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ftO:,.
MODOS DE VER
Libros publicados por la Cooperafiva Edilorial "Boenos iires"
Crítica
M. A. Parrenechea. — Historia
estética de la música.
Alejandro CastiñEiras. — Máxi-
mo Gorki (su vida y sus obras).
Atilio Chiappori. — La belleza
invisible.
Armando Donoso. — La senda
clara.
Carlos Ibarguren. — De nuestra
tierra.
Alvaro Melián Lafinur. — Lite-
ratura contemporánea.
José León Pagano. — El santo.
el filósofo y el artista.
Cuestiones sociales
y políticas
Juan Alvarez. — Buenos Aires.
(Su problema en la República
Argentina).
Marco M. Avellaneda. — Del ca-
mino andado. (Economía Social
argentina) .
Augusto Bunge. — Polémicas.
M. DE Vedia y Mitre. — El go-
bierno del Uruguay.
Novelas y cuentos
CARLOS Correa Luna. — Don Bal-
tasar de Arandia (2? edición) .
Manuel Gálvez. — La sombra
^el convento.
Benito Lynch. — Raquela.
Luisa Israel de Pórtela. — Vi-
das tristes (2? edición) .
Horacio Quiroga. — Cuentos de
amor, de locura y de muerte
(2? edición) .
Horacio Quiroga. — Cuentos de
la selva.
Vicente A. Salaverri. — El co-
razón de María.
Poesía
Mario Bravo. — Canciones y poe-
mas.
Delfina Bunge de Gálvez. — La
nouvelle moisson.
Arturo Capdevila. — Afelpóme-
ne (2? edición) .
Arturo Capdevila. — El libro de
la noche.
Fernández Moreno. — Ciudad
(agotado) .
Juana de Ibarbourou. — Las len-
guas de diamante, (agotado)
Ricardo Jaimes Freyre. — Los
sueños son vida.
Pedro Miguel Obligado. — Gris
(agotado) .
Alfonsina Storni. — El dulce
daño, (agotado)
Alfonsina Storni. — Irremedia-
blemente.
Teatro
Arturo Capdevila. — La sulami-
tn. íaeotado).
Arturo Capdevila. — El amor de
Schahrazada.
Temas varios
Martín Gil. — Modos de ver
(3a edición, corregida y aumen-
tada).
Alberto Nin Frías. — Un huerto
de manzanas.
Traducciones
Carlos Muzio S.á^enz - Peña. —
La cosecha de la fruta, de Ra-
bindranath Tagore (2* edición).
Viajes
Ernesto Mario Barreda. — Las
rosas del mantón. (Andanzas y
emociones por tierras de Espa-
ña).
Vida de nuestras ciudades
Juan Carlos Dávalos. — Salta.
Roberto Gaché. — Glosario de la
farsa urbana, (agotado).
MARTIN GIL
MODOS DE VER
3.a EDICIÓN AUMENTADA Y CORREGIDA
V
1920
"BUENOS AIRES"
Cooperativa Editorial Ilimitada
Avenida de Mayo 791
agencia general de
librería y publicaciones
Rivadavia 1573
OBRAS DEL AUTOR
Prosa Rural ' L^*^'
Modos de ver
Agua Mansa 77^/
Cosas de Arriba ^ #
Celestes y Cósmicas x^ / ..-> ^^ >•
De Modos de ver se han publicado :
Primera edición 1903
Segunda edición 1913
Tercera edición 1920
t',
f.
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'}^jZ
PROLOGO
Título original y sugerente. Y tan expresivo, que
aun usando la frase en sentido inverso, siempre re-
sultaría interesante como materia de un libro.
El modo de escribir, depende en gran parte "del
modo de ver". Los que saben mirar y sentir la na-
turaleza son los únicos que pueden pintarla. Y no
todos poseen la aptitud de observar ; hay muchos es-
critores que describen paisajes y accidentes del mun-
do exterior, rasgos de la vida y ejemplares de la hu-
manidad, por impresiones de reflejo; transforman lo
que han leído. Simple procedimiento de destilería.
Los unos, para referirme sólo a los contemporáneos,
destilan un poco de Spencer, los otros algo de Scho-
penhauer, los de más allá, esprimen a Nietzsche. Ya
no se imita el lirismo profético, sacerdotal o apoca-
líptico de Víctor Hugo ; se empieza a reaccionar con-
tra el naturalismo a lo Zola, que contrariamente a su
propio dogma literario y la opinión comunmente di-
fundida, representa en la evolución intelectual de
Francia, una segunda faz del romanticismo, la del
f? JOAQUÍN CASTI^LLANOS
romanticismo del lodo, tan distante del realismo ver-
dadero, como el romanticismo de lo azul y lo etéreo.
Pero si cambian los modelos, el hábito de la imita-
ción continúa y se acentúa. Y no es solamente un
mal nuestro, sino de toda la América latina, que se
va transformando en cuanto se refiere a la produc-
ción literaria, en sucursal del Barrio Latino. La ma-
yor parte de los libros nuevos de escritores de Mé-
jico, Colombia, Venezuela, Chile, Brasil y nuestro
país, — algunos revelan grandes talentos extravía
dos, — marcan la misma tendencia a reproducir es-
tados mentales y formas de la vida, extrañas o anti-
téticas al medio propio.
El exotismo en los temas y en el estilo es la ca-
racterística de la literatura americana en voga. Si
por accidente se toca un asunto nacional, queda des-
figurado por la manera de tratarlo aplicándole las
reglas y procedimientos de las estetas parisienses.
Todo se sacrifica en homenaje a su señoría el Adje-
tivo y su alteza el Verbo.
El sentimiento, la razón, la verdad, la gramática,
el buen sentido, la lógica y hasta la misma inspira-
ción, ese impulso interior, fuerza reveladora de las
realidades invisibles, todo se subordina y se pros-
terna al imperio de su Majestad la Frase.
No niego ni el talento ni el arte de los escritores
y de las obras a que me refiero, como no habría de-
recho ni motivo para desconocer el ingenio y la be-
lleza de las damas que se disfrazan: pero en tanto
que están disfrazadas, pierden su individualidad real
PRÓLOGO 7
para sustituirla por una individualidad ficticia, re-
presentada por el traje.
Es indudable que así como puede mostrarse ele-
gancia, atractivos de formas y habilidad artística,
en imitar con disfraces las modas de la Regencia,
del Consulado o la Restauración, también se revelan
aptitudes, a veces sobresalientes, reproduciendo en
las obras intelectuales modos de ver, tipos humanos
y peculiaridades del pensamiento, que allí donde se
producen originariamente, son una realidad, pero
cuya copia, dentro de un medio distinto, es siempre
una ficción, que, como las mascaradas, tienen su en-
canto y su éxito momentáneo, pero que pasan y
desaparecen en el limbo insondable de lo inexistente,
donde va todo lo nacido que no recibe en el gran
bautisterio de la naturaleza, una consagración de la
vida ! . . .
Este libro, tan originalmente rotulado y tan sin-
ceramente escrito, aunque careciera de otras condi-
ciones que lo recomendaran a la atención y al apre-
cio público, siempre tendría la de constituir una hon-
rosa excepción a la tendencia malsana de la litera-
tura de puro artificio.
Por modesta que aparezca en sus proporciones y
en su alcance el trabajo que contiene, posee el mé-
rito relevante, como los anteriores del autor, de ser
una obra con personalidad. Y lo que tiene persona-
lidad, mala o buena, chica o grande, desafortunada
o venturosa, es más apreciable que los simples tra-
suntos de realidades extrañas, por brillantes que
8 JOAQUÍN CASTEUvANOS
sean las formas con que se exteriorizan. Un peque-
ño diamante verdadero vale más que un collar de
piedras falsas.
Pero aquella condición señalada como circunstan
cia honrosa en las producciones de Martín Gil, es a
la vez un derivado y una causa de cualidades espe-
ciales (]ue podrían particularizarse analizando el
libro.
Su joven autor tiene ante todo el don innato de
la observación, y digo innato con perdón de los pe-
ripatéticos, porque no encuentro forma mejor para
diferenciar una cualidad desarrollada por el esfuer-
zo y el estudio, de la aptitud que en Gil se revela
espontánea y natural para discernir lo real en lo vi-
sible y a veces más allá de lo visible. Sabiendo él
que no todo lo visible es real ni todo lo real es visi-
ble, aparta con frecuencia la vista de lo inmediato
y la dirige a lo remoto . . . con ayuda naturalmente
del telescopio.
Y cuando no le basta ese aparato de exploración
astronómica, le añade el vidrio de aumento de su
im.aginación. Pero a veces mientras investiga el es-
pacio, su telescopio parece convertirse en el cañón
de Julio Verne, por donde se le escapa la fantasía
a modo de proyectil disparado sobre un blanco mo-
vible, en fuga hacia el infinito.
Pero se apea, y escondiendo las alas de Icaro bajo
un poncho campesino, camina por los rastrojos, sa-
ludando la obra de patriotismo que realiza silencio-
samente el arado ; espía de paso lo que hacen las
PRÓI,0G0 9
gallinas, se retiene a mirar la acequia, esa colabora-
dora olvidada del poema del surco ; se sienta bajo
los talas en la orilla del río, a ver bajar la hacienria
al agua, y la ve realmente. Todos los demás hemos
mirado cien veces la misma escena sin que se indi-
vidualice en nuestra memoria. Pero después de leer
la descripción de Gil, el cuadro se nos queda graba-
do y los rasgos con que él lo presenta, nos parecen
más exactos que la realidad de nuestros propios re-
cuerdos.
Este es el triunfo de la obra de arte verdadera:
con medios simples, con los elementos a veces los
más sencillos y primarios^ alcanza reproducciones de
la naturaleza y de la vida, que adquieren luego exis-
tencia propia en el mundo del espíritu.
Dentro de la limitada esfera a que aun circuns-
cribe Gil sus dotes de observador, se manifiesta en
sus producciones algo de ese poder de evocación cu-
yo desarrollo en grado altísimo, forma en la labor in-
telectual, la fuerza y el éxito de los grandes.
Sabe mirar hacia arriba y hacia abajo. Su estilo
tiene alma, con imágenes y giros que corporifican la
idea, humanizan lo abstracto y vivifican lo pequeño.
En curiosas personificaciones, hace dialogar a la
Noche con la Pampa sobre asuntos trascendentales,
expuestos con un lenguaje lleno de relieve y colori-
do, en el cual la reflexión filosófica y la verdad
científica se convierten en materia asimilable aun
para los profanos.
Pone en las cuestiones más solemnes, notas viva-
16
JOAQUÍN CASTEIJvANOS
ees (le humorismo criollo. Tiene con las constelacio-
nes familiaridades de asiduo visitante ; reportea a
ios astros, con la naturalidad de los viejos periodis-
ipís a ios personajes ilustres. Cuando su pensamiento
se remonta al mundo sideral, se conduce como un
verdadero repórter del espacio, que nos informa de
las últimas novedades que ocurren en las oficinas de
la creación. Y después de atisbar allá arriba la Casa
de Gobierno de Dios, desciende a la tierra y se con-
vierte en cronista de la naturaleza campestre, que
describe la "vida social" de la montana y la selva,
con relatos sobre las festividades de la primavera ;
los noviazgos de las flores ; el malicioso exhibicionis-
mo de las mariposas, esas cocottes del aire ; las tem
poradas liricas en que descollando sobre tiples y so-
pranos, acredita al zorzal su voz de tenor ; y con des-
cripciones de la gran ceremonia nupcial en que el
Sol se desposa con la Tierra, bajo la iluminada cate-
dral del firmamento.
En la antigua mitología germánica, el símbolo de
la naturaleza era el gran árbol Igdrásil, cuya copa se
remontaba al cielo y cuyas ramas cubrían el horizon-
te. Relacionando esa alegoría con nuestro tema, la
intelectualidad de Martín Gil, se presenta en este li-
bro como un ave que ora desciende a picotear la
brizna de yerba al pie del tronco, ora se posa en una
rama, o revolotea en la cima del árbol inmenso, em-
blema de la vida.
Joaquín Castei^lanos,
Buenos Aires, Junio 28 de 1903.
\
MODOS DE VER
NOCHE DE PERROS
En el mes de Septiembre — hace ya mucho tiem-
po — llegaba yo y mi sirviente a la estancia "La
Choza", del ilustre doctor Bernardo de Irigoyen,
munido de una recomendación de dicho hombre de
estado para su administrador el señor Zalazar, cor-
dobés como yo y un cumplido caballero, como suelen
serlo todos los cordobeses trasplantados, sin que es-
to quite que los de almáciga también lo sean. Su-
pongo que a nadie le importará saber a qué iba yo a
*'La Choza", pero si alguien se interesa, por aquello
de que todos quieren meterse en lo ajeno, no tengo
inconveniente en satisfacer su necesidad : iba yo con
el estómago por los suelos, es decir, enfermo de esíi
viscera sine qua non; me faltaba lo que le sobra al
avestruz : pepsina, y tenia la esperanza — si es que
un enfermo del estómago puede abrigar alguna —
de levantarlo en el campo. Fui^ pues, recibido con to-
das las atenciones por el señor Zalazar.
— El amigo Gil querrá salir a caballo, ¿no es ver-
dad?
14 MARTÍN GIL
— Con mucho gusto, señor.
— Pues entonces le haré ensillar el malacara de
(Ion Bernardo, su caballo de confianza.
— ¡ Tanto honor !
Monté en el gran malacara — una especie de ci-
lindro envuelto en grasa — tan estúpidamente gor-
do, que hasta las articulaciones habían perdido la
noción de sus funciones. El animal se movía de una
pieza, así como esos caballos de madera que usan los
niños y que tienen clavadas sus cuatro patas en dos
balancines de silla-hamaca.
Intentamos galopar, pero en menos tiempo que
canta un gallo enano, me encontré tendido de boca
sobre un cardal lustroso. Este fenómeno, según Za-
lazar, se debía a que don Bernardo nunca galopaba,
así que el malacara había olvidado el mecanismo del
galope ; por lo tanto se trabó ... y lo demás fué por
cuenta exclusiva de la ley de gravedad. Hice presen-
te que en tal caballo no podía andar seguro un can-
didato a la presidencia y volvimos a las casas.
— Venga, amigo Gil, le mostraré algo muy nota-
ble, — me dijo Zalazar, señalando una jaula de
hierro.
En el primer momento creí ver un par de tigres
de Bengala, que se abalanzaban furiosos al mirarme.
— Estos son dos perros de raza mastín — me di-
jo — traídos de Inglaterra. El doctor los quiere mu-
cho, y son mansos con él; pero ya han hecho peda-
zos (la ropa por lo menos) a varias personas, y en
los 'días nublados, cuando salen a retozar a los po-
MODOS DE VER
15
treros generalmente matan vacas, novillos, ovejas o
h^ primero que se les presenta : se les prenden del ho-
cico ¡ y al suelo ! en seguida colmillo a la garganta, y
¡asunto concluido! Eso lo hacen por vía de ejerci-
cio. Ahora los largarán como de costumbre para en-
cerrarlos al anochecer.
Francamente, me hizo muy poca gracia todo este
relato, pues un peligro, por más lejano que esté, nun-
ca hace gracia.
— Como usted estará algo fatigado — me dijo Za-
lazar después de comer — lo acompañaré hasta su
cuarto para que se acueste ; tendremos que andar
unos cincuenta metros; pues le hemos arreglado
pieza en la casa del doctor, asi que usted y su sir-
viente serán los únicos habitantes de ella por lo
pronto.
Efectivamente, me encontré dueño y señor de un
gran caserón, rodeado por un espléndido bosque de
eucaliptus. Viéndome instalado el señor Zalazar, dio
las buenas noches y se fué. Mi sirviente se acostó en
la pieza contigua a la mia y yo me quedé en la gale-
ría, no sin sentir un cierto malestar indefinido, pro-
ducido quizá por encontrarme solo, de noche, en una
casa desconocida y vacía, rodeada por un bosque te-
nebroso y todo esto sumergido en profundo silencio :
el silencio del campo.
La atmósfera estaba pesada, aunque el barómetro
dice que en tal caso está liviana. Una tormenta de
primavera formada por espléndidos cúmulos, esas
nubes blancas nacaradas, de curvas ampulosas y tor-
16 MARTÍN GIL
neadas como alfeñiques gigantes, iba trepando len-
tamente el horizonte al compás de sus salvas eléc-
tricas : parecía un inmenso acorazado que viniera
dispuesto a bombardear al planeta. Así serán proba-
blemente los globos de guerra que usará la humani-
dad dentro de mil años, pues supongo que nos se-
guiremos matando hasta esa fecha... pero esto no
tiene nada que ver con los perros. A cada instante
el rayo, con su espada en zig-zag, atravesaba con
furia las entrañas de las nubes, partiéndolas en ta-
jadas luminosas. A los dos o tres segundos llegaba
el estampido del trueno, certificando el oído lo que
los ojos habían visto.
Luego nomás el bosque principió a dejar sentir ese
rumor característico de la llegada del viento, entre-
mezclado con las voces de alarma dada por los ani-
males : el grito de las gaviotas, del teru-teru, de las
caseritas y uno que otro pájaro mal instalado en el
ramaje; el relinchar de las manadas, el balido de
las ovejas que remolineando van a amontonarse en
un ángulo del corral con las cabezas bajas, forman-
do con sus cuerpos una mancha blanca e inmóvil, la
que el relámpago hace surgir a intervalos de entre
las tinieblas.
Cuando principiaron a caer las primeras gotas,
esas gotas tibias, grandes como cuentas de cristal,
propias de las lluvias primaverales, y el exquisito
olor a tierra mojada invadió la atmósfera — perfu-
me debido según Berthélot a un humilde microbio —
resolví acostarme para oir llover a mi gusto.
i
MODOS DK VEJÍ 17
Había dejado la puerta entreabierta y me encon-
traba sentado en la cama a la luz de una vela y a
medio vestir, con una pierna en número cuatro y con
ambas manos y mis cinco sentidos puestos sobre un
impertinente nudo ciego que había hecho presa en
una de mis polainas, esos nudos insolubles que no
aflojan ni a diente con saliva, y que por último hay
que aplicarles el sistema del gran Alejandro ; me ha-
llaba en tal posición, decía, cuando sentí algo así
como una de las notas más graves del órgano, y le-
vantando la cabeza vi un perrazo enorme a mi lado
en actitud de atacar, brillándole un par de ojos in-
móviles y amarillos como dos esterlinas.
No hay duda que en un gran peligro se piensa
más cuerdamente que en un percance de poco valor.
Al instante me di cuenta de que si me movía queda-
ba convertido en menudo picadillo ; así que perma-
necí más quieto que un poste, con las dos manos
puestas sobre el nudo ciego y los cinco o seis senti-
dos sobre el mastín. Ignoro qué tiempo pasamos en
ese estado, pero algún buen rato debió ser, porque
al fin el perro resolvió echarse, pero sin cambiar de
sitio ni de visual. Me miraba este bruto con tal insis-
tencia y fijeza, que parecía en éxtasis, haciendo yo,
por lo tanto, el papel de visión. Intenté resolver el
problema de llegar con la cabeza a las almohadas.
Según mis cálculos, en dos horas debía llegar — si el
perro no disponía otra cosa — moviéndome a razón
de un centímetro por minuto. Iba yo descendiendo la
curva con toda felicidad, repartiendo las miradas en-
18 MARTÍN GIIv
Ire el animal y las almohadas, cuando sonó con es-
trépito un elástico del colchón. Al mismo tiempo, se
puede decir, rujió el perro, levantándose como im-
pulsado por un resorte. Por lo visto, la ecuación per-
sonal — y dispensen los astrónomos — o el tiempo
fisiológico de tal bruto, era mínima. Me miró un
momento y volvió a echarse gruñendo. Aproveché
este acto de generosidad para llegar a las almohadas.
Después fui subiendo las piernas con la mayor cau-
tela imaginable y quedé acostado en forma. Al poco
rato, la vela entró en agonía y expiró, entregando su
espíritu a la atmósfera.
De vez en cuando un relámpago iluminaba la pie-
za ; entonces tenía la satisfacción de ver en el mis-
mo sitio a mi fiel guardián. La situación al fin, iba
resultando pasable. Con tal de no dormirme, para
evitar ronquidos o cualquier movimiento fuera de
programa, estaba salvo. Me dediqué, pues, a pensar
en cualquier cosa hasta que amaneciera, pero resul-
tó que se me agotaron todos los temas y el alba no
llegaba.
Felizmente, la Luna, cual una monja enclaustra-
da y curiosa, asomaba a cada instante su cara blanca
y redonda por entre las grietas de las nubes en mo-
vimiento y los barrotes de una ventana que tenía al
frente.
Por fin la Tierra enderezó su lomo, pero recién
como a las nueve de la mañana golpeó la puerta una
sirviente y me preguntó si deseaba tomar algo.
MODOS DE VER 19
— Tomaré el portante, — le contesté, — después
([uc saquen este perro.
— ^:Qué dice, señor?
— ¡ Qiie entre y saque este animal !
— ¿Pero se habrán salido los perros? — refunfu-
ñó la mujer, entrando a la pieza. — ¿Y el otro? —
(Hjo.
— ¿Qué otro?
— ¡ El otro perro !
Entonces se oyó una voz como de ultratumba que
decía. . .
— Aquí está desde anoche... haga el servicio...
Era el pobre de mi sirviente que hablaba por en-
tre las mantas y almohadas que se había echado so-
bre la cara.
BAJANDO AL AGUA
El Sol se ha levantado de muy mal humor, y es-
cala el horizonte haciendo lucir sus flechas de oro,
con las que amenaza acribillar la tierra. Sus prime-
ros dardos van dirigidos a las lomas blancas — así
como el toro ataca al rojo — pero las lomas se de-
fienden con brillantez, parando el golpe, reflejando
los rayos, volviendo la pelota.
El color blanco triunfa del Sol, como el escudo
de las jabalinas. Pero las que sufren son las monta-
ñas de granito : ellas soportan en silencio las conse-
cuencias de su color y se dejan quemar sin protesta
por las puntas de fuego.
Los arroyos apresuran su marcha para llegar
pronto a la sombra de los sauces, los que parecen
querer protegerlos extendiendo sus millares de bra-
zos flexibles. Las perdices silban corto y poco. Las
caseritas u horneros trabajan su bóveda en silencio,
sin alborotar con sus dianas cacareadas, en las que
una de ellas ejecuta un largo trémolo, y la otra mar-
ca el compás con un gritito seco.
MODOS DK VF.R 21
No corre una gota de aire; no se mueve una hoja:
tendremos un día feroz.
Me voy, si nadie se opone, a ver bajar hacienda
al agua. Con un día como este, el espectáculo suele
ser muy interesante.
Bien pues : aquí estamos a la sombra de un enor-
me tala de tronco agrietado y nudoso, copa opu-
lenta y tupida como vellón de oveja Rambouillet
en donde se han solazado más de cien generaciones
de cachalotes y cotorras bullangueras, tejiendo en él
sus nidos ásperos y enormes cual bolsas de espinas.
De los gajos más finos penden, como diminutos in-
censarios, nidos de picaflores, oscilando suavemente,
cuando cerca de ellos sus relucientes dueños hacen
zumbar las alitas bronceadas.
Al frente, dentro de un marco de barrancas colo-
radas que recuerdan el dulce de guayaba, está la re-
presa natural, más tranquila que un cadáver, festo-
neada por una verde cinta de plantas acuáticas y sal-
picada de copos blancos y espumosos, como aquellos
merengues con que se adornaban a las empanadas de
a real, dignas de priores y padres guardianes, aun-
que también solían deleitar, allá para la Pascua, lo^
insaciables estómagos de novicios retozones.
*
Un martín-pescador, de más cabeza y pico que
cuerpo, se encuentra inmóvil sobre una rama que
emerge del agua. De vez en cuando se arroja como
22 MARTÍN GIL
un hondazo sobre la superficie líquida, y vuelve al
mismo sitio, relumbrándole en el pico una mojarra,
como astilla de nácar : se la engulle con trabajo, a
fuerza de sacudirse y estirar el pescuezo. Y la luz,
al caer sobre su plumaje atornasolado y húmedo, res-
bala alegremente, centelleando con los colores del
arco-iris. Debido al choque, la bruñida lámina del
agua se riza toda entera, y una infinidad de círculos
dilatan más y más sus blandas curvas, con la noble
ambición de abarcar el infinito, pero van a romper-
se o morir^ imperceptiblemente, algunos al dar con-
tra la tosca, y los más sin llegar a parte alguna, co-
mo las ilusiones.
* *
Oyese un tropel con su repique de cencerro, y lle-
ga al trote largo una manada : las muías adelante, es-
pantándose de nada, fingiendo sustos y sobresaltos.
Después las yeguas con sus colas bien cerdeadas, sus
grandes barrigas lustrosas, y sus potrillos. Atrás de
todos, como el bedel, viene el padrillo, agachando la
cabeza hasta tocar el suelo y parando la cola que es
una viva porra. Pero más atrás todavía, como el
trompa de órdenes, viene el burro, miembro deshe-
redado de la familia, sobre quien llueven coces y
mordiscos que es una delicia. Camina piano, piano, a
una respetable distancia del padrillo, su mortal con-
tricante. Al menor movimiento de éste, nuestro ore-
judo personaje da media vuelta, presentando la po-
MODOS DE VER 23
pa al enemeigo; amuja las orejas, agacha la cabeza,
esconde la cola entre las piernas, y encogiéndose, lar-
ga al aire dos patadas por vía de ensayo o por lo que
"potest contingere". El bedel, bien erguido, el cue-
llo arqueado, y brillándole los ojos, lo mira un ins-
tante con fijeza, y después sigue a la manada, la que
llega al agua en tumulto, hundiéndose con estrépito
hasta el pecho, y enterrando los hocicos con avidez,
como sanguijuelas hambrientas. Silencio y quietud
completa mientras beben. En seguida se enjuagan la
boca, saboreándose ruidosamente y principian a cha-
palear el agua a manotadas ; algunas se bañan, y por
fin concluyen desfilando hacia la puerta, no sin an-
tes haberse revolcado en el arenal con general con-
tentamiento y rumores de todo género. Se dirigen
estornudando al cometierra, el que los espera con
sus huecos pulidos y lustrosos a fuerza de lengüeteo.
Se oye un rebuzno formidable, y casi al mismo
tiempo retumban dos golpes en las costillas del
cantor.
Van llegando y bajando las vacas, tranquilamente,
a paso que dura^ castañeteándoles las uñas partidas.
Los terneritos al lado, ñatitos, naricitas húmedas y
frescas, grandes ojos negros, largas pestañas y todo
el cuerpito brillante y lustroso como un raso.
Después de beber interminablemente, suben ape-
nas el repecho, haciendo estaciones, con el lomo ar
24 MARTÍN GIL
qiieado y los vientres inflados, dejando algo más
resbaladiza la pendiente. Pasan también al cometie-
rra a tomar el postre, y vuelven en seguida a echar-
se debajo de los monumentales algarrobos del rodeo,
dedicándose a rumiar con tanta calma y cachaza,
como un turco fumando opio.
*
* *
Se siente un traqueteo menudo, algo como un tor-
bellino; gajos que se quiebran y piedras que rue-
dan; balidos, campanillas, estornudos; y aparecen de
golpe las cabras, en pequeños grupos, sobre las ba-
rrancas, cual soldados tomando por asalto una trin-
chera. Miran el agua como sorprendidas, mientras
los cabritos de todos colores, suben y bajan, corren y
brincan, se apiñan y desparraman, como papel pica-
do barrido por un remolino. Por fin descienden to-
das a un tiempo, y beben atropelladamente, a tra-
gos entrecortados, y desaparecen como llegaron : er
un santiamén.
El cabrero — un perro flaco, pero ladrador — la'?
espera echado en la senda. Cuando la majada está
reunida, da unas cuantas vueltas a su alrededodr,
con el propósito de hacer entrar en vereda a cual-
quier cabra rebelde, e inicia el rumbo que deben se-
guir, ladrando y avanzando al galope. Y lo siguen,
desde el chivato moro de cuernos torneados, barba
ahumada y fragante, hasta la última cabrillona co-
queta, más blanca y crespa que una diamela. Y mar-
MODOS DE VER 25
chan y marchan, al parecer sin derrotero, y a la
desbandada, para caer luego, como una tromba, so-
bre el maizal del vecino.
*
Ahora vienen los bueyes : paso al gran motor ar ^
gentino, a la fuerza viva de nuestro progreso ; al hé-
roe de nuestras pampas y montañas ; al trabajador
silencioso, infatigable y sobrio, que con su paso len-
to pero enérgico, abre el surco rasgando la tierra e
inunda a la Europa con los granos de oro.
Van llegando lentamente, con aire marcial, con
cierta indolencia olímpica de emperador romano. Las
cabezas se les balancean al compás de su andar rit-
mado ; sus grandes astas pulidas en su base por el ro-
ce de la coyunda, representan, sin metáfora, nuestro
cuerno de la abundancia. En sus grandes costillares
y paletas, se puede pasar revista a todas las marcas
de la pedanía: son tableros ambulantes, repletos de
jeroglíficos indescifrables, algo así como carteles chi-
nescos de figuras estrambóticas, que de todo pueden
hablar menos de nuestra cultura.
Llegan al agua y beben más que una locomotora,
retirándose al fin, con sus barriles rebalsando.
En la senda, y envuelto por una nube de tierra
que él mismo levanta, los espera un torito criollo,
más compadre que un cantor de pulpería: brama
como un tigre, encorvando el lomo como para
agrandarse; la cabeza gacha, mirando de reojo a
2fi MARTÍN GIL
los bueyes, como queriendo decirle: ¡arrímense,
maulas! Pero los bueyes pasan sin mirarlo siquiera,
y el compadrito se imagina que le tienen miedo.
Así hay mucha gente sin ser animales.
El calor arrecia que es un primor, y la represa
queda desierta.
Toda la hacienda ha bebido, pero no se moverá
de la sombra hasta que refresque.
Se respira un aire de fuego, asfixiante. Los pá-
jaros están escondidos en lo más espero del rama-
je, acezando con los picos abiertos y las alas caídas,
latiéndoles su gargantitas esponjadas como borlas.
Únicamente la paloma torcaz deja sentir su can-
to monótono.
Aprovechando el momento de calma chicha, co-
mienzan a salir las iguanas, casi arrastrándose con
sus patas chuecas y regordidas : se dirigen a la re-
presa, deteniéndose de trecho en trecho, para ex-
plorar el camino con sus caras de idiotas. Después
de beber y bañarse, fustigando el agua con sus
colas de látigo, vanse a comer piquillín o fruta de
tala y buscar nidos de perdiz en los pajonales. En
la tierra suelta, una raya sin ondulaciones indica
su paso.
* Declina el Sol, dando un salto mortal por sobre
las montañas, y rasgando al pasar algunas nubes
que se le atraviesan en el camino, así como en el
circo, la linda rubia saltarina ecuestre, de faz ri-
sueña y cuerpo aprisionado en malla rosa, perfora
MODOS DE VER
27
el disco de papel pintado que el payaso le opone
diestramente.
Los conos azulados de las sierras se destacan
de relieve en un gran fondo de luz anaranjada. Mi-
llares de chicharras hacen vibrar los montes con
su canto estridente. Oyese el balido lejano de las
majadas que llegan al corral, y el grito agudo de
la mujer que las arrea.
Después, la luz comienza a agonizar, y la som-
bra y el silencio invaden lentamente. Sopla una leve
brisa. Las flores de la noche, como temerosas de
ser vistas, abren con sigilo sus pétalos sedosos, y
la atmósfera se carga de perfumes ; los grillos prin-
cipian a templar su cuerdita chillona ; las ranas
modulan en coro sus salmos plañideros ; a lo lejos
se oye el llanto cristalino de los manantiales, y en
todas direcciones, cual estrellas fugaces, se ven cru-
zar los tucos y luciérnagas con sus verdes linternas.
1902.
SOBRE EL RASTRO
Creo que para mi relato, no es del todo indis-
})ensable hacer saber al lector que ño Cecilio era
el paisano más hediondo a chivato que he conocido
en mi vida. Todo su cuerpo estaba penetrado de
ese tufo acre y picante que despiden los corrales
de cabras después que llueve y abre el sol. Pero
pasemos por alto el olor del buen paisano.
Serían las dos de la mañana cuando nos recor-
damos sobresaltados por las sacudidas que alguien
nos daba.
— ; Niños ! niños ! levanten ! vengan ! oigan !
Al mismo tiempo un fortisimo olor a chivato in-
vadió la habitación. Crujieron dos viejos catres de
lona y mi primo y yo salimos casi juntos al patio,
tambaleándonos, medio dormidos.
— ¿Qué hay, ño Cecilio?
— ¡El león en el potrerillo! — dijo en voz baja
y trémula. — Cállense y atiendan — añadió.
Contuvimos la respiración, y abriendo boca y
ojos, escuchamos.
MODOS DE VER
29
A esa hora reinaba una quietud imponente. Una
brisa suavísima rizaba apenas al follaje de los enor-
mes nogales que rodeaban la casa, produciendo cier-
to susurro imperceptible. La naturaleza toda can-
taba su gran romanza sin palabras: la canción del
silencio. De pronto hacia el lado del potrerillo se
oyó un furioso resoplido, tropel y relinchos entre-
cortados, mezclándose a todo esto el tañido de un
cencerro.
— Ese bufido es de la muía castaña — dijo ño
Cecilio — y cuando esa bufa, no es de vicio : a la
fija que anda el león !
Para estos casos u otros parecidos, acostumbrá-
bamos tener un par de caballos atados a soga, así
que ño Cecilio tardó menos en ensillarlos que nos-
otros en vestirnos. Los perros, maliciando de lo
que se trataba, habían rodeado a los caballos, y
cuando fuimos a montar, acompañados de la vieja
carabina leonera, nos recibieron con una algazara
infernal : saltos, ladridos, aullidos, bostezos, chico-
teo de colas, palmoteo de orejas y estruendo de
narices, al parecer obstruidas. Dimos el silbido de
ordenanza para animar a la jauría, y nos dirigi-
mos al potrerillo. Ño Cecilio se nos incorporó ji-
neteando en pelo, el petizo zaino bichoco, al que
había encontrado en la huerta comiendo duraznos.
Al llegar a la primera quebrada, percibimos un
fuerte olor a menta y poleo, de lo que se deducía
que por allí debió andar disparando la manada un
momento antes. Y efectivamente, detrás de un ta-
;i(» MARTÍN GIL
lar, encontramos la manada del moro, en actitud
expectante : silenciosa, amontonada, apiñada como
un racimo, del cual se destacaban, como puntas de
lanzas, innumerables orejas. Los pobres animales
nos miraban de cierto modo extraño ; parecían que-
rer dccrnos que algo grave ocurría muy cerca dé
allí. Solamente la muía castaña, inquieta y nerviosa
trotaba en todas direcciones, resoplando por su na-
riz elástica, y parando las orejas como cartuchos
peludos. No habríamos andado cinco minutos, cuan-
do los perros comenzaron a saltar y remolinear,
con el hocico pegado al suelo, hasta que concluye-
ron por amontonarse debajo de un algarrobo.
— Allí debe de estar la presa — dijo ño Cecilio.
Y los tres llegamos juntos hasta el árbol, apeán-
donos de un salto.
— Velai la potranca rosía, — dijo el paisano, aga-
chándose hasta tocar el bulto que rodeaban los pe-
rros. — ¡Pucha, digo! ¡tan luego a la rosía! ¿Por
qué más bien no le habrá metido uña a la gatiaita
lunanca?
El pobre hombre parecía ignorar que muchas ve-
ces la fealdad es el mejor baluarte.
El cadáver estaba aún caliente, y presentaba .va-
rios tajos profundos que corrían desde las prime-
ras costillas hasta el anca. Pero a todo esto los pe-
rros, después de examinar rápidamente el caso con-
creto, habían desaparecido. Indudablemente seguían
el rastro del león, el cual al sentirnos, debió abando-
nar la presa. Montamos, y sin movernos del sitio
SI
MODOS Di: VER
en que estábamos, con la boca seca de emoción y
las manos húmedas y frías, esperamos el primer
anuncio.
La muía castaña seguía bufando.
Un ladrido corto y seco llegó a nuestros oídos;
después, una pausa ; en seguida otro, y otro más. . .
y ladraba toda la jauría.
—Doy la doble contra sendo — dijo ño Cecilio
a que van y lo empacan en el monte de quebra-
^^hos. — Y nos dirigimos hacia donde se iniciaba
el ataque.
Los ladridos continuaban, pero cada vez más le-
jos. Había momentos de silencio completo, para des-
pués estallar un clamoreo indescriptible. El león,
siguiendo su táctica, peleaba en retirada, engañando
al enemigo con sus saltos y gambetas. El monte
íbase volviendo cada vez más inaccesible. Había
que hacer prodigios de esgrima con el cabo del
talero para rechazar el ataque constante y tenaz
del garabato, ese arbusto de espina acerada y cor-
va como uña felina, enemigo irreconciliable de la
ropa y de la piel. Por fin no pndiendo avanzar
más, aseguramos los caballos y marchamos a pié.
Los ladridos se oían en un solo punto y su in-
tensidad no variaba ; el enemigo, por lo tanto, esta-
ba empacado y no muy lejos de nosotros.
En ese momento las estrellas comenzaban a pa-
lidecer. L^n suave resplandor amarillo-mate vislum-
brábase al Este : venía el alba. La aurora, con sus
dedos de nácar, principiaba a ejecutar su gran pre-
82
MARTIN GIL
ludio en notas de luz. Arriba del horizonte, en lo
alto, semejando una bandada de garzas rosas, flo-
taban en hilera algunos cirrus.
Habíamos llegado hasta muy cerca de un mato-
rral impenetrable, en donde se sentía hervir el en-
jambre de perros. Teníamos que hablar a gritos
para entendernos ¡de tal manera vociferaban estos
bárbaros! Nos arrastramos, se puede decir, unos
cuantos metros más, y por entre el tupido mato-
rral alcanzamos a distinguir los perros que, alre-
dedor de un gran tronco de quebracho, se revolvían
furiosos, ladrando en completo disconcierto, con
sus ojos fijos hacia arriba y sus largas y ondulan-
tes lenguas desplegadas. Algunos permanecían echa-
dos e inmóviles como en éxtasis, con los ojos llo-
rosos y la boca abierta de par en par, acezando
desesperadamente ; otros llegaban hasta nosotros
a toda prisa, y meneando la cola, nos largaban un
lengüetazo, volviendo en seguida a sus puestos. La
espesura del monte nos impedía ver lo que había
en el árbol.
Nos aproximamos todo lo posible hasta quedar
debajo mismo del quebracho, y ño Cecilio, atando
con su arreador los gajos que nos impedían ver,
tiró con todas sus fuerzas, que no eran pocas. En-
tonces pudimos contemplar un hermoso cuadro :
arriba, en un gajo más bien delgado del enorme que-
bracho, se balanceaba suavemente un espléndido
puma, el león de nuestras sierras. Su cuerpo elás-
tico y de elegantes curvas, se destacaba soberbio
MODOS de; ver ^®
en el fondo brillante y puro de un cielo azul. -^Su
piel bronceada y lustrosa, reverberaba a los prime-
ros rayos de un sol naciente. Parecía estar comple-
tamente tranquilo : miraba a los perros como a ver-
daderos perros, con olímpico desprecio. En su cara
redonda y sin expresión, fulguraban dos grandes
ojos anaranjados y cristalinos como discos de ám-
bar. ¿Cuánto hubiera dado un aficionado a la fo-
tografía por encontrarse allí con su máquina?
El cuadro valía la pena, indudablemente. Pero ño
Cecilio entendía muy poco de estética, y casi de mal
modo nos dijo:
— ¡Ideái! ¿Qué hacen que no le meten? Hasta
qué hora queren que esté cinchando?
Cuando sonaron los dos tic de la carabina al ser
montada y mi primo apuntó, callaron de golpe to-
dos los perros, escondieron sus lenguas y quedaron
inmóviles. La espectativa era solemne. Habíamos
convenido en herirlo levemente para no dejarlo in-
defenso. — ¡ A las patas de atrás! — dijo el tirador,
y un estampido de carabina rémington repercutió
de quebrada en quebrada.
Cuando con nuestros sombreros hubimos disi-
pado la nube de humo que nos envolvía, pudimos
ver' al león abrazado al mismo gajo en donde un
momento antes estuviera de pié. Pero la situación
era insostenible, porque todo su cuerpo pendía y
oscilaba, y por más gruesos que fueran sus puños,
no podía resistir mucho tiempo. El pobre animal
miraba en todas direcciones buscando dónde lar-
M MARTÍN CTI.
garse sin caer sobre algún enemigo. Por fin se des-
plomó, quebrando gajos y apretando perros. En el
primer momento no vimos más que un enorme ovi-
llo o madeja móvil, compuesto de patas, colas, ca-
bezas y bocas dentadas. Una gritería infernal lle-
naba los aires. . -. ^
Nos aproximamos, y no sin trabajo pudimos dis-
tinguir a la víctima que, tirada de espaldas, y pren-
dida con uñas y dientes, formaba el núcleo central
del gran pelotón vivo. El león al vernos, debió ha-
cer tm esfuerzo supremo, porque de pronto el ovi-
llo se dilató, abriéndose como una ola ; los perros
remolinearon, y surgió el león hecho un arco, todo
erizado como un cepillo enorme, echando chispas
por sus ojos. ^
— ¡Ese es gaucho y medio! — dijo ño Cecilio —
¡ Óiganle a esa maula !
El león ocupaba el centro de un gran círculo
camino. Entre la jauría había un perro notable por
su valor, fuerza y destreza ; lo que sí, necesitaba
ser animado.
Entonces, tocándole el lomo, dímosle la orden de
ataque — ¡vamos, ñato! — y se arrojó ciego sobre
el felino. Este lo recibió con sus grandes garras
abiertas como un par de rosas siniestras, las que
fueron a incrustarse en los flancos del perro: pero
las mandíbulas del ñato, haciendo las veces de te-
nazas dentadas, oprimían la garganta del enemigo
con mortal insistencia.
El ejemplo es contagioso ; todos los perros ata-
MODOS DE VER
35
carón resueltamente, y en algunos minutos de lu-
cha encarnizada y feroz, el terror de manadas y
majadas, el gran dañino, la pesadilla de esa pobre
gente que se mira como en un espejo en sus cuatro
potrillos y sus cabras, entregó su vida, combatien-
do como un héroe.
La luz de un sol radiante se derramaba a to-
rrentes sobre montes y quebradas. Las lomas de
talco brillaban alegremente, como odaliscas cubier-
tas de lentejuelas: parecia que ardían. Las maja-
das de cabras recién libertadas del corral, trepaban
las alturas casi al trote, desparramándose por las
laderas como puñados de confites, mientras que
arriba, en el espacio sin límites, algunos cóndores
con ^s grandes alas extendidas y rígidas, dibuja-
ban majestuosamente interminables espirales, bus-
cando quizá, como al descuido, con sus sangrientas
pupilas, el tierno cadáver de la potranca rosilla.
DIALOGO NOCTURNO
A mi amigo, el genial ar-
tista Carlos García Tolsa.
El crepúsculo se extinguió lentamente como la
vaga mirada de un moribundo, y tras de él, siguien-
do sus pasos, pero sin apresurarse, llegó la Noche,
fresca, melancólica y sonriente, como viuda joven
que abriga esperanzas.
Llegó, y abriendo poco a poco sobre la Pampa
inmensa, su hermosa sombrilla salpicada de luces,
quedó pensativa.
Los escasos ruidos y murmullos fuéronse amor-
tiguando hasta desaparecer completamente.
Entonces la Noche, con su mano impalpable, aca-
rició las yerbas y pastos floridos, y estos en su
obsequio abrieron sus pomitos de finas esencias.
La Pampa sonrió y dijo :
— ¡ Salud, querida Noche ! Al fin llegaste con
tu quitasol ! Te has hecho esperar demasiado ; eso
no está bien.
— Imposible venir antes — replicó la Noche.
MODOS DE VER
37
— Ya lo sé, es una broma. Pero mira que hoy,
ese rubio guarango y majadero, tu enemigo mor-
tal, el Sol, casi me ha incendiado con su mirada.
Figúrate que a medio dia se plantó el muy ordina-
rio sobre mi cabeza chata, y no hubo quien lo hi-
ciera retirar. ¡ Cómo si algo se le debiera !
— Y ya lo creo que le debes! — dijo la Noche.
— ¿Yo? No faltaría más! Pues qué le debo?
— Nada menos que tu fecundación anual.
— Hazme el favor de no hablar disparates, mira
que pueden oírte.
— Estamos solas — dijo la Noche.
— ¿Y la Luna?
— Oh! esa vendrá recién al amanecer, cuando yo
me haya marchado. Y después, aunque estuviera a
nuestro lado, no habría ningún peligro. ¿ No sabes
acaso que la Luna es una vieja chocha, sorda ta-
pia, porque le falta el tímpano? Pobre vieja! Si no
fuera que el Sol la ha tomado de reverbero y de
espía a la vez, no serviría para nada. Ya sabes
que esa bruja blanca es mi espía y la que alborota
constantemente a ese inocentón del mar, tan gran-
dote y tan simple, tan ciego y atropellado. Cuándo
dejará de ser el juguete de esa vieja presumida!
Si supiera que es una tarasca, remendada y pico-
teada; muy blanca, es cierto, pero a fuerza de vi-
driado y de cosméticos, como las mujeres de hoy:
unas verdaderas camelias . . . hasta la garganta .
Además, es tuerta y reumática. Ah ! te advierto que
no hay como los tuertos para espías. El reuma le
38 MARTÍN GIL
atacó la cintura: no puede girar fácilmente. Re-
cién cuando ha completado su ronda mensual, con-
cluye de darse vuelta. Pero en ese momento se le
achicharra el ojo completamente, y queda ciega
por dos días más o menos. Uf f ! ! es un cascajo,
un verdadero cascajo!
— Ya veo que no andas muy en armonía con Se-
lene — dijo la Pampa. — ¿Quieres que te hable con
franqueza? Me parece que tu antipatía para con
ella, se debe a que su presencia aminora el esplen-
dor de tus joyas.
— Así será, pero es una observación muy pueril,
esa tuya — dijo la Noche. — Pues ¿quién es la vie-
ja Selene ni el mismo rubio Apolo para contrarres-
tarme ? Tú no me conoces, querida Pampa ; ya se
ve, no me conoces. Pues debes saber que yo soy la
reina absoluta del espacio ; todo él me pertenece.
Eso que tú llamas con tanto garbo el día esplen-
doroso, etc., es algo muy limitado : para mí vale
tanto como el resplandor de un fósforo. Si tú pu-
dieras remontarte un poco y atravesar la mayor
parte de la atmósfera, llegando siquiera a la re-
gión por donde cruzan las estrellas fugaces, te en-
contrarías en tinieblas a las 12 del día, con el Sol
sobre tu cabeza. Es que más arriba estoy yo con
mi sombrilla y mis joyas, acompañada por mis dos
hermanos, el Silencio y la Serenidad. El espacio
es un mar insondable y tenebroso, inmóvil y abso-
lutamente frío. El frío absoluto, el cero absoluto,
¿ comprendes ?
MODOS DE VER 39
— Pues yo, con mis hermanos — prosiguió la No-
che— llenamos ese mar, lo abarcamos, lo satura-
mos y en él flotamos eternamente. Esas luces que
ves destacarse en el fondo de mi sombrilla y que
tanto te agradan, pertenecen a los barcos que na-
vegan en el inmenso mar. Se mueven en todas di-
recciones, trazando curvas gigantescas, aunque pa-
rezcan fijos. Todo es cuestión de tiempo. Algunos
se acercan a tu pequeño esquife, la Tierra, otros
se retiran, los que, con el infinito rodar de los si-
glos, irán desapareciendo lentamente hasta perder-
se para siempre en la inmensidad.
— No sé porqué estas cosas me entristecen —
dijo la Pampa.
— La poesía del misterio es siempre triste —
replicó la Noche, pestañando ligeramente.
— Como tú ves, todos esos navios llevan faros
espléndidos, pero a mí no me ahuyentan con su
luz — dijo la Noche. — ¿Conoces aquel lindísimo aco-
razado que va allí? — agregó, señalando a Sirio. —
Pues ese buque lleva un foco en su palo mayor,
completamente superior al de nuestro Sol, el ru-
bicundo Febo, mi gran enemigo, al decir de tí.
¿Y qué me hace, vamos a ver?
— Y aquel faro de 2° orden — dijo la Pampa —
que no siempre alumbra con igual intensidad y que
parece como si de cuando en cuando se le acaba-
ra el aceite.
— ¿Dónde? — dijo la Noche.
40 MARTÍN GIL
— Allí al Norte, en el Perseo, pasando las Plé-
yades.
— Ah! Es el buque Algol, beta del Perseo. La
luz de ese buque es variable, intermitente. Sin em-
bargo, oscila metódicamente. En un período que
no alcanza a cuatro horas, casi se apaga duran-
te veinte minutos, en seguida reacciona, volvien-
do de su desmayo en tres horas y media, para con-
servarse así durante dos días y pico.
— ¿Y eso qué significa? — dijo la Pampa con cu-
riosidad.
— Existen al respecto varias hipótesis. Se cono-
cen muchos faros de esa clase, pero su luz es de
un valor muy insignificante. Los más nombrados
son, Algol, que acabas de ver, eta de Argos, tan
celebrada por Juan Herschel, y Mira - Ceti.
— Esto es muy raro — dijo la Pampa. — Se me
ocurre que esos buques deben andar averiados y
muy cerca de naufragar.
— En mi mar no 'hay naufragios — dijo la No-
che— porque no tiene fondo ni superficie; no hay
arriba ni abajo, nada cae ni sube : se anda siem-
pre. Pero no estás descaminada, porque para mí,
un buque de esos ha naufragado cuando su faro se
ha extinguido. Entonces quedan convertidos en
unos verdaderos monstruos negros, cipecie de ti-
burones carboneros. En tal caso, mi sombrilla ha
perdido una joya.
— No, — replicó la Pampa, — se ha transformado
en un brillante negro.
MODOS DE VER
41
— Está buena la salida, pero te confieso que a
pesar de la costumbre, me aterra el ver andar en
las tinieblas esos buques negros, helados, sin vida:
son mis fantasmas, mis negros espectros. Cuando
los veo venir hacia mí, se me hiela el cuerpo.
— Y a mí también me está dando miedo — dijo la
Pampa. — Hablemos de otra cosa.
— Y sabes cuántos faros se vislumbran? Oh! mi-
llones y millones! Todos esos faros pertenecen a
buques jefes, y seguramente cada uno de ellos mar-
chan rodeado de su flota, como el Sol con sus ocho
cruceros y sus destróyers.
— ¿Y a dónde se dirigen todas esas flotas? —
preguntó la Pampa con voz trémula.
— Es triste decirlo! sobre el particular no se sa-
be nada ; no se conoce el puerto, no hay rumbo ; se
camina a ciegas en medio de la obscuridad y del
silencio. Pero de todos modos no vale la pena in-
quietarse, pues nada se remediaría. La Tierra es
un pequeño navio que lleva sobre cubierta más de
1500 millones de prisioneros. Estos m.illones de
hombres no saben ni de dónde vienen, ni a dónde
van, ni en dónde están. Ellos no pueden influir ni
en la dirección ni en la velocidad del navio que los
conduce, y sin embargo ¡los oyeras hablar de li-
bertad !
— La dirección que llevamos si se conoce — re-
plicó la Pampa — seis ilustres pasajeros o prisione-
ros, como tú dices, la han determinado independien-
temente, discrepando muy poco en el rumbo.
42 MARTÍN GIL
— Aplaudo a esos valientes prisioneros — dijo la
Noche — pero ¿qué sacarás con saber que el Sol
los lleva hacia la constelación de Hércules o La
Lira? La distancia que los separa es todavía tan
inmensa, que sería menester una eternidad para lle-
gar, es decir, cuando la Tierra esté convertida en
un cascajo como Selene. Y suponiendo que alguna
vez llegasen y preguntaran a sus vecinas, La Li-
ra y el Boyero, por el Sr. Hércules, de seguro que
les contestarían : Ya no vive aquí ; hace quinientos
siglos que se mudó con toda la familia, y nosotros
también nos vamos, si se le ofrece algo.
— Aquello de que no sacarán nada los prisione-
ros de la Tierra con saber el rumbo que llevan,
francamente me parece que es indigno de tí, queri-
da Noche — dijo la Pampa. — Esa observación que-
daría bien en boca de un cananéo vulgar o de un
imbécil arrogante, de esos que hacen un culto del
tanto por ciento, de la patada y del box, pero no
en tí.
— Pues retiro mi observación — dijo la Noche al-
go cortada — y sigamos adelante. Es menester con-
vencerse, querida Pampa, que en el espacio vale
tanto andar como estar inmóvil, pues no se llega a
ninguna parte.
— Pero esto es proclamar el nirvana — dijo la
Pampa abanicándose con agitación (aunque no en-
cuentro con qué hacerla abanicar). — Es matar to-
da ilusión, toda esperanza. ¡Esto acobarda, depri-
me, anonada, mata!
MODOS DE VER 43
— Hay verdades dulces y amargas — dijo la No-
che saboreándose. — Las dulces, alimentan como el
azúcar, las amargas tonifican como la quina. Pero
la mentira, por más dulce que sea, no alimenta ja-
más: es como la sacarina, de un dulzor relajante
y falso.
— Sin embargo, me quedo con lo dulce aunque
me salgan lombrices — replicó la Pampa.
— Eso no pasa de una dulcísima imbecilidad, que-
rida Pampa. Pues ¿por qué temes reconocer la ver-
dad? Se debe estar siempre dispuesto a recibirla,
venga de donde viniere : eso se llama ser libre. Pe-
ro veo que nos vamos metiendo en honduras y el
día se aproxima. Mira, Pampa desabrida : no te-
mas por la suerte de tu buque ni por la de los otros,
pues casualmente el hecho de no poder ser dirigi-
dos por sus tripulantes, es su mayor garantía. Üe-
ja que la gran flota universal hienda el espacio con
sus quillas esféricas, y que sus velas invisibles se
inflen al viento de lo desconocido ; estudia si pue-
des, las leyes que rigen sus grandiosas trayectorias ;
goza con el esplendor de sus luces polícromas cuan-
do centelleen en mi negra sombrilla, pero no te
inquietes por su suerte, que el viento que la im-
pulsa es el soplo misterioso de lo incognocible.
Esto diciendo, comenzó a plegar tranquilamente
su sombrilla, porque notó que hacia el lado del
oriente, alguien se le desteñía.
— Allá viene la vieja tuerta, precediendo al Sol —
dijo la Noche. — Me voy para el otro lado. Andan-
44 MARTÍN GIL
do me bañaré un buen rato en el Pacifico y vere-
mos lo que hacen en Australia y en el Asia — y se
esfumó.
El alba triunfó ; y entre las nubes rosas que
anunciaban el día, la Luna se desvaneció como un
fragmento de hostia en los labios de una virgen.
PRIMAVERAL
No ha mucho que el Sol se despidió del hemis-
ferio Norte, después de haber andado de ronda
durante seis meses por sus dilatados dominios, de-
rritiendo nieves y montañas de hielo, es decir, po-
niendo en libertad al agua que el frío aprisionó en
blanca celda; desencadenando trombas y ciclones,
dorando espigas y racimos, azucarando frutas, in-
cendiando corazones, infundiendo vida, movimien-
to y brillo ; en una palabra : haciendo vibrar armo-
niosamente a la naturaleza toda, cual un instru-
mento de mil sonoras cuerdas. Con su disco de fue-
go, cortó al ecuador celeste sobre la constelación
de la Virgen, actual puerta de escape por donde
sale de sus posesiones boreales y entra a las aus-
trales, suyas también. Sin embargo, estas puertas
van cambiando lentamente con los siglos.
Su llegada no tomó de sorpresa a las plantas,
pájaros e insectos: lo sintieron venir y se apre-
suraron a vestirse de gala para festejar su arribo.
Pero antes de que la aurora llegue en su rosado
46 MARTÍN GIL
carro lirado por blancos caballos, contemplemos la
noche que todavía reina sobre su trono de ébano.
Son las tres de la mañana. Las montañas dor-
mitan agrupadas e inmóviles como enormes dro-
medarios. Se experimenta esa sensación indefini-
da originada por el silencio en las regiones mon-
tañosas. De vez en cuando, una oleada suavísima
de aire, trae envuelto en sus pliegues algo así co-
mo un leve suspiro del arroyo lejano. Es la son-
risa del agua. La cinta cristalina, al deslizarse ser-
penteando en la oscuridad de la noche, se despide
así, casi en secreto, de una piedra amiga o de una
flor protegida. ¿Volverá a verlas o tocarlas? Qui-
zá, si en su viaje no la traga al arenal o al Sol
se le ocurre levantarla con sus rayos, convirtién-
dola en blanca nube. Entonces podrá contemplar
de nuevo sus montañas queridas, cerniéndose en
lo alto. Pero no tardará mucho en volver a su es-
tado de serpiente y comenzar de nuevo su pere-
grinación eterna, porque el agua de las montañas
jamás se detiene ni descansa: es como el pensa-
miento, anda, anda siempre, en busca de su nivel,
la verdad.
A esta hora las estrellas parecen afiebradas, ; de
tal manera laten sus corazones de diamante ! Su agi-
tación es inusitada ; algún peligro las amenaza. ¿ Se-
rá que presienten su derrota con la llegada del Sol?
El alba se inicia con cierto resplandor suavísimo
de nácar azulino. El cielo estrellado, cual una her-
mosa visión, comienza a desvanecerse lentamente
MODOS DE VER
47
en un mar traslucido y sereno. Hacia el levante, el
color de nácar poco a poco se vuelve anaranjado;
las nubes más altas se tiñen de rosa, después se
doran, se platean, se inundan de luz. La alegría de
la vida crece y se esparce con rapidez. Los pája-
ros cantan prometiéndonos un hermoso día.
Mirad al Este: un gran manojo de lucientes es-
padas, anchas y filosas, rasgan las nubes con salva-
je energía : son los sables de la caballería del Sol,
que a sangre y fuego vienen abriendo paso a su
gran emperador. Entonces se descubren las monta-
ñas azules, semiesfumadas por la niebla, la que al
verse sorprendida por la luz, asciende lentamente,
envolviendo al pasar, con sus jirones de blanca ga-
sa, ios árboles y picos de la sierra.
Las lomas vestidas de oro por el espinillo en
flor, brillan como de seda, perfumando el aire.
Oyese la carcajada cromática de la chuña silves-
tre, que empinada hacia arriba, mirando al cielo,
saluda gozosa al nuevo día. Los zorzales de pico
rojo o amarillo, posados sobre lo más alto de los
sauces, silban con entusiasmo sus canciones mon-
taraces; parece que dijeran: "¡Viva el Sol! Pron-
to las higueras se cubrirán del fruto renegrido para
enterrar nuestros picos hasta los ojos en su pul-
pa granulada y roja". Las verdes cotorras, que en
medio de una charla infernal van tejiendo sus ni-
dos ásperos y enormes, les contestan: "nosotros es-
peramos las manzanas vidriadas, las peras fragan-
tes y los choclos tiernos". "Nosotros las flores al-
4« MARTÍN CIL
niibaradas" dicen los picaflores, zumbando y bri-
llando en todas direcciones.
En los rastrojos, donde el color amarillo de la
caña del maíz lucha todavía con el verde naciente,
relampaguea de vez en cuando la reja del arado.
¡ Surco ! grita el arador, con dulce y viril acento,
infundiendo ánimo a los bueyes. La yunta se esti-
ra con el esfuerzo, levantando algo las cabezas
oprimidas por el yugo ; rechinan sus muelas pode-
rosas, brillan al sol sus húmedos hocicos, cruje la
tierra, y el arado marcha. Siguiendo el tajo fragan-
te, van los tordos en procura de los gusanos que
la reja ha puesto en descubierto. Por cualquier mo-
tivo, estos pájaros nerviosos vuelan en bandada,
pero después de teñir el cielo azul de un negro
brochazo, caen de nuevo sobre la chacra, descri-
biendo en los aires una ondeante curva, cual obs-
curo y lustroso abanico. También hormiguean mi-
llares de palomitas hambrientas, las que al volar
producen un fuerte redoble: ¡prrrrr!
En los bajos o pequeñas quebradas, sonríen las
huertas, exhalando un fresco hálito ; parecen salo-
nes de baile en donde predomina la nota rosa del
durazno en flor y el blanco purísimo de los mem-
brillales.
En el suelo, los canteros de verdura invitan a
una ensalada matinal; la humilde acequia, huérfa-
na del arroyo murmurador, corre silenciosa por en-
tre violetas y botones de oro, hasta dar con el pe-
queño bordo de tierra que el quintero ha prepara-
MODOS DE VER ^^
do para desviarla ; llega y se detiene como sorpren-
dida, mira los pies del hombre que la espera in-
móvil con la pala en la mano ; remolinea indecisa ;
parece disgustada, más en seguida obedece y en-
tra al cantero, recogiendo al pasar, con el mayor
cuidado, toda la basura liviana que encuentra en
el camino, cual prolija y discreta sirvienta.
Arriba, en las lomas, entre las grietas de las
piedras o sobre las pencas enanas, brilla la tela
de araña, en forma de embudo o tromba marina.
Mil gotitas de rocío tiemblan pendientes de su ma-
lla tenue, n^ientras que su dueña, la incansable hi-
landera, trabaja afanosa quizá cantando como Mar-
garita, al compás de las vueltas del huso.
En las casas, a medio día, las gallinas se desgra-
nan poniendo. El cacareo es general, y a los gallos
les falta el tiempo materialmente para contestar a
tanto aviso simultáneo de huevos recién puestos,
j Cacacacaráa ! se oye a todos rumbos. ¡ Córóo ! di-
cen los gallos, escarbando en la basura, mientras
las nidadas blanquean en todas partes: dentro del
horno, en las barricas y en los yuyales.
Los pavos parecen que ya revientan de tanto in-
flarse: la cara azul-violácea, granate el cuello y
garganta, de donde cuelgan racimos de guindas
maduras. Erizados y rígidos, avanzan unos cuan-
tos pasos detrás de las pavas con toda solemnidad,
produciendo cierto ruido de papel arrastrado, y al
detenerse, óyese un lejano estampido de cañón;
50 MARTÍN Gil,
mientras tanto, las pavas, como si les hablaran en
latín.
Se oye el jadeo anhelante del pato criollo reta-
cón, que camina a duras penas, como esos viejos
reumáticos y obesos de rostro amoratado. Todo su
pescuezo se mueve de una pieza, oscilando con
fuerza al compás del jadeo, como una palanca en
forma de S. Las patas adelante, ni más ni menos
como las pavas.
Las gallinetas o pintadas, con sus trajes grises
salpicados de blanco y sus caritas almidonadas co-
mo payasos de circo, nos gritan con afán que to-
quemos no sé qué — ¡toca, toca...!
A la caida de la tarde, los tordos se reúnen en
bandadas para dormir. Mientras se acomodan, can-
tan o rezan — no estoy seguro — sus oraciones ves-
pertinas. Es un desconcierto delicioso : no siguen
ninguna melodía; cada cual tararea como puede su
leit -motiv, pero el conjunto es algo inimitable y
exótico: muchas cajas de música o cilindros tocan-
do simultáneamente, darían una idea aproximada.
Comienzan a pasar las bandadas de loros en di-
rección a sus dormideros. Desde muy lejos se les
oye venir discutiendo en alta voz como colegiales
en marcha.
Algún buitre retardado pasa también, pero en
silencio, cortando el aire con sus dos guadañas em-
pavonadas.
El blanco plateado de las nubes, se disuelve en
MODOS di; ver 51
oro, el oro en rosa, el rosa en sangre, triunfando
por fin el color plomo.
Ha llegado la noche. En las huertas y los bajos
húmedos, se percibe un enorme parpadeo lumino-
soso : son las luciérnagas con su luz oscilante. Al
poniente, en el cielo azul - obscuro, cual un fino
colmillo de jabali, está la luna nueva. Las ranas le
cantan en coro . . .
PATO HEDIONDO
Un cazador de ocasión, observador y filósofo
por temperamento, de espíritu analítico y sagaz, a
quien yo mucho quería, mató en sus andanzas ci-
negéticas, uno de esos patos negros, de cuerpo
aplastado y cabeza de víbora, que suelen verse co-
mo pegados en las grandes piedras de nuestros
arroyos y a los que nadie molesta por ser "pato
hediondo".
Cuando nuestro hombre llegó con su pato a la
linda casa donde se hospedaba, fué recibido con
ruidosa hilaridad; la gente reía a carcajadas; al-
guien disculpaba el error del cazador, pero las mu-
jeres, sobre todo, se apretaban la nariz y mirában-
se a los lados, como dispuestas a huir.
— jPuff, el pato hediondo!
— ¡ Solamente a Vd. se le puede ocurrir matar un
pato hediondo !
— ¡ Dios mío, qué disparate !
— ¿Y para qué lo trae?
MODOS DE VER
53
— Para que lo comamos en el almuerzo — dijo el
cazador.
Todas las manos se dirigieron hacia él, y una ex-
clamación, mezcla de terror y asco, hizo vibrar el
aire.
— Pero, diganme con calma, señoras y señores
¿han probado alguna vez un pato hediondo?
— ¿ Nosotros ? ¡ Sólo que estuviéramos locas de
remate !
— ¿Y ustedes, caballeros?
— ¡ No, hombre ! cómo quiere . . . !
— Pues entonces probémoslo, y en un último ca-
so que me lo preparen para mí; experimentaremos,
— dijo el cazador.
La cocinera se apoderó del pato.
Cuando en medio del almuerzo apareció la sir-
vienta con el pobre animal tendido de lomo sobre
una gran fuente de porcelana floreada, engalana -
<io con brillante lechuga, discos de tomates rojos
y redondelas de huevos ; las canillas tiesas y en-
vueltas en papel picado, parodiando calzones ; el
pescuezo en forma de interrogante y las alas con-
traídas y rígidas, un profundo silencio reinó en el
comedor. Sin embargo, en todas las caras relam-
pagueaban risas ocultas, comprimidas, prontas a
estallar como bombas al primer contacto.
— Vamos a ver, traigan para aquí ese animal ! —
dijo el interesado — haciendo crugir el trinchante
contra la chaira.
— Quién se anime a comer esto, que avise — agre-
54 MARTÍN GIL
gó, y la hoja reluciente del cuchillo se hundió si-
lenciosa en el cuerpo del pato, buscando con afán
sus coyunturas.
— La verdad es que no se siente ningún mal olor
— replicó la señora dueña de casa, con cierta inde-
cisión, pero alcanzando el plato para que le sir-
vieran.
Sea por imitación o por lo que se quiera, el he-
cho es que todos siguieron el ejemplo de la valien-
te dama y probaron el pato.
— i Delicioso ! — exclamó la señora, en plena lu-
cha con un muslo.
— ¡ Espléndido ! ¡ Riquísimo ! — dij'eron todos en
coro.
— Pero ¿quién habrá sido el bruto que se le ocu-
rrió llamarle pato hediondo? — refunfuñó el viejo
abuelo, chupeteando una ala con fruición, y haci in-
do chasquir su labio caído y embadurnado de aceite.
— ¡Vean no más las consecuencias de un pre-
juicio!— dijo. — Si no hubiera sido ese animal, y no
me refiero al pato, no sería yo quien viene a pro-
bar esta delicia allá a los setenta años, cuando un
estornudo es capaz de hacerme volar los pocos dien-
tes que en mi boca bailan la danza macabra. ; Ah,
los prejuicios ! — prosiguió el abuelo, meneando la
cabeza y haciendo correr por sus labios el ala del
pato a estilo de flauta.
— Los prejuicios, con todas sus variaciones y
corolarios — agregó un • comensal — han hecho y ha-
cen más daño a la humanidad que todas las tira-
MODOS ÜK VER 55
nías. Ellos envuelven al hombre en una malla casi
imperceptible, pero tan resistente, que imposibili-
tan todo movimiento, todo pensamiento, toda ac-
ción. En el camino de la vida, producen el efecto
del jabón en el rail : la locomotora llega haciendo
retemblar la tierra, resoplando y arrojando a bor-
botones fuego, vapor y humo ; un impulso plutóni-
co la anima ; nada puede impedir su paso ; pero de
pronto la veis titubear como espantada ; sus gran-
des ruedas motrices se revuelven en el mismo si-
tio sin avanzar un palmo ; sus largas y brillan-
tes palancas accionan con desesperación, semejan-
do los brazos de un náufrago ; duchas de vapor
abren, silbando, las válvulas y se arrojan al es-
pacio, perforando el aire con sus conos blancos. El
monstruo gime envuelto en una nube. Se oye el
golpe seco y sucesivo de los vagones que vienen lle-
gando : el tren se ha detenido : ¿ De qué se trata ?
Simplemente de un poco de jabón extendido sobre
los rails.
Las preocupaciones sin fundamento, los prejui-
cios, es decir, los patos hediondos, son el jabón que
detiene la marcha de ese tren que llamaremos pro-
greso..
En la gran laguna, más o menos turbia, deno-
minada sociedad, no se puede uno mover sin que
vuelen por bandadas los patos hediondos.
— ¿Ha leído usted a tal autor?
—¿Yo?
— I Pero, mi amigo, si ese es un loco! (O bien
56 MARTÍN GIL
puede decir un beato, un incrédulo, un fanático,
según el cliente interrogado) .
— ¿Un loco, dice?
— Sí, pues.
— ¿Qué obra es la que usted conoce de ese loco?
— ¿Yo? ninguna.
— ¿ Y entonces ? . . .
— Sí, pero todo el mundo dice que es un loco.
— Pato hediondo.
— Si va usted a las sierras, no se descuide con
los chelcos : su mordedura es terrible, le prevengo ;
mil veces peor que la de la víbora: pregunte usted
a cualquiera y verá.
— Pero, si casualmente he preguntado a cuanto
habitante de la sierra encontré con cara de verí-
dico, y me dijeron lo que usted: sin embargo, ellos
no habían visto jamás "por sus propios ojos" una
persona o animal envenenados por el cheleo, lo que
no quita que le tiemblen.
— Pato hediondo, también. Y así, de esta suerte,
veremos volar patos en todas direcciones, obscure-
ciendo el aire con sus negras alas.
1902.
TIPOS QUE PASAN
En nuestro país, no es preciso vivir mucho para
recordar de cosas viejas. La evolución opera entre
nosotros a media rienda, a espuela y látigo, con-
virtiéndose en verdadera revolución. Por eso será
que casi todo resulta sancochado, mucho sabe a
crudo, algo madura a la fuerza y lo más se pudre
verde, desde las bananas hasta los hombres polí-
ticos. Podríamos decir que la Argentina se trans-
forma "frególicamente", porque es la tierra de las
metamorfosis galopantes, de las sorpresas risue-
ñas como de las realidades salvajes. Pero, a pesar
de todo, es y será por muchos siglos el gran país
del porvenir.
¿Cuántos bípedos no vemos desem(barcar con
los botines al hombro, para no gastarlos, y al po-
co tiempo resultan unos colosos en el ramo de za-
patería? ¿Cuántos no principian aquí su humilde
carrera con un canasto enganchado al brazo, gri-
tando a laringe limpia: ¡linda mañane! ¡naranque
58 MARTÍN GIL
maqiienudc! y concluyen por engancharse una for-
tuna ?
Lo que sí, el hijo de este hombre, suficientemen-
te acriollado, es quien se encarga de despilfarrar
la herencia; pero el hijo no acaba como principió
el padre, vendiendo naranjas, sino de atorrante o
en la cárcel, lo que sí, de levita. Como se vé, el pe-
ríodo de "revolución" es rápido porque la órbita
a recorrer es pequeña, aunque muy elíptica : se cum-
ple una ley de mecánica celeste. El padre recorrió
el afelio y el hijo el perihelio de la curva. Pero
veo que me voy hacia otros rumbos, cuando yo que-
ría hablar aquí de un tipo que, por desgracia, ya
pasó a mejor forma, aunque no su imagen.
¿Quién no recuerda al maestro albañil en caba-
llo de sobrepaso? "Ya viene el "mestro", deben ir
a ser las doce", decía la gente desocupada del ba-
rrio, que no era poca; y en verdad ya venía. A\
principio se percibía algo así como un repiqueteo
o redoble lejano, del cual el lector podrá darse una
idea sonora y rítmica, articulando con rapidez es-
tas sílabas o ruidos : taca - tiqui - tucu - tucu - tiqui -
taca ... El redoble iba aumentando según las leyes
de la acústica, hasta llegar al máximum, al fortí-
simo ; entonces se veía pasar algo así como un me-
teoro : era un pobre caballo de sobrepaso, más bien
charcón que flaco, corriendo como una exhalación,
escarceando= y babeándose el pecho como epilép-
tico; batiendo la cola con verdadero encarnizamien-
to, como si llevara prendido aquel tábano terrible
4
MODOS DE VER 59
que la celosa Juno aplicó a la ninfa lo, convertida
por Zeus en una hermosa ternera blanca.
Encima de nuestro caballo iba el "mestro", rí-
gido, tieso, en estado de catalepsia; la mirada fija
y vidriosa, boca semiabierta y sonriente, de donde
surgía la pipa de guindo clavada por dos colmi-
llos verdaderamente caninos : pantalones en fuga
vergonzosa hacia las rodillas, estribos metidos has-
ta los tacos empedrados de tachuelas, pluma de pa-
vo real en el sombrero, y todo este figurón, echado
hacia atrás, formando un ángulo de 45? con el lo-
mo del cuadrúpedo. Y así como los grandes me-
teoros suelen ir siempre seguidos de otros menores,
así también el nuestro llevaba por séquito un en-
jambre de cuzcos ociosos, que íbanle saliendo al
cruce de detrás de cada puerta, con el laudable pro-
pósito de garronear al tordillo. Más eso no pasa-
ba de una ilusión canina.
¡ Qué sujetos para morderle los garrones, cuando
no se le veían, tal era la rapidez del movimiento !
Todo cuzco no alcanzaba a correr ni media cua-
dra, cuando se detenía de golpe, con la boca abier-
ta hasta las orejas; miraba fijamente a su esperan-
za perdida, y daba la vuelta al trotecito, con el
cuerpo empalizado y la cola hecha una rosca, ha-
ciendo sonar las uñas sobre la vereda, y desple-
gada al viento su pequeña lengua, flexible, tersa y
roja como una cinta de seda.
Pero como lo que aquí abundan son los perros,
el enjambre se renovaba constantemente, y el me-
60 MARTÍN Gil,
teoro corría y corría siempre, seguido por una bu-
lliciosa constelación, hasta que caballo y caballe-
ro, ambos jadeantes, llegaban a su destino, donde
los esperaba el morral de algarroba y la polenta
con "pacaritos".
Más hoy ya no escuchamos el simpático redoble.
El "mestro"anda en tranvía o en carruaje, porque
ha engordado demasiado y porque sería hasta mal
visto que un hombre como él, de posición, con hijos
doctores y niñas que interpretan a Chopín, se zan-
goloteara a caballo, y menos ahora que no se usa
el sobrepaso sino el trote inglés, ese enemigo mor-
tal de toda viscera, capaz de sacar el hígado por la
nariz o convertir en flotantes los ríñones más bien
puestos.
Sin embargo, en los momentos de flujo y re-
flujo de su alma chata — el espíritu también tiene
sus mareas — cuando después de cenar, sentado en
el amplio patio de su ventilada casa propia, ador-
mecido por la fragancia de la madreselva, el na-
ranjo en flor y el cedrón, bajo un cielo estrellado
y puro al que jamás miró — sino que vio, como se
puede ver pasar un burro con árganas — llega a sus
oídos el nocturno de Chopín que su hija romántica
ejecuta allí en la sala, suele cruzar por su mente
aletaragada el recuerdo de sus primeros tiempos
de América, esos tiempos que ya pasaron para siem-
pre jamás, llevándose una vida sencilla y otras mu-
chas cosas buenas, entre ellas su inolvidable com-
MODOS DE VER
61
pañero, su tordillo, su silla-hamaca de cuatro pa-
las!
Entonces, y sin que intervenga el nocturno de
Chopín, ni el cielo estrellado, ni la selva, ni el ce-
drón con sus clásicos perfumes que recuerdan lo
antiguo, dos lágrimas vacilantes, asoman en sus
ojos, se hinchan, se agrandan, titubean, y por fin
se desgranan, corriendo presurosas por las rojas
mejillas, como gotas de lluvia sobre planchas can-
dentes.
Es que el tiempo no borra jamás las profundas
huellas de los grandes recuerdos: al contrario, las
depura y embellece, así como el mar, lejos de bo-
rrar las formas de los cuerpos que con su manto
cubre, les da realce y brillo al esmaltarlas con sus
sales cristalinas.
Pero, un recuerdo, grato o ingrato, es siempre
triste por ser recuerdo.
Dicen que no es bueno mirar hacia el pasado.
1902.
UNA NOVENA EN LA SIERRA (i)
A la gente le gusta reunirse con motivos más
o menos plausibles, y hasta sin ningún motivo.
Gustan las reuniones, entre otras cosas, porque en
ellas se hace sociedad, es decir, porque en ese mo-
mento, todo prójimo tiene derecho a mentir e in-
trigar si la lengua se lo pide, asi como en carnaval
es lícito empapar a cualquiera hasta con agua su-
cia ; porque es una ocupación y un refugio muy de-
cente para los ociosos en general, y para toda per-
sona que no sabe cómo ni en qué emplear su tiem-
po, debido a la estrechez de su horizonte sensible.
Más esto no quiere decir que haya reuniones muy
interesantes en donde no se hace sociedad y algo
se aprende : todo está en la calidad de los elementos
mezclados. Y si es verdad que el suicidio y la lo-
cura tienen su máximum en el verano, el hacer so-
ciedad debe tenerlo en el invierno, porque esta es
la época de las reuniones, y la mejor hora para
(i) Novenario.
MODOS DE VER
63
mentir es la noche, y las noches de invierno son
tan eternas y penosas como los bostezos de esas
pobres viejas señoras cuidadoras de novios, que,
aplastadas en un sillón en el fondo de la sala, y aco-
sadas por un sueño atroz, miran de reojo a los pre-
suntos delincuentes, abriendo al mismo tiempo sus
bocas tenebrosas, por donde escapa un torrente de
aburrimiento y un suave bufido como de leones
mansos y enjaulados.
Pero a todo esto, olvidaba yo decir que los po-
bres moradores de la sierra se aburren, y con ra-
zón, en esas noches crueles de invierno, cuando des-
pués de encerrar las cabras y asegurar el parejero
en la ramada, cubriéndolo con la mejor manta de
la familia, aunque los hijos tiriten, se meten al ran-
cho a tostar ancua, mascar algarroba o picar taba-
co, en tanto que afuera se oye el grito lejano del
zorro hambriento que quizá va meditando un plan
de ataque a las gallinas, que apiñadas y esponja-
das duermen tranquilas en el árbol de la casa ; o
el aullido intermitente de algún perro visionario
que de hambre ve fantasmas.
Es preciso acortar las noches y quedar bien con
los santos, dos cosas que obtiene el campesino cul-
tivando las novenas.
Todo hogar por más humilde y pobre, tiene su
santo predilecto, al que veréis entrando al rancho,
algo así como escondido en un hueco o sea el ni-
cho. Casi siempre está muy sucio por las moscas
y la tierra, pero adornadísimo con flores de lata,
64 MARTÍN GIL
cuentas de vidrio, blancas y celestes, sartas de cas-
caras de huevo de colores y estatuitas de yeso com-
pradas al turco ambulante, quien, con su caja y lío
a media espalda y su cara de imbécil, penetra, ha-
ciéndose el zonzo, hasta los últimos rincones de
la vivienda, explotando al mundo entero.
Acúdese al santo, cuando faltan animales del
rodeo; cuando el puma se ha cebado en la maja-
da ; cuando el maíz tarda en nacer ; cuando en vís-
pera de la carrera el parejero deja la ración ; cuan-
do en noches de tormenta retumba con fragor el
trueno en las quebradas y el rayo hace chispear las
cumbres con su eslabón fulgurante. A él se acude
en todo y para todo, obteniendo muchas veces su
intervención bienhechora.
— Mire niño que esta es la última noche de la
novena, así que espero no nos falte. — Di jome el
viejo Quiterio, dándole con el talero un chirlo sua-
ve y sonoro a la muía que montaba, la que se enco-
gió'toda nerviosa. — Yo mesmo vendré a buscarlo,
porque la Luna sale tarde y la noche va a estar más
negra que un sótano, y no quiero que se me vaya
a despeñar en algún precipicio.
De ocho a nueve llegaba ño Quiterio, bien em-
ponchado, de guardamonte y fumando en chala,
sobre su mulita espantadiza.
— ¡A la orden, niño! — dijo, y marchamos.
Noche fría, obscura y limpia (i).
(i) En Mayo.
MODOS DE VER
65
El cielo todo, profundo y sereno como el abis-
mo, brilla y palpita suavemente. La Via-láctea, atra-
vesando de banda a banda el firmamento con su
luz mortecina, semeja la proyección lejana de un
faro gigantesco sobre un mar inmenso. Entre las
joyas de nuestro cielo austral, la Crus del Sud ful-
gura con cierta sencillez encantadora; inclinada ha-
cia el Polo, como una blanca flor, como un lirio,
lo señala eternamente. Un poco hacia el Este de
la Cruz, centellea inquieta la preciosa estrella do-
ble alfa del Centauro; con su luz rojo-pálida, se
parece a una granada al madurar : próximo a ella,
cual enorme serpiente que quisiera tragarla, la Via-
láctea cierra sus dos brazos bifurcados. Al Este, la
hermosa estrella Antares — el corazón del Escor-
pión— llamea con luz sangrienta. Más arriba sigue
la Balanza, después Espiga de la Virgen, de luz
suave y celeste como una violeta.
Al sudoeste, como un trozo de diamante va ale-
jándose Sirio, la estrella gigante, blanca como un
armiño; la que anunciaba a los egipcios las crecien-
tes del Nilo ,: la estella canícula. Más al sud, Cano-
pus, casi tan blanca y hermosa como Sirio : es el
piloto que dirige la nave de los Argonautas; van
en busca del vellocino de oro. Arcturo, al nor-nor-
este, como dorada a fuego, y Achernar al sud, ro-
zando el horizonte, brillan solitarias.
— ¿Qué es lo que divisa tanto, niño? — dijo el
viejo animando la muía que amenazaba espantarse.
— Miraba esa larga cinta de luz lechosa que alum-
66 MARTÍN GIL
bra como sin ganas, allá arriba — le contesté, seña-
lando la Vía-láctea.
— Y la verdad que está bastante relumbrosa —
dijo ño Quiterio levantando la cabeza : — parece co-
mo si -fuera el tirador de plata con que el cielo se
faja la cintura. Y ese es el único tirador con chafa-
lonía que veo durar a su dueño, en estos malos
tiempos que corremos — dijo con tristeza. — Y «-ibe,
niño, por qué le dura? — Porque en el cielo no hay
cuestiones con Chile, ni política, ni jueces de paz,
ni escuadras que mantener, ni pulperías, ni casas
de empeño ; sino, ¡ qué años que estaría toda su
plata convertida en barra y requeteguardada en el
baúl de algún gringo masón ! ¡ Pucha con los grin-
gos! Ni bien llegan, pelechan, y al rato ya son pa-
trones !
— ¿Y por qué no le gustan los gringos, ño Qui-
terio ?
— Pero porque nos van arrinconando día a día.
Y sino, fíjese, niño: donde el gringo se establece,
la tierra sube de precio, y luego comienzan a caer
los grimensores con sus manojos de palos pintados
y el feodorito a los tientos. Eso sí ; no salen ni atrás
de la casa sin el feodorito. ¡Y vean qué hazaña!
porque se necesita ser muy enteramente chambón
para no sacar una línea más renta que una vela,
rumbeando con el feodorito. No hay más que cla-
var bien en el suelo las tres patas del estrumento,
y dejar que la áuja himaltada comience a olfatear
el Norte con su hociquito puntudo. Al principio la
MODOS DK VER ^'^
verá usted algo asustada, meneando la cola para to-
dos lados como perdiguero que recién encuentra el
rastro ; pero en seguida comienza a rumbear y al ra-
tito ya la tiene usted apuntando al Norte, y estre-
meciéndose toda entera, como el perro cuando ha
parado la perdiz. — Bueno, como le iba diciendo :
después vienen los enredos con motivo de los lo-
tes que midió el grinicnsor por las ¡testareas que
faltan o suebran ; y por último llega la orden del
patrón para que nos retiremos más adentro,
porque el campo está vendido ... y vaya usted
arreando con todo ! — Una tarde, casi sol dentro
— prosiguió el viejo — andaba yo campeando por
los montes más ásperos de esta estancia, cuando de
manos a boca me encontré con un gringo que pa-
recía perdido. Daba lástima el verlo en un manca-
rrón chupino y como arpa; la montura en las an-
cas y el mandil en la cruz. Me recibió con descon-
fianza y no sé qué me dijo de perduto, haciéndome
seña que le arreglara el apero. Se lo arreglé y lo
llevé casi de tiro hasta las casas, donde le dimos de
comer y las mejores caronas para que tendiera
esa noche. Al otro día, sol alto, después de echarse
a pecho un tarro de leche de cabra recién ordeñada,
y comerse un pan francés redondo que sacó del se-
no, se despidió, queriendo antes pagar el güasto ;
le dije que no fuera infeliz, y salió al tranquito, ha-
ciéndole retumbar la barriga al pobre caballo con
sus botines de palo. Cuando se retiró, le dije a mi
mujer: mira che, Agapita, este gringo es mala seña.
68 MARTÍN GIL
Luego vendrán los grimensorcs y después ¡abur! Y
asi fué. ¿ Pero sabe niño quién es ese gringo ahora ?
Don Pietro, mi patrón ! y muy güen patrón. ¡ I,as
giielías que da el mundo !
Ladridos de perros interrum])ieron nuestra con-
versación.
— Ya estamos en las casas — dijo ño Quiterio,
componiendo el pecho.
Al mismo tiempo se vieron muchos puntos de
fuego que brillaban y se movian en la obscuridad,
como las pupilas del Diablo : eran los cigarros de
los concurrentes a la novena. A los ladridos, la
gente había salido al patio, fumando.
— Qué no ha venido la Restituta? — preguntó ño
Quiterio, apeándose.
— La estamos esperando desde cuanta, lo mismo
que a ustedes — contestaron.
— Bueno, al fin la pobre es la única novenanta
del vecindario, y en estos tiempos los santos apu-
ran. Hay que disculparla. Y si vamos a ver, vale
la pena esperarla ; porque lo dudo que haya quien
gloreie un rosario o un trisagio con más garbo y
afición que la Restituta. Si da gusto el oiría ! Pa-
rece un cura en maitines.
— ¡ Coomo no ! — contestaron todos.
— Por ahí vienen cantando — dijeron.
— Si vienen cantando ella es — dijo ño Quiterio
— porque de noche y andando, no le sabe parar la
garganta a la Restituta : es peor que rana en charco.
Se hizo silencio, y en seguida pudimos escuchar
MODOS DK VER 69
claramente un triste a dos veces y en modo me-
ñor.
"Hasta la leña del monte tiene su separación. — Tiene
su separación — Una sirve para santos, y otra para hacer
carbón".
— Ella es — dijo ño Ouiterio — y viene con Gra-
biel. — "¡Una sirve para santos y otra para hacer
carbón !" — y esa es la verdad, aunque hay gente
que pasa por santa y ni para carbón sirve — agregó
el viejo, al mismo tiempo que la pareja cantora lle-
gaba al patio, dando las "buens noches".
— Buenas se las dé Dios, pero bajcnsén y en-
tren, que las velas se acaban y la helada es respe-
table— rezongó ño Quiterio.
— i Che Ouiterio !
— Quiterito ! Traite el bozal y acomódale el pan-
garé a la Restituta ; — ya sabes que es mañero de
oreja ¡eh!
— Hace mucho frío, tatita ; prieste el poncho,
si quiere — dijo el muchacho asomándose.
— j Tómalo !
Se abrió la puerta del rancho y entramos, me-
nos scñá Restituta, quien prefirió ver acomodar a
su caballo.
En la pequeña pieza, revocada con barro, encon-
tramos un grupo de mujeres con sus vestidos do-
mingueros y sus caras bien lavadas. Sentadas en
hilera, tomaban mate de café en jarro. En la ne-
gra pared se destacaba el nicho, iluminado con ve-
las de sebo calzadas en botellas.
70 MARTÍN GIL
Dentro de él, y como sofocada por tanto adorno
sucio y chillón, está la Virgen del Carmen, linda
imagen, coiiipletamente rodeada por una alegre
bandada de angelitos rubios, vivarachos y rollizos,
que revolotean a su alrededor con impertinencia de
niños curiosos: es un enjambre de doradas y zum-
bantes abejas, persiguiendo a esa rosa que navega
en el espacio sobre plateada nube.
En los rincones del cuarto se ven pilas de za-
pallos, maíz en espiga y algarroba a granel. Dos
camas cubiertas con rojas frazadas de lana a lis-
tas verdes ; debajo de las camas, gallinas empollan-
do en fuentes viejas de lata ; sobre las camas va-
rios cuzcos sucios y lanudos, rascándose a toda má-
quina y desgranando a los cuatro vientos, pulgas,
garrapatas y otros ápteros. Pendiente del techo, cual
espada de Damocles, una media res de cabra ame-
naza reventar un ojo a cualquiera con su pata rí-
gida. Más arriba, sujeto con tientos a los tirantes,
y algo combado, se encuentra el zarzo, amarillando
de quesos y coloreando de pelones.
Del techo también, oscila un pequeño cajón don-
de duerme el último nieto de ño Quiterio, quien al
entrar le echó sobre la carita su gran chambergo
negro.
De todas las rendijas asoman lazos, lonjas, tien-
tos, tijeras, limas, leznas, mates, bombillas, alpar-
gatas y envoltorios sucios. En el suelo muchos pe-
rros de todos calibres, y pulgas bastantes.
Ábrese la puerta y entra seña Restituta fumando
MODOS Di: VER
71
V susurrándole el vestido de percal rosa, tan enér-
gicamente almidonado y planchado, que podría pa-
rarse solo.
Más bien baja; cuerpo cuadrado; mucha cadera
y poco talle; sobre los hombros y prendido al pe-
cho, un gran pañuelo de espumilla amarillo florea-
do de azul ; grandes aros de dublé con piedras ver-
des, y arriba de todo esto, un rostro varonil, ilu-
minado por dos ojos claros, grandes y apacibles,
como los de una gata remolona.
— Aquí estamos — dijo, avivando su cigarrillo de
anís en grano, el que chisporroteó alegremente.
Otro chupetón al pucho para abandonarlo, y se
dirige al nicho persignándose en alta voz.
Movimiento general en la pieza, composturas de
pecho, toses y escupidas sonoras. Se hace silencio,
y después de una salve rezada en coro con sencillo
fervor, seña Restituta abre con pausa su librito de
la Virgen del Carmen, y comienza a hojearlo, hu-
medeciendo de vez en cuando su dedo índice en los
labios. Busca el último día de la novena; ya está.
En seguida tose sin ganas, y sacando una horquilla
de sus trenzas, despavesa las velas de sebo que ar-
den tristemente, con sus largas mechas carboniza-
das como flores negras.
Lee pausadamente, con voz hombruna y monó-
tona. Todos repiten lo que ella va leyendo, y en
el conjunto enmarañado de tantas voces discordan-
tes, se destaca claramente la de doña Restituta,
72 MARTÍN C.lh
cual moscardón que zumbara entre moscas y mos-
quitos.
— Aquí se pide lo que se desea conseguir — dice
la novenanta con gravedad — y un profundo silen-
cio siguió a estas palabras, el que duraría veinte se-
gundos.
En ese corto intervalo en que la Tierra se había
trasladado cerca de seiscientos mil metros a tra-
vés del espacio, todos hicieron su pedido a la Vir-
gen del Carmen, con humildad sincera y esperanza
firme. Más tarde supe algo de lo que se había
implorado. Unos querían que lloviera para el tri-
go que debían sembrar pronto ; otros que no llovie-
ra hasta concluir de recoger el maíz. Doña Resti-
tuta vería con agrado que vinieran a la sierra mu-
chos porteños enfermos para vender a buen precio
sus pollos y sus cabritos. Quiterito deseaba ser do-
mador, y por lo pronto pedía un lazo.
Después de la común imploración, comenzaron
los gozos. Al final de cada cuarteta, recitada en tono
declamatorio por seña Restitnta, la concurrencia
toda contestaba en coro : ''por tu pureza te pido el
don de la castidad". — El estribillo se repetía siem-
pre, monótono, interminable. Ño Quiterio debía es-
tar fatigado o de mal humor, porque refiriéndose
al estribillo, le oí refunfuñar esta observación:
— Yo no sé esta gente páque pide lo que no hai
cumplir.
— Y lo que no les hai durar — agregó otro viejo.
MODOS DK VtR '^^
I
Por fin la novenanta cerró el librito, y dirigiéndo-
se a la concurrencia, dijo :
—¡Vamos a ver! canten !— Y entonó la salve a
la Virgen en movimiento de "andante maestoso".
Entonces el rancho entero vibró como un órgano,
y la hermosa plegaria, modulada por todos con afi-
nación perfecta y cristiano fervor, se remontó a las
alturas por sobre los bosques, valles y montañas, en
donde el pájaro y el insecto, el agua y la flor, tam-
bién cantan su plegaria, y fué a confundirse y des-
vanecerse en lo inconmensurable: en el espacio,
en el tiempo, en el infinito.
Concluida la novena, toda la gente se revolvió
con bullicio en la pieza y las lenguas rompieron el
fuego por orden disperso.
— Ábranle cancha a Quiterito ! — dijeron.
Y apareció el muchacho mordiéndose el labio
inferior, el cuerpo arqueado hacia atrás y arras-
trando el poncho, sosteniendo a duras penas un gran
brasero colmado de brasas crepitantes. Lo asentó
bruscamente en medio del cuarto, nos miró a todos
como azorado, y levantando i no de sus brazos
hasta la cara lo hizo correr por la nariz, desde el
codo hasta la manga sucia y desprendida, la que
aleteó como murciélago.
Doña Agapita. la dueña de casa, colocó sobre
las brasas do--- pavas rebalsando.
— Que cante señó Restituta — dijeron por ahí.
— Eso es, que cante — repitieron todos. — Pá-
senle la guitarra.
74 MARTÍN CU
— Estoy medio ronca — dijo la novenanta, mien-
tras armaba su cigarrillo de anís en grano.
Oniterito, de un salto, estuvo en el brasero, y
levantando una brasa en la cuchara de la yerbera,
la sopló, y se la presentó a la cantora quien encen-
dió su cigarrillo.
Más o menos golpeada llegó la guitarra a ma-
nos de doña Restituta. La tomó, y enconvándose
toda entera sobre el instrumento, comenzó a tem-
plarlo, aplicando sus cinco sentidos menos uno,
en la delicada operación. Y digo menos uno, por-
que el cigarrillo de anís, arrinconado en un ángulo
de la boca de su dueña, dejaba escapar en silencio
una hebra finísima de humo azulino, la que al as-
cender, iba a taladrar los ojos de la artista, obli-
gándola a cerrarlos y a fruncir el ceño.
Pero cuando a fuerza de tanteos llegaba a poner
en consonancia siquiera dos cuerdas, alguna cla-
vija resbalaba, volviendo las cosas a su estado pri-
mitivo.
— ¡Qué clavijas mañeras! — decía la cantora,
rodándolas con abundante saliva.
— Es la seca — agregaba ño Quiterio.
— ¿ Por qué no se la pasa al niño que se la tiem-
ple F — observó doña Agapita.
— Si no fuera molestia, que me la tiemple por
derecho — dijo seña Restituta, entregándome la
guitarra.
Se la devolví afinada por derecho.
MODOS Dli VER
-¡Ahora sí es cierto! - dijo ño Quiterio - ¡y
silencio! .. om
La cantora dejó el cigarrillo a un lado, .e aco-
n.odó a su manera, comprobó ligeramente la afi-
nación por octavas, y me mn'O agradecida , echo
un <orbo de ginebra en bote, compuso la garganta,
V comenzó con un pasacalle en si bemol mayor,
para caer de golpe, y sin más trámite, a sol mayor,
lomándolo por su relativo menor (desacato que no
se lo hubiera perdonado el dulce Orfeo), y pnncí-
jMÓ la décima:
" En el mar de mi esperanza.
" A remos de una ilusión,
" Llevaba mi diversión,
" Navegando con bonanza ;
" Más como vi en la tardanza,
" Que al paso que más remaba
"Más del puerto me alejaba,
" Quebré el remo, y naufragando,
" Llevo mi vida llorando
"Donde antes me regalaba".
—¡Eso es lindo! — dijo el viejo que cebaba el
mate acurrucado junto al brasero. — Y esos son
• versos ! — agregó ño Quiterio — y no las pampli-
nas que cantan los mozos de dura.
Esta observación del viejo, me recordó aquella
otra de Voltaire:
«Ce qiii est trop sot poitr efre dit, on le chante»,
—¡Silencio! — dijeron.
»
76 MARTÍN GIL
" Ese tiempo venturoso,
" En que todo era reir, «»
" En que un dulce discurrir
"Me indujo a creerme dichoso;
" Ese placer, ese gozo, ^a
" Ese alegre calcular, «,
" Ese halagüeño esperar
" Con que viví seducido,
** Todo se me ha convertido
"En un amargo llorar".
— ¡Ah tigrera! Préndale una gruesa de cuetes a
su salud, y sírvanle un mate, en el de planta, — dijo
en voz alta ño Quiterio.
Se oyó un tiroteo infernal en el patio. Los cohe-
tes chinescos alborotaron a los perros y animaron
a los pobres caballos, que sin arte ni parte en la
fiesta, soportaban la helada en silencio y cabizba-
jos, haciendo sonar de vez en cuando, como para
no dormirse, las rodajas de los frenos que opri-
mían sus lenguas secas y amortiguadas.
Hubo tirones, y una que otra rienda cortada,
pero en seguida cesó el alboroto con la interven-
ción de los jinetes, quienes se dedicaron al arreglo
de sus monturas para marcharse a sus casas o a la
pulpería más cercana.
Era sabido que ño Quiterio no daba bajles. así
que no había para que esperar más.
Después de armar y de encender cada uno su ci-
garrillo, montaron y fuéronse dispersando, unos
silbando y otros canturriando en falsete sus estilos
predilectos.
MODOS DE VER
77
Las negras siluetas desaparecieron en la obscu-
ridad, pero gracias al silencio de la noche, los can-
tos y silbidos siguiéronse oyendo por algún tiempo,
aunque cada vez más débiles, porque la distancia
iba adelgazando más y más y los hilos acústicos
que nos unian con los que se alejaban, concluyendo
al fin por cortarlos imperceptiblemente, asi como
se cortan esas hebras finisimas de plateada telara-
ña, que en días primaverales suelen verse flotar en
la atmósfera dorada y transparente .
Volvimos a entrar al rancho, donde encontramos
a seiiá Restituta tomando mate con la dueña de
casa y Gabriel, marido legitimo de la novenanta,
muchacho de 22 años cuando más, completamente
anulado por su respetable cónyuge, quien le lleva-
ría adelante cuarenta años por lo menos ; pero cua-
renta años de práctica terrestre, deben ser respe-
taxios.
— Che, Grabiel — dijo la cantora — vé si te vas
ensillando el pangaré para que nos retiremos cuan-
to apunte la Luna.
— ¿Y a qué hora irá a salir hoy — agregó, sa-
cando de su seno algo exiguo, un reloj de plata del
tiempo del rey.
— ¿A qué hora salió anoche? — la dije.
— ¿Anoche? Asi como a las once.
— Entonces ahora saldrá a las doce más o me-
nos, porque cada noche se retarda cincuenta minu-
tos.
78 MARTÍN GIL
— I Pero vea qué cosa ! ¿ Y cómo nunca le oí de-
cir esto al cura?
— ¿Y qué tiene que ver la Luna con la doctrina?
— obserA^ó doña Agapita.
— Así parece a primera vista — dijo 1^ cantora.
— Pero mire que en este mundo todas las cosas se
van enganchando y enredando como los pensamien-
tos en la cabeza. Y sépaselo que el señor cura fué
oficial de un buque en sus mocedades ; según dicen,
es hombre que sabe muchas cosas, y a mí algo se
me ha quedado a fuerza de tanto oirlo. Siempre
suele decir que no todo ha de ser doctrina, que a
Dios se le conoce mejor estudiando sus obras que
con palabras.
— ¿Qué tendrá que ver la Luna con la mar, doña
Agapita ?
— ¿Y qué va a tener que ver, doña Restituía!
— Pues según el cura, la Luna es quien le hace
arquear el lomo al mar dos veces por día. — Dice
que la Luna al pasar por arriba, lo llama, y el mar
le sigue, como el parejero al cuidador cuando lo
ve con el morral. — Y como la Luna pasa dos ve-
ces por arriba en un poco más de un día, resulta
que hay dos levantadas y dos bajadas de lomo dia-
riamente. Pero también el Sol lo llama al mar, se-
gún el cura, eso sí, con menos fuerza que la Luna,
porque el Sol está muy retirado... Pero cuando
el mar hincha con ganas el lomo y se pone muy in-
quieto, dicen que es pa luna nueva, porque enton-
ces la Luna y el Sol están en fila, uno tras otro, y
MODOS DE VER
79
los dos tiran a la cincha para un mismo lado. — ¡ Y
consideren ustedes esa yunta! — ¡Qué frisones,
ni bueyes mestizos! — Hasta tengo miedo que
alguna vez me lo encuentren al mar algo liviano
por cualquier razón, y me lo levanten enterito por
los aires como poncho que lleva el viento.
— ¡Jesús, ni Dios lo permita!
— ¡Mejor! — dijo ño Quiterio ; — asi podremos
llevar hacienda por tierra hasta la mcsma Ingalatc-
rra. Y ahí veríamos qué nuevos pretextos nos po-
nen pa no recibir las tropas, esos gringos cosqui-
llosos. ¡Qué fiebre altosa, ni fiebre alíosa!
— Hechos los lindos, como si tuvieran tanta ha-
cienda !
— ; Pero déjenlos que se hagan de rogar ! luego
no más han de venir a pedirnos por favor que les
vendamos lo que caiga, hasta lo de desecho.
— Bueno — dijo seña Restituta, volviendo al
tema — esto de que hemos hablado, el señor cura
les llama las mareas.
— Pues le confieso que me ha mareado con sus
mareas — dijo doña Agapita, bostezando profun-
damente, y abriendo de par en par su boca hundi-
da y elástica, dentro de la cual se vio brillar un
colmillo solitario, como un oso blanco en su ca-
verna.
— Y también debo decirle — agregó — que a su
señor cura no le arriendo las ganancias con tanta
masonería.
80 MARTÍN Gil,
— Ya está el pangaré, señora — dijo Gabriel,
abriendo la puerta.
— Y ya se debe venir viniendo la Luna — dijo ño
Quiterio.
Salimos. Efectivamente; al Este, un resplandor
de fragua ensangrentaba el horizonte.
— Las doce y cuarto — dijo seña Restituta.
Los montes lejanos parecían incendiados. Los
grandes árboles, iluminados de abajo por esa luz
roja de Bengala, comenzaron a tomar formas y ac-
titudes verdaderamente diabólicas. Era un ejército
de espectros gigantescos preparándose a bailar una
gran danza macabra.
En el centro de la gran pantalla de luz escarlata
que sobre el borde del horizonte se abría, asomó de
pronto algo como una brasa o hierro candente, y el
astro de los sentimentales, de los enamorados y pe-
rros visionarios, se presentó francamente dando las
buenas noches con el retazo de cara de que aún dis-
ponía. Toda estropeada y carcomida por el tiempo ;
roja como lacre, abollada y deformada por la re-
fracción ; era su aspecto el de un alcoholista crónico
saliendo del almacén.
Bueno, ya se puede ver la senda — dijo seña
Restituta alargándonos la mano. — Será hasta otra
vez y que les vaya bien. Se aproximó al pangaré,
colocó juntas las dos manos sobre el apero, y parán-
dose de puntillas, Gabriel la solivió de los talones,
yendo a caer la señora en plenas ancas del caballo,
con todo el aplomo de una mona jinete. Don Ga-
MODOS DE VER
81
briel montó adelante, haciendo girar la pierna dere-
cha con tal precaución y arte criollo, que ni aire
siquiera le echó a su vieja mitad.
— La Virgen le ha de pagar todas estas molestias
— dijo ño Quiterio dirigiéndose a seña Restituta.
— Dios lo quiera — contestó — y dando el último
adiós, se alejaron.
Para mí, creo que esto de hacerse pagar las cuen-
tas con Dios, la Virgen o los santos, es un buen
sistema para los tramposos; sin embargo, ño Qui-
terio no era un tramposo.
Nuestras muías estaban prontas, y seguimos el
ejemplo de la cantora. El buen' viejo se había em-
peñado en acompañarme. Hicimos rápidamente el
camino de vuelta porque teníamos luz, y porque las
muías iban con hambre, deseosas, por lo tanto, de
ser libertadas.
Cuando llegamos al patio de la estancia, la Luna
se había elevado a buena altura. Ya no estaba con-
gestionada, rubicunda, al contrario, tenía cara de
clorótica con su luz amarillenta y débil. Es que se
trata de una vieja flor del cielo, marchita, fría, des-
hojada y muerta : que en el cielo tanibién la muerte
rige.
1902.
espíritus en quiebra
A la juventud estudiosa
de Córdoba.
Hay frases, o más bien dicho, afirmaciones, que
equivalen para sus autores a echarse encima un
quintal de plomo en alta mar.
"La ciencia en quiebra", alcanzó a gritar alguien,
y un ligero remolino y unas cuantas burbujas indi-
caron el sitio en donde flotara hasta ese momento :
se hundió en silencio, misteriosamente, como si el
espíritu de Arquímides, justamente indignado, hu-
biera intervenido con su célebre ley que hasta la
fecha no ha quebrado. Pero de todos modos la fra-
se se deslizó e hizo camino, porque los grandes dis-
parates lanzados con habilidad, suelen correr admi-
rablemente por el plano inclinado de la estupidez
humana. Con esa frase — "la ciencia en quiebra"
— parece que se ha intentado debilitar la voluntad
de los espíritus produciendo, si no la abulia, por lo
menos el desconsuelo, la desesperanza.
Imaginad, lector, un Banco que a cada instante
aumenta sus depósitos ; que cada día descuente a
MODOS DE VER
83
más bajo interés, siendo muchas veces el consuelo
y la salvación del pobre como del rico; que cada
año reparta dividendos más crecidos y que conti-
nuamente se vea obligado a ensanchar sus arcas
porque el oro rebalsa. Pues bien; hay gente que a
este Banco lo declara en quiebra porque sus funda-
dores y directores no saben explicar el primer ori-
gen del oro. Pero ¿qué les importa del primer ori-
gen del oro, si con él obtienen todo lo que necesi-
tan y desean, y si conocen sus propiedades y rela-
ciones con los demás cuerpos?
Ese gran Banco es la ciencia moderna, al que se
declara en quiebra con toda soltura de cuerpo y de
lengua, porque no descubre las primeras causas,
porque no explica todos los fenómenos, porque no
responde a todas las preguntas.
Que no sabemos ni lo que es la unidad, se ha di-
cho con aire de triunfo.
Es verdad ; no sabemos lo que es la íinidad en sí,
pero eso no basta para que el ingeniero, con el au-
xilio de las matemáticas, que se basan en la unidad,
construya puentes, torres y máquinas admirables,
en las que se ha calculado con precisión increíble
la resistencia y el trabajo del más ínfimo tornillo ;
máquinas a las que no les falta más que hablar por
cuenta propia, ya que el fonógrafo, esa máquina
con memoria, lo hace por cuenta ajena.
No sabemos lo que es la unidad ni el espacio,
pero Leverrier, sin mirar al cielo, sin más aparatos
que el papel y el lápiz, sin más telescopio que el
84 MARTÍN Gil,
álgebra y la geometría, descubre y señala el punto
en donde, según el cálculo, debe hallarse un plane-
ta. Primero Galle, a pedido de Leverrier, y des-
pués todos los demás astrónomos, perforan el es-
pacio con sus flechas de cristal, y surge Neptuno,
allá lejos, hacia donde apuntaba Leverrier, en los
arrabales de nuestro sistema solar, girando en la
pista con marcada displicencia, sin brios, como esos
viejos caballos de circo cuyos nervios no se alteran
por más que el patrón haga silbar el látigo, patalee
y grite, y la orquesta acelere la galopa, (i) No sa-
bemos lo que es la luz en si, pero Rómer la sor-
prende en su viaje silencioso desde los satélites de
Júpiter, y es el primero en medir sus pasos. New-
ton le interpone un prisma cristalino, y ella lo atra-
viesa sin temor, por tratarse del cristal, su amigo
y protector, pero al pasar, choca contra las facetas
y aristas filosas, cayendo al otro lado toda hecha
girones, descuartizada, descompuesta; y de una
sola nota, la del color blanco, el sabio obtiene una
escala de siete notas, como la de la música.
Róntgen descubre el rastro de la luz en el seno
mismo de la obscuridad, y allí está oculta como un
brillante negro, o como esas luciérnagas adormecidas
que por la noche solemos encontrar dentro de los
troncos carcomidos de árboles vetustos : el hueco
(i) El joven astronónomo inglés, Adams, llegó al mis-
mo resultado que Leverrier, pero habló tarde.
MODOS DK VER
85
está en tinieblas, pero basta revolver en su interior
una varilla, para que de pronto la caverna se ilu-
mine como si hubierais oprimido un botón eléctrico.
El físico, con el espectroscopio, hace la autopsiíi
a la luz, descubriendo en sus fibras los signos de
las materias que le han dado vida, ardiendo en los
remotos astros de donde ella llega, muchas veces
después de un viaje de siglos; y así sabemos que
el universo ha sido construido, por lo general, con
los mismos materiales.
El cirujano, con la luz solar, cauteriza y cura;
el alienista, con la luz azul, calma de súbito el fu-
ror del loco, y con la roja, anima y tonifica al me-
lancólico.
Se ignora lo que es en sí la gravitación, esa fuer-
za misteriosa, pero se conocen sus leyes, y con és-
tas, las de Kepler y de Galileo, se explica y se com-
prueba desde el grandioso mecanismo del cielo
hasta la caída de una pluma.
No sabemos lo que es la electricidad, pero se la
produce y se la maneja con el dedo meñique, ¿y
qué no se obtiene con esa fuerza? Ignoramos lo que
es el dolor en sí, pero lo sentimos, y muchos ope-
rados morían de dolor ; entonces la química nos
brinda los anestésicos, y hoy en día se nos puede
abrir como a un sapo, sacar nuestros órganos, la-
varlos y plancharlos, si fuera necesario, sin que
tengamos la menor noticia.
A todo esto no faltará quien diga que la mayor
parte de los descubrimientos científicos se deben a
86 MARTÍN GIL
la casualidad: Pero debiéramos fijarnos, — y ya lo
hicieron notar pensadores eminentes, — que es
muy casual que la casualidad caiga siempre en ma-
nos de genios. ¿Por qué entonces el imbécil o el
mediocre, jamás descubren nada, es decir, por qué
no formulan o explican nuevas leyes de los fenó-
menos que la casualidad a cada paso les mete por
los ojos? ¿Cuántos hombres antes que Newton no
vieron caer fruta de los árboles? ¿Y qué deduje-
ron? Que estaban maduras, seguramente.
Volviendo a nuestro tema, diremos que la ciencia
moderna no pretende de ningún modo descubrir el
primer porqué del fenómeno, sino el cómo, es decir,
su ley, y cada día descubre nuevas leyes de las que
se deducen nuevas consecuencias útiles para la hu-
manidad, su punto de mira. En cuanto a la Causa
Primera, se la siente palpitar en todas partes aun-
que no se la explique; desde el telescopio hasta el
microscopio, esos dos rastreadores del infinito, pro-
claman su existencia.
Sin embargo, mientras la ciencia exista, mientras
el deseo de conocer haga vibrar cerebros, no falta-
rán Faustos más o menos sinceros. Pero lo malo
es que el Diablo, después del fracaso aquel tan rui-
doso que tuvo en Alemania con el mentado doctor
y la rubia Margarita, se nos perdió de vista, sin
duda avergonzado. Y al fin, si volviese, ¡quién sabe
si los desilusionados de hoy se animarían a trabar
relación con el misterioso perro negro de fosfores-
MODOS DE VER
87
cente rastro, llevándolo hasta sus gabinetes de es-
tudio y presenciando sin espanto sus diabólicas me-
tamorfosis! Y si, como es probable, el Diablo no
hubiera mejorado sus medios de transporte, por
ser persona antigua y rutinaria, muy mal parados
se verian sus modernos clientes, acostumbrados a
viajar en tren directo, con cantina bien servida y
muy bien iluminada, si se les obligara, como al hé-
roe de Goethe, a marchar a talón limpio por los
pedregales y despeñaderos de las sombrías monta-
nas de Harz, sin más guía que la débil luz azulina
y ondeante de un fuego fatuo ; aturdidos por el sil-
bido de las mil flautas que sopla el huracán en las
cavernas, por el infernal fandango de las brujas,
el rechinar de dientes y el siseo espeluznante de los
buhos de ojos siniestros. No: en estos tiempos, la
gente es delicada, y si se arriesga en empresas te-
merarias, si va al Polo, lo hace después de mil
cálculos y con todo el confort y refinamiento de
nuestra época — menos Andrée — llevando hasta
armonium, para en caso de llegar a los suspirados
90" de latitud, ejecutar las grandes sonatas de
Reethoven debajo de la estrella polar, o más allá
de la Cruz del Sud, con la estrella heta del Octante
sobre sus cabezas.
La verdad jamás se entrega: es algo que siempre
huye; es el resplandor de una luz eternamente ocul-
ta ; es como el tañido misterioso de aquellas cam-
panas de la ciudad de Is, sepultadas en el fondo
88 MARTÍN Gil,
del mar, y que en noches serenas escuchaban ate-
rrorizados los marineros y pescadores de las costas
de Bretaña, pero que en el corazón de Renán so-
naban dulcemente, rejuveneciendo e ilusionando,
aunque con cierta tristeza, esa alma tan grande y
tan diáfana como el mar, pero tan profundamente
agitada por la duda.
Avanzar siempre hacia donde se vislumbra ese
resplandor, tras de esa ilusión, sin esperanza de lle-
gar jamás, esa es la ley a que está destinada la cien-
cia y eso se llama progresar. Los que niegan su
progreso, son los hipócritas, los descontentos o los
fatigados. A los primeros, habrá que dejarlos se-
guir mintiendo; a los descontentos, les diremos lo
que muchas veces oí decir a un filósofo padre de
familia, cuando en la mesa alguno de sus hijos lle-
gaba a rezongar por cualquier plato que le era an-
tipático : "está rico, muchacho, / conté callao !", y
de acuerdo con la propaganda por el ejemplo, un
enorme bocado desaparecía en su boca, corriendo la
suerte de la copa de oro en los abismos de Carib-
dis. Y a los últimos, a los fatigados, a los descon-
solados, le recordaremos la advertencia aquella de
Napoleón a sus soldados en la retirada de Rusia :
"el que se sienta se duerme, y el que se duerme se
muere".
Y ya que a los sabios les falta el tiempo y las
ganas para responder a los que tan mal tratan a la
ciencia, nosotros, los que no tenemos ningún título.
MODOS DE VER
89
los que no entraremos en el templo de la verdad,
pero que mosqueteamos desde afuera con respetuo-
sa admiración los grandes oficios, protestamos sin-
ceramente en nombre de la justicia.
1902,
EL ASEGURADOR
La buena presencia es un recurso como cualquier
otro, y algunas veces mejor que otro cualquiera ;
es arma de efecto y sirve para muchas cosas, dígase
lo que se diga.
En el teatro, por ejemplo, cuando el gremio se-
miescuálido y cuasi macabro de las coristas invade
el escenario, verán ustedes infaliblemente a las dos
mejores, ocupar los extremos de la bandada, ha-
ciendo las veces de puntos de mira. Estas dos
ninfas — entre paréntesis — son las que mejor
atiende, paga y viste el empresario, y fuera del ])a-
réntesis, las que más trabajo dan al director de or-
questa, por ser generalmente las más rudas, desafi-
nadas y aturdidas. Sin embargo, juegan un papel
nmy importante en la política de perspectiva : el pú-
blico mira únicamente a ese par de ninfas y pasa por
alto o por bajo a las otras, porque la vista, gracias a
su instinto de conservación, se niega rotundamente a
posarse sobre los demás ejemplares de la tropa, así
como un pájaro jamás se asienta sobre los vidrios
filosos de una tapera.
MODOS DE VER
91
Otrosí digo: Las damas caritativas y peticionan-
tes, sea que soliciten dinero para un asilo,una lám-
para votiva o para acristianar chinitos en la gran
China, siempre van armadas de una niña de grata
presencia, la que en este caso hace las veces de la
punta de diamante en el taladro : la rosca del ins-
trumento es la dama, la punta perforadora y bri-
llante, la niña, y la mina, el bolsillo del prójimo
masculino ; o, si se quiere, la niña es como un sable
deslumbrador y perfumado, que al partir, embal-
sama la herida.
A esto podíamos llamarle política de sableo.
Las compañías de seguros de vida tienen también
su política, la que consiste en valerse de asegurado-
res atrayentes, simpáticos, lo cual se explica, pues
el efecto inmediato que el negocio produce, es sin
duda repelente, por tratarse de la muerte.
El asegurador, por lo tanto, debe ser un buen
mozo, y lo es en general, a más de insinuante, la-
dino (aunque sea inglés: hay ingleses deliciosamen-
te ladinos), correcto y elocuente hasta llegar a la
nota patética en el momento preciso.
— Señor, — dice el sirviente, — van cinco veces
que lo busca un mozo para cierto negocio urgente,
pero no quiere dar su nombre. Ahora está en la
sala esperándolo.
— Servidor de usted !
— Estoy a sus órdenes. — contesta el dueño de
casa.
— Mil gracias, señor doctor.
92 MARTÍN GIL
— Dispense, no soy doctor.
— ¿ Cómo ? ¿ No es usted doctor ?
— No, señor.
— ¿Pero, no es usted cordobés?
— Sí, señor.
— Entonces me disculpará usted : no puedo creer-
le; y después de todo, su aspecto lo indica... en
fin, no puedo. . .
— Con aspecto y todo, no soy doctor ; y usted sabe
perfectamente que se encuentran muchos burros
de muy buen aspecto.
— Pues bien ; me dispensará usted la impertinen-
cia, ¡ pero qué quiere ! seguro, como estoy, de que
le haré un gran servicio, no he trepidado. . .
— ¿De qué se trata?
— Nada menos que de la tranquilidad de su fa-
milia, del pan de sus hijos, del consuelo de sus deu-
dos para después de sus días. Usted sabe que la
vida pende de un hilo, y yo he visto hombres más
fuertes y jóvenes que usted, llenos de esperanzas }'
de fe en el porvenir, ¡ los he visto, sí ! arrebatados
de súbito por la parca cruel, dejando a sus familias
desamparadas, y, lo que es peor. . .
— Vea, señor; yo no necesito asegurarme, — re-
plica la víctima — no me encuentro en ese caso ; y
después, le tengo fe al hilo del cual pende mi exis-
tencia: no temo a la tijera de la parca x\tropo.
— I Oh ! qué seguro está usted de lo que todos de-
biéramos dudar — refunfuña el asegurador ponien-
do en blanco los ojos. — Desengáñese usted. ¿De
MODOS DE VER
93
dónde sabe si mañana, si hoy, si en este mismo mo-
mento, no pisa usted (Dios no lo permita), el borde
del sepulcro ? — y después, otra cosa : por más pre-
visor que sea usted, muriendo, su familia puede
quedar en la calle, gracias a tres personas distintas
y un solo procedimiento.
Personas : procurador, escribano y abogado.
Procedimieno : limpieza.
Es decir, ciertos abogados, muchos escribanos y
la mar de procuradores, son como escobas nuevas ;
por donde pasan actuando, dejan el suelo, — por
no decir los bolsillos, — más lustrosos que una pa-
tena : haga de cuenta que lo toman tres mastines.
También abundan, es verdad, médicos, que si bien
fortalecen y tonifican a sus pacientes, luego los
vuelven anémicos con la sangría final. Pero a todo
esto, yo quería hacerle notar, doctor, que el dinero
del seguro no puede ser barrido por esas esco-
bas. . .
Hasta aquí la víctima se resiste y el asegurador
se va sin conseguir su objeto; pero, vuelve al ata-
que diez, veinte veces, hasta que cierto día se pre-
senta acompañado de un señor de aspecto grave y
simpático.
— Aquí venimos, doctor. . .
— Le dije que no soy doctor.
— ¡Pardón! Veníamos, digo, para que firmemos
la póliza aquella de que hablamos ; pero como la
compañía tiene que cerciorarse del grado de su sa-
lud y condiciones de vida, etc., para según eso ase-
í'4 MARTÍN GIL
í^urarlo o no, he venido con el medico, a quien teñ-
ólo el honor de presentarle.
— ciQ^^iere decir, entonces, que si uno tuviera ma-
los antecedentes hereditarios o no cumpliera con la
higiene, se salvaría?...
— El examen será rápido — dice el médico, apro-
ximándose al dueño de casa, frotando los anteojo^
con displicencia.
— Vamos a ver: ¿Edad? ¿Nacido aquí?
— Sí, señor; en el pozo de don Jerónimo Luis
de Cabrera.
— ¿No hubo en sus antepasados tuberculosos?
— ¡Uff! ¡la mar!
— Bien. ¿Fuma usted?
— Más que un turco, y en pipa, tabaco Virgi-
nia .
— ¿ Hace uso del alcohol ?
— Tanto como un marinero desembarcado.
En seguida el doctor examina todo lo que quie-
re, ausculta, percute y concluye por declarar que
el paciente es buena presa.
El otro, naturalmente, ya tiene formulada la pó-
liza y espera con la pluma sopada : no hay más
remedio que firmarla.
Al despedirse el asegurador, y después de feli-
licitar al asegurado por el paso que ha dado, tién-
dele la mano diciendo :
— Lo que sí, puede usted estar seguro de que
antes que se enfríe su cadáver, la familia de usted
MODOS DU: VT'R
95
recibirá el importe de la póliza con sus intereses
compuestos . . .
Todas las épocas han tenido sus plagas, así co-
mo todo animal tiene sus parásitos propios, ca-
racterísticos.
La edad Media tuvo la plaga de los anuncia-
dores del fin del mundo, astrólogos e iluminados por
la ociosidad, que auguraban la muerte universal en
las formas más espeluznantes, aterrando a pueblos
enteros. España, en tiempo de Quevedo y de Cer-
vantes, — el gran chueco y el gran manco, — su-
frió la plaga de los escribanos ; y hoy todos sufri-
mos la amable y útil plaga de los aseguradores de
vida, una nueva especie de predicadores de la muer-
te, con la diferencia que éstos, los modernos, asegu-
ran la vida y tranquilidad de la familia que de-
jaría el muerto hipotético, mientras que los otros
se conformaban con prometer a los futuros difun-
tos el fuego eterno del infierno, cosas en verdad
muy distintas, porque lo del fuego resulta depri-
mente, y lo del seguro, aunque con un fin comercial
resulta importantísimo.
1902.
COSAS VIEJAS
"Nada nuevo hay bajo el Sol; todo se ha di-
cho y se ha hecho ; lo nuevo está en lo viejo",
etc.
Esto, y mucho más, aseguraban los antiguos de
remotos tiempos, pero, no obstante, ellos se afa-
naron en hacer y decir todo lo posible. Lo mismo
declaran los modernos y proceden exactamente co-
mo los antiguos.
¿No será esto debido a que todos creen decir
algo nuevo?
Si Labruyére hubiera sido más lógico, segura-
mente no escribe sus ''Caracteres", con lo que se
inmortalizó ; debió conformarse con traducir a Teo-
frasto, puesto que ya "venimos demasiado tarde,
cuando todo se ha dicho", según él.
Si Flaubert no hubiera creído como creyó, en
la novedad de la frase y de la imagen, no debió
sacrificarse esculpiendo y abrillantando sus obras,
con furor artístico, con violenta pasión; pero las
letras francesas, quien sabe si contarían hoy con
MODOS DE VER
97
esas joyas tan admirablemente cinceladas, como
aquellas otras del diabólico y celestial artista Ben-
venuto Cellini, bandido genial, que aterrorizaba con
su puñal y embelesaba con su cincel, Y ahora los
ultra-modernos pesimistas, cambiando de tono a la
cantata, dicen que no hay progreso ; que el futuro
se encuentra contenido en el pasado; que la huma-
nidad no avanza un palmo, sino que oscila como
un enorme péndulo, y que todas nuestrr i ilusiones
se deben a los distintos mirajes que presenta el arco
de oscilación al ser recorrido : cuestión de perspec-
tiva, nada más.
Sin embargo, hoy en día, todos trabajan más que
nunca. Por lo tanto es preciso convencerse de que
la gente es, y ha sido siempre muy porfiada; pero
la tal porfía, resulta una gran cosa, porque al me-
nos nos hbra del aburrimiento, del tedio, aunque al
final del cuento no saquemos nada en limpio. No
debemos pues reírnos del pobre gusano cuando lo
vemos afanado en trepar por un cristal húmedo.
Sin ser un aficionado a lo viejo, creo que es
bueno esto de abrir libros apolillados por los si-
glos: es como largarse a recorrer caminos aban-
donados, o revolver las ruinas de algún templo,
en cuyos muros carcomidos verdean las hiedras
solitarias, y de noche brillan los ojos de los buhos.
Siempre se encuentra algo: un objeto olvidado, un
dato curioso, un rastro interesante o sugestivo.
En esos caminos andaba yo vagando sin rumbo,
yo MARTIM Gil,
cuando en medio del silencio me pareció escuchar
una voz que me decia :
— No os afanéis en buscar los manantiales de
la verdad aquí tan cerca ; para encontrarlos, es pre-
ciso remontarse aguas arriba, en el ancho rio de
los siglos, dos y tres mil años atrás, hasta llegar al
pié de esas grandes montañas llamadas Arquíme-
des, Pitágoras, Demócrito, Anaxágoras, Plutarco y
tantos otros ; y aun así, no llegaréis al origen mis-
mo de las aguas cristalinas, porque tras de esas
montañas, se divisan otras y otras, lejos, muy le-
jos: apenas si se vislumbran sus cimas plateadas
por la nieve, como blancos y lejanos cirrus, raspan-
do el horizonte. Los modernos, si contamos desde
el siglo XV hasta hoy, ¡ qué diablos ! muy poco han
hecho. Lo que si han hecho, es apoderarse de las
verdades dejadas por los antiguos, darles lustre,
quitándoles el moho depositado por el tiempo ; pu-
lir una que otra faceta mal cortada, para después
presentarlas al respetable público con vistosas eti-
quetas. No hablemos de filosofía, puesto que los
modernos no han agregado una palabra más sobre
estas cosas. Tratemos de lo que llamamos nuestras
grandes conquistas. Si usted quiere, principiemos
por la ciencia del cielo, lo más grandioso, lo más
exacto y digno de atención, y al mismo tiempo lo
más despreciable para todo espíritu vulgar y ator-
tillado. Veamos: gravitación universal.
— Newton, siglo XVII, modernísimo — le con-
testé.
MODOS DE VER ^9
— i Pero, mi amigo ! si esto era conocidísimo por
los antiguos. Créame, no pretendo menoscabar la
gloria de Newton, gloria que honra a la humana
especie, sino probar que la idea no era original .
Escuche — dijo, y vi moverse las páginas amari-
llas de un libro viejo, con grandes góticas. — Oiga
usted lo que decía Plutarco, ese griego entendido
en ciencias y en letras, mil quinientos años antes
que Galileo y Newton trataran de la caída de los
cuerpos, o sea de lo que llamamos gravedad, pun-
to de partida que sirvió a este último sabio para de-
ducir su ley universal de la gravitación. Habla Plu-
tarco : "una atracción recíproca entre todos los cuer-
" pos, que es causa de que la Tierra haga gravitar
" hacia sí los cuerpos terrestres, así como el Sol
" y la Luna hacen gravitar hacia sus cuerpos to-
das las partes que les pertenecen ; y por una f uer-
" za atractiva, las contienen en sus esferas particu-
'' lares..." ¿Qué me dice usted de esto?
— Que estoy sorprendido, y que recuerdo la man-
zana de Newton. (¡Siempre esta fruta con papeles
importantes ! ) . Veo que la cuestión de la gravedad
se agrava.
— Ya lo creo ! — dijo la voz.
— Sin embargo, — observé — Galileo y Newton
comprobaron experimentalmente las leyes que ri-
gen a ese fenómeno del que tan claramente habla
Plutarco, y a mi entender, esa es su gloria.
— Conformes — dijo la voz. — Ahora — prosi-
guió — usted sabe que partiendo de este fenómeno
100 MARTÍN GIL
terrestre y con ayuda de las leyes de Kepler, New-
ton dedujo la universal: la gravitación. Veamos si
los antiguos conocían esto. Aquí tiene usted lo que
decía Pitágoras . . .
— Si me permite usted, señora voz . . . Según di-
cen, no eran suficientes las leyes astronómicas de
Kepler para deducir la atracción universal ; sino tam-
bién las mecánicas de Huyghens, y las físicas de
Galileo : esos fueron los tres puntos de apoyo de
Newton.
— Está bien ; pero atienda usted lo que decía
Pitágoras — continuó la voz — dos mil años antes
que Newton. Verá usted que la célebre ley del
cuadrado de la distancia, esa hija de Newton, era
perfectamente conocida por los antiguos.
"Una cuerda de música — dice Pitágoras — dá
" el mismo sonido de otra de doble longitud, cuan-
" do la tensión o fuerza con que esta segunda está
*' estirada, es cuádruple ; y la gravedad de un pla-
'' neta es cuádruple de la otra que está a una dis-
" tanda doble.
" En general, para que una cuerda pueda llegar
" a estar unísona con otra más corta, de la mis-
" ma especie, debe aumentarse su tensión en la mis-
" ma proporción que es mayor el cuadrado de su
" longitud ; y para que la gravedad de un planeta
*' llegue a ser igual a la de otro más próximo al
" Sol. debe aumentar a proporción que es mayor
" el cuadrado de su distancia al Sol. Así, pues, si
" suponemos unas cuerdas músicas extendidas des-
MODOS DE VER 101
" de el sol a cada planeta, para que estas cuerdas
" llegasen a estar unísonas, sería preciso aumentar
" o disminuir su tensión, según las mismas propor-
" ciones que serían necesarias para ser iguales las
"gravedades en los planetas". ¿Cómo encuentra
usted todo esto? — dijo la voz en tono sarcástico.
— Sencillamente hermoso y exacto — contesté.
— Veo — agregé — que a más de ser un sabio el
tal Pitágoras. fué un artista ; porque hay delica-
deza y gusto en esa comparación de las cuerdas mú-
sicas. — Me permitiría usted, señora voz, una
pequeña fantasía con variaciones sobre este her-
moso tema de Pitágoras, el que a su vez ya fué
variado por Kepler, ese sabio con temperamento
de poeta, casi visionario, según Tyndall? — Dife-
rirá algo en la forma, pero no en el fondo, con
la fantasía kepleriana.
— Hágala — dijo la voz — aunque no soy afi-
cionado a las variaciones.
— Pues yo me lo figuro a nuestro sistema pla-
netario, como a un instrumento de cuerda, gigan-
tesco, de forma sensiblemente circular, flotando en
el neí^ro espacio sin fondo, cual un enorme pulpo
luminoso. vSus oclio largas patas o tentáculos, se-
rían las cuerdas que retienen los planetas, las que
van a enrollarse sobre un brillante clavijero: el
Sol; enorme y dorado clavijero, que afloja o tira
según los caprichos del artista. La nota más agu-
da, necesariamente la daría la cuerda de Mercurio,
por ser la más corta; la de Neptuno emitiría la
10'i MARTÍN Cll,
nota más profunda y grave, por ser la más exten-
sa, y estas dos cuerdas darían Va octava. Dentro
de este par de notas límites, tendríamos las seis
restantes de la escala natural, dadas por las cuer-
das de los seis planetas que faltan. Y si a Neptuno.
la nota más grave de la escala, le llamamos do,
Urano sería re, Saturno mi, Júpiter fa, Marte sol,
Tierra la, Venus si y Mercurio do.
Pero analizando un poco este instrumento, nos
encontramos con que se le ha cortado una cuerda,
quien sabe cuándo ; probablemente al ser templado
por primera vez.
— ¿Qué diablos dice usted? — rezongó la voz.
— Lo que oye. Entre sol y fa. debía existir otra
cuerda, según cierta ley de reparto que usted co-
noce : se le buscó con afán, y por fin fueron en-
contrados sus pedazos.
— ¡ Ah ! se refiere usted a la zona de los pla-
netoides? Son pedazos, según y conforme.
— Habrá notado usted — proseguí — que la cuer-
da de nuestro planeta debe dar el la, lo que es un
honor para nosotros, por ser esta nota la funda-
mental en la música moderna. Así que todo artista
que quisiera tocar algo en el magistral instrumento,
tendría que pedirnos el la para afinarlo : seríamos
al diapasón de nuestro sistema planetario. Algu-
nas de estas cuerdas tienen campanillas suspendi-
das a su alrededor, las que juegan un buen papel en
el concierto. Por ejemplo, la cuerda do grave, tie-
MODOS rit VtR 1^3
ne I ; re, 4; wi, 9; /a, 5 (i) ; sol, 2; la, i ; a sí y do
agudo no se les conoce ninguna.
— ¿Ha concluido usted con sus variaciones?
— Démoslas por concluidas — contesté.
— Muy bien. Volviendo a lo que decíamos — pro-
siguió la voz — ¿conocian o no los antiguos la ley
de atracción ?
— Se ve que la conocían, pero lo que no sabe-
mos es si supieron demostrarla y comprobarla ma-
temáticamente como lo hizo Newton, usted recor-
dará que Newton probó, de la m.anera más senci-
lla, valiéndose de la Luna, aquello de que la atrac-
ción se ejerce en razón inversa del cuadro de la
distancia : un niño entiende la demostración del
gran sabio.
— Ahora fíjese usted — prosiguió la voz — si
es que los antiguos conocían el sistema de Copér-
nico, de que tanto nos vanagloriamos. Escuche lo
que decía Plutarco: "Pitágoras creía que la Tierra
" era móvil y que no ocupaba el centro del mundo,
" sino que giraba alrededor de la región del fue-
" go, por la cual entendía el Sol". — Aristarco
Samio enseñaba igual cosa y fué acusado de im-
piedad, según Arquímedes. "porque alteraba el re-
" poso de Veste y los Dioses Lares".
— En todos los tiempos, la misma historia.
— Es verdad ; pero en cuanto a lo de Copérnico,
(i) Hoy Júpiter tiene 9 satélites y Saturno 10.
1*^4 MARTÍN r.TL
el inmortal canónigo de Thorm, recuerde usted, se-
ñora voz, que él mismo cita las fuentes en donde
bebió y que no son otras que las indicadas por
usted. Lo mismo debemos decir de Newton : cuan-
do fué atacado, sus discípulos lo defendieron •ci-
tando los autores antiguos de que se valió. Todos
estos grandes hom-.'-es, señora voz, no hicieron más
que reavivar con su genio las teorías antiquísimas
que yacían sepultadas bajo la ceniza de los siglos,
y la verdad brilló de nuevo, así como un carbón
casi apagado, chisporrotea y arde al contacto del
oxígeno.
— Perfectamente — dijo la voz. — Voy a probar-
le "on papelito en mano, que muchas otras teorías
y .jlebres descubrimientos de los modernos, fue-
ron conocidos 3^ enseñados por los antiguos.
— No se moleste con más citas. Estoy enterado
y convencido. Sin embargo, debo decir a usted que
no me ha prestado una sola demostración de los
antiguos en ninguno de los casos tratados. Prue-
bas racionales habrán tenido, seguramente, pero
los modernos idearon las experimentales, que en-
tran por la inteligencia. Newton y otros, probaron
la rotación de la Tierra por la desviación al Este
que sufre la vertical de un cuerpo que cae desde
gran altura ; y en nuestros días. Foucault probó lo
mismo con sus clásicos experimentos que lo han
inmortalizado. En fin, señora voz, todos creemos
tener razón y nadie la tiene por completo. Es cier-
MODOS DE VER
lOn
to que las cosas cada día se ven más precisas, más
grandes, más exactas, pero la claridad no aumenta :
lo que se gana en amplificación, se pierde en luz.
La humanidad navega hacia lo desconocido. Nue-
vas facetas brillan en el poliedro de infinito nú-
mero de caras ; nuevos eslabones se unen a la ca-
dena interminable. Arden nuevas^ ,i luces, aparecen
nuevos faros^ se avistan nuevos mundos y nuevos
horizontes se descubren. La tripulación, ajitada,
arroja la sonda en todas direcciones, y cuando cree
haber tocado fondo, o avistado tierra, un relám-
pago ilumina el mar sin límites y aparece la boca
'^el abismo.
Pero la Verdad, esa sirena misteriosa y eterna-
mente joven, canta siempre, siempre canta más
allá.
¿Adonde vamos? — El rumbo nos es completa-
mente indiferente, porque el esp jío infinito no tie-
ne rumbos. La constelación de Hércules y de la
Lira, nuestra dirección actual, también marcha vien-
to en popa.
— Estoy conforme con usted — dijo la voz ■ —
pero ya es t?^de; otro día hablaremos. ¡Adiós! y
adelante !
La noche había llegado sin sentirla, y el salón
quedó desierto. Pero allá en el fondo, entre la semi-
obscuridad, el gran reloj de doradas pesas, con cal-
ma imponente, hamacaba su péndulo de bronce,
dejando filtrar el tiempo gota a gota, al través de
108 MARTÍN r.iL
su engranaje complicado. De pronto algo gruñe sor-
damente, y suenan, como dentro de un sepulcro,
siete campanadas, lentas, tristes. Después un suave
y lúgubre tic. . .tac, llena el vacío que el silencio
engendra.
LOS INSUPERABLES
— ¿Y tú quién eres? — le preguntaba Fausto a
Mefistófeles en las primeras entrevistas que tuvie-
ron, antes de firmar el pacto.
El diablo dándose tono, — y con razón, — repon-
dió, según Goethe:
— Yo soy el que siempre niega.
La misma pregunta debiéramos hacerles a todos
esos espíritus mezquinos, no exentos algunos de ellos
de ilustración y de talento, pero incapaces de recono-
cer nada fuera de ellos mismos. Corazones cerrados
a todo acto benévolo, a toda expansión altruista, a
toda sinceridad ; en una palabra : almas eunucas. Crí-
ticos de tan fino olfato para descubrir defectos v
puntitos negros, que constantemente los vemos an-
dar frunciendo la nariz y mirando de soslayo, cuan-
do no restregándose los pies contra los umbrales,
como si algo malo hubieran pisado. Sin embargo, no
se me ha ocurrido compararlos con el Diablo porque
¡ qué diantre ! Mefistófeles, dígase lo que se quiera,
fué un cumplido caballero; generoso, galante y siem-
108 MARTÍN GIL
pre amable. Habrá tenido sus mañas y sus especula-
ciones como cualquier comerciante ; habrá cobrado
cuentas al final de la cosecha, cargando algo la ma-
no en la libreta o en el fiel de la balanza, pero esas
cosas se ven todos los días.
Los nuestros, los insuperables, son espíritus pe-
queños, podríamos decir: de valor negativo: afecta-
dos con signo menos. Y considerándolos desde este
punto de vista matemático, nos explicaríamos varios
fenómenos curiosos. Por ejemplo: ;en qué consiste
que un insuperable jamás está de acuerdo con el jui-
cio emitido por la mayoría pensante, imparcial y jus-
ta ? Naturalmente, porque esa mayoría pensante re
presenta una cantidad de valor positivo, afectada.
por lo tanto, del signo más : pero sabemos que menos
por más da menos. V^iceversa, ¿por quf' un insupera-
ble aplaude todo lo que esa mayoría rechaza o nie-
ga? Porque en este caso la mayoría opera con signo
menos, y sabemos que menos por menos da más.
Se está en reunión de confianza, donde todos opi-
nan con plena libertaad; se discute con sinceridad y
sin pretender pontificar. Todo va bien; pero se in-
corpora a la reunión un insuperable : inmediatamenie
ciecaen los ánimos, la gente se encoje y la conversa-
ción pierde su encanto. ¿Por qué? Sencillamente
porque a esa cantidad de valor positivo que llama-
mos reunión íntima, se ha sumado una cantidad de
valor negativo : el insuperable ; y sabemos que adicio-
nar una cantidad negativa, equivale a la sustracción
MODOS DE VER 109
del correspondiente número positivo. Si a 20 le su-
mamos— 5, nos quedan 15.
Sin embargo, existen insuperables completamen-
te inofensivos y hasta útiles muchas veces, a los cua-
les la gente se complace en darles cuerda porque al-
gún provecho saca de ellos. Y son inofensivos, por-
que se consideran en otro plano, a una grandísima
altura, más allá de las nubes. Por oso es que nos
hablan paternalmente. Su modo de decir es suave y
acariciador, aunque algo meloso. Se parecen a esas
frutas remaduras, pasadas de punto, envueltas en
una finísima película de moho, chorreando jugo agri-
dulce por todas sus grietas.
INTERMEZZO
Hay cierta clase de honorabilidad que en las prime-
ras apreturas ¡ crack ! se rasga, y esto le sucede por-
que es teórica, falsa; cuando más heredada, pero no
ndquirida. Mientras el caso de prueba no se presenta,
el individuo se pavonea muy orondo con su valioso
caudal, pero andando el tiempo, le pasa lo que a las
muías de carga: en el primer charco que encuentran
se revuelcan con todo lo que llevan encima y ¡ adiós
bolsas de arrope, quesos, pasas y pelones!
Generalmente el hombre vivo, de quien he habla-
do alguna vez, se cotiza a mejor precio en materia
de consideración social que el hombre ilustrado y
de talento. Sin embargo, el hombre vivo, representa
la astucia en todas sus faces, y la astucia o arte de
engañar corresponde a una facultad inferior: a los
animales debiéramos aplaudirles sus cábulas, pero
como el hombre se quiere dar el lujo de no ser ani-
mal . . .
MODOS DE VER 11 1
La mayoría de los grandes hombres fueron y son
completamente inútiles para mentir y perfectamenie
aptos para ser engañados por el prójimo inferior.
La política y el comercio son ambientes muy pro-
picios para el desarrollo del hombre vivo: allí en-
contramos notables ejemplares de sangre purísima y
brillantes aptitudes.
*
Por lo general, nuestros compatriotas millonarios
y millonarias, se ocupan más en asegurar sus almas
para la otra vida, que de aliviar al prójimo menes-
teroso. Por eso es que vemos muchas capillas lujosas
erigidas por ellos, muchas torres góticas con sus agu-
jas apuntando al cielo, como queriendo abrir brecha
para que pasen derecho las almas piadosas que las
mandaron construir. Pero no vemos hospitales, ni
isilos, ni casas de refugio, ni nada, en fin, que im-
plique altruismo. De esa manera pretenden matar al
Diablo y apagar el fuego del infierno, cuando real-
nente sería mejor apagar la sed y matar el hambre
líe sus semejantes, porque si las cosas anduvieron
nal, me parece que el Diablo se las llevará, no obs-
:ante sus capillas y sus torres góticas.
Es claro que no hay crítica sino críticos, así como
no hay enfermedades sino enfermos. A cada uno le
112 MARTÍN Gil,
duele el estómago de diversa manera ; y si a mí, en
tal caso, me sienta bien una empanada, a otro lo de-
jará bizco. El juicio de ambos sobre la empanada se-
rá distinto seguramente, pero los dos habremos dicho
la verdad.
Cada época tiene su manera de ver y de sentir, y
la mejor obra de arte o de pensamiento será aquella
que resulta nueva en todos los tiempos, que se adap-
ta a todas las latitudes, que soporta todas las mira-
das aunque cambien mil veces de color. Don Quijo-
te, la obra inmortal, ¿de cuántas maneras no ha si-
do interpretada desde la mañana aquella en que ai
famoso hidalgo se k ocurrió apretarle la cincha a su
rocín y escabuUirse sigilosamente por la puerta fal-
sa, mientras el ama y la sobrina dormían a pierna
suelta, y el rubicundo Apolo con su dorada cabelle-
ra... y "los pequeños pajarillos con sus arpada?:
lenguas . . . " ?
Eso de novela histórica, siempre me ha hecho cos-
quillas.
Me suena tan mal como aquello de que tal azúcar
sala poco, o de que un enfermo ha sufrido una gran
mejoría.
La novela y la historia no debieran andar juntas
ni en carnaval. Que cada una haga lo que pueda por
su cuenta y riesgo, para que después no se culpen
MODOS DE VER 11?>
mutuamente. Es una cruza que fatalmente tendrá
que dar productos híbridos.
*
Antes se creía que el pensar era algo así como un
honesto pasatiempo de gente ociosa ; algo que reque-
ría tanta energía como la necesaria para rascarse o
para fumar, tendido de espalda, un buen cigarro.
Pero hoy en día, gracias a la fisiología experimental,
se sabe y se prueba matemáticamente, que el pensar
con cierta intensidad, ocasiona un desgaste físico,
por lo general, más intenso en igualdad de tiempo
que el trabajo muscular.
Sólo después de conocer esta verdad científica,
puede uno explicarse por qué, en general, es mucho
más fácil y corriente creer que dudar. Naturalmente,
para dudar es menester raciocinar, discutir, compa-
rar; es decir, pensar, o, en otros términos, trabajar,
y la humanidad fué siempre inclinada al dolce fa^'
niente; mientras que para creer, así no más por que
sí, basta tener buena voluntad, o más bien dicho, no
tenerla.
Cuando en tiempo de los Borbones, — según di-
cen — fué nombrado el duque de Angulema gran
maestre de la marina francesa, surgió de golpe una
dificultad, y era que el señor Angulema se encon-
traba completamente disgustado con las matemáticas,
al grado de no estar muy seguro de lo que era un
triángulo.
il4 MARTÍN GIL
Entonces se resolvió que el matemático más emi-
nente de Francia instruyera al duque. Así se hizo,
pero a las primeras de cambio el discípulo se empan-
tanó de la manera más desastrosa, tanto, que ni con
la palanca del gran sabio antiguo hubiera sido posi-
ble moverlo.
Desesperado el gran profesor, viendo que predica-
ba a un poste, se dirigió al discípulo, más o menos en
estos términos : — "¡ Monseñor ! os juro que lo que
trato de demostraros es la verdad".
— ¡ Pero, hombre ! — exclamó el duque, abrazán-
dolo: — ¿por qué no me lo dijisteis antes? Así no^
hubiéramos librado de tanto número» y cálculo, y de
fatiga tanta.
De lo que se deduce que mejor es creer sin andar
hurgando ni averiguando mucho. . . con tal que
sea cierto.
La oportunidad no admite espera; aprovecharla
en su punto, es tan difícil como tomar de la cola a
una rata que se escurre en la cueva.
Existen dos gremios por quienes tengo compasión :
los maquinistas y los periodistas. No me explico có-
mo se puede vivir metido en un horno, asado, en-
MODOS DE VER 115
grasado, tiznado, paralizado, aspirando un aire en-
rarecido entre humo, carbón, aceite y cenizas.
Y los periodistas ¿cómo hacen para escribir siem-
pre, tengan o no tengan ganas, tiempo, ideas, vo-
luntad ?
Hay momentos en que ni con prensa hidráuhca
se le puede hacer destilar al cerebro ; sin embargo,
el del periodista, a la menor presión algo destila : se
parecen a esas vacas escuálidas de los tambos a las
que nunca les falta cuatro chorros azules y bullicio-
sos para llenar la copa de espuma al dispéptico
marchante.
* *
No es solamente Renán : en el fondo de toda alma
sensible, como en el fondo del mar de la leyenda
bretona, también se encuentra sumergida una miste-
riosa ciudad de Is, con sus torres de agudas flechas.
Y en noches tranquilas se escucha el tañido miste-
rioso de campanas que suenan allá, en las lejanías
del pasado. Mas para percibir con nitidez sus dulces
vibraciones, es menester encontrarse lejos del "mun-
danal ruido", del odio, y lo más cerca posible de la
Naturaleza.
VELORIO SINIESTRO
Corrían los tiempos de la tiranía.
El estampido seco y estridente de una descarga de
fusilería, repercutió por todos los ámbitos de la ciu-
dad ; y el cielo encapotado y triste de una tarde de
invierno, devolvió hacia la tierra el eco infausto de
la pólvora, como si no quisiera participar de tanto
crimen.
La campana mayor habló de agonía con su voz
grave y solemne, invitando a orar por las almas de
los tres ajusticiados que en ese momento caían del
banquillo.
Cumpliendo su piadosa misión, los miembros de la
Hermandad del Pilar recogieron apresuradamente
los tres cadáveres, los amortajaron y colocaron en
sus ataúdes, llevándolos después al templo para ve-
larlos esa noche como de costumbre. El velorio se
hacía por tumo, tocándole dos horas a cada uno de
los socios.
A eso de la media noche, llegaba a la iglesia el doc-
tor X, bien arrebozado en su amplia capa, con el ob-
MODOS DE VER 117
jeto de relevar a otro doctor en la fúnebre guardia.
Es bueno saber que a la Hermandad del Pilar per-
tenecía la flor y nata de Córdoba, por eso es que
entran y salen doctores.
Después de una breve oración, el relevado se re-
tiró, y sus pasos que en un principio llenaron la nave
solitaria, se extinguieron en la calle sombría y des-
amparada.
Lloraban las nubes lentamente, envolviendo a la
ciudad dormida en un tul finísimo de lágrimas.
De tarde en tarde^ oíase el alarido prolongado v
tétrico de los centinelas.
Quizás en ese momento lloraban también las ma-
dres, hijos o esposas de los muertos.
Dentro del templo tibio y silencioso, flotaba en el
ambiente ese perfume vago y embriagador que ex-
halan las flores marchitas ; triste y dulce perfume
por ser el último canto de la flor moribunda, las úl-
timas notas de una melodía que se esfuma.
Las imágenes de los santos, en sus variadas acti-
tudes, miraban hacia los féretros con insistencia ex-
traña ; y los cuatro cirios de llamas inmóviles, llora-
ban también lágrimas de cera.
Algunos murciélagos, con su volido ondulante,
cruzaban la nave de un extremo al otro, y chirriaban
de gusto, cuando al pasar como flechas po^ entre los
cirios, lengüeteaban las llamas: — parecían colum-
piarse entre el coro y el altar mayor, agitando el aire
con sus alas de trapo y sus chirridos de goznes sin
aceite.
118 MARTÍN GIL
De vez en cuando la madera reseca de los confe-
sonarios, embotada por la humedad, crugía lasti-
mosamente, como si soportara el peso de grandes
pecados. Después, volvía a reinar un silencio mor-
tal.
— Me permite una palabra — dijo alguien, con
voz trémula y débil.
El doctor se estremeció y miró hacia la puerta, pe-
ro él bien sabía que estaba cerrada.
— No se asuste, señor; yo soy Pérez y estoy vivo
— dijo la voz.
El doctor dio vuelta y quedó estupefacto.
Entre los cuatro cirios amarillos, se destacaba un
fantasma blanco y ensangrentado.
— Sálveme, señor; le aseguro que no estoy muer-
to! — dijo la visión. — Me hirieron en un brazo y
en el pecho y me hice el muerto.
— ¡Es posible! — dijo el doctor, después de un
momento de silencio y como saliendo de un sueño.
— ¿Qué significa. . . ? ¿Cómo es esto. . . ? Pero en-
tonces, está usted vivo? Bueno; bájese y salgamos,
¡pronto! ¡pronto!
— Ayúdeme a bajar — replicó el fantasma.
El doctor se aproximó, alargándole le mano.
— Ahora, póngase usted mi capa sobre la mortaja
y vamos — dijo.
Salieron, cerrando de nuevo la puerta.
Lloraban las nubes, y un viento frío pulverizaba
s\is lágrimas heladas, azotando con ellas muros y te-
jados.
MODOS DE VER
119
— Al convento de los Franciscanos — dijo el doc-
tor.
Oyóse de nuevo el grito lejano de los centinelas.
Y la intensidad de los destemplados alaridos dismi-
nuía, aumentaba o se extinguía de golpe, según las
ráfagas de viento. El vendaval jugaba con las voces,
como juega el gato con los ratones.
Llegaron a la portería del convento, agitando rá
pidamente la campanilla. Se oyeron pasos y ruidos
de llaves, y el portón se abrió. Un lego asomó su
cabeza encapuchada.
— Queremos hablar con el padre guardián ; es ur-
gente, hermano.
— Está bien — dijo el lego, cerrando la puerta.
Después de un momento de expectativa anhelan-
te, volviéronse a oir pasos y ese tilinteo suave y sim-
pático producido por el choque de las medallas y las
cuentas del rosario : apareció el padre guardián, tran-
quilo y amable. El doctor le puso al corriente de lo
acontecido, entregándole el reo para que lo salvara.
El difunto devolvió la capa al doctor, y su blanca si-
lueta y la gris del padre, se desvanecieron juntas,
cual sombras dantescas, a lo largo de los claustros te-
nebrosos.
Sonaron de nuevo las llaves.
Silbaba el viento y lloraban las nubes en silen-
cio.. .
1902.
CHARLA CANINA
A pesar del sentimental discurso de Lord Byron
en la tumba de su perro, o algo así por el estilo ; no
obstante las consideraciones de Schopenhauer sobre
el mismo cuadrúpedo, quien (el filósofo) declara
preferir la amistad canina a la de todos sus compa-
triotas juntos, los alemanes ; tomando muy en cuen-
ta el sacrificio de Ricardo Wagner, cuando en plena
miseria y en plena lucha por la gloria, allá en París,
tuvo que vender su chaleco para dar de comer a su
hermoso perro de terranova; y por último, descu-
briéndome con sincero respeto ante la tumba de
L ry, el heroico perro sanbernardo, en cuya foja
de servicos están grabados los nombres de cuarenta
personas salvadas por él de entre la nieve, y muerto
al fin de trágica manera ; no obstante todo esto,
creo que al perro, como a muchas otras cosas, se
le va pasando la moda.
Los tiempos no están para tanto perro. En gene-
ral, anim.ales sobran y falta gente. Antes era ma-
teria de lujo un par de cuzcos pelados, para los
MODOS Dlt VIÍR 121
pies de la cama, en noches de invierno; ahora este
sistema de calefacción animal no pasa de una in-
mundicia. Pero esto no quiere decir que nuestros
abuelos hayan sido más sucios que nosotros, ¡qué
esperanza ! Lo que hay es, que ellos entendían 1a
suciedad de otra manera, era otro su criterio en
materia de limpieza, porque no conocieron micro-
bios.
Hoy día, un vaso de agua cristalina no filtrada,
es mirado por muchos con horror, mientras que an-
taño se le bebía con delicia.
Decía que los tiempos no están para tanto perro,
especialmente en las ciudades. Sin embargo, lla-
memos a la puerta de muchas casas, y verán cómo
estalla una cuadrilla de cuzcos de distintos forma-
tos y pelaje. Afluyen al patio de todos lados y se
precipitan a la carga contra el que llega, coñ\o !:i
se tratara de un salteador. A veces el loro que está
allí, más aburrido que un portero, se entusiasma
'^on la algazara, y por entre el pico atiborrado de
pan con leche, anima a los cuzcos con un suculento
¡ chúmale ! Entonces el zaguán se nubla de perros
y el intruso se encuentra bloqueado.
Es inútil que trate de apaciguarlos llamándolos^
por sus floridos nombres: Jazm.ín. Diamela. Clavel.
Es mejor que espere sin moverse hasta que acuda
la sirvienta. Esta ninfa se presentará al fin con
una cara muy poco halagüeña, y como a los veinte
metros de distancia, y sin importársele un bledo
del bullicio c?nino. nos gritará: «¿Quién es?» — Le
122 MARTÍN GIL
contestaremos: «Yo soy», y quedaremos en la mis-
ma, porque hay mucha gente que se llama «yo soy»
y porque los perros no dejan oir absolutamente
nada. Entonces la ninfa, inclinándose como si fue-
ra a levantar una piedra, amenaza a los perros
con un terrible ¡agua verá!
■ Al grito, la nube canina se disipa en remolino,
ladrando y aullando, entre resentida y teme a, y
vuelve a sus puestos respectivos, es decir, a ias ca-
mas, sillones o sofaes.
Haga la prueba el lector y cuente, al andar por
las calles, los perros que vea. Encontrará sin duda
al choco criollo compadre, de cuerpo empalizado,
cola enroscada y dura como coscorrón de boliche ;
al pelado, cabeza baya y plumerito moro en la cola :
al cuzco blanco, lanudo y sucio, de panza rosa a
fuerza de uña. que por lo general suele llamarse
Jazmín o Diamela, según el sexo; y por último, a
un nuevo tipo de cuzco importado no ha mucho, y
que va cundiendo con la rapidez de la influenza :
me' refiero a esos ñatitos bayos boca negra, cabeza
de sapo reventado, caras de idiotas (y lo son com-
pletamente), ojos saltados y dientes salidos; una
verdadera calamidad, estéticamente considerados ;
sin papel, ni gracia, ni instinto recomendable, por
más que sus inventores, los ingleses, según entien-
do, digan que son muy ponifos.
Verá también al perro grande, criollo, mestizo o
fino, borneándose entre los cuzcos con aire des-
preciativo. Toda esta recua canina anda de ociosa
MODOS DE VER 123
V en procesión diurna y nocturna, aplanando ve-
redas, gruñendo y levantando la pata por «quítame
esas pajas» ; mientras que en los frisos, paredes y
puertas de calle, se dibujan con toda nitidez Amé-
ricas. Áfricas y Oceanías.
En China y en Turquía abundan los perros, es
verdad, pero también es cierto que no son los pue-
blos más limpios. Después, en China, los perros se
comen, mientras que entre nosotros sería una in-
juria grave aconsejar a esa pobre gente que de-
clara a gritos morirse de hambre, echara al horno
el cuzco más gordo de la tropa que mantiene a cos-
tillas o jamones del vecino.
— ¡ Cómaselos usted, su perro cochino ! — nos
dirían, seguramente.
En fin, soy partidario sincero de la protección a
los animales, así que no pido la muerte para los
perros, sino que los suspendan. . . que se limite su
propagación, porque este noble animal no necesita
haber leído Fecondité para triplicarse en un año.
ASHAVERUS
¿Quién es un hombre de aspecto taciturno, mira-
da vaga y andar sonambulesco, que hablando atrae,
y escribiendo resulta un pensador?
Un señor que de negro siempre anda vestido,
gasta blando zapato, chambergo alado y algunas
veces su poquito de melena ; que al caminar no
mete el menor ruido ; que nada mira y que todo vé
(lo que si es un gran mirón del sexo bello) ; que
tiene tan bien calada a nuestra gente, que la conoce
tanto como el frutero conoce sus melones.
Es un filósofo por dentro y fuera, un raro de
talento, un escéptico afable, sin odios ni rencores,
que se deja llevar por el río de la vida sin pregun-
tar a dónde, porque sabe muy bien que ciertas co-
sas es inútil tratar de averiguarlas.
Sin muchas inquietudes, ilusiones ni temores, con
cachaza oriental, pero sin una pizca de nirvana,
boga sereno, fumando en la gran pipa del intrinca-
do mundo, sin mirar con insistencia ni hacia atrás
ni hacia adelante, y asi va gozando con el poco de
verdad y de belleza que en el camino encuentran
los que como él, tienen un espíritu sensible y en la
ciencia y en el arte creen.
MODOS DE VER 125
Hombre de hielo, al decir de algunos, pero al que
veréis, no obstante, con los ojos húmedos de lágri-
mas cuando emite o escucha un pensamiento deli-
cado, bello, noble o bueno.
Escritor original, de estilo cervantesco cuando le
da la gana, y que aún diciendo mucho, es más lo
que sugiere, porque su pensamiento siempre obliga
a interpretar, siempre deja que raspar, como las
inolvidables pailas de brillante cobre, en que nues-
tras abuelas confeccionaban el dulce de membrillo,
y que los nietos, armados de cucharas, pedíamos a
gritos, concluida la faena, aunque después crugie-
ran las barrigas con el dulce caliente y hubiera que
acudir a los emplastos.
Es el autor de «Tierra Adentro», en donde el filó-
sofo y el observador campean juntos, y autor tam-
bién de otras cosas inéditas muy buenas, según di-
cen, aunque no lo sea de los días de nadie, lo cual,
al fin, no tendría mérito ninguno, pues de lo con-
trario, debiéramos aplaudir al primer botarate que
pasa por la calle.
De él dijo alguna vez Rubén Darío: «es un judío
errante cordobés, de aspecto socarrón, palabra ama-
ble y poca, juicio bastante, sencillez innata, expe-
liencia de las cosas de la vida y una afección o es-
pecie de poético amor por la vida de las cosas». ¿Y
ahora lo conocéis? — Ahora sí: es don Amado.
Pues había sido usted muv lerdo.
1902.
"CANTOS RODADOS"
José María Vélez, el rubio de aspecto apacible
pero tan nervioso, rápido y vehemente como un ca-
chorro de león de esos que él pinta descuadrilando
cabras y carneros, surge de nuevo con un nuevo
libro.
«La Casta». «Cumbres y Quebradas», y ahora
«Cantos Rodados».
Estos «Cantos Rodados», lejos de acusar, como
la ciencia enseña, una corriente de agua que pasó
en tiempos lejanos, nos muestra el torrente im-
petuoso y bullidor que actualmente los pule y re-
dondea.
Se ha dicho, con verdad, que una obra de arte
es la naturaleza vista al través de un temperamen-
to. Vale decir, que el temperamento es como un
cristal que se interpone entre el autor y el mundo ;
y es claro que según el color de ese cristal, han de
resultar las cosas.
Los pesimistas ven todo negro, o por lo menos
ceniciento, de lo que se deduce que su cristal está
MODOS DE VER 127
ahumado. Otros ven azul, verde ; éstos son los sim-
bolistas e ilusionistas. Los que llegan a ver con
luz blanca, natural, son los genios de la talla de
Goethe.
El cristal de Vélez es policromo, sin encontrarse
el color negro ; por eso es que sus «Cantos Roda-
dos» brillan y chispean con mil matices.
La naturaleza que él nos pinta es exacta en el
fondo, pero muchas veces se la ve desaparecer en-
tre las llamaradas de su entusiasmo poético, como
Elias, el profeta, en su carro de fuego. — Si alguna
vez en sus páginas hay obscuridades, es por excesó
de luz. — Los extremos se tocan.
Al cerebro de Vélez me lo figuro vibrando como
un cinematógrafo. Las imágenes llegan en tumulto
y pasan zumbando, desapareciendo en torbellinos
vertiginosos, como bandadas de pájaros asustados.
De ahí esa constante inquietud, ese estrépito, esa
exuberancia de colores que percibo en sus cuadros,
y que alguna vez producen el vértigo.
Falta, sin duda, la nota dulce y tranquila de la
naturaleza : lo que en música cQrresponderia al
modo menor.
Para mí, es decir, según mi cristal o vidrio ordi-
nario, la naturaleza en general es siempre sencilla,
hermosamente sencilla; imponente, suave y pene-
trante como la mirada de una diosa griega. Hace
pensar, conmueve y levanta el espíritu, pero rara
vez lo sacude y agita con violencia. Su contempla-
ción dilata y ensancha el alma, como el gas al globo.
128 MARTÍN Ga
para después remontarlo en silencio a la región de
misterio.
Por lo tanto, el exceso de colores, los adornoi
complicados, la inquietud desmedida, no le sientai
bien a la naturaleza, como tampoco le sentarían ;
una mujer hermosa.
Pero hay mucha luz, mucha vida, mucho espíri
tu vibrante y noble en «Cantos Rodados».
Las dos páginas del colibrí, valen por un poema
1902.
LA GUITARRA Y LOS DOCTORES
A Leonor Allende, escritora.
Si el canto de un ruiseñor, según Heine, dejó en
suspenso a un grupo de graves canónigos, que en
medio de un bosque florido discutían a gritos in-
trincados asuntos teológicos, yo he visto, en cam-
bio— decíame un amigo protagonista de este breve
caso — derrumbarse de golpe todo ese enorme pres-
tigio de que gozan los doctores ante la gente sen-
cilla del campo, al sólo impulso de una buena gui-
tarra, aunque no tan melodiosa como el célebre pá-
jaro de los canónigos.
Siéndome necesario respirar aire de montaña y
beber leche de cabra, dos cosas buenas y baratas —
prosiguió mi amigo — me dirigí a uno de esos lu-
josos hoteles en la sierra, para desde allí buscar
sin apuro cualquier casita de familia «pobre, pero
honrada», donde a uno se le hospeda sencilla y fran-
camente.
Después de algunas horas de continuo caracoleo
130 MARTÍN CAh
y gambeteo por entre las breñas, donde a cada ins-
tante se- ve a la locomotora ralentar su marcha cau-
telosamente, como si quisiera olfatear el abismo que
de improviso abre su boca desdentada y fría a un
metro de riel, llegamos al hotel. Estaba repleto de
gente «de abajo», como diría Sarmiento. Toda ell.i
debía ser muy distinguida, por su gravedad silen
ciosa y tiesa. La entrada al salón-comedor, a la
hora del almuerzo, resultó muy interesante. Las
damas y señoritas, elegantemente vestidas, perfu-
madas y empolvadas, fresquitas, recién levantadas
— han salido a tomar campo. — Los hombres, recién
levantados también, muy elegantitos, aunque no tan
frescos sin duda, pero igualmente empolvados y
perfumados. Un silencio de iglesia reinaba en e!
gran salón. El ambiente era frío a pesar de las so-
peras humeantes. Se hablaba a media voz, mien-
tras se sumergían los cucharones con marcada dis-
plicencia. De pronto estalla un instrumento de cla-
sificación dudosa, emplazado al centro: tiraba a ór-
gano sin pasar de aristón.
Entre plato y plato murió Traviata, a quien le
hubiera sentado admirablemente una temporadita
de sierra ; Mefistófeles da su serenata por cuenta
del doctor ; Ernani muere perdonando a tütti; don
Basilio se florea en el aria de la calumnia, y hasta
las Walqtíirias pasan a media rienda con Wagner
en ancas. El áspero rezongo de tal instrumento
resulta insoportable. Comienza a tomarse gusto a
aristón a todo lo que se come.
MODOS DE VKR
131
Por fin concluye el sacrificio y la gente se retira
discretamente. El mozo me pregunta si desearía
tomar café en la espaciosa galería donde se reúne
toda la gente a esa hora. Efectivamente: allí esta-
ban todos formando dos enjambres, las mujeres en
un extremo, envueltas las cabezas en amplios tules
vaporosos, para evitar el aire y la luz de un día
hermoso.
El conjunto semejaba una espléndida nebulosa
irresoluble. Analizada con el espectroscopio social,
no hay duda que hubiera dado las tres rayas clási-
cas y quizá algunas otras. Cuanto a los hombres,
será mejor no tocarlos : están muy bien peinados,
muy bien almidonados, olímpicamente arrellenados
en sillones de mimbre, fumando a pierna cruzada
y pantalón remangado, para mostrar, si no me en-
gaño, la rica media crema calada, lo que daba lugar
a un variado surtido de flacas canillas a la vainilla.
L.eian diarios y revistas.
Mientras tanto, en las quebradas umbrías y las
lomas risueñas, bajo un cielo azul purísimo, rebuz-
naban los asnos con verdadera sinceridad y conten-
tamiento, elogiando, sin duda, la vida natural y sen-
cilla de la montaña. Sin embargo, nadie se daba
por aludido.
Dos días después me despedí de esa mansión en-
cantadora... y del aristón, para irme a alojar en
casa de misia Liboria. distante unas tres leguas del
hotel ; casa de huéspedes muy recomendada por el
cochero que me llevaba.
132 MARTÍN en,
Es bueno saber que todo el lujo de un cochero
serrano, consiste en demostrar que su coche no sabe
quebrarse ni volcarse : y lo prueba, cruzando des-
peñaderos al galope y bajando lomas a media
rienda.
No vaya a volcar, amigo !
No, íde!
Va a hacer pedazos su coche!
Diande !
— ¿Y cuándo llegamos?
— Aurita, no más. ¡ Yra picaflor! ¡ movete lau-
cha!
Lo que había llegado por lo pronto era la noche,
con cielo cubierto, tragándose las montañas con sus
precipicios, sus arroyos y sus peñascos. Quizá por
eso íbamos a media rienda.
— ¿Vé aquella luz? Allí es.
— Ahora, agárrese bien, que vamos a bajar la
barranca de los loros, para ir a caer al mismo pa-
tio de las casas. Una sola vez líquida he volcao . . .
porque no me largué derecho. ¡Agarre las cajas!
En ese momento me pareció que el coche volaba,
tal era la fuerza con que cortábamos el aire, hasta
que un feroz barquinazo, capaz de hacer saltar les
dientes postizos mejor colocados, me sacó de la
duda. El coche se había detenido. Todos los pe-
rros de la casa ladraron sin ganas, por compromiso,
mientras que una mujer trataba de alumbrar con
im farol bastante turbio.
MODOS DE VER l'^^S
— Este es el mozo que li tratáo, misia Liboria —
dijo el cochero.
— Hacelo que pase ; ya está la pieza.
— ¡ Muchachas, bajen los bultos !
Dos mujeres invadieron el coche. Me presenté a
misia Liboria, quien se excusó de darme la mano
por haber estado picando cebolla. Buen aspecto el
de la patrona: baja, chata y muy risueña. Paso por
alto a las dos muchachas, porque equivalían a un
fuerte dolor de estómago. Diré únicamente que se
llamaban Pepa y Nicomedes. Nadie se hubiera
opuesto a que se llamaran Virginias, por ejemplo.
Me encontraba en ese estado ambiguo de todo
el que llega a una casa desconocida, cuando se me
dijo que estaba servida la comida en mi cuarto.
Efectivamente, allí encontré una mesita redonda de
tres patas, un perro al lado de la mesa, una jarra
con agua, un pan más pálido que un muerto y un
plato enlozado soportando una tumba esferoidal,
humeante, pelada y dura, la que al sentirse pincha-
da por el tenedor, dio un brinco tan violento, que
fué a caer justamente en la boca del perro. Al po-
bre animal lo vi encogerse y ponerse bizco, mien-
tras la tumba hacía su recorrido; deglutió por úl-
tima vez, se lamió el hocico y quedó pensativo. Yo
también deglutí y quedé pensativo.
Nadie venía. Se escuchaban las voces de mando
de la patrona desde la cocina y el taloneo de las
muchachas, pero nadie llegaba. Por fin, me levan-
to y llamo con fastidio. Se presenta una de las dos
134 MARTÍN GIL
muchachas con una fuentecita de pichones dorados
y aromáticos.
— ¿Se le ofrece algo, 'señor?
— ¿Qué dice? Vamos a ver, traiga la fuente!
— ¡ No, señor, si son pa los doutores !
— ¿Cómo para los doctores?
— Sí, pa los doutores que están en el cuarto de
la esquina — dijo — y desapareció.
Llamé a la patrona y me dijo que a los doctores
se les cocinaba especialmente, porque eran muy de-
licados.
— Pero ¿pagan lo mismo que yo, señora?
— Sí, señor.
— ¿Y entonces?
— Ya le van a traer la mazamorra, señor — dijo —
y se fué.
— No la mande; mañana hablaremos.
Retiré la mesita, le mostré la puerta al perro y
me acosté.
A la mañana siguiente me dirigí al corral de ca-
bras ; allí estaba misia Liboria ordeñando.
— Es la leche que prefiero, señora. Buen día.
— Lo mismo los doutores. Buenos días. Si alcan-
za le serviré una copa. Usté ve que las cabras son
pocas y ariscas y los doutores toman leche descan-
sando.
— ¿Con que son pocas y ariscas? ¡Ojalá se le
fueran todas ! Y me retiré.
Pensé volverme a Córdoba inmediatamente, pero
el carruaje debía pedirse con dos días de anticipa-
MODOS DE VER 135
ción. Como derivativo, resolví salir a caballo. Bus-
qué al peón-guía de la casa y le manifesté mi pro-
yecto.
— Yo no tengo inconveniente de acompañarlo, se-
ñor, siempre que no me ocupen los doutores. No
hay más que tres caballos buenos y están reserva-
dos para ellos.
Sin contestar nada me dirigí a la puerta. Allí en-
contré unas higueras monumentales cargadas de
fruta y de zorzales breveros. Una hermosa acequia
uzaba en silencio por entre los árboles, y de vez
1 cuando oíase el chirlo cristalino que daba una
•eva al caer en el agua. Yo había iniciado un ata-
4ae de verdadero hambriento, cuando en lo mejor
alguien me dice :
— Señor, puede ir a las higueras del alto, porque
éstas son reservadas . . .
— i Ah ! para los doctores, ¿ no es cierto ?
— Sí, señor,
— Pues dígale a su patrona que no quiero retirar-
me, que me mande sacar con sus doutores.
Llegó la hora fatal de la comida. Era una es-
pléndida noche de luna. Los arroyos lejanos can-
taban herceuses monótonas a la luz opalina del as-
tro triste, como si quisieran hacer adormecer a las
montañas. El hambre apretaba. Hacía media hora
que me habían traído una tumba de carnero tan
dura y gambetera como la anterior. El perro es-
taba en su sitio, con los ojos puestos en el plato.
Al fin, me di por vencido. Arrojé la carne a su
136 MASTÍN GIL
pretendiente, quien la hizo pasar de largo, quizá
por aquello de que peor es meneallo. Retiré la me-
sita y apagué la luz, conformándome con la de la
luna que entraba por la puerta. Desorientado, dis-
gustado, hambriento, me acordé de mi guitarra. En-
cerrada la pobre en su estuche cuadrilongo, nadie
habría sospechado de su existencia. La saqué de
su prisión.
Lo primero que se me vino a los dedos fué una
romancita de Mendelssohn, muy sentida, en arpe-
gios. Aunque el instrumento era excelente — una
guitarra de concierto — quedó sorprendido de su
5 ridad. Se deberia quizás a la sequedad del ai-
re.. . o al hambre que me afligía. Momentos des-
pués me pareció que se obscurecía algo en el cuarto.
Miré hacia la puerta y vi la silueta de la patrona
con el cucharón en una mano. En seguida hubo
ctra intermitencia en la luz: era una de las mucha-
chas con una fuente ; por fin el eclipse fué total.
No se veía más que un racimo de cabezas inmó-
viles. Me di cuenta en el acto de lo que pasaba.
Entonces comencé a variar el repertorio sin cuartos
intermedios. De vez en cuando alcanzaba a per-
cibir frases cortadas y en secreto : «A mí se me
hizo que era órgano» ; «De lejos parece piano» ; «Yo
habíai querer verle los dedos», refunfuñaba una
voz de hombre.
De pronto se oyeron unos gritos como debajo de
tierra :
— ¡ Nicomedes ! ¡ Peeepa !
MODOS DE VIÍR 1S7
— Che. te están llamando los doutores — dijeron
a media voz. *
— i Mentís ! Es a vos que estás con la f uent^ !
— ¡ Cállense, chinitas. . . !
Para evitar el desbande entré de lleno en el re-
pertorio criollo.
A los primeros compases de un gato punteado,
se le volcó la fuente a Nicomedes.
— ¡No empujen, oh!
El cuarto se saturó con un perfume exquisito.
— ¡ Se le quema el asao^ misia Liboria !
— ¡ Calíate ! Anda, dalo güelta.
Los gritos de auxilio de los doctores seguíanse
oyendo.
De pronto sentí un bozarrón que decía :
— ¿Y qué significa esto? H?'^3 una hora larga
que esperamos la comida ! ¡ Ya estamos roncos de
gritar !
— ¡Pero, si son estas chinitas! — dijo la patrona
— y se hizo humo la concurrencia, aclarándose la
puerta.
Entonces vi a dos individuos con las servilletas
al cuello, que se retiraban rezongando.
Me había vengado.
Satisfecho, cerré le puerta, guardé la guitarra, abrí
una caja de conservas, cumplí con mi estómago y me
acosté.
Serían las cinco de la mañana, cuando sentí gol-
pes en la ventana.
— ¿Qué hay?
188 MARTÍN nii.
— Dice misia Liboria que si le traen la leche de
cabra a la cama o si usted irá al corral.
— Que me la traigan — contesté ahuecando la voz.
En seguida siento otro llamado a la ventana y una
voz de hombre :
— Señor, ya está el caballo ensillado, por si gus-
ta salir conmigo.
— ¿Y si quieren salir los doctores?
— ¡ Y diai ! ¡ que salgan ! Lo que es yo me he com-
prometido con usted.
No había tal compromiso.
Golpearon a la puerta anunciando la leche, y en-
tró la Pepa, crujiéndole el vestido recién plancha-
do. Traía dos copas de cristal azul, rebosando de le
che espumosa y un ramito de nardos y albahacas
"por si me gustaban las flores".
— Parece que hoy han dado más leche las cabras
— le dije.
— Si son leclieras : lo que hay es que los doctores...
Salimos a caballo con el guía. Me dijo el hombre
(jue yo montaba el mejor caballo del pago, pues era
el parejero de su tío Blas, a quien se lo había pedido
para mí.
— ¿Y no podría venir mi tío — agregó — para
oírle tocar la guitarv:'-^ ?
— Con mucho Icf- íi^o. amigo.
— ¡ Más bien que no lo oiga mi tío, porque le va a
mandar hasta la majada!
Volvimos de la excursión a la hora del almuerzo
Ya estaba tendida la mesita ; pero ¡ qué cambio ! Man-
MODOS DE VER 139
tel flamante, un gran ramo ¿c flores al centro y una
fuente de higos remaduros. Las dos muchachas, a
cual más emperifollada se presentaron al mismo
tiempo a preguntar si ya deseaba almorzar. Dije que
sí. Al salir, oí que decían :
— A vos te toca servir a los doutores.
— i No sé nada !
— ¡ Abamos a ver !
Las dos volvieron ; una trayendo un pollo asado
al horno y la otra una vistosa fuente de ensalada de
tomates, lechuga y yemas de huevo.
— ¿De qué higuera son estos higos?
— De la de los doutores.
En ese mismo momento llegó misia Liboria para
decirme que le indicara con tiempo los platos de mi
agrado, pues deseaba conocer mis gustos ... y que si
podría tocar la guitarra esa noche, en obsequio de
sus hermanos, que debían costearse desde tres le-
guas. Respondí que con el mayor gusto.
— También quería preguntarle — agregó que si
no necesitaba a las dos muchachas, para ocupar una
de ellas con los doutores. *
— Me basta con una, señora.
— Bueno ; anda vos, Nicomedes.
La aludida hizo una mueca }\ i lió murmurando.
Esa noche toqué la guitarra •"•" -r^bsequio de la pa-
rentela de misia Liboria. vale decir para todos los
habitantes de la pequeña comarca.
Al día siguiente comenzaron a llover quesos, man-
zanas, tunas, cabritos, melones y sandías.
140 MARTÍN C.lh
— En fin — dijo mi amigo, protagonista de esta
aventura — en el campo valen más las seis cuerdas
de una buena guitarra que los seis años de univer-
sidad.
Setiembre de 1907.
TEMAS SIN SALIDA
A Arturo Capdevila. poeta-
filósofo.
Quizás no hay ambiente más propicio para el en-
sueño filosófico, para esas divagaciones trascenden-
tales, que el de una noche estrellada y apacible en
Isleña pampa, ciespués que el sol ha caldeado la tie-
rra brutalmente hundiéndose por fin hacia el occi-
dente, con general contentamiento de todos los se-
res que no disponen de heladeras ni ventiladores.
Esa es la hora en que se "comienza a vivir", como
suelen decir las señoras sofocadas y las niñas que
temen al sol. Oyese el ruido caracteristico de las si-
llas-hamacas y de tijera, remolcadas perezosamente
hacia lo más despejado de la casa, mezclado a las
exclamaciones elogiosas respecto a la brisa que se
inicia saturada del perfume de los alfalfares.
Desgraciadamente no son estos los tiempos de
fray Luis de León, para gozar a pulmón lleno y na-
riz abierta del aire y la fragancia de los campos : "El
142 MARTÍN GIL
aire el huerto orea, y ofrece mil olores al sentido ;
los árboles menea con un manso ruido que del oro
y del cetro pone olvido". Al contrario, aqui en esta
región, el perfume de la alfalfa nos recuerda el pro-
saico y sabroso problema de la exportación de gana-
do a Europa.
La poca gente de la casa fuese ubicando en sus
sillas predilectas, y después de tomar la ])osición ca-
racteristica de las circunstancias, esto es, reclinadas
hacia atrás, y por lo tanto mirando al cielo sin que-
rer, se inició una conversación amable y general en-
tre algunas personas, gente toda de bastante espíri-
tu y cierta instrucción.
— ¿Y de qué hablaremos esta noche tan esplén-
dida? — dijo una señorita.
— Siempre que no sea de política o de religión,
puede usted iniciar el tema — dijo un caballero.
— Aluy bien pensado — agregó una señera — • así
se aleja la posibilidad de que nos arañemos la cara
o el alma. Para que una conversación sea agradable
e inofensivo debe recaer, me parece, sobre lo que se
ignora, sobre lo trascendente, sobre el misterio . . .
— ¡ Pero si todo es misterio, al fin !
— Convenido — dijo la señorita — veamos, la vi-
da: ¿de dónde vino? ¿como principió?, etc. Pres-
cindiremos por el momento de las sencillas respue>-
tas que dan las distintas religiones, pues en tal caso
no habría discusión ni duda alguna.
— No podría usted desconocer — replicó una se-
MODOS DE VER
143
ñora — la gran comodidad que nos brindan las re-
ligiones positivas, pues en cuatro palabras nos libran
del peso de esos grandes problemas irresolubles que
oprimen y desgastan la mente.
— Es verdad ; pero yo prefiero andar y explorar,
a estar sentada toda mi vida en una silla-hamaca.
— Sí — dijo un caballero — la señora confunde,
me parece, la inmovilidad con la comodidad . . .
— Bueno — dijo la señorita — vamos entrando en
donde no queríamos. Más bien aclaremos esta duda.
En general, los sabios modernos no aceptan la idea
de la generación espontánea; es decir, la posibilidad
de que aparezca la vida sin un germen vital anterior.
Todos recuerdan los clásicos experimentos de Pas-
teur y otros: si se esteriliza por medio del fuego
la materia orgánica animal o vegetal encerrada her-
méticamente en un recipiente, y por lo tanto al aire
que contiene, esa substancia permanece inalterablí:
por tiempo indeterminado, porque una temperatura
algo superior a cien grados centígrados destruye to-
do germen de vida.
— Justamente en ese principio se basa la sabrosa
industria de las conservas — dijo una señora — y
si la gente fuese menos ingrata, cada día, al paladear
en la mesa alguna de esas latas exquisitas, debiera
brindar por Pasteur.
— Señora, la humanidad no recuerda más que a
sus verdugos. . .
— Cierto ; pero el mundo marcha, y llegará un día
144 MARTÍN GIL
en que las calles, las plazas, las estaciones lleven el
nombre de sus grandes benefactores en el orden mo-
ral y físico.
— Se ve que es usted discipula de Augusto Comte.
— No tanto; soy más bien ecléctica.
— Es ese el gran sistema; no casarse con nadie
en materia de doctrinas filosóficas y científicas.
— O por lo pronto, estar lista para el divorcio
cuando las cosas se enturbien — replicó la señora.
— Bueno, pues, — prosiguió la señorita — si la
tierra fué un globo de fuego en sus primeros mo-
mentos, pasando lentamente del estado gaseoso in-
candescente al semi-líquido pastoso, hasta que se
enfrió suficientemente para formarse la débil cos-
tra sobre la que nos encontramos tan tranquilos
y cuyo espesor no debe ser mayor de sesenta kiló-
metros ; ¿ cómo entonces apareció la vida de una
materia que estuvo esterilizada por un calor — su
propio calor — de muchos miles de grados centí-
grados, cuando hemos dicho que ningún germen
vital resiste más de ciento y tantos grados de ca-
lor?
— Es claro — dijo im caballero — la tierra ha
debido pasar por una temperatura algo parecida
a la que hoy tiene el sol, y la temperatura, de la
superficie del sol es más o menos de seis a siete
mil grados centígrados ; en cuanto a la de su inte-
rior el cálculo da muchos millones.
— ¿Y cómo se calcula esa temperatura de su su-
perficie ?
MODOS DE VER 145
— Según la ley de Vvieii, aceptada por los físi-
cos en general, la temperatura absoluta de una estre-
lla, y por lo tanto del sol, es igual al cociente del
número de dos ochenta y nueve (2.89) por la longi-
tud de la onda calorífica de su espectro. La región
más caliente del espectro usted sabe que corres-
ponde a la parte verde-amarillenta de la banda . . .
— Pero hay cierta discrepancia en la determi-
nación de la longitud de esa onda ; unos dan para
la del sol 0,00055 mm., otros 0,00045 mm. Si efec-
tuamos la operación con el primer valor, obtene-
mos cinco mil doscientos y tantos grados ; con el
segundo, seis mil y pico.
— Mil grados más o menos para la temperatura
exterior del sol, es poca cosa — dijo la señorita.
— No olvidar — agregó un concurrente — que a
esas temperaturas debemos deducirles los 273 gra-
dos correspondiente al cero absoluto.
— Sieifipre habría que aumentar algo tomando en
cuenta la absorción de la luz y calor por nuestra
atmósfera.. ,
— Bueno, pero sigamos mi tema — interrumpió
la señorita. — Salvo que aceptemos la fogosa teo-
ría de Preyer, dicho sea sin metáfora, con sus "pi-
rozoarios", o gérmenes que han vivido cómoda-
mente en el fuego, considero difícil salir del paso.
— Entonces ¿porqué no se embarca en la teo-
ría de los "cosmozoarios" del médico Richter y
el botánico Cohn? Según ellos, los gérmenes de
vida han podido venir de otros mundos transpor-
146 MARTÍN Gil,
tados por los meteoritos o piedras del cielo que
caen a la tierra.
— Conozco esa manera de ver y las objeciones
que se formularon. . .
— Sí, pero con un poco de buena voluntad se
salvan los inconvenientes del calor y del frío ; pues
se ha dicho que los meteoritos llegan aquí conver-
tidos en una brasa, debido, como todos saben, al
roce con nuestra atmósfera, o mejor dicho, a la
compresión ejercida por la atmósfera, así que lo>
gérmenes transportados perecerían ; pero se obser-
vó inmediatamente que esos gérmenes podían ve-
nir muy bien en el interior del meteorito, pues
debido a la velocidad portentosa de la caída, atra-
viesan nuestra atmósfera en unos cuantos segun-
dos, y por lo tanto, no alcanzan a calentarse to-
talmente.
— Es verdad; dicen que sorprende grandemente
el tocar el interior de esas piedras del cielo cuan-
do aun se encuentran rojas, humeantes, pues el
frío es tan intenso que quema también !
— Es claro, pues que antes de tocar la atmós-
fera, es decir, pocos segundos antes, esos cuerpos
tenían la temperatura del espacio, cerca de 273 gra-
dos bajo cero.
— Pero entonces ya nos pasamos a la otra al-
forja; los gérmenes morirían de frío...
— Espérese. En el instituto *'Jenner" se ha com-
probado la vida tranquila y feliz de algunas es-
poras y bacterias a 252 grados bajo cero!!
MODOS DE VER
147
- -Ivt'liro mi ohservaciuií.
— Todo eso es muy bonito y conocido ; sin em-
bargo prefiero la teoría formulada por Arrhenius
y otros sabios : la "panspermia". El espacio infini-
to está lleno de gérmenes de vida — dicen esos
señores — esos gérmenes caen sobre los astros en-
friados como la tierra u otros planetas, o si uste-
des quieren, los planetas encuentran a los gérme-
nes en su marcha por el espacio. . .
— ¿Y cómo han sido dispersados esos gérmenes
en el espacio ? ¿ de dónde salen ? ¿ Quién los largó
a rodar cielos? — preguntó alguien.
— La pregunta es grave, sin duda. . . Suponga-
mos con lord Kelvin, que provienen de los mundos
llenos de vida que han chocado, pulverizándose en
el espacio. . .
— Siento mucho no poder suponer eso, pues un
sin:y)le razonamiento me dice que debido al choque,
los dos mundos quizá arderían íntegros ; después,
eso no explica el origen primero . . .
— ¡ Ah ! pierde usted la esperanza de encontrar
el origen primero de nada . . .
— Y porqué no suponen — replicó una señora —
que esos gérmenes de vida fueron dispersados por
la mano invisible del gran sembrador?
— Como ustedes gusten. Pero no olviden que es-
tamos discutiendo la posibilidad del viaje de esos
gérmenes en el espacio ; es decir, cómo andan, y
cómo caen al fin.
— Por algo así como un silencioso e impercepti-
148 MARTÍN OTI,
ble vendaval que reina en todo el universo — re-
plicó la señorita ; — por una nueva fuerza descu-
bierta, la antitesis de la gravitación; por algo que
hacía falta para concebir sin mucha pena la eter-
nidad de la materia... no obstante Mr. Le Bon.
— ¡ Ah, sí ! La fuerza repulsiva de la luz o pre-
sión de Maxell-Bartoli.
— ;Pero no es cosa tan nueva : Képler ya la vis-
lumbró en la formación de las colas cometarias, aun-
que nadie le hizo caso a Képler, inclusive el mismo
Newton.
— Ni más tarde a Euler. A Maxwell y Bartoli
les cupo la suerte de dar en la tecla, haciendo' ver
y midiendo en el gabinete de física esa fuerza Ve-
pulsiva.
— Siempre lo de ver y creer.
— Sí, pero comprender también es ver. Exigir
que todo entre por los ojos, es muy vulgar.
— Esa fuerza es la que agita a nuestro sol y
a los millones de estrellas, esparciendo una lluvia
impalpable y sutilísima de su propia substancia ha-
cia el espacio infinito.
— Que sería como el polen de esas grandes flo-
res del cielo — agregó un caballero.
— Ahora bien; la velocidad con que son proyec-
tadas esas partículas, depende de su densidad y de
su tamaño. Sabios eminentes y originales se han da-
do el trabajo de calcularla, pero únicamente para
el sol, por conocerse bastante bien su poder repul-
sivo debido al rechazo de las colas cometarias, y
MODOS DK VER 149
más que bien su poder atractivo. Se toma siempre
como unidad de densidad la del agua. Bueno, pues ;
se ha calculado que una partícula esférica de un
diámetro de quince diezmilésimo de milímetros
(0,0015 mm.), colocada cerca de la superficie del
sol, se mantendría en equilibrio, es decir, la fuerza
de atracción resultaría contrarrestada por la de re-
pulsión.
— Maxwell "versus" Newton.
— Justamente.
— Pero siempre que esa partícula refleje total-
mente los rayos luminosos — dijo un caballero.
— Sí ; esa enmienda la hizo Schwarzschild. Aho-
ra, si el diámetro de la partícula es inferior a ese
valor de 0,0015 mm., triunfa la fuerza repulsiva
y se aleja para siempre del sol.
— Pero hasta por ahí no más el achicamiento ;
pues, según el perspicaz Schwarzschild, si el ta-
mnño de la partícula llega a ser inferior a los tres
décimos de la longitud de la onda de los rayos lu-
minosos incidentes, cesa el rechazo, triunfando aho-
ra la gravitación : la partícula volvería al sol.
— Me alegro por Newton, cuyo espíritu lo con-
sidero contrariado con tales novedades — dijo una
señora.
— De lo que se deduce que no podría aplicarse
la ley de repulsión a los gases. . . (i) .
— Ahí tiene usted un inconveniente para la ex-
(i) Después se ha demostrado que sí.
1^0 MARTÍN GIL
plicación satisfactoria de las colas cometarias —
dijo un caballero.
— Pero las tales colas no están formadas exclu-
sivamente por gases, sino también por partículas...
— Bueno; los sabios se arreglan cargando a esos
gases de un potencial eléctrico — de lo que no hay
la menor duda — para que se rechacen o atraigan
según el caso.
— Muy cómodo. Pero dejemos las colas y siga-
mos con nuestra partículas.
— ¿Cuál debe ser su tamaño para que sufra el
máximum del rechazo, según esos señores origi-
nales ?
— Cuando la circunferencia de la partícula sea
igual a la longitud de la onda de irradiación. En
tal caso, la fuerza repulsiva es 19 veces mayor que
la atractiva.
— Sin embargo, entiendo que se han comproba-
do velocidades de rechazo doble de ese valor.
— Cierto.
— Pero vamos al grano — dijo una señora. —
¿Habría gérmenes vitales de un tamaño tan ínfimo
como los que dan ustedes, para que pudieran via-
jar por los espacios a impulso de esas fuerzas re-
volucionarias ?
— Según los sabios Raelhman y Gaidukow, exis-
ten ultramicroorganismos de un tamaño inferior a
diez y seis cien milésimos de milímetro, 0,00016
mm. ; ahora una partícula de ese tamaño, de den-
sidad igual a la del agua y completamente ref le-
MODOS DE VER
151
jante, se encuentra en condiciones de experimentar
el máximum de la fuerza repulsiva. Según Arrhe-
nius, dicha partícula llegaría del sol a la tierra en
56 horas.
— Pero quizás sería difícil que un germen, es-
pora o lo que sea, reúna todas las condiciones men-
cionadas.
— Justamente, Arrhenius toma en cuenta esos in-
convenientes y calcula una fuerza muy moderada
— más o menos cuatro veces superior a la de gra-
vitación — para hacer viajar un germen. Resulta
entonces que partiendo del sol, por ejemplo, lle-
garía a Marte en 20 días ; a Júpiter en 80 ; a Nep-
tuno en 14 meses y a la estrella doble alfa del Cen-
tauro, el sol que sigue en distancia al nuestro, en
nueve mil años.
— Bueno, pero ese germen viajero debe tener ene-
migos mortales, como ser, el frío del espacio, la
luz solar recibida constantemente, la sequedad ab-
soluta, los ravos mortíferos ultravioleta...
— A todos esos argumentos se ha respondido sa-
tisfactoriamente.
— Cuanto a lo del frío recordemos los experi-
mentos del instituto **Jenner".
— Y los de Macfadyen — agregó un caballero —
microorganismos viviendo seis meses a doscientos
grados bajo cero ! !
— ¡ Qué animales ! . . .
— Y al fin no es mucha la diferencia entre esa
temperatura y la del espacio interplanetario.
lü'¿ .MARTÍN' GIL
— Respecto a la acción mortífera de la luz, es
cierto; pero hay algunos microorganismos, como
el "tyrothix Icabir", de Ducloux, que resiste un mes
a la acción de la luz solar.
— Si me permitiera el señor Ducloux — replicó
una señora — yo le rebajaría la mitad a ese mes
de resistencia de su microbio, por las treinta no-
ches del mes. . . pues el germen viajero por los es-
pacios, no tiene noche, sino día constante.
— Muy bien observado.
— Respecto al argumento de la sequedad del es-
pacio, los botánicos contestan que hay una alga,
la "pleurococcus vulgaris" que vive bien durante
cinco meses en un ambiente absolutamente reseco.
Por otra parte, el sabio Roux piensa que la acción
fatal de la luz solar sobre los microorganismos,
se debe a una especie de oxidación producida por
los elementos de la atmósfera ; y como en el espa-
c no hay atmósfera, se deduce que los gérmenes
vagabundos no sufrirían por la luz solar.
— Eso está por verse. ¿Y cuál sería el mecanis-
mo para que .un germen, supongamos terrestre, se
fuera a rodar cielos?
— Los sabios le arreglan el viaje fácilmente —
dijo la señorita. — Según Arrhenius, una espora de
diez y seis cien milésimos de milímetro, puede ser
elevada a cien kilómetros de altura por una leve
corriente de aire de dos metros por segundo, pu-
diéndose mantener a esa altura de cien kilómetros,
durante años, pues el mismo germen elevado tan
MODOS DE VER
153
sólo a 83 metros demoraría un año cayendo a la
tierra.
Ahora, llevada nuestra espora a esa respetable
altura primera, allí, donde, según el sabio citado
se forman las auroras polares por las descargas
eléctricas de las partículas llegadas del sol, la es-
pora se cargaría de esa electricidad ; entonces, por
tener el mismo signo que el de las partículas sola-
res, sería rechazada, alejándose para siempre de la
Tierra.
— Ahí tienen ustedes un viaje barato y sin pre-
parativos — dijo una señora, bostezando — pero
francamente, creo que estamos tan a obscuras co-
mo antes, pues a cualquiera se le ocurre pregun-
tar de dónde salieron esas semilla's de vida que
pueblan los espacios, fecundadoras de astros en-
friados, como la Tierra.
— Conforme — dijeron varias voces — ni de la
vida ni de la muerte se sabe una palabra.
— Y poco de lo demás.
— Así es — replicó un concurrente — pero mL
parece que se gasta inútilmente ingenio y tiempo
remontándose a los espacios en busca del origen
de la vida ; y me fundo en una consideración sen-
cilla : si la materia viviente, la orgánica, como se
dice, está formada íntegramente de la inorgánica ;
si nuestro cuerpo, como el de la planta, el ave o el
microbio, se compone de unos cuantos elementos
simples, como ser carbono, nitrógeno, oxígeno, hi-
drógeno, cal, hierro, fósforo, etc., es absolutamente
154 MARTÍN Gil.
lógico ir a buscar el secreto donde esos elementos
se encuentran a mano y a rodos, es decir, aquí no
más, sobre la Tierra.
— Tiene usted mucha razón.
— Ahora, el secreto quedaría descubierto cuando
se sorprenda el momento preciso y maravilloso del
paso de la materia inorgánica a la viva.
— Sobre ese misterio hay estudios interesantes,
admirables — replicó la señorita. — Sin ir más le-
jos: los cuerpos coloidales, o si ustedes quieren, el
estado coloidal de muchos metales, como la plata,
el oro, platino, etc.. esos "fermentos inorgánicos",
como se les llama, porque se comportan exacta-
mente como los fermentos orgánicos.
— Conozco, entre otros, un interesante trabajo de
nuestro sabio y joven compatriota Ángel Gallardo
— dijo un caballero.
— Por ejemplo — prosiguió la señorita — el pla-
tino en estado coloidal, transforma el alcohol en
ácido acético, exactamente como si se operara con
la batería del "mycoderme aceti". y así, muchos
otros fermentos inorgánicos producen efectos idén-
ticos al de ciertas bacterias y microbios. Otra cosa
curiosa : los mismos venenos que paralizan o de-
tienen la acción de los fermentos orgánicos, influ-
yen exactamente sobre los coloides. El ácido cia-
nhídrico, por ejemplo, en proporción ultra-infini-
tesimal : ¡ un gramo disuelto en veinte mil metros
cúbicos de agua ! . . .
— Señores, muy buenas noches — dijo la dueña
MODOS DE VER
155
de casa — todo muy interesante, sorprendente, si
ustedes gustan, pero no hemos adelantado nada y
la noche se va.
Tenía razón. Las horas se habían deslizado so-
bre la gran bóveda azul, recogiendo al pasar, y muy
discretamente, las más lindas estrellas del verano,
para dar vía libre a las de otoño, que ya venían
remonatndo la amplia curva oriental.
Mientras Orion y Los Gemelos se desmorona-
ban fulgurantes hacia el abismo, la abrillantada hoz
del León había culminado ya, tocándole el turno
a Denébola.
El Boyero, al NE. lucía su topacio gigante, Arc-
turo. Mientras el Escorpión y el Serpentario, ten-
didos largo a largo a poca altura sobre el horizon-
te, trepaban en silencio la eterna escala de los cie-
los. El Centauro, la Cruz y el Navio, ceñidos por
la Vía Láctea, proclamaban el triunfo incontrasta-
ble de nuestro cielo austral.
En la tierra, sobre la inmensa pampa, reinaba
un profundo silencio, interrumpido de vez en cuan-
do por el golpe perezoso y lejano de los molinos,
esos fieles guardianes de las aguadas, accionando
semidormidos al suave impulso de la brisa perfu-
mada.
Con razón decíamos que no hay temas más fe-
cundos que los inabordables . . .
Bell Ville, 1911.
SUPERIORIDAD DE LOS MARTENSES
Al señor Carlos Gutiérrez.
Los lectores de ''La Nación" habrán leído, sin
duda, el interesante artículo de Max Nordau, de
hace poco, sobre el problema trascendental de
la comunicación interplanetaria, especialmente con
Marte.
El eminente escritor y filósofo, con la precisión,
elegancia y claridad que lo distingue, hace dialogar
amablemente a un astrónomo, una señorita norte-
americana y no recuerdo a quien más, sobre ese
tema tan elevado, dicho sin metáfora. Después de
discutir ampliamente el caso y convenir en la no
imposibilidad de la comunicación, nuestras ilusio-
nes van a parar por los suelos, pues resulta que
habríamos trabajado inútilmente, al divino cohete,
porque no podríamos comprender a los martenses.
Y no podríamos comprenderlos porque es tan gran-
de la inteligencia y civilización a que han llegado
estos caballeros en comparación de la nuestra, que
MODOS DE VER 1^'
los hombres más geniales de aquí abajo harían el
papel de monos inferiores al lado de nuestros com-
patriotas de arriba. ¿A qué se debería esta dife-
rencia tan deprimente y abrumadora, según Nor-
dau? Al estado de evolución del planeta Marte,
mil veces más avanzado que el nuestro. En otros
términos: a que Marte es más viejo que la Tierra;
y sabemos que el diablo es diablo por ser viejo.
Es verdad ; esta es la manera general y corriente
de ver el problema, pero debemos recordar que
muchas veces las cosas más corrientes y generales
suelen ser las menos ciertas. Daré mis razones en
las que fundo mi manera distinta de ver la cuestión,
sin que pretenda estar en lo cierto. No me impulsa
un amor propio terráqueo, ni mucho menos aquel
orgullo egocéntrico de los antiguos. Por el contra-
rio, creo que la vida orgánica en cualquier punto
del universo y en cualquier forma que se manifies-
te, no ha de pasar de una triste ridiculez, de un
fenómeno tragi-cómico. Me lleva cierta inclinación
a los enigmas trascendentales, al misterio universal,
a todo lo que se encuentra un poco más arriba de
la Bolsa de Comercio, del maíz, de los animales
gordos y de las carreras ; aunque también cultive
con entusiasmo discreto algunos de estos ramos, ex-
cepto el primero y el último. Estamos, pues, muy
lejos del simpático Guillermo del bello libro de
Nordau.
Bien, pues ; se dice que siendo el planeta Marte
mucho más viejo que la Tierra, los habitantes de-
I.tó MARTÍN Gil.
hen llevarnos muy adelante en progreso y sabidu-
ría. Ante todo, debemos convenir en que eso de
vejez y juventud, no son conceptos muy claros, auii
((ue lo parezcan, ya se apliquen en la tierra comu
en el cielo.
Dada la secreta armonía que liga todas las co-
sas, podríamos comparar sin violencia la evolución
orgánica de un hombre con la de un planeta. Sa-
bemos que hay jóvenes viejos; jóvenes blancos de
canas, arrugados, friolentos, decrépitos; y viejos jó-
venes, más tersos y lustrosos — sin cosméticos, se
entiende — que una manzana ; tan llenos de vida y
alegría que es menester andar atajándolos con el
indiscreto recuerdo de sus años cumplidos. Y es
ese un error, pues cada uno tiene, como se ha di-
cho, la edad de sus arterias. Y quien dispone de
buenas arterias, goza de un cuerpo caliente, y calor
es vida, juventud.
En cambio, el organismo del joven-viejo ha evo-
lucionado rápidamente, llegando muy pronto a ce-
rrar el ciclo visible con la muerte. ; Pero acaso po-
dríamos decir que por haberse adelantado en la
evolución, por haber recorrido el camino más de
prisa, este joven-viejo ha debido sobrepasar en co-
nocimiento, en sabiduría a nuestro viejo- joven?
En el cielo también hay astros jóvenes-viejos y
viejos- jó venes.
La vida, la longevidad de un astro depende di-
rectamente de su masa : a mayor masa, inayor vida,
puesto que mientras mayor sea aquella contendrá
MODOS DK VER
16t)
más calor originario y demorará más en enfriarse
y en secarse. La Luna es más bien hermana melliza
de la Tierra que hija. Relativamente, es decir, com-
parando las masas de Luna y Tierra, la Luna re-
sulta el satélite de mayor masa de todo el siste-
ma planetario, y el de mayor densidad absoluta :
es casi un planeta. Ella se desprendió de la Tierra
en el último momento, ya hecha, podríamos de-
cir ; comenzando — permítaseme el símil — a fi-
gurar en sociedad a la par de su hermana o madre
por división. Luego. Tierra y Luna son casi de la
misma edad en tiempo. Pero ¿quién no sabe hoy
que la Luna es un astro muerto, un pequeño mun-
do petrificado, un cascajo celeste desde hace cien-
tos de siglos ; sin aire, sin agua, un blanco cemen-
terio no obstante el esfuerzo hecho por algunos as-
trónomos yanquis para declararla, aunque más no
fuera una Varsovia en paz? y por qué envejeció
y murió tan pronto nuestra blanca tía? ¿Por qué
nos ha adelantado en la marcha evolutiva como se
dice de Marte -^ Sencillamente por el pecado ori-
ginal de su pequeña masa con relación a la de la
Tierra. Por la misma razón que una esfera de hie-
rro, supongamos de un kilogramo, calentada a tres-
cientos grados, se enfría mucho antes que otra
esfera del mismo metal y de ochenta kilogramos
igualmente calentada a trescientos grados. El peso
de la Tierra equivale a ochenta y una veces el peso
de la Luna.. Ahora, supongamos lo que es perfecta-
mente natural : que a su debido tiempo en la Luna
1fi<^ MARTÍN GIL
también hubo humanidad, como diría un teólogo,
cuando pasó como la Tierra su período terciario,
lo que debió suceder mucho antes que aquí, por
haberse enfriado con mayor rapidez. En tal caso,
¿sería lógico pensar (^ue los selenitas, por haberse
adelantado evolutivamente a nosotros, alcanzaron
una civilización, cultura y sabiduría muy superior
a la nuestra actual? ¿No se les habrían apagado
las luces en medio del baile, o lo que es más justo
pensar, su progreso, sus conocimientos, ¿no habrán
sido proporcionales al tiempo de su vida astral?
Bueno, pues, el planeta Marte es un joven-viejo
de los cielos. Según las vistas cosmogónicas actua-
les, se formó mucho después que la Tierra. Esta
ya era madre de familia cuando el joven Marte
apareció en el vasto salón sideral. Pero aquí está
el busilis, me parece : la masa de Marte es la dé-
cima parte de la de la Tierra. Se necesitan diez
Martes bien pertrechados para equilibrar en peso
a la Tierra. Y es claro entonces, Marte, no obs-
tante su poca edad, ha envejecido pronto por ha-
berse enfriado mucho más rápidamente que la Tie-
rra, según aquella estrecha relación entre la longe-
vidad y la masa de un cuerpo celeste.
Los que no aceptan reforma alguna a la teo-
ría cosmogónica de Laplace, pueden tener razón
en considerar más viejo a Marte. Quizás es esta
la manera de ver del doctor Nordau. Pero es el
MODOS DE VER 161
caso, que el análisis prolijo y a fondo de la con-
cepción laplaceña, ha encontrado fallas e inconve-
nientes graves, a pesar del esfuerzo de ilustres de-
fensores como Roche y otros. Y aun aceptando la
mayor edad en tiempo de Marte, creo fácil demos-
trar lo que nos proponemos.
Podríamos razonar exactamente como para la
Luna.
Admitiendo que la Naturaleza no disponga ba-
jar el telón en Marte y en la Tierra antes de con-
cluida la fiesta, es decir, suponiendo que terrestres
y martenses completen su ciclo en paz y en armo-
nía, ¿podríamos aceptar que ambos humanidades,
diremos, alcancen el mismo grado de sabiduría?
Y estrechando más el argumento : el valor abso-
luto de la parte del ciclo vital recorrido hasta hoy
por los martenses, ¿sería superior al nuestro, no
obstante llevarnos adelante en la evolución? Vea-
mos :
El conocimiento ha sido parangonado al círcu-
lo; comparación muy bonita y justa. Aprovechemos
y generalicemos el símil.
El radio del círculo o del ciclo completo de los
martenses es naturalmente menor que el radio del
círculo o ciclo completo de los terrestres, por aque-
lla gran diferencia de las masas de ambos planetas.
Ahora aunque la relación de la circunferencia al
diámetro de ambos ciclos martense y terrestre sea
162 MARTÍN GIL
el mismo, puesto que el valor de "pi" es una can-
tidad constante e inconmensurable — como lo es el
conocimiento absoluto de las cosas — no sucede lo
mismo con la superficie de esos dos círculos, o sea.
si se quiere, el conocimiento relativo de las cosas ;
pues las superficies de dos círculos son proporcio-
nales a los cuadrados de sus radios. Luego, si su-
ponemos con toda justicia que el radio de nuestro
ciclo, esto es, el tiempo de evolución, sea por ejem-
plo tres o cuatro veces mayor que el de los mar-
tenses, la superficie abarcada por nosotros en el
terreno del misterio universal, del conocimiento re-
lativo, sería como el cuadrado de esos números,
es decir, "nueve" o "dieciseis" veces mayor.
La idea o creencia en la habitabilidad de los pla-
netas de nuestro sistema, me parece que debe irse
restringiendo a medida que avanza el telescopio, y
el espectroscopio, muy especialmente.
Si sobre una hoja de papel figuramos el Sol
con un punto y tiramos nueve líneas horizontales
y paralelas, cada línea representará la proyección
de la órbita de un planeta, o si se quiere la posi-
ción de dicha órbita respecto al Sol, exceptuando
la quinta, que corresponde a la zona de los aste-
roides, una gran manga de planetitas enanos en nú-
mero de más de setecientos hasta hoy. Cuanto a
las distancias relativas de las líneas entre sí, y res-
pecto al Sol, la obtendríamos fácilmente interpre-
tando la sencilla y preciosa ley de Titius-Bode. Pe-
ro no necesitamos esos valores para lo que nos pro-
MODOS DE VER 1^^
ponemos. Las nueve líneas a contar desde el Sol,
corresponderían a Mercurio, Venus, Tierra, Marte,
los asterioides, Júpiter, Saturno, Urano y Neptu-
no. Paso por alto un pequeño planetita excéntrico,
Eros, que circula clandestinamente entre la quin-
ta y tercera línea. A los cuatro planetas compren-
didos entre el Sol y la quinta línea o zona de los
asteroides, se les llama inferiores ; y superiores, a
los cuatro restantes situados al otro lado de la zo-
na límite. Bien, pues ; es curioso observar que los
cuatro planetas inferiores son los más chicos, los
más pobres en satélites ; pero los más densos, los
solidificados y los que giran sobre sí mismos con
moderación, decentemente, exceptuando Mercurio,
que según observaciones interesantes, parece no gi-
rar o mejor dicho, que el valor de su revolución
axial es igual al de su revolución orbital ; respecto
a Venus se está en duda, pero hay mayoría en fa-
vor de su rotación. Por el contrario, los otros cua-
tro planetas superiores son de dimensiones colo-
sales, pero de pequeña densidad: la de Saturno es
algo mayor que la del corcho, la de Júpiter, Ura-
no y Neptuno, apenas supera a la densidad del
aceite. Giran sobre sí mismos con una furia ver-
daderamente de locos, por lo menos los dos colo-
sos, Júpiter y Saturno. Todos están plagados de
satélites, menos Neptuno, quizá por la dificultad
en descubrírselos. Mientras la velocidad máxima
de rotación de un punto sobre la Tierra es de cua-
trocientos sesenta y cinco metros (465 m.) por se-
164 MARTÍN Gn,
gundo, en Júpiter es de doce mil metros (12.000 m.)
en el mismo intervalo. Todo esto, y muchos otros
síntomas que dejamos de lado, indican a las cla-
ras que los cuatro grandes planetas superiores es-
tán retardadísimos en su evolución. Respecto a Jú-
piter y Saturno se puede asegurar que aún se en-
cuentran en estado fluido, gaseoso o semiliquido, y
por lo tanto, calientes. Sin embargo, este grupo
superior es más viejo que el inferior; viejo en tiem-
po, pero no en estado : nacieron mucho antes que
los interiores ; son los niños ancianos del sistema.
La causa de la lentitud en recorrer la escala de la
vida, ya la conoce el lector : la enorme masa de
esos cuerpos con relación a la de los cuatro plane-
tas inferiores que son los jóvenes-viejo.
Ahora bien; si los cuatro inmensos hoteles de
nuestro sistema, Júpiter, Saturno, Urano y Neptu-
no, aún no están listos para el servicio público, se-
rá menester recurrir a los del primer piso, a los
inferiores entre los que se encuentra el nuestro.
Pero resulta que Mercurio-Hotel debe ser inaguan-
table por su ubicación tan próxima a la gran cal-
dera, el sol, y por otras razones más graves aún :
hasta estos momentos un buen número de astró-
nomos y físicos discuten la existencia de atmós-
fera en Mercurio y también su rotación. Hay sus
buenas razones en pro y en contra. Después de es-
tudiarlas y meditarlas, cada uno tiene derecho a
opinar y elegir. Yo me permito estar por la ne-
gativa: Mercurio carece de atmósfera como la Lu-
MODOS DE VEB 165
na. y ejecuta su revolución presentando siempre al
Sol el mismo hemisferio. Las consecuencias de ta-
les condiciones son muy serias para la vida orgá-
nica. Si aceptamos el procedimiento de cálculo del
sabio Christiansen, la temperatura media del he-
misferio de Mercurio bañado eternamente por la
luz solar, llega más o menos a trescientos cincuen-
ta grados centígrados (350 grados c), mientras que
en el hemisferio opuesto y sumergido en una no-
che eterna, reinaría el cero absoluto, esto es, dos-
cientos setenta y tres bajo cero.
Este sería Mercurio en el peor de los casos. Su-
poniendo en el mejor, es decir, con atmósfera, y
girando en más o menos 24 horas, la temperatura
media, según otra manera de apreciarla, llegaría a
ciento noventa y tres grados centígrados (193 gra-
dos c), el doble del agua hirviendo! Como se vé,
Mercurio-Hotel debe estar abandonado, pero las
camas sin chinches. El que sigue, es de un aspec-
to muy hermoso: Venus-Hotel. Como todos saben,
se encuentra no muy lejos de Mercurio, desgracia-
damente. vSe le vé brillar a gran distancia, pues es-
tá cubierto por un denso toldo de nubes más blan-
co que la nieve, lo que impide explorar el interior
del edificio. Cuenta con una gran atmósfera. Si no
fuese el toldo, la temperatura media allí alcanza-
ría a sesenta y cinco grados centígrados (65 gra-
dos c.) ; la blanca cubierta debe rebajarla a cua-
renta grados (40 grados c), algo muy respetable
todavía. El toldo también impide a los observado-
166 MARTÍN Gil,
íes de conciencia la determinación franca y segu-
ra de la posición del eje de rotación de Venus, así
que sería aventurado calcular las variaciones de la
temperatura en sus estaciones. Con esa temperatu-
ra media de 40 grados, ya podríamos imaginar cuál
sería la del verano allí en Venus, tan sólo con una
inclinación de su ecuador para con la eclíptica,
igual a la de la Tierra. La temperatrua media so-
bre la Tierra es de diez y seis centígrados.
También se discute la rotación de Venus sobre
su eje ; sin embargo, hay mayoría por la afirma-
tiva (en cerca de 24 horas), en vez de 225 días,
igual a la de su revolución orbital, según Scliiapa--
relli y compañía. La existencia de una gran atmós-
fera en Venus es un grandísimo argumento contra
las vistas de Schiaparelli. Parece entonces no exis-
tir inconvenientes muy graves para la habilitabili-
dad de Venus-Hotel. Lo que sí, sus huéspedes de-
ben ser negros de trompa azul y mota ensortijada
como resorte. Después de Venus, viene Tierra-Ho-
tel. Excuso hablar de la carestía de la vida en es-
te establecimiento. Nos falta Marte-Hotel. Todo
el mundo conoce las crónicas y descripciones fan-
tásticas de este balneario celeste. Sus exploradores
y agentes más acreditados, como Lowell y Picke-
ring, hacen muchos elogios. Dicen que las grandes
manchas azul-verdosas consideradas como mares,
son llanuras cultivadas, y sus célebres canales en
número de 420, valles cutivados también. La tem-
peratura media allí se calcula entre nueve y quince
MODOS DE VER 167
centígrados, gracias a la diafanidad de su atmósfe-
ra que deja pasar casi sin pérdida toda la luz so-
lar recibida. Allí puede decirse que rinde la luz,
pero la irradiación nocturna del calor acaparado en
el día, debe ser de un efecto cruel por esa misma
diafanidad y escasez de vapor de agua. Todo está
diciendo que reina allí la tranquilidad y la armonía,
pero de esa armonía del suave descenso del otoño
de la vida ; con la perspectiva de un lindo mauso-
leo.
Acabamos de recorrer los ocho hoteles de nues-
tro sistema planetario a más de la romántica posa-
da de la Luna, y apenas si encontramos tres en con-
diciones decentes de habitabilidad, que son. Venus,
Tierra y Marte, es claro, razonando humanamente,
de acuerdo con nuestra manera de considerar posi-
ble la vida ( i ) .
Si nos fijamos un poco, veremos que aquel ino-
cente orgullo del hombre antiguo por considerarse
el rey de la creación, relativamente, no iba muy
descaminado, aunque haya reyes desnudos, con cua-
tro plumas en la cabeza, lanza y argolla en la na-
riz. Pero si nuestra humilde republiqueta o siste-
ma planetario cuya capital es el Sol, aun no está
suficientemente poblada, no hay duda que lo esta-
rá más tarde, cuando se entreguen, como dijimos,
(i) Recientes estudios espectroscópicos indicarían que
la temperatura media en Marte sería de treinta y tantos
baío cem
bajo cero.
168 MARTÍN GIL
al servicio público, los cuatro grandes planetas su-
periores. De todas maneras, entre los millones de
soles que hormiguean en Ja profundidad del espa-
cio, muchos deben tener como el nuestro, su cor-
tejo de planetas, y con tan plausible motivo, tam-
bién debe bailarse allí el pericón de la vida.
En fin ; volviendo al tema principal de estas di-
vagaciones, diré, que por las razones dadas al co-
mienzo, no creo en la superioridad de los habitan-
tes de Marte proclamada por Max Nordau y mu-
chos otros. Al contrarío, estoy seguro de que un
ilustre terrestre como el doctor Nordau, podría en-
señarle muchas cosas al más pintado doctor mar-
tense.
Setiembre 4 de 1910.
8 rué Henner, París le 23 Septer. | 1910.
Monsieur Martin Gil.
Córdoba— R. A.
Monsieur :
Mon article sur les martienS a eu un grand mé-
rite : celui de susciter le vótre.
Permettez-moi de vous féliciter de votre travail
aussi brillant qu'érudit, aussi spirituel que cour-
to?^
ous avez peut - étre raison . Je n'ai peut - étre
MODOS Dt VER 169
pas tort. Chacune de nos deux hypothéses peut se
défendre; aucune ne peut se démontrer.
Je suis heureux de vous avoir donné Timpulsion
d'of frir un pareil régal aux lecteurs de "La Nación"
et vous prie de me croire votre admirateur.
Dr. M. Nordaxi.
PRIMERO KL SOL
No necesito conocer personalmente a los seño-
res congresales para dedicarles estas reflexiones.
Bástame saber que hay entre ellos muchos que gas-
tan buen sentido en el recinto y fuera de él, es de-
cir, que estudian, hablan poco, corto y bien, y no
hacen uso de la medalla para contrariar ordenan-
zas municipales ni policiales.
Como saben muy bien los señores legisladores,
el señor ministro de instrucción pública ha tenido
la idea progresista, aunque no me animaría a ca-
lificarla de justamente feliz, de autorizar la fun-
dación de un magistral observatorio astronómico
nacional, mediante un gasto total de más o menos
un millón de pesos, si no estoy mal informado. El
gran establecimiento mirará serenamente al cielo
desde nuestras balsámicas sierras cordobesas, tan
propicias para las exploraciones del infinito como
para las afecciones del pecho. Con tal motivo se
ha dicho que la Argentina dispondrá del telescopio
más potente del mundo. Esto es muy honroso y
MODOS DE VER ni
muy liermoso, aunque tal afirmación no se ajus-
te estrictamente a la verdad. Según lo publicado,
nuestro futuro telescopio gigante será un "reflec-
tor" de un metro y medio de diámetro (i m. 50),
es decir, su objetivo lo compondrá un espejo de ese
diámetro. Pero sabemos que en la práctica el poder
óptico de un instrumento "reflector" es más o me-
nos la mitad del de un "refractor" de igual diáme-
tro, es decir, de un anteojo cuyo objetivo sea una
lente y no un espejo. x\hora bien; el refractor ecua-
torial del observatorio de Yerkes en Norte Amé-
rica mide un metro y milimetros de diámetro ; lue-
go, el espejo del nuestro debería excedr de dos me-
tros para sólo igualar al de Yerkes. Pero tal cues-
tión, que podría discutirse más o menos teóri-
camente, no es la que me induce a escribir estas
lineas ; apuntóla de paso por simple respeto a la
verdad y para prevenir toda jactancia patriotera
sin base firme. Es otra la cuestión, y a mi ver,
trascendental.
¿Cuál sería el fin, el rumbo, el propósito de es-
te gran observatorio?
Su programa se puede vislumbrar sin error muy
grande : se trata de estudios estelares en general ;
de nebulosas, de cometas, de espectroscopia este-
lar, completando así la exploración minuciosa de
la parte de la bóveda celeste inaccesible a los ob-
servatorios del hemisferio Norte.
Es bueno recordar que otro gran observatorio
nacional, el de Ea Plata, debe o debería ejecutar
172 MARTÍN GIL
idéntico género de trabajos dado su poderoso ins-
trumental. Y por variar, el gran observ^atorio del
Cabo, en el África, situado a una latitud casi idén-
tica a la de nuestros dos observatorios naciona-
les, y por lo tanto dominando los tres la misma
porción de la bóveda celeste, ejecuta más o menos
la misma índole de trabajos. De todos modos, me
apresuro a manifestar que los estudios estelares
modernos, inclusive los de nebulosas y cúmulos,
son de una gran trascendencia en el terreno de
la ciencia astronómica pura y de la filosofía na-
tural. Los trabajos modernos están destinados a po-
ner en claro en un futuro próximo ciertos grandes
problemas de cosmogonía y de mecánica celeste
universal, siendo muy numerosos los observatorios
que en estos momentos se empeñan en tal afán.
Pero hablando con cierto egoísmo terráqueo o
animalesco, si se quiere, diríamos que el hombre,
sin abandonar las especulaciones trascendentales
de la ciencia pura, tan gratas al espíritu, debiera
comenzar interesándose por los grandes problema-^
que lo afectan de inmediato ; de las fuerzas de la
naturaleza a que está supeditado y de las que de-
pende su vida, su felicidad o su desdicha.
Las estrellas, esos millones de soles hermanos
del nuestro, encuéntranse muy lejos de nosotros;
la luz de la más próxima nos llega a los cuatro
años de marcha a razón de dieciocho millones
(i8.ooo.ooo) de kilómetros por minuto. Por lo
demás, hasta hoy ha sido imposible comprobar que
MODOS DE VER 173
las estrellas ejerzan la más mínima influencia so-
bre nuestro sistema planetario, y por lo tanto, so-
bre la Tierra y nuestra vida. Con razón los poe-
tas, al cantar a las estrellas, lo hacen impulsados
por_ la idea de un inmenso abandono. Realmente,
ellas ni nos miran ni nos oyen.
Pero hay una sola cuya luz nos llega en ocho
minutos y fracción, fuente de toda vida y movi-
miento, de toda manifestación de energía aquí en
la Tierra como en el sistema planetario. Su luz pa-
ra nosotros equivale a la de un foco eléctrico de
trescientas mil (300.000) bujías, visto a un me-
tro de distancia ; el calor que nos envía en un año
es suficiente para licuar una coraza de hielo de
cuarenta y dos metros de alto que envolviera la
tierra entera ; sin embargo, ese calor interceptado
por la Tierra no es más que la dos mil doscientas
cincuenta millonésimas avas partes de la radiación
total de esa estrella.
La electricidad, el magnetismo y demás fuer-
zas sutiles de la naturaleza, tienen su origen en ella.
Pero, ¿ sería menester nombrar a esa estrella ?
¿ Quién no conoce al Sol ? Hablando estrictamente,
la estrella más cercana a la Tierra no es como se
dice Alfa del Centauro, sino el Sol. Las mentiras
convencionales también rigen en astronomía a pe-
sar del noble esfuerzo de Max Nordau. Va sin
decirlo, que la Tierra, como sus demás hermanos
planetas, es una prisionera de esa estrella amari-
lla que, cual una araña gigantesca, retiene en su
174 MARTÍN Gil,
malla circular e impalpable, un enjambre de in-
sectos globulares sin más libertad de acción que la
que gozan nuestras pobres muías de noria.
Seamos prácticos dentro de la misma ciencia pu-
ra. Que la caridad comience por casa y estudiemos
primeo el Sol, que es lo que nos afecta de inmedia-
to en una forma absolutamente imperativa y sin
réplica. Si a la filosofía en general se le conside-
ra como la cúspide de todos los conocimientos, me
atrevería a afirmar que estudiando al Sol sistemá-
ticamente, se llegará a hacer filosofía integral.
Hay en estos momentos una inmensa y solemne
espectativa científica provocada por las investiga-
ciones de heliofísica. La meteorología moderna, la
sismología, el estudio de la atmósfera desde el pun-
to de vista eléctrico, el magnetismo terrestre y has-
ta la bacteriología, están pendientes de dichos es-
tudios. Bastaría decir que en general, las epide-
mias, especialmente la difteria, aparecen en la épo-
ca del mínimum del Sol, justamente ahora, del año
pasado al presente. Sería interesante averiguar si
no se comprueba actualmente en el mundo un in-
cremento muy marcado de tal enfermedad. ¡ Qué
inmenso beneficio no reportaría al hombre el con-
vertir en ciencia de precisión a la meteorología y
sismología, por ejemplo ! ¡ Predecir con exactitud
suficiente las lluvias, las sequías, el calor, el frío,
ios ciclones, las inundaciones, los temblores de tie-
rra, etc. ! Y en verdad que no estamos muy lejos
MODOS DE VER
176
de ese momento, a pesar de la sonrisa de los meteo-
rólogos y sismólogos de la escuela cristalizada.
Más por ser la heliofísica una ciencia de ayer,
apenas si se dispone de unos cuantos observato-
rios de este género en todo el mundo, mientras que
los dedicados al estudio puramente estelar y pla-
netario, pasan de un ciento. Ahora bien : es bue-
no saber que la Argentina resulta ser no solo uno
de los puntos clásicos del globo para realizar las
grandes operaciones de alta geodesia, que resolve-
rian ciertos problemas magistrales aun pendientes,
sino también la región ideal del hemisferio austral
para complementar los estudios de física solar efec-
tuados en el otro hemisferio y poner así en claro el
gran misterio del Sol. Esto no quiere decir que de-
biéramos jactarnos de nuestras enormes ventajas
naturales, pues quizá sería provocar, a lo menos in
mente, reclamaciones enojosas ante el Creador por
tantos pueblos indigentes en dones naturales.
Sabemos que existen dos regiones clásicas en el
globo donde reinan bajas presiones barométricas en
forma constante : una, en el ecuador, y otra en los
polos. La primera es de origen térmico, produci-
da por la dilatación del aire en virtud de la radia-
ción solar y la fuerza centrífuga; la otra, la de los
polos, es de origen mecánico, ocasionada por un
fenómeno menos simple, aunque fácil de compren-
der. Debido a la rotación de la tierra, todo cuerpo
en movimiento tiende a desviarse hacia la dere-
cha de su trayectoria en el hemisferio boreal y ha-
176 MARTÍN GIL
cia la izquierda en el austral. Los vientos contra-
alisios, cuya acción es permanente, al descender en
las regiones polares, se encuentran desviados jus-
tamente en el mismo sentido de la rotación de la
Tierra ; por lo tanto, la velocidad con que llegan
se suma a la pequeña que anima a esos puntos te-
rrestres, resultando asi mayor la velocidad del ai-
re que la giratoria. Entonces la fuerza centrífuga
desarrollada por esa masa de aire atrae o llama,
podríamos decir, al aire que circunda el eje de ro-
tación, produciéndose entonces una baja presión
constante.
Ahora, si en la curva barométrica del ecuador a
los polos existen, como vemos, dos ''mínima", las
dos depresiones que acabamos de indicar, forzo-
samente debe haber un "máximo" entre esos dos
puntos para cada hemisferio.
La experiencia confirma esos dos "máximum"
a las respectivas latitudes de 30 a 32 grados. Como
vemos, uno de esos puntos corresponde medio a
medio a la Argentina. Tenemos, pues, la suerte de
encontrarnos ubicados en la zona de altas presio-
nes, vale decir, de atmósfera relativamente tran-
quila y firme, impropia para la formación de ci-
clones, tornados y demás fenómenos atmosféricos
violentos. La gran muralla de los Andes quiebra,
sm duda en nuestro obsequio, la furia de los vien-
tos del Pacífico, menos en la región patagónica.
Gozamos, pues, de un ambiente propicio para estu-
diar en sus mínimos detalles los fenómenos sola-
MODOS DE VER l'<"7
res-terrestres en general. Todo lo contrario le pa-
sa a Norte América, donde existen actualmente
los observatorios de heliofisica más completos y
poderosos del mundo. Pocas regiones del globo
más azotadas constantemente por tempestades y
ciclones, y con cielo más variable y caprichoso.
Siempre la ironía del bizcocho y las muelas.
El continente europeo tampoco se presta mu-
cho para el estudio completo de causa y efecto en-
tre los fenómenos del Sol y de la atmósfera, debi-
do a ciertas complicaciones provocadas por las co-
rrientes violentas que, cruzando el Atlántico cho-
can en Europa, según Bigelow, contra el área per-
manente asiática de alta presión. Luego, entonces,
para complementar fundamentalmente los estudios
de heliofisica y de física cósmica realizados en
forma trunca por Norte América y Europa, sería
menester la creación de un gran observatorio ar-
gentino de este género. Así mataríamos dos gran-
des pájaros de un solo tiro. Reconozco que el di-
cho popular no me viene bien en estos momen-
tos, por haber prohibido, como ministro, la des-
trucción de los pájaros, lo que me ha valido la
burla de una parte de la prensa de la docta Cór-
doba, mi pueblo ; aunque me apresuré a manifes-
tar que mi decreto comprendía únicamente a los
pájaros y no a los animales en general.
Cuando hace dos años tuve el honor de ofrecer
el Sol al señor Presidente de la República, indica-
ba la gran conveniencia que había de fundar este
178 MARTÍN GIL
observatorio ,desde el doble punto de vista de la uti-
lidad práctica y de la ciencia pura.
A un pais como el nuestro, cuyo horizonte sen-
sible económico es y será siempre agropecuario ;
que su bienestar social, su crédito, su política \
hasta el número de sus revoluciones y de sus au-
tomóviles dependen del pluvímetro, ¿no le intere-
saría conocer casi a ciencia cierta la probabilidad
inmediata y también a largos plazos de su suerte
material, y disponer de la facultad más trascen-
dental que existe, como es la de prever y preve-
nir ?
En fin, ya que el Poder Ejecutivo, despreciando
al Sol, se ha desvinculado del sistema planetario,
yendo a parar de un golpe a las estrellas, median-
te la fuerza viva del dinero, sea entonces el Con-
greso más humano y realista; no salga de su ór-
bita si no quiere perderse en el vacío y funde un
templo argentino de heliofísica y física cósmica, en
obsequio de la ciencia moderna del Sol, la más
humana, positiva y útil de las de observación, y
la que encierra más sorpresas maravillosas y más
útiles secretos para la felicidad del hombre y de
nuestros colaboradores y compañeros de viaje: los
animales y las plantas.
Quizá se preguntará en la Cámara : ¿ costaría mu-
cho dinero el tal observatorio? ¿Qué trabajos eje-
cutaría? ¿Quién lo dirigirá?, etc.
Con lo que se gastará en el otro observatorio
MODOS DE VER
179
autorizado por el Poder i^jecutivo, se tendrían dos
observatorios de helio física.
Entonces, fundemos uno por lo menos. Los tra-
bajos a ejecutarse serían, entre otros: registro fo-
tográfico cada dos horas de la "fotosfera" del Sol
(fáculas, manchas y sus medidas); otro registro
en igual forma de la "cromosfera", mediante el es-
pectroheliógrafo ("protuberancias" o sea erupcio-
nes de hidrógeno, "flocculi" o nubes de vapores de
calcio) ; análisis espectral de ciertas rayas miste-
riosas ; campo electromagnético en las mismas man-
chas del Sol, según el procedimiento de Hale.
Ahora ; estas observaciones sistemáticas y fun-
damentales del Sol estarían íntimamente ligadas a
los estudios y observaciones de metereología, de
electricidad atmosférica, ionización del aire, co-
rrientes telúricas, fenómenos sismológicos, etc., eje-
cutados por el mismo observatorio, pues todas es-
tas cosas son simples funciones del estado del Sol.
Con el conjunto armónico de datos tan precio-
sos, se formularían predicciones de gran importan-
cia para la agricultura y navegación ; para la ae-
rostación, etc. ; atreviéndome a decir lo mismo pa-
ra los temblores de tierra, sin fijar el punto toda-
vía.
Si se me preguntara quién dirigiría este gran
observatorio argentino, no tendría inconveniente en
contestar: estaría en muy buenas manos si se le
entregara al sabio metereologista de la escuela mo-
derna, Francisco H. Bigelow, a quien no tengo eí
180 MARTÍN GIL
gusto de conocer ni de vista, pero de quien conoz-
co sus trabajos científicos. Mr. Bigelow está vin-
culado a nuestro país con sus estudios sobre el si-
cronismo de las variaciones de los fenómenos so-
lares y los elementos meteorológicos de la Argen-
tina y los Estados Unidos de Norte América.
En el mundo científico, el señor Bigelow es uni-
versalmente conocido, especialmente por su hipóte-
sis para explicar las relaciones del magnetismo te-
rrestre con las manchas del Sol. Bigelow sostiene
la acción magnética directa del Sol sobre la Tie-
rra. Pero el desarrollo de la hipótesis del profesor
Bigelow, las objeciones que se le han formulado,
etc., nos llevarían lejos de nuestros propósitos. Me
basta demostrar que se trata de un sabio moderno
de ideas avanzadas y vigorosas.
Finalmente, me complazo en manifestar que, es-
tablecido en el país un gran observatorio de ese
género, mis insignificantes estudios privados de
"amateur" en los ígneos campos del Sol, tendrían
muy poco valor. En fin, sería muy fácil encontrar
un gran especialista en Europa o Norte América.
Julio i^ de 1913.
EL NAUFRAGIO DEL "TITANIC"
Los náufragos del "Titanic" han tenido razón
de impresionarse con la belleza del firmamento en
el instante de la catástrofe. El lector, como yo, ha-
brá notado desde el primer momento la rara Coin-
cidencia de los relatos telegráficos. ¿Qué significa
eso? ¿Quién podría fijarse en el cielo en tal emer-
gencia? Por lo pronto, se deduce que entre los náu-
fragos había gente de espíritu.
Conocidas las coordenadas del punto y la hora
local del suceso, se puede reconstruir matemática-
mente el cuadro celeste. Eso es lo que he hecho- v
realmente, he quedado vivamnte impresionado de
la ironía sarcástica de la naturaleza, al cerciorar-
me de la belleza superba del cielo en esos momen-
tos; pues SI se pusiera como problema: determinar
la época del año en la que, de 2 a 3 de la mañana
corresponda para el punto del globo donde se hun-
dió el "Titanic" el cielo más hermoso, responde-
ña sm vacilar: a mediados de Abril. Un mari-
no dira SI el cuadro celeste es suficientemente justo
ii^ntendido que los momentos del choque (loh >^)
182 MARTIN GIL
y del hundimiento (2h 20m.) corresponden a la
hora local del punto. Bien, pues ; incorporémonos
con la imaginación y sin salvavida a los pasaje-
ros del "Titanic". Las diez y veintitantos minutos.
Mar en calma: cielo estrellado; frío intenso; pro-
íundo silencio. Latitud, cuarenta y un grado nor-
te (+ 41 grado) ; longitud occidental, cincuenta
grados (50 grados). Navegamos, por lo tanto so-
bre el Gulf Stream. La estrella polar fulgura sua-
vemente a cuarenta y dos grados y minutos (42
grados 11') sobre el horizonte Norte del barco. Es-
te hiende el mar y el espacio intrépidamente pero
sin ruido, siguiendo el hilo invisible de su línea
loxodrómica, camino ligeramente oblicuo que cor-
ta a todos los meridianos bajo el mismo ángulo.
A esa hora su velocidad es imprudente : veinti-
trés nudos, vale decir, cuarenta y dos kilómetros y
medio por hora ; casi doce metros por segundo. La
velocidad máxima de un caballo de carrera en la
pista, no es muy superior a quince metros (15) por
segundo. Las ondas hertzianas, cual invisibles pa-
lomas mensajeras, han surcado el espacio en to-
das direcciones anunciando la presencia de gran-
des témpanos. Seguramente alguna de ellas ha to-
cado el aparato receptor del ''Titanic". Por lo tan-
to, la velocidad desarrollada es temeraria, no tiene
disculpa. La fiebre del "record" en velocidad co-
mienza a hacer más víctimas que la fiebre tifus.
Al tifus se le previene con el agua hervida y los
filtros; el aturdimiento no tiene remedio.
MODOS DE VER 183
Es ya la hora del reposo en la ciudad flotante.
Los niños duermen tranquilos. En muchos de sus
rostros, suaves y aterciopelados, se dibuja una son-
risa ; es que sueñan con la muñeca rubia de gran-
des ojos azules que también duerme a sus pies, o
con el velocípedo, o con el cordero cara negra que
los espera en casa del abuelo, allá lejos todavía.
Los salones de juego y de fumar van quedando
desiertos. Un pequeño grupo de hombres en traje
de etiqueta rodean, silenciosos, un tablero de aje-
drez. Algunas pocas señoras y señoritas conver-
san, leen y hojean las revistas ilustradas.
Los últimos «record» en velocidad de los aero-
planos las entusiasman ; a falta de un aeroplano,
se consuelan sabiendo que el «Titanic» llegará an-
tes que cualquiera de los grandes buques alemanes
de la otra compañía. ¡Oh! Llegar primero que na-
die, es la aspiración suprema de todo el mundo que
se mueve.
Arriba, sobre cubierta, el aire helado y sutil cor-
ta las carnes.
El vigía, desde su puesto, cerca de la proa, es-
cruta el horizonte. El oficial de guardia, desde la
torre de mando, hace lo mismo. El cielo entero
palpita dulcemente al fulgor de las estrellas. La
bella constelación de la Osa Mayor o El Carro,
con sus siete estrellas principales, encuéntrase atra-
vesada sobre el meridiano del punto en que se na-
vega en esos momentos, a una altura de setenta y
dos grados (72 grados) sobre el horizonte Norte.
184 MARTÍN GIL
A las II, la pequeña constelación de los Lebreles
estará sobre le mismo cénit del «Titanic», quizá
denunciando con sus ladridos el fantasma blanco,
aunque a destiempo. Hacia el Oeste acaba de ocul-
tarse Orion, apenas si se vislumbra, casi rasando
el mar, su estrella principal, Betelguese, roja como
una lágrima de sangre. Más arriba, a treinta y
cinco grados (35 grados) van los Gemelos, Castor
y Pólux siguiendo a Betelguese ; hacia la izquierda,
bajando, está Procyon, la estrella primaria del Can
Menor; al Sud-oeste, a gran altura, la constelación
del León.
Al NO. la hermosa estrella Capella del Cochero,
a veinte grados sobre el horizonte, se inclina par-
padeando ; sigúela Menkalina. Estos son los astros
que se retiran del «Titanic», veamos los que se
apresuran a alcanzarlo, a prevenirlo, a auxiliarlo
quizá con su débil luz.
Demos cara a popa; al E., algo a la derecha, a
cincuenta y cinco grados sobre el horizonte, viene
la constelació'h del Boyero con su espléndida estre-
lla roja Areturo. Más al E. encontramos la Corona
Boreal, parte del Serpentario y de la Serpiente.
Más abajo, la constelación de Hércules; algo a la
izquierda de Hércules, a diez y nueve grados (19
grados) sobre el horizonte, sube temblando la es-
plendorosa estrella Vega de la Lira de una blancu-
ra incomparable ; a la izquierda de Vega asoma el
Cisne, con sus más lindas estrellas. Más arriba,
al NE., la constelación del Dragón ; muy próximo
MODOS DE VER 186
al rumbo Norte y a buena altura, el Cefeo. Casi
al SE., a flor de agua, el Escorpión comienza a
asomar sus brillantes garfios. Al SSE., la conste-
lación de la Virgen con su bella estrella Espiga, a
treinta y cinco grados sobre el horizonte. Al Sur,
divididas por el meridiano del punto, le Cuervo y
La Copa ; al SO. La Hydra, con su estrella roja
Alfard.
Son más o menos las diez y media, hora local del
punto. De improviso el vigía se sacude entero co-
mo por una corriente eléctrica ; aguza su vista de
águila, pues cree ver allá, hacia la proa, un gran
bulto blanquizco. Da la voz de alarma al oficial de
guardia, pero no es atendido. Transcurre un mo-
mento, el buque vuela ; no hay duda ya ... Es un
enorme témpano a setecientos metros de proa, dis-
tancia que el buque recorrerá en un minuto y se-
gundos si no se retarda su marcha. Se ordena dar
máquina atrás, suena la campana de alarma, acude
el capitán, los oficiales, al tiempo que se oye un
chirrido espantoso. Un sordo y hondo sacudón ha
conmovido todo el barco ; un fantasma blanco, de
25 metros de altura, intercepta el paso. Sin embar-
go, no se nota alarma en los pasajeros. Son muy
pocos los que se molestan en averiguar las causas
del sacudón ; de todos modos, el buque es insumer-
gible. Pero por algo será que el aparato de radio-
grafía comienza a funcionar nerviosamente. «Acu-
did sin demora — dicen en silencio las ondas hert-
zianas, cruzando el espacio helado en todas direc-
1B6 MARTÍN Glt
clones ; — nuestra posición es tal, llegad pronto,
nos hundimos». En silencio también, el cielo y el
mar sonríen tristemente. El gran témpano, con
toda la estupidez de su masa, permanece indife-
rente.
Se ordena a gritos reforzados que salga todo el
mundo con su salvavida. Entonces una gran ola
humana comienza a invadir el exterior del buque.
Las ondas siguen diciendo : «¡ ¡ Acudid sin demora,
sin demora !» Son las once. Hacia el ESE. se ve
emerger del agua una enorme estrella amarillo-ro-
jiza; el el planeta Júpiter, exagerado por la refrac-
ción.
Se comienza el salvamento largando los botes. La
gente azorada, sin explicarse bien lo que pasa, per-
manece indecisa, remolineando, atolondrada y sin
querer ocupar los botes. ¿Cómo podría ser? El* mar
es un espejo, el cielo una maravilla. El mar per-
manece inmóvil, gozando al poder reflejar sin una
sola arruga hasta la más humilde estrella; y el cielo
entero se muestra complacido.
«¡ Las mujeres y los niños primero !», gritan los
oficiales, obligándolas a ocupar los botes. ¡ Mujeres
y niños, mujeres y niños ! El tiempo pasa y el bar-
co comienza a tomar una posición extraña; como
un monstruo herido mortalmente en la cabeza, se
inclina hacia adelante. Sigue el salvamento de mu-
jeres y niños solamente. Si hubiere tiempo y so-
braran botes, los homabres se salvarán como puedan.
El hombre que intenta acercarse a un bote, cae ful-
MODOS DE VER 187
minado de iin tiro. El oficial cumple con un deber
saj::rado dando nnierte a ese hombre que ha come-
tido el delito horrendo de querer salvarse él tam-
bién. «Primero las mujeres y los niños». Bueno,
pues ; animémonos a decir la verdad, a riesgo de
ser mal comprendidos por los espíritus estrechos.
Esa disposición quijotesca, llevada con rigor impla-
cable, es sencillamente una estupidez y un crimen.
La justicia, la equidad, el simple buen sentido la
rechazan. Lo que hay es que nadie tiene el valor
de decirlo, y no la cobardía. Ante el peligro inmi-
nente de la muerte, todos somos iguales y todos
tenemos derecho a vivir. En tales circunstancias
no debe haber primeros, segundos ni terceros ; hay
seres humanos colocados por la naturaleza — la que
probablemente no debe ser nuestra madre — en el
mismo plano de la fatalidad. Nadie tiene derecho a
legislar entonces, sino a ayudar por igual ; pues si
fuésemos al terreno de lo conveniente o de lo útil,
nunca se debería dejar ahogar a Pasteur por salvar
a una camarera.
Si en un bote entran treinta personas, lo justo,
lo humano, lo racional es que en él se embarquen
quince mujeres y quince hombres, yendo los niños
en los brazos o en las faldas.
Uno de los actos más sublimes en esta catástrofe,
ha sido el de madame Strauss. «¡ No¡ — dijo, al
ser arrastrada por un marinero hacia un bote ; — 5Í
mi esposo no puede salvarse conmigo, yo no debo
188 MARTÍN GIL
jíoder salvarme sin él !» «Señora — dice el mari-
nero, — las mujeres primero.» ¡ Imbécil !
Pido a la esposa, a la novia de verdad, a la hija,
a la hermana — no digo a la madre — respondan
para sus adentros la siguiente pregunta : encontrán-
dose en el caso que tratamos, dejaría usted abando-
nado, acorralado como animal feroz en la borda del
buque que va hundiéndose, a vuestro esposo, a vues-
tro novio, a vuestro padre o a vuestra madre, a
vuestro hermano, porque solamente a ustedes se les
permite salvarse? Escucho la franca y viril res-
puesta: ¡Nunca jamás! Luego, la quijotesca dis-
posición náutica resulta irracional, inmoral, depri-
mente y cruel. Sus mismas protegidas la rechazan
indignamente. Lo natural es que la esposa se em-
barque con su marido; la novia con su novio (en
tal caso debe ir con ellos una señora de edad) ; la
hija con su padre o con su hermano. . . Pero vol-
vamos al barco. El cuadro es espantoso, terrible-
mente trágico. Son ya las dos y minutos de la ma-
ñana del 15. Las luces se han apagado. La enorme
nave, violentamente inclinada hacia adelante, ha to-
mado una posición rarísima, desconcertante. En
esos momentos el cielo ha llegado al máximum de
su belleza. Durante esas cuatro horas de angustia,
nuevas constelaciones han ido apareciendo del E..
del SE. y del NNE. Ahí está el Águila, con su bri-
llante estrella Altaír; el rombo del Delfín, una par-
te del Pegaso y de Andrómeda; el Escudo de Sa-.
bieski y otras. Hacia el Sur se destaca perfecta-
MODOS DE VER
189
mente visible la constelación más original y bella
de nuestro cielo austral: el Escorpión. Casi apoyan-
do en el mar su brillante aguijón, encorvado como
un siniestro interrogante, se yergue indignado, ele-
vando sus cuatro garfios luminosos a veinticinco
grados sobre el horizonte del «Titanic», y quizá di-
rigiéndose a la constelación de Hércules, en su mu-
do lenguaje astral, le dice :
¡Tú, que te encuentras tan próximo al cénit de
los náufragos, no dejes que la naturaleza cometa
ese crimen ! Ayudadles con vuestro brazo ciclópeo,
aunque os perturbe la lucha que sostienes con la
Serpiente ! Yo hago mi guardia eterna en este cie-
lo; no puedo ir en su socorro. ¡Y tú, pequeña y
brillante Corona Boreal, que también fulguras muy
próximo al cénit de ellos ; si no podéis ampararlos,
ceñid al menos con vuestro arco de blanca luz las
firmes cabezas de los héroes y las desfallecientes de
los débiles! Yo, en señal de protesta, habré colo-
cado mis cuatro garfios sobre el meridiano Sur del
«Titanic», en el instante supremo del hundimien-
to, a las dos y veinte minutos de la mañana (2h.
20m.).
El planeta Júpiter, situado a diez grados de la
estrella Antares, el corazón del Escorpión, y a vein-
tirés grados (23 grados) sobre el horizonte de los
náufragos, contempla impasible, con su enorme pu-
pila de oro, el cuadro siniestro. Así suelen ser los
dioses. La Vía-Láctea, que en el momento de pro-
ducirse el choque permanecía casi totalmente recos-
inn MARTÍN GIL
lacla sobre el horizonte del barco, ahora se ha ele-
vado cuarenta y cinco grados (45 grados) al E.,
surcando el cielo oblicuamente con sus dos ramas
blanquecinas, las que van a unirse y perderse allá,
al Sur justo, debajo del Escorpión.
De pronto cesa el clamoreo ; algo raro, algo in-
creíble e inesperado se siente ; el cielo entero se
detiene a escuchar. El mar no mueve una ola: es
que la orquesta del «Titanic» ejecuta en esos mo-
mentos el andante majestuoso de una plegaria. Se
oyen cantos. Después, un sordo rumor de agua
que llena un gran vacío. . . gritos lejanos que se
pierden en el espacio. . . ]\Iar en calma; cielo estre-
llado; frío intenso; profundo silencio...
Abril 28 de 1912.
Tres meses después de publicado este artículo en
«La Nación», es decir, en Julio, leí en «La Prensa»
una correspondencia de Londres titulada «Las nm-
jeres primero», en la que una distinguida escritora
inglesa, Alice Mary Dawson, manifiesta lo si-
guiente :
« Me alegro, en verdad, de que la cuestión haya
« sido suscitada por una mujer autorizada e inteli-
« gente, y tengo placer en apoyar a lady Abercon-
« way en sus reivindicaciones de tratamiento igual
« para hombres y mujeres en casos semejantes a la
« pérdida del «Titanic». Es una idea falsa e insen-
« sata la de que deben ser preferidas las mujeres y
MODOS DE VER 191
« salvaguardadas a cualquier precio, y es igualmente
« insensato y cruel la de obligar a las mujeres a
« vivir contra su voluntad, en circunstancias tales,
« que la vida ha de perder todo valor para ellas, y
« de o])ligar a los hombres a sacrificarles sus vidas,
« por más valor que tengan para ellos o para los
« demás. »
REYES MAGOS
Según lo afirman los eruditos en achaques de tra-
diciones sagradas, los tres Reyes Magos no fueron
tres, ni fueron reyes ; tan sólo fueron "magos", es
decir, hombres sabios, astrólogos. Sin embargo,
¡qué feliz leyenda es esa!. Nos bastaría considerar
por un momento la inmensa suma de ilusiones y es-
peranzas infantiles provocada por ella, cada año en
esta fecha, cuando el niño, a la hora de recogerse,
se dirige descalcito hacia la puerta o ventana de su
dormitorio, y entornándola discretamente, coloca su
par de zapatit-os, más o menos chuecos y traquetea-
dos, para que los misteriosos personajes depositen
allí su obsequio, sin comprometerse demasiado ! Y
al día siguiente, al despertar algo confuso y aun sin
poder abrir bien los ojos, vislumbra apenas los pa-
yasos de caras almidonadas, sombreritos cónicos y
platillos dorados; los caballitos tordillos-negros, en-
cabritados como caballos de héroes ... de héroes
guerreros, naturalmente, pues no hay otros; los
trencitos, con su correspondiente maquinista de cha-
MODOS DE VER 1^3
queta azul y cara de idiota ... en fin, el anhelado ob-
sequio de los Reyes, quienes, por lo general, deben
andar sin dinero, pues hacen pasar h. cuenta al papá,
pocos días después.
La leyenda ha hecho todo esto ; y al fin, la leyen-
da es la poesía de las cosas remotas ; de las cosas
triviales que fueron ; algo así como una cristaliza-
ción abrillantada que el tiempo deja al irse acumu-
lando lenta y silenciosamente sobre ellas. La leyen-
da podría ser también algo así como una defensa
del espíritu contra la vulgaridad de todas las cosas.
Desde luego, considero un error, una falta de tacto
espiritual, combatir las leyendas inofensivas como
es ésta de los Reyes Magos.
Podríamos decir — sin qué oigan los niños —
que no obstante figurar los tres Reyes Magos como
personajes de bulto, desde que viajaban montados
en grandes camellos y, sin duda, con buenas alfor-
jas, resultan muy evaporables. Parece ser — y no
lo aseguro por carecer de afición a estas cosas —
que el único evangelista que nos habla de ellos, San
Mateo, no indica el número ni siquiera los ennoble-
ce con el áureo título ue reyes ; los llama, como di-
jimos, simplemente "magos".
San Agustín y Crisóstomo hablan de una docena
de reyes magos, según dicen los especialistas.
Klopstock, en su Mesiada, nombra cinco, pero no
aparece ningún Melchor, etc.
Ahora bien; tanto en el cielo espiritual como en
el material, los tres reyes mayos resultan boycotea-
194 MARTÍN' GIL
dos, pues no figuran en ninguna parte, ni siquiera
por cumplido. Es verdad que en el cielo material
está "El Pesebre", pero faltan los reyes; únicamen-
te hacen la guardia allí dos burritos, representados
por las estrellitas de cuarta magnitud, "gamma" y
"delta", de la constelación del Cangrejo.
Permitidme observar de paso, que es menester
ser muy enteramente burro para tener el mal gusto
de representar a esos nobles animales mediante dos
estrellas ! Por lo demás, no es de extrañar que los
burros hayan sido los primeros en llegar al Pese-
bre, pues estos animales, cuando resultan pesebre-
ros, son siempre los primeros en llegar donde se
come bien. . . y los últimos en retirarse.
Pero lo más grave del caso es que "El Pesebre"
no es de origen cristiano, como a primera vista u
oido parecería, pues ya Plinio el Viejo dice por ahí :
"Sobre el signo del Cangrejo, hay dos estrellas lla-
madas los asnos ; encuéntranse separadas por un
espacio donde se está una nebulosa llamada "Los
Pesebres". Es curioso hacer notar que los árabes
le llamaban a la nebulosa "El Morral". Todo esto
explica o por lo menos disculpa la presencia de los
burros.
Es cierto que "El Pesebre", a simple vista, im-
presiona como una nebulosa ; pero con un anteojo
de mediano poder y hasta con un buen anteojo de
marina, conviértese en un bello cúmulo estelar. Su
esplendor aumenta conforme aumenta también el
poder, o mejor dicho, el diámetro del objetivo del
MODOS DE VER
195
instrumento. Astronómicamente hablando, su po-
sición es la siguiente :
A. R: 8h 33m
D. : + 20° 23'
Pero dando las señas en forma más humana,
diré, durante este mes, de doce y media a una de
la noche, "El Pesebre" culmina para Buenos Aires
a unos treinta y cinco grados más o menos sobre el
horizonte norte, línea norte-sur. Es menester una
noche sin luna para vislumbrarlo como una mancha
blanquecina muy tenue. Por ser una región muy
pobre en estrellas de magnitud apreciable, las señas
resultan pobres también.
Galileo fué el primero que, apuntando con su fla-
mante anteojo, recién inventado por él, a la aparen-
te nebulosa del Pesebre, la resolvió en un hermoso
cúmulo estelar.
Pero volvamos a nuestro primer asunto.
Se ha pretendido interpretar científicamente
aquello de la misteriosa estrella que guió a los Re-
yes Magos hasta Betlém o Bethelém, donde acaba-
ba de nacer Jesús, pero sin resultado satisfactorio.
Se ha dicho que pudo ser un cometa, suposición
muy aceptable, desde luego. Un cometa, según el
astrónomo Proctor, con movmiiento hacia el sur,
puesto que Betlém queda casi hacia el sur de Je-
rusalén. Opina también dicho astrónomo, que el
cometa debió estar animado de un movimiento re-
trógrado, y que muy bien pudo haber sido el come-
196 MARTÍN GIL
ta Halley — aun sin bautismo — recorriendo en-
tonces una trayectoria igual a la que tuvo en 1835.
Por lo demás, sobemos bien que el movimiento de
tal cometa es retrógrado. Hace notar Proctor, que
el año 66, es decir, casi setenta años después de
Navidad, correspondía una aparición del cometa
Halley. Ahora bien : sabemos que el periodo de es-
te cometa fluctúa entre setenta y tantos a ochenta
años. Desde luego, su aparición anterior, debió
efectuarse más o menos en la época del nacimiento
de Jesús.
Kepler, con su temperamento de visionario y co-
mo astrólogo también, hizo todo lo posible por con-
ciliar una conjunción clásica en astrología de Jú-
piter y Saturno sobre el "triángulo del fuego". Ese
triángulo vendría a estar formado por las constela-
ciones de Aries, El León y Sagitario. Según Ke-
pler, tal conjunción se produjo justamente en la
época del nacimiento de Jesús. Sin embargo, el as-
trónomo moderno Stockwell rehizo el cálculo de
Kepler respecto al poético asunto y lo encontró
errado. Lo que no quita que Kepler haya sido un
gran genio y Mr. Stockwell un distinguido astró-
nomo con mayores y más preciosos elementos de
cálculo. En cambio, Stockwell, a través de su in-
vestigación retrospectiva, encuentra que el naci-
miento de Jesús debió tener lugar muy poco des-
pués de una conjunción de Júpiter con Venus, los
dos planetas más esplendorosos del cielo. Según
Kepler, la estrella que guió a los Reyes Magos pudo
MODOS DE VER
197
estar representada por la unión de Júpiter y Saturno
sobre el pintoresco "triángulo de fuego".
Tal suposición resulta muy forzada, aunque el
fenómeno celeste hubiese tenido lugar, pues la tra-
dición nos hablaría de dos estrellas juntas. Ahora,
en caso de elegir, me quedo con la conjunción de
Venus y de Júpiter, calculada por Stockwell, por
ser más digna del acontecimiento anunciado, pues
tal conjunción simbolizaría el Amor y el Poder, dos
cosas suficientísimas para mover el mundo. En fin:
los críticos científicos, cultores de la estrictez de los
términos, declaran inconciliable la frase del evan-
gelista Mateo con la verdad científica, cuando dice
que "la estrella, al llegar al punto donde se encon-
traba el Niño, se "detuvo". Sin mayor empeño en
esta discusión, por no habernos seducido nunca los
milagros forzados, pero sí y mucho los milagros na-
turales— y aquí estoy conforme con Poincaré, pero
no del todo, con su filosofía dispersiva y desorien-
tadora — me permitiré formular una observación al
inconveniente aducido por los eruditos astrónomos
respecto a la imposibilidad de que la estrella de Bet-
lém se "detuviera", según la frase del evangelista.
Tal distingo lo considero en extremo pueril, des-
de que justamente en el lenguaje astronómico es
donde encontramos las expansiones más incorrectas
y perturbadoras.
¿No se dice, acaso, que el Sol recorre la eclíptica
en un año, cuando al pobre jamás se le ocurrió tal
cosa, sino a la Tierra? Para explicar los "solsti-
l^B MARTÍN GIL
cios". ¿no se dice también que corresponden a los
momentos en que el Sol se "detiene" respecto a su
movimiento en declinación? Vemos, pues, que no
resulta tan criticable el término evangelista cuando
dice que la estrella se "detuvo" sobre Betlém. In-
dudablemente, el santo habríase expresado con ma-
yor corrección si hubiese dicho que la estrella se
detuvo en el cénit de Betlém. Pero si ajustáramos
aún más a "derecho", como diría un doctor, esta
defensa gratuita de San Mateo, haríamos notar que
los planetas en su marcha, y en ciertas posiciones
respecto a la Tierra, aparentan "detenerse" durante
un tiempo ; y el efecto físico es real, desde que po-
demos contemplarlos a una hora dada, en el mismo
punto del cielo. Dícese entonces que el astro se en-
cuentra "estacionario", y tal fenómeno tiene lugar
en el momento de transición entre su movimiento
directo y retrógrado, y viceversa ; siendo en este
caso de los planetas, un movimiento ficticio el mo-
vimiento orbital retrógrado, y no así el de rotación,
que puede serlo efectivo, como en los planetas Ura-
no y Neptuno.
El 30 de Septiembre, Júpiter estuvo "estaciona-
rio" sobre la constelación del Tauro, entre las Plé-
yades y las Hyadas, y lo estará nuevamente el 26
del corriente.
Venus quedará estacionario el 20 del corriente,
sobre la constelación del Acuario, y volverá a es-
tarlo el 2 de Marzo.
Si el lector se opone a lo dicho, no tengo incon-
199
MODOS DE VER
veniente en considerar fantástico el asunto de los
Reyes Magos; pero en cambio, deberíamos conve-
nir en la espiritual belleza de la leyenda ; belleza m-
ofensiva y candorosa. Convengamos entonces, en
obsequio de los niños que fueron, que fuimos y que
serán.
Enero 1918.
HUGO DEL CARRIL
Con verdadero orgullo saludo al joven y gran ar-
tista argentino, después de haberlo escuchado ano-
che por primera vez. Los técnicos lo juzgarán a su
manera. Esta es la impresión rápida y puramente
emotiva.
Sin duda alguna, la característica de este hermo-
so talento, es la grandiosidad saturada de una in-
mensa y profunda emoción. Es un poeta terrible y
tierno a la vez. Por eso, cuando al soplo gigantesco
de Beethoven, el espíritu de del Carril comienza a
invadir lentamente el teclado desplegando sus dos
enormes alas de extraños reflejos, se experimenta
la impresión de los grandes fenómenos de la natu-
raleza. La tempestad se acerca ; ya se percibe ese
rumor precursor e inquietante del bosque cercano ;
llegan las primeras ráfagas del viento olfateando la
tierra como una fiera extraña. Luego, la obscuri-
dad, el sablazo feroz del relámpago, el trueno bru-
tal, la tempestad, en fin, avasalladora, sacudiendo,
conmoviéndolo todo . . ,
MODOS DE VER 201
Entonces el alma del artista rebalsa y se desbor-
da ; ya no cabe en el teclado ; necesita otro de orden
superior, diez teclados más, cien planos en uno ! !
Pero luego la borrasca cede ; un lejano fragor anun-
cia su retirada. Las nubes enloquecidas, desorien-
tadas, inquietas todavía, sin saber lo que hacen,
principian a abrirse aquí y allá, viéndose resbalar
presurosas las estrellas, o el globo anacarado de la
Luna, como si huyeran de la tempestad. El aire se
serena, impregnado de ese raro perfume que deja
el paso de una borrasca.
Llega otra vez al oído receloso el preludio crista-
lino y sin fin de los arroyos, mientras una calandria
posada en la rama más alta de un sauce derribado
por el huracán, llora cantando, a la luz de la Luna,
la pérdida de su nido y de su amor.
Octubre de 191 1.
índice
Pág.
Prólogo • 5
Noche de perros I3
Bajando al agua 20
Sobre el rastro 28
Diálogo nocturno 3^
Primaveral 45
Pato hediondo 52
Tipos que pasan 57
Una novena en la sierra 62
Espíritus en quiebra 82
El asegurador 90
Cosas viejas 96
Los insuperables 107
Intermezzo 1 10
Velorio siniestro 116
Charla canina 120
Ashaverus 124
"Cantos rodados" 126
La guitarra y los doctores 129
Temas sin salida 141
Superioridad de los Martenses 156
Primero el sol 170
El naufragio del "Titanic" 181
Reyes Magos 192
Hugo del Carril 200
IMPRENTA MERCATAl,!
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Modos de ver
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1920
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