo charlando
un rato, Al fin rompió el sobre y
leyó:
«Querido Sebastián: Te mando
cuarenta duros de los setenta que me
has pedido. No puede ser más, lo
x^.
122 JOAQUÍN BELDA
cual que ya sabes que lo siento, pero
los tiempos están muy malos. Ya sa-
bes que otra vez ha sido otra cosa, y
que siempre que yo he tenido una
peseta ha sido para mi chuh'n Bastia-
nito. Que no te se olvide benir a
verme el día de mi santo. Tu esclava,
Paquita Meruendano-*
En efecto, acompaiíando a la car-
ta venían dos papiros de a cien.
Miró el sobre: era para su tío Sebas-
tián, y el criado, equivocadamente,
se la había dado al sobrino.
Paquita, la firmante, era una piculi-
na vieja, conocida de todo Madrid, y
que, trabajando en lo suyo, había
reunido muchísimo dinero. Juanito
sabía que había sido, y era, muy ami-
ga de Sebastián, pero nunca pudo
V sospechar que el buen viejo se dedi-
MÁS CHULO QUE UN OCHO 123
case a explotar el físico de aquel
modo tan delicado. Ahora compren-
día ciertos gastos excesivos que de
vez en cuando veía hacer a su pa-
riente, y que no estaban en propor-
ción ni con su renta, ni con su suel-
do de la Tabacalera.
¡Pobre tío Sebastián! ¡Pobre hor-
miguita vieja, que aún tenia fuerzas
para llevar a casa el grano de trigo
extraído del granero de una mujer!
Por lo visto, aquello era de familia.
Había que hacet que la carta y los
billetes llegasen a sus manos, y al
mismo tiempo tenía que explicarle lo
ocurrido: fué al escritorio, y cuando
ya se disponía a escribir una carta
aclarándolo todo, tuvo una idea repen-
tina. La explicación ya se la daría de
palabra; ahora li nitóse a encerrar la
124 JOAQUÍN BELDA
carta y el dinero en otro sobre y a
meter éste en uno más grande, en
unión de una esquelita. Todo ello se
lo envió con un botones a su casa.
En la esquela, y con su firma, no
le decía más que lo sig-uiente:
«Querido Sebastián: Eres más chu-
lo que un ocho».
OBRAS PUBLICADAS
POR LA
BIBLIOTECA HISPANIA
COLECCIÓN HISPANO AMERICANA
Pesetas
Primera parte de la Historia del
Perú, por Diego Fernández, el
Palentino, tomos i y ii, cada vo-
lumen en 4.° 7*50
Corona Mexicana.- Historia de
los Motezumas, por el P. Diego
Luis de Motezuma, en 4.°, 512
páginas . . 7'50
COLECCIÓN ROSA PARA LAS
FAMILIAS
Genoveva, novela, por Alfonso de
Lamartine, 37h páginas en 8." 3*00
PeaeU
La Leyenda Dorada, (Vidas de
Santos), por Jacobo de Vorági-
ne, tomos I y II, cada volumen 3*00
SECCIÓN GENERAL
Lámparas votivas, poesías, por
Francisco Viliaespesa . ...... 3*00
Como buitres..., por Manuel Lina-
res Rivas 3*00
La fuerza del mal, por Manuel Li-
nares Rivas 3*50
Obras completas, por Manuel Li-
nares Rivas. — Tomo i: La Ci-
zaña, Aire de fuera. Porque sí.
— Tomo ii: El abolengo, María
Victoria, Lo posible. —Tomos
ui: La estirpe de Júpiter, Cuan-
do ellas quieren.... En cuarto
creciente. — Tomos iv: La divina
palabra. Bodas de plata, cada
tomo 3'50
Tapices viejos, por Eduardo Mar-
quina 3*50
frtnte al mar, por José López Pi-
aillos (Parmeno) V^
Pftee tas
Csplas, por Luis de Tapia 2*50
I^on José de Espronceda: su épo-
ca, su vida y sus obras, por
José Cáscales Muñoz 4*00
La Política de Capa y Espada,
por Eugenio Selles 5*00
La Negra, por Pedro de Répide 1*00
£1 horror de morir, por Antonio
de Hoyos y Vinent 1*00
La Garra (segunda edición), por
Manuel Linares Rivas 3*00
Barrio Latino, por Federico Gar-
cía Sanchíz 3*00
La espuma del champagne, por
Manuel Linares Rivas 3'50
La guerra palpitante 3*00
Una mancha de Sangre, por Joa-
quín Belda 1*50
El Monstruo, por Antonio de Ho-
yos y Vinent 3'00
La Cocina racional, por Magda-
lena S. Fuentes. 3*00
Aíi Venus, por Joaquín Dicenta TOO
Fantatmas, por Manuel Linares
Rivas 3'Oa
Fatal dilema, por Abel Botelho,
^
Pesetas
tomoi I y II, cada volumen .... 2*50
Años de miseria y de risa, por
Eduardo Zamacois 3*50
Presentimiento y por Eduardo Za-
macois 1*50
La Leona de Castilla, por Fran-
cisco Viilaespesa 3'50
El paraíso de los solteros, por
Andrés González-Blanco 1*00
Al son de la guitarra, por Federi-
co García Sanchíz 2'00
Toninadas, por Manuel Linares
Rivas 3*50
Una vida ejemplar, por Diego
San José 1*50
La enemiga, por Darío Nicodemi 3*50
El oscuro dominio, por Antonio
de Hoyos y Vinent l'OO
En camisa rosa, por Felipe Trigo 3*50
El crimen de Avellaneda, por
Atanasio Rivero. 3*50
Al m^^'i^en de la vida, por Baldo-
mcro Argente 2*00
Aíás chulo que un ocho, por Joa-
quín Belda 1*00
*<•;*%
^^
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