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Full text of "Modos de ver"

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Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2010  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/modosdeverOOgilm 


ftO:,. 


MODOS   DE  VER 


Libros  publicados  por  la  Cooperafiva  Edilorial  "Boenos  iires" 


Crítica 

M.    A.    Parrenechea.    —    Historia 

estética   de   la  música. 
Alejandro   CastiñEiras.    —   Máxi- 

mo  Gorki   (su  vida  y  sus  obras). 
Atilio    Chiappori.    —    La    belleza 

invisible. 
Armando     Donoso.     —    La    senda 

clara. 
Carlos   Ibarguren.  —  De  nuestra 

tierra. 
Alvaro  Melián   Lafinur.  —  Lite- 
ratura   contemporánea. 
José   León    Pagano.   —   El   santo. 

el  filósofo  y  el  artista. 

Cuestiones  sociales 
y   políticas 

Juan  Alvarez.  —  Buenos  Aires. 
(Su  problema  en  la  República 
Argentina). 

Marco  M.  Avellaneda.  —  Del  ca- 
mino andado.  (Economía  Social 
argentina) . 

Augusto  Bunge.  —  Polémicas. 

M.  DE  Vedia  y  Mitre.  —  El  go- 
bierno   del    Uruguay. 

Novelas  y  cuentos 

CARLOS  Correa  Luna.  —  Don  Bal- 
tasar  de   Arandia    (2?    edición) . 

Manuel  Gálvez.  —  La  sombra 
^el    convento. 

Benito    Lynch.    —    Raquela. 

Luisa  Israel  de  Pórtela.  —  Vi- 
das   tristes    (2?    edición) . 

Horacio  Quiroga.  —  Cuentos  de 
amor,  de  locura  y  de  muerte 
(2?    edición) . 

Horacio  Quiroga.  —  Cuentos  de 
la    selva. 

Vicente  A.  Salaverri.  —  El  co- 
razón  de  María. 

Poesía 

Mario  Bravo.  —  Canciones  y  poe- 
mas. 


Delfina  Bunge  de  Gálvez.  —  La 
nouvelle    moisson. 

Arturo  Capdevila.  —  Afelpóme- 
ne    (2?    edición) . 

Arturo  Capdevila.  —  El  libro  de 
la   noche. 

Fernández  Moreno.  —  Ciudad 
(agotado) . 

Juana  de  Ibarbourou.  —  Las  len- 
guas    de     diamante,      (agotado) 

Ricardo  Jaimes  Freyre.  —  Los 
sueños    son    vida. 

Pedro  Miguel  Obligado.  —  Gris 
(agotado) . 

Alfonsina  Storni.  —  El  dulce 
daño,    (agotado) 

Alfonsina  Storni.  —  Irremedia- 
blemente. 

Teatro 

Arturo   Capdevila.   —  La  sulami- 

tn.    íaeotado). 
Arturo  Capdevila.  —  El  amor  de 

Schahrazada. 

Temas  varios 

Martín  Gil.  —  Modos  de  ver 
(3a  edición,  corregida  y  aumen- 
tada). 

Alberto  Nin  Frías.  —  Un  huerto 
de   manzanas. 

Traducciones 

Carlos  Muzio  S.á^enz  -  Peña.  — 
La  cosecha  de  la  fruta,  de  Ra- 
bindranath  Tagore    (2*  edición). 

Viajes 

Ernesto  Mario  Barreda.  —  Las 
rosas  del  mantón.  (Andanzas  y 
emociones  por  tierras  de  Espa- 
ña). 

Vida    de    nuestras    ciudades 

Juan    Carlos    Dávalos.    —    Salta. 
Roberto  Gaché.  —  Glosario  de  la 
farsa   urbana,    (agotado). 


MARTIN  GIL 


MODOS  DE  VER 


3.a  EDICIÓN  AUMENTADA  Y  CORREGIDA 


V 


1920 


"BUENOS    AIRES" 

Cooperativa    Editorial    Ilimitada 

Avenida  de  Mayo   791 


agencia  general  de 
librería  y  publicaciones 

Rivadavia    1573 


OBRAS  DEL  AUTOR 

Prosa  Rural  '    L^*^' 
Modos  de  ver 

Agua  Mansa  77^/ 
Cosas  de  Arriba  ^    # 

Celestes  y  Cósmicas  x^  /   ..->    ^^  >• 

De  Modos  de  ver  se  han  publicado : 

Primera    edición    1903 

Segunda   edición    1913 

Tercera   edición    1920 


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f. 


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PROLOGO 


Título  original  y  sugerente.  Y  tan  expresivo,  que 
aun  usando  la  frase  en  sentido  inverso,  siempre  re- 
sultaría interesante  como  materia  de  un  libro. 

El  modo  de  escribir,  depende  en  gran  parte  "del 
modo  de  ver".  Los  que  saben  mirar  y  sentir  la  na- 
turaleza son  los  únicos  que  pueden  pintarla.  Y  no 
todos  poseen  la  aptitud  de  observar ;  hay  muchos  es- 
critores que  describen  paisajes  y  accidentes  del  mun- 
do exterior,  rasgos  de  la  vida  y  ejemplares  de  la  hu- 
manidad, por  impresiones  de  reflejo;  transforman  lo 
que  han  leído.  Simple  procedimiento  de  destilería. 
Los  unos,  para  referirme  sólo  a  los  contemporáneos, 
destilan  un  poco  de  Spencer,  los  otros  algo  de  Scho- 
penhauer,  los  de  más  allá,  esprimen  a  Nietzsche.  Ya 
no  se  imita  el  lirismo  profético,  sacerdotal  o  apoca- 
líptico de  Víctor  Hugo ;  se  empieza  a  reaccionar  con- 
tra el  naturalismo  a  lo  Zola,  que  contrariamente  a  su 
propio  dogma  literario  y  la  opinión  comunmente  di- 
fundida, representa  en  la  evolución  intelectual  de 
Francia,  una  segunda  faz  del  romanticismo,  la  del 


f?  JOAQUÍN    CASTI^LLANOS 

romanticismo  del  lodo,  tan  distante  del  realismo  ver- 
dadero, como  el  romanticismo  de  lo  azul  y  lo  etéreo. 

Pero  si  cambian  los  modelos,  el  hábito  de  la  imita- 
ción continúa  y  se  acentúa.  Y  no  es  solamente  un 
mal  nuestro,  sino  de  toda  la  América  latina,  que  se 
va  transformando  en  cuanto  se  refiere  a  la  produc- 
ción literaria,  en  sucursal  del  Barrio  Latino.  La  ma- 
yor parte  de  los  libros  nuevos  de  escritores  de  Mé- 
jico, Colombia,  Venezuela,  Chile,  Brasil  y  nuestro 
país,  —  algunos  revelan  grandes  talentos  extravía 
dos,  —  marcan  la  misma  tendencia  a  reproducir  es- 
tados mentales  y  formas  de  la  vida,  extrañas  o  anti- 
téticas al  medio  propio. 

El  exotismo  en  los  temas  y  en  el  estilo  es  la  ca- 
racterística de  la  literatura  americana  en  voga.  Si 
por  accidente  se  toca  un  asunto  nacional,  queda  des- 
figurado por  la  manera  de  tratarlo  aplicándole  las 
reglas  y  procedimientos  de  las  estetas  parisienses. 
Todo  se  sacrifica  en  homenaje  a  su  señoría  el  Adje- 
tivo y  su  alteza  el  Verbo. 

El  sentimiento,  la  razón,  la  verdad,  la  gramática, 
el  buen  sentido,  la  lógica  y  hasta  la  misma  inspira- 
ción, ese  impulso  interior,  fuerza  reveladora  de  las 
realidades  invisibles,  todo  se  subordina  y  se  pros- 
terna al  imperio  de  su  Majestad  la  Frase. 

No  niego  ni  el  talento  ni  el  arte  de  los  escritores 
y  de  las  obras  a  que  me  refiero,  como  no  habría  de- 
recho ni  motivo  para  desconocer  el  ingenio  y  la  be- 
lleza de  las  damas  que  se  disfrazan:  pero  en  tanto 
que  están  disfrazadas,  pierden  su  individualidad  real 


PRÓLOGO  7 

para  sustituirla  por  una  individualidad  ficticia,  re- 
presentada por  el  traje. 

Es  indudable  que  así  como  puede  mostrarse  ele- 
gancia, atractivos  de  formas  y  habilidad  artística, 
en  imitar  con  disfraces  las  modas  de  la  Regencia, 
del  Consulado  o  la  Restauración,  también  se  revelan 
aptitudes,  a  veces  sobresalientes,  reproduciendo  en 
las  obras  intelectuales  modos  de  ver,  tipos  humanos 
y  peculiaridades  del  pensamiento,  que  allí  donde  se 
producen  originariamente,  son  una  realidad,  pero 
cuya  copia,  dentro  de  un  medio  distinto,  es  siempre 
una  ficción,  que,  como  las  mascaradas,  tienen  su  en- 
canto y  su  éxito  momentáneo,  pero  que  pasan  y 
desaparecen  en  el  limbo  insondable  de  lo  inexistente, 
donde  va  todo  lo  nacido  que  no  recibe  en  el  gran 
bautisterio  de  la  naturaleza,  una  consagración  de  la 
vida ! . . . 

Este  libro,  tan  originalmente  rotulado  y  tan  sin- 
ceramente escrito,  aunque  careciera  de  otras  condi- 
ciones que  lo  recomendaran  a  la  atención  y  al  apre- 
cio público,  siempre  tendría  la  de  constituir  una  hon- 
rosa excepción  a  la  tendencia  malsana  de  la  litera- 
tura de  puro  artificio. 

Por  modesta  que  aparezca  en  sus  proporciones  y 
en  su  alcance  el  trabajo  que  contiene,  posee  el  mé- 
rito relevante,  como  los  anteriores  del  autor,  de  ser 
una  obra  con  personalidad.  Y  lo  que  tiene  persona- 
lidad, mala  o  buena,  chica  o  grande,  desafortunada 
o  venturosa,  es  más  apreciable  que  los  simples  tra- 
suntos  de   realidades   extrañas,   por   brillantes   que 


8  JOAQUÍN    CASTEUvANOS 

sean  las  formas  con  que  se  exteriorizan.  Un  peque- 
ño diamante  verdadero  vale  más  que  un  collar  de 
piedras  falsas. 

Pero  aquella  condición  señalada  como  circunstan 
cia  honrosa  en  las  producciones  de  Martín  Gil,  es  a 
la  vez  un  derivado  y  una  causa  de  cualidades  espe- 
ciales  (]ue   podrían   particularizarse     analizando   el 
libro. 

Su  joven  autor  tiene  ante  todo  el  don  innato  de 
la  observación,  y  digo  innato  con  perdón  de  los  pe- 
ripatéticos, porque  no  encuentro  forma  mejor  para 
diferenciar  una  cualidad  desarrollada  por  el  esfuer- 
zo y  el  estudio,  de  la  aptitud  que  en  Gil  se  revela 
espontánea  y  natural  para  discernir  lo  real  en  lo  vi- 
sible y  a  veces  más  allá  de  lo  visible.  Sabiendo  él 
que  no  todo  lo  visible  es  real  ni  todo  lo  real  es  visi- 
ble, aparta  con  frecuencia  la  vista  de  lo  inmediato 
y  la  dirige  a  lo  remoto . . .  con  ayuda  naturalmente 
del  telescopio. 

Y  cuando  no  le  basta  ese  aparato  de  exploración 
astronómica,  le  añade  el  vidrio  de  aumento  de  su 
im.aginación.  Pero  a  veces  mientras  investiga  el  es- 
pacio, su  telescopio  parece  convertirse  en  el  cañón 
de  Julio  Verne,  por  donde  se  le  escapa  la  fantasía 
a  modo  de  proyectil  disparado  sobre  un  blanco  mo- 
vible, en  fuga  hacia  el  infinito. 

Pero  se  apea,  y  escondiendo  las  alas  de  Icaro  bajo 
un  poncho  campesino,  camina  por  los  rastrojos,  sa- 
ludando la  obra  de  patriotismo  que  realiza  silencio- 
samente el  arado ;  espía  de  paso  lo  que  hacen  las 


PRÓI,0G0  9 

gallinas,  se  retiene  a  mirar  la  acequia,  esa  colabora- 
dora olvidada  del  poema  del  surco ;  se  sienta  bajo 
los  talas  en  la  orilla  del  río,  a  ver  bajar  la  hacienria 
al  agua,  y  la  ve  realmente.  Todos  los  demás  hemos 
mirado  cien  veces  la  misma  escena  sin  que  se  indi- 
vidualice en  nuestra  memoria.  Pero  después  de  leer 
la  descripción  de  Gil,  el  cuadro  se  nos  queda  graba- 
do y  los  rasgos  con  que  él  lo  presenta,  nos  parecen 
más  exactos  que  la  realidad  de  nuestros  propios  re- 
cuerdos. 

Este  es  el  triunfo  de  la  obra  de  arte  verdadera: 
con  medios  simples,  con  los  elementos  a  veces  los 
más  sencillos  y  primarios^  alcanza  reproducciones  de 
la  naturaleza  y  de  la  vida,  que  adquieren  luego  exis- 
tencia propia  en  el  mundo  del  espíritu. 

Dentro  de  la  limitada  esfera  a  que  aun  circuns- 
cribe Gil  sus  dotes  de  observador,  se  manifiesta  en 
sus  producciones  algo  de  ese  poder  de  evocación  cu- 
yo desarrollo  en  grado  altísimo,  forma  en  la  labor  in- 
telectual, la  fuerza  y  el  éxito  de  los  grandes. 

Sabe  mirar  hacia  arriba  y  hacia  abajo.  Su  estilo 
tiene  alma,  con  imágenes  y  giros  que  corporifican  la 
idea,  humanizan  lo  abstracto  y  vivifican  lo  pequeño. 

En  curiosas  personificaciones,  hace  dialogar  a  la 
Noche  con  la  Pampa  sobre  asuntos  trascendentales, 
expuestos  con  un  lenguaje  lleno  de  relieve  y  colori- 
do, en  el  cual  la  reflexión  filosófica  y  la  verdad 
científica  se  convierten  en  materia  asimilable  aun 
para  los  profanos. 

Pone  en  las  cuestiones  más  solemnes,  notas  viva- 


16 


JOAQUÍN    CASTEIJvANOS 


ees  (le  humorismo  criollo.  Tiene  con  las  constelacio- 
nes familiaridades  de  asiduo  visitante ;  reportea  a 
ios  astros,  con  la  naturalidad  de  los  viejos  periodis- 
ipís  a  ios  personajes  ilustres.  Cuando  su  pensamiento 
se  remonta  al  mundo  sideral,  se  conduce  como  un 
verdadero  repórter  del  espacio,  que  nos  informa  de 
las  últimas  novedades  que  ocurren  en  las  oficinas  de 
la  creación.  Y  después  de  atisbar  allá  arriba  la  Casa 
de  Gobierno  de  Dios,  desciende  a  la  tierra  y  se  con- 
vierte en  cronista  de  la  naturaleza  campestre,  que 
describe  la  "vida  social"  de  la  montana  y  la  selva, 
con  relatos  sobre  las  festividades  de  la  primavera ; 
los  noviazgos  de  las  flores ;  el  malicioso  exhibicionis- 
mo de  las  mariposas,  esas  cocottes  del  aire ;  las  tem 
poradas  liricas  en  que  descollando  sobre  tiples  y  so- 
pranos, acredita  al  zorzal  su  voz  de  tenor ;  y  con  des- 
cripciones de  la  gran  ceremonia  nupcial  en  que  el 
Sol  se  desposa  con  la  Tierra,  bajo  la  iluminada  cate- 
dral del  firmamento. 

En  la  antigua  mitología  germánica,  el  símbolo  de 
la  naturaleza  era  el  gran  árbol  Igdrásil,  cuya  copa  se 
remontaba  al  cielo  y  cuyas  ramas  cubrían  el  horizon- 
te. Relacionando  esa  alegoría  con  nuestro  tema,  la 
intelectualidad  de  Martín  Gil,  se  presenta  en  este  li- 
bro como  un  ave  que  ora  desciende  a  picotear  la 
brizna  de  yerba  al  pie  del  tronco,  ora  se  posa  en  una 
rama,  o  revolotea  en  la  cima  del  árbol  inmenso,  em- 
blema de  la  vida. 

Joaquín  Castei^lanos, 

Buenos   Aires,  Junio  28   de   1903. 


\ 


MODOS  DE  VER 


NOCHE   DE  PERROS 


En  el  mes  de  Septiembre  —  hace  ya  mucho  tiem- 
po —  llegaba  yo  y  mi  sirviente  a  la  estancia  "La 
Choza",  del  ilustre  doctor  Bernardo  de  Irigoyen, 
munido  de  una  recomendación  de  dicho  hombre  de 
estado  para  su  administrador  el  señor  Zalazar,  cor- 
dobés como  yo  y  un  cumplido  caballero,  como  suelen 
serlo  todos  los  cordobeses  trasplantados,  sin  que  es- 
to quite  que  los  de  almáciga  también  lo  sean.  Su- 
pongo que  a  nadie  le  importará  saber  a  qué  iba  yo  a 
*'La  Choza",  pero  si  alguien  se  interesa,  por  aquello 
de  que  todos  quieren  meterse  en  lo  ajeno,  no  tengo 
inconveniente  en  satisfacer  su  necesidad :  iba  yo  con 
el  estómago  por  los  suelos,  es  decir,  enfermo  de  esíi 
viscera  sine  qua  non;  me  faltaba  lo  que  le  sobra  al 
avestruz :  pepsina,  y  tenia  la  esperanza  —  si  es  que 
un  enfermo  del  estómago  puede  abrigar  alguna  — 
de  levantarlo  en  el  campo.  Fui^  pues,  recibido  con  to- 
das las  atenciones  por  el  señor  Zalazar. 

— El  amigo  Gil  querrá  salir  a  caballo,  ¿no  es  ver- 
dad? 


14  MARTÍN   GIL 

— Con  mucho  gusto,  señor. 

— Pues  entonces  le  haré  ensillar  el  malacara  de 
(Ion  Bernardo,  su  caballo  de  confianza. 

— ¡  Tanto  honor  ! 

Monté  en  el  gran  malacara  —  una  especie  de  ci- 
lindro envuelto  en  grasa  —  tan  estúpidamente  gor- 
do, que  hasta  las  articulaciones  habían  perdido  la 
noción  de  sus  funciones.  El  animal  se  movía  de  una 
pieza,  así  como  esos  caballos  de  madera  que  usan  los 
niños  y  que  tienen  clavadas  sus  cuatro  patas  en  dos 
balancines  de  silla-hamaca. 

Intentamos  galopar,  pero  en  menos  tiempo  que 
canta  un  gallo  enano,  me  encontré  tendido  de  boca 
sobre  un  cardal  lustroso.  Este  fenómeno,  según  Za- 
lazar,  se  debía  a  que  don  Bernardo  nunca  galopaba, 
así  que  el  malacara  había  olvidado  el  mecanismo  del 
galope ;  por  lo  tanto  se  trabó ...  y  lo  demás  fué  por 
cuenta  exclusiva  de  la  ley  de  gravedad.  Hice  presen- 
te que  en  tal  caballo  no  podía  andar  seguro  un  can- 
didato a  la  presidencia  y  volvimos  a  las  casas. 

— Venga,  amigo  Gil,  le  mostraré  algo  muy  nota- 
ble, —  me  dijo  Zalazar,  señalando  una  jaula  de 
hierro. 

En  el  primer  momento  creí  ver  un  par  de  tigres 
de  Bengala,  que  se  abalanzaban  furiosos  al  mirarme. 

— Estos  son  dos  perros  de  raza  mastín  —  me  di- 
jo —  traídos  de  Inglaterra.  El  doctor  los  quiere  mu- 
cho, y  son  mansos  con  él;  pero  ya  han  hecho  peda- 
zos (la  ropa  por  lo  menos)  a  varias  personas,  y  en 
los  'días  nublados,  cuando  salen  a  retozar  a  los  po- 


MODOS    DE    VER 


15 


treros  generalmente  matan  vacas,  novillos,  ovejas  o 
h^  primero  que  se  les  presenta :  se  les  prenden  del  ho- 
cico ¡  y  al  suelo !  en  seguida  colmillo  a  la  garganta,  y 
¡asunto  concluido!  Eso  lo  hacen  por  vía  de  ejerci- 
cio. Ahora  los  largarán  como  de  costumbre  para  en- 
cerrarlos al  anochecer. 

Francamente,  me  hizo  muy  poca  gracia  todo  este 
relato,  pues  un  peligro,  por  más  lejano  que  esté,  nun- 
ca hace  gracia. 

— Como  usted  estará  algo  fatigado  —  me  dijo  Za- 
lazar  después  de  comer  —  lo  acompañaré  hasta  su 
cuarto  para  que  se  acueste ;  tendremos  que  andar 
unos  cincuenta  metros;  pues  le  hemos  arreglado 
pieza  en  la  casa  del  doctor,  asi  que  usted  y  su  sir- 
viente serán  los  únicos  habitantes  de  ella  por  lo 
pronto. 

Efectivamente,  me  encontré  dueño  y  señor  de  un 
gran  caserón,  rodeado  por  un  espléndido  bosque  de 
eucaliptus.  Viéndome  instalado  el  señor  Zalazar,  dio 
las  buenas  noches  y  se  fué.  Mi  sirviente  se  acostó  en 
la  pieza  contigua  a  la  mia  y  yo  me  quedé  en  la  gale- 
ría, no  sin  sentir  un  cierto  malestar  indefinido,  pro- 
ducido quizá  por  encontrarme  solo,  de  noche,  en  una 
casa  desconocida  y  vacía,  rodeada  por  un  bosque  te- 
nebroso y  todo  esto  sumergido  en  profundo  silencio : 
el  silencio  del  campo. 

La  atmósfera  estaba  pesada,  aunque  el  barómetro 
dice  que  en  tal  caso  está  liviana.  Una  tormenta  de 
primavera  formada  por  espléndidos  cúmulos,  esas 
nubes  blancas  nacaradas,  de  curvas  ampulosas  y  tor- 


16  MARTÍN   GIL 

neadas  como  alfeñiques  gigantes,  iba  trepando  len- 
tamente el  horizonte  al  compás  de  sus  salvas  eléc- 
tricas :  parecía  un  inmenso  acorazado  que  viniera 
dispuesto  a  bombardear  al  planeta.  Así  serán  proba- 
blemente los  globos  de  guerra  que  usará  la  humani- 
dad dentro  de  mil  años,  pues  supongo  que  nos  se- 
guiremos matando  hasta  esa  fecha...  pero  esto  no 
tiene  nada  que  ver  con  los  perros.  A  cada  instante 
el  rayo,  con  su  espada  en  zig-zag,  atravesaba  con 
furia  las  entrañas  de  las  nubes,  partiéndolas  en  ta- 
jadas luminosas.  A  los  dos  o  tres  segundos  llegaba 
el  estampido  del  trueno,  certificando  el  oído  lo  que 
los  ojos  habían  visto. 

Luego  nomás  el  bosque  principió  a  dejar  sentir  ese 
rumor  característico  de  la  llegada  del  viento,  entre- 
mezclado con  las  voces  de  alarma  dada  por  los  ani- 
males :  el  grito  de  las  gaviotas,  del  teru-teru,  de  las 
caseritas  y  uno  que  otro  pájaro  mal  instalado  en  el 
ramaje;  el  relinchar  de  las  manadas,  el  balido  de 
las  ovejas  que  remolineando  van  a  amontonarse  en 
un  ángulo  del  corral  con  las  cabezas  bajas,  forman- 
do con  sus  cuerpos  una  mancha  blanca  e  inmóvil,  la 
que  el  relámpago  hace  surgir  a  intervalos  de  entre 
las  tinieblas. 

Cuando  principiaron  a  caer  las  primeras  gotas, 
esas  gotas  tibias,  grandes  como  cuentas  de  cristal, 
propias  de  las  lluvias  primaverales,  y  el  exquisito 
olor  a  tierra  mojada  invadió  la  atmósfera  —  perfu- 
me debido  según  Berthélot  a  un  humilde  microbio  — 
resolví  acostarme  para  oir  llover  a  mi  gusto. 


i 


MODOS    DK    VEJÍ  17 

Había  dejado  la  puerta  entreabierta  y  me  encon- 
traba sentado  en  la  cama  a  la  luz  de  una  vela  y  a 
medio  vestir,  con  una  pierna  en  número  cuatro  y  con 
ambas  manos  y  mis  cinco  sentidos  puestos  sobre  un 
impertinente  nudo  ciego  que  había  hecho  presa  en 
una  de  mis  polainas,  esos  nudos  insolubles  que  no 
aflojan  ni  a  diente  con  saliva,  y  que  por  último  hay 
que  aplicarles  el  sistema  del  gran  Alejandro ;  me  ha- 
llaba en  tal  posición,  decía,  cuando  sentí  algo  así 
como  una  de  las  notas  más  graves  del  órgano,  y  le- 
vantando la  cabeza  vi  un  perrazo  enorme  a  mi  lado 
en  actitud  de  atacar,  brillándole  un  par  de  ojos  in- 
móviles y  amarillos  como  dos  esterlinas. 

No  hay  duda  que  en  un  gran  peligro  se  piensa 
más  cuerdamente  que  en  un  percance  de  poco  valor. 
Al  instante  me  di  cuenta  de  que  si  me  movía  queda- 
ba convertido  en  menudo  picadillo ;  así  que  perma- 
necí más  quieto  que  un  poste,  con  las  dos  manos 
puestas  sobre  el  nudo  ciego  y  los  cinco  o  seis  senti- 
dos sobre  el  mastín.  Ignoro  qué  tiempo  pasamos  en 
ese  estado,  pero  algún  buen  rato  debió  ser,  porque 
al  fin  el  perro  resolvió  echarse,  pero  sin  cambiar  de 
sitio  ni  de  visual.  Me  miraba  este  bruto  con  tal  insis- 
tencia y  fijeza,  que  parecía  en  éxtasis,  haciendo  yo, 
por  lo  tanto,  el  papel  de  visión.  Intenté  resolver  el 
problema  de  llegar  con  la  cabeza  a  las  almohadas. 
Según  mis  cálculos,  en  dos  horas  debía  llegar  —  si  el 
perro  no  disponía  otra  cosa  —  moviéndome  a  razón 
de  un  centímetro  por  minuto.  Iba  yo  descendiendo  la 
curva  con  toda  felicidad,  repartiendo  las  miradas  en- 


18  MARTÍN    GIIv 

Ire  el  animal  y  las  almohadas,  cuando  sonó  con  es- 
trépito un  elástico  del  colchón.  Al  mismo  tiempo,  se 
puede  decir,  rujió  el  perro,  levantándose  como  im- 
pulsado por  un  resorte.  Por  lo  visto,  la  ecuación  per- 
sonal —  y  dispensen  los  astrónomos  —  o  el  tiempo 
fisiológico  de  tal  bruto,  era  mínima.  Me  miró  un 
momento  y  volvió  a  echarse  gruñendo.  Aproveché 
este  acto  de  generosidad  para  llegar  a  las  almohadas. 
Después  fui  subiendo  las  piernas  con  la  mayor  cau- 
tela imaginable  y  quedé  acostado  en  forma.  Al  poco 
rato,  la  vela  entró  en  agonía  y  expiró,  entregando  su 
espíritu  a  la  atmósfera. 

De  vez  en  cuando  un  relámpago  iluminaba  la  pie- 
za ;  entonces  tenía  la  satisfacción  de  ver  en  el  mis- 
mo sitio  a  mi  fiel  guardián.  La  situación  al  fin,  iba 
resultando  pasable.  Con  tal  de  no  dormirme,  para 
evitar  ronquidos  o  cualquier  movimiento  fuera  de 
programa,  estaba  salvo.  Me  dediqué,  pues,  a  pensar 
en  cualquier  cosa  hasta  que  amaneciera,  pero  resul- 
tó que  se  me  agotaron  todos  los  temas  y  el  alba  no 
llegaba. 

Felizmente,  la  Luna,  cual  una  monja  enclaustra- 
da y  curiosa,  asomaba  a  cada  instante  su  cara  blanca 
y  redonda  por  entre  las  grietas  de  las  nubes  en  mo- 
vimiento y  los  barrotes  de  una  ventana  que  tenía  al 
frente. 

Por  fin  la  Tierra  enderezó  su  lomo,  pero  recién 
como  a  las  nueve  de  la  mañana  golpeó  la  puerta  una 
sirviente  y  me  preguntó  si  deseaba  tomar  algo. 


MODOS    DE    VER  19 

— Tomaré  el  portante,  —  le  contesté,  —  después 
([uc  saquen  este  perro. 

— ^:Qué  dice,   señor? 

— ¡  Qiie  entre  y  saque  este  animal ! 

— ¿Pero  se  habrán  salido  los  perros?  —  refunfu- 
ñó la  mujer,  entrando  a  la  pieza.  —  ¿Y  el  otro?  — 
(Hjo. 

— ¿Qué  otro? 

— ¡  El  otro  perro ! 

Entonces  se  oyó  una  voz  como  de  ultratumba  que 
decía.  . . 

— Aquí  está  desde  anoche...   haga  el  servicio... 

Era  el  pobre  de  mi  sirviente  que  hablaba  por  en- 
tre las  mantas  y  almohadas  que  se  había  echado  so- 
bre la  cara. 


BAJANDO  AL  AGUA 


El  Sol  se  ha  levantado  de  muy  mal  humor,  y  es- 
cala el  horizonte  haciendo  lucir  sus  flechas  de  oro, 
con  las  que  amenaza  acribillar  la  tierra.  Sus  prime- 
ros dardos  van  dirigidos  a  las  lomas  blancas  —  así 
como  el  toro  ataca  al  rojo  —  pero  las  lomas  se  de- 
fienden con  brillantez,  parando  el  golpe,  reflejando 
los  rayos,  volviendo  la  pelota. 

El  color  blanco  triunfa  del  Sol,  como  el  escudo 
de  las  jabalinas.  Pero  las  que  sufren  son  las  monta- 
ñas de  granito :  ellas  soportan  en  silencio  las  conse- 
cuencias de  su  color  y  se  dejan  quemar  sin  protesta 
por  las  puntas  de  fuego. 

Los  arroyos  apresuran  su  marcha  para  llegar 
pronto  a  la  sombra  de  los  sauces,  los  que  parecen 
querer  protegerlos  extendiendo  sus  millares  de  bra- 
zos flexibles.  Las  perdices  silban  corto  y  poco.  Las 
caseritas  u  horneros  trabajan  su  bóveda  en  silencio, 
sin  alborotar  con  sus  dianas  cacareadas,  en  las  que 
una  de  ellas  ejecuta  un  largo  trémolo,  y  la  otra  mar- 
ca el  compás  con  un  gritito  seco. 


MODOS    DK    VF.R  21 

No  corre  una  gota  de  aire;  no  se  mueve  una  hoja: 
tendremos  un  día  feroz. 

Me  voy,  si  nadie  se  opone,  a  ver  bajar  hacienda 
al  agua.  Con  un  día  como  este,  el  espectáculo  suele 
ser  muy  interesante. 

Bien  pues :  aquí  estamos  a  la  sombra  de  un  enor- 
me tala  de  tronco  agrietado  y  nudoso,  copa  opu- 
lenta y  tupida  como  vellón  de  oveja  Rambouillet 
en  donde  se  han  solazado  más  de  cien  generaciones 
de  cachalotes  y  cotorras  bullangueras,  tejiendo  en  él 
sus  nidos  ásperos  y  enormes  cual  bolsas  de  espinas. 
De  los  gajos  más  finos  penden,  como  diminutos  in- 
censarios, nidos  de  picaflores,  oscilando  suavemente, 
cuando  cerca  de  ellos  sus  relucientes  dueños  hacen 
zumbar  las  alitas  bronceadas. 

Al  frente,  dentro  de  un  marco  de  barrancas  colo- 
radas que  recuerdan  el  dulce  de  guayaba,  está  la  re- 
presa natural,  más  tranquila  que  un  cadáver,  festo- 
neada por  una  verde  cinta  de  plantas  acuáticas  y  sal- 
picada de  copos  blancos  y  espumosos,  como  aquellos 
merengues  con  que  se  adornaban  a  las  empanadas  de 
a  real,  dignas  de  priores  y  padres  guardianes,  aun- 
que también  solían  deleitar,  allá  para  la  Pascua,  lo^ 
insaciables  estómagos  de  novicios  retozones. 

* 

Un  martín-pescador,  de  más  cabeza  y  pico  que 
cuerpo,  se  encuentra  inmóvil  sobre  una  rama  que 
emerge  del  agua.  De  vez  en  cuando  se  arroja  como 


22  MARTÍN   GIL 

un  hondazo  sobre  la  superficie  líquida,  y  vuelve  al 
mismo  sitio,  relumbrándole  en  el  pico  una  mojarra, 
como  astilla  de  nácar :  se  la  engulle  con  trabajo,  a 
fuerza  de  sacudirse  y  estirar  el  pescuezo.  Y  la  luz, 
al  caer  sobre  su  plumaje  atornasolado  y  húmedo,  res- 
bala alegremente,  centelleando  con  los  colores  del 
arco-iris.  Debido  al  choque,  la  bruñida  lámina  del 
agua  se  riza  toda  entera,  y  una  infinidad  de  círculos 
dilatan  más  y  más  sus  blandas  curvas,  con  la  noble 
ambición  de  abarcar  el  infinito,  pero  van  a  romper- 
se o  morir^  imperceptiblemente,  algunos  al  dar  con- 
tra la  tosca,  y  los  más  sin  llegar  a  parte  alguna,  co- 
mo las  ilusiones. 

*     * 

Oyese  un  tropel  con  su  repique  de  cencerro,  y  lle- 
ga al  trote  largo  una  manada :  las  muías  adelante,  es- 
pantándose de  nada,  fingiendo  sustos  y  sobresaltos. 
Después  las  yeguas  con  sus  colas  bien  cerdeadas,  sus 
grandes  barrigas  lustrosas,  y  sus  potrillos.  Atrás  de 
todos,  como  el  bedel,  viene  el  padrillo,  agachando  la 
cabeza  hasta  tocar  el  suelo  y  parando  la  cola  que  es 
una  viva  porra.  Pero  más  atrás  todavía,  como  el 
trompa  de  órdenes,  viene  el  burro,  miembro  deshe- 
redado de  la  familia,  sobre  quien  llueven  coces  y 
mordiscos  que  es  una  delicia.  Camina  piano,  piano,  a 
una  respetable  distancia  del  padrillo,  su  mortal  con- 
tricante. Al  menor  movimiento  de  éste,  nuestro  ore- 
judo personaje  da  media  vuelta,  presentando  la  po- 


MODOS    DE    VER  23 

pa  al  enemeigo;  amuja  las  orejas,  agacha  la  cabeza, 
esconde  la  cola  entre  las  piernas,  y  encogiéndose,  lar- 
ga al  aire  dos  patadas  por  vía  de  ensayo  o  por  lo  que 
"potest  contingere".  El  bedel,  bien  erguido,  el  cue- 
llo arqueado,  y  brillándole  los  ojos,  lo  mira  un  ins- 
tante con  fijeza,  y  después  sigue  a  la  manada,  la  que 
llega  al  agua  en  tumulto,  hundiéndose  con  estrépito 
hasta  el  pecho,  y  enterrando  los  hocicos  con  avidez, 
como  sanguijuelas  hambrientas.  Silencio  y  quietud 
completa  mientras  beben.  En  seguida  se  enjuagan  la 
boca,  saboreándose  ruidosamente  y  principian  a  cha- 
palear el  agua  a  manotadas ;  algunas  se  bañan,  y  por 
fin  concluyen  desfilando  hacia  la  puerta,  no  sin  an- 
tes haberse  revolcado  en  el  arenal  con  general  con- 
tentamiento y  rumores  de  todo  género.  Se  dirigen 
estornudando  al  cometierra,  el  que  los  espera  con 
sus  huecos  pulidos  y  lustrosos  a  fuerza  de  lengüeteo. 
Se  oye  un  rebuzno  formidable,  y  casi  al  mismo 
tiempo  retumban  dos  golpes  en  las  costillas  del 
cantor. 

Van  llegando  y  bajando  las  vacas,  tranquilamente, 
a  paso  que  dura^  castañeteándoles  las  uñas  partidas. 
Los  terneritos  al  lado,  ñatitos,  naricitas  húmedas  y 
frescas,  grandes  ojos  negros,  largas  pestañas  y  todo 
el  cuerpito  brillante  y  lustroso  como  un  raso. 

Después  de  beber  interminablemente,  suben  ape- 
nas el  repecho,  haciendo  estaciones,  con  el  lomo  ar 


24  MARTÍN   GIL 

qiieado  y  los  vientres  inflados,  dejando  algo  más 
resbaladiza  la  pendiente.  Pasan  también  al  cometie- 
rra  a  tomar  el  postre,  y  vuelven  en  seguida  a  echar- 
se debajo  de  los  monumentales  algarrobos  del  rodeo, 
dedicándose  a  rumiar  con  tanta  calma  y  cachaza, 
como  un  turco  fumando  opio. 

* 
*     * 

Se  siente  un  traqueteo  menudo,  algo  como  un  tor- 
bellino; gajos  que  se  quiebran  y  piedras  que  rue- 
dan; balidos,  campanillas,  estornudos;  y  aparecen  de 
golpe  las  cabras,  en  pequeños  grupos,  sobre  las  ba- 
rrancas, cual  soldados  tomando  por  asalto  una  trin- 
chera. Miran  el  agua  como  sorprendidas,  mientras 
los  cabritos  de  todos  colores,  suben  y  bajan,  corren  y 
brincan,  se  apiñan  y  desparraman,  como  papel  pica- 
do barrido  por  un  remolino.  Por  fin  descienden  to- 
das a  un  tiempo,  y  beben  atropelladamente,  a  tra- 
gos entrecortados,  y  desaparecen  como  llegaron :  er 
un  santiamén. 

El  cabrero  —  un  perro  flaco,  pero  ladrador  —  la'? 
espera  echado  en  la  senda.  Cuando  la  majada  está 
reunida,  da  unas  cuantas  vueltas  a  su  alrededodr, 
con  el  propósito  de  hacer  entrar  en  vereda  a  cual- 
quier cabra  rebelde,  e  inicia  el  rumbo  que  deben  se- 
guir, ladrando  y  avanzando  al  galope.  Y  lo  siguen, 
desde  el  chivato  moro  de  cuernos  torneados,  barba 
ahumada  y  fragante,  hasta  la  última  cabrillona  co- 
queta, más  blanca  y  crespa  que  una  diamela.  Y  mar- 


MODOS    DE    VER  25 

chan  y  marchan,  al  parecer  sin  derrotero,  y  a  la 
desbandada,  para  caer  luego,  como  una  tromba,  so- 
bre el  maizal  del  vecino. 

* 

Ahora  vienen  los  bueyes :  paso  al  gran  motor  ar  ^ 
gentino,  a  la  fuerza  viva  de  nuestro  progreso ;  al  hé- 
roe de  nuestras  pampas  y  montañas ;  al  trabajador 
silencioso,  infatigable  y  sobrio,  que  con  su  paso  len- 
to pero  enérgico,  abre  el  surco  rasgando  la  tierra  e 
inunda  a  la  Europa  con  los  granos  de  oro. 

Van  llegando  lentamente,  con  aire  marcial,  con 
cierta  indolencia  olímpica  de  emperador  romano.  Las 
cabezas  se  les  balancean  al  compás  de  su  andar  rit- 
mado ;  sus  grandes  astas  pulidas  en  su  base  por  el  ro- 
ce de  la  coyunda,  representan,  sin  metáfora,  nuestro 
cuerno  de  la  abundancia.  En  sus  grandes  costillares 
y  paletas,  se  puede  pasar  revista  a  todas  las  marcas 
de  la  pedanía:  son  tableros  ambulantes,  repletos  de 
jeroglíficos  indescifrables,  algo  así  como  carteles  chi- 
nescos de  figuras  estrambóticas,  que  de  todo  pueden 
hablar  menos  de  nuestra  cultura. 

Llegan  al  agua  y  beben  más  que  una  locomotora, 
retirándose  al  fin,  con  sus  barriles  rebalsando. 

En  la  senda,  y  envuelto  por  una  nube  de  tierra 
que  él  mismo  levanta,  los  espera  un  torito  criollo, 
más  compadre  que  un  cantor  de  pulpería:  brama 
como  un  tigre,  encorvando  el  lomo  como  para 
agrandarse;  la  cabeza  gacha,  mirando  de   reojo  a 


2fi  MARTÍN   GIL 

los  bueyes,  como  queriendo  decirle:  ¡arrímense, 
maulas!  Pero  los  bueyes  pasan  sin  mirarlo  siquiera, 
y  el  compadrito  se  imagina  que  le  tienen  miedo. 
Así  hay  mucha  gente  sin  ser  animales. 

El  calor  arrecia  que  es  un  primor,  y  la  represa 
queda  desierta. 

Toda  la  hacienda  ha  bebido,  pero  no  se  moverá 
de  la  sombra  hasta  que  refresque. 

Se  respira  un  aire  de  fuego,  asfixiante.  Los  pá- 
jaros están  escondidos  en  lo  más  espero  del  rama- 
je, acezando  con  los  picos  abiertos  y  las  alas  caídas, 
latiéndoles   su  gargantitas  esponjadas   como  borlas. 

Únicamente  la  paloma  torcaz  deja  sentir  su  can- 
to monótono. 

Aprovechando  el  momento  de  calma  chicha,  co- 
mienzan a  salir  las  iguanas,  casi  arrastrándose  con 
sus  patas  chuecas  y  regordidas :  se  dirigen  a  la  re- 
presa, deteniéndose  de  trecho  en  trecho,  para  ex- 
plorar el  camino  con  sus  caras  de  idiotas.  Después 
de  beber  y  bañarse,  fustigando  el  agua  con  sus 
colas  de  látigo,  vanse  a  comer  piquillín  o  fruta  de 
tala  y  buscar  nidos  de  perdiz  en  los  pajonales.  En 
la  tierra  suelta,  una  raya  sin  ondulaciones  indica 
su  paso. 
*  Declina  el  Sol,  dando  un  salto  mortal  por  sobre 
las  montañas,  y  rasgando  al  pasar  algunas  nubes 
que  se  le  atraviesan  en  el  camino,  así  como  en  el 
circo,  la  linda  rubia  saltarina  ecuestre,  de  faz  ri- 
sueña y  cuerpo  aprisionado  en  malla  rosa,  perfora 


MODOS    DE    VER 


27 


el  disco  de  papel  pintado  que  el  payaso  le  opone 
diestramente. 

Los  conos  azulados  de  las  sierras  se  destacan 
de  relieve  en  un  gran  fondo  de  luz  anaranjada.  Mi- 
llares de  chicharras  hacen  vibrar  los  montes  con 
su  canto  estridente.  Oyese  el  balido  lejano  de  las 
majadas  que  llegan  al  corral,  y  el  grito  agudo  de 
la  mujer  que  las  arrea. 

Después,  la  luz  comienza  a  agonizar,  y  la  som- 
bra y  el  silencio  invaden  lentamente.  Sopla  una  leve 
brisa.  Las  flores  de  la  noche,  como  temerosas  de 
ser  vistas,  abren  con  sigilo  sus  pétalos  sedosos,  y 
la  atmósfera  se  carga  de  perfumes ;  los  grillos  prin- 
cipian a  templar  su  cuerdita  chillona ;  las  ranas 
modulan  en  coro  sus  salmos  plañideros ;  a  lo  lejos 
se  oye  el  llanto  cristalino  de  los  manantiales,  y  en 
todas  direcciones,  cual  estrellas  fugaces,  se  ven  cru- 
zar los  tucos  y  luciérnagas  con  sus  verdes  linternas. 

1902. 


SOBRE  EL  RASTRO 


Creo  que  para  mi  relato,  no  es  del  todo  indis- 
})ensable  hacer  saber  al  lector  que  ño  Cecilio  era 
el  paisano  más  hediondo  a  chivato  que  he  conocido 
en  mi  vida.  Todo  su  cuerpo  estaba  penetrado  de 
ese  tufo  acre  y  picante  que  despiden  los  corrales 
de  cabras  después  que  llueve  y  abre  el  sol.  Pero 
pasemos  por  alto  el  olor  del  buen  paisano. 

Serían  las  dos  de  la  mañana  cuando  nos  recor- 
damos sobresaltados  por  las  sacudidas  que  alguien 
nos  daba. 

— ;  Niños  !  niños  !   levanten !  vengan  !  oigan  ! 

Al  mismo  tiempo  un  fortisimo  olor  a  chivato  in- 
vadió la  habitación.  Crujieron  dos  viejos  catres  de 
lona  y  mi  primo  y  yo  salimos  casi  juntos  al  patio, 
tambaleándonos,  medio  dormidos. 

— ¿Qué  hay,  ño  Cecilio? 

— ¡El  león  en  el  potrerillo!  —  dijo  en  voz  baja 
y  trémula.  —  Cállense  y  atiendan  —  añadió. 

Contuvimos  la  respiración,  y  abriendo  boca  y 
ojos,  escuchamos. 


MODOS    DE    VER 


29 


A  esa  hora  reinaba  una  quietud  imponente.  Una 
brisa  suavísima  rizaba  apenas  al  follaje  de  los  enor- 
mes nogales  que  rodeaban  la  casa,  produciendo  cier- 
to susurro  imperceptible.  La  naturaleza  toda  can- 
taba su  gran  romanza  sin  palabras:  la  canción  del 
silencio.  De  pronto  hacia  el  lado  del  potrerillo  se 
oyó  un  furioso  resoplido,  tropel  y  relinchos  entre- 
cortados, mezclándose  a  todo  esto  el  tañido  de  un 
cencerro. 

— Ese  bufido  es  de  la  muía  castaña  —  dijo  ño 
Cecilio  —  y  cuando  esa  bufa,  no  es  de  vicio :  a  la 
fija  que  anda  el  león ! 

Para  estos  casos  u  otros  parecidos,  acostumbrá- 
bamos tener  un  par  de  caballos  atados  a  soga,  así 
que  ño  Cecilio  tardó  menos  en  ensillarlos  que  nos- 
otros en  vestirnos.  Los  perros,  maliciando  de  lo 
que  se  trataba,  habían  rodeado  a  los  caballos,  y 
cuando  fuimos  a  montar,  acompañados  de  la  vieja 
carabina  leonera,  nos  recibieron  con  una  algazara 
infernal :  saltos,  ladridos,  aullidos,  bostezos,  chico- 
teo de  colas,  palmoteo  de  orejas  y  estruendo  de 
narices,  al  parecer  obstruidas.  Dimos  el  silbido  de 
ordenanza  para  animar  a  la  jauría,  y  nos  dirigi- 
mos al  potrerillo.  Ño  Cecilio  se  nos  incorporó  ji- 
neteando en  pelo,  el  petizo  zaino  bichoco,  al  que 
había  encontrado  en  la  huerta  comiendo  duraznos. 

Al  llegar  a  la  primera  quebrada,  percibimos  un 
fuerte  olor  a  menta  y  poleo,  de  lo  que  se  deducía 
que  por  allí  debió  andar  disparando  la  manada  un 
momento  antes.  Y  efectivamente,  detrás  de  un  ta- 


;i(»  MARTÍN    GIL 

lar,  encontramos  la  manada  del  moro,  en  actitud 
expectante :  silenciosa,  amontonada,  apiñada  como 
un  racimo,  del  cual  se  destacaban,  como  puntas  de 
lanzas,  innumerables  orejas.  Los  pobres  animales 
nos  miraban  de  cierto  modo  extraño ;  parecían  que- 
rer dccrnos  que  algo  grave  ocurría  muy  cerca  dé 
allí.  Solamente  la  muía  castaña,  inquieta  y  nerviosa 
trotaba  en  todas  direcciones,  resoplando  por  su  na- 
riz elástica,  y  parando  las  orejas  como  cartuchos 
peludos.  No  habríamos  andado  cinco  minutos,  cuan- 
do los  perros  comenzaron  a  saltar  y  remolinear, 
con  el  hocico  pegado  al  suelo,  hasta  que  concluye- 
ron por  amontonarse  debajo  de  un  algarrobo. 

— Allí  debe  de  estar  la  presa  —  dijo  ño  Cecilio. 

Y  los  tres  llegamos  juntos  hasta  el  árbol,  apeán- 
donos de  un  salto. 

— Velai  la  potranca  rosía,  —  dijo  el  paisano,  aga- 
chándose hasta  tocar  el  bulto  que  rodeaban  los  pe- 
rros. —  ¡Pucha,  digo!  ¡tan  luego  a  la  rosía!  ¿Por 
qué  más  bien  no  le  habrá  metido  uña  a  la  gatiaita 
lunanca? 

El  pobre  hombre  parecía  ignorar  que  muchas  ve- 
ces la  fealdad  es  el  mejor  baluarte. 

El  cadáver  estaba  aún  caliente,  y  presentaba  .va- 
rios tajos  profundos  que  corrían  desde  las  prime- 
ras costillas  hasta  el  anca.  Pero  a  todo  esto  los  pe- 
rros, después  de  examinar  rápidamente  el  caso  con- 
creto, habían  desaparecido.  Indudablemente  seguían 
el  rastro  del  león,  el  cual  al  sentirnos,  debió  abando- 
nar la  presa.  Montamos,  y  sin  movernos  del   sitio 


SI 

MODOS    Di:    VER 

en  que  estábamos,  con  la  boca  seca  de  emoción  y 
las   manos   húmedas   y   frías,   esperamos   el   primer 

anuncio. 

La  muía  castaña  seguía  bufando. 

Un  ladrido  corto  y  seco  llegó  a  nuestros  oídos; 
después,  una  pausa ;  en  seguida  otro,  y  otro  más.  .  . 
y  ladraba  toda  la  jauría. 

—Doy  la  doble  contra  sendo  —  dijo  ño  Cecilio 

a  que  van  y  lo  empacan  en  el  monte  de  quebra- 

^^hos.  —  Y  nos  dirigimos  hacia  donde  se   iniciaba 

el  ataque. 

Los  ladridos  continuaban,  pero  cada  vez  más  le- 
jos. Había  momentos  de  silencio  completo,  para  des- 
pués estallar  un  clamoreo  indescriptible.  El  león, 
siguiendo  su  táctica,  peleaba  en  retirada,  engañando 
al  enemigo  con  sus  saltos  y  gambetas.  El  monte 
íbase  volviendo  cada  vez  más  inaccesible.  Había 
que  hacer  prodigios  de  esgrima  con  el  cabo  del 
talero  para  rechazar  el  ataque  constante  y  tenaz 
del  garabato,  ese  arbusto  de  espina  acerada  y  cor- 
va como  uña  felina,  enemigo  irreconciliable  de  la 
ropa  y  de  la  piel.  Por  fin  no  pndiendo  avanzar 
más,  aseguramos  los  caballos  y  marchamos  a  pié. 

Los  ladridos  se  oían  en  un  solo  punto  y  su  in- 
tensidad no  variaba ;  el  enemigo,  por  lo  tanto,  esta- 
ba empacado  y  no  muy  lejos  de  nosotros. 

En  ese  momento  las  estrellas  comenzaban  a  pa- 
lidecer. L^n  suave  resplandor  amarillo-mate  vislum- 
brábase al  Este :  venía  el  alba.  La  aurora,  con  sus 
dedos  de  nácar,  principiaba  a  ejecutar  su  gran  pre- 


82 


MARTIN   GIL 


ludio  en  notas  de  luz.  Arriba  del  horizonte,  en  lo 
alto,  semejando  una  bandada  de  garzas  rosas,  flo- 
taban en  hilera  algunos  cirrus. 

Habíamos  llegado  hasta  muy  cerca  de  un  mato- 
rral impenetrable,  en  donde  se  sentía  hervir  el  en- 
jambre de  perros.  Teníamos  que  hablar  a  gritos 
para  entendernos  ¡de  tal  manera  vociferaban  estos 
bárbaros!  Nos  arrastramos,  se  puede  decir,  unos 
cuantos  metros  más,  y  por  entre  el  tupido  mato- 
rral alcanzamos  a  distinguir  los  perros  que,  alre- 
dedor de  un  gran  tronco  de  quebracho,  se  revolvían 
furiosos,  ladrando  en  completo  disconcierto,  con 
sus  ojos  fijos  hacia  arriba  y  sus  largas  y  ondulan- 
tes lenguas  desplegadas.  Algunos  permanecían  echa- 
dos e  inmóviles  como  en  éxtasis,  con  los  ojos  llo- 
rosos y  la  boca  abierta  de  par  en  par,  acezando 
desesperadamente ;  otros  llegaban  hasta  nosotros 
a  toda  prisa,  y  meneando  la  cola,  nos  largaban  un 
lengüetazo,  volviendo  en  seguida  a  sus  puestos.  La 
espesura  del  monte  nos  impedía  ver  lo  que  había 
en  el  árbol. 

Nos  aproximamos  todo  lo  posible  hasta  quedar 
debajo  mismo  del  quebracho,  y  ño  Cecilio,  atando 
con  su  arreador  los  gajos  que  nos  impedían  ver, 
tiró  con  todas  sus  fuerzas,  que  no  eran  pocas.  En- 
tonces pudimos  contemplar  un  hermoso  cuadro : 
arriba,  en  un  gajo  más  bien  delgado  del  enorme  que- 
bracho, se  balanceaba  suavemente  un  espléndido 
puma,  el  león  de  nuestras  sierras.  Su  cuerpo  elás- 
tico y  de   elegantes   curvas,   se   destacaba   soberbio 


MODOS  de;  ver  ^® 

en  el  fondo  brillante  y  puro  de  un  cielo  azul. -^Su 
piel  bronceada  y  lustrosa,  reverberaba  a  los  prime- 
ros rayos  de  un  sol  naciente.  Parecía  estar  comple- 
tamente tranquilo :  miraba  a  los  perros  como  a  ver- 
daderos perros,  con  olímpico  desprecio.  En  su  cara 
redonda  y  sin  expresión,  fulguraban  dos  grandes 
ojos  anaranjados  y  cristalinos  como  discos  de  ám- 
bar. ¿Cuánto  hubiera  dado  un  aficionado  a  la  fo- 
tografía por  encontrarse  allí  con  su  máquina? 

El  cuadro  valía  la  pena,  indudablemente.  Pero  ño 
Cecilio  entendía  muy  poco  de  estética,  y  casi  de  mal 
modo  nos  dijo: 

— ¡Ideái!  ¿Qué  hacen  que  no  le  meten?  Hasta 
qué  hora  queren  que  esté  cinchando? 

Cuando  sonaron  los  dos  tic  de  la  carabina  al  ser 
montada  y  mi  primo  apuntó,  callaron  de  golpe  to- 
dos los  perros,  escondieron  sus  lenguas  y  quedaron 
inmóviles.  La  espectativa  era  solemne.  Habíamos 
convenido  en  herirlo  levemente  para  no  dejarlo  in- 
defenso. —  ¡  A  las  patas  de  atrás!  —  dijo  el  tirador, 
y  un  estampido  de  carabina  rémington  repercutió 
de  quebrada  en  quebrada. 

Cuando  con  nuestros  sombreros  hubimos  disi- 
pado la  nube  de  humo  que  nos  envolvía,  pudimos 
ver'  al  león  abrazado  al  mismo  gajo  en  donde  un 
momento  antes  estuviera  de  pié.  Pero  la  situación 
era  insostenible,  porque  todo  su  cuerpo  pendía  y 
oscilaba,  y  por  más  gruesos  que  fueran  sus  puños, 
no  podía  resistir  mucho  tiempo.  El  pobre  animal 
miraba  en   todas   direcciones   buscando   dónde   lar- 


M  MARTÍN    CTI. 

garse  sin  caer  sobre  algún  enemigo.  Por  fin  se  des- 
plomó, quebrando  gajos  y  apretando  perros.  En  el 
primer  momento  no  vimos  más  que  un  enorme  ovi- 
llo o  madeja  móvil,  compuesto  de  patas,  colas,  ca- 
bezas y  bocas  dentadas.  Una  gritería  infernal  lle- 
naba los  aires.  .  -.      ^ 

Nos  aproximamos,  y  no  sin  trabajo  pudimos  dis- 
tinguir a  la  víctima  que,  tirada  de  espaldas,  y  pren- 
dida con  uñas  y  dientes,  formaba  el  núcleo  central 
del  gran  pelotón  vivo.  El  león  al  vernos,  debió  ha- 
cer tm  esfuerzo  supremo,  porque  de  pronto  el  ovi- 
llo se  dilató,  abriéndose  como  una  ola ;  los  perros 
remolinearon,  y  surgió  el  león  hecho  un  arco,  todo 
erizado  como  un  cepillo  enorme,  echando  chispas 
por  sus  ojos.  ^ 

— ¡Ese  es  gaucho  y  medio!  —  dijo  ño  Cecilio — 
¡  Óiganle  a  esa  maula ! 

El  león  ocupaba  el  centro  de  un  gran  círculo 
camino.  Entre  la  jauría  había  un  perro  notable  por 
su  valor,  fuerza  y  destreza ;  lo  que  sí,  necesitaba 
ser  animado. 

Entonces,  tocándole  el  lomo,  dímosle  la  orden  de 
ataque  —  ¡vamos,  ñato!  —  y  se  arrojó  ciego  sobre 
el  felino.  Este  lo  recibió  con  sus  grandes  garras 
abiertas  como  un  par  de  rosas  siniestras,  las  que 
fueron  a  incrustarse  en  los  flancos  del  perro:  pero 
las  mandíbulas  del  ñato,  haciendo  las  veces  de  te- 
nazas dentadas,  oprimían  la  garganta  del  enemigo 
con  mortal  insistencia. 

El  ejemplo  es  contagioso ;  todos  los  perros  ata- 


MODOS    DE    VER 


35 


carón  resueltamente,  y  en  algunos  minutos  de  lu- 
cha encarnizada  y  feroz,  el  terror  de  manadas  y 
majadas,  el  gran  dañino,  la  pesadilla  de  esa  pobre 
gente  que  se  mira  como  en  un  espejo  en  sus  cuatro 
potrillos  y  sus  cabras,  entregó  su  vida,  combatien- 
do como  un  héroe. 

La  luz  de  un  sol  radiante  se  derramaba  a  to- 
rrentes sobre  montes  y  quebradas.  Las  lomas  de 
talco  brillaban  alegremente,  como  odaliscas  cubier- 
tas de  lentejuelas:  parecia  que  ardían.  Las  maja- 
das de  cabras  recién  libertadas  del  corral,  trepaban 
las  alturas  casi  al  trote,  desparramándose  por  las 
laderas  como  puñados  de  confites,  mientras  que 
arriba,  en  el  espacio  sin  límites,  algunos  cóndores 
con  ^s  grandes  alas  extendidas  y  rígidas,  dibuja- 
ban majestuosamente  interminables  espirales,  bus- 
cando quizá,  como  al  descuido,  con  sus  sangrientas 
pupilas,  el  tierno  cadáver  de  la  potranca  rosilla. 


DIALOGO   NOCTURNO 


A  mi  amigo,  el  genial  ar- 
tista   Carlos    García    Tolsa. 

El  crepúsculo  se  extinguió  lentamente  como  la 
vaga  mirada  de  un  moribundo,  y  tras  de  él,  siguien- 
do sus  pasos,  pero  sin  apresurarse,  llegó  la  Noche, 
fresca,  melancólica  y  sonriente,  como  viuda  joven 
que  abriga  esperanzas. 

Llegó,  y  abriendo  poco  a  poco  sobre  la  Pampa 
inmensa,  su  hermosa  sombrilla  salpicada  de  luces, 
quedó  pensativa. 

Los  escasos  ruidos  y  murmullos  fuéronse  amor- 
tiguando   hasta    desaparecer   completamente. 

Entonces  la  Noche,  con  su  mano  impalpable,  aca- 
rició las  yerbas  y  pastos  floridos,  y  estos  en  su 
obsequio    abrieron   sus   pomitos   de    finas   esencias. 

La  Pampa  sonrió  y  dijo : 

— ¡  Salud,  querida  Noche !  Al  fin  llegaste  con 
tu  quitasol !  Te  has  hecho  esperar  demasiado ;  eso 
no  está  bien. 

— Imposible   venir   antes — replicó   la    Noche. 


MODOS    DE    VER 


37 


— Ya  lo  sé,  es  una  broma.  Pero  mira  que  hoy, 
ese  rubio  guarango  y  majadero,  tu  enemigo  mor- 
tal, el  Sol,  casi  me  ha  incendiado  con  su  mirada. 
Figúrate  que  a  medio  dia  se  plantó  el  muy  ordina- 
rio sobre  mi  cabeza  chata,  y  no  hubo  quien  lo  hi- 
ciera retirar.  ¡  Cómo  si  algo  se  le  debiera ! 

— Y  ya  lo  creo  que  le  debes! — dijo   la   Noche. 

— ¿Yo?  No  faltaría  más!  Pues  qué  le  debo? 

— Nada  menos  que  tu  fecundación  anual. 

— Hazme  el  favor  de  no  hablar  disparates,  mira 
que  pueden  oírte. 

— Estamos  solas — dijo  la  Noche. 

— ¿Y  la  Luna? 
— Oh!  esa  vendrá  recién  al  amanecer,  cuando  yo 
me  haya  marchado.  Y  después,  aunque  estuviera  a 
nuestro  lado,  no  habría  ningún  peligro.  ¿  No  sabes 
acaso  que  la  Luna  es  una  vieja  chocha,  sorda  ta- 
pia, porque  le  falta  el  tímpano?  Pobre  vieja!  Si  no 
fuera  que  el  Sol  la  ha  tomado  de  reverbero  y  de 
espía  a  la  vez,  no  serviría  para  nada.  Ya  sabes 
que  esa  bruja  blanca  es  mi  espía  y  la  que  alborota 
constantemente  a  ese  inocentón  del  mar,  tan  gran- 
dote  y  tan  simple,  tan  ciego  y  atropellado.  Cuándo 
dejará  de  ser  el  juguete  de  esa  vieja  presumida! 
Si  supiera  que  es  una  tarasca,  remendada  y  pico- 
teada; muy  blanca,  es  cierto,  pero  a  fuerza  de  vi- 
driado y  de  cosméticos,  como  las  mujeres  de  hoy: 
unas  verdaderas  camelias . . .  hasta  la  garganta . 
Además,  es  tuerta  y  reumática.  Ah !  te  advierto  que 
no  hay  como  los  tuertos  para  espías.  El  reuma  le 


38  MARTÍN    GIL 

atacó  la  cintura:  no  puede  girar  fácilmente.  Re- 
cién cuando  ha  completado  su  ronda  mensual,  con- 
cluye de  darse  vuelta.  Pero  en  ese  momento  se  le 
achicharra  el  ojo  completamente,  y  queda  ciega 
por  dos  días  más  o  menos.  Uf  f ! !  es  un  cascajo, 
un  verdadero  cascajo! 

— Ya  veo  que  no  andas  muy  en  armonía  con  Se- 
lene — dijo  la  Pampa. — ¿Quieres  que  te  hable  con 
franqueza?  Me  parece  que  tu  antipatía  para  con 
ella,  se  debe  a  que  su  presencia  aminora  el  esplen- 
dor de  tus  joyas. 

— Así  será,  pero  es  una  observación  muy  pueril, 
esa  tuya — dijo  la  Noche. — Pues  ¿quién  es  la  vie- 
ja Selene  ni  el  mismo  rubio  Apolo  para  contrarres- 
tarme ?  Tú  no  me  conoces,  querida  Pampa ;  ya  se 
ve,  no  me  conoces.  Pues  debes  saber  que  yo  soy  la 
reina  absoluta  del  espacio ;  todo  él  me  pertenece. 
Eso  que  tú  llamas  con  tanto  garbo  el  día  esplen- 
doroso, etc.,  es  algo  muy  limitado :  para  mí  vale 
tanto  como  el  resplandor  de  un  fósforo.  Si  tú  pu- 
dieras remontarte  un  poco  y  atravesar  la  mayor 
parte  de  la  atmósfera,  llegando  siquiera  a  la  re- 
gión por  donde  cruzan  las  estrellas  fugaces,  te  en- 
contrarías en  tinieblas  a  las  12  del  día,  con  el  Sol 
sobre  tu  cabeza.  Es  que  más  arriba  estoy  yo  con 
mi  sombrilla  y  mis  joyas,  acompañada  por  mis  dos 
hermanos,  el  Silencio  y  la  Serenidad.  El  espacio 
es  un  mar  insondable  y  tenebroso,  inmóvil  y  abso- 
lutamente frío.  El  frío  absoluto,  el  cero  absoluto, 
¿  comprendes  ? 


MODOS    DE    VER  39 

— Pues  yo,  con  mis  hermanos — prosiguió  la  No- 
che— llenamos  ese  mar,  lo  abarcamos,  lo  satura- 
mos y  en  él  flotamos  eternamente.  Esas  luces  que 
ves  destacarse  en  el  fondo  de  mi  sombrilla  y  que 
tanto  te  agradan,  pertenecen  a  los  barcos  que  na- 
vegan en  el  inmenso  mar.  Se  mueven  en  todas  di- 
recciones, trazando  curvas  gigantescas,  aunque  pa- 
rezcan fijos.  Todo  es  cuestión  de  tiempo.  Algunos 
se  acercan  a  tu  pequeño  esquife,  la  Tierra,  otros 
se  retiran,  los  que,  con  el  infinito  rodar  de  los  si- 
glos, irán  desapareciendo  lentamente  hasta  perder- 
se para  siempre  en  la  inmensidad. 

— No  sé  porqué  estas  cosas  me  entristecen  — 
dijo  la  Pampa. 

— La  poesía  del  misterio  es  siempre  triste  — 
replicó    la    Noche,    pestañando    ligeramente. 

— Como  tú  ves,  todos  esos  navios  llevan  faros 
espléndidos,  pero  a  mí  no  me  ahuyentan  con  su 
luz — dijo  la  Noche. — ¿Conoces  aquel  lindísimo  aco- 
razado que  va  allí? — agregó,  señalando  a  Sirio. — 
Pues  ese  buque  lleva  un  foco  en  su  palo  mayor, 
completamente  superior  al  de  nuestro  Sol,  el  ru- 
bicundo Febo,  mi  gran  enemigo,  al  decir  de  tí. 
¿Y  qué  me  hace,  vamos  a  ver? 

— Y  aquel  faro  de  2°  orden — dijo  la  Pampa — 
que  no  siempre  alumbra  con  igual  intensidad  y  que 
parece  como  si  de  cuando  en  cuando  se  le  acaba- 
ra el  aceite. 

— ¿Dónde? — dijo  la   Noche. 


40  MARTÍN  GIL 

— Allí  al  Norte,  en  el  Perseo,  pasando  las  Plé- 
yades. 

— Ah!  Es  el  buque  Algol,  beta  del  Perseo.  La 
luz  de  ese  buque  es  variable,  intermitente.  Sin  em- 
bargo, oscila  metódicamente.  En  un  período  que 
no  alcanza  a  cuatro  horas,  casi  se  apaga  duran- 
te veinte  minutos,  en  seguida  reacciona,  volvien- 
do de  su  desmayo  en  tres  horas  y  media,  para  con- 
servarse así   durante   dos   días  y  pico. 

— ¿Y  eso  qué  significa? — dijo  la  Pampa  con  cu- 
riosidad. 

— Existen  al  respecto  varias  hipótesis.  Se  cono- 
cen muchos  faros  de  esa  clase,  pero  su  luz  es  de 
un  valor  muy  insignificante.  Los  más  nombrados 
son,  Algol,  que  acabas  de  ver,  eta  de  Argos,  tan 
celebrada  por  Juan  Herschel,  y  Mira  -  Ceti. 

— Esto  es  muy  raro — dijo  la  Pampa. — Se  me 
ocurre  que  esos  buques  deben  andar  averiados  y 
muy  cerca  de  naufragar. 

— En  mi  mar  no  'hay  naufragios — dijo  la  No- 
che— porque  no  tiene  fondo  ni  superficie;  no  hay 
arriba  ni  abajo,  nada  cae  ni  sube :  se  anda  siem- 
pre. Pero  no  estás  descaminada,  porque  para  mí, 
un  buque  de  esos  ha  naufragado  cuando  su  faro  se 
ha  extinguido.  Entonces  quedan  convertidos  en 
unos  verdaderos  monstruos  negros,  cipecie  de  ti- 
burones carboneros.  En  tal  caso,  mi  sombrilla  ha 
perdido  una  joya. 

— No, — replicó  la  Pampa, — se  ha  transformado 
en  un  brillante  negro. 


MODOS    DE    VER 


41 


— Está  buena  la  salida,  pero  te  confieso  que  a 
pesar  de  la  costumbre,  me  aterra  el  ver  andar  en 
las  tinieblas  esos  buques  negros,  helados,  sin  vida: 
son  mis  fantasmas,  mis  negros  espectros.  Cuando 
los  veo  venir  hacia  mí,  se  me  hiela  el  cuerpo. 

— Y  a  mí  también  me  está  dando  miedo — dijo  la 
Pampa. — Hablemos  de  otra  cosa. 

— Y  sabes  cuántos  faros  se  vislumbran?  Oh!  mi- 
llones y  millones!  Todos  esos  faros  pertenecen  a 
buques  jefes,  y  seguramente  cada  uno  de  ellos  mar- 
chan rodeado  de  su  flota,  como  el  Sol  con  sus  ocho 
cruceros  y  sus  destróyers. 

— ¿Y  a  dónde  se  dirigen  todas  esas  flotas? — 
preguntó  la  Pampa  con  voz  trémula. 

— Es  triste  decirlo!  sobre  el  particular  no  se  sa- 
be nada ;  no  se  conoce  el  puerto,  no  hay  rumbo ;  se 
camina  a  ciegas  en  medio  de  la  obscuridad  y  del 
silencio.  Pero  de  todos  modos  no  vale  la  pena  in- 
quietarse, pues  nada  se  remediaría.  La  Tierra  es 
un  pequeño  navio  que  lleva  sobre  cubierta  más  de 
1500  millones  de  prisioneros.  Estos  m.illones  de 
hombres  no  saben  ni  de  dónde  vienen,  ni  a  dónde 
van,  ni  en  dónde  están.  Ellos  no  pueden  influir  ni 
en  la  dirección  ni  en  la  velocidad  del  navio  que  los 
conduce,  y  sin  embargo  ¡los  oyeras  hablar  de  li- 
bertad ! 

— La  dirección  que  llevamos  si  se  conoce — re- 
plicó la  Pampa — seis  ilustres  pasajeros  o  prisione- 
ros, como  tú  dices,  la  han  determinado  independien- 
temente, discrepando  muy  poco  en  el  rumbo. 


42  MARTÍN    GIL 

— Aplaudo  a  esos  valientes  prisioneros  —  dijo  la 
Noche — pero  ¿qué  sacarás  con  saber  que  el  Sol 
los  lleva  hacia  la  constelación  de  Hércules  o  La 
Lira?  La  distancia  que  los  separa  es  todavía  tan 
inmensa,  que  sería  menester  una  eternidad  para  lle- 
gar, es  decir,  cuando  la  Tierra  esté  convertida  en 
un  cascajo  como  Selene.  Y  suponiendo  que  alguna 
vez  llegasen  y  preguntaran  a  sus  vecinas,  La  Li- 
ra y  el  Boyero,  por  el  Sr.  Hércules,  de  seguro  que 
les  contestarían :  Ya  no  vive  aquí ;  hace  quinientos 
siglos  que  se  mudó  con  toda  la  familia,  y  nosotros 
también  nos  vamos,  si  se  le  ofrece  algo. 

— Aquello  de  que  no  sacarán  nada  los  prisione- 
ros de  la  Tierra  con  saber  el  rumbo  que  llevan, 
francamente  me  parece  que  es  indigno  de  tí,  queri- 
da Noche — dijo  la  Pampa. — Esa  observación  que- 
daría bien  en  boca  de  un  cananéo  vulgar  o  de  un 
imbécil  arrogante,  de  esos  que  hacen  un  culto  del 
tanto  por  ciento,  de  la  patada  y  del  box,  pero  no 
en  tí. 

— Pues  retiro  mi  observación — dijo  la  Noche  al- 
go cortada — y  sigamos  adelante.  Es  menester  con- 
vencerse, querida  Pampa,  que  en  el  espacio  vale 
tanto  andar  como  estar  inmóvil,  pues  no  se  llega  a 
ninguna  parte. 

— Pero  esto  es  proclamar  el  nirvana — dijo  la 
Pampa  abanicándose  con  agitación  (aunque  no  en- 
cuentro con  qué  hacerla  abanicar). — Es  matar  to- 
da ilusión,  toda  esperanza.  ¡Esto  acobarda,  depri- 
me, anonada,  mata! 


MODOS    DE    VER  43 

— Hay  verdades  dulces  y  amargas — dijo  la  No- 
che saboreándose. — Las  dulces,  alimentan  como  el 
azúcar,  las  amargas  tonifican  como  la  quina.  Pero 
la  mentira,  por  más  dulce  que  sea,  no  alimenta  ja- 
más:  es  como  la  sacarina,  de  un  dulzor  relajante 
y  falso. 

— Sin  embargo,  me  quedo  con  lo  dulce  aunque 
me  salgan  lombrices — replicó  la  Pampa. 

— Eso  no  pasa  de  una  dulcísima  imbecilidad,  que- 
rida Pampa.  Pues  ¿por  qué  temes  reconocer  la  ver- 
dad? Se  debe  estar  siempre  dispuesto  a  recibirla, 
venga  de  donde  viniere :  eso  se  llama  ser  libre.  Pe- 
ro veo  que  nos  vamos  metiendo  en  honduras  y  el 
día  se  aproxima.  Mira,  Pampa  desabrida :  no  te- 
mas por  la  suerte  de  tu  buque  ni  por  la  de  los  otros, 
pues  casualmente  el  hecho  de  no  poder  ser  dirigi- 
dos por  sus  tripulantes,  es  su  mayor  garantía.  Üe- 
ja  que  la  gran  flota  universal  hienda  el  espacio  con 
sus  quillas  esféricas,  y  que  sus  velas  invisibles  se 
inflen  al  viento  de  lo  desconocido ;  estudia  si  pue- 
des, las  leyes  que  rigen  sus  grandiosas  trayectorias ; 
goza  con  el  esplendor  de  sus  luces  polícromas  cuan- 
do centelleen  en  mi  negra  sombrilla,  pero  no  te 
inquietes  por  su  suerte,  que  el  viento  que  la  im- 
pulsa es  el  soplo  misterioso  de  lo  incognocible. 

Esto  diciendo,  comenzó  a  plegar  tranquilamente 
su  sombrilla,  porque  notó  que  hacia  el  lado  del 
oriente,  alguien  se  le  desteñía. 

— Allá  viene  la  vieja  tuerta,  precediendo  al  Sol — 
dijo  la  Noche. — Me  voy  para  el  otro  lado.  Andan- 


44  MARTÍN   GIL 

do  me  bañaré  un  buen  rato  en  el  Pacifico  y  vere- 
mos lo  que  hacen  en  Australia  y  en  el  Asia — y  se 
esfumó. 

El  alba  triunfó ;  y  entre  las  nubes  rosas  que 
anunciaban  el  día,  la  Luna  se  desvaneció  como  un 
fragmento  de  hostia  en  los  labios  de  una  virgen. 


PRIMAVERAL 


No  ha  mucho  que  el  Sol  se  despidió  del  hemis- 
ferio Norte,  después  de  haber  andado  de  ronda 
durante  seis  meses  por  sus  dilatados  dominios,  de- 
rritiendo nieves  y  montañas  de  hielo,  es  decir,  po- 
niendo en  libertad  al  agua  que  el  frío  aprisionó  en 
blanca  celda;  desencadenando  trombas  y  ciclones, 
dorando  espigas  y  racimos,  azucarando  frutas,  in- 
cendiando corazones,  infundiendo  vida,  movimien- 
to y  brillo ;  en  una  palabra :  haciendo  vibrar  armo- 
niosamente a  la  naturaleza  toda,  cual  un  instru- 
mento de  mil  sonoras  cuerdas.  Con  su  disco  de  fue- 
go, cortó  al  ecuador  celeste  sobre  la  constelación 
de  la  Virgen,  actual  puerta  de  escape  por  donde 
sale  de  sus  posesiones  boreales  y  entra  a  las  aus- 
trales, suyas  también.  Sin  embargo,  estas  puertas 
van  cambiando  lentamente  con  los  siglos. 

Su  llegada  no  tomó  de  sorpresa  a  las  plantas, 
pájaros  e  insectos:  lo  sintieron  venir  y  se  apre- 
suraron a  vestirse  de  gala  para  festejar  su  arribo. 

Pero  antes  de  que  la  aurora  llegue  en  su  rosado 


46  MARTÍN    GIL 

carro  lirado  por  blancos  caballos,  contemplemos  la 
noche  que  todavía  reina  sobre  su  trono  de  ébano. 

Son  las  tres  de  la  mañana.  Las  montañas  dor- 
mitan agrupadas  e  inmóviles  como  enormes  dro- 
medarios. Se  experimenta  esa  sensación  indefini- 
da originada  por  el  silencio  en  las  regiones  mon- 
tañosas. De  vez  en  cuando,  una  oleada  suavísima 
de  aire,  trae  envuelto  en  sus  pliegues  algo  así  co- 
mo un  leve  suspiro  del  arroyo  lejano.  Es  la  son- 
risa del  agua.  La  cinta  cristalina,  al  deslizarse  ser- 
penteando en  la  oscuridad  de  la  noche,  se  despide 
así,  casi  en  secreto,  de  una  piedra  amiga  o  de  una 
flor  protegida.  ¿Volverá  a  verlas  o  tocarlas?  Qui- 
zá, si  en  su  viaje  no  la  traga  al  arenal  o  al  Sol 
se  le  ocurre  levantarla  con  sus  rayos,  convirtién- 
dola en  blanca  nube.  Entonces  podrá  contemplar 
de  nuevo  sus  montañas  queridas,  cerniéndose  en 
lo  alto.  Pero  no  tardará  mucho  en  volver  a  su  es- 
tado de  serpiente  y  comenzar  de  nuevo  su  pere- 
grinación eterna,  porque  el  agua  de  las  montañas 
jamás  se  detiene  ni  descansa:  es  como  el  pensa- 
miento, anda,  anda  siempre,  en  busca  de  su  nivel, 
la  verdad. 

A  esta  hora  las  estrellas  parecen  afiebradas,  ;  de 
tal  manera  laten  sus  corazones  de  diamante !  Su  agi- 
tación es  inusitada ;  algún  peligro  las  amenaza.  ¿  Se- 
rá que  presienten  su  derrota  con  la  llegada  del  Sol? 

El  alba  se  inicia  con  cierto  resplandor  suavísimo 
de  nácar  azulino.  El  cielo  estrellado,  cual  una  her- 
mosa  visión,   comienza   a   desvanecerse   lentamente 


MODOS    DE    VER 


47 


en  un  mar  traslucido  y  sereno.  Hacia  el  levante,  el 
color  de  nácar  poco  a  poco  se  vuelve  anaranjado; 
las  nubes  más  altas  se  tiñen  de  rosa,  después  se 
doran,  se  platean,  se  inundan  de  luz.  La  alegría  de 
la  vida  crece  y  se  esparce  con  rapidez.  Los  pája- 
ros  cantan   prometiéndonos    un    hermoso    día. 

Mirad  al  Este:  un  gran  manojo  de  lucientes  es- 
padas, anchas  y  filosas,  rasgan  las  nubes  con  salva- 
je energía :  son  los  sables  de  la  caballería  del  Sol, 
que  a  sangre  y  fuego  vienen  abriendo  paso  a  su 
gran  emperador.  Entonces  se  descubren  las  monta- 
ñas azules,  semiesfumadas  por  la  niebla,  la  que  al 
verse  sorprendida  por  la  luz,  asciende  lentamente, 
envolviendo  al  pasar,  con  sus  jirones  de  blanca  ga- 
sa, ios  árboles  y  picos  de  la  sierra. 

Las  lomas  vestidas  de  oro  por  el  espinillo  en 
flor,  brillan  como  de  seda,  perfumando  el  aire. 

Oyese  la  carcajada  cromática  de  la  chuña  silves- 
tre, que  empinada  hacia  arriba,  mirando  al  cielo, 
saluda  gozosa  al  nuevo  día.  Los  zorzales  de  pico 
rojo  o  amarillo,  posados  sobre  lo  más  alto  de  los 
sauces,  silban  con  entusiasmo  sus  canciones  mon- 
taraces; parece  que  dijeran:  "¡Viva  el  Sol!  Pron- 
to las  higueras  se  cubrirán  del  fruto  renegrido  para 
enterrar  nuestros  picos  hasta  los  ojos  en  su  pul- 
pa granulada  y  roja".  Las  verdes  cotorras,  que  en 
medio  de  una  charla  infernal  van  tejiendo  sus  ni- 
dos ásperos  y  enormes,  les  contestan:  "nosotros  es- 
peramos las  manzanas  vidriadas,  las  peras  fragan- 
tes y  los  choclos  tiernos".  "Nosotros  las  flores  al- 


4«  MARTÍN   CIL 

niibaradas"  dicen  los  picaflores,  zumbando  y  bri- 
llando en  todas  direcciones. 

En  los  rastrojos,  donde  el  color  amarillo  de  la 
caña  del  maíz  lucha  todavía  con  el  verde  naciente, 
relampaguea  de  vez  en  cuando  la  reja  del  arado. 
¡  Surco !  grita  el  arador,  con  dulce  y  viril  acento, 
infundiendo  ánimo  a  los  bueyes.  La  yunta  se  esti- 
ra con  el  esfuerzo,  levantando  algo  las  cabezas 
oprimidas  por  el  yugo ;  rechinan  sus  muelas  pode- 
rosas, brillan  al  sol  sus  húmedos  hocicos,  cruje  la 
tierra,  y  el  arado  marcha.  Siguiendo  el  tajo  fragan- 
te, van  los  tordos  en  procura  de  los  gusanos  que 
la  reja  ha  puesto  en  descubierto.  Por  cualquier  mo- 
tivo, estos  pájaros  nerviosos  vuelan  en  bandada, 
pero  después  de  teñir  el  cielo  azul  de  un  negro 
brochazo,  caen  de  nuevo  sobre  la  chacra,  descri- 
biendo en  los  aires  una  ondeante  curva,  cual  obs- 
curo y  lustroso  abanico.  También  hormiguean  mi- 
llares de  palomitas  hambrientas,  las  que  al  volar 
producen  un  fuerte  redoble:  ¡prrrrr! 

En  los  bajos  o  pequeñas  quebradas,  sonríen  las 
huertas,  exhalando  un  fresco  hálito ;  parecen  salo- 
nes de  baile  en  donde  predomina  la  nota  rosa  del 
durazno  en  flor  y  el  blanco  purísimo  de  los  mem- 
brillales. 

En  el  suelo,  los  canteros  de  verdura  invitan  a 
una  ensalada  matinal;  la  humilde  acequia,  huérfa- 
na del  arroyo  murmurador,  corre  silenciosa  por  en- 
tre violetas  y  botones  de  oro,  hasta  dar  con  el  pe- 
queño bordo  de  tierra  que  el  quintero  ha  prepara- 


MODOS    DE    VER  ^^ 

do  para  desviarla ;  llega  y  se  detiene  como  sorpren- 
dida, mira  los  pies  del  hombre  que  la  espera  in- 
móvil con  la  pala  en  la  mano ;  remolinea  indecisa ; 
parece  disgustada,  más  en  seguida  obedece  y  en- 
tra al  cantero,  recogiendo  al  pasar,  con  el  mayor 
cuidado,  toda  la  basura  liviana  que  encuentra  en 
el  camino,  cual  prolija  y  discreta  sirvienta. 

Arriba,  en  las  lomas,  entre  las  grietas  de  las 
piedras  o  sobre  las  pencas  enanas,  brilla  la  tela 
de  araña,  en  forma  de  embudo  o  tromba  marina. 
Mil  gotitas  de  rocío  tiemblan  pendientes  de  su  ma- 
lla tenue,  n^ientras  que  su  dueña,  la  incansable  hi- 
landera, trabaja  afanosa  quizá  cantando  como  Mar- 
garita, al  compás  de  las  vueltas  del  huso. 

En  las  casas,  a  medio  día,  las  gallinas  se  desgra- 
nan poniendo.  El  cacareo  es  general,  y  a  los  gallos 
les  falta  el  tiempo  materialmente  para  contestar  a 
tanto  aviso  simultáneo  de  huevos  recién  puestos, 
j  Cacacacaráa !  se  oye  a  todos  rumbos.  ¡  Córóo !  di- 
cen los  gallos,  escarbando  en  la  basura,  mientras 
las  nidadas  blanquean  en  todas  partes:  dentro  del 
horno,  en  las  barricas  y  en  los  yuyales. 

Los  pavos  parecen  que  ya  revientan  de  tanto  in- 
flarse: la  cara  azul-violácea,  granate  el  cuello  y 
garganta,  de  donde  cuelgan  racimos  de  guindas 
maduras.  Erizados  y  rígidos,  avanzan  unos  cuan- 
tos pasos  detrás  de  las  pavas  con  toda  solemnidad, 
produciendo  cierto  ruido  de  papel  arrastrado,  y  al 
detenerse,    óyese   un    lejano    estampido    de   cañón; 


50  MARTÍN   Gil, 

mientras  tanto,  las  pavas,  como  si  les  hablaran  en 
latín. 

Se  oye  el  jadeo  anhelante  del  pato  criollo  reta- 
cón, que  camina  a  duras  penas,  como  esos  viejos 
reumáticos  y  obesos  de  rostro  amoratado.  Todo  su 
pescuezo  se  mueve  de  una  pieza,  oscilando  con 
fuerza  al  compás  del  jadeo,  como  una  palanca  en 
forma  de  S.  Las  patas  adelante,  ni  más  ni  menos 
como  las  pavas. 

Las  gallinetas  o  pintadas,  con  sus  trajes  grises 
salpicados  de  blanco  y  sus  caritas  almidonadas  co- 
mo payasos  de  circo,  nos  gritan  con  afán  que  to- 
quemos no  sé  qué — ¡toca,  toca...! 

A  la  caida  de  la  tarde,  los  tordos  se  reúnen  en 
bandadas  para  dormir.  Mientras  se  acomodan,  can- 
tan o  rezan — no  estoy  seguro — sus  oraciones  ves- 
pertinas. Es  un  desconcierto  delicioso :  no  siguen 
ninguna  melodía;  cada  cual  tararea  como  puede  su 
leit  -motiv,  pero  el  conjunto  es  algo  inimitable  y 
exótico:  muchas  cajas  de  música  o  cilindros  tocan- 
do simultáneamente,  darían  una  idea  aproximada. 
Comienzan  a  pasar  las  bandadas  de  loros  en  di- 
rección a  sus  dormideros.  Desde  muy  lejos  se  les 
oye  venir  discutiendo  en  alta  voz  como  colegiales 
en  marcha. 

Algún  buitre  retardado  pasa  también,  pero  en 
silencio,  cortando  el  aire  con  sus  dos  guadañas  em- 
pavonadas. 

El  blanco  plateado  de  las  nubes,  se  disuelve  en 


MODOS  di;  ver  51 

oro,  el  oro  en  rosa,  el  rosa  en  sangre,  triunfando 
por  fin  el  color  plomo. 

Ha  llegado  la  noche.  En  las  huertas  y  los  bajos 
húmedos,  se  percibe  un  enorme  parpadeo  lumino- 
soso :  son  las  luciérnagas  con  su  luz  oscilante.  Al 
poniente,  en  el  cielo  azul  -  obscuro,  cual  un  fino 
colmillo  de  jabali,  está  la  luna  nueva.  Las  ranas  le 
cantan  en  coro . . . 


PATO  HEDIONDO 


Un  cazador  de  ocasión,  observador  y  filósofo 
por  temperamento,  de  espíritu  analítico  y  sagaz,  a 
quien  yo  mucho  quería,  mató  en  sus  andanzas  ci- 
negéticas, uno  de  esos  patos  negros,  de  cuerpo 
aplastado  y  cabeza  de  víbora,  que  suelen  verse  co- 
mo pegados  en  las  grandes  piedras  de  nuestros 
arroyos  y  a  los  que  nadie  molesta  por  ser  "pato 
hediondo". 

Cuando  nuestro  hombre  llegó  con  su  pato  a  la 
linda  casa  donde  se  hospedaba,  fué  recibido  con 
ruidosa  hilaridad;  la  gente  reía  a  carcajadas;  al- 
guien disculpaba  el  error  del  cazador,  pero  las  mu- 
jeres, sobre  todo,  se  apretaban  la  nariz  y  mirában- 
se a  los  lados,  como  dispuestas  a  huir. 

— jPuff,  el  pato  hediondo! 

— ¡  Solamente  a  Vd.  se  le  puede  ocurrir  matar  un 
pato  hediondo ! 

— ¡  Dios  mío,  qué  disparate ! 

— ¿Y  para  qué  lo  trae? 


MODOS    DE    VER 


53 


— Para  que  lo  comamos  en  el  almuerzo — dijo  el 
cazador. 

Todas  las  manos  se  dirigieron  hacia  él,  y  una  ex- 
clamación, mezcla  de  terror  y  asco,  hizo  vibrar  el 
aire. 

— Pero,  diganme  con  calma,  señoras  y  señores 
¿han  probado  alguna  vez  un  pato  hediondo? 

— ¿  Nosotros  ?  ¡  Sólo  que  estuviéramos  locas  de 
remate ! 

— ¿Y  ustedes,  caballeros? 

— ¡  No,  hombre !  cómo  quiere .  .  .  ! 

— Pues  entonces  probémoslo,  y  en  un  último  ca- 
so que  me  lo  preparen  para  mí;  experimentaremos, 
— dijo  el  cazador. 

La  cocinera  se  apoderó  del  pato. 

Cuando  en  medio  del  almuerzo  apareció  la  sir- 
vienta con  el  pobre  animal  tendido  de  lomo  sobre 
una  gran  fuente  de  porcelana  floreada,  engalana - 
<io  con  brillante  lechuga,  discos  de  tomates  rojos 
y  redondelas  de  huevos ;  las  canillas  tiesas  y  en- 
vueltas en  papel  picado,  parodiando  calzones ;  el 
pescuezo  en  forma  de  interrogante  y  las  alas  con- 
traídas y  rígidas,  un  profundo  silencio  reinó  en  el 
comedor.  Sin  embargo,  en  todas  las  caras  relam- 
pagueaban risas  ocultas,  comprimidas,  prontas  a 
estallar  como  bombas  al  primer  contacto. 

— Vamos  a  ver,  traigan  para  aquí  ese  animal ! — 
dijo  el  interesado — haciendo  crugir  el  trinchante 
contra  la  chaira. 

— Quién  se  anime  a  comer  esto,  que  avise — agre- 


54  MARTÍN   GIL 

gó,  y  la  hoja  reluciente  del  cuchillo  se  hundió  si- 
lenciosa en  el  cuerpo  del  pato,  buscando  con  afán 
sus  coyunturas. 

— La  verdad  es  que  no  se  siente  ningún  mal  olor 
—  replicó  la  señora  dueña  de  casa,  con  cierta  inde- 
cisión, pero  alcanzando  el  plato  para  que  le  sir- 
vieran. 

Sea  por  imitación  o  por  lo  que  se  quiera,  el  he- 
cho es  que  todos  siguieron  el  ejemplo  de  la  valien- 
te dama  y  probaron  el  pato. 

— i  Delicioso ! — exclamó  la  señora,  en  plena  lu- 
cha con  un  muslo. 

— ¡  Espléndido  !  ¡  Riquísimo  ! — dij'eron  todos  en 
coro. 

— Pero  ¿quién  habrá  sido  el  bruto  que  se  le  ocu- 
rrió llamarle  pato  hediondo? — refunfuñó  el  viejo 
abuelo,  chupeteando  una  ala  con  fruición,  y  haci  in- 
do chasquir  su  labio  caído  y  embadurnado  de  aceite. 

— ¡Vean  no  más  las  consecuencias  de  un  pre- 
juicio!— dijo. — Si  no  hubiera  sido  ese  animal,  y  no 
me  refiero  al  pato,  no  sería  yo  quien  viene  a  pro- 
bar esta  delicia  allá  a  los  setenta  años,  cuando  un 
estornudo  es  capaz  de  hacerme  volar  los  pocos  dien- 
tes que  en  mi  boca  bailan  la  danza  macabra.  ;  Ah, 
los  prejuicios ! — prosiguió  el  abuelo,  meneando  la 
cabeza  y  haciendo  correr  por  sus  labios  el  ala  del 
pato  a  estilo  de  flauta. 

— Los  prejuicios,  con  todas  sus  variaciones  y 
corolarios — agregó  un  •  comensal — han  hecho  y  ha- 
cen más  daño  a  la  humanidad  que  todas  las  tira- 


MODOS    ÜK    VER  55 

nías.  Ellos  envuelven  al  hombre  en  una  malla  casi 
imperceptible,  pero  tan  resistente,  que  imposibili- 
tan todo  movimiento,  todo  pensamiento,  toda  ac- 
ción. En  el  camino  de  la  vida,  producen  el  efecto 
del  jabón  en  el  rail :  la  locomotora  llega  haciendo 
retemblar  la  tierra,  resoplando  y  arrojando  a  bor- 
botones fuego,  vapor  y  humo ;  un  impulso  plutóni- 
co  la  anima ;  nada  puede  impedir  su  paso ;  pero  de 
pronto  la  veis  titubear  como  espantada ;  sus  gran- 
des ruedas  motrices  se  revuelven  en  el  mismo  si- 
tio sin  avanzar  un  palmo ;  sus  largas  y  brillan- 
tes palancas  accionan  con  desesperación,  semejan- 
do los  brazos  de  un  náufrago ;  duchas  de  vapor 
abren,  silbando,  las  válvulas  y  se  arrojan  al  es- 
pacio, perforando  el  aire  con  sus  conos  blancos.  El 
monstruo  gime  envuelto  en  una  nube.  Se  oye  el 
golpe  seco  y  sucesivo  de  los  vagones  que  vienen  lle- 
gando :  el  tren  se  ha  detenido :  ¿  De  qué  se  trata  ? 
Simplemente  de  un  poco  de  jabón  extendido  sobre 
los  rails. 

Las  preocupaciones  sin  fundamento,  los  prejui- 
cios, es  decir,  los  patos  hediondos,  son  el  jabón  que 
detiene  la  marcha  de  ese  tren  que  llamaremos  pro- 
greso.. 

En  la  gran  laguna,  más  o  menos  turbia,  deno- 
minada sociedad,  no  se  puede  uno  mover  sin  que 
vuelen  por  bandadas  los  patos  hediondos. 

— ¿Ha  leído  usted  a  tal  autor? 

—¿Yo? 

— I  Pero,  mi  amigo,  si  ese  es  un  loco!   (O  bien 


56  MARTÍN    GIL 

puede  decir  un  beato,  un  incrédulo,  un  fanático, 
según  el  cliente  interrogado) . 

— ¿Un  loco,   dice? 

— Sí,   pues. 

— ¿Qué  obra  es  la  que  usted  conoce  de  ese  loco? 

— ¿Yo?  ninguna. 

— ¿  Y  entonces  ? . . . 

— Sí,  pero  todo  el  mundo  dice  que  es  un  loco. 

— Pato  hediondo. 

— Si  va  usted  a  las  sierras,  no  se  descuide  con 
los  chelcos :  su  mordedura  es  terrible,  le  prevengo ; 
mil  veces  peor  que  la  de  la  víbora:  pregunte  usted 
a  cualquiera  y  verá. 

— Pero,  si  casualmente  he  preguntado  a  cuanto 
habitante  de  la  sierra  encontré  con  cara  de  verí- 
dico, y  me  dijeron  lo  que  usted:  sin  embargo,  ellos 
no  habían  visto  jamás  "por  sus  propios  ojos"  una 
persona  o  animal  envenenados  por  el  cheleo,  lo  que 
no  quita  que  le  tiemblen. 

— Pato  hediondo,  también.  Y  así,  de  esta  suerte, 
veremos  volar  patos  en  todas  direcciones,  obscure- 
ciendo el  aire  con  sus  negras  alas. 


1902. 


TIPOS    QUE   PASAN 


En  nuestro  país,  no  es  preciso  vivir  mucho  para 
recordar  de  cosas  viejas.  La  evolución  opera  entre 
nosotros  a  media  rienda,  a  espuela  y  látigo,  con- 
virtiéndose en  verdadera  revolución.  Por  eso  será 
que  casi  todo  resulta  sancochado,  mucho  sabe  a 
crudo,  algo  madura  a  la  fuerza  y  lo  más  se  pudre 
verde,  desde  las  bananas  hasta  los  hombres  polí- 
ticos. Podríamos  decir  que  la  Argentina  se  trans- 
forma "frególicamente",  porque  es  la  tierra  de  las 
metamorfosis  galopantes,  de  las  sorpresas  risue- 
ñas como  de  las  realidades  salvajes.  Pero,  a  pesar 
de  todo,  es  y  será  por  muchos  siglos  el  gran  país 
del  porvenir. 

¿Cuántos  bípedos  no  vemos  desem(barcar  con 
los  botines  al  hombro,  para  no  gastarlos,  y  al  po- 
co tiempo  resultan  unos  colosos  en  el  ramo  de  za- 
patería? ¿Cuántos  no  principian  aquí  su  humilde 
carrera  con  un  canasto  enganchado  al  brazo,  gri- 
tando a  laringe  limpia:  ¡linda  mañane!  ¡naranque 


58  MARTÍN    GIL 

maqiienudc!  y  concluyen  por  engancharse  una  for- 
tuna ? 

Lo  que  sí,  el  hijo  de  este  hombre,  suficientemen- 
te acriollado,  es  quien  se  encarga  de  despilfarrar 
la  herencia;  pero  el  hijo  no  acaba  como  principió 
el  padre,  vendiendo  naranjas,  sino  de  atorrante  o 
en  la  cárcel,  lo  que  sí,  de  levita.  Como  se  vé,  el  pe- 
ríodo de  "revolución"  es  rápido  porque  la  órbita 
a  recorrer  es  pequeña,  aunque  muy  elíptica :  se  cum- 
ple una  ley  de  mecánica  celeste.  El  padre  recorrió 
el  afelio  y  el  hijo  el  perihelio  de  la  curva.  Pero 
veo  que  me  voy  hacia  otros  rumbos,  cuando  yo  que- 
ría hablar  aquí  de  un  tipo  que,  por  desgracia,  ya 
pasó  a  mejor  forma,  aunque  no  su  imagen. 

¿Quién  no  recuerda  al  maestro  albañil  en  caba- 
llo de  sobrepaso?  "Ya  viene  el  "mestro",  deben  ir 
a  ser  las  doce",  decía  la  gente  desocupada  del  ba- 
rrio, que  no  era  poca;  y  en  verdad  ya  venía.  A\ 
principio  se  percibía  algo  así  como  un  repiqueteo 
o  redoble  lejano,  del  cual  el  lector  podrá  darse  una 
idea  sonora  y  rítmica,  articulando  con  rapidez  es- 
tas sílabas  o  ruidos :  taca  -  tiqui  -  tucu  -  tucu  -  tiqui  - 
taca ...  El  redoble  iba  aumentando  según  las  leyes 
de  la  acústica,  hasta  llegar  al  máximum,  al  fortí- 
simo ;  entonces  se  veía  pasar  algo  así  como  un  me- 
teoro :  era  un  pobre  caballo  de  sobrepaso,  más  bien 
charcón  que  flaco,  corriendo  como  una  exhalación, 
escarceando=  y  babeándose  el  pecho  como  epilép- 
tico; batiendo  la  cola  con  verdadero  encarnizamien- 
to, como  si  llevara  prendido  aquel  tábano  terrible 


4 


MODOS    DE    VER  59 

que  la  celosa  Juno  aplicó  a  la  ninfa  lo,  convertida 
por  Zeus  en  una  hermosa  ternera  blanca. 

Encima  de  nuestro  caballo  iba  el  "mestro",  rí- 
gido, tieso,  en  estado  de  catalepsia;  la  mirada  fija 
y  vidriosa,  boca  semiabierta  y  sonriente,  de  donde 
surgía  la  pipa  de  guindo  clavada  por  dos  colmi- 
llos verdaderamente  caninos :  pantalones  en  fuga 
vergonzosa  hacia  las  rodillas,  estribos  metidos  has- 
ta los  tacos  empedrados  de  tachuelas,  pluma  de  pa- 
vo real  en  el  sombrero,  y  todo  este  figurón,  echado 
hacia  atrás,  formando  un  ángulo  de  45?  con  el  lo- 
mo del  cuadrúpedo.  Y  así  como  los  grandes  me- 
teoros suelen  ir  siempre  seguidos  de  otros  menores, 
así  también  el  nuestro  llevaba  por  séquito  un  en- 
jambre de  cuzcos  ociosos,  que  íbanle  saliendo  al 
cruce  de  detrás  de  cada  puerta,  con  el  laudable  pro- 
pósito de  garronear  al  tordillo.  Más  eso  no  pasa- 
ba de  una  ilusión  canina. 

¡  Qué  sujetos  para  morderle  los  garrones,  cuando 
no  se  le  veían,  tal  era  la  rapidez  del  movimiento ! 

Todo  cuzco  no  alcanzaba  a  correr  ni  media  cua- 
dra, cuando  se  detenía  de  golpe,  con  la  boca  abier- 
ta hasta  las  orejas;  miraba  fijamente  a  su  esperan- 
za perdida,  y  daba  la  vuelta  al  trotecito,  con  el 
cuerpo  empalizado  y  la  cola  hecha  una  rosca,  ha- 
ciendo sonar  las  uñas  sobre  la  vereda,  y  desple- 
gada al  viento  su  pequeña  lengua,  flexible,  tersa  y 
roja  como  una  cinta  de  seda. 

Pero  como  lo  que  aquí  abundan  son  los  perros, 
el  enjambre  se  renovaba  constantemente,  y  el  me- 


60  MARTÍN    Gil, 

teoro  corría  y  corría  siempre,  seguido  por  una  bu- 
lliciosa constelación,  hasta  que  caballo  y  caballe- 
ro, ambos  jadeantes,  llegaban  a  su  destino,  donde 
los  esperaba  el  morral  de  algarroba  y  la  polenta 
con  "pacaritos". 

Más  hoy  ya  no  escuchamos  el  simpático  redoble. 
El  "mestro"anda  en  tranvía  o  en  carruaje,  porque 
ha  engordado  demasiado  y  porque  sería  hasta  mal 
visto  que  un  hombre  como  él,  de  posición,  con  hijos 
doctores  y  niñas  que  interpretan  a  Chopín,  se  zan- 
goloteara a  caballo,  y  menos  ahora  que  no  se  usa 
el  sobrepaso  sino  el  trote  inglés,  ese  enemigo  mor- 
tal de  toda  viscera,  capaz  de  sacar  el  hígado  por  la 
nariz  o  convertir  en  flotantes  los  ríñones  más  bien 
puestos. 

Sin  embargo,  en  los  momentos  de  flujo  y  re- 
flujo de  su  alma  chata — el  espíritu  también  tiene 
sus  mareas — cuando  después  de  cenar,  sentado  en 
el  amplio  patio  de  su  ventilada  casa  propia,  ador- 
mecido por  la  fragancia  de  la  madreselva,  el  na- 
ranjo en  flor  y  el  cedrón,  bajo  un  cielo  estrellado 
y  puro  al  que  jamás  miró — sino  que  vio,  como  se 
puede  ver  pasar  un  burro  con  árganas — llega  a  sus 
oídos  el  nocturno  de  Chopín  que  su  hija  romántica 
ejecuta  allí  en  la  sala,  suele  cruzar  por  su  mente 
aletaragada  el  recuerdo  de  sus  primeros  tiempos 
de  América,  esos  tiempos  que  ya  pasaron  para  siem- 
pre jamás,  llevándose  una  vida  sencilla  y  otras  mu- 
chas cosas  buenas,  entre  ellas  su  inolvidable  com- 


MODOS    DE    VER 


61 


pañero,  su  tordillo,  su  silla-hamaca  de  cuatro  pa- 
las! 

Entonces,  y  sin  que  intervenga  el  nocturno  de 
Chopín,  ni  el  cielo  estrellado,  ni  la  selva,  ni  el  ce- 
drón con  sus  clásicos  perfumes  que  recuerdan  lo 
antiguo,  dos  lágrimas  vacilantes,  asoman  en  sus 
ojos,  se  hinchan,  se  agrandan,  titubean,  y  por  fin 
se  desgranan,  corriendo  presurosas  por  las  rojas 
mejillas,  como  gotas  de  lluvia  sobre  planchas  can- 
dentes. 

Es  que  el  tiempo  no  borra  jamás  las  profundas 
huellas  de  los  grandes  recuerdos:  al  contrario,  las 
depura  y  embellece,  así  como  el  mar,  lejos  de  bo- 
rrar las  formas  de  los  cuerpos  que  con  su  manto 
cubre,  les  da  realce  y  brillo  al  esmaltarlas  con  sus 
sales  cristalinas. 

Pero,  un  recuerdo,  grato  o  ingrato,  es  siempre 
triste  por  ser  recuerdo. 

Dicen  que  no  es  bueno  mirar  hacia  el  pasado. 


1902. 


UNA  NOVENA  EN  LA  SIERRA  (i) 


A  la  gente  le  gusta  reunirse  con  motivos  más 
o  menos  plausibles,  y  hasta  sin  ningún  motivo. 
Gustan  las  reuniones,  entre  otras  cosas,  porque  en 
ellas  se  hace  sociedad,  es  decir,  porque  en  ese  mo- 
mento, todo  prójimo  tiene  derecho  a  mentir  e  in- 
trigar si  la  lengua  se  lo  pide,  asi  como  en  carnaval 
es  lícito  empapar  a  cualquiera  hasta  con  agua  su- 
cia ;  porque  es  una  ocupación  y  un  refugio  muy  de- 
cente para  los  ociosos  en  general,  y  para  toda  per- 
sona que  no  sabe  cómo  ni  en  qué  emplear  su  tiem- 
po, debido  a  la  estrechez  de  su  horizonte  sensible. 
Más  esto  no  quiere  decir  que  haya  reuniones  muy 
interesantes  en  donde  no  se  hace  sociedad  y  algo 
se  aprende :  todo  está  en  la  calidad  de  los  elementos 
mezclados.  Y  si  es  verdad  que  el  suicidio  y  la  lo- 
cura tienen  su  máximum  en  el  verano,  el  hacer  so- 
ciedad debe  tenerlo  en  el  invierno,  porque  esta  es 
la  época  de  las  reuniones,  y  la  mejor  hora  para 


(i)     Novenario. 


MODOS    DE    VER 


63 


mentir  es  la  noche,  y  las  noches  de  invierno  son 
tan  eternas  y  penosas  como  los  bostezos  de  esas 
pobres  viejas  señoras  cuidadoras  de  novios,  que, 
aplastadas  en  un  sillón  en  el  fondo  de  la  sala,  y  aco- 
sadas por  un  sueño  atroz,  miran  de  reojo  a  los  pre- 
suntos delincuentes,  abriendo  al  mismo  tiempo  sus 
bocas  tenebrosas,  por  donde  escapa  un  torrente  de 
aburrimiento  y  un  suave  bufido  como  de  leones 
mansos  y  enjaulados. 

Pero  a  todo  esto,  olvidaba  yo  decir  que  los  po- 
bres moradores  de  la  sierra  se  aburren,  y  con  ra- 
zón, en  esas  noches  crueles  de  invierno,  cuando  des- 
pués de  encerrar  las  cabras  y  asegurar  el  parejero 
en  la  ramada,  cubriéndolo  con  la  mejor  manta  de 
la  familia,  aunque  los  hijos  tiriten,  se  meten  al  ran- 
cho a  tostar  ancua,  mascar  algarroba  o  picar  taba- 
co, en  tanto  que  afuera  se  oye  el  grito  lejano  del 
zorro  hambriento  que  quizá  va  meditando  un  plan 
de  ataque  a  las  gallinas,  que  apiñadas  y  esponja- 
das duermen  tranquilas  en  el  árbol  de  la  casa ;  o 
el  aullido  intermitente  de  algún  perro  visionario 
que  de  hambre  ve  fantasmas. 

Es  preciso  acortar  las  noches  y  quedar  bien  con 
los  santos,  dos  cosas  que  obtiene  el  campesino  cul- 
tivando  las   novenas. 

Todo  hogar  por  más  humilde  y  pobre,  tiene  su 
santo  predilecto,  al  que  veréis  entrando  al  rancho, 
algo  así  como  escondido  en  un  hueco  o  sea  el  ni- 
cho. Casi  siempre  está  muy  sucio  por  las  moscas 
y  la  tierra,  pero  adornadísimo  con  flores  de  lata, 


64  MARTÍN   GIL 

cuentas  de  vidrio,  blancas  y  celestes,  sartas  de  cas- 
caras de  huevo  de  colores  y  estatuitas  de  yeso  com- 
pradas al  turco  ambulante,  quien,  con  su  caja  y  lío 
a  media  espalda  y  su  cara  de  imbécil,  penetra,  ha- 
ciéndose el  zonzo,  hasta  los  últimos  rincones  de 
la  vivienda,  explotando  al  mundo  entero. 

Acúdese  al  santo,  cuando  faltan  animales  del 
rodeo;  cuando  el  puma  se  ha  cebado  en  la  maja- 
da ;  cuando  el  maíz  tarda  en  nacer ;  cuando  en  vís- 
pera de  la  carrera  el  parejero  deja  la  ración ;  cuan- 
do en  noches  de  tormenta  retumba  con  fragor  el 
trueno  en  las  quebradas  y  el  rayo  hace  chispear  las 
cumbres  con  su  eslabón  fulgurante.  A  él  se  acude 
en  todo  y  para  todo,  obteniendo  muchas  veces  su 
intervención  bienhechora. 

— Mire  niño  que  esta  es  la  última  noche  de  la 
novena,  así  que  espero  no  nos  falte. — Di  jome  el 
viejo  Quiterio,  dándole  con  el  talero  un  chirlo  sua- 
ve y  sonoro  a  la  muía  que  montaba,  la  que  se  enco- 
gió'toda  nerviosa. — Yo  mesmo  vendré  a  buscarlo, 
porque  la  Luna  sale  tarde  y  la  noche  va  a  estar  más 
negra  que  un  sótano,  y  no  quiero  que  se  me  vaya 
a   despeñar  en  algún  precipicio. 

De  ocho  a  nueve  llegaba  ño  Quiterio,  bien  em- 
ponchado, de  guardamonte  y  fumando  en  chala, 
sobre  su  mulita  espantadiza. 

— ¡A  la  orden,  niño!  —  dijo,  y  marchamos. 

Noche  fría,  obscura  y  limpia   (i). 

(i)    En   Mayo. 


MODOS    DE    VER 


65 


El  cielo  todo,  profundo  y  sereno  como  el  abis- 
mo, brilla  y  palpita  suavemente.  La  Via-láctea,  atra- 
vesando de  banda  a  banda  el  firmamento  con  su 
luz  mortecina,  semeja  la  proyección  lejana  de  un 
faro  gigantesco  sobre  un  mar  inmenso.  Entre  las 
joyas  de  nuestro  cielo  austral,  la  Crus  del  Sud  ful- 
gura con  cierta  sencillez  encantadora;  inclinada  ha- 
cia el  Polo,  como  una  blanca  flor,  como  un  lirio, 
lo  señala  eternamente.  Un  poco  hacia  el  Este  de 
la  Cruz,  centellea  inquieta  la  preciosa  estrella  do- 
ble alfa  del  Centauro;  con  su  luz  rojo-pálida,  se 
parece  a  una  granada  al  madurar :  próximo  a  ella, 
cual  enorme  serpiente  que  quisiera  tragarla,  la  Via- 
láctea  cierra  sus  dos  brazos  bifurcados.  Al  Este,  la 
hermosa  estrella  Antares — el  corazón  del  Escor- 
pión— llamea  con  luz  sangrienta.  Más  arriba  sigue 
la  Balanza,  después  Espiga  de  la  Virgen,  de  luz 
suave  y  celeste  como  una  violeta. 

Al  sudoeste,  como  un  trozo  de  diamante  va  ale- 
jándose Sirio,  la  estrella  gigante,  blanca  como  un 
armiño;  la  que  anunciaba  a  los  egipcios  las  crecien- 
tes del  Nilo ,:  la  estella  canícula.  Más  al  sud,  Cano- 
pus,  casi  tan  blanca  y  hermosa  como  Sirio :  es  el 
piloto  que  dirige  la  nave  de  los  Argonautas;  van 
en  busca  del  vellocino  de  oro.  Arcturo,  al  nor-nor- 
este,  como  dorada  a  fuego,  y  Achernar  al  sud,  ro- 
zando el  horizonte,  brillan  solitarias. 

— ¿Qué  es  lo  que  divisa  tanto,  niño? — dijo  el 
viejo  animando  la  muía  que  amenazaba  espantarse. 

— Miraba  esa  larga  cinta  de  luz  lechosa  que  alum- 


66  MARTÍN   GIL 

bra  como  sin  ganas,  allá  arriba — le  contesté,  seña- 
lando la  Vía-láctea. 

— Y  la  verdad  que  está  bastante  relumbrosa — 
dijo  ño  Quiterio  levantando  la  cabeza : — parece  co- 
mo si -fuera  el  tirador  de  plata  con  que  el  cielo  se 
faja  la  cintura.  Y  ese  es  el  único  tirador  con  chafa- 
lonía que  veo  durar  a  su  dueño,  en  estos  malos 
tiempos  que  corremos — dijo  con  tristeza. — Y  «-ibe, 
niño,  por  qué  le  dura? — Porque  en  el  cielo  no  hay 
cuestiones  con  Chile,  ni  política,  ni  jueces  de  paz, 
ni  escuadras  que  mantener,  ni  pulperías,  ni  casas 
de  empeño ;  sino,  ¡  qué  años  que  estaría  toda  su 
plata  convertida  en  barra  y  requeteguardada  en  el 
baúl  de  algún  gringo  masón !  ¡  Pucha  con  los  grin- 
gos! Ni  bien  llegan,  pelechan,  y  al  rato  ya  son  pa- 
trones ! 

— ¿Y  por  qué  no  le  gustan  los  gringos,  ño  Qui- 
terio ? 

— Pero  porque  nos  van  arrinconando  día  a  día. 
Y  sino,  fíjese,  niño:  donde  el  gringo  se  establece, 
la  tierra  sube  de  precio,  y  luego  comienzan  a  caer 
los  grimensores  con  sus  manojos  de  palos  pintados 
y  el  feodorito  a  los  tientos.  Eso  sí ;  no  salen  ni  atrás 
de  la  casa  sin  el  feodorito.  ¡Y  vean  qué  hazaña! 
porque  se  necesita  ser  muy  enteramente  chambón 
para  no  sacar  una  línea  más  renta  que  una  vela, 
rumbeando  con  el  feodorito.  No  hay  más  que  cla- 
var bien  en  el  suelo  las  tres  patas  del  estrumento, 
y  dejar  que  la  áuja  himaltada  comience  a  olfatear 
el  Norte  con  su  hociquito  puntudo.  Al  principio  la 


MODOS    DK    VER  ^'^ 

verá  usted  algo  asustada,  meneando  la  cola  para  to- 
dos lados  como  perdiguero  que  recién  encuentra  el 
rastro ;  pero  en  seguida  comienza  a  rumbear  y  al  ra- 
tito  ya  la  tiene  usted  apuntando  al  Norte,  y  estre- 
meciéndose toda  entera,  como  el  perro  cuando  ha 
parado  la  perdiz.  —  Bueno,  como  le  iba  diciendo : 
después  vienen  los  enredos  con  motivo  de  los  lo- 
tes que  midió  el  grinicnsor  por  las  ¡testareas  que 
faltan  o  suebran ;  y  por  último  llega  la  orden  del 
patrón  para  que  nos  retiremos  más  adentro, 
porque  el  campo  está  vendido ...  y  vaya  usted 
arreando  con  todo !  —  Una  tarde,  casi  sol  dentro 
—  prosiguió  el  viejo  —  andaba  yo  campeando  por 
los  montes  más  ásperos  de  esta  estancia,  cuando  de 
manos  a  boca  me  encontré  con  un  gringo  que  pa- 
recía perdido.  Daba  lástima  el  verlo  en  un  manca- 
rrón chupino  y  como  arpa;  la  montura  en  las  an- 
cas y  el  mandil  en  la  cruz.  Me  recibió  con  descon- 
fianza y  no  sé  qué  me  dijo  de  perduto,  haciéndome 
seña  que  le  arreglara  el  apero.  Se  lo  arreglé  y  lo 
llevé  casi  de  tiro  hasta  las  casas,  donde  le  dimos  de 
comer  y  las  mejores  caronas  para  que  tendiera 
esa  noche.  Al  otro  día,  sol  alto,  después  de  echarse 
a  pecho  un  tarro  de  leche  de  cabra  recién  ordeñada, 
y  comerse  un  pan  francés  redondo  que  sacó  del  se- 
no, se  despidió,  queriendo  antes  pagar  el  güasto ; 
le  dije  que  no  fuera  infeliz,  y  salió  al  tranquito,  ha- 
ciéndole retumbar  la  barriga  al  pobre  caballo  con 
sus  botines  de  palo.  Cuando  se  retiró,  le  dije  a  mi 
mujer:  mira  che,  Agapita,  este  gringo  es  mala  seña. 


68  MARTÍN   GIL 

Luego  vendrán  los  grimensorcs  y  después  ¡abur!  Y 
asi  fué.  ¿  Pero  sabe  niño  quién  es  ese  gringo  ahora  ? 
Don  Pietro,  mi  patrón !  y  muy  güen  patrón.  ¡  I,as 
giielías  que  da  el  mundo ! 

Ladridos  de  perros  interrum])ieron  nuestra  con- 
versación. 

— Ya  estamos  en  las  casas — dijo  ño  Quiterio, 
componiendo  el  pecho. 

Al  mismo  tiempo  se  vieron  muchos  puntos  de 
fuego  que  brillaban  y  se  movian  en  la  obscuridad, 
como  las  pupilas  del  Diablo :  eran  los  cigarros  de 
los  concurrentes  a  la  novena.  A  los  ladridos,  la 
gente  había  salido  al  patio,  fumando. 

— Qué  no  ha  venido  la  Restituta? — preguntó  ño 
Quiterio,  apeándose. 

— La  estamos  esperando  desde  cuanta,  lo  mismo 
que  a  ustedes — contestaron. 

— Bueno,  al  fin  la  pobre  es  la  única  novenanta 
del  vecindario,  y  en  estos  tiempos  los  santos  apu- 
ran. Hay  que  disculparla.  Y  si  vamos  a  ver,  vale 
la  pena  esperarla ;  porque  lo  dudo  que  haya  quien 
gloreie  un  rosario  o  un  trisagio  con  más  garbo  y 
afición  que  la  Restituta.  Si  da  gusto  el  oiría !  Pa- 
rece un  cura  en  maitines. 

— ¡  Coomo  no ! — contestaron  todos. 

— Por  ahí  vienen  cantando — dijeron. 

— Si  vienen  cantando  ella  es — dijo  ño  Quiterio 
— porque  de  noche  y  andando,  no  le  sabe  parar  la 
garganta  a  la  Restituta :  es  peor  que  rana  en  charco. 

Se  hizo  silencio,  y  en  seguida  pudimos  escuchar 


MODOS    DK    VER  69 

claramente  un  triste  a  dos  veces  y  en  modo  me- 
ñor. 

"Hasta  la  leña  del  monte  tiene  su  separación.  —  Tiene 
su  separación  —  Una  sirve  para  santos,  y  otra  para  hacer 
carbón". 

— Ella  es — dijo  ño  Ouiterio — y  viene  con  Gra- 
biel. — "¡Una  sirve  para  santos  y  otra  para  hacer 
carbón !" — y  esa  es  la  verdad,  aunque  hay  gente 
que  pasa  por  santa  y  ni  para  carbón  sirve — agregó 
el  viejo,  al  mismo  tiempo  que  la  pareja  cantora  lle- 
gaba al  patio,  dando  las  "buens  noches". 

— Buenas  se  las  dé  Dios,  pero  bajcnsén  y  en- 
tren, que  las  velas  se  acaban  y  la  helada  es  respe- 
table— rezongó   ño   Quiterio. 

— i  Che  Ouiterio  ! 

— Quiterito !  Traite  el  bozal  y  acomódale  el  pan- 
garé a  la  Restituta ; — ya  sabes  que  es  mañero  de 
oreja  ¡eh! 

— Hace  mucho  frío,  tatita ;  prieste  el  poncho, 
si  quiere — dijo  el  muchacho  asomándose. 

— j  Tómalo ! 

Se  abrió  la  puerta  del  rancho  y  entramos,  me- 
nos scñá  Restituta,  quien  prefirió  ver  acomodar  a 
su  caballo. 

En  la  pequeña  pieza,  revocada  con  barro,  encon- 
tramos un  grupo  de  mujeres  con  sus  vestidos  do- 
mingueros y  sus  caras  bien  lavadas.  Sentadas  en 
hilera,  tomaban  mate  de  café  en  jarro.  En  la  ne- 
gra pared  se  destacaba  el  nicho,  iluminado  con  ve- 
las de  sebo  calzadas  en  botellas. 


70  MARTÍN   GIL 

Dentro  de  él,  y  como  sofocada  por  tanto  adorno 
sucio  y  chillón,  está  la  Virgen  del  Carmen,  linda 
imagen,  coiiipletamente  rodeada  por  una  alegre 
bandada  de  angelitos  rubios,  vivarachos  y  rollizos, 
que  revolotean  a  su  alrededor  con  impertinencia  de 
niños  curiosos:  es  un  enjambre  de  doradas  y  zum- 
bantes abejas,  persiguiendo  a  esa  rosa  que  navega 
en  el  espacio  sobre  plateada  nube. 

En  los  rincones  del  cuarto  se  ven  pilas  de  za- 
pallos, maíz  en  espiga  y  algarroba  a  granel.  Dos 
camas  cubiertas  con  rojas  frazadas  de  lana  a  lis- 
tas verdes ;  debajo  de  las  camas,  gallinas  empollan- 
do en  fuentes  viejas  de  lata ;  sobre  las  camas  va- 
rios cuzcos  sucios  y  lanudos,  rascándose  a  toda  má- 
quina y  desgranando  a  los  cuatro  vientos,  pulgas, 
garrapatas  y  otros  ápteros.  Pendiente  del  techo,  cual 
espada  de  Damocles,  una  media  res  de  cabra  ame- 
naza reventar  un  ojo  a  cualquiera  con  su  pata  rí- 
gida. Más  arriba,  sujeto  con  tientos  a  los  tirantes, 
y  algo  combado,  se  encuentra  el  zarzo,  amarillando 
de  quesos  y  coloreando  de  pelones. 

Del  techo  también,  oscila  un  pequeño  cajón  don- 
de duerme  el  último  nieto  de  ño  Quiterio,  quien  al 
entrar  le  echó  sobre  la  carita  su  gran  chambergo 
negro. 

De  todas  las  rendijas  asoman  lazos,  lonjas,  tien- 
tos, tijeras,  limas,  leznas,  mates,  bombillas,  alpar- 
gatas y  envoltorios  sucios.  En  el  suelo  muchos  pe- 
rros de  todos  calibres,  y  pulgas  bastantes. 

Ábrese  la  puerta  y  entra  seña  Restituta  fumando 


MODOS    Di:    VER 


71 


V  susurrándole  el  vestido  de  percal  rosa,  tan  enér- 
gicamente almidonado  y  planchado,  que  podría  pa- 
rarse solo. 

Más  bien  baja;  cuerpo  cuadrado;  mucha  cadera 
y  poco  talle;  sobre  los  hombros  y  prendido  al  pe- 
cho, un  gran  pañuelo  de  espumilla  amarillo  florea- 
do de  azul ;  grandes  aros  de  dublé  con  piedras  ver- 
des, y  arriba  de  todo  esto,  un  rostro  varonil,  ilu- 
minado por  dos  ojos  claros,  grandes  y  apacibles, 
como  los  de  una  gata  remolona. 

— Aquí  estamos — dijo,  avivando  su  cigarrillo  de 
anís  en  grano,  el  que  chisporroteó  alegremente. 
Otro  chupetón  al  pucho  para  abandonarlo,  y  se 
dirige  al  nicho  persignándose  en  alta  voz. 

Movimiento  general  en  la  pieza,  composturas  de 
pecho,  toses  y  escupidas  sonoras.  Se  hace  silencio, 
y  después  de  una  salve  rezada  en  coro  con  sencillo 
fervor,  seña  Restituta  abre  con  pausa  su  librito  de 
la  Virgen  del  Carmen,  y  comienza  a  hojearlo,  hu- 
medeciendo de  vez  en  cuando  su  dedo  índice  en  los 
labios.  Busca  el  último  día  de  la  novena;  ya  está. 
En  seguida  tose  sin  ganas,  y  sacando  una  horquilla 
de  sus  trenzas,  despavesa  las  velas  de  sebo  que  ar- 
den tristemente,  con  sus  largas  mechas  carboniza- 
das como  flores  negras. 

Lee  pausadamente,  con  voz  hombruna  y  monó- 
tona. Todos  repiten  lo  que  ella  va  leyendo,  y  en 
el  conjunto  enmarañado  de  tantas  voces  discordan- 
tes,   se   destaca   claramente   la   de   doña    Restituta, 


72  MARTÍN   C.lh 

cual  moscardón  que  zumbara  entre  moscas  y  mos- 
quitos. 

— Aquí  se  pide  lo  que  se  desea  conseguir — dice 
la  novenanta  con  gravedad — y  un  profundo  silen- 
cio siguió  a  estas  palabras,  el  que  duraría  veinte  se- 
gundos. 

En  ese  corto  intervalo  en  que  la  Tierra  se  había 
trasladado  cerca  de  seiscientos  mil  metros  a  tra- 
vés del  espacio,  todos  hicieron  su  pedido  a  la  Vir- 
gen del  Carmen,  con  humildad  sincera  y  esperanza 
firme.  Más  tarde  supe  algo  de  lo  que  se  había 
implorado.  Unos  querían  que  lloviera  para  el  tri- 
go que  debían  sembrar  pronto ;  otros  que  no  llovie- 
ra hasta  concluir  de  recoger  el  maíz.  Doña  Resti- 
tuta  vería  con  agrado  que  vinieran  a  la  sierra  mu- 
chos porteños  enfermos  para  vender  a  buen  precio 
sus  pollos  y  sus  cabritos.  Quiterito  deseaba  ser  do- 
mador, y  por  lo  pronto  pedía  un  lazo. 

Después  de  la  común  imploración,  comenzaron 
los  gozos.  Al  final  de  cada  cuarteta,  recitada  en  tono 
declamatorio  por  seña  Restitnta,  la  concurrencia 
toda  contestaba  en  coro :  ''por  tu  pureza  te  pido  el 
don  de  la  castidad". — El  estribillo  se  repetía  siem- 
pre, monótono,  interminable.  Ño  Quiterio  debía  es- 
tar fatigado  o  de  mal  humor,  porque  refiriéndose 
al  estribillo,  le  oí  refunfuñar  esta  observación: 

— Yo  no  sé  esta  gente  páque  pide  lo  que  no  hai 
cumplir. 

— Y  lo  que  no  les  hai  durar — agregó  otro  viejo. 


MODOS    DK    VtR  '^^ 

I 

Por  fin  la  novenanta  cerró  el  librito,  y  dirigiéndo- 
se a  la  concurrencia,  dijo : 

—¡Vamos  a  ver!  canten !— Y  entonó  la  salve  a 
la  Virgen  en  movimiento  de  "andante  maestoso". 

Entonces  el  rancho  entero  vibró  como  un  órgano, 
y  la  hermosa  plegaria,  modulada  por  todos  con  afi- 
nación perfecta  y  cristiano  fervor,  se  remontó  a  las 
alturas  por  sobre  los  bosques,  valles  y  montañas,  en 
donde  el  pájaro  y  el  insecto,  el  agua  y  la  flor,  tam- 
bién cantan  su  plegaria,  y  fué  a  confundirse  y  des- 
vanecerse en  lo  inconmensurable:  en  el  espacio, 
en  el  tiempo,  en  el  infinito. 

Concluida  la  novena,  toda  la  gente  se  revolvió 
con  bullicio  en  la  pieza  y  las  lenguas  rompieron  el 
fuego  por  orden  disperso. 

— Ábranle  cancha  a  Quiterito !  —  dijeron. 

Y  apareció  el  muchacho  mordiéndose  el  labio 
inferior,  el  cuerpo  arqueado  hacia  atrás  y  arras- 
trando el  poncho,  sosteniendo  a  duras  penas  un  gran 
brasero  colmado  de  brasas  crepitantes.  Lo  asentó 
bruscamente  en  medio  del  cuarto,  nos  miró  a  todos 
como  azorado,  y  levantando  i  no  de  sus  brazos 
hasta  la  cara  lo  hizo  correr  por  la  nariz,  desde  el 
codo  hasta  la  manga  sucia  y  desprendida,  la  que 
aleteó  como  murciélago. 

Doña  Agapita.  la  dueña  de  casa,  colocó  sobre 
las  brasas  do---  pavas  rebalsando. 

— Que  cante  señó  Restituta  —  dijeron  por  ahí. 

— Eso  es,  que  cante  —  repitieron  todos.  —  Pá- 
senle la  guitarra. 


74  MARTÍN    CU 

— Estoy  medio  ronca  —  dijo  la  novenanta,  mien- 
tras armaba  su  cigarrillo  de  anís  en  grano. 

Oniterito,  de  un  salto,  estuvo  en  el  brasero,  y 
levantando  una  brasa  en  la  cuchara  de  la  yerbera, 
la  sopló,  y  se  la  presentó  a  la  cantora  quien  encen- 
dió su  cigarrillo. 

Más  o  menos  golpeada  llegó  la  guitarra  a  ma- 
nos de  doña  Restituta.  La  tomó,  y  enconvándose 
toda  entera  sobre  el  instrumento,  comenzó  a  tem- 
plarlo, aplicando  sus  cinco  sentidos  menos  uno, 
en  la  delicada  operación.  Y  digo  menos  uno,  por- 
que el  cigarrillo  de  anís,  arrinconado  en  un  ángulo 
de  la  boca  de  su  dueña,  dejaba  escapar  en  silencio 
una  hebra  finísima  de  humo  azulino,  la  que  al  as- 
cender, iba  a  taladrar  los  ojos  de  la  artista,  obli- 
gándola a  cerrarlos  y  a  fruncir  el  ceño. 

Pero  cuando  a  fuerza  de  tanteos  llegaba  a  poner 
en  consonancia  siquiera  dos  cuerdas,  alguna  cla- 
vija resbalaba,  volviendo  las  cosas  a  su  estado  pri- 
mitivo. 

— ¡Qué  clavijas  mañeras!  —  decía  la  cantora, 
rodándolas  con  abundante  saliva. 

— Es  la  seca  —  agregaba  ño  Quiterio. 

— ¿  Por  qué  no  se  la  pasa  al  niño  que  se  la  tiem- 
ple F  —  observó  doña  Agapita. 

— Si  no  fuera  molestia,  que  me  la  tiemple  por 
derecho  —  dijo  seña  Restituta,  entregándome  la 
guitarra. 

Se  la  devolví  afinada  por  derecho. 


MODOS    Dli    VER 

-¡Ahora  sí  es  cierto!  -  dijo  ño  Quiterio  -  ¡y 

silencio!  ..  om 

La  cantora  dejó  el  cigarrillo  a  un  lado,  .e  aco- 
n.odó   a   su   manera,   comprobó   ligeramente  la   afi- 
nación  por  octavas,  y  me   mn'O   agradecida ,   echo 
un  <orbo  de  ginebra  en  bote,  compuso  la  garganta, 
V   comenzó  con   un   pasacalle   en  si   bemol  mayor, 
para  caer  de  golpe,  y  sin  más  trámite,  a  sol  mayor, 
lomándolo  por  su  relativo  menor  (desacato  que  no 
se  lo  hubiera  perdonado  el  dulce  Orfeo),  y  pnncí- 
jMÓ  la  décima: 

"  En  el   mar  de  mi  esperanza. 
"  A  remos  de  una  ilusión, 
"  Llevaba  mi  diversión, 
" Navegando    con    bonanza ; 
"  Más  como   vi   en  la  tardanza, 
"  Que  al  paso  que  más  remaba 
"Más  del  puerto  me  alejaba, 
"  Quebré    el    remo,    y    naufragando, 
"  Llevo   mi   vida   llorando 
"Donde   antes   me   regalaba". 

—¡Eso  es  lindo!  —  dijo  el  viejo  que  cebaba  el 
mate  acurrucado  junto  al  brasero.  —  Y  esos   son 
•  versos !  —  agregó  ño  Quiterio  —  y  no  las  pampli- 
nas que  cantan  los  mozos  de  dura. 

Esta  observación   del  viejo,   me   recordó  aquella 
otra  de  Voltaire: 

«Ce  qiii  est  trop  sot  poitr  efre  dit,  on  le  chante», 

—¡Silencio!  —  dijeron. 


» 


76  MARTÍN    GIL 

"  Ese   tiempo   venturoso, 
"  En  que  todo  era  reir,  «» 

"  En    que    un    dulce    discurrir 
"Me  indujo  a  creerme  dichoso; 
"  Ese    placer,    ese    gozo,  ^a 

"  Ese   alegre  calcular,  «, 

"  Ese   halagüeño   esperar 
"  Con  que  viví  seducido, 
**  Todo   se   me   ha  convertido 
"En   un   amargo   llorar". 

— ¡Ah  tigrera!  Préndale  una  gruesa  de  cuetes  a 
su  salud,  y  sírvanle  un  mate,  en  el  de  planta,  —  dijo 
en  voz  alta  ño  Quiterio. 

Se  oyó  un  tiroteo  infernal  en  el  patio.  Los  cohe- 
tes chinescos  alborotaron  a  los  perros  y  animaron 
a  los  pobres  caballos,  que  sin  arte  ni  parte  en  la 
fiesta,  soportaban  la  helada  en  silencio  y  cabizba- 
jos, haciendo  sonar  de  vez  en  cuando,  como  para 
no  dormirse,  las  rodajas  de  los  frenos  que  opri- 
mían sus  lenguas  secas  y  amortiguadas. 

Hubo  tirones,  y  una  que  otra  rienda  cortada, 
pero  en  seguida  cesó  el  alboroto  con  la  interven- 
ción de  los  jinetes,  quienes  se  dedicaron  al  arreglo 
de  sus  monturas  para  marcharse  a  sus  casas  o  a  la 
pulpería  más  cercana. 

Era  sabido  que  ño  Quiterio  no  daba  bajles.  así 
que  no  había  para  que  esperar  más. 

Después  de  armar  y  de  encender  cada  uno  su  ci- 
garrillo, montaron  y  fuéronse  dispersando,  unos 
silbando  y  otros  canturriando  en  falsete  sus  estilos 
predilectos. 


MODOS    DE   VER 


77 


Las  negras  siluetas  desaparecieron  en  la  obscu- 
ridad, pero  gracias  al  silencio  de  la  noche,  los  can- 
tos y  silbidos  siguiéronse  oyendo  por  algún  tiempo, 
aunque  cada  vez  más  débiles,  porque  la  distancia 
iba  adelgazando  más  y  más  y  los  hilos  acústicos 
que  nos  unian  con  los  que  se  alejaban,  concluyendo 
al  fin  por  cortarlos  imperceptiblemente,  asi  como 
se  cortan  esas  hebras  finisimas  de  plateada  telara- 
ña, que  en  días  primaverales  suelen  verse  flotar  en 
la  atmósfera  dorada  y  transparente  . 

Volvimos  a  entrar  al  rancho,  donde  encontramos 
a  seiiá  Restituta  tomando  mate  con  la  dueña  de 
casa  y  Gabriel,  marido  legitimo  de  la  novenanta, 
muchacho  de  22  años  cuando  más,  completamente 
anulado  por  su  respetable  cónyuge,  quien  le  lleva- 
ría adelante  cuarenta  años  por  lo  menos ;  pero  cua- 
renta años  de  práctica  terrestre,  deben  ser  respe- 
taxios. 

— Che,  Grabiel  —  dijo  la  cantora  —  vé  si  te  vas 
ensillando  el  pangaré  para  que  nos  retiremos  cuan- 
to apunte  la  Luna. 

— ¿Y  a  qué  hora  irá  a  salir  hoy  —  agregó,  sa- 
cando de  su  seno  algo  exiguo,  un  reloj  de  plata  del 
tiempo  del  rey. 

— ¿A  qué  hora  salió  anoche?  —  la  dije. 

— ¿Anoche?  Asi  como  a  las  once. 

— Entonces  ahora  saldrá  a  las  doce  más  o  me- 
nos, porque  cada  noche  se  retarda  cincuenta  minu- 
tos. 


78  MARTÍN   GIL 

— I  Pero  vea  qué  cosa !  ¿  Y  cómo  nunca  le  oí  de- 
cir esto  al  cura? 

— ¿Y  qué  tiene  que  ver  la  Luna  con  la  doctrina? 

—  obserA^ó  doña  Agapita. 

— Así  parece  a  primera  vista  —  dijo  1^  cantora. 

—  Pero  mire  que  en  este  mundo  todas  las  cosas  se 
van  enganchando  y  enredando  como  los  pensamien- 
tos en  la  cabeza.  Y  sépaselo  que  el  señor  cura  fué 
oficial  de  un  buque  en  sus  mocedades ;  según  dicen, 
es  hombre  que  sabe  muchas  cosas,  y  a  mí  algo  se 
me  ha  quedado  a  fuerza  de  tanto  oirlo.  Siempre 
suele  decir  que  no  todo  ha  de  ser  doctrina,  que  a 
Dios  se  le  conoce  mejor  estudiando  sus  obras  que 
con  palabras. 

— ¿Qué  tendrá  que  ver  la  Luna  con  la  mar,  doña 
Agapita  ? 

— ¿Y  qué  va  a  tener  que  ver,  doña  Restituía! 

— Pues  según  el  cura,  la  Luna  es  quien  le  hace 
arquear  el  lomo  al  mar  dos  veces  por  día.  —  Dice 
que  la  Luna  al  pasar  por  arriba,  lo  llama,  y  el  mar 
le  sigue,  como  el  parejero  al  cuidador  cuando  lo 
ve  con  el  morral.  —  Y  como  la  Luna  pasa  dos  ve- 
ces por  arriba  en  un  poco  más  de  un  día,  resulta 
que  hay  dos  levantadas  y  dos  bajadas  de  lomo  dia- 
riamente. Pero  también  el  Sol  lo  llama  al  mar,  se- 
gún el  cura,  eso  sí,  con  menos  fuerza  que  la  Luna, 
porque  el  Sol  está  muy  retirado...  Pero  cuando 
el  mar  hincha  con  ganas  el  lomo  y  se  pone  muy  in- 
quieto, dicen  que  es  pa  luna  nueva,  porque  enton- 
ces la  Luna  y  el  Sol  están  en  fila,  uno  tras  otro,  y 


MODOS    DE    VER 


79 


los  dos  tiran  a  la  cincha  para  un  mismo  lado.  —  ¡  Y 
consideren  ustedes  esa  yunta!  —  ¡Qué  frisones, 
ni  bueyes  mestizos!  —  Hasta  tengo  miedo  que 
alguna  vez  me  lo  encuentren  al  mar  algo  liviano 
por  cualquier  razón,  y  me  lo  levanten  enterito  por 
los  aires  como  poncho  que  lleva  el  viento. 

— ¡Jesús,  ni  Dios  lo  permita! 

— ¡Mejor!  —  dijo  ño  Quiterio ;  —  asi  podremos 
llevar  hacienda  por  tierra  hasta  la  mcsma  Ingalatc- 
rra.  Y  ahí  veríamos  qué  nuevos  pretextos  nos  po- 
nen pa  no  recibir  las  tropas,  esos  gringos  cosqui- 
llosos. ¡Qué  fiebre  altosa,  ni  fiebre  alíosa! 

— Hechos  los  lindos,  como  si  tuvieran  tanta  ha- 
cienda ! 

— ;  Pero  déjenlos  que  se  hagan  de  rogar !  luego 
no  más  han  de  venir  a  pedirnos  por  favor  que  les 
vendamos  lo  que  caiga,  hasta  lo  de  desecho. 

— Bueno  —  dijo  seña  Restituta,  volviendo  al 
tema  —  esto  de  que  hemos  hablado,  el  señor  cura 
les  llama  las  mareas. 

— Pues  le  confieso  que  me  ha  mareado  con  sus 
mareas  —  dijo  doña  Agapita,  bostezando  profun- 
damente, y  abriendo  de  par  en  par  su  boca  hundi- 
da y  elástica,  dentro  de  la  cual  se  vio  brillar  un 
colmillo  solitario,  como  un  oso  blanco  en  su  ca- 
verna. 

— Y  también  debo  decirle  —  agregó  —  que  a  su 
señor  cura  no  le  arriendo  las  ganancias  con  tanta 
masonería. 


80  MARTÍN   Gil, 

— Ya  está  el  pangaré,  señora  —  dijo  Gabriel, 
abriendo  la  puerta. 

— Y  ya  se  debe  venir  viniendo  la  Luna  —  dijo  ño 
Quiterio. 

Salimos.  Efectivamente;  al  Este,  un  resplandor 
de  fragua  ensangrentaba  el  horizonte. 

— Las  doce  y  cuarto  —  dijo  seña  Restituta. 

Los  montes  lejanos  parecían  incendiados.  Los 
grandes  árboles,  iluminados  de  abajo  por  esa  luz 
roja  de  Bengala,  comenzaron  a  tomar  formas  y  ac- 
titudes verdaderamente  diabólicas.  Era  un  ejército 
de  espectros  gigantescos  preparándose  a  bailar  una 
gran  danza  macabra. 

En  el  centro  de  la  gran  pantalla  de  luz  escarlata 
que  sobre  el  borde  del  horizonte  se  abría,  asomó  de 
pronto  algo  como  una  brasa  o  hierro  candente,  y  el 
astro  de  los  sentimentales,  de  los  enamorados  y  pe- 
rros visionarios,  se  presentó  francamente  dando  las 
buenas  noches  con  el  retazo  de  cara  de  que  aún  dis- 
ponía. Toda  estropeada  y  carcomida  por  el  tiempo ; 
roja  como  lacre,  abollada  y  deformada  por  la  re- 
fracción ;  era  su  aspecto  el  de  un  alcoholista  crónico 
saliendo  del  almacén. 

Bueno,  ya  se  puede  ver  la  senda  —  dijo  seña 
Restituta  alargándonos  la  mano.  —  Será  hasta  otra 
vez  y  que  les  vaya  bien.  Se  aproximó  al  pangaré, 
colocó  juntas  las  dos  manos  sobre  el  apero,  y  parán- 
dose de  puntillas,  Gabriel  la  solivió  de  los  talones, 
yendo  a  caer  la  señora  en  plenas  ancas  del  caballo, 
con  todo  el  aplomo  de  una  mona  jinete.   Don  Ga- 


MODOS    DE    VER 


81 


briel  montó  adelante,  haciendo  girar  la  pierna  dere- 
cha con  tal  precaución  y  arte  criollo,  que  ni  aire 
siquiera  le  echó  a  su  vieja  mitad. 

— La  Virgen  le  ha  de  pagar  todas  estas  molestias 
—  dijo  ño  Quiterio  dirigiéndose  a  seña  Restituta. 

— Dios  lo  quiera  —  contestó  —  y  dando  el  último 
adiós,  se  alejaron. 

Para  mí,  creo  que  esto  de  hacerse  pagar  las  cuen- 
tas con  Dios,  la  Virgen  o  los  santos,  es  un  buen 
sistema  para  los  tramposos;  sin  embargo,  ño  Qui- 
terio no  era  un  tramposo. 

Nuestras  muías  estaban  prontas,  y  seguimos  el 
ejemplo  de  la  cantora.  El  buen'  viejo  se  había  em- 
peñado en  acompañarme.  Hicimos  rápidamente  el 
camino  de  vuelta  porque  teníamos  luz,  y  porque  las 
muías  iban  con  hambre,  deseosas,  por  lo  tanto,  de 
ser  libertadas. 

Cuando  llegamos  al  patio  de  la  estancia,  la  Luna 
se  había  elevado  a  buena  altura.  Ya  no  estaba  con- 
gestionada, rubicunda,  al  contrario,  tenía  cara  de 
clorótica  con  su  luz  amarillenta  y  débil.  Es  que  se 
trata  de  una  vieja  flor  del  cielo,  marchita,  fría,  des- 
hojada y  muerta :  que  en  el  cielo  tanibién  la  muerte 
rige. 


1902. 


espíritus  en  quiebra 

A    la    juventud    estudiosa 
de    Córdoba. 

Hay  frases,  o  más  bien  dicho,  afirmaciones,  que 
equivalen  para  sus  autores  a  echarse  encima  un 
quintal  de  plomo  en  alta  mar. 

"La  ciencia  en  quiebra",  alcanzó  a  gritar  alguien, 
y  un  ligero  remolino  y  unas  cuantas  burbujas  indi- 
caron el  sitio  en  donde  flotara  hasta  ese  momento : 
se  hundió  en  silencio,  misteriosamente,  como  si  el 
espíritu  de  Arquímides,  justamente  indignado,  hu- 
biera intervenido  con  su  célebre  ley  que  hasta  la 
fecha  no  ha  quebrado.  Pero  de  todos  modos  la  fra- 
se se  deslizó  e  hizo  camino,  porque  los  grandes  dis- 
parates lanzados  con  habilidad,  suelen  correr  admi- 
rablemente por  el  plano  inclinado  de  la  estupidez 
humana.  Con  esa  frase  —  "la  ciencia  en  quiebra" 
—  parece  que  se  ha  intentado  debilitar  la  voluntad 
de  los  espíritus  produciendo,  si  no  la  abulia,  por  lo 
menos  el  desconsuelo,  la  desesperanza. 

Imaginad,  lector,  un  Banco  que  a  cada  instante 
aumenta  sus  depósitos ;  que  cada  día  descuente  a 


MODOS    DE    VER 


83 


más  bajo  interés,  siendo  muchas  veces  el  consuelo 
y  la  salvación  del  pobre  como  del  rico;  que  cada 
año  reparta  dividendos  más  crecidos  y  que  conti- 
nuamente se  vea  obligado  a  ensanchar  sus  arcas 
porque  el  oro  rebalsa.  Pues  bien;  hay  gente  que  a 
este  Banco  lo  declara  en  quiebra  porque  sus  funda- 
dores y  directores  no  saben  explicar  el  primer  ori- 
gen del  oro.  Pero  ¿qué  les  importa  del  primer  ori- 
gen del  oro,  si  con  él  obtienen  todo  lo  que  necesi- 
tan y  desean,  y  si  conocen  sus  propiedades  y  rela- 
ciones con  los  demás  cuerpos? 

Ese  gran  Banco  es  la  ciencia  moderna,  al  que  se 
declara  en  quiebra  con  toda  soltura  de  cuerpo  y  de 
lengua,  porque  no  descubre  las  primeras  causas, 
porque  no  explica  todos  los  fenómenos,  porque  no 
responde  a  todas  las  preguntas. 

Que  no  sabemos  ni  lo  que  es  la  unidad,  se  ha  di- 
cho con  aire  de  triunfo. 

Es  verdad ;  no  sabemos  lo  que  es  la  íinidad  en  sí, 
pero  eso  no  basta  para  que  el  ingeniero,  con  el  au- 
xilio de  las  matemáticas,  que  se  basan  en  la  unidad, 
construya  puentes,  torres  y  máquinas  admirables, 
en  las  que  se  ha  calculado  con  precisión  increíble 
la  resistencia  y  el  trabajo  del  más  ínfimo  tornillo ; 
máquinas  a  las  que  no  les  falta  más  que  hablar  por 
cuenta  propia,  ya  que  el  fonógrafo,  esa  máquina 
con  memoria,  lo  hace  por  cuenta  ajena. 

No  sabemos  lo  que  es  la  unidad  ni  el  espacio, 
pero  Leverrier,  sin  mirar  al  cielo,  sin  más  aparatos 
que  el  papel  y  el  lápiz,  sin  más  telescopio  que  el 


84  MARTÍN   Gil, 

álgebra  y  la  geometría,  descubre  y  señala  el  punto 
en  donde,  según  el  cálculo,  debe  hallarse  un  plane- 
ta. Primero  Galle,  a  pedido  de  Leverrier,  y  des- 
pués todos  los  demás  astrónomos,  perforan  el  es- 
pacio con  sus  flechas  de  cristal,  y  surge  Neptuno, 
allá  lejos,  hacia  donde  apuntaba  Leverrier,  en  los 
arrabales  de  nuestro  sistema  solar,  girando  en  la 
pista  con  marcada  displicencia,  sin  brios,  como  esos 
viejos  caballos  de  circo  cuyos  nervios  no  se  alteran 
por  más  que  el  patrón  haga  silbar  el  látigo,  patalee 
y  grite,  y  la  orquesta  acelere  la  galopa,  (i)  No  sa- 
bemos lo  que  es  la  luz  en  si,  pero  Rómer  la  sor- 
prende en  su  viaje  silencioso  desde  los  satélites  de 
Júpiter,  y  es  el  primero  en  medir  sus  pasos.  New- 
ton le  interpone  un  prisma  cristalino,  y  ella  lo  atra- 
viesa sin  temor,  por  tratarse  del  cristal,  su  amigo 
y  protector,  pero  al  pasar,  choca  contra  las  facetas 
y  aristas  filosas,  cayendo  al  otro  lado  toda  hecha 
girones,  descuartizada,  descompuesta;  y  de  una 
sola  nota,  la  del  color  blanco,  el  sabio  obtiene  una 
escala  de  siete  notas,  como  la  de  la  música. 

Róntgen  descubre  el  rastro  de  la  luz  en  el  seno 
mismo  de  la  obscuridad,  y  allí  está  oculta  como  un 
brillante  negro,  o  como  esas  luciérnagas  adormecidas 
que  por  la  noche  solemos  encontrar  dentro  de  los 
troncos   carcomidos   de   árboles   vetustos :   el   hueco 


(i)   El  joven  astronónomo  inglés,  Adams,  llegó  al  mis- 
mo  resultado   que   Leverrier,   pero   habló   tarde. 


MODOS    DK    VER 


85 


está  en  tinieblas,  pero  basta  revolver  en  su  interior 
una  varilla,  para  que  de  pronto  la  caverna  se  ilu- 
mine como  si  hubierais  oprimido  un  botón  eléctrico. 

El  físico,  con  el  espectroscopio,  hace  la  autopsiíi 
a  la  luz,  descubriendo  en  sus  fibras  los  signos  de 
las  materias  que  le  han  dado  vida,  ardiendo  en  los 
remotos  astros  de  donde  ella  llega,  muchas  veces 
después  de  un  viaje  de  siglos;  y  así  sabemos  que 
el  universo  ha  sido  construido,  por  lo  general,  con 
los  mismos  materiales. 

El  cirujano,  con  la  luz  solar,  cauteriza  y  cura; 
el  alienista,  con  la  luz  azul,  calma  de  súbito  el  fu- 
ror del  loco,  y  con  la  roja,  anima  y  tonifica  al  me- 
lancólico. 

Se  ignora  lo  que  es  en  sí  la  gravitación,  esa  fuer- 
za misteriosa,  pero  se  conocen  sus  leyes,  y  con  és- 
tas, las  de  Kepler  y  de  Galileo,  se  explica  y  se  com- 
prueba desde  el  grandioso  mecanismo  del  cielo 
hasta  la  caída  de  una  pluma. 

No  sabemos  lo  que  es  la  electricidad,  pero  se  la 
produce  y  se  la  maneja  con  el  dedo  meñique,  ¿y 
qué  no  se  obtiene  con  esa  fuerza?  Ignoramos  lo  que 
es  el  dolor  en  sí,  pero  lo  sentimos,  y  muchos  ope- 
rados morían  de  dolor ;  entonces  la  química  nos 
brinda  los  anestésicos,  y  hoy  en  día  se  nos  puede 
abrir  como  a  un  sapo,  sacar  nuestros  órganos,  la- 
varlos y  plancharlos,  si  fuera  necesario,  sin  que 
tengamos  la  menor  noticia. 

A  todo  esto  no  faltará  quien  diga  que  la  mayor 
parte  de  los  descubrimientos  científicos  se  deben  a 


86  MARTÍN   GIL 

la  casualidad:  Pero  debiéramos  fijarnos,  —  y  ya  lo 
hicieron  notar  pensadores  eminentes,  —  que  es 
muy  casual  que  la  casualidad  caiga  siempre  en  ma- 
nos de  genios.  ¿Por  qué  entonces  el  imbécil  o  el 
mediocre,  jamás  descubren  nada,  es  decir,  por  qué 
no  formulan  o  explican  nuevas  leyes  de  los  fenó- 
menos que  la  casualidad  a  cada  paso  les  mete  por 
los  ojos?  ¿Cuántos  hombres  antes  que  Newton  no 
vieron  caer  fruta  de  los  árboles?  ¿Y  qué  deduje- 
ron? Que  estaban  maduras,  seguramente. 

Volviendo  a  nuestro  tema,  diremos  que  la  ciencia 
moderna  no  pretende  de  ningún  modo  descubrir  el 
primer  porqué  del  fenómeno,  sino  el  cómo,  es  decir, 
su  ley,  y  cada  día  descubre  nuevas  leyes  de  las  que 
se  deducen  nuevas  consecuencias  útiles  para  la  hu- 
manidad, su  punto  de  mira.  En  cuanto  a  la  Causa 
Primera,  se  la  siente  palpitar  en  todas  partes  aun- 
que no  se  la  explique;  desde  el  telescopio  hasta  el 
microscopio,  esos  dos  rastreadores  del  infinito,  pro- 
claman su  existencia. 

Sin  embargo,  mientras  la  ciencia  exista,  mientras 
el  deseo  de  conocer  haga  vibrar  cerebros,  no  falta- 
rán Faustos  más  o  menos  sinceros.  Pero  lo  malo 
es  que  el  Diablo,  después  del  fracaso  aquel  tan  rui- 
doso que  tuvo  en  Alemania  con  el  mentado  doctor 
y  la  rubia  Margarita,  se  nos  perdió  de  vista,  sin 
duda  avergonzado.  Y  al  fin,  si  volviese,  ¡quién  sabe 
si  los  desilusionados  de  hoy  se  animarían  a  trabar 
relación  con  el  misterioso  perro  negro  de  fosfores- 


MODOS    DE    VER 


87 


cente  rastro,  llevándolo  hasta  sus  gabinetes  de  es- 
tudio y  presenciando  sin  espanto  sus  diabólicas  me- 
tamorfosis!  Y  si,  como  es  probable,  el  Diablo  no 
hubiera  mejorado  sus  medios  de  transporte,  por 
ser  persona  antigua  y  rutinaria,  muy  mal  parados 
se  verian  sus  modernos  clientes,  acostumbrados  a 
viajar  en  tren  directo,  con  cantina  bien  servida  y 
muy  bien  iluminada,  si  se  les  obligara,  como  al  hé- 
roe de  Goethe,  a  marchar  a  talón  limpio  por  los 
pedregales  y  despeñaderos  de  las  sombrías  monta- 
nas de  Harz,  sin  más  guía  que  la  débil  luz  azulina 
y  ondeante  de  un  fuego  fatuo ;  aturdidos  por  el  sil- 
bido de  las  mil  flautas  que  sopla  el  huracán  en  las 
cavernas,  por  el  infernal  fandango  de  las  brujas, 
el  rechinar  de  dientes  y  el  siseo  espeluznante  de  los 
buhos  de  ojos  siniestros.  No:  en  estos  tiempos,  la 
gente  es  delicada,  y  si  se  arriesga  en  empresas  te- 
merarias, si  va  al  Polo,  lo  hace  después  de  mil 
cálculos  y  con  todo  el  confort  y  refinamiento  de 
nuestra  época  —  menos  Andrée  —  llevando  hasta 
armonium,  para  en  caso  de  llegar  a  los  suspirados 
90"  de  latitud,  ejecutar  las  grandes  sonatas  de 
Reethoven  debajo  de  la  estrella  polar,  o  más  allá 
de  la  Cruz  del  Sud,  con  la  estrella  heta  del  Octante 
sobre  sus  cabezas. 

La  verdad  jamás  se  entrega:  es  algo  que  siempre 
huye;  es  el  resplandor  de  una  luz  eternamente  ocul- 
ta ;  es  como  el  tañido  misterioso  de  aquellas  cam- 
panas de  la  ciudad  de  Is,  sepultadas  en  el   fondo 


88  MARTÍN   Gil, 

del  mar,  y  que  en  noches  serenas  escuchaban  ate- 
rrorizados los  marineros  y  pescadores  de  las  costas 
de  Bretaña,  pero  que  en  el  corazón  de  Renán  so- 
naban dulcemente,  rejuveneciendo  e  ilusionando, 
aunque  con  cierta  tristeza,  esa  alma  tan  grande  y 
tan  diáfana  como  el  mar,  pero  tan  profundamente 
agitada  por  la  duda. 

Avanzar  siempre  hacia  donde  se  vislumbra  ese 
resplandor,  tras  de  esa  ilusión,  sin  esperanza  de  lle- 
gar jamás,  esa  es  la  ley  a  que  está  destinada  la  cien- 
cia y  eso  se  llama  progresar.  Los  que  niegan  su 
progreso,  son  los  hipócritas,  los  descontentos  o  los 
fatigados.  A  los  primeros,  habrá  que  dejarlos  se- 
guir mintiendo;  a  los  descontentos,  les  diremos  lo 
que  muchas  veces  oí  decir  a  un  filósofo  padre  de 
familia,  cuando  en  la  mesa  alguno  de  sus  hijos  lle- 
gaba a  rezongar  por  cualquier  plato  que  le  era  an- 
tipático :  "está  rico,  muchacho,  /  conté  callao !",  y 
de  acuerdo  con  la  propaganda  por  el  ejemplo,  un 
enorme  bocado  desaparecía  en  su  boca,  corriendo  la 
suerte  de  la  copa  de  oro  en  los  abismos  de  Carib- 
dis.  Y  a  los  últimos,  a  los  fatigados,  a  los  descon- 
solados, le  recordaremos  la  advertencia  aquella  de 
Napoleón  a  sus  soldados  en  la  retirada  de  Rusia : 
"el  que  se  sienta  se  duerme,  y  el  que  se  duerme  se 
muere". 

Y  ya  que  a  los  sabios  les  falta  el  tiempo  y  las 
ganas  para  responder  a  los  que  tan  mal  tratan  a  la 
ciencia,  nosotros,  los  que  no  tenemos  ningún  título. 


MODOS   DE   VER 


89 


los  que  no  entraremos  en  el  templo  de  la  verdad, 
pero  que  mosqueteamos  desde  afuera  con  respetuo- 
sa admiración  los  grandes  oficios,  protestamos  sin- 
ceramente en  nombre  de  la  justicia. 


1902, 


EL  ASEGURADOR 


La  buena  presencia  es  un  recurso  como  cualquier 
otro,  y  algunas  veces  mejor  que  otro  cualquiera ; 
es  arma  de  efecto  y  sirve  para  muchas  cosas,  dígase 
lo  que  se  diga. 

En  el  teatro,  por  ejemplo,  cuando  el  gremio  se- 
miescuálido  y  cuasi  macabro  de  las  coristas  invade 
el  escenario,  verán  ustedes  infaliblemente  a  las  dos 
mejores,  ocupar  los  extremos  de  la  bandada,  ha- 
ciendo las  veces  de  puntos  de  mira.  Estas  dos 
ninfas  —  entre  paréntesis  —  son  las  que  mejor 
atiende,  paga  y  viste  el  empresario,  y  fuera  del  ])a- 
réntesis,  las  que  más  trabajo  dan  al  director  de  or- 
questa, por  ser  generalmente  las  más  rudas,  desafi- 
nadas y  aturdidas.  Sin  embargo,  juegan  un  papel 
nmy  importante  en  la  política  de  perspectiva :  el  pú- 
blico mira  únicamente  a  ese  par  de  ninfas  y  pasa  por 
alto  o  por  bajo  a  las  otras,  porque  la  vista,  gracias  a 
su  instinto  de  conservación,  se  niega  rotundamente  a 
posarse  sobre  los  demás  ejemplares  de  la  tropa,  así 
como  un  pájaro  jamás  se  asienta  sobre  los  vidrios 
filosos  de  una  tapera. 


MODOS  DE  VER 


91 


Otrosí  digo:  Las  damas  caritativas  y  peticionan- 
tes, sea  que  soliciten  dinero  para  un  asilo,una  lám- 
para votiva  o  para  acristianar  chinitos  en  la  gran 
China,  siempre  van  armadas  de  una  niña  de  grata 
presencia,  la  que  en  este  caso  hace  las  veces  de  la 
punta  de  diamante  en  el  taladro :  la  rosca  del  ins- 
trumento es  la  dama,  la  punta  perforadora  y  bri- 
llante, la  niña,  y  la  mina,  el  bolsillo  del  prójimo 
masculino ;  o,  si  se  quiere,  la  niña  es  como  un  sable 
deslumbrador  y  perfumado,  que  al  partir,  embal- 
sama la  herida. 

A  esto  podíamos  llamarle  política  de  sableo. 

Las  compañías  de  seguros  de  vida  tienen  también 
su  política,  la  que  consiste  en  valerse  de  asegurado- 
res atrayentes,  simpáticos,  lo  cual  se  explica,  pues 
el  efecto  inmediato  que  el  negocio  produce,  es  sin 
duda  repelente,  por  tratarse  de  la  muerte. 

El  asegurador,  por  lo  tanto,  debe  ser  un  buen 
mozo,  y  lo  es  en  general,  a  más  de  insinuante,  la- 
dino (aunque  sea  inglés:  hay  ingleses  deliciosamen- 
te ladinos),  correcto  y  elocuente  hasta  llegar  a  la 
nota  patética  en  el  momento  preciso. 

— Señor,  —  dice  el  sirviente,  —  van  cinco  veces 
que  lo  busca  un  mozo  para  cierto  negocio  urgente, 
pero  no  quiere  dar  su  nombre.  Ahora  está  en  la 
sala  esperándolo. 

— Servidor  de  usted  ! 

— Estoy  a  sus  órdenes.  —  contesta  el  dueño  de 
casa. 

— Mil  gracias,  señor  doctor. 


92  MARTÍN   GIL 

— Dispense,  no  soy  doctor. 

— ¿  Cómo  ?  ¿  No  es  usted  doctor  ? 

— No,  señor. 

— ¿Pero,  no  es  usted  cordobés? 

— Sí,  señor. 

— Entonces  me  disculpará  usted :  no  puedo  creer- 
le;  y  después  de  todo,  su  aspecto  lo  indica...  en 
fin,  no  puedo.  .  . 

— Con  aspecto  y  todo,  no  soy  doctor ;  y  usted  sabe 
perfectamente  que  se  encuentran  muchos  burros 
de  muy  buen  aspecto. 

— Pues  bien ;  me  dispensará  usted  la  impertinen- 
cia, ¡  pero  qué  quiere !  seguro,  como  estoy,  de  que 
le  haré  un  gran  servicio,  no  he  trepidado.  .  . 

— ¿De  qué  se  trata? 

— Nada  menos  que  de  la  tranquilidad  de  su  fa- 
milia, del  pan  de  sus  hijos,  del  consuelo  de  sus  deu- 
dos para  después  de  sus  días.  Usted  sabe  que  la 
vida  pende  de  un  hilo,  y  yo  he  visto  hombres  más 
fuertes  y  jóvenes  que  usted,  llenos  de  esperanzas  }' 
de  fe  en  el  porvenir,  ¡  los  he  visto,  sí !  arrebatados 
de  súbito  por  la  parca  cruel,  dejando  a  sus  familias 
desamparadas,  y,  lo  que  es  peor. .  . 

— Vea,  señor;  yo  no  necesito  asegurarme,  —  re- 
plica la  víctima  —  no  me  encuentro  en  ese  caso ;  y 
después,  le  tengo  fe  al  hilo  del  cual  pende  mi  exis- 
tencia: no  temo  a  la  tijera  de  la  parca  x\tropo. 

— I  Oh !  qué  seguro  está  usted  de  lo  que  todos  de- 
biéramos dudar  —  refunfuña  el  asegurador  ponien- 
do en  blanco  los  ojos.  —  Desengáñese  usted.  ¿De 


MODOS    DE    VER 


93 


dónde  sabe  si  mañana,  si  hoy,  si  en  este  mismo  mo- 
mento, no  pisa  usted  (Dios  no  lo  permita),  el  borde 
del  sepulcro  ?  —  y  después,  otra  cosa :  por  más  pre- 
visor que  sea  usted,  muriendo,  su  familia  puede 
quedar  en  la  calle,  gracias  a  tres  personas  distintas 
y  un  solo  procedimiento. 

Personas :  procurador,  escribano  y  abogado. 

Procedimieno :  limpieza. 

Es  decir,  ciertos  abogados,  muchos  escribanos  y 
la  mar  de  procuradores,  son  como  escobas  nuevas ; 
por  donde  pasan  actuando,  dejan  el  suelo,  —  por 
no  decir  los  bolsillos, — más  lustrosos  que  una  pa- 
tena :  haga  de  cuenta  que  lo  toman  tres  mastines. 
También  abundan,  es  verdad,  médicos,  que  si  bien 
fortalecen  y  tonifican  a  sus  pacientes,  luego  los 
vuelven  anémicos  con  la  sangría  final.  Pero  a  todo 
esto,  yo  quería  hacerle  notar,  doctor,  que  el  dinero 
del  seguro  no  puede  ser  barrido  por  esas  esco- 
bas. . . 

Hasta  aquí  la  víctima  se  resiste  y  el  asegurador 
se  va  sin  conseguir  su  objeto;  pero,  vuelve  al  ata- 
que diez,  veinte  veces,  hasta  que  cierto  día  se  pre- 
senta acompañado  de  un  señor  de  aspecto  grave  y 
simpático. 

— Aquí  venimos,  doctor.  .  . 

— Le  dije  que  no  soy  doctor. 

— ¡Pardón!  Veníamos,  digo,  para  que  firmemos 
la  póliza  aquella  de  que  hablamos ;  pero  como  la 
compañía  tiene  que  cerciorarse  del  grado  de  su  sa- 
lud y  condiciones  de  vida,  etc.,  para  según  eso  ase- 


í'4  MARTÍN    GIL 

í^urarlo  o  no,  he  venido  con  el  medico,  a  quien  teñ- 
ólo el  honor  de  presentarle. 

— ciQ^^iere  decir,  entonces,  que  si  uno  tuviera  ma- 
los antecedentes  hereditarios  o  no  cumpliera  con  la 
higiene,  se  salvaría?... 

— El  examen  será  rápido  —  dice  el  médico,  apro- 
ximándose al  dueño  de  casa,  frotando  los  anteojo^ 
con  displicencia. 

— Vamos  a  ver:  ¿Edad?  ¿Nacido  aquí? 

— Sí,  señor;  en  el  pozo  de  don  Jerónimo  Luis 
de  Cabrera. 

— ¿No  hubo  en  sus  antepasados  tuberculosos? 

— ¡Uff!  ¡la  mar! 

— Bien.  ¿Fuma  usted? 

— Más  que  un  turco,  y  en  pipa,  tabaco  Virgi- 
nia . 

— ¿  Hace  uso  del  alcohol  ? 

— Tanto  como  un  marinero  desembarcado. 

En  seguida  el  doctor  examina  todo  lo  que  quie- 
re, ausculta,  percute  y  concluye  por  declarar  que 
el  paciente  es  buena  presa. 

El  otro,  naturalmente,  ya  tiene  formulada  la  pó- 
liza y  espera  con  la  pluma  sopada :  no  hay  más 
remedio  que  firmarla. 

Al  despedirse  el  asegurador,  y  después  de  feli- 
licitar  al  asegurado  por  el  paso  que  ha  dado,  tién- 
dele la  mano  diciendo : 

— Lo  que  sí,  puede  usted  estar  seguro  de  que 
antes  que  se  enfríe  su  cadáver,  la  familia  de  usted 


MODOS    DU:    VT'R 


95 


recibirá  el  importe  de  la  póliza  con  sus  intereses 
compuestos . . . 

Todas  las  épocas  han  tenido  sus  plagas,  así  co- 
mo todo  animal  tiene  sus  parásitos  propios,  ca- 
racterísticos. 

La  edad  Media  tuvo  la  plaga  de  los  anuncia- 
dores del  fin  del  mundo,  astrólogos  e  iluminados  por 
la  ociosidad,  que  auguraban  la  muerte  universal  en 
las  formas  más  espeluznantes,  aterrando  a  pueblos 
enteros.  España,  en  tiempo  de  Quevedo  y  de  Cer- 
vantes, —  el  gran  chueco  y  el  gran  manco,  —  su- 
frió la  plaga  de  los  escribanos ;  y  hoy  todos  sufri- 
mos la  amable  y  útil  plaga  de  los  aseguradores  de 
vida,  una  nueva  especie  de  predicadores  de  la  muer- 
te, con  la  diferencia  que  éstos,  los  modernos,  asegu- 
ran la  vida  y  tranquilidad  de  la  familia  que  de- 
jaría el  muerto  hipotético,  mientras  que  los  otros 
se  conformaban  con  prometer  a  los  futuros  difun- 
tos el  fuego  eterno  del  infierno,  cosas  en  verdad 
muy  distintas,  porque  lo  del  fuego  resulta  depri- 
mente, y  lo  del  seguro,  aunque  con  un  fin  comercial 
resulta   importantísimo. 


1902. 


COSAS   VIEJAS 


"Nada  nuevo  hay  bajo  el  Sol;  todo  se  ha  di- 
cho y  se  ha  hecho ;  lo  nuevo  está  en  lo  viejo", 
etc. 

Esto,  y  mucho  más,  aseguraban  los  antiguos  de 
remotos  tiempos,  pero,  no  obstante,  ellos  se  afa- 
naron en  hacer  y  decir  todo  lo  posible.  Lo  mismo 
declaran  los  modernos  y  proceden  exactamente  co- 
mo los  antiguos. 

¿No  será  esto  debido  a  que  todos  creen  decir 
algo  nuevo? 

Si  Labruyére  hubiera  sido  más  lógico,  segura- 
mente no  escribe  sus  ''Caracteres",  con  lo  que  se 
inmortalizó ;  debió  conformarse  con  traducir  a  Teo- 
frasto,  puesto  que  ya  "venimos  demasiado  tarde, 
cuando  todo  se  ha  dicho",  según  él. 

Si  Flaubert  no  hubiera  creído  como  creyó,  en 
la  novedad  de  la  frase  y  de  la  imagen,  no  debió 
sacrificarse  esculpiendo  y  abrillantando  sus  obras, 
con  furor  artístico,  con  violenta  pasión;  pero  las 
letras   francesas,   quien   sabe   si  contarían  hoy  con 


MODOS    DE    VER 


97 


esas  joyas  tan  admirablemente  cinceladas,  como 
aquellas  otras  del  diabólico  y  celestial  artista  Ben- 
venuto  Cellini,  bandido  genial,  que  aterrorizaba  con 
su  puñal  y  embelesaba  con  su  cincel,  Y  ahora  los 
ultra-modernos  pesimistas,  cambiando  de  tono  a  la 
cantata,  dicen  que  no  hay  progreso ;  que  el  futuro 
se  encuentra  contenido  en  el  pasado;  que  la  huma- 
nidad no  avanza  un  palmo,  sino  que  oscila  como 
un  enorme  péndulo,  y  que  todas  nuestrr  i  ilusiones 
se  deben  a  los  distintos  mirajes  que  presenta  el  arco 
de  oscilación  al  ser  recorrido :  cuestión  de  perspec- 
tiva, nada  más. 

Sin  embargo,  hoy  en  día,  todos  trabajan  más  que 
nunca.  Por  lo  tanto  es  preciso  convencerse  de  que 
la  gente  es,  y  ha  sido  siempre  muy  porfiada;  pero 
la  tal  porfía,  resulta  una  gran  cosa,  porque  al  me- 
nos nos  hbra  del  aburrimiento,  del  tedio,  aunque  al 
final  del  cuento  no  saquemos  nada  en  limpio.  No 
debemos  pues  reírnos  del  pobre  gusano  cuando  lo 
vemos  afanado  en  trepar  por  un  cristal  húmedo. 

Sin  ser  un  aficionado  a  lo  viejo,  creo  que  es 
bueno  esto  de  abrir  libros  apolillados  por  los  si- 
glos: es  como  largarse  a  recorrer  caminos  aban- 
donados, o  revolver  las  ruinas  de  algún  templo, 
en  cuyos  muros  carcomidos  verdean  las  hiedras 
solitarias,  y  de  noche  brillan  los  ojos  de  los  buhos. 
Siempre  se  encuentra  algo:  un  objeto  olvidado,  un 
dato  curioso,  un  rastro  interesante  o  sugestivo. 
En   esos   caminos   andaba   yo   vagando   sin   rumbo, 


yo  MARTIM    Gil, 

cuando  en  medio  del  silencio  me  pareció  escuchar 
una  voz  que  me  decia : 

— No  os  afanéis  en  buscar  los  manantiales  de 
la  verdad  aquí  tan  cerca ;  para  encontrarlos,  es  pre- 
ciso remontarse  aguas  arriba,  en  el  ancho  rio  de 
los  siglos,  dos  y  tres  mil  años  atrás,  hasta  llegar  al 
pié  de  esas  grandes  montañas  llamadas  Arquíme- 
des,  Pitágoras,  Demócrito,  Anaxágoras,  Plutarco  y 
tantos  otros ;  y  aun  así,  no  llegaréis  al  origen  mis- 
mo de  las  aguas  cristalinas,  porque  tras  de  esas 
montañas,  se  divisan  otras  y  otras,  lejos,  muy  le- 
jos: apenas  si  se  vislumbran  sus  cimas  plateadas 
por  la  nieve,  como  blancos  y  lejanos  cirrus,  raspan- 
do el  horizonte.  Los  modernos,  si  contamos  desde 
el  siglo  XV  hasta  hoy,  ¡  qué  diablos !  muy  poco  han 
hecho.  Lo  que  si  han  hecho,  es  apoderarse  de  las 
verdades  dejadas  por  los  antiguos,  darles  lustre, 
quitándoles  el  moho  depositado  por  el  tiempo ;  pu- 
lir una  que  otra  faceta  mal  cortada,  para  después 
presentarlas  al  respetable  público  con  vistosas  eti- 
quetas. No  hablemos  de  filosofía,  puesto  que  los 
modernos  no  han  agregado  una  palabra  más  sobre 
estas  cosas.  Tratemos  de  lo  que  llamamos  nuestras 
grandes  conquistas.  Si  usted  quiere,  principiemos 
por  la  ciencia  del  cielo,  lo  más  grandioso,  lo  más 
exacto  y  digno  de  atención,  y  al  mismo  tiempo  lo 
más  despreciable  para  todo  espíritu  vulgar  y  ator- 
tillado.  Veamos:  gravitación  universal. 

— Newton,  siglo  XVII,  modernísimo  —  le  con- 
testé. 


MODOS    DE    VER  ^9 

— i  Pero,  mi  amigo !  si  esto  era  conocidísimo  por 
los  antiguos.  Créame,  no  pretendo  menoscabar  la 
gloria  de  Newton,  gloria  que  honra  a  la  humana 
especie,  sino  probar  que  la  idea  no  era  original . 
Escuche  —  dijo,  y  vi  moverse  las  páginas  amari- 
llas de  un  libro  viejo,  con  grandes  góticas.  —  Oiga 
usted  lo  que  decía  Plutarco,  ese  griego  entendido 
en  ciencias  y  en  letras,  mil  quinientos  años  antes 
que  Galileo  y  Newton  trataran  de  la  caída  de  los 
cuerpos,  o  sea  de  lo  que  llamamos  gravedad,  pun- 
to de  partida  que  sirvió  a  este  último  sabio  para  de- 
ducir su  ley  universal  de  la  gravitación.  Habla  Plu- 
tarco :  "una  atracción  recíproca  entre  todos  los  cuer- 
"  pos,  que  es  causa  de  que  la  Tierra  haga  gravitar 
"  hacia  sí  los  cuerpos  terrestres,  así  como  el  Sol 
"  y  la  Luna  hacen  gravitar  hacia  sus  cuerpos  to- 
das las  partes  que  les  pertenecen ;  y  por  una  f  uer- 
"  za  atractiva,  las  contienen  en  sus  esferas  particu- 
'' lares..."   ¿Qué   me   dice   usted   de   esto? 

— Que  estoy  sorprendido,  y  que  recuerdo  la  man- 
zana de  Newton.  (¡Siempre  esta  fruta  con  papeles 
importantes ! ) .  Veo  que  la  cuestión  de  la  gravedad 
se  agrava. 
— Ya  lo  creo !  —  dijo  la  voz. 
— Sin  embargo,  —  observé  —  Galileo  y  Newton 
comprobaron  experimentalmente  las  leyes  que  ri- 
gen a  ese  fenómeno  del  que  tan  claramente  habla 
Plutarco,  y  a  mi  entender,  esa  es  su  gloria. 

— Conformes  —  dijo  la  voz.  —  Ahora  —  prosi- 
guió —  usted  sabe  que  partiendo  de  este  fenómeno 


100  MARTÍN    GIL 

terrestre  y  con  ayuda  de  las  leyes  de  Kepler,  New- 
ton dedujo  la  universal:  la  gravitación.  Veamos  si 
los  antiguos  conocían  esto.  Aquí  tiene  usted  lo  que 
decía  Pitágoras .  .  . 

— Si  me  permite  usted,  señora  voz .  .  .  Según  di- 
cen, no  eran  suficientes  las  leyes  astronómicas  de 
Kepler  para  deducir  la  atracción  universal ;  sino  tam- 
bién las  mecánicas  de  Huyghens,  y  las  físicas  de 
Galileo :  esos  fueron  los  tres  puntos  de  apoyo  de 
Newton. 

— Está  bien ;  pero  atienda  usted  lo  que  decía 
Pitágoras  —  continuó  la  voz  —  dos  mil  años  antes 
que  Newton.  Verá  usted  que  la  célebre  ley  del 
cuadrado  de  la  distancia,  esa  hija  de  Newton,  era 
perfectamente  conocida  por  los  antiguos. 

"Una  cuerda  de  música  —  dice  Pitágoras  —  dá 
"  el  mismo  sonido  de  otra  de  doble  longitud,  cuan- 
"  do  la  tensión  o  fuerza  con  que  esta  segunda  está 
*'  estirada,  es  cuádruple ;  y  la  gravedad  de  un  pla- 
'' neta  es  cuádruple  de  la  otra  que  está  a  una  dis- 
"  tanda  doble. 

"  En  general,  para  que  una  cuerda  pueda  llegar 
"  a  estar  unísona  con  otra  más  corta,  de  la  mis- 
"  ma  especie,  debe  aumentarse  su  tensión  en  la  mis- 
"  ma  proporción  que  es  mayor  el  cuadrado  de  su 
"  longitud ;  y  para  que  la  gravedad  de  un  planeta 
*'  llegue  a  ser  igual  a  la  de  otro  más  próximo  al 
"  Sol.  debe  aumentar  a  proporción  que  es  mayor 
"  el  cuadrado  de  su  distancia  al  Sol.  Así,  pues,  si 
"  suponemos  unas  cuerdas  músicas  extendidas  des- 


MODOS    DE    VER  101 

"  de  el  sol  a  cada  planeta,  para  que  estas  cuerdas 
"  llegasen  a  estar  unísonas,  sería  preciso  aumentar 
"  o  disminuir  su  tensión,  según  las  mismas  propor- 
"  ciones  que  serían  necesarias  para  ser  iguales  las 
"gravedades  en  los  planetas".  ¿Cómo  encuentra 
usted  todo  esto?  —  dijo  la  voz  en  tono  sarcástico. 

— Sencillamente  hermoso  y  exacto  —  contesté. 
—  Veo  —  agregé  —  que  a  más  de  ser  un  sabio  el 
tal  Pitágoras.  fué  un  artista ;  porque  hay  delica- 
deza y  gusto  en  esa  comparación  de  las  cuerdas  mú- 
sicas. —  Me  permitiría  usted,  señora  voz,  una 
pequeña  fantasía  con  variaciones  sobre  este  her- 
moso tema  de  Pitágoras,  el  que  a  su  vez  ya  fué 
variado  por  Kepler,  ese  sabio  con  temperamento 
de  poeta,  casi  visionario,  según  Tyndall?  —  Dife- 
rirá algo  en  la  forma,  pero  no  en  el  fondo,  con 
la  fantasía  kepleriana. 

— Hágala  —  dijo  la  voz  —  aunque  no  soy  afi- 
cionado a  las  variaciones. 

— Pues  yo  me  lo  figuro  a  nuestro  sistema  pla- 
netario, como  a  un  instrumento  de  cuerda,  gigan- 
tesco, de  forma  sensiblemente  circular,  flotando  en 
el  neí^ro  espacio  sin  fondo,  cual  un  enorme  pulpo 
luminoso.  vSus  oclio  largas  patas  o  tentáculos,  se- 
rían las  cuerdas  que  retienen  los  planetas,  las  que 
van  a  enrollarse  sobre  un  brillante  clavijero:  el 
Sol;  enorme  y  dorado  clavijero,  que  afloja  o  tira 
según  los  caprichos  del  artista.  La  nota  más  agu- 
da, necesariamente  la  daría  la  cuerda  de  Mercurio, 
por  ser  la  más  corta;  la  de   Neptuno  emitiría  la 


10'i  MARTÍN    Cll, 

nota  más  profunda  y  grave,  por  ser  la  más  exten- 
sa, y  estas  dos  cuerdas  darían  Va  octava.  Dentro 
de  este  par  de  notas  límites,  tendríamos  las  seis 
restantes  de  la  escala  natural,  dadas  por  las  cuer- 
das de  los  seis  planetas  que  faltan.  Y  si  a  Neptuno. 
la  nota  más  grave  de  la  escala,  le  llamamos  do, 
Urano  sería  re,  Saturno  mi,  Júpiter  fa,  Marte  sol, 
Tierra  la,  Venus  si  y  Mercurio  do. 

Pero  analizando  un  poco  este  instrumento,  nos 
encontramos  con  que  se  le  ha  cortado  una  cuerda, 
quien  sabe  cuándo ;  probablemente  al  ser  templado 
por  primera  vez. 

— ¿Qué   diablos   dice   usted?  —   rezongó   la  voz. 

— Lo  que  oye.  Entre  sol  y  fa.  debía  existir  otra 
cuerda,  según  cierta  ley  de  reparto  que  usted  co- 
noce :  se  le  buscó  con  afán,  y  por  fin  fueron  en- 
contrados  sus  pedazos. 

— ¡  Ah !  se  refiere  usted  a  la  zona  de  los  pla- 
netoides? Son  pedazos,   según  y  conforme. 

— Habrá  notado  usted  —  proseguí  —  que  la  cuer- 
da de  nuestro  planeta  debe  dar  el  la,  lo  que  es  un 
honor  para  nosotros,  por  ser  esta  nota  la  funda- 
mental en  la  música  moderna.  Así  que  todo  artista 
que  quisiera  tocar  algo  en  el  magistral  instrumento, 
tendría  que  pedirnos  el  la  para  afinarlo :  seríamos 
al  diapasón  de  nuestro  sistema  planetario.  Algu- 
nas de  estas  cuerdas  tienen  campanillas  suspendi- 
das a  su  alrededor,  las  que  juegan  un  buen  papel  en 
el  concierto.  Por  ejemplo,  la  cuerda  do  grave,  tie- 


MODOS    rit    VtR  1^3 

ne  I  ;  re,  4;  wi,  9;  /a,  5  (i)  ;  sol,  2;  la,  i  ;  a  sí  y  do 
agudo  no  se  les  conoce  ninguna. 

— ¿Ha  concluido  usted  con  sus  variaciones? 

— Démoslas   por   concluidas   —  contesté. 

— Muy  bien.  Volviendo  a  lo  que  decíamos  —  pro- 
siguió la  voz  —  ¿conocian  o  no  los  antiguos  la  ley 
de   atracción  ? 

— Se  ve  que  la  conocían,  pero  lo  que  no  sabe- 
mos es  si  supieron  demostrarla  y  comprobarla  ma- 
temáticamente como  lo  hizo  Newton,  usted  recor- 
dará que  Newton  probó,  de  la  m.anera  más  senci- 
lla, valiéndose  de  la  Luna,  aquello  de  que  la  atrac- 
ción se  ejerce  en  razón  inversa  del  cuadro  de  la 
distancia :  un  niño  entiende  la  demostración  del 
gran  sabio. 

— Ahora  fíjese  usted  —  prosiguió  la  voz  —  si 
es  que  los  antiguos  conocían  el  sistema  de  Copér- 
nico,  de  que  tanto  nos  vanagloriamos.  Escuche  lo 
que  decía  Plutarco:  "Pitágoras  creía  que  la  Tierra 
"  era  móvil  y  que  no  ocupaba  el  centro  del  mundo, 
"  sino  que  giraba  alrededor  de  la  región  del  fue- 
"  go,  por  la  cual  entendía  el  Sol".  —  Aristarco 
Samio  enseñaba  igual  cosa  y  fué  acusado  de  im- 
piedad, según  Arquímedes.  "porque  alteraba  el  re- 
"  poso  de  Veste  y  los  Dioses  Lares". 

— En  todos  los  tiempos,  la  misma  historia. 

— Es  verdad ;  pero  en  cuanto  a  lo  de  Copérnico, 


(i)     Hoy  Júpiter  tiene  9  satélites  y  Saturno  10. 


1*^4  MARTÍN    r.TL 

el  inmortal  canónigo  de  Thorm,  recuerde  usted,  se- 
ñora voz,  que  él  mismo  cita  las  fuentes  en  donde 
bebió  y  que  no  son  otras  que  las  indicadas  por 
usted.  Lo  mismo  debemos  decir  de  Newton :  cuan- 
do fué  atacado,  sus  discípulos  lo  defendieron  •ci- 
tando los  autores  antiguos  de  que  se  valió.  Todos 
estos  grandes  hom-.'-es,  señora  voz,  no  hicieron  más 
que  reavivar  con  su  genio  las  teorías  antiquísimas 
que  yacían  sepultadas  bajo  la  ceniza  de  los  siglos, 
y  la  verdad  brilló  de  nuevo,  así  como  un  carbón 
casi  apagado,  chisporrotea  y  arde  al  contacto  del 
oxígeno. 

— Perfectamente  —  dijo  la  voz.  —  Voy  a  probar- 
le "on  papelito  en  mano,  que  muchas  otras  teorías 
y  .jlebres  descubrimientos  de  los  modernos,  fue- 
ron conocidos  3^  enseñados  por  los  antiguos. 

— No  se  moleste  con  más  citas.  Estoy  enterado 
y  convencido.  Sin  embargo,  debo  decir  a  usted  que 
no  me  ha  prestado  una  sola  demostración  de  los 
antiguos  en  ninguno  de  los  casos  tratados.  Prue- 
bas racionales  habrán  tenido,  seguramente,  pero 
los  modernos  idearon  las  experimentales,  que  en- 
tran por  la  inteligencia.  Newton  y  otros,  probaron 
la  rotación  de  la  Tierra  por  la  desviación  al  Este 
que  sufre  la  vertical  de  un  cuerpo  que  cae  desde 
gran  altura ;  y  en  nuestros  días.  Foucault  probó  lo 
mismo  con  sus  clásicos  experimentos  que  lo  han 
inmortalizado.  En  fin,  señora  voz,  todos  creemos 
tener  razón  y  nadie  la  tiene  por  completo.  Es  cier- 


MODOS  DE  VER 


lOn 


to  que  las  cosas  cada  día  se  ven  más  precisas,  más 
grandes,  más  exactas,  pero  la  claridad  no  aumenta : 
lo  que  se  gana  en  amplificación,  se  pierde  en  luz. 

La  humanidad  navega  hacia  lo  desconocido.  Nue- 
vas facetas  brillan  en  el  poliedro  de  infinito  nú- 
mero de  caras ;  nuevos  eslabones  se  unen  a  la  ca- 
dena interminable.  Arden  nuevas^ ,i luces,  aparecen 
nuevos  faros^  se  avistan  nuevos  mundos  y  nuevos 
horizontes  se  descubren.  La  tripulación,  ajitada, 
arroja  la  sonda  en  todas  direcciones,  y  cuando  cree 
haber  tocado  fondo,  o  avistado  tierra,  un  relám- 
pago ilumina  el  mar  sin  límites  y  aparece  la  boca 
'^el  abismo. 

Pero  la  Verdad,  esa  sirena  misteriosa  y  eterna- 
mente joven,  canta  siempre,  siempre  canta  más 
allá. 

¿Adonde  vamos?  —  El  rumbo  nos  es  completa- 
mente indiferente,  porque  el  esp  jío  infinito  no  tie- 
ne rumbos.  La  constelación  de  Hércules  y  de  la 
Lira,  nuestra  dirección  actual,  también  marcha  vien- 
to en  popa. 

— Estoy  conforme  con  usted  —  dijo  la  voz  ■ — 
pero  ya  es  t?^de;  otro  día  hablaremos.  ¡Adiós!  y 
adelante ! 

La  noche  había  llegado  sin  sentirla,  y  el  salón 
quedó  desierto.  Pero  allá  en  el  fondo,  entre  la  semi- 
obscuridad,  el  gran  reloj  de  doradas  pesas,  con  cal- 
ma imponente,  hamacaba  su  péndulo  de  bronce, 
dejando  filtrar  el  tiempo  gota  a  gota,  al  través  de 


108  MARTÍN   r.iL 

su  engranaje  complicado.  De  pronto  algo  gruñe  sor- 
damente, y  suenan,  como  dentro  de  un  sepulcro, 
siete  campanadas,  lentas,  tristes.  Después  un  suave 
y  lúgubre  tic.  .  .tac,  llena  el  vacío  que  el  silencio 
engendra. 


LOS   INSUPERABLES 


— ¿Y  tú  quién  eres?  —  le  preguntaba  Fausto  a 
Mefistófeles  en  las  primeras  entrevistas  que  tuvie- 
ron, antes  de  firmar  el  pacto. 

El  diablo  dándose  tono,  —  y  con  razón,  —  repon- 
dió,  según  Goethe: 

— Yo  soy  el  que  siempre  niega. 

La  misma  pregunta  debiéramos  hacerles  a  todos 
esos  espíritus  mezquinos,  no  exentos  algunos  de  ellos 
de  ilustración  y  de  talento,  pero  incapaces  de  recono- 
cer nada  fuera  de  ellos  mismos.  Corazones  cerrados 
a  todo  acto  benévolo,  a  toda  expansión  altruista,  a 
toda  sinceridad ;  en  una  palabra :  almas  eunucas.  Crí- 
ticos de  tan  fino  olfato  para  descubrir  defectos  v 
puntitos  negros,  que  constantemente  los  vemos  an- 
dar frunciendo  la  nariz  y  mirando  de  soslayo,  cuan- 
do no  restregándose  los  pies  contra  los  umbrales, 
como  si  algo  malo  hubieran  pisado.  Sin  embargo,  no 
se  me  ha  ocurrido  compararlos  con  el  Diablo  porque 
¡  qué  diantre !  Mefistófeles,  dígase  lo  que  se  quiera, 
fué  un  cumplido  caballero;  generoso,  galante  y  siem- 


108  MARTÍN   GIL 

pre  amable.  Habrá  tenido  sus  mañas  y  sus  especula- 
ciones como  cualquier  comerciante ;  habrá  cobrado 
cuentas  al  final  de  la  cosecha,  cargando  algo  la  ma- 
no en  la  libreta  o  en  el  fiel  de  la  balanza,  pero  esas 
cosas  se  ven  todos  los  días. 

Los  nuestros,  los  insuperables,  son  espíritus  pe- 
queños, podríamos  decir:  de  valor  negativo:  afecta- 
dos con  signo  menos.  Y  considerándolos  desde  este 
punto  de  vista  matemático,  nos  explicaríamos  varios 
fenómenos  curiosos.  Por  ejemplo:  ;en  qué  consiste 
que  un  insuperable  jamás  está  de  acuerdo  con  el  jui- 
cio emitido  por  la  mayoría  pensante,  imparcial  y  jus- 
ta ?  Naturalmente,  porque  esa  mayoría  pensante  re 
presenta  una  cantidad  de  valor  positivo,  afectada. 
por  lo  tanto,  del  signo  más :  pero  sabemos  que  menos 
por  más  da  menos.  V^iceversa,  ¿por  quf'  un  insupera- 
ble aplaude  todo  lo  que  esa  mayoría  rechaza  o  nie- 
ga? Porque  en  este  caso  la  mayoría  opera  con  signo 
menos,  y  sabemos  que  menos  por  menos  da  más. 

Se  está  en  reunión  de  confianza,  donde  todos  opi- 
nan con  plena  libertaad;  se  discute  con  sinceridad  y 
sin  pretender  pontificar.  Todo  va  bien;  pero  se  in- 
corpora a  la  reunión  un  insuperable :  inmediatamenie 
ciecaen  los  ánimos,  la  gente  se  encoje  y  la  conversa- 
ción pierde  su  encanto.  ¿Por  qué?  Sencillamente 
porque  a  esa  cantidad  de  valor  positivo  que  llama- 
mos reunión  íntima,  se  ha  sumado  una  cantidad  de 
valor  negativo  :  el  insuperable ;  y  sabemos  que  adicio- 
nar una  cantidad  negativa,  equivale  a  la  sustracción 


MODOS  DE  VER  109 

del  correspondiente  número  positivo.  Si  a  20  le  su- 
mamos— 5,  nos  quedan  15. 

Sin  embargo,  existen  insuperables  completamen- 
te inofensivos  y  hasta  útiles  muchas  veces,  a  los  cua- 
les la  gente  se  complace  en  darles  cuerda  porque  al- 
gún provecho  saca  de  ellos.  Y  son  inofensivos,  por- 
que se  consideran  en  otro  plano,  a  una  grandísima 
altura,  más  allá  de  las  nubes.  Por  oso  es  que  nos 
hablan  paternalmente.  Su  modo  de  decir  es  suave  y 
acariciador,  aunque  algo  meloso.  Se  parecen  a  esas 
frutas  remaduras,  pasadas  de  punto,  envueltas  en 
una  finísima  película  de  moho,  chorreando  jugo  agri- 
dulce por  todas  sus  grietas. 


INTERMEZZO 


Hay  cierta  clase  de  honorabilidad  que  en  las  prime- 
ras apreturas  ¡  crack !  se  rasga,  y  esto  le  sucede  por- 
que es  teórica,  falsa;  cuando  más  heredada,  pero  no 
ndquirida.  Mientras  el  caso  de  prueba  no  se  presenta, 
el  individuo  se  pavonea  muy  orondo  con  su  valioso 
caudal,  pero  andando  el  tiempo,  le  pasa  lo  que  a  las 
muías  de  carga:  en  el  primer  charco  que  encuentran 
se  revuelcan  con  todo  lo  que  llevan  encima  y  ¡  adiós 
bolsas  de  arrope,  quesos,  pasas  y  pelones! 

Generalmente  el  hombre  vivo,  de  quien  he  habla- 
do alguna  vez,  se  cotiza  a  mejor  precio  en  materia 
de  consideración  social  que  el  hombre  ilustrado  y 
de  talento.  Sin  embargo,  el  hombre  vivo,  representa 
la  astucia  en  todas  sus  faces,  y  la  astucia  o  arte  de 
engañar  corresponde  a  una  facultad  inferior:  a  los 
animales  debiéramos  aplaudirles  sus  cábulas,  pero 
como  el  hombre  se  quiere  dar  el  lujo  de  no  ser  ani- 
mal . . . 


MODOS   DE   VER  11 1 

La  mayoría  de  los  grandes  hombres  fueron  y  son 
completamente  inútiles  para  mentir  y  perfectamenie 
aptos  para  ser  engañados  por  el  prójimo  inferior. 

La  política  y  el  comercio  son  ambientes  muy  pro- 
picios para  el  desarrollo  del  hombre  vivo:  allí  en- 
contramos notables  ejemplares  de  sangre  purísima  y 
brillantes  aptitudes. 

* 

Por  lo  general,  nuestros  compatriotas  millonarios 
y  millonarias,  se  ocupan  más  en  asegurar  sus  almas 
para  la  otra  vida,  que  de  aliviar  al  prójimo  menes- 
teroso. Por  eso  es  que  vemos  muchas  capillas  lujosas 
erigidas  por  ellos,  muchas  torres  góticas  con  sus  agu- 
jas apuntando  al  cielo,  como  queriendo  abrir  brecha 
para  que  pasen  derecho  las  almas  piadosas  que  las 
mandaron  construir.  Pero  no  vemos  hospitales,  ni 
isilos,  ni  casas  de  refugio,  ni  nada,  en  fin,  que  im- 
plique altruismo.  De  esa  manera  pretenden  matar  al 
Diablo  y  apagar  el  fuego  del  infierno,  cuando  real- 
nente  sería  mejor  apagar  la  sed  y  matar  el  hambre 
líe  sus  semejantes,  porque  si  las  cosas  anduvieron 
nal,  me  parece  que  el  Diablo  se  las  llevará,  no  obs- 
:ante  sus  capillas  y  sus  torres  góticas. 

Es  claro  que  no  hay  crítica  sino  críticos,  así  como 
no  hay  enfermedades  sino  enfermos.  A  cada  uno  le 


112  MARTÍN    Gil, 

duele  el  estómago  de  diversa  manera ;  y  si  a  mí,  en 
tal  caso,  me  sienta  bien  una  empanada,  a  otro  lo  de- 
jará bizco.  El  juicio  de  ambos  sobre  la  empanada  se- 
rá distinto  seguramente,  pero  los  dos  habremos  dicho 
la  verdad. 

Cada  época  tiene  su  manera  de  ver  y  de  sentir,  y 
la  mejor  obra  de  arte  o  de  pensamiento  será  aquella 
que  resulta  nueva  en  todos  los  tiempos,  que  se  adap- 
ta a  todas  las  latitudes,  que  soporta  todas  las  mira- 
das aunque  cambien  mil  veces  de  color.  Don  Quijo- 
te, la  obra  inmortal,  ¿de  cuántas  maneras  no  ha  si- 
do interpretada  desde  la  mañana  aquella  en  que  ai 
famoso  hidalgo  se  k  ocurrió  apretarle  la  cincha  a  su 
rocín  y  escabuUirse  sigilosamente  por  la  puerta  fal- 
sa, mientras  el  ama  y  la  sobrina  dormían  a  pierna 
suelta,  y  el  rubicundo  Apolo  con  su  dorada  cabelle- 
ra... y  "los  pequeños  pajarillos  con  sus  arpada?: 
lenguas . . . "  ? 

Eso  de  novela  histórica,  siempre  me  ha  hecho  cos- 
quillas. 

Me  suena  tan  mal  como  aquello  de  que  tal  azúcar 
sala  poco,  o  de  que  un  enfermo  ha  sufrido  una  gran 
mejoría. 

La  novela  y  la  historia  no  debieran  andar  juntas 
ni  en  carnaval.  Que  cada  una  haga  lo  que  pueda  por 
su  cuenta  y  riesgo,  para  que  después  no  se  culpen 


MODOS  DE  VER  11?> 

mutuamente.  Es  una  cruza  que   fatalmente  tendrá 
que  dar  productos  híbridos. 

* 

Antes  se  creía  que  el  pensar  era  algo  así  como  un 
honesto  pasatiempo  de  gente  ociosa ;  algo  que  reque- 
ría tanta  energía  como  la  necesaria  para  rascarse  o 
para  fumar,  tendido  de  espalda,  un  buen  cigarro. 
Pero  hoy  en  día,  gracias  a  la  fisiología  experimental, 
se  sabe  y  se  prueba  matemáticamente,  que  el  pensar 
con  cierta  intensidad,  ocasiona  un  desgaste  físico, 
por  lo  general,  más  intenso  en  igualdad  de  tiempo 
que  el  trabajo  muscular. 

Sólo  después  de  conocer  esta  verdad  científica, 
puede  uno  explicarse  por  qué,  en  general,  es  mucho 
más  fácil  y  corriente  creer  que  dudar.  Naturalmente, 
para  dudar  es  menester  raciocinar,  discutir,  compa- 
rar; es  decir,  pensar,  o,  en  otros  términos,  trabajar, 
y  la  humanidad  fué  siempre  inclinada  al  dolce  fa^' 
niente;  mientras  que  para  creer,  así  no  más  por  que 
sí,  basta  tener  buena  voluntad,  o  más  bien  dicho,  no 
tenerla. 

Cuando  en  tiempo  de  los  Borbones,  —  según  di- 
cen —  fué  nombrado  el  duque  de  Angulema  gran 
maestre  de  la  marina  francesa,  surgió  de  golpe  una 
dificultad,  y  era  que  el  señor  Angulema  se  encon- 
traba completamente  disgustado  con  las  matemáticas, 
al  grado  de  no  estar  muy  seguro  de  lo  que  era  un 
triángulo. 


il4  MARTÍN   GIL 

Entonces  se  resolvió  que  el  matemático  más  emi- 
nente de  Francia  instruyera  al  duque.  Así  se  hizo, 
pero  a  las  primeras  de  cambio  el  discípulo  se  empan- 
tanó de  la  manera  más  desastrosa,  tanto,  que  ni  con 
la  palanca  del  gran  sabio  antiguo  hubiera  sido  posi- 
ble moverlo. 

Desesperado  el  gran  profesor,  viendo  que  predica- 
ba a  un  poste,  se  dirigió  al  discípulo,  más  o  menos  en 
estos  términos :  —  "¡  Monseñor !  os  juro  que  lo  que 
trato  de  demostraros  es  la  verdad". 

— ¡  Pero,  hombre !  —  exclamó  el  duque,  abrazán- 
dolo: —  ¿por  qué  no  me  lo  dijisteis  antes?  Así  no^ 
hubiéramos  librado  de  tanto  número»  y  cálculo,  y  de 
fatiga  tanta. 

De  lo  que  se  deduce  que  mejor  es  creer  sin  andar 
hurgando  ni  averiguando  mucho.  .  .  con  tal  que 
sea  cierto. 

La  oportunidad  no  admite  espera;  aprovecharla 
en  su  punto,  es  tan  difícil  como  tomar  de  la  cola  a 
una  rata  que  se  escurre  en  la  cueva. 

Existen  dos  gremios  por  quienes  tengo  compasión : 
los  maquinistas  y  los  periodistas.  No  me  explico  có- 
mo se  puede  vivir  metido  en  un  horno,  asado,  en- 


MODOS  DE  VER  115 

grasado,  tiznado,  paralizado,  aspirando  un  aire  en- 
rarecido entre  humo,  carbón,  aceite  y  cenizas. 

Y  los  periodistas  ¿cómo  hacen  para  escribir  siem- 
pre, tengan  o  no  tengan  ganas,  tiempo,  ideas,  vo- 
luntad ? 

Hay  momentos  en  que  ni  con  prensa  hidráuhca 
se  le  puede  hacer  destilar  al  cerebro ;  sin  embargo, 
el  del  periodista,  a  la  menor  presión  algo  destila :  se 
parecen  a  esas  vacas  escuálidas  de  los  tambos  a  las 
que  nunca  les  falta  cuatro  chorros  azules  y  bullicio- 
sos para  llenar  la  copa  de  espuma  al  dispéptico 
marchante. 

*     * 

No  es  solamente  Renán :  en  el  fondo  de  toda  alma 
sensible,  como  en  el  fondo  del  mar  de  la  leyenda 
bretona,  también  se  encuentra  sumergida  una  miste- 
riosa ciudad  de  Is,  con  sus  torres  de  agudas  flechas. 
Y  en  noches  tranquilas  se  escucha  el  tañido  miste- 
rioso de  campanas  que  suenan  allá,  en  las  lejanías 
del  pasado.  Mas  para  percibir  con  nitidez  sus  dulces 
vibraciones,  es  menester  encontrarse  lejos  del  "mun- 
danal ruido",  del  odio,  y  lo  más  cerca  posible  de  la 
Naturaleza. 


VELORIO    SINIESTRO 


Corrían  los  tiempos  de  la  tiranía. 

El  estampido  seco  y  estridente  de  una  descarga  de 
fusilería,  repercutió  por  todos  los  ámbitos  de  la  ciu- 
dad ;  y  el  cielo  encapotado  y  triste  de  una  tarde  de 
invierno,  devolvió  hacia  la  tierra  el  eco  infausto  de 
la  pólvora,  como  si  no  quisiera  participar  de  tanto 
crimen. 

La  campana  mayor  habló  de  agonía  con  su  voz 
grave  y  solemne,  invitando  a  orar  por  las  almas  de 
los  tres  ajusticiados  que  en  ese  momento  caían  del 
banquillo. 

Cumpliendo  su  piadosa  misión,  los  miembros  de  la 
Hermandad  del  Pilar  recogieron  apresuradamente 
los  tres  cadáveres,  los  amortajaron  y  colocaron  en 
sus  ataúdes,  llevándolos  después  al  templo  para  ve- 
larlos esa  noche  como  de  costumbre.  El  velorio  se 
hacía  por  tumo,  tocándole  dos  horas  a  cada  uno  de 
los  socios. 

A  eso  de  la  media  noche,  llegaba  a  la  iglesia  el  doc- 
tor X,  bien  arrebozado  en  su  amplia  capa,  con  el  ob- 


MODOS  DE  VER  117 

jeto  de  relevar  a  otro  doctor  en  la  fúnebre  guardia. 

Es  bueno  saber  que  a  la  Hermandad  del  Pilar  per- 
tenecía la  flor  y  nata  de  Córdoba,  por  eso  es  que 
entran  y  salen  doctores. 

Después  de  una  breve  oración,  el  relevado  se  re- 
tiró, y  sus  pasos  que  en  un  principio  llenaron  la  nave 
solitaria,  se  extinguieron  en  la  calle  sombría  y  des- 
amparada. 

Lloraban  las  nubes  lentamente,  envolviendo  a  la 
ciudad  dormida  en  un  tul  finísimo  de  lágrimas. 

De  tarde  en  tarde^  oíase  el  alarido  prolongado  v 
tétrico  de  los  centinelas. 

Quizás  en  ese  momento  lloraban  también  las  ma- 
dres, hijos  o  esposas  de  los  muertos. 

Dentro  del  templo  tibio  y  silencioso,  flotaba  en  el 
ambiente  ese  perfume  vago  y  embriagador  que  ex- 
halan las  flores  marchitas ;  triste  y  dulce  perfume 
por  ser  el  último  canto  de  la  flor  moribunda,  las  úl- 
timas notas  de  una  melodía  que  se  esfuma. 

Las  imágenes  de  los  santos,  en  sus  variadas  acti- 
tudes, miraban  hacia  los  féretros  con  insistencia  ex- 
traña ;  y  los  cuatro  cirios  de  llamas  inmóviles,  llora- 
ban también  lágrimas  de  cera. 

Algunos  murciélagos,  con  su  volido  ondulante, 
cruzaban  la  nave  de  un  extremo  al  otro,  y  chirriaban 
de  gusto,  cuando  al  pasar  como  flechas  po^  entre  los 
cirios,  lengüeteaban  las  llamas:  —  parecían  colum- 
piarse entre  el  coro  y  el  altar  mayor,  agitando  el  aire 
con  sus  alas  de  trapo  y  sus  chirridos  de  goznes  sin 
aceite. 


118  MARTÍN   GIL 

De  vez  en  cuando  la  madera  reseca  de  los  confe- 
sonarios, embotada  por  la  humedad,  crugía  lasti- 
mosamente, como  si  soportara  el  peso  de  grandes 
pecados.  Después,  volvía  a  reinar  un  silencio  mor- 
tal. 

— Me  permite  una  palabra  —  dijo  alguien,  con 
voz  trémula  y  débil. 

El  doctor  se  estremeció  y  miró  hacia  la  puerta,  pe- 
ro él  bien  sabía  que  estaba  cerrada. 

— No  se  asuste,  señor;  yo  soy  Pérez  y  estoy  vivo 
—  dijo  la  voz. 

El  doctor  dio  vuelta  y  quedó  estupefacto. 

Entre  los  cuatro  cirios  amarillos,  se  destacaba  un 
fantasma  blanco  y  ensangrentado. 

— Sálveme,  señor;  le  aseguro  que  no  estoy  muer- 
to! —  dijo  la  visión.  —  Me  hirieron  en  un  brazo  y 
en  el  pecho  y  me  hice  el  muerto. 

— ¡Es  posible!  —  dijo  el  doctor,  después  de  un 
momento  de  silencio  y  como  saliendo  de  un  sueño. 
— ¿Qué  significa. . .  ?  ¿Cómo  es  esto. . .  ?  Pero  en- 
tonces, está  usted  vivo?  Bueno;  bájese  y  salgamos, 
¡pronto!  ¡pronto! 

— Ayúdeme  a  bajar  —  replicó  el  fantasma. 

El  doctor  se  aproximó,  alargándole  le  mano. 

— Ahora,  póngase  usted  mi  capa  sobre  la  mortaja 
y  vamos  —  dijo. 

Salieron,  cerrando  de  nuevo  la  puerta. 

Lloraban  las  nubes,  y  un  viento  frío  pulverizaba 
s\is  lágrimas  heladas,  azotando  con  ellas  muros  y  te- 
jados. 


MODOS  DE  VER 


119 


— Al  convento  de  los  Franciscanos  —  dijo  el  doc- 
tor. 

Oyóse  de  nuevo  el  grito  lejano  de  los  centinelas. 

Y  la  intensidad  de  los  destemplados  alaridos  dismi- 
nuía, aumentaba  o  se  extinguía  de  golpe,  según  las 
ráfagas  de  viento.  El  vendaval  jugaba  con  las  voces, 
como  juega  el  gato  con  los  ratones. 

Llegaron  a  la  portería  del  convento,  agitando  rá 
pidamente  la  campanilla.  Se  oyeron  pasos  y  ruidos 
de  llaves,  y  el  portón  se  abrió.  Un  lego  asomó  su 
cabeza  encapuchada. 

— Queremos  hablar  con  el  padre  guardián ;  es  ur- 
gente, hermano. 

— Está  bien  —  dijo  el  lego,  cerrando  la  puerta. 

Después  de  un  momento  de  expectativa  anhelan- 
te, volviéronse  a  oir  pasos  y  ese  tilinteo  suave  y  sim- 
pático producido  por  el  choque  de  las  medallas  y  las 
cuentas  del  rosario :  apareció  el  padre  guardián,  tran- 
quilo y  amable.  El  doctor  le  puso  al  corriente  de  lo 
acontecido,  entregándole  el  reo  para  que  lo  salvara. 
El  difunto  devolvió  la  capa  al  doctor,  y  su  blanca  si- 
lueta y  la  gris  del  padre,  se  desvanecieron  juntas, 
cual  sombras  dantescas,  a  lo  largo  de  los  claustros  te- 
nebrosos. 

Sonaron  de  nuevo  las  llaves. 

Silbaba  el  viento  y  lloraban  las  nubes  en  silen- 
cio.. . 


1902. 


CHARLA  CANINA 


A  pesar  del  sentimental  discurso  de  Lord  Byron 
en  la  tumba  de  su  perro,  o  algo  así  por  el  estilo ;  no 
obstante  las  consideraciones  de  Schopenhauer  sobre 
el  mismo  cuadrúpedo,  quien  (el  filósofo)  declara 
preferir  la  amistad  canina  a  la  de  todos  sus  compa- 
triotas juntos,  los  alemanes ;  tomando  muy  en  cuen- 
ta el  sacrificio  de  Ricardo  Wagner,  cuando  en  plena 
miseria  y  en  plena  lucha  por  la  gloria,  allá  en  París, 
tuvo  que  vender  su  chaleco  para  dar  de  comer  a  su 
hermoso  perro  de  terranova;  y  por  último,  descu- 
briéndome con  sincero  respeto  ante  la  tumba  de 
L  ry,  el  heroico  perro  sanbernardo,  en  cuya  foja 
de  servicos  están  grabados  los  nombres  de  cuarenta 
personas  salvadas  por  él  de  entre  la  nieve,  y  muerto 
al  fin  de  trágica  manera ;  no  obstante  todo  esto, 
creo  que  al  perro,  como  a  muchas  otras  cosas,  se 
le  va  pasando  la  moda. 

Los  tiempos  no  están  para  tanto  perro.  En  gene- 
ral, anim.ales  sobran  y  falta  gente.  Antes  era  ma- 
teria de  lujo  un  par  de  cuzcos  pelados,  para  los 


MODOS   Dlt   VIÍR  121 

pies  de  la  cama,  en  noches  de  invierno;  ahora  este 
sistema  de  calefacción  animal  no  pasa  de  una  in- 
mundicia. Pero  esto  no  quiere  decir  que  nuestros 
abuelos  hayan  sido  más  sucios  que  nosotros,  ¡qué 
esperanza !  Lo  que  hay  es,  que  ellos  entendían  1a 
suciedad  de  otra  manera,  era  otro  su  criterio  en 
materia  de  limpieza,  porque  no  conocieron  micro- 
bios. 

Hoy  día,  un  vaso  de  agua  cristalina  no  filtrada, 
es  mirado  por  muchos  con  horror,  mientras  que  an- 
taño se  le  bebía  con  delicia. 

Decía  que  los  tiempos  no  están  para  tanto  perro, 
especialmente  en  las  ciudades.  Sin  embargo,  lla- 
memos a  la  puerta  de  muchas  casas,  y  verán  cómo 
estalla  una  cuadrilla  de  cuzcos  de  distintos  forma- 
tos y  pelaje.  Afluyen  al  patio  de  todos  lados  y  se 
precipitan  a  la  carga  contra  el  que  llega,  coñ\o  !:i 
se  tratara  de  un  salteador.  A  veces  el  loro  que  está 
allí,  más  aburrido  que  un  portero,  se  entusiasma 
'^on  la  algazara,  y  por  entre  el  pico  atiborrado  de 
pan  con  leche,  anima  a  los  cuzcos  con  un  suculento 
¡  chúmale !  Entonces  el  zaguán  se  nubla  de  perros 
y  el  intruso  se  encuentra  bloqueado. 

Es  inútil  que  trate  de  apaciguarlos  llamándolos^ 
por  sus  floridos  nombres:  Jazm.ín.  Diamela.  Clavel. 
Es  mejor  que  espere  sin  moverse  hasta  que  acuda 
la  sirvienta.  Esta  ninfa  se  presentará  al  fin  con 
una  cara  muy  poco  halagüeña,  y  como  a  los  veinte 
metros  de  distancia,  y  sin  importársele  un  bledo 
del  bullicio  c?nino.  nos  gritará:  «¿Quién  es?» — Le 


122  MARTÍN   GIL 

contestaremos:  «Yo  soy»,  y  quedaremos  en  la  mis- 
ma, porque  hay  mucha  gente  que  se  llama  «yo  soy» 
y  porque  los  perros  no  dejan  oir  absolutamente 
nada.  Entonces  la  ninfa,  inclinándose  como  si  fue- 
ra a  levantar  una  piedra,  amenaza  a  los  perros 
con  un  terrible  ¡agua  verá! 

■  Al  grito,  la  nube  canina  se  disipa  en  remolino, 
ladrando  y  aullando,  entre  resentida  y  teme  a,  y 
vuelve  a  sus  puestos  respectivos,  es  decir,  a  ias  ca- 
mas, sillones  o  sofaes. 

Haga  la  prueba  el  lector  y  cuente,  al  andar  por 
las  calles,  los  perros  que  vea.  Encontrará  sin  duda 
al  choco  criollo  compadre,  de  cuerpo  empalizado, 
cola  enroscada  y  dura  como  coscorrón  de  boliche ; 
al  pelado,  cabeza  baya  y  plumerito  moro  en  la  cola : 
al  cuzco  blanco,  lanudo  y  sucio,  de  panza  rosa  a 
fuerza  de  uña.  que  por  lo  general  suele  llamarse 
Jazmín  o  Diamela,  según  el  sexo;  y  por  último,  a 
un  nuevo  tipo  de  cuzco  importado  no  ha  mucho,  y 
que  va  cundiendo  con  la  rapidez  de  la  influenza : 
me'  refiero  a  esos  ñatitos  bayos  boca  negra,  cabeza 
de  sapo  reventado,  caras  de  idiotas  (y  lo  son  com- 
pletamente), ojos  saltados  y  dientes  salidos;  una 
verdadera  calamidad,  estéticamente  considerados ; 
sin  papel,  ni  gracia,  ni  instinto  recomendable,  por 
más  que  sus  inventores,  los  ingleses,  según  entien- 
do, digan  que  son  muy  ponifos. 

Verá  también  al  perro  grande,  criollo,  mestizo  o 
fino,  borneándose  entre  los  cuzcos  con  aire  des- 
preciativo.    Toda  esta  recua  canina  anda  de  ociosa 


MODOS   DE  VER  123 

V  en  procesión  diurna  y  nocturna,  aplanando  ve- 
redas, gruñendo  y  levantando  la  pata  por  «quítame 
esas  pajas» ;  mientras  que  en  los  frisos,  paredes  y 
puertas  de  calle,  se  dibujan  con  toda  nitidez  Amé- 
ricas.  Áfricas  y  Oceanías. 

En  China  y  en  Turquía  abundan  los  perros,  es 
verdad,  pero  también  es  cierto  que  no  son  los  pue- 
blos más  limpios.  Después,  en  China,  los  perros  se 
comen,  mientras  que  entre  nosotros  sería  una  in- 
juria grave  aconsejar  a  esa  pobre  gente  que  de- 
clara a  gritos  morirse  de  hambre,  echara  al  horno 
el  cuzco  más  gordo  de  la  tropa  que  mantiene  a  cos- 
tillas o  jamones  del  vecino. 

— ¡  Cómaselos  usted,  su  perro  cochino !  —  nos 
dirían,  seguramente. 

En  fin,  soy  partidario  sincero  de  la  protección  a 
los  animales,  así  que  no  pido  la  muerte  para  los 
perros,  sino  que  los  suspendan.  .  .  que  se  limite  su 
propagación,  porque  este  noble  animal  no  necesita 
haber  leído  Fecondité  para  triplicarse  en  un  año. 


ASHAVERUS 


¿Quién  es  un  hombre  de  aspecto  taciturno,  mira- 
da vaga  y  andar  sonambulesco,  que  hablando  atrae, 
y  escribiendo  resulta  un  pensador? 

Un  señor  que  de  negro  siempre  anda  vestido, 
gasta  blando  zapato,  chambergo  alado  y  algunas 
veces  su  poquito  de  melena ;  que  al  caminar  no 
mete  el  menor  ruido ;  que  nada  mira  y  que  todo  vé 
(lo  que  si  es  un  gran  mirón  del  sexo  bello)  ;  que 
tiene  tan  bien  calada  a  nuestra  gente,  que  la  conoce 
tanto  como  el  frutero  conoce  sus  melones. 

Es  un  filósofo  por  dentro  y  fuera,  un  raro  de 
talento,  un  escéptico  afable,  sin  odios  ni  rencores, 
que  se  deja  llevar  por  el  río  de  la  vida  sin  pregun- 
tar a  dónde,  porque  sabe  muy  bien  que  ciertas  co- 
sas es  inútil  tratar  de  averiguarlas. 

Sin  muchas  inquietudes,  ilusiones  ni  temores,  con 
cachaza  oriental,  pero  sin  una  pizca  de  nirvana, 
boga  sereno,  fumando  en  la  gran  pipa  del  intrinca- 
do mundo,  sin  mirar  con  insistencia  ni  hacia  atrás 
ni  hacia  adelante,  y  asi  va  gozando  con  el  poco  de 
verdad  y  de  belleza  que  en  el  camino  encuentran 
los  que  como  él,  tienen  un  espíritu  sensible  y  en  la 
ciencia  y  en  el  arte  creen. 


MODOS   DE  VER  125 

Hombre  de  hielo,  al  decir  de  algunos,  pero  al  que 
veréis,  no  obstante,  con  los  ojos  húmedos  de  lágri- 
mas cuando  emite  o  escucha  un  pensamiento  deli- 
cado, bello,  noble  o  bueno. 

Escritor  original,  de  estilo  cervantesco  cuando  le 
da  la  gana,  y  que  aún  diciendo  mucho,  es  más  lo 
que  sugiere,  porque  su  pensamiento  siempre  obliga 
a  interpretar,  siempre  deja  que  raspar,  como  las 
inolvidables  pailas  de  brillante  cobre,  en  que  nues- 
tras abuelas  confeccionaban  el  dulce  de  membrillo, 
y  que  los  nietos,  armados  de  cucharas,  pedíamos  a 
gritos,  concluida  la  faena,  aunque  después  crugie- 
ran  las  barrigas  con  el  dulce  caliente  y  hubiera  que 
acudir  a  los  emplastos. 

Es  el  autor  de  «Tierra  Adentro»,  en  donde  el  filó- 
sofo y  el  observador  campean  juntos,  y  autor  tam- 
bién de  otras  cosas  inéditas  muy  buenas,  según  di- 
cen, aunque  no  lo  sea  de  los  días  de  nadie,  lo  cual, 
al  fin,  no  tendría  mérito  ninguno,  pues  de  lo  con- 
trario, debiéramos  aplaudir  al  primer  botarate  que 
pasa  por  la  calle. 

De  él  dijo  alguna  vez  Rubén  Darío:  «es  un  judío 
errante  cordobés,  de  aspecto  socarrón,  palabra  ama- 
ble y  poca,  juicio  bastante,  sencillez  innata,  expe- 
liencia  de  las  cosas  de  la  vida  y  una  afección  o  es- 
pecie de  poético  amor  por  la  vida  de  las  cosas».  ¿Y 
ahora  lo  conocéis?  —  Ahora  sí:  es  don  Amado. 

Pues  había  sido  usted  muv  lerdo. 


1902. 


"CANTOS  RODADOS" 


José  María  Vélez,  el  rubio  de  aspecto  apacible 
pero  tan  nervioso,  rápido  y  vehemente  como  un  ca- 
chorro de  león  de  esos  que  él  pinta  descuadrilando 
cabras  y  carneros,  surge  de  nuevo  con  un  nuevo 
libro. 

«La  Casta».  «Cumbres  y  Quebradas»,  y  ahora 
«Cantos  Rodados». 

Estos  «Cantos  Rodados»,  lejos  de  acusar,  como 
la  ciencia  enseña,  una  corriente  de  agua  que  pasó 
en  tiempos  lejanos,  nos  muestra  el  torrente  im- 
petuoso y  bullidor  que  actualmente  los  pule  y  re- 
dondea. 

Se  ha  dicho,  con  verdad,  que  una  obra  de  arte 
es  la  naturaleza  vista  al  través  de  un  temperamen- 
to. Vale  decir,  que  el  temperamento  es  como  un 
cristal  que  se  interpone  entre  el  autor  y  el  mundo ; 
y  es  claro  que  según  el  color  de  ese  cristal,  han  de 
resultar  las  cosas. 

Los  pesimistas  ven  todo  negro,  o  por  lo  menos 
ceniciento,  de  lo  que  se  deduce  que  su  cristal  está 


MODOS  DE  VER  127 

ahumado.  Otros  ven  azul,  verde ;  éstos  son  los  sim- 
bolistas e  ilusionistas.  Los  que  llegan  a  ver  con 
luz  blanca,  natural,  son  los  genios  de  la  talla  de 
Goethe. 

El  cristal  de  Vélez  es  policromo,  sin  encontrarse 
el  color  negro ;  por  eso  es  que  sus  «Cantos  Roda- 
dos» brillan  y  chispean  con  mil  matices. 

La  naturaleza  que  él  nos  pinta  es  exacta  en  el 
fondo,  pero  muchas  veces  se  la  ve  desaparecer  en- 
tre las  llamaradas  de  su  entusiasmo  poético,  como 
Elias,  el  profeta,  en  su  carro  de  fuego. — Si  alguna 
vez  en  sus  páginas  hay  obscuridades,  es  por  excesó 
de  luz. — Los  extremos  se  tocan. 

Al  cerebro  de  Vélez  me  lo  figuro  vibrando  como 
un  cinematógrafo.  Las  imágenes  llegan  en  tumulto 
y  pasan  zumbando,  desapareciendo  en  torbellinos 
vertiginosos,  como  bandadas  de  pájaros  asustados. 
De  ahí  esa  constante  inquietud,  ese  estrépito,  esa 
exuberancia  de  colores  que  percibo  en  sus  cuadros, 
y  que  alguna  vez  producen  el  vértigo. 

Falta,  sin  duda,  la  nota  dulce  y  tranquila  de  la 
naturaleza :  lo  que  en  música  cQrresponderia  al 
modo  menor. 

Para  mí,  es  decir,  según  mi  cristal  o  vidrio  ordi- 
nario, la  naturaleza  en  general  es  siempre  sencilla, 
hermosamente  sencilla;  imponente,  suave  y  pene- 
trante como  la  mirada  de  una  diosa  griega.  Hace 
pensar,  conmueve  y  levanta  el  espíritu,  pero  rara 
vez  lo  sacude  y  agita  con  violencia.  Su  contempla- 
ción dilata  y  ensancha  el  alma,  como  el  gas  al  globo. 


128  MARTÍN  Ga 

para  después  remontarlo  en  silencio  a  la  región  de 
misterio. 

Por  lo  tanto,  el  exceso  de  colores,  los  adornoi 
complicados,  la  inquietud  desmedida,  no  le  sientai 
bien  a  la  naturaleza,  como  tampoco  le  sentarían  ; 
una  mujer  hermosa. 

Pero  hay  mucha  luz,  mucha  vida,  mucho  espíri 
tu  vibrante  y  noble  en  «Cantos  Rodados». 

Las  dos  páginas  del  colibrí,  valen  por  un  poema 


1902. 


LA  GUITARRA  Y  LOS  DOCTORES 


A  Leonor  Allende,  escritora. 

Si  el  canto  de  un  ruiseñor,  según  Heine,  dejó  en 
suspenso  a  un  grupo  de  graves  canónigos,  que  en 
medio  de  un  bosque  florido  discutían  a  gritos  in- 
trincados asuntos  teológicos,  yo  he  visto,  en  cam- 
bio— decíame  un  amigo  protagonista  de  este  breve 
caso — derrumbarse  de  golpe  todo  ese  enorme  pres- 
tigio de  que  gozan  los  doctores  ante  la  gente  sen- 
cilla del  campo,  al  sólo  impulso  de  una  buena  gui- 
tarra, aunque  no  tan  melodiosa  como  el  célebre  pá- 
jaro de  los  canónigos. 

Siéndome  necesario  respirar  aire  de  montaña  y 
beber  leche  de  cabra,  dos  cosas  buenas  y  baratas — 
prosiguió  mi  amigo — me  dirigí  a  uno  de  esos  lu- 
josos hoteles  en  la  sierra,  para  desde  allí  buscar 
sin  apuro  cualquier  casita  de  familia  «pobre,  pero 
honrada»,  donde  a  uno  se  le  hospeda  sencilla  y  fran- 
camente. 

Después  de  algunas  horas  de  continuo  caracoleo 


130  MARTÍN    CAh 

y  gambeteo  por  entre  las  breñas,  donde  a  cada  ins- 
tante se-  ve  a  la  locomotora  ralentar  su  marcha  cau- 
telosamente, como  si  quisiera  olfatear  el  abismo  que 
de  improviso  abre  su  boca  desdentada  y  fría  a  un 
metro  de  riel,  llegamos  al  hotel.  Estaba  repleto  de 
gente  «de  abajo»,  como  diría  Sarmiento.  Toda  ell.i 
debía  ser  muy  distinguida,  por  su  gravedad  silen 
ciosa  y  tiesa.  La  entrada  al  salón-comedor,  a  la 
hora  del  almuerzo,  resultó  muy  interesante.  Las 
damas  y  señoritas,  elegantemente  vestidas,  perfu- 
madas y  empolvadas,  fresquitas,  recién  levantadas 
— han  salido  a  tomar  campo. — Los  hombres,  recién 
levantados  también,  muy  elegantitos,  aunque  no  tan 
frescos  sin  duda,  pero  igualmente  empolvados  y 
perfumados.  Un  silencio  de  iglesia  reinaba  en  e! 
gran  salón.  El  ambiente  era  frío  a  pesar  de  las  so- 
peras humeantes.  Se  hablaba  a  media  voz,  mien- 
tras se  sumergían  los  cucharones  con  marcada  dis- 
plicencia. De  pronto  estalla  un  instrumento  de  cla- 
sificación dudosa,  emplazado  al  centro:  tiraba  a  ór- 
gano sin  pasar  de  aristón. 

Entre  plato  y  plato  murió  Traviata,  a  quien  le 
hubiera  sentado  admirablemente  una  temporadita 
de  sierra ;  Mefistófeles  da  su  serenata  por  cuenta 
del  doctor ;  Ernani  muere  perdonando  a  tütti;  don 
Basilio  se  florea  en  el  aria  de  la  calumnia,  y  hasta 
las  Walqtíirias  pasan  a  media  rienda  con  Wagner 
en  ancas.  El  áspero  rezongo  de  tal  instrumento 
resulta  insoportable.  Comienza  a  tomarse  gusto  a 
aristón  a  todo  lo  que  se  come. 


MODOS   DE   VKR 


131 


Por  fin  concluye  el  sacrificio  y  la  gente  se  retira 
discretamente.  El  mozo  me  pregunta  si  desearía 
tomar  café  en  la  espaciosa  galería  donde  se  reúne 
toda  la  gente  a  esa  hora.  Efectivamente:  allí  esta- 
ban todos  formando  dos  enjambres,  las  mujeres  en 
un  extremo,  envueltas  las  cabezas  en  amplios  tules 
vaporosos,  para  evitar  el  aire  y  la  luz  de  un  día 
hermoso. 

El  conjunto  semejaba  una  espléndida  nebulosa 
irresoluble.  Analizada  con  el  espectroscopio  social, 
no  hay  duda  que  hubiera  dado  las  tres  rayas  clási- 
cas y  quizá  algunas  otras.  Cuanto  a  los  hombres, 
será  mejor  no  tocarlos :  están  muy  bien  peinados, 
muy  bien  almidonados,  olímpicamente  arrellenados 
en  sillones  de  mimbre,  fumando  a  pierna  cruzada 
y  pantalón  remangado,  para  mostrar,  si  no  me  en- 
gaño, la  rica  media  crema  calada,  lo  que  daba  lugar 
a  un  variado  surtido  de  flacas  canillas  a  la  vainilla. 
L.eian  diarios  y  revistas. 

Mientras  tanto,  en  las  quebradas  umbrías  y  las 
lomas  risueñas,  bajo  un  cielo  azul  purísimo,  rebuz- 
naban los  asnos  con  verdadera  sinceridad  y  conten- 
tamiento, elogiando,  sin  duda,  la  vida  natural  y  sen- 
cilla de  la  montaña.  Sin  embargo,  nadie  se  daba 
por  aludido. 

Dos  días  después  me  despedí  de  esa  mansión  en- 
cantadora... y  del  aristón,  para  irme  a  alojar  en 
casa  de  misia  Liboria.  distante  unas  tres  leguas  del 
hotel ;  casa  de  huéspedes  muy  recomendada  por  el 
cochero  que  me  llevaba. 


132  MARTÍN  en, 

Es  bueno  saber  que  todo  el  lujo  de  un  cochero 
serrano,  consiste  en  demostrar  que  su  coche  no  sabe 
quebrarse  ni  volcarse :  y  lo  prueba,  cruzando  des- 
peñaderos al  galope  y  bajando  lomas  a  media 
rienda. 

No  vaya  a  volcar,  amigo ! 
No,  íde! 

Va  a  hacer  pedazos  su  coche! 
Diande ! 

— ¿Y  cuándo  llegamos? 

— Aurita,  no  más.  ¡  Yra  picaflor!  ¡  movete  lau- 
cha! 

Lo  que  había  llegado  por  lo  pronto  era  la  noche, 
con  cielo  cubierto,  tragándose  las  montañas  con  sus 
precipicios,  sus  arroyos  y  sus  peñascos.  Quizá  por 
eso  íbamos  a  media  rienda. 

— ¿Vé  aquella  luz?  Allí  es. 

— Ahora,  agárrese  bien,  que  vamos  a  bajar  la 
barranca  de  los  loros,  para  ir  a  caer  al  mismo  pa- 
tio de  las  casas.  Una  sola  vez  líquida  he  volcao .  . . 
porque  no  me  largué  derecho.  ¡Agarre  las  cajas! 

En  ese  momento  me  pareció  que  el  coche  volaba, 
tal  era  la  fuerza  con  que  cortábamos  el  aire,  hasta 
que  un  feroz  barquinazo,  capaz  de  hacer  saltar  les 
dientes  postizos  mejor  colocados,  me  sacó  de  la 
duda.  El  coche  se  había  detenido.  Todos  los  pe- 
rros de  la  casa  ladraron  sin  ganas,  por  compromiso, 
mientras  que  una  mujer  trataba  de  alumbrar  con 
im  farol  bastante  turbio. 


MODOS  DE  VER  l'^^S 

— Este  es  el  mozo  que  li  tratáo,  misia  Liboria — 
dijo  el  cochero. 

— Hacelo  que  pase ;  ya  está  la  pieza. 

— ¡  Muchachas,  bajen  los  bultos  ! 

Dos  mujeres  invadieron  el  coche.  Me  presenté  a 
misia  Liboria,  quien  se  excusó  de  darme  la  mano 
por  haber  estado  picando  cebolla.  Buen  aspecto  el 
de  la  patrona:  baja,  chata  y  muy  risueña.  Paso  por 
alto  a  las  dos  muchachas,  porque  equivalían  a  un 
fuerte  dolor  de  estómago.  Diré  únicamente  que  se 
llamaban  Pepa  y  Nicomedes.  Nadie  se  hubiera 
opuesto  a  que  se  llamaran  Virginias,  por  ejemplo. 

Me  encontraba  en  ese  estado  ambiguo  de  todo 
el  que  llega  a  una  casa  desconocida,  cuando  se  me 
dijo  que  estaba  servida  la  comida  en  mi  cuarto. 
Efectivamente,  allí  encontré  una  mesita  redonda  de 
tres  patas,  un  perro  al  lado  de  la  mesa,  una  jarra 
con  agua,  un  pan  más  pálido  que  un  muerto  y  un 
plato  enlozado  soportando  una  tumba  esferoidal, 
humeante,  pelada  y  dura,  la  que  al  sentirse  pincha- 
da por  el  tenedor,  dio  un  brinco  tan  violento,  que 
fué  a  caer  justamente  en  la  boca  del  perro.  Al  po- 
bre animal  lo  vi  encogerse  y  ponerse  bizco,  mien- 
tras la  tumba  hacía  su  recorrido;  deglutió  por  úl- 
tima vez,  se  lamió  el  hocico  y  quedó  pensativo.  Yo 
también  deglutí  y  quedé  pensativo. 

Nadie  venía.  Se  escuchaban  las  voces  de  mando 
de  la  patrona  desde  la  cocina  y  el  taloneo  de  las 
muchachas,  pero  nadie  llegaba.  Por  fin,  me  levan- 
to y  llamo  con  fastidio.    Se  presenta  una  de  las  dos 


134  MARTÍN   GIL 

muchachas  con  una  fuentecita  de  pichones  dorados 
y  aromáticos. 

— ¿Se  le  ofrece  algo, 'señor? 

— ¿Qué  dice?  Vamos  a  ver,  traiga  la  fuente! 

— ¡  No,  señor,  si  son  pa  los  doutores ! 

— ¿Cómo  para  los  doctores? 

— Sí,  pa  los  doutores  que  están  en  el  cuarto  de 
la  esquina  —  dijo  —  y  desapareció. 

Llamé  a  la  patrona  y  me  dijo  que  a  los  doctores 
se  les  cocinaba  especialmente,  porque  eran  muy  de- 
licados. 

— Pero  ¿pagan  lo  mismo  que  yo,  señora? 

— Sí,  señor. 

— ¿Y  entonces? 

— Ya  le  van  a  traer  la  mazamorra,  señor — dijo — 
y  se  fué. 

— No  la  mande;   mañana  hablaremos. 

Retiré  la  mesita,  le  mostré  la  puerta  al  perro  y 
me  acosté. 

A  la  mañana  siguiente  me  dirigí  al  corral  de  ca- 
bras ;  allí  estaba  misia  Liboria  ordeñando. 

— Es  la  leche  que  prefiero,  señora.  Buen  día. 

— Lo  mismo  los  doutores.  Buenos  días.  Si  alcan- 
za le  serviré  una  copa.  Usté  ve  que  las  cabras  son 
pocas  y  ariscas  y  los  doutores  toman  leche  descan- 
sando. 

— ¿Con  que  son  pocas  y  ariscas?  ¡Ojalá  se  le 
fueran  todas !  Y  me  retiré. 

Pensé  volverme  a  Córdoba  inmediatamente,  pero 
el  carruaje  debía  pedirse  con  dos  días  de  anticipa- 


MODOS   DE   VER  135 

ción.  Como  derivativo,  resolví  salir  a  caballo.  Bus- 
qué al  peón-guía  de  la  casa  y  le  manifesté  mi  pro- 
yecto. 

— Yo  no  tengo  inconveniente  de  acompañarlo,  se- 
ñor, siempre  que  no  me  ocupen  los  doutores.  No 
hay  más  que  tres  caballos  buenos  y  están  reserva- 
dos para  ellos. 

Sin  contestar  nada  me  dirigí  a  la  puerta.  Allí  en- 
contré unas  higueras  monumentales  cargadas  de 
fruta  y  de  zorzales  breveros.   Una  hermosa  acequia 

uzaba  en  silencio  por  entre  los  árboles,  y  de  vez 

1  cuando  oíase  el  chirlo  cristalino  que  daba  una 

•eva  al  caer  en  el  agua.   Yo  había  iniciado  un  ata- 

4ae  de  verdadero  hambriento,  cuando  en  lo  mejor 

alguien  me  dice : 

— Señor,  puede  ir  a  las  higueras  del  alto,  porque 
éstas  son  reservadas . . . 

— i  Ah !  para  los  doctores,  ¿  no  es  cierto  ? 

— Sí,  señor, 

— Pues  dígale  a  su  patrona  que  no  quiero  retirar- 
me, que  me  mande  sacar  con  sus  doutores. 

Llegó  la  hora  fatal  de  la  comida.  Era  una  es- 
pléndida noche  de  luna.  Los  arroyos  lejanos  can- 
taban herceuses  monótonas  a  la  luz  opalina  del  as- 
tro triste,  como  si  quisieran  hacer  adormecer  a  las 
montañas.  El  hambre  apretaba.  Hacía  media  hora 
que  me  habían  traído  una  tumba  de  carnero  tan 
dura  y  gambetera  como  la  anterior.  El  perro  es- 
taba en  su  sitio,  con  los  ojos  puestos  en  el  plato. 
Al  fin,  me  di  por  vencido.    Arrojé  la  carne  a  su 


136  MASTÍN  GIL 

pretendiente,  quien  la  hizo  pasar  de  largo,  quizá 
por  aquello  de  que  peor  es  meneallo.  Retiré  la  me- 
sita  y  apagué  la  luz,  conformándome  con  la  de  la 
luna  que  entraba  por  la  puerta.  Desorientado,  dis- 
gustado, hambriento,  me  acordé  de  mi  guitarra.  En- 
cerrada la  pobre  en  su  estuche  cuadrilongo,  nadie 
habría  sospechado  de  su  existencia.  La  saqué  de 
su  prisión. 

Lo  primero  que  se  me  vino  a  los  dedos  fué  una 
romancita  de  Mendelssohn,  muy  sentida,  en  arpe- 
gios. Aunque  el  instrumento  era  excelente  —  una 
guitarra  de  concierto  —  quedó  sorprendido  de  su 
5  ridad.  Se  deberia  quizás  a  la  sequedad  del  ai- 
re.. .  o  al  hambre  que  me  afligía.  Momentos  des- 
pués me  pareció  que  se  obscurecía  algo  en  el  cuarto. 
Miré  hacia  la  puerta  y  vi  la  silueta  de  la  patrona 
con  el  cucharón  en  una  mano.  En  seguida  hubo 
ctra  intermitencia  en  la  luz:  era  una  de  las  mucha- 
chas con  una  fuente ;  por  fin  el  eclipse  fué  total. 

No  se  veía  más  que  un  racimo  de  cabezas  inmó- 
viles. Me  di  cuenta  en  el  acto  de  lo  que  pasaba. 
Entonces  comencé  a  variar  el  repertorio  sin  cuartos 
intermedios.  De  vez  en  cuando  alcanzaba  a  per- 
cibir frases  cortadas  y  en  secreto :  «A  mí  se  me 
hizo  que  era  órgano» ;  «De  lejos  parece  piano»  ;  «Yo 
habíai  querer  verle  los  dedos»,  refunfuñaba  una 
voz  de  hombre. 

De  pronto  se  oyeron  unos  gritos  como  debajo  de 
tierra : 

— ¡  Nicomedes !   ¡  Peeepa ! 


MODOS   DE   VIÍR  1S7 

— Che.  te  están  llamando  los  doutores  —  dijeron 
a  media  voz.  * 

— i  Mentís !  Es  a  vos  que  estás  con  la  f  uent^ ! 

— ¡  Cállense,  chinitas.  .  .  ! 

Para  evitar  el  desbande  entré  de  lleno  en  el  re- 
pertorio criollo. 

A  los  primeros  compases  de  un  gato  punteado, 
se  le  volcó  la  fuente  a  Nicomedes. 

— ¡No  empujen,  oh! 

El  cuarto  se  saturó  con  un  perfume  exquisito. 

— ¡  Se  le  quema  el  asao^  misia  Liboria ! 

— ¡  Calíate !  Anda,  dalo  güelta. 

Los  gritos  de  auxilio  de  los  doctores  seguíanse 
oyendo. 

De  pronto  sentí  un  bozarrón  que  decía : 

— ¿Y  qué  significa  esto?  H?'^3  una  hora  larga 
que  esperamos  la  comida !  ¡  Ya  estamos  roncos  de 
gritar ! 

— ¡Pero,  si  son  estas  chinitas!  —  dijo  la  patrona 
—  y  se  hizo  humo  la  concurrencia,  aclarándose  la 
puerta. 

Entonces  vi  a  dos  individuos  con  las  servilletas 
al  cuello,  que  se  retiraban  rezongando. 

Me  había  vengado. 

Satisfecho,  cerré  le  puerta,  guardé  la  guitarra,  abrí 
una  caja  de  conservas,  cumplí  con  mi  estómago  y  me 
acosté. 

Serían  las  cinco  de  la  mañana,  cuando  sentí  gol- 
pes en  la  ventana. 

— ¿Qué  hay? 


188  MARTÍN  nii. 

— Dice  misia  Liboria  que  si  le  traen  la  leche  de 
cabra  a  la  cama  o  si  usted  irá  al  corral. 

— Que  me  la  traigan  —  contesté  ahuecando  la  voz. 

En  seguida  siento  otro  llamado  a  la  ventana  y  una 
voz  de  hombre : 

— Señor,  ya  está  el  caballo  ensillado,  por  si  gus- 
ta salir  conmigo. 

— ¿Y  si  quieren  salir  los  doctores? 

— ¡  Y  diai !  ¡  que  salgan  !  Lo  que  es  yo  me  he  com- 
prometido con  usted. 

No  había  tal  compromiso. 

Golpearon  a  la  puerta  anunciando  la  leche,  y  en- 
tró la  Pepa,  crujiéndole  el  vestido  recién  plancha- 
do. Traía  dos  copas  de  cristal  azul,  rebosando  de  le 
che  espumosa  y  un   ramito  de  nardos  y  albahacas 
"por  si  me  gustaban  las  flores". 

— Parece  que  hoy  han  dado  más  leche  las  cabras 
—  le  dije. 

— Si  son  leclieras :  lo  que  hay  es  que  los  doctores... 

Salimos  a  caballo  con  el  guía.  Me  dijo  el  hombre 
(jue  yo  montaba  el  mejor  caballo  del  pago,  pues  era 
el  parejero  de  su  tío  Blas,  a  quien  se  lo  había  pedido 
para  mí. 

— ¿Y  no  podría  venir  mi  tío  —  agregó  —  para 
oírle  tocar  la  guitarv:'-^  ? 

— Con  mucho  Icf- íi^o.  amigo. 

— ¡  Más  bien  que  no  lo  oiga  mi  tío,  porque  le  va  a 
mandar  hasta  la  majada! 

Volvimos  de  la  excursión  a  la  hora  del  almuerzo 
Ya  estaba  tendida  la  mesita ;  pero  ¡  qué  cambio !  Man- 


MODOS    DE   VER  139 

tel  flamante,  un  gran  ramo  ¿c  flores  al  centro  y  una 
fuente  de  higos  remaduros.  Las  dos  muchachas,  a 
cual  más  emperifollada  se  presentaron  al  mismo 
tiempo  a  preguntar  si  ya  deseaba  almorzar.  Dije  que 
sí.  Al  salir,  oí  que  decían : 

— A  vos  te  toca  servir  a  los  doutores. 

— i  No  sé  nada ! 

— ¡  Abamos  a  ver ! 

Las  dos  volvieron  ;  una  trayendo  un  pollo  asado 
al  horno  y  la  otra  una  vistosa  fuente  de  ensalada  de 
tomates,  lechuga  y  yemas  de  huevo. 

— ¿De  qué  higuera  son  estos  higos? 

— De  la  de  los  doutores. 

En  ese  mismo  momento  llegó  misia  Liboria  para 
decirme  que  le  indicara  con  tiempo  los  platos  de  mi 
agrado,  pues  deseaba  conocer  mis  gustos ...  y  que  si 
podría  tocar  la  guitarra  esa  noche,  en  obsequio  de 
sus  hermanos,  que  debían  costearse  desde  tres  le- 
guas. Respondí  que  con  el  mayor  gusto. 

— También  quería  preguntarle  —  agregó  que  si 
no  necesitaba  a  las  dos  muchachas,  para  ocupar  una 
de  ellas  con  los  doutores.  * 

— Me  basta  con  una,  señora. 

— Bueno ;  anda  vos,  Nicomedes. 

La  aludida  hizo  una  mueca  }\  i  lió  murmurando. 

Esa  noche  toqué  la  guitarra  •"•"  -r^bsequio  de  la  pa- 
rentela de  misia  Liboria.  vale  decir  para  todos  los 
habitantes  de  la  pequeña  comarca. 

Al  día  siguiente  comenzaron  a  llover  quesos,  man- 
zanas, tunas,  cabritos,  melones  y  sandías. 


140  MARTÍN   C.lh 

— En  fin  —  dijo  mi  amigo,  protagonista  de  esta 
aventura  —  en  el  campo  valen  más  las  seis  cuerdas 
de  una  buena  guitarra  que  los  seis  años  de  univer- 
sidad. 

Setiembre   de   1907. 


TEMAS    SIN    SALIDA 


A  Arturo  Capdevila.  poeta- 
filósofo. 

Quizás  no  hay  ambiente  más  propicio  para  el  en- 
sueño filosófico,  para  esas  divagaciones  trascenden- 
tales, que  el  de  una  noche  estrellada  y  apacible  en 
Isleña  pampa,  ciespués  que  el  sol  ha  caldeado  la  tie- 
rra brutalmente  hundiéndose  por  fin  hacia  el  occi- 
dente, con  general  contentamiento  de  todos  los  se- 
res que  no  disponen  de   heladeras  ni  ventiladores. 

Esa  es  la  hora  en  que  se  "comienza  a  vivir",  como 
suelen  decir  las  señoras  sofocadas  y  las  niñas  que 
temen  al  sol.  Oyese  el  ruido  caracteristico  de  las  si- 
llas-hamacas y  de  tijera,  remolcadas  perezosamente 
hacia  lo  más  despejado  de  la  casa,  mezclado  a  las 
exclamaciones  elogiosas  respecto  a  la  brisa  que  se 
inicia  saturada  del  perfume  de  los  alfalfares. 

Desgraciadamente  no  son  estos  los  tiempos  de 
fray  Luis  de  León,  para  gozar  a  pulmón  lleno  y  na- 
riz abierta  del  aire  y  la  fragancia  de  los  campos :  "El 


142  MARTÍN    GIL 

aire  el  huerto  orea,  y  ofrece  mil  olores  al  sentido ; 
los  árboles  menea  con  un  manso  ruido  que  del  oro 
y  del  cetro  pone  olvido".  Al  contrario,  aqui  en  esta 
región,  el  perfume  de  la  alfalfa  nos  recuerda  el  pro- 
saico y  sabroso  problema  de  la  exportación  de  gana- 
do a  Europa. 

La  poca  gente  de  la  casa  fuese  ubicando  en  sus 
sillas  predilectas,  y  después  de  tomar  la  ])osición  ca- 
racteristica  de  las  circunstancias,  esto  es,  reclinadas 
hacia  atrás,  y  por  lo  tanto  mirando  al  cielo  sin  que- 
rer, se  inició  una  conversación  amable  y  general  en- 
tre algunas  personas,  gente  toda  de  bastante  espíri- 
tu y  cierta  instrucción. 

— ¿Y  de  qué  hablaremos  esta  noche  tan  esplén- 
dida? —  dijo  una  señorita. 

— Siempre  que  no  sea  de  política  o  de  religión, 
puede  usted  iniciar  el  tema  —  dijo  un  caballero. 

— Aluy  bien  pensado  —  agregó  una  señera  — •  así 
se  aleja  la  posibilidad  de  que  nos  arañemos  la  cara 
o  el  alma.  Para  que  una  conversación  sea  agradable 
e  inofensivo  debe  recaer,  me  parece,  sobre  lo  que  se 
ignora,  sobre  lo  trascendente,  sobre  el  misterio . .  . 

— ¡  Pero  si  todo  es  misterio,  al  fin ! 

— Convenido  —  dijo  la  señorita  —  veamos,  la  vi- 
da: ¿de  dónde  vino?  ¿como  principió?,  etc.  Pres- 
cindiremos por  el  momento  de  las  sencillas  respue>- 
tas  que  dan  las  distintas  religiones,  pues  en  tal  caso 
no  habría  discusión  ni  duda  alguna. 

— No  podría  usted  desconocer  —  replicó  una  se- 


MODOS   DE  VER 


143 


ñora  —  la  gran  comodidad  que  nos  brindan  las  re- 
ligiones positivas,  pues  en  cuatro  palabras  nos  libran 
del  peso  de  esos  grandes  problemas  irresolubles  que 
oprimen  y  desgastan  la  mente. 

— Es  verdad  ;  pero  yo  prefiero  andar  y  explorar, 
a  estar  sentada  toda  mi  vida  en  una  silla-hamaca. 

— Sí — dijo  un  caballero  —  la  señora  confunde, 
me  parece,  la  inmovilidad  con  la  comodidad .  .  . 

— Bueno  —  dijo  la  señorita  —  vamos  entrando  en 
donde  no  queríamos.  Más  bien  aclaremos  esta  duda. 
En  general,  los  sabios  modernos  no  aceptan  la  idea 
de  la  generación  espontánea;  es  decir,  la  posibilidad 
de  que  aparezca  la  vida  sin  un  germen  vital  anterior. 
Todos  recuerdan  los  clásicos  experimentos  de  Pas- 
teur  y  otros:  si  se  esteriliza  por  medio  del  fuego 
la  materia  orgánica  animal  o  vegetal  encerrada  her- 
méticamente en  un  recipiente,  y  por  lo  tanto  al  aire 
que  contiene,  esa  substancia  permanece  inalterablí: 
por  tiempo  indeterminado,  porque  una  temperatura 
algo  superior  a  cien  grados  centígrados  destruye  to- 
do germen  de  vida. 

— Justamente  en  ese  principio  se  basa  la  sabrosa 
industria  de  las  conservas  —  dijo  una  señora  —  y 
si  la  gente  fuese  menos  ingrata,  cada  día,  al  paladear 
en  la  mesa  alguna  de  esas  latas  exquisitas,  debiera 
brindar  por  Pasteur. 

— Señora,  la  humanidad  no  recuerda  más  que  a 
sus  verdugos. . . 

— Cierto ;  pero  el  mundo  marcha,  y  llegará  un  día 


144  MARTÍN  GIL 

en  que  las  calles,  las  plazas,  las  estaciones  lleven  el 
nombre  de  sus  grandes  benefactores  en  el  orden  mo- 
ral y  físico. 

— Se  ve  que  es  usted  discipula  de  Augusto  Comte. 

— No  tanto;  soy  más  bien  ecléctica. 

— Es  ese  el  gran  sistema;  no  casarse  con  nadie 
en  materia  de  doctrinas  filosóficas  y  científicas. 

— O  por  lo  pronto,  estar  lista  para  el  divorcio 
cuando  las  cosas  se  enturbien  —  replicó  la  señora. 

— Bueno,  pues,  —  prosiguió  la  señorita  —  si  la 
tierra  fué  un  globo  de  fuego  en  sus  primeros  mo- 
mentos, pasando  lentamente  del  estado  gaseoso  in- 
candescente al  semi-líquido  pastoso,  hasta  que  se 
enfrió  suficientemente  para  formarse  la  débil  cos- 
tra sobre  la  que  nos  encontramos  tan  tranquilos 
y  cuyo  espesor  no  debe  ser  mayor  de  sesenta  kiló- 
metros ;  ¿  cómo  entonces  apareció  la  vida  de  una 
materia  que  estuvo  esterilizada  por  un  calor  —  su 
propio  calor  —  de  muchos  miles  de  grados  centí- 
grados, cuando  hemos  dicho  que  ningún  germen 
vital  resiste  más  de  ciento  y  tantos  grados  de  ca- 
lor? 

— Es  claro  —  dijo  im  caballero  —  la  tierra  ha 
debido  pasar  por  una  temperatura  algo  parecida 
a  la  que  hoy  tiene  el  sol,  y  la  temperatura,  de  la 
superficie  del  sol  es  más  o  menos  de  seis  a  siete 
mil  grados  centígrados ;  en  cuanto  a  la  de  su  inte- 
rior el  cálculo  da  muchos  millones. 

— ¿Y  cómo  se  calcula  esa  temperatura  de  su  su- 
perficie ? 


MODOS  DE  VER  145 

— Según  la  ley  de  Vvieii,  aceptada  por  los  físi- 
cos en  general,  la  temperatura  absoluta  de  una  estre- 
lla, y  por  lo  tanto  del  sol,  es  igual  al  cociente  del 
número  de  dos  ochenta  y  nueve  (2.89)  por  la  longi- 
tud de  la  onda  calorífica  de  su  espectro.  La  región 
más  caliente  del  espectro  usted  sabe  que  corres- 
ponde a  la  parte  verde-amarillenta  de  la  banda .  .  . 

— Pero  hay  cierta  discrepancia  en  la  determi- 
nación de  la  longitud  de  esa  onda ;  unos  dan  para 
la  del  sol  0,00055  mm.,  otros  0,00045  mm.  Si  efec- 
tuamos la  operación  con  el  primer  valor,  obtene- 
mos cinco  mil  doscientos  y  tantos  grados ;  con  el 
segundo,   seis  mil  y  pico. 

— Mil  grados  más  o  menos  para  la  temperatura 
exterior  del  sol,  es  poca  cosa  —  dijo  la  señorita. 

— No  olvidar  —  agregó  un  concurrente  —  que  a 
esas  temperaturas  debemos  deducirles  los  273  gra- 
dos correspondiente  al  cero  absoluto. 

— Sieifipre  habría  que  aumentar  algo  tomando  en 
cuenta  la  absorción  de  la  luz  y  calor  por  nuestra 
atmósfera.. , 

— Bueno,  pero  sigamos  mi  tema  —  interrumpió 
la  señorita.  —  Salvo  que  aceptemos  la  fogosa  teo- 
ría de  Preyer,  dicho  sea  sin  metáfora,  con  sus  "pi- 
rozoarios",  o  gérmenes  que  han  vivido  cómoda- 
mente en  el  fuego,  considero  difícil  salir  del  paso. 

— Entonces  ¿porqué  no  se  embarca  en  la  teo- 
ría de  los  "cosmozoarios"  del  médico  Richter  y 
el  botánico  Cohn?  Según  ellos,  los  gérmenes  de 
vida  han  podido  venir  de  otros  mundos  transpor- 


146  MARTÍN   Gil, 

tados  por  los  meteoritos  o  piedras  del  cielo  que 
caen   a   la   tierra. 

— Conozco  esa  manera  de  ver  y  las  objeciones 
que   se   formularon.  .  . 

— Sí,  pero  con  un  poco  de  buena  voluntad  se 
salvan  los  inconvenientes  del  calor  y  del  frío ;  pues 
se  ha  dicho  que  los  meteoritos  llegan  aquí  conver- 
tidos en  una  brasa,  debido,  como  todos  saben,  al 
roce  con  nuestra  atmósfera,  o  mejor  dicho,  a  la 
compresión  ejercida  por  la  atmósfera,  así  que  lo> 
gérmenes  transportados  perecerían ;  pero  se  obser- 
vó inmediatamente  que  esos  gérmenes  podían  ve- 
nir muy  bien  en  el  interior  del  meteorito,  pues 
debido  a  la  velocidad  portentosa  de  la  caída,  atra- 
viesan nuestra  atmósfera  en  unos  cuantos  segun- 
dos, y  por  lo  tanto,  no  alcanzan  a  calentarse  to- 
talmente. 

— Es  verdad;  dicen  que  sorprende  grandemente 
el  tocar  el  interior  de  esas  piedras  del  cielo  cuan- 
do aun  se  encuentran  rojas,  humeantes,  pues  el 
frío  es  tan  intenso  que  quema  también ! 

— Es  claro,  pues  que  antes  de  tocar  la  atmós- 
fera, es  decir,  pocos  segundos  antes,  esos  cuerpos 
tenían  la  temperatura  del  espacio,  cerca  de  273  gra- 
dos bajo  cero. 

— Pero  entonces  ya  nos  pasamos  a  la  otra  al- 
forja;  los   gérmenes   morirían   de    frío... 

— Espérese.  En  el  instituto  *'Jenner"  se  ha  com- 
probado la  vida  tranquila  y  feliz  de  algunas  es- 
poras y  bacterias  a  252  grados  bajo  cero!! 


MODOS   DE  VER 


147 


-  -Ivt'liro    mi    ohservaciuií. 

— Todo  eso  es  muy  bonito  y  conocido ;  sin  em- 
bargo prefiero  la  teoría  formulada  por  Arrhenius 
y  otros  sabios :  la  "panspermia".  El  espacio  infini- 
to está  lleno  de  gérmenes  de  vida  —  dicen  esos 
señores — esos  gérmenes  caen  sobre  los  astros  en- 
friados como  la  tierra  u  otros  planetas,  o  si  uste- 
des quieren,  los  planetas  encuentran  a  los  gérme- 
nes en  su  marcha  por  el  espacio.  .  . 

— ¿Y  cómo  han  sido  dispersados  esos  gérmenes 
en  el  espacio  ?  ¿  de  dónde  salen  ?  ¿  Quién  los  largó 
a   rodar  cielos?  —  preguntó  alguien. 

— La  pregunta  es  grave,  sin  duda.  .  .  Suponga- 
mos con  lord  Kelvin,  que  provienen  de  los  mundos 
llenos  de  vida  que  han  chocado,  pulverizándose  en 
el  espacio.  .  . 

— Siento  mucho  no  poder  suponer  eso,  pues  un 
sin:y)le  razonamiento  me  dice  que  debido  al  choque, 
los  dos  mundos  quizá  arderían  íntegros ;  después, 
eso  no  explica  el  origen  primero .  .  . 

— ¡  Ah !  pierde  usted  la  esperanza  de  encontrar 
el  origen  primero  de  nada .  .  . 

— Y  porqué  no  suponen  —  replicó  una  señora  — 
que  esos  gérmenes  de  vida  fueron  dispersados  por 
la  mano  invisible  del   gran   sembrador? 

— Como  ustedes  gusten.  Pero  no  olviden  que  es- 
tamos discutiendo  la  posibilidad  del  viaje  de  esos 
gérmenes  en  el  espacio ;  es  decir,  cómo  andan,  y 
cómo  caen  al  fin. 

— Por  algo  así  como  un  silencioso  e  impercepti- 


148  MARTÍN   OTI, 

ble  vendaval  que  reina  en  todo  el  universo  —  re- 
plicó la  señorita ;  —  por  una  nueva  fuerza  descu- 
bierta, la  antitesis  de  la  gravitación;  por  algo  que 
hacía  falta  para  concebir  sin  mucha  pena  la  eter- 
nidad de  la  materia...   no  obstante  Mr.  Le  Bon. 

— ¡  Ah,  sí !  La  fuerza  repulsiva  de  la  luz  o  pre- 
sión de  Maxell-Bartoli. 

— ;Pero  no  es  cosa  tan  nueva :  Képler  ya  la  vis- 
lumbró en  la  formación  de  las  colas  cometarias,  aun- 
que nadie  le  hizo  caso  a  Képler,  inclusive  el  mismo 
Newton. 

— Ni  más  tarde  a  Euler.  A  Maxwell  y  Bartoli 
les  cupo  la  suerte  de  dar  en  la  tecla,  haciendo'  ver 
y  midiendo  en  el  gabinete  de  física  esa  fuerza  Ve- 
pulsiva. 

— Siempre  lo  de  ver  y  creer. 

— Sí,  pero  comprender  también  es  ver.  Exigir 
que  todo   entre  por  los   ojos,   es   muy  vulgar. 

— Esa  fuerza  es  la  que  agita  a  nuestro  sol  y 
a  los  millones  de  estrellas,  esparciendo  una  lluvia 
impalpable  y  sutilísima  de  su  propia  substancia  ha- 
cia  el   espacio   infinito. 

— Que  sería  como  el  polen  de  esas  grandes  flo- 
res  del  cielo  —  agregó   un  caballero. 

— Ahora  bien;  la  velocidad  con  que  son  proyec- 
tadas esas  partículas,  depende  de  su  densidad  y  de 
su  tamaño.  Sabios  eminentes  y  originales  se  han  da- 
do el  trabajo  de  calcularla,  pero  únicamente  para 
el  sol,  por  conocerse  bastante  bien  su  poder  repul- 
sivo debido  al  rechazo  de  las  colas  cometarias,  y 


MODOS   DK  VER  149 

más  que  bien  su  poder  atractivo.  Se  toma  siempre 
como  unidad  de  densidad  la  del  agua.  Bueno,  pues ; 
se  ha  calculado  que  una  partícula  esférica  de  un 
diámetro  de  quince  diezmilésimo  de  milímetros 
(0,0015  mm.),  colocada  cerca  de  la  superficie  del 
sol,  se  mantendría  en  equilibrio,  es  decir,  la  fuerza 
de  atracción  resultaría  contrarrestada  por  la  de  re- 
pulsión. 

— Maxwell  "versus"  Newton. 

— Justamente. 

— Pero  siempre  que  esa  partícula  refleje  total- 
mente los  rayos  luminosos  —  dijo  un  caballero. 

— Sí ;  esa  enmienda  la  hizo  Schwarzschild.  Aho- 
ra, si  el  diámetro  de  la  partícula  es  inferior  a  ese 
valor  de  0,0015  mm.,  triunfa  la  fuerza  repulsiva 
y  se  aleja  para  siempre  del  sol. 

— Pero  hasta  por  ahí  no  más  el  achicamiento ; 
pues,  según  el  perspicaz  Schwarzschild,  si  el  ta- 
mnño  de  la  partícula  llega  a  ser  inferior  a  los  tres 
décimos  de  la  longitud  de  la  onda  de  los  rayos  lu- 
minosos incidentes,  cesa  el  rechazo,  triunfando  aho- 
ra la  gravitación :  la  partícula  volvería  al  sol. 

— Me  alegro  por  Newton,  cuyo  espíritu  lo  con- 
sidero contrariado  con  tales  novedades  —  dijo  una 
señora. 

— De  lo  que  se  deduce  que  no  podría  aplicarse 
la  ley  de  repulsión  a  los  gases.  .  .    (i) . 

— Ahí  tiene  usted  un  inconveniente  para  la  ex- 


(i)    Después   se   ha   demostrado   que   sí. 


1^0  MARTÍN   GIL 

plicación  satisfactoria  de  las  colas  cometarias  — 
dijo  un  caballero. 

— Pero  las  tales  colas  no  están  formadas  exclu- 
sivamente por  gases,  sino  también  por  partículas... 

— Bueno;  los  sabios  se  arreglan  cargando  a  esos 
gases  de  un  potencial  eléctrico  —  de  lo  que  no  hay 
la  menor  duda  —  para  que  se  rechacen  o  atraigan 
según  el  caso. 

— Muy  cómodo.  Pero  dejemos  las  colas  y  siga- 
mos con  nuestra  partículas. 

— ¿Cuál  debe  ser  su  tamaño  para  que  sufra  el 
máximum  del  rechazo,  según  esos  señores  origi- 
nales ? 

— Cuando  la  circunferencia  de  la  partícula  sea 
igual  a  la  longitud  de  la  onda  de  irradiación.  En 
tal  caso,  la  fuerza  repulsiva  es  19  veces  mayor  que 
la  atractiva. 

— Sin  embargo,  entiendo  que  se  han  comproba- 
do  velocidades   de   rechazo   doble  de   ese   valor. 

— Cierto. 

— Pero  vamos  al  grano  —  dijo  una  señora.  — 
¿Habría  gérmenes  vitales  de  un  tamaño  tan  ínfimo 
como  los  que  dan  ustedes,  para  que  pudieran  via- 
jar por  los  espacios  a  impulso  de  esas  fuerzas  re- 
volucionarias ? 

— Según  los  sabios  Raelhman  y  Gaidukow,  exis- 
ten ultramicroorganismos  de  un  tamaño  inferior  a 
diez  y  seis  cien  milésimos  de  milímetro,  0,00016 
mm. ;  ahora  una  partícula  de  ese  tamaño,  de  den- 
sidad igual  a  la  del   agua  y  completamente   ref le- 


MODOS   DE  VER 


151 


jante,  se  encuentra  en  condiciones  de  experimentar 
el  máximum  de  la  fuerza  repulsiva.  Según  Arrhe- 
nius,  dicha  partícula  llegaría  del  sol  a  la  tierra  en 
56  horas. 

— Pero  quizás  sería  difícil  que  un  germen,  es- 
pora o  lo  que  sea,  reúna  todas  las  condiciones  men- 
cionadas. 

— Justamente,  Arrhenius  toma  en  cuenta  esos  in- 
convenientes y  calcula  una  fuerza  muy  moderada 
— más  o  menos  cuatro  veces  superior  a  la  de  gra- 
vitación —  para  hacer  viajar  un  germen.  Resulta 
entonces  que  partiendo  del  sol,  por  ejemplo,  lle- 
garía a  Marte  en  20  días ;  a  Júpiter  en  80 ;  a  Nep- 
tuno  en  14  meses  y  a  la  estrella  doble  alfa  del  Cen- 
tauro, el  sol  que  sigue  en  distancia  al  nuestro,  en 
nueve  mil  años. 

— Bueno,  pero  ese  germen  viajero  debe  tener  ene- 
migos mortales,  como  ser,  el  frío  del  espacio,  la 
luz  solar  recibida  constantemente,  la  sequedad  ab- 
soluta,  los   ravos   mortíferos   ultravioleta... 

— A  todos  esos  argumentos  se  ha  respondido  sa- 
tisfactoriamente. 

— Cuanto  a  lo  del  frío  recordemos  los  experi- 
mentos del  instituto  **Jenner". 

— Y  los  de  Macfadyen  —  agregó  un  caballero  — 
microorganismos  viviendo  seis  meses  a  doscientos 
grados  bajo  cero ! ! 

— ¡  Qué  animales  ! .  .  . 

— Y  al  fin  no  es  mucha  la  diferencia  entre  esa 
temperatura  y  la  del  espacio  interplanetario. 


lü'¿  .MARTÍN'   GIL 

— Respecto  a  la  acción  mortífera  de  la  luz,  es 
cierto;  pero  hay  algunos  microorganismos,  como 
el  "tyrothix  Icabir",  de  Ducloux,  que  resiste  un  mes 
a  la  acción  de  la  luz  solar. 

— Si  me  permitiera  el  señor  Ducloux  —  replicó 
una  señora  —  yo  le  rebajaría  la  mitad  a  ese  mes 
de  resistencia  de  su  microbio,  por  las  treinta  no- 
ches del  mes. .  .  pues  el  germen  viajero  por  los  es- 
pacios, no  tiene  noche,  sino  día  constante. 

— Muy  bien  observado. 

— Respecto  al  argumento  de  la  sequedad  del  es- 
pacio, los  botánicos  contestan  que  hay  una  alga, 
la  "pleurococcus  vulgaris"  que  vive  bien  durante 
cinco  meses  en  un  ambiente  absolutamente  reseco. 
Por  otra  parte,  el  sabio  Roux  piensa  que  la  acción 
fatal  de  la  luz  solar  sobre  los  microorganismos, 
se  debe  a  una  especie  de  oxidación  producida  por 
los  elementos  de  la  atmósfera ;  y  como  en  el  espa- 
c  no  hay  atmósfera,  se  deduce  que  los  gérmenes 
vagabundos  no  sufrirían  por  la  luz  solar. 

— Eso  está  por  verse.  ¿Y  cuál  sería  el  mecanis- 
mo para  que  .un  germen,  supongamos  terrestre,  se 
fuera  a  rodar  cielos? 

— Los  sabios  le  arreglan  el  viaje  fácilmente  — 
dijo  la  señorita.  —  Según  Arrhenius,  una  espora  de 
diez  y  seis  cien  milésimos  de  milímetro,  puede  ser 
elevada  a  cien  kilómetros  de  altura  por  una  leve 
corriente  de  aire  de  dos  metros  por  segundo,  pu- 
diéndose mantener  a  esa  altura  de  cien  kilómetros, 
durante  años,   pues   el  mismo   germen   elevado  tan 


MODOS    DE   VER 


153 


sólo  a  83  metros  demoraría  un  año  cayendo  a  la 
tierra. 

Ahora,  llevada  nuestra  espora  a  esa  respetable 
altura  primera,  allí,  donde,  según  el  sabio  citado 
se  forman  las  auroras  polares  por  las  descargas 
eléctricas  de  las  partículas  llegadas  del  sol,  la  es- 
pora se  cargaría  de  esa  electricidad ;  entonces,  por 
tener  el  mismo  signo  que  el  de  las  partículas  sola- 
res, sería  rechazada,  alejándose  para  siempre  de  la 
Tierra. 

— Ahí  tienen  ustedes  un  viaje  barato  y  sin  pre- 
parativos —  dijo  una  señora,  bostezando  —  pero 
francamente,  creo  que  estamos  tan  a  obscuras  co- 
mo antes,  pues  a  cualquiera  se  le  ocurre  pregun- 
tar de  dónde  salieron  esas  semilla's  de  vida  que 
pueblan  los  espacios,  fecundadoras  de  astros  en- 
friados, como  la  Tierra. 

— Conforme  —  dijeron  varias  voces  —  ni  de  la 
vida  ni   de  la  muerte  se   sabe   una   palabra. 

— Y  poco  de  lo  demás. 

— Así  es  —  replicó  un  concurrente  —  pero  mL 
parece  que  se  gasta  inútilmente  ingenio  y  tiempo 
remontándose  a  los  espacios  en  busca  del  origen 
de  la  vida ;  y  me  fundo  en  una  consideración  sen- 
cilla :  si  la  materia  viviente,  la  orgánica,  como  se 
dice,  está  formada  íntegramente  de  la  inorgánica  ; 
si  nuestro  cuerpo,  como  el  de  la  planta,  el  ave  o  el 
microbio,  se  compone  de  unos  cuantos  elementos 
simples,  como  ser  carbono,  nitrógeno,  oxígeno,  hi- 
drógeno, cal,  hierro,  fósforo,  etc.,  es  absolutamente 


154  MARTÍN  Gil. 

lógico  ir  a  buscar  el  secreto  donde  esos  elementos 
se  encuentran  a  mano  y  a  rodos,  es  decir,  aquí  no 
más,  sobre  la  Tierra. 

— Tiene   usted  mucha   razón. 

— Ahora,  el  secreto  quedaría  descubierto  cuando 
se  sorprenda  el  momento  preciso  y  maravilloso  del 
paso  de  la  materia  inorgánica  a  la  viva. 

— Sobre  ese  misterio  hay  estudios  interesantes, 
admirables  —  replicó  la  señorita.  —  Sin  ir  más  le- 
jos: los  cuerpos  coloidales,  o  si  ustedes  quieren,  el 
estado  coloidal  de  muchos  metales,  como  la  plata, 
el  oro,  platino,  etc..  esos  "fermentos  inorgánicos", 
como  se  les  llama,  porque  se  comportan  exacta- 
mente   como   los    fermentos    orgánicos. 

— Conozco,  entre  otros,  un  interesante  trabajo  de 
nuestro  sabio  y  joven  compatriota  Ángel  Gallardo 
—  dijo  un  caballero. 

— Por  ejemplo  —  prosiguió  la  señorita  —  el  pla- 
tino en  estado  coloidal,  transforma  el  alcohol  en 
ácido  acético,  exactamente  como  si  se  operara  con 
la  batería  del  "mycoderme  aceti".  y  así,  muchos 
otros  fermentos  inorgánicos  producen  efectos  idén- 
ticos al  de  ciertas  bacterias  y  microbios.  Otra  cosa 
curiosa :  los  mismos  venenos  que  paralizan  o  de- 
tienen la  acción  de  los  fermentos  orgánicos,  influ- 
yen exactamente  sobre  los  coloides.  El  ácido  cia- 
nhídrico, por  ejemplo,  en  proporción  ultra-infini- 
tesimal :  ¡  un  gramo  disuelto  en  veinte  mil  metros 
cúbicos  de  agua  ! . . . 

— Señores,  muy  buenas  noches  —  dijo  la  dueña 


MODOS   DE  VER 


155 


de  casa  —  todo  muy  interesante,  sorprendente,  si 
ustedes  gustan,  pero  no  hemos  adelantado  nada  y 
la   noche   se   va. 

Tenía  razón.  Las  horas  se  habían  deslizado  so- 
bre la  gran  bóveda  azul,  recogiendo  al  pasar,  y  muy 
discretamente,  las  más  lindas  estrellas  del  verano, 
para  dar  vía  libre  a  las  de  otoño,  que  ya  venían 
remonatndo   la   amplia  curva   oriental. 

Mientras  Orion  y  Los  Gemelos  se  desmorona- 
ban fulgurantes  hacia  el  abismo,  la  abrillantada  hoz 
del  León  había  culminado  ya,  tocándole  el  turno 
a  Denébola. 

El  Boyero,  al  NE.  lucía  su  topacio  gigante,  Arc- 
turo.  Mientras  el  Escorpión  y  el  Serpentario,  ten- 
didos largo  a  largo  a  poca  altura  sobre  el  horizon- 
te, trepaban  en  silencio  la  eterna  escala  de  los  cie- 
los. El  Centauro,  la  Cruz  y  el  Navio,  ceñidos  por 
la  Vía  Láctea,  proclamaban  el  triunfo  incontrasta- 
ble de  nuestro  cielo  austral. 

En  la  tierra,  sobre  la  inmensa  pampa,  reinaba 
un  profundo  silencio,  interrumpido  de  vez  en  cuan- 
do por  el  golpe  perezoso  y  lejano  de  los  molinos, 
esos  fieles  guardianes  de  las  aguadas,  accionando 
semidormidos  al  suave  impulso  de  la  brisa  perfu- 
mada. 

Con  razón  decíamos  que  no  hay  temas  más  fe- 
cundos que  los  inabordables .  .  . 

Bell   Ville,   1911. 


SUPERIORIDAD  DE  LOS  MARTENSES 


Al    señor    Carlos    Gutiérrez. 

Los  lectores  de  ''La  Nación"  habrán  leído,  sin 
duda,  el  interesante  artículo  de  Max  Nordau,  de 
hace  poco,  sobre  el  problema  trascendental  de 
la  comunicación  interplanetaria,  especialmente  con 
Marte. 

El  eminente  escritor  y  filósofo,  con  la  precisión, 
elegancia  y  claridad  que  lo  distingue,  hace  dialogar 
amablemente  a  un  astrónomo,  una  señorita  norte- 
americana y  no  recuerdo  a  quien  más,  sobre  ese 
tema  tan  elevado,  dicho  sin  metáfora.  Después  de 
discutir  ampliamente  el  caso  y  convenir  en  la  no 
imposibilidad  de  la  comunicación,  nuestras  ilusio- 
nes van  a  parar  por  los  suelos,  pues  resulta  que 
habríamos  trabajado  inútilmente,  al  divino  cohete, 
porque  no  podríamos  comprender  a  los  martenses. 
Y  no  podríamos  comprenderlos  porque  es  tan  gran- 
de la  inteligencia  y  civilización  a  que  han  llegado 
estos  caballeros  en  comparación  de  la  nuestra,  que 


MODOS  DE  VER  1^' 

los  hombres  más  geniales  de  aquí  abajo  harían  el 
papel  de  monos  inferiores  al  lado  de  nuestros  com- 
patriotas  de  arriba.   ¿A   qué   se   debería   esta   dife- 
rencia tan   deprimente   y   abrumadora,   según   Nor- 
dau?   Al    estado   de   evolución    del    planeta    Marte, 
mil  veces  más  avanzado  que  el  nuestro.   En  otros 
términos:  a  que  Marte  es  más  viejo  que  la  Tierra; 
y   sabemos   que   el   diablo   es   diablo   por   ser  viejo. 
Es  verdad ;  esta  es  la  manera  general  y  corriente 
de    ver    el    problema,    pero    debemos    recordar    que 
muchas  veces  las  cosas  más  corrientes  y  generales 
suelen  ser  las  menos  ciertas.  Daré  mis  razones  en 
las  que  fundo  mi  manera  distinta  de  ver  la  cuestión, 
sin  que  pretenda  estar  en  lo  cierto.  No  me  impulsa 
un  amor  propio  terráqueo,  ni  mucho  menos  aquel 
orgullo  egocéntrico  de  los  antiguos.   Por  el  contra- 
rio, creo  que  la  vida  orgánica  en  cualquier  punto 
del  universo  y  en  cualquier  forma  que  se  manifies- 
te, no  ha   de  pasar  de  una  triste  ridiculez,   de  un 
fenómeno  tragi-cómico.  Me  lleva  cierta  inclinación 
a  los  enigmas  trascendentales,  al  misterio  universal, 
a  todo  lo  que  se  encuentra  un  poco  más  arriba  de 
la   Bolsa  de   Comercio,   del  maíz,   de   los   animales 
gordos  y  de  las  carreras ;  aunque  también  cultive 
con  entusiasmo  discreto  algunos  de  estos  ramos,  ex- 
cepto el  primero  y  el  último.  Estamos,  pues,  muy 
lejos    del    simpático    Guillermo    del    bello    libro    de 
Nordau. 

Bien,  pues ;  se  dice  que  siendo  el  planeta  Marte 
mucho  más  viejo  que  la  Tierra,  los  habitantes  de- 


I.tó  MARTÍN    Gil. 

hen   llevarnos  muy  adelante  en  progreso  y   sabidu- 
ría.   Ante   todo,   debemos  convenir   en   que   eso   de 
vejez  y  juventud,  no  son  conceptos  muy  claros,  auii 
((ue  lo  parezcan,  ya  se  apliquen  en  la  tierra  comu 
en  el  cielo. 

Dada  la  secreta  armonía  que  liga  todas  las  co- 
sas, podríamos  comparar  sin  violencia  la  evolución 
orgánica  de  un  hombre  con  la  de  un  planeta.  Sa- 
bemos que  hay  jóvenes  viejos;  jóvenes  blancos  de 
canas,  arrugados,  friolentos,  decrépitos;  y  viejos  jó- 
venes, más  tersos  y  lustrosos  —  sin  cosméticos,  se 
entiende  —  que  una  manzana ;  tan  llenos  de  vida  y 
alegría  que  es  menester  andar  atajándolos  con  el 
indiscreto  recuerdo  de  sus  años  cumplidos.  Y  es 
ese  un  error,  pues  cada  uno  tiene,  como  se  ha  di- 
cho, la  edad  de  sus  arterias.  Y  quien  dispone  de 
buenas  arterias,  goza  de  un  cuerpo  caliente,  y  calor 
es  vida,   juventud. 

En  cambio,  el  organismo  del  joven-viejo  ha  evo- 
lucionado rápidamente,  llegando  muy  pronto  a  ce- 
rrar el  ciclo  visible  con  la  muerte.  ;  Pero  acaso  po- 
dríamos decir  que  por  haberse  adelantado  en  la 
evolución,  por  haber  recorrido  el  camino  más  de 
prisa,  este  joven-viejo  ha  debido  sobrepasar  en  co- 
nocimiento, en  sabiduría  a  nuestro  viejo- joven? 

En  el  cielo  también  hay  astros  jóvenes-viejos  y 
viejos- jó  venes. 

La  vida,  la  longevidad  de  un  astro  depende  di- 
rectamente de  su  masa :  a  mayor  masa,  inayor  vida, 
puesto  que  mientras   mayor   sea   aquella   contendrá 


MODOS   DK   VER 


16t) 


más  calor  originario  y  demorará  más  en  enfriarse 
y  en  secarse.  La  Luna  es  más  bien  hermana  melliza 
de  la  Tierra  que  hija.  Relativamente,  es  decir,  com- 
parando las  masas  de  Luna  y  Tierra,  la  Luna  re- 
sulta el  satélite  de  mayor  masa  de  todo  el  siste- 
ma planetario,  y  el  de  mayor  densidad  absoluta : 
es  casi  un  planeta.  Ella  se  desprendió  de  la  Tierra 
en  el  último  momento,  ya  hecha,  podríamos  de- 
cir ;  comenzando  —  permítaseme  el  símil  —  a  fi- 
gurar en  sociedad  a  la  par  de  su  hermana  o  madre 
por  división.  Luego.  Tierra  y  Luna  son  casi  de  la 
misma  edad  en  tiempo.  Pero  ¿quién  no  sabe  hoy 
que  la  Luna  es  un  astro  muerto,  un  pequeño  mun- 
do petrificado,  un  cascajo  celeste  desde  hace  cien- 
tos de  siglos ;  sin  aire,  sin  agua,  un  blanco  cemen- 
terio no  obstante  el  esfuerzo  hecho  por  algunos  as- 
trónomos yanquis  para  declararla,  aunque  más  no 
fuera  una  Varsovia  en  paz?  y  por  qué  envejeció 
y  murió  tan  pronto  nuestra  blanca  tía?  ¿Por  qué 
nos  ha  adelantado  en  la  marcha  evolutiva  como  se 
dice  de  Marte -^  Sencillamente  por  el  pecado  ori- 
ginal de  su  pequeña  masa  con  relación  a  la  de  la 
Tierra.  Por  la  misma  razón  que  una  esfera  de  hie- 
rro, supongamos  de  un  kilogramo,  calentada  a  tres- 
cientos grados,  se  enfría  mucho  antes  que  otra 
esfera  del  mismo  metal  y  de  ochenta  kilogramos 
igualmente  calentada  a  trescientos  grados.  El  peso 
de  la  Tierra  equivale  a  ochenta  y  una  veces  el  peso 
de  la  Luna..  Ahora,  supongamos  lo  que  es  perfecta- 
mente natural :  que  a  su  debido  tiempo  en  la  Luna 


1fi<^  MARTÍN   GIL 

también  hubo  humanidad,  como  diría  un  teólogo, 
cuando  pasó  como  la  Tierra  su  período  terciario, 
lo  que  debió  suceder  mucho  antes  que  aquí,  por 
haberse  enfriado  con  mayor  rapidez.  En  tal  caso, 
¿sería  lógico  pensar  (^ue  los  selenitas,  por  haberse 
adelantado  evolutivamente  a  nosotros,  alcanzaron 
una  civilización,  cultura  y  sabiduría  muy  superior 
a  la  nuestra  actual?  ¿No  se  les  habrían  apagado 
las  luces  en  medio  del  baile,  o  lo  que  es  más  justo 
pensar,  su  progreso,  sus  conocimientos,  ¿no  habrán 
sido  proporcionales  al  tiempo  de  su  vida  astral? 

Bueno,  pues,  el  planeta  Marte  es  un  joven-viejo 
de  los  cielos.  Según  las  vistas  cosmogónicas  actua- 
les, se  formó  mucho  después  que  la  Tierra.  Esta 
ya  era  madre  de  familia  cuando  el  joven  Marte 
apareció  en  el  vasto  salón  sideral.  Pero  aquí  está 
el  busilis,  me  parece :  la  masa  de  Marte  es  la  dé- 
cima parte  de  la  de  la  Tierra.  Se  necesitan  diez 
Martes  bien  pertrechados  para  equilibrar  en  peso 
a  la  Tierra.  Y  es  claro  entonces,  Marte,  no  obs- 
tante su  poca  edad,  ha  envejecido  pronto  por  ha- 
berse enfriado  mucho  más  rápidamente  que  la  Tie- 
rra, según  aquella  estrecha  relación  entre  la  longe- 
vidad y  la  masa  de  un  cuerpo  celeste. 


Los  que  no  aceptan  reforma  alguna  a  la  teo- 
ría cosmogónica  de  Laplace,  pueden  tener  razón 
en  considerar  más  viejo  a  Marte.  Quizás  es  esta 
la  manera  de  ver  del  doctor  Nordau.   Pero  es  el 


MODOS   DE  VER  161 

caso,  que  el  análisis  prolijo  y  a  fondo  de  la  con- 
cepción laplaceña,  ha  encontrado  fallas  e  inconve- 
nientes graves,  a  pesar  del  esfuerzo  de  ilustres  de- 
fensores como  Roche  y  otros.  Y  aun  aceptando  la 
mayor  edad  en  tiempo  de  Marte,  creo  fácil  demos- 
trar lo  que  nos  proponemos. 


Podríamos  razonar  exactamente  como  para  la 
Luna. 

Admitiendo  que  la  Naturaleza  no  disponga  ba- 
jar el  telón  en  Marte  y  en  la  Tierra  antes  de  con- 
cluida la  fiesta,  es  decir,  suponiendo  que  terrestres 
y  martenses  completen  su  ciclo  en  paz  y  en  armo- 
nía, ¿podríamos  aceptar  que  ambos  humanidades, 
diremos,  alcancen  el  mismo  grado  de  sabiduría? 

Y  estrechando  más  el  argumento :  el  valor  abso- 
luto de  la  parte  del  ciclo  vital  recorrido  hasta  hoy 
por  los  martenses,  ¿sería  superior  al  nuestro,  no 
obstante  llevarnos  adelante  en  la  evolución?  Vea- 
mos : 

El  conocimiento  ha  sido  parangonado  al  círcu- 
lo; comparación  muy  bonita  y  justa.  Aprovechemos 
y  generalicemos  el  símil. 

El  radio  del  círculo  o  del  ciclo  completo  de  los 
martenses  es  naturalmente  menor  que  el  radio  del 
círculo  o  ciclo  completo  de  los  terrestres,  por  aque- 
lla gran  diferencia  de  las  masas  de  ambos  planetas. 
Ahora  aunque  la  relación  de  la  circunferencia  al 
diámetro  de  ambos  ciclos  martense  y  terrestre  sea 


162  MARTÍN  GIL 

el  mismo,  puesto  que  el  valor  de  "pi"  es  una  can- 
tidad constante  e  inconmensurable  —  como  lo  es  el 
conocimiento  absoluto  de  las  cosas  —  no  sucede  lo 
mismo  con  la  superficie  de  esos  dos  círculos,  o  sea. 
si  se  quiere,  el  conocimiento  relativo  de  las  cosas ; 
pues  las  superficies  de  dos  círculos  son  proporcio- 
nales a  los  cuadrados  de  sus  radios.  Luego,  si  su- 
ponemos con  toda  justicia  que  el  radio  de  nuestro 
ciclo,  esto  es,  el  tiempo  de  evolución,  sea  por  ejem- 
plo tres  o  cuatro  veces  mayor  que  el  de  los  mar- 
tenses,  la  superficie  abarcada  por  nosotros  en  el 
terreno  del  misterio  universal,  del  conocimiento  re- 
lativo, sería  como  el  cuadrado  de  esos  números, 
es  decir,   "nueve"  o  "dieciseis"  veces  mayor. 

La  idea  o  creencia  en  la  habitabilidad  de  los  pla- 
netas de  nuestro  sistema,  me  parece  que  debe  irse 
restringiendo  a  medida  que  avanza  el  telescopio,  y 
el  espectroscopio,  muy  especialmente. 

Si  sobre  una  hoja  de  papel  figuramos  el  Sol 
con  un  punto  y  tiramos  nueve  líneas  horizontales 
y  paralelas,  cada  línea  representará  la  proyección 
de  la  órbita  de  un  planeta,  o  si  se  quiere  la  posi- 
ción de  dicha  órbita  respecto  al  Sol,  exceptuando 
la  quinta,  que  corresponde  a  la  zona  de  los  aste- 
roides, una  gran  manga  de  planetitas  enanos  en  nú- 
mero de  más  de  setecientos  hasta  hoy.  Cuanto  a 
las  distancias  relativas  de  las  líneas  entre  sí,  y  res- 
pecto al  Sol,  la  obtendríamos  fácilmente  interpre- 
tando la  sencilla  y  preciosa  ley  de  Titius-Bode.  Pe- 
ro no  necesitamos  esos  valores  para  lo  que  nos  pro- 


MODOS  DE  VER  1^^ 

ponemos.  Las  nueve  líneas  a  contar  desde  el  Sol, 
corresponderían  a  Mercurio,  Venus,  Tierra,  Marte, 
los  asterioides,  Júpiter,   Saturno,  Urano  y   Neptu- 
no.  Paso  por  alto  un  pequeño  planetita  excéntrico, 
Eros,   que  circula   clandestinamente   entre   la   quin- 
ta y  tercera  línea.  A  los  cuatro  planetas  compren- 
didos entre  el  Sol  y  la  quinta  línea  o  zona  de  los 
asteroides,  se  les  llama  inferiores ;  y  superiores,  a 
los  cuatro  restantes  situados  al  otro  lado  de  la  zo- 
na límite.  Bien,  pues ;  es  curioso  observar  que  los 
cuatro  planetas  inferiores  son   los  más  chicos,  los 
más  pobres  en  satélites ;  pero  los  más  densos,  los 
solidificados  y  los  que  giran  sobre  sí  mismos  con 
moderación,    decentemente,   exceptuando    Mercurio, 
que  según  observaciones  interesantes,  parece  no  gi- 
rar o  mejor  dicho,  que  el  valor  de  su  revolución 
axial  es  igual  al  de  su  revolución  orbital ;  respecto 
a  Venus  se  está  en  duda,  pero  hay  mayoría  en  fa- 
vor de  su  rotación.  Por  el  contrario,  los  otros  cua- 
tro planetas    superiores    son   de   dimensiones   colo- 
sales, pero  de  pequeña  densidad:  la  de  Saturno  es 
algo  mayor  que  la  del  corcho,  la  de  Júpiter,  Ura- 
no  y    Neptuno,    apenas    supera   a   la   densidad    del 
aceite.   Giran  sobre   sí   mismos  con  una  furia  ver- 
daderamente de  locos,  por  lo  menos  los  dos  colo- 
sos,  Júpiter  y   Saturno.   Todos   están  plagados   de 
satélites,   menos    Neptuno,   quizá   por   la   dificultad 
en    descubrírselos.    Mientras    la   velocidad   máxima 
de  rotación  de  un  punto  sobre  la  Tierra  es  de  cua- 
trocientos sesenta  y  cinco  metros  (465  m.)  por  se- 


164  MARTÍN  Gn, 

gundo,  en  Júpiter  es  de  doce  mil  metros  (12.000  m.) 
en  el  mismo  intervalo.  Todo  esto,  y  muchos  otros 
síntomas  que  dejamos  de  lado,  indican  a  las  cla- 
ras que  los  cuatro  grandes  planetas  superiores  es- 
tán retardadísimos  en  su  evolución.  Respecto  a  Jú- 
piter y  Saturno  se  puede  asegurar  que  aún  se  en- 
cuentran en  estado  fluido,  gaseoso  o  semiliquido,  y 
por  lo  tanto,  calientes.  Sin  embargo,  este  grupo 
superior  es  más  viejo  que  el  inferior;  viejo  en  tiem- 
po, pero  no  en  estado :  nacieron  mucho  antes  que 
los  interiores ;  son  los  niños  ancianos  del  sistema. 
La  causa  de  la  lentitud  en  recorrer  la  escala  de  la 
vida,  ya  la  conoce  el  lector :  la  enorme  masa  de 
esos  cuerpos  con  relación  a  la  de  los  cuatro  plane- 
tas inferiores  que  son  los  jóvenes-viejo. 

Ahora  bien;  si  los  cuatro  inmensos  hoteles  de 
nuestro  sistema,  Júpiter,  Saturno,  Urano  y  Neptu- 
no,  aún  no  están  listos  para  el  servicio  público,  se- 
rá menester  recurrir  a  los  del  primer  piso,  a  los 
inferiores  entre  los  que  se  encuentra  el  nuestro. 
Pero  resulta  que  Mercurio-Hotel  debe  ser  inaguan- 
table por  su  ubicación  tan  próxima  a  la  gran  cal- 
dera, el  sol,  y  por  otras  razones  más  graves  aún : 
hasta  estos  momentos  un  buen  número  de  astró- 
nomos y  físicos  discuten  la  existencia  de  atmós- 
fera en  Mercurio  y  también  su  rotación.  Hay  sus 
buenas  razones  en  pro  y  en  contra.  Después  de  es- 
tudiarlas y  meditarlas,  cada  uno  tiene  derecho  a 
opinar  y  elegir.  Yo  me  permito  estar  por  la  ne- 
gativa: Mercurio  carece  de  atmósfera  como  la  Lu- 


MODOS   DE  VEB  165 

na.  y  ejecuta  su  revolución  presentando  siempre  al 
Sol  el  mismo  hemisferio.  Las  consecuencias  de  ta- 
les condiciones  son  muy  serias  para  la  vida  orgá- 
nica. Si  aceptamos  el  procedimiento  de  cálculo  del 
sabio  Christiansen,  la  temperatura  media  del  he- 
misferio de  Mercurio  bañado  eternamente  por  la 
luz  solar,  llega  más  o  menos  a  trescientos  cincuen- 
ta grados  centígrados  (350  grados  c),  mientras  que 
en  el  hemisferio  opuesto  y  sumergido  en  una  no- 
che eterna,  reinaría  el  cero  absoluto,  esto  es,  dos- 
cientos setenta  y  tres  bajo  cero. 

Este  sería  Mercurio  en  el  peor  de  los  casos.  Su- 
poniendo en  el  mejor,  es  decir,  con  atmósfera,  y 
girando  en  más  o  menos  24  horas,  la  temperatura 
media,  según  otra  manera  de  apreciarla,  llegaría  a 
ciento  noventa  y  tres  grados  centígrados  (193  gra- 
dos c),  el  doble  del  agua  hirviendo!  Como  se  vé, 
Mercurio-Hotel  debe  estar  abandonado,  pero  las 
camas  sin  chinches.  El  que  sigue,  es  de  un  aspec- 
to muy  hermoso:  Venus-Hotel.  Como  todos  saben, 
se  encuentra  no  muy  lejos  de  Mercurio,  desgracia- 
damente. vSe  le  vé  brillar  a  gran  distancia,  pues  es- 
tá cubierto  por  un  denso  toldo  de  nubes  más  blan- 
co que  la  nieve,  lo  que  impide  explorar  el  interior 
del  edificio.  Cuenta  con  una  gran  atmósfera.  Si  no 
fuese  el  toldo,  la  temperatura  media  allí  alcanza- 
ría a  sesenta  y  cinco  grados  centígrados  (65  gra- 
dos c.)  ;  la  blanca  cubierta  debe  rebajarla  a  cua- 
renta grados  (40  grados  c),  algo  muy  respetable 
todavía.  El  toldo  también  impide  a  los  observado- 


166  MARTÍN  Gil, 

íes  de  conciencia  la  determinación  franca  y  segu- 
ra de  la  posición  del  eje  de  rotación  de  Venus,  así 
que  sería  aventurado  calcular  las  variaciones  de  la 
temperatura  en  sus  estaciones.  Con  esa  temperatu- 
ra media  de  40  grados,  ya  podríamos  imaginar  cuál 
sería  la  del  verano  allí  en  Venus,  tan  sólo  con  una 
inclinación  de  su  ecuador  para  con  la  eclíptica, 
igual  a  la  de  la  Tierra.  La  temperatrua  media  so- 
bre la  Tierra  es  de  diez  y  seis  centígrados. 

También  se  discute  la  rotación  de  Venus  sobre 
su  eje ;  sin  embargo,  hay  mayoría  por  la  afirma- 
tiva (en  cerca  de  24  horas),  en  vez  de  225  días, 
igual  a  la  de  su  revolución  orbital,  según  Scliiapa-- 
relli  y  compañía.  La  existencia  de  una  gran  atmós- 
fera en  Venus  es  un  grandísimo  argumento  contra 
las  vistas  de  Schiaparelli.  Parece  entonces  no  exis- 
tir inconvenientes  muy  graves  para  la  habilitabili- 
dad  de  Venus-Hotel.  Lo  que  sí,  sus  huéspedes  de- 
ben ser  negros  de  trompa  azul  y  mota  ensortijada 
como  resorte.  Después  de  Venus,  viene  Tierra-Ho- 
tel. Excuso  hablar  de  la  carestía  de  la  vida  en  es- 
te establecimiento.  Nos  falta  Marte-Hotel.  Todo 
el  mundo  conoce  las  crónicas  y  descripciones  fan- 
tásticas de  este  balneario  celeste.  Sus  exploradores 
y  agentes  más  acreditados,  como  Lowell  y  Picke- 
ring,  hacen  muchos  elogios.  Dicen  que  las  grandes 
manchas  azul-verdosas  consideradas  como  mares, 
son  llanuras  cultivadas,  y  sus  célebres  canales  en 
número  de  420,  valles  cutivados  también.  La  tem- 
peratura media  allí  se  calcula  entre  nueve  y  quince 


MODOS   DE  VER  167 

centígrados,  gracias  a  la  diafanidad  de  su  atmósfe- 
ra que  deja  pasar  casi  sin  pérdida  toda  la  luz  so- 
lar recibida.  Allí  puede  decirse  que  rinde  la  luz, 
pero  la  irradiación  nocturna  del  calor  acaparado  en 
el  día,  debe  ser  de  un  efecto  cruel  por  esa  misma 
diafanidad  y  escasez  de  vapor  de  agua.  Todo  está 
diciendo  que  reina  allí  la  tranquilidad  y  la  armonía, 
pero  de  esa  armonía  del  suave  descenso  del  otoño 
de  la  vida ;  con  la  perspectiva  de  un  lindo  mauso- 
leo. 

Acabamos  de  recorrer  los  ocho  hoteles  de  nues- 
tro sistema  planetario  a  más  de  la  romántica  posa- 
da de  la  Luna,  y  apenas  si  encontramos  tres  en  con- 
diciones decentes  de  habitabilidad,  que  son.  Venus, 
Tierra  y  Marte,  es  claro,  razonando  humanamente, 
de  acuerdo  con  nuestra  manera  de  considerar  posi- 
ble la  vida  ( i ) . 

Si  nos  fijamos  un  poco,  veremos  que  aquel  ino- 
cente orgullo  del  hombre  antiguo  por  considerarse 
el  rey  de  la  creación,  relativamente,  no  iba  muy 
descaminado,  aunque  haya  reyes  desnudos,  con  cua- 
tro plumas  en  la  cabeza,  lanza  y  argolla  en  la  na- 
riz. Pero  si  nuestra  humilde  republiqueta  o  siste- 
ma planetario  cuya  capital  es  el  Sol,  aun  no  está 
suficientemente  poblada,  no  hay  duda  que  lo  esta- 
rá más  tarde,  cuando  se  entreguen,  como  dijimos, 


(i)    Recientes    estudios    espectroscópicos    indicarían    que 
la  temperatura  media  en  Marte  sería  de  treinta  y  tantos 

baío    cem 


bajo   cero. 


168  MARTÍN  GIL 

al  servicio  público,  los  cuatro  grandes  planetas  su- 
periores. De  todas  maneras,  entre  los  millones  de 
soles  que  hormiguean  en  Ja  profundidad  del  espa- 
cio, muchos  deben  tener  como  el  nuestro,  su  cor- 
tejo de  planetas,  y  con  tan  plausible  motivo,  tam- 
bién debe  bailarse  allí  el  pericón  de  la  vida. 

En  fin ;  volviendo  al  tema  principal  de  estas  di- 
vagaciones, diré,  que  por  las  razones  dadas  al  co- 
mienzo, no  creo  en  la  superioridad  de  los  habitan- 
tes de  Marte  proclamada  por  Max  Nordau  y  mu- 
chos otros.  Al  contrarío,  estoy  seguro  de  que  un 
ilustre  terrestre  como  el  doctor  Nordau,  podría  en- 
señarle muchas  cosas  al  más  pintado  doctor  mar- 
tense. 

Setiembre  4  de   1910. 


8  rué  Henner,  París  le  23  Septer.  |  1910. 
Monsieur  Martin  Gil. 

Córdoba— R.   A. 
Monsieur : 

Mon  article  sur  les  martienS  a  eu  un  grand  mé- 
rite :  celui  de  susciter  le  vótre. 

Permettez-moi  de  vous  féliciter  de  votre  travail 
aussi  brillant  qu'érudit,  aussi  spirituel  que  cour- 
to?^ 

ous  avez  peut  -  étre  raison .   Je  n'ai  peut  -  étre 


MODOS  Dt  VER  169 

pas  tort.  Chacune  de  nos  deux  hypothéses  peut  se 
défendre;  aucune  ne  peut  se   démontrer. 

Je  suis  heureux  de  vous  avoir  donné  Timpulsion 
d'of  frir  un  pareil  régal  aux  lecteurs  de  "La  Nación" 
et  vous  prie  de  me  croire  votre  admirateur. 

Dr.  M.  Nordaxi. 


PRIMERO  KL  SOL 


No  necesito  conocer  personalmente  a  los  seño- 
res congresales  para  dedicarles  estas  reflexiones. 
Bástame  saber  que  hay  entre  ellos  muchos  que  gas- 
tan buen  sentido  en  el  recinto  y  fuera  de  él,  es  de- 
cir, que  estudian,  hablan  poco,  corto  y  bien,  y  no 
hacen  uso  de  la  medalla  para  contrariar  ordenan- 
zas municipales  ni  policiales. 

Como  saben  muy  bien  los  señores  legisladores, 
el  señor  ministro  de  instrucción  pública  ha  tenido 
la  idea  progresista,  aunque  no  me  animaría  a  ca- 
lificarla de  justamente  feliz,  de  autorizar  la  fun- 
dación de  un  magistral  observatorio  astronómico 
nacional,  mediante  un  gasto  total  de  más  o  menos 
un  millón  de  pesos,  si  no  estoy  mal  informado.  El 
gran  establecimiento  mirará  serenamente  al  cielo 
desde  nuestras  balsámicas  sierras  cordobesas,  tan 
propicias  para  las  exploraciones  del  infinito  como 
para  las  afecciones  del  pecho.  Con  tal  motivo  se 
ha  dicho  que  la  Argentina  dispondrá  del  telescopio 
más  potente   del  mundo.   Esto  es  muy  honroso  y 


MODOS   DE  VER  ni 

muy  liermoso,  aunque  tal  afirmación  no  se  ajus- 
te estrictamente  a  la  verdad.  Según  lo  publicado, 
nuestro  futuro  telescopio  gigante  será  un  "reflec- 
tor" de  un  metro  y  medio  de  diámetro  (i  m.  50), 
es  decir,  su  objetivo  lo  compondrá  un  espejo  de  ese 
diámetro.  Pero  sabemos  que  en  la  práctica  el  poder 
óptico  de  un  instrumento  "reflector"  es  más  o  me- 
nos la  mitad  del  de  un  "refractor"  de  igual  diáme- 
tro, es  decir,  de  un  anteojo  cuyo  objetivo  sea  una 
lente  y  no  un  espejo.  x\hora  bien;  el  refractor  ecua- 
torial del  observatorio  de  Yerkes  en  Norte  Amé- 
rica mide  un  metro  y  milimetros  de  diámetro ;  lue- 
go, el  espejo  del  nuestro  debería  excedr  de  dos  me- 
tros para  sólo  igualar  al  de  Yerkes.  Pero  tal  cues- 
tión, que  podría  discutirse  más  o  menos  teóri- 
camente, no  es  la  que  me  induce  a  escribir  estas 
lineas ;  apuntóla  de  paso  por  simple  respeto  a  la 
verdad  y  para  prevenir  toda  jactancia  patriotera 
sin  base  firme.  Es  otra  la  cuestión,  y  a  mi  ver, 
trascendental. 

¿Cuál  sería  el  fin,  el  rumbo,  el  propósito  de  es- 
te gran  observatorio? 

Su  programa  se  puede  vislumbrar  sin  error  muy 
grande :  se  trata  de  estudios  estelares  en  general ; 
de  nebulosas,  de  cometas,  de  espectroscopia  este- 
lar, completando  así  la  exploración  minuciosa  de 
la  parte  de  la  bóveda  celeste  inaccesible  a  los  ob- 
servatorios  del   hemisferio   Norte. 

Es  bueno  recordar  que  otro  gran  observatorio 
nacional,  el  de  Ea  Plata,  debe  o  debería  ejecutar 


172  MARTÍN   GIL 

idéntico  género  de  trabajos  dado  su  poderoso  ins- 
trumental. Y  por  variar,  el  gran  observ^atorio  del 
Cabo,  en  el  África,  situado  a  una  latitud  casi  idén- 
tica a  la  de  nuestros  dos  observatorios  naciona- 
les, y  por  lo  tanto  dominando  los  tres  la  misma 
porción  de  la  bóveda  celeste,  ejecuta  más  o  menos 
la  misma  índole  de  trabajos.  De  todos  modos,  me 
apresuro  a  manifestar  que  los  estudios  estelares 
modernos,  inclusive  los  de  nebulosas  y  cúmulos, 
son  de  una  gran  trascendencia  en  el  terreno  de 
la  ciencia  astronómica  pura  y  de  la  filosofía  na- 
tural. Los  trabajos  modernos  están  destinados  a  po- 
ner en  claro  en  un  futuro  próximo  ciertos  grandes 
problemas  de  cosmogonía  y  de  mecánica  celeste 
universal,  siendo  muy  numerosos  los  observatorios 
que  en  estos  momentos  se  empeñan  en  tal  afán. 

Pero  hablando  con  cierto  egoísmo  terráqueo  o 
animalesco,  si  se  quiere,  diríamos  que  el  hombre, 
sin  abandonar  las  especulaciones  trascendentales 
de  la  ciencia  pura,  tan  gratas  al  espíritu,  debiera 
comenzar  interesándose  por  los  grandes  problema-^ 
que  lo  afectan  de  inmediato ;  de  las  fuerzas  de  la 
naturaleza  a  que  está  supeditado  y  de  las  que  de- 
pende su  vida,   su  felicidad  o  su  desdicha. 

Las  estrellas,  esos  millones  de  soles  hermanos 
del  nuestro,  encuéntranse  muy  lejos  de  nosotros; 
la  luz  de  la  más  próxima  nos  llega  a  los  cuatro 
años  de  marcha  a  razón  de  dieciocho  millones 
(i8.ooo.ooo)  de  kilómetros  por  minuto.  Por  lo 
demás,  hasta  hoy  ha  sido  imposible  comprobar  que 


MODOS  DE  VER  173 

las  estrellas  ejerzan  la  más  mínima  influencia  so- 
bre nuestro  sistema  planetario,  y  por  lo  tanto,  so- 
bre la  Tierra  y  nuestra  vida.  Con  razón  los  poe- 
tas, al  cantar  a  las  estrellas,  lo  hacen  impulsados 
por_  la  idea  de  un  inmenso  abandono.  Realmente, 
ellas  ni  nos  miran  ni  nos  oyen. 

Pero  hay  una  sola  cuya  luz  nos  llega  en  ocho 
minutos  y  fracción,  fuente  de  toda  vida  y  movi- 
miento, de  toda  manifestación  de  energía  aquí  en 
la  Tierra  como  en  el  sistema  planetario.  Su  luz  pa- 
ra nosotros  equivale  a  la  de  un  foco  eléctrico  de 
trescientas  mil  (300.000)  bujías,  visto  a  un  me- 
tro de  distancia ;  el  calor  que  nos  envía  en  un  año 
es  suficiente  para  licuar  una  coraza  de  hielo  de 
cuarenta  y  dos  metros  de  alto  que  envolviera  la 
tierra  entera ;  sin  embargo,  ese  calor  interceptado 
por  la  Tierra  no  es  más  que  la  dos  mil  doscientas 
cincuenta  millonésimas  avas  partes  de  la  radiación 
total  de  esa  estrella. 

La  electricidad,  el  magnetismo  y  demás  fuer- 
zas sutiles  de  la  naturaleza,  tienen  su  origen  en  ella. 
Pero,  ¿  sería  menester  nombrar  a  esa  estrella  ? 
¿  Quién  no  conoce  al  Sol  ?  Hablando  estrictamente, 
la  estrella  más  cercana  a  la  Tierra  no  es  como  se 
dice  Alfa  del  Centauro,  sino  el  Sol.  Las  mentiras 
convencionales  también  rigen  en  astronomía  a  pe- 
sar del  noble  esfuerzo  de  Max  Nordau.  Va  sin 
decirlo,  que  la  Tierra,  como  sus  demás  hermanos 
planetas,  es  una  prisionera  de  esa  estrella  amari- 
lla que,  cual   una  araña  gigantesca,   retiene  en  su 


174  MARTÍN  Gil, 

malla  circular  e  impalpable,  un  enjambre  de  in- 
sectos globulares  sin  más  libertad  de  acción  que  la 
que  gozan  nuestras  pobres  muías  de  noria. 

Seamos  prácticos  dentro  de  la  misma  ciencia  pu- 
ra. Que  la  caridad  comience  por  casa  y  estudiemos 
primeo  el  Sol,  que  es  lo  que  nos  afecta  de  inmedia- 
to en  una  forma  absolutamente  imperativa  y  sin 
réplica.  Si  a  la  filosofía  en  general  se  le  conside- 
ra como  la  cúspide  de  todos  los  conocimientos,  me 
atrevería  a  afirmar  que  estudiando  al  Sol  sistemá- 
ticamente, se  llegará  a  hacer  filosofía  integral. 

Hay  en  estos  momentos  una  inmensa  y  solemne 
espectativa  científica  provocada  por  las  investiga- 
ciones de  heliofísica.  La  meteorología  moderna,  la 
sismología,  el  estudio  de  la  atmósfera  desde  el  pun- 
to de  vista  eléctrico,  el  magnetismo  terrestre  y  has- 
ta la  bacteriología,  están  pendientes  de  dichos  es- 
tudios. Bastaría  decir  que  en  general,  las  epide- 
mias, especialmente  la  difteria,  aparecen  en  la  épo- 
ca del  mínimum  del  Sol,  justamente  ahora,  del  año 
pasado  al  presente.  Sería  interesante  averiguar  si 
no  se  comprueba  actualmente  en  el  mundo  un  in- 
cremento muy  marcado  de  tal  enfermedad.  ¡  Qué 
inmenso  beneficio  no  reportaría  al  hombre  el  con- 
vertir en  ciencia  de  precisión  a  la  meteorología  y 
sismología,  por  ejemplo !  ¡  Predecir  con  exactitud 
suficiente  las  lluvias,  las  sequías,  el  calor,  el  frío, 
ios  ciclones,  las  inundaciones,  los  temblores  de  tie- 
rra, etc. !  Y  en  verdad  que  no  estamos  muy  lejos 


MODOS    DE   VER 


176 


de  ese  momento,  a  pesar  de  la  sonrisa  de  los  meteo- 
rólogos y  sismólogos  de  la  escuela  cristalizada. 

Más  por  ser  la  heliofísica  una  ciencia  de  ayer, 
apenas  si  se  dispone  de  unos  cuantos  observato- 
rios de  este  género  en  todo  el  mundo,  mientras  que 
los  dedicados  al  estudio  puramente  estelar  y  pla- 
netario, pasan  de  un  ciento.  Ahora  bien :  es  bue- 
no saber  que  la  Argentina  resulta  ser  no  solo  uno 
de  los  puntos  clásicos  del  globo  para  realizar  las 
grandes  operaciones  de  alta  geodesia,  que  resolve- 
rian  ciertos  problemas  magistrales  aun  pendientes, 
sino  también  la  región  ideal  del  hemisferio  austral 
para  complementar  los  estudios  de  física  solar  efec- 
tuados en  el  otro  hemisferio  y  poner  así  en  claro  el 
gran  misterio  del  Sol.  Esto  no  quiere  decir  que  de- 
biéramos jactarnos  de  nuestras  enormes  ventajas 
naturales,  pues  quizá  sería  provocar,  a  lo  menos  in 
mente,  reclamaciones  enojosas  ante  el  Creador  por 
tantos  pueblos   indigentes  en   dones  naturales. 

Sabemos  que  existen  dos  regiones  clásicas  en  el 
globo  donde  reinan  bajas  presiones  barométricas  en 
forma  constante :  una,  en  el  ecuador,  y  otra  en  los 
polos.  La  primera  es  de  origen  térmico,  produci- 
da por  la  dilatación  del  aire  en  virtud  de  la  radia- 
ción solar  y  la  fuerza  centrífuga;  la  otra,  la  de  los 
polos,  es  de  origen  mecánico,  ocasionada  por  un 
fenómeno  menos  simple,  aunque  fácil  de  compren- 
der. Debido  a  la  rotación  de  la  tierra,  todo  cuerpo 
en  movimiento  tiende  a  desviarse  hacia  la  dere- 
cha de  su  trayectoria  en  el  hemisferio  boreal  y  ha- 


176  MARTÍN  GIL 

cia  la  izquierda  en  el  austral.  Los  vientos  contra- 
alisios, cuya  acción  es  permanente,  al  descender  en 
las  regiones  polares,  se  encuentran  desviados  jus- 
tamente en  el  mismo  sentido  de  la  rotación  de  la 
Tierra ;  por  lo  tanto,  la  velocidad  con  que  llegan 
se  suma  a  la  pequeña  que  anima  a  esos  puntos  te- 
rrestres, resultando  asi  mayor  la  velocidad  del  ai- 
re que  la  giratoria.  Entonces  la  fuerza  centrífuga 
desarrollada  por  esa  masa  de  aire  atrae  o  llama, 
podríamos  decir,  al  aire  que  circunda  el  eje  de  ro- 
tación, produciéndose  entonces  una  baja  presión 
constante. 

Ahora,  si  en  la  curva  barométrica  del  ecuador  a 
los  polos  existen,  como  vemos,  dos  ''mínima",  las 
dos  depresiones  que  acabamos  de  indicar,  forzo- 
samente debe  haber  un  "máximo"  entre  esos  dos 
puntos  para  cada  hemisferio. 

La  experiencia  confirma  esos  dos  "máximum" 
a  las  respectivas  latitudes  de  30  a  32  grados.  Como 
vemos,  uno  de  esos  puntos  corresponde  medio  a 
medio  a  la  Argentina.  Tenemos,  pues,  la  suerte  de 
encontrarnos  ubicados  en  la  zona  de  altas  presio- 
nes, vale  decir,  de  atmósfera  relativamente  tran- 
quila y  firme,  impropia  para  la  formación  de  ci- 
clones, tornados  y  demás  fenómenos  atmosféricos 
violentos.  La  gran  muralla  de  los  Andes  quiebra, 
sm  duda  en  nuestro  obsequio,  la  furia  de  los  vien- 
tos del  Pacífico,  menos  en  la  región  patagónica. 
Gozamos,  pues,  de  un  ambiente  propicio  para  estu- 
diar en  sus  mínimos  detalles  los   fenómenos   sola- 


MODOS   DE  VER  l'<"7 

res-terrestres  en  general.  Todo  lo  contrario  le  pa- 
sa a  Norte  América,  donde  existen  actualmente 
los  observatorios  de  heliofisica  más  completos  y 
poderosos  del  mundo.  Pocas  regiones  del  globo 
más  azotadas  constantemente  por  tempestades  y 
ciclones,  y  con  cielo  más  variable  y  caprichoso. 
Siempre  la  ironía  del  bizcocho  y  las  muelas. 

El  continente  europeo  tampoco  se  presta  mu- 
cho para  el  estudio  completo  de  causa  y  efecto  en- 
tre los  fenómenos  del  Sol  y  de  la  atmósfera,  debi- 
do a  ciertas  complicaciones  provocadas  por  las  co- 
rrientes violentas  que,  cruzando  el  Atlántico  cho- 
can en  Europa,  según  Bigelow,  contra  el  área  per- 
manente asiática  de  alta  presión.  Luego,  entonces, 
para  complementar  fundamentalmente  los  estudios 
de  heliofisica  y  de  física  cósmica  realizados  en 
forma  trunca  por  Norte  América  y  Europa,  sería 
menester  la  creación  de  un  gran  observatorio  ar- 
gentino de  este  género.  Así  mataríamos  dos  gran- 
des pájaros  de  un  solo  tiro.  Reconozco  que  el  di- 
cho popular  no  me  viene  bien  en  estos  momen- 
tos, por  haber  prohibido,  como  ministro,  la  des- 
trucción de  los  pájaros,  lo  que  me  ha  valido  la 
burla  de  una  parte  de  la  prensa  de  la  docta  Cór- 
doba, mi  pueblo ;  aunque  me  apresuré  a  manifes- 
tar que  mi  decreto  comprendía  únicamente  a  los 
pájaros  y  no  a  los  animales  en  general. 

Cuando  hace  dos  años  tuve  el  honor  de  ofrecer 
el  Sol  al  señor  Presidente  de  la  República,  indica- 
ba la  gran  conveniencia  que  había  de  fundar  este 


178  MARTÍN   GIL 

observatorio  ,desde  el  doble  punto  de  vista  de  la  uti- 
lidad práctica  y  de  la  ciencia  pura. 

A  un  pais  como  el  nuestro,  cuyo  horizonte  sen- 
sible económico  es  y  será  siempre  agropecuario ; 
que  su  bienestar  social,  su  crédito,  su  política  \ 
hasta  el  número  de  sus  revoluciones  y  de  sus  au- 
tomóviles dependen  del  pluvímetro,  ¿no  le  intere- 
saría conocer  casi  a  ciencia  cierta  la  probabilidad 
inmediata  y  también  a  largos  plazos  de  su  suerte 
material,  y  disponer  de  la  facultad  más  trascen- 
dental que  existe,  como  es  la  de  prever  y  preve- 
nir ? 

En  fin,  ya  que  el  Poder  Ejecutivo,  despreciando 
al  Sol,  se  ha  desvinculado  del  sistema  planetario, 
yendo  a  parar  de  un  golpe  a  las  estrellas,  median- 
te la  fuerza  viva  del  dinero,  sea  entonces  el  Con- 
greso más  humano  y  realista;  no  salga  de  su  ór- 
bita si  no  quiere  perderse  en  el  vacío  y  funde  un 
templo  argentino  de  heliofísica  y  física  cósmica,  en 
obsequio  de  la  ciencia  moderna  del  Sol,  la  más 
humana,  positiva  y  útil  de  las  de  observación,  y 
la  que  encierra  más  sorpresas  maravillosas  y  más 
útiles  secretos  para  la  felicidad  del  hombre  y  de 
nuestros  colaboradores  y  compañeros  de  viaje:  los 
animales  y  las  plantas. 

Quizá  se  preguntará  en  la  Cámara :  ¿  costaría  mu- 
cho dinero  el  tal  observatorio?  ¿Qué  trabajos  eje- 
cutaría? ¿Quién  lo   dirigirá?,   etc. 

Con  lo  que  se  gastará  en  el  otro  observatorio 


MODOS   DE  VER 


179 


autorizado  por  el  Poder  i^jecutivo,  se  tendrían  dos 
observatorios  de   helio  física. 

Entonces,  fundemos  uno  por  lo  menos.  Los  tra- 
bajos a  ejecutarse  serían,  entre  otros:  registro  fo- 
tográfico cada  dos  horas  de  la  "fotosfera"  del  Sol 
(fáculas,  manchas  y  sus  medidas);  otro  registro 
en  igual  forma  de  la  "cromosfera",  mediante  el  es- 
pectroheliógrafo  ("protuberancias"  o  sea  erupcio- 
nes de  hidrógeno,  "flocculi"  o  nubes  de  vapores  de 
calcio)  ;  análisis  espectral  de  ciertas  rayas  miste- 
riosas ;  campo  electromagnético  en  las  mismas  man- 
chas del  Sol,  según  el  procedimiento  de  Hale. 

Ahora ;  estas  observaciones  sistemáticas  y  fun- 
damentales del  Sol  estarían  íntimamente  ligadas  a 
los  estudios  y  observaciones  de  metereología,  de 
electricidad  atmosférica,  ionización  del  aire,  co- 
rrientes telúricas,  fenómenos  sismológicos,  etc.,  eje- 
cutados por  el  mismo  observatorio,  pues  todas  es- 
tas cosas  son  simples  funciones  del  estado  del  Sol. 

Con  el  conjunto  armónico  de  datos  tan  precio- 
sos, se  formularían  predicciones  de  gran  importan- 
cia para  la  agricultura  y  navegación ;  para  la  ae- 
rostación, etc. ;  atreviéndome  a  decir  lo  mismo  pa- 
ra los  temblores  de  tierra,  sin  fijar  el  punto  toda- 
vía. 

Si  se  me  preguntara  quién  dirigiría  este  gran 
observatorio  argentino,  no  tendría  inconveniente  en 
contestar:  estaría  en  muy  buenas  manos  si  se  le 
entregara  al  sabio  metereologista  de  la  escuela  mo- 
derna, Francisco  H.  Bigelow,  a  quien  no  tengo  eí 


180  MARTÍN   GIL 

gusto  de  conocer  ni  de  vista,  pero  de  quien  conoz- 
co sus  trabajos  científicos.  Mr.  Bigelow  está  vin- 
culado a  nuestro  país  con  sus  estudios  sobre  el  si- 
cronismo  de  las  variaciones  de  los  fenómenos  so- 
lares y  los  elementos  meteorológicos  de  la  Argen- 
tina y  los  Estados  Unidos  de   Norte  América. 

En  el  mundo  científico,  el  señor  Bigelow  es  uni- 
versalmente  conocido,  especialmente  por  su  hipóte- 
sis para  explicar  las  relaciones  del  magnetismo  te- 
rrestre con  las  manchas  del  Sol.  Bigelow  sostiene 
la  acción  magnética  directa  del  Sol  sobre  la  Tie- 
rra. Pero  el  desarrollo  de  la  hipótesis  del  profesor 
Bigelow,  las  objeciones  que  se  le  han  formulado, 
etc.,  nos  llevarían  lejos  de  nuestros  propósitos.  Me 
basta  demostrar  que  se  trata  de  un  sabio  moderno 
de  ideas  avanzadas  y  vigorosas. 

Finalmente,  me  complazo  en  manifestar  que,  es- 
tablecido en  el  país  un  gran  observatorio  de  ese 
género,  mis  insignificantes  estudios  privados  de 
"amateur"  en  los  ígneos  campos  del  Sol,  tendrían 
muy  poco  valor.  En  fin,  sería  muy  fácil  encontrar 
un  gran  especialista  en  Europa  o  Norte  América. 

Julio  i^  de  1913. 


EL  NAUFRAGIO  DEL  "TITANIC" 


Los  náufragos  del  "Titanic"  han  tenido  razón 
de  impresionarse  con  la  belleza  del  firmamento  en 
el  instante  de  la  catástrofe.  El  lector,  como  yo,  ha- 
brá notado  desde  el  primer  momento  la  rara  Coin- 
cidencia de  los  relatos  telegráficos.  ¿Qué  significa 
eso?  ¿Quién  podría  fijarse  en  el  cielo  en  tal  emer- 
gencia? Por  lo  pronto,  se  deduce  que  entre  los  náu- 
fragos había  gente  de  espíritu. 

Conocidas   las  coordenadas   del  punto  y  la  hora 
local  del   suceso,  se  puede  reconstruir  matemática- 
mente el  cuadro  celeste.  Eso  es  lo  que  he  hecho-  v 
realmente,    he   quedado   vivamnte   impresionado   de 
la  ironía  sarcástica  de  la  naturaleza,  al  cerciorar- 
me de  la  belleza  superba  del  cielo  en  esos  momen- 
tos; pues  SI  se  pusiera  como  problema:  determinar 
la  época  del  año  en  la  que,  de  2  a  3  de  la  mañana 
corresponda  para  el  punto  del  globo  donde  se  hun- 
dió el   "Titanic"  el   cielo   más  hermoso,   responde- 
ña    sm    vacilar:    a    mediados    de   Abril.    Un    mari- 
no dira  SI  el  cuadro  celeste  es  suficientemente  justo 
ii^ntendido  que  los  momentos  del  choque  (loh  >^) 


182  MARTIN    GIL 

y  del  hundimiento  (2h  20m.)  corresponden  a  la 
hora  local  del  punto.  Bien,  pues ;  incorporémonos 
con  la  imaginación  y  sin  salvavida  a  los  pasaje- 
ros del  "Titanic".  Las  diez  y  veintitantos  minutos. 
Mar  en  calma:  cielo  estrellado;  frío  intenso;  pro- 
íundo  silencio.  Latitud,  cuarenta  y  un  grado  nor- 
te (+  41  grado)  ;  longitud  occidental,  cincuenta 
grados  (50  grados).  Navegamos,  por  lo  tanto  so- 
bre el  Gulf  Stream.  La  estrella  polar  fulgura  sua- 
vemente a  cuarenta  y  dos  grados  y  minutos  (42 
grados  11')  sobre  el  horizonte  Norte  del  barco.  Es- 
te hiende  el  mar  y  el  espacio  intrépidamente  pero 
sin  ruido,  siguiendo  el  hilo  invisible  de  su  línea 
loxodrómica,  camino  ligeramente  oblicuo  que  cor- 
ta a  todos  los  meridianos  bajo  el  mismo  ángulo. 

A  esa  hora  su  velocidad  es  imprudente :  veinti- 
trés nudos,  vale  decir,  cuarenta  y  dos  kilómetros  y 
medio  por  hora ;  casi  doce  metros  por  segundo.  La 
velocidad  máxima  de  un  caballo  de  carrera  en  la 
pista,  no  es  muy  superior  a  quince  metros  (15)  por 
segundo.  Las  ondas  hertzianas,  cual  invisibles  pa- 
lomas mensajeras,  han  surcado  el  espacio  en  to- 
das direcciones  anunciando  la  presencia  de  gran- 
des témpanos.  Seguramente  alguna  de  ellas  ha  to- 
cado el  aparato  receptor  del  ''Titanic".  Por  lo  tan- 
to, la  velocidad  desarrollada  es  temeraria,  no  tiene 
disculpa.  La  fiebre  del  "record"  en  velocidad  co- 
mienza a  hacer  más  víctimas  que  la  fiebre  tifus. 
Al  tifus  se  le  previene  con  el  agua  hervida  y  los 
filtros;  el  aturdimiento  no  tiene  remedio. 


MODOS   DE   VER  183 

Es  ya  la  hora  del  reposo  en  la  ciudad  flotante. 
Los  niños  duermen  tranquilos.  En  muchos  de  sus 
rostros,  suaves  y  aterciopelados,  se  dibuja  una  son- 
risa ;  es  que  sueñan  con  la  muñeca  rubia  de  gran- 
des ojos  azules  que  también  duerme  a  sus  pies,  o 
con  el  velocípedo,  o  con  el  cordero  cara  negra  que 
los  espera  en  casa  del  abuelo,  allá  lejos  todavía. 

Los  salones  de  juego  y  de  fumar  van  quedando 
desiertos.  Un  pequeño  grupo  de  hombres  en  traje 
de  etiqueta  rodean,  silenciosos,  un  tablero  de  aje- 
drez. Algunas  pocas  señoras  y  señoritas  conver- 
san, leen  y  hojean  las  revistas  ilustradas. 

Los  últimos  «record»  en  velocidad  de  los  aero- 
planos las  entusiasman ;  a  falta  de  un  aeroplano, 
se  consuelan  sabiendo  que  el  «Titanic»  llegará  an- 
tes que  cualquiera  de  los  grandes  buques  alemanes 
de  la  otra  compañía.  ¡Oh!  Llegar  primero  que  na- 
die, es  la  aspiración  suprema  de  todo  el  mundo  que 
se  mueve. 

Arriba,  sobre  cubierta,  el  aire  helado  y  sutil  cor- 
ta las  carnes. 

El  vigía,  desde  su  puesto,  cerca  de  la  proa,  es- 
cruta el  horizonte.  El  oficial  de  guardia,  desde  la 
torre  de  mando,  hace  lo  mismo.  El  cielo  entero 
palpita  dulcemente  al  fulgor  de  las  estrellas.  La 
bella  constelación  de  la  Osa  Mayor  o  El  Carro, 
con  sus  siete  estrellas  principales,  encuéntrase  atra- 
vesada sobre  el  meridiano  del  punto  en  que  se  na- 
vega en  esos  momentos,  a  una  altura  de  setenta  y 
dos  grados   (72  grados)   sobre  el  horizonte  Norte. 


184  MARTÍN   GIL 

A  las  II,  la  pequeña  constelación  de  los  Lebreles 
estará  sobre  le  mismo  cénit  del  «Titanic»,  quizá 
denunciando  con  sus  ladridos  el  fantasma  blanco, 
aunque  a  destiempo.  Hacia  el  Oeste  acaba  de  ocul- 
tarse Orion,  apenas  si  se  vislumbra,  casi  rasando 
el  mar,  su  estrella  principal,  Betelguese,  roja  como 
una  lágrima  de  sangre.  Más  arriba,  a  treinta  y 
cinco  grados  (35  grados)  van  los  Gemelos,  Castor 
y  Pólux  siguiendo  a  Betelguese ;  hacia  la  izquierda, 
bajando,  está  Procyon,  la  estrella  primaria  del  Can 
Menor;  al  Sud-oeste,  a  gran  altura,  la  constelación 
del  León. 

Al  NO.  la  hermosa  estrella  Capella  del  Cochero, 
a  veinte  grados  sobre  el  horizonte,  se  inclina  par- 
padeando ;  sigúela  Menkalina.  Estos  son  los  astros 
que  se  retiran  del  «Titanic»,  veamos  los  que  se 
apresuran  a  alcanzarlo,  a  prevenirlo,  a  auxiliarlo 
quizá  con  su  débil  luz. 

Demos  cara  a  popa;  al  E.,  algo  a  la  derecha,  a 
cincuenta  y  cinco  grados  sobre  el  horizonte,  viene 
la  constelació'h  del  Boyero  con  su  espléndida  estre- 
lla roja  Areturo.  Más  al  E.  encontramos  la  Corona 
Boreal,  parte  del  Serpentario  y  de  la  Serpiente. 
Más  abajo,  la  constelación  de  Hércules;  algo  a  la 
izquierda  de  Hércules,  a  diez  y  nueve  grados  (19 
grados)  sobre  el  horizonte,  sube  temblando  la  es- 
plendorosa estrella  Vega  de  la  Lira  de  una  blancu- 
ra incomparable ;  a  la  izquierda  de  Vega  asoma  el 
Cisne,  con  sus  más  lindas  estrellas.  Más  arriba, 
al  NE.,  la  constelación  del  Dragón ;  muy  próximo 


MODOS    DE   VER  186 

al  rumbo  Norte  y  a  buena  altura,  el  Cefeo.  Casi 
al  SE.,  a  flor  de  agua,  el  Escorpión  comienza  a 
asomar  sus  brillantes  garfios.  Al  SSE.,  la  conste- 
lación de  la  Virgen  con  su  bella  estrella  Espiga,  a 
treinta  y  cinco  grados  sobre  el  horizonte.  Al  Sur, 
divididas  por  el  meridiano  del  punto,  le  Cuervo  y 
La  Copa ;  al  SO.  La  Hydra,  con  su  estrella  roja 
Alfard. 

Son  más  o  menos  las  diez  y  media,  hora  local  del 
punto.  De  improviso  el  vigía  se  sacude  entero  co- 
mo por  una  corriente  eléctrica ;  aguza  su  vista  de 
águila,  pues  cree  ver  allá,  hacia  la  proa,  un  gran 
bulto  blanquizco.  Da  la  voz  de  alarma  al  oficial  de 
guardia,  pero  no  es  atendido.  Transcurre  un  mo- 
mento, el  buque  vuela ;  no  hay  duda  ya ...  Es  un 
enorme  témpano  a  setecientos  metros  de  proa,  dis- 
tancia que  el  buque  recorrerá  en  un  minuto  y  se- 
gundos si  no  se  retarda  su  marcha.  Se  ordena  dar 
máquina  atrás,  suena  la  campana  de  alarma,  acude 
el  capitán,  los  oficiales,  al  tiempo  que  se  oye  un 
chirrido  espantoso.  Un  sordo  y  hondo  sacudón  ha 
conmovido  todo  el  barco ;  un  fantasma  blanco,  de 
25  metros  de  altura,  intercepta  el  paso.  Sin  embar- 
go, no  se  nota  alarma  en  los  pasajeros.  Son  muy 
pocos  los  que  se  molestan  en  averiguar  las  causas 
del  sacudón ;  de  todos  modos,  el  buque  es  insumer- 
gible. Pero  por  algo  será  que  el  aparato  de  radio- 
grafía comienza  a  funcionar  nerviosamente.  «Acu- 
did sin  demora  —  dicen  en  silencio  las  ondas  hert- 
zianas,  cruzando  el  espacio  helado  en  todas  direc- 


1B6  MARTÍN   Glt 

clones ;  —  nuestra  posición  es  tal,  llegad  pronto, 
nos  hundimos».  En  silencio  también,  el  cielo  y  el 
mar  sonríen  tristemente.  El  gran  témpano,  con 
toda  la  estupidez  de  su  masa,  permanece  indife- 
rente. 

Se  ordena  a  gritos  reforzados  que  salga  todo  el 
mundo  con  su  salvavida.  Entonces  una  gran  ola 
humana  comienza  a  invadir  el  exterior  del  buque. 
Las  ondas  siguen  diciendo :  «¡  ¡  Acudid  sin  demora, 
sin  demora !»  Son  las  once.  Hacia  el  ESE.  se  ve 
emerger  del  agua  una  enorme  estrella  amarillo-ro- 
jiza; el  el  planeta  Júpiter,  exagerado  por  la  refrac- 
ción. 

Se  comienza  el  salvamento  largando  los  botes.  La 
gente  azorada,  sin  explicarse  bien  lo  que  pasa,  per- 
manece indecisa,  remolineando,  atolondrada  y  sin 
querer  ocupar  los  botes.  ¿Cómo  podría  ser?  El*  mar 
es  un  espejo,  el  cielo  una  maravilla.  El  mar  per- 
manece inmóvil,  gozando  al  poder  reflejar  sin  una 
sola  arruga  hasta  la  más  humilde  estrella;  y  el  cielo 
entero  se  muestra  complacido. 

«¡  Las  mujeres  y  los  niños  primero !»,  gritan  los 
oficiales,  obligándolas  a  ocupar  los  botes.  ¡  Mujeres 
y  niños,  mujeres  y  niños !  El  tiempo  pasa  y  el  bar- 
co comienza  a  tomar  una  posición  extraña;  como 
un  monstruo  herido  mortalmente  en  la  cabeza,  se 
inclina  hacia  adelante.  Sigue  el  salvamento  de  mu- 
jeres y  niños  solamente.  Si  hubiere  tiempo  y  so- 
braran botes,  los  homabres  se  salvarán  como  puedan. 
El  hombre  que  intenta  acercarse  a  un  bote,  cae  ful- 


MODOS   DE  VER  187 

minado  de  iin  tiro.  El  oficial  cumple  con  un  deber 
saj::rado  dando  nnierte  a  ese  hombre  que  ha  come- 
tido el  delito  horrendo  de  querer  salvarse  él  tam- 
bién. «Primero  las  mujeres  y  los  niños».  Bueno, 
pues ;  animémonos  a  decir  la  verdad,  a  riesgo  de 
ser  mal  comprendidos  por  los  espíritus  estrechos. 
Esa  disposición  quijotesca,  llevada  con  rigor  impla- 
cable, es  sencillamente  una  estupidez  y  un  crimen. 
La  justicia,  la  equidad,  el  simple  buen  sentido  la 
rechazan.  Lo  que  hay  es  que  nadie  tiene  el  valor 
de  decirlo,  y  no  la  cobardía.  Ante  el  peligro  inmi- 
nente de  la  muerte,  todos  somos  iguales  y  todos 
tenemos  derecho  a  vivir.  En  tales  circunstancias 
no  debe  haber  primeros,  segundos  ni  terceros ;  hay 
seres  humanos  colocados  por  la  naturaleza — la  que 
probablemente  no  debe  ser  nuestra  madre — en  el 
mismo  plano  de  la  fatalidad.  Nadie  tiene  derecho  a 
legislar  entonces,  sino  a  ayudar  por  igual ;  pues  si 
fuésemos  al  terreno  de  lo  conveniente  o  de  lo  útil, 
nunca  se  debería  dejar  ahogar  a  Pasteur  por  salvar 
a  una  camarera. 

Si  en  un  bote  entran  treinta  personas,  lo  justo, 
lo  humano,  lo  racional  es  que  en  él  se  embarquen 
quince  mujeres  y  quince  hombres,  yendo  los  niños 
en  los  brazos  o  en  las  faldas. 

Uno  de  los  actos  más  sublimes  en  esta  catástrofe, 
ha  sido  el  de  madame  Strauss.  «¡  No¡  —  dijo,  al 
ser  arrastrada  por  un  marinero  hacia  un  bote ;  —  5Í 
mi  esposo  no  puede  salvarse  conmigo,  yo  no  debo 


188  MARTÍN   GIL 

jíoder  salvarme  sin  él !»    «Señora  —  dice  el  mari- 
nero, —  las  mujeres  primero.»    ¡  Imbécil ! 

Pido  a  la  esposa,  a  la  novia  de  verdad,  a  la  hija, 
a  la  hermana  —  no  digo  a  la  madre  —  respondan 
para  sus  adentros  la  siguiente  pregunta :  encontrán- 
dose en  el  caso  que  tratamos,  dejaría  usted  abando- 
nado, acorralado  como  animal  feroz  en  la  borda  del 
buque  que  va  hundiéndose,  a  vuestro  esposo,  a  vues- 
tro novio,  a  vuestro  padre  o  a  vuestra  madre,  a 
vuestro  hermano,  porque  solamente  a  ustedes  se  les 
permite  salvarse?  Escucho  la  franca  y  viril  res- 
puesta: ¡Nunca  jamás!  Luego,  la  quijotesca  dis- 
posición náutica  resulta  irracional,  inmoral,  depri- 
mente y  cruel.  Sus  mismas  protegidas  la  rechazan 
indignamente.  Lo  natural  es  que  la  esposa  se  em- 
barque con  su  marido;  la  novia  con  su  novio  (en 
tal  caso  debe  ir  con  ellos  una  señora  de  edad)  ;  la 
hija  con  su  padre  o  con  su  hermano.  .  .  Pero  vol- 
vamos al  barco.  El  cuadro  es  espantoso,  terrible- 
mente trágico.  Son  ya  las  dos  y  minutos  de  la  ma- 
ñana del  15.  Las  luces  se  han  apagado.  La  enorme 
nave,  violentamente  inclinada  hacia  adelante,  ha  to- 
mado una  posición  rarísima,  desconcertante.  En 
esos  momentos  el  cielo  ha  llegado  al  máximum  de 
su  belleza.  Durante  esas  cuatro  horas  de  angustia, 
nuevas  constelaciones  han  ido  apareciendo  del  E.. 
del  SE.  y  del  NNE.  Ahí  está  el  Águila,  con  su  bri- 
llante estrella  Altaír;  el  rombo  del  Delfín,  una  par- 
te del  Pegaso  y  de  Andrómeda;  el  Escudo  de  Sa-. 
bieski  y  otras.    Hacia  el  Sur  se  destaca  perfecta- 


MODOS  DE  VER 


189 


mente  visible  la  constelación  más  original  y  bella 
de  nuestro  cielo  austral:  el  Escorpión.  Casi  apoyan- 
do en  el  mar  su  brillante  aguijón,  encorvado  como 
un  siniestro  interrogante,  se  yergue  indignado,  ele- 
vando sus  cuatro  garfios  luminosos  a  veinticinco 
grados  sobre  el  horizonte  del  «Titanic»,  y  quizá  di- 
rigiéndose a  la  constelación  de  Hércules,  en  su  mu- 
do lenguaje  astral,  le  dice : 

¡Tú,  que  te  encuentras  tan  próximo  al  cénit  de 
los  náufragos,  no  dejes  que  la  naturaleza  cometa 
ese  crimen !  Ayudadles  con  vuestro  brazo  ciclópeo, 
aunque  os  perturbe  la  lucha  que  sostienes  con  la 
Serpiente !  Yo  hago  mi  guardia  eterna  en  este  cie- 
lo;  no  puedo  ir  en  su  socorro.  ¡Y  tú,  pequeña  y 
brillante  Corona  Boreal,  que  también  fulguras  muy 
próximo  al  cénit  de  ellos ;  si  no  podéis  ampararlos, 
ceñid  al  menos  con  vuestro  arco  de  blanca  luz  las 
firmes  cabezas  de  los  héroes  y  las  desfallecientes  de 
los  débiles!  Yo,  en  señal  de  protesta,  habré  colo- 
cado mis  cuatro  garfios  sobre  el  meridiano  Sur  del 
«Titanic»,  en  el  instante  supremo  del  hundimien- 
to, a  las  dos  y  veinte  minutos  de  la  mañana  (2h. 
20m.). 

El  planeta  Júpiter,  situado  a  diez  grados  de  la 
estrella  Antares,  el  corazón  del  Escorpión,  y  a  vein- 
tirés  grados  (23  grados)  sobre  el  horizonte  de  los 
náufragos,  contempla  impasible,  con  su  enorme  pu- 
pila de  oro,  el  cuadro  siniestro.  Así  suelen  ser  los 
dioses.  La  Vía-Láctea,  que  en  el  momento  de  pro- 
ducirse el  choque  permanecía  casi  totalmente  recos- 


inn  MARTÍN   GIL 

lacla  sobre  el  horizonte  del  barco,  ahora  se  ha  ele- 
vado cuarenta  y  cinco  grados  (45  grados)  al  E., 
surcando  el  cielo  oblicuamente  con  sus  dos  ramas 
blanquecinas,  las  que  van  a  unirse  y  perderse  allá, 
al  Sur  justo,  debajo  del  Escorpión. 

De  pronto  cesa  el  clamoreo ;  algo  raro,  algo  in- 
creíble e  inesperado  se  siente ;  el  cielo  entero  se 
detiene  a  escuchar.  El  mar  no  mueve  una  ola:  es 
que  la  orquesta  del  «Titanic»  ejecuta  en  esos  mo- 
mentos el  andante  majestuoso  de  una  plegaria.  Se 
oyen  cantos.  Después,  un  sordo  rumor  de  agua 
que  llena  un  gran  vacío.  .  .  gritos  lejanos  que  se 
pierden  en  el  espacio.  .  .  ]\Iar  en  calma;  cielo  estre- 
llado; frío  intenso;  profundo  silencio... 

Abril  28  de   1912. 

Tres  meses  después  de  publicado  este  artículo  en 
«La  Nación»,  es  decir,  en  Julio,  leí  en  «La  Prensa» 
una  correspondencia  de  Londres  titulada  «Las  nm- 
jeres  primero»,  en  la  que  una  distinguida  escritora 
inglesa,  Alice  Mary  Dawson,  manifiesta  lo  si- 
guiente : 

«  Me  alegro,  en  verdad,  de  que  la  cuestión  haya 
«  sido  suscitada  por  una  mujer  autorizada  e  inteli- 
«  gente,  y  tengo  placer  en  apoyar  a  lady  Abercon- 
«  way  en  sus  reivindicaciones  de  tratamiento  igual 
«  para  hombres  y  mujeres  en  casos  semejantes  a  la 
«  pérdida  del  «Titanic».  Es  una  idea  falsa  e  insen- 
«  sata  la  de  que  deben  ser  preferidas  las  mujeres  y 


MODOS  DE  VER  191 

«  salvaguardadas  a  cualquier  precio,  y  es  igualmente 
«  insensato  y  cruel  la  de  obligar  a  las  mujeres  a 
«  vivir  contra  su  voluntad,  en  circunstancias  tales, 
«  que  la  vida  ha  de  perder  todo  valor  para  ellas,  y 
«  de  o])ligar  a  los  hombres  a  sacrificarles  sus  vidas, 
«  por  más  valor  que  tengan  para  ellos  o  para  los 
«  demás.  » 


REYES  MAGOS 


Según  lo  afirman  los  eruditos  en  achaques  de  tra- 
diciones sagradas,  los  tres  Reyes  Magos  no  fueron 
tres,  ni  fueron  reyes ;  tan  sólo  fueron  "magos",  es 
decir,  hombres  sabios,  astrólogos.  Sin  embargo, 
¡qué  feliz  leyenda  es  esa!.  Nos  bastaría  considerar 
por  un  momento  la  inmensa  suma  de  ilusiones  y  es- 
peranzas infantiles  provocada  por  ella,  cada  año  en 
esta  fecha,  cuando  el  niño,  a  la  hora  de  recogerse, 
se  dirige  descalcito  hacia  la  puerta  o  ventana  de  su 
dormitorio,  y  entornándola  discretamente,  coloca  su 
par  de  zapatit-os,  más  o  menos  chuecos  y  traquetea- 
dos, para  que  los  misteriosos  personajes  depositen 
allí  su  obsequio,  sin  comprometerse  demasiado !  Y 
al  día  siguiente,  al  despertar  algo  confuso  y  aun  sin 
poder  abrir  bien  los  ojos,  vislumbra  apenas  los  pa- 
yasos de  caras  almidonadas,  sombreritos  cónicos  y 
platillos  dorados;  los  caballitos  tordillos-negros,  en- 
cabritados como  caballos  de  héroes ...  de  héroes 
guerreros,  naturalmente,  pues  no  hay  otros;  los 
trencitos,  con  su  correspondiente  maquinista  de  cha- 


MODOS  DE  VER  1^3 

queta  azul  y  cara  de  idiota ...  en  fin,  el  anhelado  ob- 
sequio de  los  Reyes,  quienes,  por  lo  general,  deben 
andar  sin  dinero,  pues  hacen  pasar  h.  cuenta  al  papá, 
pocos  días  después. 

La  leyenda  ha  hecho  todo  esto ;  y  al  fin,  la  leyen- 
da es  la  poesía  de  las  cosas  remotas ;  de  las  cosas 
triviales  que  fueron ;  algo  así  como  una  cristaliza- 
ción abrillantada  que  el  tiempo  deja  al  irse  acumu- 
lando lenta  y  silenciosamente  sobre  ellas.  La  leyen- 
da podría  ser  también  algo  así  como  una  defensa 
del  espíritu  contra  la  vulgaridad  de  todas  las  cosas. 
Desde  luego,  considero  un  error,  una  falta  de  tacto 
espiritual,  combatir  las  leyendas  inofensivas  como 
es  ésta  de  los  Reyes  Magos. 

Podríamos  decir  —  sin  qué  oigan  los  niños  — 
que  no  obstante  figurar  los  tres  Reyes  Magos  como 
personajes  de  bulto,  desde  que  viajaban  montados 
en  grandes  camellos  y,  sin  duda,  con  buenas  alfor- 
jas, resultan  muy  evaporables.  Parece  ser  —  y  no 
lo  aseguro  por  carecer  de  afición  a  estas  cosas  — 
que  el  único  evangelista  que  nos  habla  de  ellos,  San 
Mateo,  no  indica  el  número  ni  siquiera  los  ennoble- 
ce con  el  áureo  título  ue  reyes ;  los  llama,  como  di- 
jimos, simplemente  "magos". 

San  Agustín  y  Crisóstomo  hablan  de  una  docena 
de  reyes  magos,  según  dicen  los  especialistas. 
Klopstock,  en  su  Mesiada,  nombra  cinco,  pero  no 
aparece  ningún  Melchor,  etc. 

Ahora  bien;  tanto  en  el  cielo  espiritual  como  en 
el  material,  los  tres  reyes  mayos  resultan  boycotea- 


194  MARTÍN'    GIL 

dos,  pues  no  figuran  en  ninguna  parte,  ni  siquiera 
por  cumplido.  Es  verdad  que  en  el  cielo  material 
está  "El  Pesebre",  pero  faltan  los  reyes;  únicamen- 
te hacen  la  guardia  allí  dos  burritos,  representados 
por  las  estrellitas  de  cuarta  magnitud,  "gamma"  y 
"delta",  de  la  constelación  del  Cangrejo. 

Permitidme  observar  de  paso,  que  es  menester 
ser  muy  enteramente  burro  para  tener  el  mal  gusto 
de  representar  a  esos  nobles  animales  mediante  dos 
estrellas !  Por  lo  demás,  no  es  de  extrañar  que  los 
burros  hayan  sido  los  primeros  en  llegar  al  Pese- 
bre, pues  estos  animales,  cuando  resultan  pesebre- 
ros,  son  siempre  los  primeros  en  llegar  donde  se 
come  bien.  .  .   y  los  últimos  en  retirarse. 

Pero  lo  más  grave  del  caso  es  que  "El  Pesebre" 
no  es  de  origen  cristiano,  como  a  primera  vista  u 
oido  parecería,  pues  ya  Plinio  el  Viejo  dice  por  ahí : 
"Sobre  el  signo  del  Cangrejo,  hay  dos  estrellas  lla- 
madas los  asnos ;  encuéntranse  separadas  por  un 
espacio  donde  se  está  una  nebulosa  llamada  "Los 
Pesebres".  Es  curioso  hacer  notar  que  los  árabes 
le  llamaban  a  la  nebulosa  "El  Morral".  Todo  esto 
explica  o  por  lo  menos  disculpa  la  presencia  de  los 
burros. 

Es  cierto  que  "El  Pesebre",  a  simple  vista,  im- 
presiona como  una  nebulosa ;  pero  con  un  anteojo 
de  mediano  poder  y  hasta  con  un  buen  anteojo  de 
marina,  conviértese  en  un  bello  cúmulo  estelar.  Su 
esplendor  aumenta  conforme  aumenta  también  el 
poder,  o  mejor  dicho,  el  diámetro  del  objetivo  del 


MODOS  DE  VER 


195 


instrumento.    Astronómicamente   hablando,   su   po- 
sición es  la  siguiente : 

A.  R:    8h  33m 
D. :  +  20°  23' 

Pero  dando  las  señas  en  forma  más  humana, 
diré,  durante  este  mes,  de  doce  y  media  a  una  de 
la  noche,  "El  Pesebre"  culmina  para  Buenos  Aires 
a  unos  treinta  y  cinco  grados  más  o  menos  sobre  el 
horizonte  norte,  línea  norte-sur.  Es  menester  una 
noche  sin  luna  para  vislumbrarlo  como  una  mancha 
blanquecina  muy  tenue.  Por  ser  una  región  muy 
pobre  en  estrellas  de  magnitud  apreciable,  las  señas 
resultan  pobres  también. 

Galileo  fué  el  primero  que,  apuntando  con  su  fla- 
mante anteojo, recién  inventado  por  él,  a  la  aparen- 
te nebulosa  del  Pesebre,  la  resolvió  en  un  hermoso 
cúmulo  estelar. 

Pero  volvamos  a  nuestro  primer  asunto. 

Se  ha  pretendido  interpretar  científicamente 
aquello  de  la  misteriosa  estrella  que  guió  a  los  Re- 
yes Magos  hasta  Betlém  o  Bethelém,  donde  acaba- 
ba de  nacer  Jesús,  pero  sin  resultado  satisfactorio. 
Se  ha  dicho  que  pudo  ser  un  cometa,  suposición 
muy  aceptable,  desde  luego.  Un  cometa,  según  el 
astrónomo  Proctor,  con  movmiiento  hacia  el  sur, 
puesto  que  Betlém  queda  casi  hacia  el  sur  de  Je- 
rusalén.  Opina  también  dicho  astrónomo,  que  el 
cometa  debió  estar  animado  de  un  movimiento  re- 
trógrado, y  que  muy  bien  pudo  haber  sido  el  come- 


196  MARTÍN    GIL 

ta  Halley  —  aun  sin  bautismo  —  recorriendo  en- 
tonces una  trayectoria  igual  a  la  que  tuvo  en  1835. 
Por  lo  demás,  sobemos  bien  que  el  movimiento  de 
tal  cometa  es  retrógrado.  Hace  notar  Proctor,  que 
el  año  66,  es  decir,  casi  setenta  años  después  de 
Navidad,  correspondía  una  aparición  del  cometa 
Halley.  Ahora  bien :  sabemos  que  el  periodo  de  es- 
te cometa  fluctúa  entre  setenta  y  tantos  a  ochenta 
años.  Desde  luego,  su  aparición  anterior,  debió 
efectuarse  más  o  menos  en  la  época  del  nacimiento 
de  Jesús. 

Kepler,  con  su  temperamento  de  visionario  y  co- 
mo astrólogo  también,  hizo  todo  lo  posible  por  con- 
ciliar una  conjunción  clásica  en  astrología  de  Jú- 
piter y  Saturno  sobre  el  "triángulo  del  fuego".  Ese 
triángulo  vendría  a  estar  formado  por  las  constela- 
ciones de  Aries,  El  León  y  Sagitario.  Según  Ke- 
pler, tal  conjunción  se  produjo  justamente  en  la 
época  del  nacimiento  de  Jesús.  Sin  embargo,  el  as- 
trónomo moderno  Stockwell  rehizo  el  cálculo  de 
Kepler  respecto  al  poético  asunto  y  lo  encontró 
errado.  Lo  que  no  quita  que  Kepler  haya  sido  un 
gran  genio  y  Mr.  Stockwell  un  distinguido  astró- 
nomo con  mayores  y  más  preciosos  elementos  de 
cálculo.  En  cambio,  Stockwell,  a  través  de  su  in- 
vestigación retrospectiva,  encuentra  que  el  naci- 
miento de  Jesús  debió  tener  lugar  muy  poco  des- 
pués de  una  conjunción  de  Júpiter  con  Venus,  los 
dos  planetas  más  esplendorosos  del  cielo.  Según 
Kepler,  la  estrella  que  guió  a  los  Reyes  Magos  pudo 


MODOS  DE  VER 


197 


estar  representada  por  la  unión  de  Júpiter  y  Saturno 
sobre  el  pintoresco  "triángulo  de  fuego". 

Tal  suposición  resulta  muy  forzada,  aunque  el 
fenómeno  celeste  hubiese  tenido  lugar,  pues  la  tra- 
dición nos  hablaría  de  dos  estrellas  juntas.  Ahora, 
en  caso  de  elegir,  me  quedo  con  la  conjunción  de 
Venus  y  de  Júpiter,  calculada  por  Stockwell,  por 
ser  más  digna  del  acontecimiento  anunciado,  pues 
tal  conjunción  simbolizaría  el  Amor  y  el  Poder,  dos 
cosas  suficientísimas  para  mover  el  mundo.  En  fin: 
los  críticos  científicos,  cultores  de  la  estrictez  de  los 
términos,  declaran  inconciliable  la  frase  del  evan- 
gelista Mateo  con  la  verdad  científica,  cuando  dice 
que  "la  estrella,  al  llegar  al  punto  donde  se  encon- 
traba el  Niño,  se  "detuvo".  Sin  mayor  empeño  en 
esta  discusión,  por  no  habernos  seducido  nunca  los 
milagros  forzados,  pero  sí  y  mucho  los  milagros  na- 
turales— y  aquí  estoy  conforme  con  Poincaré,  pero 
no  del  todo,  con  su  filosofía  dispersiva  y  desorien- 
tadora — me  permitiré  formular  una  observación  al 
inconveniente  aducido  por  los  eruditos  astrónomos 
respecto  a  la  imposibilidad  de  que  la  estrella  de  Bet- 
lém  se  "detuviera",  según  la  frase  del  evangelista. 

Tal  distingo  lo  considero  en  extremo  pueril,  des- 
de que  justamente  en  el  lenguaje  astronómico  es 
donde  encontramos  las  expansiones  más  incorrectas 
y  perturbadoras. 

¿No  se  dice,  acaso,  que  el  Sol  recorre  la  eclíptica 
en  un  año,  cuando  al  pobre  jamás  se  le  ocurrió  tal 
cosa,  sino  a  la  Tierra?    Para  explicar  los  "solsti- 


l^B  MARTÍN    GIL 

cios".  ¿no  se  dice  también  que  corresponden  a  los 
momentos  en  que  el  Sol  se  "detiene"  respecto  a  su 
movimiento  en  declinación?  Vemos,  pues,  que  no 
resulta  tan  criticable  el  término  evangelista  cuando 
dice  que  la  estrella  se  "detuvo"  sobre  Betlém.  In- 
dudablemente, el  santo  habríase  expresado  con  ma- 
yor corrección  si  hubiese  dicho  que  la  estrella  se 
detuvo  en  el  cénit  de  Betlém.  Pero  si  ajustáramos 
aún  más  a  "derecho",  como  diría  un  doctor,  esta 
defensa  gratuita  de  San  Mateo,  haríamos  notar  que 
los  planetas  en  su  marcha,  y  en  ciertas  posiciones 
respecto  a  la  Tierra,  aparentan  "detenerse"  durante 
un  tiempo ;  y  el  efecto  físico  es  real,  desde  que  po- 
demos contemplarlos  a  una  hora  dada,  en  el  mismo 
punto  del  cielo.  Dícese  entonces  que  el  astro  se  en- 
cuentra "estacionario",  y  tal  fenómeno  tiene  lugar 
en  el  momento  de  transición  entre  su  movimiento 
directo  y  retrógrado,  y  viceversa ;  siendo  en  este 
caso  de  los  planetas,  un  movimiento  ficticio  el  mo- 
vimiento orbital  retrógrado,  y  no  así  el  de  rotación, 
que  puede  serlo  efectivo,  como  en  los  planetas  Ura- 
no y  Neptuno. 

El  30  de  Septiembre,  Júpiter  estuvo  "estaciona- 
rio" sobre  la  constelación  del  Tauro,  entre  las  Plé- 
yades y  las  Hyadas,  y  lo  estará  nuevamente  el  26 
del  corriente. 

Venus  quedará  estacionario  el  20  del  corriente, 
sobre  la  constelación  del  Acuario,  y  volverá  a  es- 
tarlo el  2  de  Marzo. 

Si  el  lector  se  opone  a  lo  dicho,  no  tengo  incon- 


199 

MODOS  DE  VER 


veniente  en  considerar  fantástico  el  asunto  de  los 
Reyes  Magos;  pero  en  cambio,  deberíamos  conve- 
nir en  la  espiritual  belleza  de  la  leyenda ;  belleza  m- 
ofensiva  y  candorosa.  Convengamos  entonces,  en 
obsequio  de  los  niños  que  fueron,  que  fuimos  y  que 
serán. 


Enero  1918. 


HUGO   DEL   CARRIL 


Con  verdadero  orgullo  saludo  al  joven  y  gran  ar- 
tista argentino,  después  de  haberlo  escuchado  ano- 
che por  primera  vez.  Los  técnicos  lo  juzgarán  a  su 
manera.  Esta  es  la  impresión  rápida  y  puramente 
emotiva. 

Sin  duda  alguna,  la  característica  de  este  hermo- 
so talento,  es  la  grandiosidad  saturada  de  una  in- 
mensa y  profunda  emoción.  Es  un  poeta  terrible  y 
tierno  a  la  vez.  Por  eso,  cuando  al  soplo  gigantesco 
de  Beethoven,  el  espíritu  de  del  Carril  comienza  a 
invadir  lentamente  el  teclado  desplegando  sus  dos 
enormes  alas  de  extraños  reflejos,  se  experimenta 
la  impresión  de  los  grandes  fenómenos  de  la  natu- 
raleza. La  tempestad  se  acerca ;  ya  se  percibe  ese 
rumor  precursor  e  inquietante  del  bosque  cercano ; 
llegan  las  primeras  ráfagas  del  viento  olfateando  la 
tierra  como  una  fiera  extraña.  Luego,  la  obscuri- 
dad, el  sablazo  feroz  del  relámpago,  el  trueno  bru- 
tal, la  tempestad,  en  fin,  avasalladora,  sacudiendo, 
conmoviéndolo  todo . . , 


MODOS  DE  VER  201 

Entonces  el  alma  del  artista  rebalsa  y  se  desbor- 
da ;  ya  no  cabe  en  el  teclado ;  necesita  otro  de  orden 
superior,  diez  teclados  más,  cien  planos  en  uno ! ! 
Pero  luego  la  borrasca  cede ;  un  lejano  fragor  anun- 
cia su  retirada.  Las  nubes  enloquecidas,  desorien- 
tadas, inquietas  todavía,  sin  saber  lo  que  hacen, 
principian  a  abrirse  aquí  y  allá,  viéndose  resbalar 
presurosas  las  estrellas,  o  el  globo  anacarado  de  la 
Luna,  como  si  huyeran  de  la  tempestad.  El  aire  se 
serena,  impregnado  de  ese  raro  perfume  que  deja 
el  paso  de  una  borrasca. 

Llega  otra  vez  al  oído  receloso  el  preludio  crista- 
lino y  sin  fin  de  los  arroyos,  mientras  una  calandria 
posada  en  la  rama  más  alta  de  un  sauce  derribado 
por  el  huracán,  llora  cantando,  a  la  luz  de  la  Luna, 
la  pérdida  de  su  nido  y  de  su  amor. 

Octubre  de  191 1. 


índice 


Pág. 

Prólogo • 5 

Noche    de   perros I3 

Bajando    al    agua 20 

Sobre   el   rastro 28 

Diálogo    nocturno 3^ 

Primaveral 45 

Pato  hediondo 52 

Tipos   que   pasan 57 

Una  novena  en  la  sierra 62 

Espíritus    en   quiebra 82 

El    asegurador 90 

Cosas   viejas 96 

Los    insuperables 107 

Intermezzo 1 10 

Velorio    siniestro 116 

Charla  canina 120 

Ashaverus 124 

"Cantos    rodados" 126 

La  guitarra  y  los   doctores 129 

Temas    sin   salida 141 

Superioridad  de  los   Martenses 156 

Primero  el  sol 170 

El  naufragio  del   "Titanic" 181 

Reyes    Magos 192 

Hugo   del   Carril 200 


IMPRENTA      MERCATAl,! 

Calls  Tos6  a.  Terhy  385  -  95 
::      ::     buenos  aibbs      ::      :: 


PQ 

Gil,  Martin 

n°n 

Modos  de  ver 

G49M6 

1920 

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