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ÁNGEL GUERRA
Es propiedad. Qneda hecho el
depósito que marca la ley. tíerán
furtivos los ejemplares que no
lleven el sello del autor.
MADRID.— Imp. de los Hijos de Tello, C de San Francisco, 4.
NOVELAS ESPAÑOLAS COiNTEMPORMEAS
POR
B. PÉREZ GALDÓS
ÁNGEL
GUERRA
SEGÚN DA PARTE
10 .000
MADRID
LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
Calle del Arenal, núm. 11.
1921
PQ
A7é,
1520
p4. Z
ÁNGEL GUERRA
SEGUNDA PARTE
I
PARENTELA. — VAGANCIA
I
En efecto, Ángel Guerra tomó el tren de Toledo
el 2 de Diciembre por la mañana. Sus primeros pasos
en la histórica ciudad fueron vacilantes, sus horas
aburridísimas, conforme al estado de indecisión de
su voluntad y al cansancio del viaje. Dio con su cuer-
po en una de las detestables fondas toledanas, y por
la tarde, después de vagar á la aventura de calle en
calle, sentándose á ratos en solitaria plazoleta, ó per-
siguiendo el misterio que precedía sus pasos á la
vuelta de cada esquina y en la curva de las retorci-
das calles, pensó en la obligación de visitar á sus pa-
rientes. Sentía el desasosiego, la inapetencia moral
que inspira la proximidad de personas con quienes se
tiene más parentesco que relaciones amistosas, y de
buena gana habría prescindido de la visita.
Conviene repetir que esta parentela se dividía en
dos ramas: rica y pobre. La pobre hallábase reduci-
6 B. PÉREZ GaLDÓS
da últimamente á una prima hermana del padre de
Guerra, llamada Teresa Pantoja, viuda de un cerero
de la calle Ancha. Ángel la había visto algunas ve-
ces en Madrid y en su casa, por San Isidro, y conser-
vaba de ella buen recuerdo. Apreciábala mucho
doña Sales, que puntualmente recibía de ella, por
Navidad, una caja de mazapán y otra de los celebra-
dos bizcochos de Labrador para chocolate; y le co-
rrespondía con un mantón de ocho puntas ó un corte
de vestido. Al enviudar, la doña Teresa suspendió sus
excursiones de Mayo á Madrid; pero seguía en amis-
toso carteo con doña Sales.
Personificaba la parentela rica D. José Suárez de
Monegro, á quien Ángel solía llamar por chanza don
Suero^ persona de buena pDsición en la ciudad. No
pocas veces le había visto también en Madrid en la
temporada Isidril^ aunque nunca le tuvo de huésped
en su casa, pues D. Suero paraba siempre en el Hotel
de Embajadores ó en Las Cuatro Naciones. Era primo
carnal de doña Sales, cuyas fincas rústicas y urbanas
de Toledo administraba con escrupulosa honradez, y
también tenía parentesco con Braulio, hermano He
su esposa, doña María de Rojas. Así como el de Suá-
rez hizo Guerra el Don Suero, de la doña María hizo
doña Mayor, mote que le cuadraba admirablemente
por rivalizar la buena señora en estatura con los gra-
naderos de Federico el Grande.
De este matrimonio habían nacido tres hijos: Pe-
layo, que el 85 era oficial de artillería, y dos hem-
bras, la mayor de las cuales se casó á disgusto de los
padres con un joven que fué secretario del Gobierno
civil de la provincia; la menor permanecía en estado
ÁNGEL GUERRA 7
de merecer. A su primo el artillero le conocía Gue-
rra; pero á las dos primas no las había visto desde
muy niñas, y por ciertas referencias se las figuraba,
ya mujeres, bastante antipáticas. Que D. José Suá-
rez pertenecía al elemento más ilusti-ado de la ciudad
era cosa vulgar de pura sabida, y también era públi
00 y notorio que dio la última mano de barniz á su
ilustración con la visita que hizo á la Exposición de
París del 79. Por dicha de la localidad, casi siempre
figuraba en la Diputación Provincial ó en el Ayun-
tamiento, entre aquellos nobles discretos varones á
quienes amonesta el autor de la espinela estampada
en la escalera de la Casa Consistorial, y en ambas
Corporaciones dejaba sentir un año y otro el empuje
formidable de su ilustrada iniciativa.
Fatigado de dar vueltas al acaso por el dédalo de
calles, sentóse Guerra en el escalón de una puerta,
en solitaria encrucijada, para meditar en el grave
problema de la visita á sus parientes. ¿Por qué rama
empezaría? Decidióse al fin por la parentela humil-
de, y buscó el itinerario de la morada de Teresa Pan-
toja, preguntando á los pocos transeúntes que encon-
traba.
Había visitado á Toledo bastantes veces, pero por
poco tiempo, y siempre con escolta de habitantes de
la ciudad que le ahorraban el trabajo de estudiar la
inextricable topografía de ésta. Fuera de las vías que
conducen de Zocodover á la Catedral, y de la calle
Ancha á la de la Plata, no sabía dar un paso sin per-
derse. Pero preguntando se llega á todas partes, á
Roma inclusive, y á la calle del Locum, donde la
viuda del cerero vivía.
8 B. PÉREZ GaLDÓS
El mendigo y el cicerone suelen ser allí una sola
persona. Los chiquillos pobres, y aún los que no lo
parecen, dedícanse también, si al salir de la escuela
tropiezan con algún forastero, al oficio de guías por
el rompecabezas toledano. Guerra utilizó los servi-
cios de uno de éstos, y pudo llegar á donde quería,
rodeando la Catedral, y acometiendo .después el em-
pinado y tortuoso callejón que sube desde las inme-
diaciones de la Posada de la Hermandad hacia San
Miguel el Alto, y enlaza también, por otra calleja
inverosímil, con San Justo y San Juan de la Peniten-
cia. El madrileño se vio en una plazoleta de tres do-
bleces, de esas en que los muros de las casas parecen
jugar al escondite; pasó á la calle del Cristo de la
Calavera que culebrea y se enrosca hasta volver á
liarse con la del Locum; vio puertas que no se han
abierto en siglo y medio lo menos; balcones ó mira-
dores nuevecitos con floridos tiestos; rejas mohosas,
cuyo metal se pulveriza en laminillas rojizas; huecos
de blanqueado marco, abiertos en el ladrillo ol3scuro
de antiquísima fábrica; vio gatos que se asomaban
con timidez á ventanuchos increíbles; labrados ale-
ros, cuya roña ostenta los tonos más calientes de la
gama sienosa; de trecho en trecho, azulejos con la
figura de la Virgen poniendo la casulla á San Ilde"
fonso, y por fin llegó á una puerta modernizada, que
fué el límite de su viaje.
La entrada y patio de la casa de Teresa Pantoja
eran de puro tipo toledano, mitad de empedradillo,
mitad de baldosín rojo, muy limpio, recién fregotea-
do; las paredes como acabadas de enlucir; el patio
ajardinado con matas de evónymus en arriates ó en
ÁNGEL GUERRA. y
barriles pintados de verde; y á lo largo del zócalo
azulejos descabalados de mil trazas y dibujos distin-
tos, como procedentes de demoliciones de palacios ó
monasterios, los unos con grotescas figuras, los otros
con retazos de cenefa, muchos dejando ver trozos de
un paramento decorativo, el cuartel de un escudo, ó
silabas de un letrero. Los postes que daban forma
claustral á dos lados del patio eran de pino antiquí-
simo sin pintar, de un caliente tono de yesca, secos
y un poco desplom?do, sosteniendo con la carcomida
zapata las apandadas vigas. Las ventanas altas lucían
pintura de un verde agrio, las paredes el blanco ce-
gador del yeso. Concluía la decoración, en un ángu-
lo del patio, brocal de berroqueña, musgoso en la
base, reforzado por zunchos de hierro, con su polea
pendiente de la horca y un historiado cacharro para
extraer el agua.
No tuvo tiempo Guerra de observar bien todas
estas cosas porque salió su tía dando voces, y le abra-
zó en medio del patio, invitándole á entrar en una
salita baja, que por lo fría debía de ser la sucursal
del Polo Norte. Representaba Teresa cincuenta y
cinco años, mujercita de tipo muy de Toledo, ojine-
gra, corta de estatura, suelta de miembros y de len-
gua, graciosa y ágil, cara de estas que á cierta edad
se curten, y en una vida reposada, metódicamente
vulgar y sin afanes, se conservan con cierta dureza
reluciente y picoteada como la cascara de la almen-
dra. Ostentaba completa y sana su dentadura y tenía
el pelo casi enteramenten blanco. Los agasajos que
hizo á su pariente no acababan nunca, ni las memorias
tristes y cariñosas que consagró á doña Sales y á la
10 B. PÉREZ GALDÓS
pobrecita Ción. Díjole después que si se proponía
pasar una temporada en Toledo huyendo de los traji-
nes de Madrid, debía hospedarse en aquella c?sa,
pues las fondas eran rematadamente malas y bulli-
ciosas, como Ang-el había podido observar.
— Aquí estará? como en la Gloria. No hallarás en
todo el mundo lugar más sosegado, más silencioso.
Hay aquí dos huéspedes... vamos, aunque esto no es
casa de huespedes, tengo dos señores para ayudarme,
sacerdotes, personas tan tranquilas, que no se las
siente, cada uno en su cuarto, calladitos como en
misa. No gasto criadas: yo lo hago todo. Sólo viene
aquí una mujer que me lava los suelos y me ayuda
durante el día. Te daré mi habitación que es... un
verdadero nido de canónigo. Sube y la verás, y yo
me pasaré á otra.
A Guerra, en efecto, parecióle aquello el Paraíso.
¡Qué silencio, qué apartamiento, qué paz! Podría
creer que un fabuloso hipogrifo le había transporta-
do, en un decir Jesús, á cien mil leguas de Madrid.
Aceptó sin vacilar; aquella misma noche trajo de la
fonda su equipaje, y se instaló. Su cuarto era un
verdadero rincón arqueológico , cuya limpieza y
chabacanería ingenua le encantaron; las paredes blan-
queadas; en la cómoda panzuda un Niño Jesús de ta-
lla, monísimo con témporas de metal y zapatos de
tisú, trajecito muy hueco de raso con lentejuelas; las
maderas de la ventana pesadísimas, de cuarterones
pintados al temple; la vidriera verdosa, con más plo-
mo que vidrio; en la pared un cuadro torcido con es-
tampa manchada de humedad, representando al car-
denal Lorenzana, y otro con el célebre Transparente
ÁNGEL GUERRA. 11
en el momento de ser visitado por los reyes Carlos IV
y Maria Luisa; el piso del baldosín bruñido, cubierto
en parte por valenciana estera de las más sencillas;
tocador de espejo sobre pivotes, y otras varias rare-
zas que él no habla visto nunca más que en las pren-
derías. Púsole además su patrona, por si quería escri-
bir, un tintero de Talavera, que debió de prestar ser-
vicio á los que redactaron el Fuero Jazgo, con otros
objetos cuya aplicación no entendió Guerra, como
dos ó tres acericos muy lindos colocados allí con un
fin puramente ornamental, porque no tenían alfi-
leres.
La cena fué tan clásica como familiar, compuesta
de las inmemoriales sopas de ajo, acartonaditas, el
huevo, el guisado de carnero y la ensalada, minuta
ó documento gastronómico que ya no debía de ser
nuevo en tiempo del arrianismo. Sirvióla Teresa con
diligencia y aseo. Los cubiertos traían á la memoria
industrias que fenecieron, y las servilletas raspaban
poco menos que papel de lija. Pero todo era limpio,
inocente, patriarcal, y constituía para el advenedizo
un mundo enteramente nuevo. Cenando, conoció á
sus dos compañeros de hospedaje, el uno canónigo de
la catedral, D. Isidro Palomeque, sexagenario muy
corriente y francote, dado á las investigaciones ar-
queológicas; el otro capellán de las monjas de San
Juan de la Penitencia, varón de una timidez inena-
rrable. Llamábanle D. Tomé; se ruborizaba siempre
que tenía que decir algo, por insignificante que fue-
ra, y apenas alzaba del plato sus ojos lánguidos, exen-
tos de toda malicia.
' A entrambos les observó Ángel, empezando por
12 B. PÉRBZ GALDÓS
Palomeque, rostro muy de paleto, con cejas de guar-
dapolvo, piel curtida, bien cortada nariz, que empe-
zaba en nuez y acababa en tomate, orejas como aven-
tadores, fisonomía vivísima y modales corteses con
gravedad, de ese tipo de hidalguía que se va perdien-
do como otras muchas cosas. Picando en varios asun-
tos, dio á conocer el canónigo su temple conciliador
y propicio á la amistad, exento de pasión hasta en
materias religiosas, carácter que intelectual y mo-
ralmente se gozaba en su propia inei-cia, en las deli-
cias intermedias y opacas de un presente sin bri-
llantez, pero también sin afanes. Asimismo reveló el
buen prebendado, en las breves pláticas de la primera
noche, su caudalosa erudición de menudencias y
chismes históricos. En cambio, el capellán de monjas
parecía mudo. Su cortedad causaba pena. Ángel ob-
servó de soslayo aquella cara, al propio tiempo ani-
ñada y decrépita, tan desprovista de expresión varo-
nil, que bien podría pasar, si le pusieran tocas, por
cara de mujer.
No durmió Guerra muy bien, porque la paz desve-
la como el bullicio, y la primera noche de silencio
excita á los que vienen del tumulto. Extrañaba la
cama, harto menos blanda que las suyas de Madrid;
extrañaba el calzado elegante del Niño Jesús, la ima-
gen borrosa de Lorenzana y la inmaculada blancura
de las paredes. Durante largo rato atormentó su cere-
bro caldeado por el insomnio una enfadosa cavilación
sobre el uso que tendrían los acericos que en número
tan desproporcionado veía en su alcoba. Su imagina-
ción se los reprodujo, y ya no eran tres sino treinta
ó más los adminículos de aquella clase que por todas
ÁNGEL GUERRA 13
partes le cercaban, no ya sin alfileres, sino tan guar-
necidos de ellos que parecían puerco-espines acechan-
do su sueño. No apagó la luz hasta muy tarde, y allá
de madrugada, durmiendo á pedacitos, oía campanas
de diferente timbre, que tocaban á misa. Unas sona-
ban chillonas, otras graves, con distintas intensida-
des y tonos, música ondulada según los caprichos del
aire, y que á teces se venía encima hasta herir de
cerca los oídos del durmiente, á veces se alejaba, de-
jando sus ecos en las cavidades del sentido. Era como
los términos de un lenguaje que se comprende á me-
dias, palabra sí, palabra no, y que por su propia inin-
teligencia embelesa más el alma, meciéndola entre
dos dudas, la duda de que vela y la de que reposa.
II
Al siguiente día, costóle trabajo á Guerra decidirse
á visitar á D. Suero. Pero la razón fría venció su
desgana, y después de comer se encaminó perezosa-
mente á la calle de la Plata, la calle de alcurnia, toda
ñanqueada por una y otra banda de soberbias puer-
tas que son otros tantos muestrarios de clavos her-
mosísimos. Lo primero que en el patio se veía era una
colección de columnas de mármol, árabes, con bellí-
simos capiteles, los fustes rotos, sujetos por zunchos
de hierro. Estaban arrimados á la pared en buen or-
den, á estilo de museo, y tal carácter en efecto te-
nían, pues Suárez, como todo toledano rico, era algo
arqueólogo, y habiendo encontrado aquellos magní-
ficos restos al hacer excavaciones en su finca de Azu-
14 B. PÉREZ GA.LDÓ^
queica, los puso ordenadamente en el patio para que
pudierayí apreciarlos las personas de gusto. Por lo de-
más, el patio no desdecía del tipo común, sólo que
los pilares estaban pintados, el pozo era magnífico, el
baldosín y empedrado de lo más fino, y extraordina-
riamente lujoso el caldero de bronce para sacar agua
del aljibe. Los evónymus no faltaban, ni canarios en
bonitas jaulas. Pero lo más notable era la caterva de
cuadros viejos que en todas las paredes se veían, al-
gunos sin marco, y por lo general malísimos; asun-
tos de frailes encanijados, Ánimas del Purgatorio imi-
tando el bacalao á la vizcaína, y Vírgenes con bas-
quina, despojos sin duda de santuarios rurales, que
don Suero había ido recogiendo aquí y allí para al-
macenarlos en la creencia de que eran cosa de mérito.
En todas las ciudades donde ha florecido la pintura,
como Sevilla, Valencia y Toledo, aparece, tras el es-
purgo de los siglos y la selección que nutre los mu-
seos, esa barredura artística que invade las casas bur-
guesas y se perpetúa en las prenderías.
La casa ofrecía diversos planos y perfiles en su des-
igual arquitectura. Al llamar á la puerta del zaguán,
una criada daba el quién vive desde altísima ven-
tana del patio, y tiraba de una cuerda, franqueando
la entrada. El visitante subía por la escalera de pel-
daños de madera guarnecidos de azulejos, atravesaba
pasillos derrengados por los asientos de la antigua fá-
brica, y para llegar á la sala tenia que volver á bajar,
y subir luego dos ó tres escalone'^. La sala ¡ay! osten-
taba sillería de seda color de coriuto, la cual se daba
de bofetadas con pedazos de tapiz y con mueblecitos
antig-uos de taracea. Las arañas de vidrio de lo más
ÁNGEL GUERRA 15
comi'm insultaban con su modernismo insolente la
figura severa de un San Pedro Mártir, que si no era
del Padre Maino lo parecía. Pero lo más discordante
y chillón era una media docena de cromos, con mol-
durita dorada de á peseta la vara, representando es-
cenas del Derby y todo el matalotaje insípido de las
carreras de caballos, traídos de -París por D. Suero,
como la más fina muestra de sus ilustradas aficiones, y
que lucían en la sala i unto á las cornucopias proce-
dentes del destruido monasterio de San Miguel de
los Angeles. Pero en estas disonancias no reparaba
don José, ansioso de poner su casa á estilo de Madrid;
y en sus viajes á la Corte siempre se traía alguna
cosa elegante, bien las cortinas de linón rameado,
bien la parejita de figuras de bronce alemán, de lo
barato, el marquillo de felpa para las fotografías ó
algún muñeco de biscuit ó terracotta, de estos que ha
cen gracia por lo picantes, sin que faltara el chisme
de latón galvanizado con emblemas de caza ó pesca
rodeando un termómetro, que ni á palos marcaba la
temperatura.
Recibió Suárez á su pariente con demostraciones de
afecto, en las que pusieron su parte doña Mayor y Ma-
ría Fernanda, la hija soltera. Era el jefe de la fami-
lia un señorete de estos que aún dentro de casa, osten-
tando el gorro de terciopelo engrasado y la americana
de desecho, revelan el uso público de las prendas no-
bles de sociedad. En efecto, no se concebía á D. Sue-
ro sin su levita cerrada y su sombrero de copa, par-
tes tan esenciales como el bigote corto de tres colo-
res, la nariz cotorrona y algo torcida, el bastón con
puño de plata, todo realzado por una. gran pulcritud
16 B. PÉREZ GALDÓS
de la persona, de pies á cabeza. Era una figura que
daba respetabilidad al pueblo y al vecindario. Veía-
sele mucho en la calle, no asi á su señora, de tal modo
petrificada en las formas y costumbres antiguas, que
nunca traspasaba los umbrales, salvo la salidita á misa
muy de mañana en San Nicolás, la única iglesia de
Toledo, tal vez, absolutamente rasa de interés artís-
tico y de poesía religiosa ó legendaria.
Los tres hablaron largamente con Guerra; pero no
le ofrecieron la casa para vivir, ni dijeron nada al sa-
ber que vivia con Teresa Pantoja. Ni una palabra de
los últimos acontecimientos de la vida de Ángel en
Madrid, lo que éste agradeció mucho, pues esperaba
reticencias y alusiones impertinentes. En resumen,
la acogida parecióle de agasajo cortés y un tanto re-
celoso. Doña M'^yor era un eco servil de las observa-
ciones ilustradas que á cada instante hacía su esposo,
y en cuanto á María Fernanda, Guerra la calificó al
primer envite, de enteramente vulgar. Preocupába-
se mucho de las modas, para ponerse cuanto ringo-
rrango traían los figurines del periódico á que esta-
ba suscrita; al dedillo se sabía las óperas que iban
echando en el Real de Madrid, y lamentaba que To-
ledo no tuviera la animación correspondiente á capi-
tal de tanto señorío. De físico no andaba mal la niña,
sin ofrecer nada extraordinario, finita, mal color,
ojos bellos, mixtura de damisela de cortijo que se hace
su propia ropa y tiene las manos bastas, y de costu-
rerita de corte que sabe mil suertes y toques de agra-
dar. Viéndola y escuchándola. Guerra se convenció
de que nunca seria la tal prima santo de su devoción.
Don Suero se condolía de lo triste que ha de ser
ANGBL GUERRA 17
para un madrileño la vida toledana. «Y eso que To-
ledo, con la Academia, no es conocido. La plaza está
bien surtida. Casi todos los días vienen ostras.
— Y los pescados finos nunca faltan — apuntó doña
Mayor.
— Este invierno — dijo la niña, que siempre cuida-
ba, con noble patriotismo, de ensalzar la población, —
vamos á tener compañía seria de zarzuela. La que
tuvimos este verano no daba más que mamarrachos,
pero ahora nos anuncian Las Campanas de Carrión j
M Reloj de Lucerna.
— Nuestro vecindario — observó D. Suero, — no
ayuda á los artistas, y si no fuera por los chicos de la
Academia, esto sería un cementerio. Hay muy poca
sociedad, y son contadísimas las casas donde se reú-
nen tres personas por la noche á jugar al tresillo... A
los hombres les tienen todo el día en el Casino, he-
chos unos vagos, y las señoras siempre en casa. Por
no salir, no van ni á las funciones de la Catedral.
Aseguró que una de las causas de la tradicional
desanimación era la estructura laberíntica y huraña
de la ciudad, compuesta exclusivamente de cuestas,
callejones y pasadizos, sin salida fácil á la Vega. El
había trabajado lo indecible en el Ayuntamiento por
decidir á éste á una reforma radical, derribando me-
dia ciudad y reconstruyéndola, con arreglo á las mo-
dernas pautas de la urbanización. «Yo he viajado, hijo,
yo he estado en París,fy sé lo que son poblaciones. Vi-
vimos en minido de águilas ^^ la vida moderna no cabe
aquí. Dicen que no hay medio de regular este cien-
piés, y yo respondo que una voluntad de hierro todo
lo facilita. Respetando los grandes monumentos, Ca-
2.' PARTE 2
18 B. PÉREZ GALDÓS
tedral, Alcázar, San Juan y poco más, debemos me-
ter la piqueta por todas partes, y luego alinear, ali-
near bien. Vengan bonitas fachadas, vías amplias,
con árboles, kioskos y candelabros de gas. Pero me
canso de predicar en desierto, y cada día está la po-
blación más horrible. ¡Figúrate tú qué hermoso sería
aislar completamente la Catedral, ensanchar la calle
del Comercio y poner un tranvía de punta á punta!
Lo que falta es dinero, dinero, dinero. Con él se po-
drían restaurar los buenos edificios, con arreglo á lo
que dictaminaran las Academias y cuerpos facultati-
vos, declarar la guerra al gusto barroco, demoler mu-
rallas y puertas, pues con el producto de la piedra si-
llería que en ellas hay, levantaríamos de nueva plan-
ta un palacio de hierro para exposiciones de caldos y
otros productos agrícolas. Di tú que aquí no hay ini-
ciativa para nada, que este es un pueblo apático, y lo
mismo le da pitos que flautas. No sabes lo que he tra-
bajado por que se establezca aquí un buen Ateneo,
donde se den veladas y conferencias, y se lean boni-
tos versos, para que los jóvenes se vayan ilustrando.
Pues no señor; habíales de levantar una nueva Plaza
de Toros, pero de Ateneo no les hables, porque se
quedarán en ayunas.»
A Guerra se le sentaba en la boca del estómago la
ilustración de su tío, el cual, metiendo también baza
en política, dijo que si hubiera en España patriotis-
mo, todos los hombres notables debían unirse para
formar un solo partido, que gobernaría sin mirar más
que al interés de la nación, subiendo los aranceles y
bajando las contribuciones. «Pero no tengas cuidado,
que no lo harán. Mientras riñen por el turrón, el ex-
ÁNGEL GUERRA. 19
tranjero se apodera de nuestra riqueza y nos explota.
Y no prosperaremos, créelo, hasta que no hagan lo
que digo, unirse todos, todos, desdB el carlista al re-
publicano.»
Todo el tiempo que pudo aguantó Ángel la matra-
ca que sus tres parientes le dieron, hasta que apura-
da su paciencia, se despidió, prometiendo ir á comer
el día que le designaran. Acompañóle el propio don
Suero, que quiso prolongar la jaqueca al través de
las calles, y lo primero que hizo el buen señor fué
mostrarle las reparaciones últimamente hechas en la
casa bajo su dirección. La fachada plateresca era de
las más típicas de Toledo; mas para evitar el descas-
carado de la piedra, habían dado una mano de pintu-
ra color perla á toda la fábrica, y otra de blanco á los
escudos imitando marmol. Sobre la magnífica puerta
armaron un cierro mirador de pino, imitando nogal,
que parecía obra del mismo demonio por lo fea y
profana; las rejas quedaron de negro, mostrando las
persianas verdes tras su labor airosa, y los clavos de
la puerta, estupenda obra de herrería, que figuraban
cuatro conchas unidas en cruz, desaparecían bajo
una capa de pintura imitando bronce. Satisfecho esta-
ba D. Suero de su restauración, y Guerra, disimulan-
do la antipatía que el buen señor le inspiraba, no
tuvo más remedio que elogiar aquellos horrores.
Brindóse después el eximio toledano á enseñarle lo
más notable de la ciudad, acompañado de un enten-
dido arqueólogo; pero Guerra esquivó el ofrecimien-
to con toda la cortesía posible. Le enfadaban los ad-
miradores furibundos, los sabios prolijos que quieren
hacer notar mil insignificantes pormenores, los que
20 B. PÉREZ GALDÓS
se embelesan delante de una piedra ó ladrillo roño-
so, que maldita la gracia que tiene.
— Bueno, pues vete por ahí, y registra bien la Ca-
tedral y demás cosas de mérito. Después que te hayas
hartado de antigüedad, te llevaré á ver la Diputa-
ción, donde hemos hecho obras de suma importancia.
Verás también los dos Casinos, que sen notables, pero
muy notables, bien decorados, con espejos, cortinas
de terciopelo, unas aranas para petróleo que se han
traído de Bayona, directamente^ y dos ó tres soberbias
alfombras de fieltro. En ñn, que está muy bien, y
verás que, aunque pasito á paso, algo se va adelan-
tando.)
Despidiéronse al fin junto á la Catedral, y al verse
libre de su ilustrado pariente, Ángel ¡ay! respiró
como si despertara de una peladilla.
III
Faltábale la visita á Leré, objeto principal de su
viaje; mas un sentimiento-de delicadeza dictábale la
idea de aplazarla, porque habiéndole precedido la jo-
ven toledana tan sólo dos días, parecería que le aco-
saba. Determinó, pues, esperar, saboreando en tanto
el gustillo de considerarse próximo á ella, de supo-
nerla tras este ó el otro muro, ó de creer que momen-
tos antes, había pasado por las calles que él recorría.
Porque su ocupación única, en los días primeros, fué
vagar y dar vueltas, recreándose en el olor de santi-
dad artística, religiosa y nobiliaria que de aquellos
vetustos ladrillos se desprende; su placer mayor per-
ÁNGEL GUERRA 21
derse sin guía ni plano, jugando con el ovillo re-
vuelto de las calles. De noche, el misterio y la poesía
resaltaban más que á la luz del sol. La? puertas eri-
zadas de clavos, la desigualdad infinita de planos, ra-
santes j huecos, las fachadas con innumerables do-
bleces, las rejas, las imágenes dentro de alambrera y
con lamparilla, los desfiladeros angostos, entre muros
que se quieren juntar, los cobertizos y travesías em-
pinadas, la soledad, la sombra distribuida en masas
caprichosas, avivaban más en el espíritu del vagabun-
do la impresión de leyenda dramática ó de histórico
lirismo. En sus primeras caminatas, la planimetría
de la ciudad érale desconocida; pero pasando y re-
volviéndose de Norte á Sur y de Levante á Poniente,
empezó á orientarse, fijó los grupos de edificios más
visibles, las torres y cúpulas, y de este modo pudo
dominar el sentido de las calles, y entenderlas como
signos de endiaWada escritura, que se va compren-
diendo después de pasar por ella los ojos una y otra
vez. Sale ahora este vocablo, después aquel; se des-
peja parte de una cláusula, luego se trasluce una fra-
se íntegra, hasta que interpretados con cálculo y pa-
ciencia los espacios intermedios, llégase á leer de
corrido todo el conjunto de garabatos.
Las excursiones nocturnas dejábanle con ganas de
ver á la luz del día lo traslucido entre las sombras de
la noche. «¿Qué serán 'estos muros altísimos? — se
preguntaba. — Esta vertiente espantosa ¿á qué abis-
mos conduce?» Y levantándose muy temprano, se
lanzaba de nuevo á su exploración vagabunda. Las
campanas de los conventos y parroquias llamando á
misas tempranas producíanle una emoción suave que
22 B. PÉREZ GALDÓS
no lograba definir. No era que á él le entrasen ga-
nas de oir misa, pero le encantaba la impresión fres-
ca y estimulante del madrugar, y miraba con sim-
patía á las pobres mujeres que arrebujadas y carras-
peando se metían en las iglesias. Allá se colaba tam-
bién él, movido del dilettantismo artístico y de cierta
curiosidad religiosa, ligeramente estimulada por pru-
ritos de vida espiritual. Las iglesias de los conventos
de monjas le ofrecían singular encanto, y siempre
que abiertas las hallaba, á primera hora, se metía
dentro. De este modo multitud de misas pasaban por
delante de sus ojos todas las mañanas. Comúnmente,
una sola persona ó dos cuando más, fuera del cura y
monaguillo, se veían en el templo, alguna vieja que
entraba rezando entre dientes, algún anciano cata-
rroso con trazas de mendigo. Lo que más le enamo-
raba era el sentimiento de reposo, de convalecen-
cia, de tranquilidad interior que aquellos recintos
monjiles tenían en sí. El fresco matinal resultaba
placentero en aquella cavidad hospitalaria, en la du-
reza del banco lustrado por el tiempo, ó de rodillas
sobre el ruedo de esparto. Y de tal modo le iban gus
tando las iglesias de monjas, que vista una quiso ver
las todas, y poco á poco, esta quiero, esta no quiero
visitó Santo Domingo el Antiguo, las Capuchinas
Santo Domingo el Real, las Claras, San Clemente
San Pablo, etc., y allí pernianecía hasta que le echa
í)a el saíristán, entre siete y ocho. Si el cura no es
taba en el alta", recorría la iglesia con estudiada
compostura buscando Grecos, que eran su delicia, exa-
minando altares barrocos. Cristos con melena y Vír-
genes de cerquillo, investigando siempre lo raro, lo
ÁNGEL GUERRA 23
artístico, lo sentido, que en medio de mil vulgarida-
des suele encontrarse allí donde un poderoso senti-
miento ha engendrado tantas y tan diversas formas.
Durante la Misa se sentaba ó se arrodillaba con fingi-
da devoción, echando miradas furtivas á la verja del
coro, por la cual se traslucían, bañadas en luz azula-
da y misteriosa, las siluetas blanquinegras de las es-
posas del Señor.
Allí dejaba correr el pensamiento por el campo sin
fin de la Historia, de la Filosofía, y aun por el seca-
no de la Economía política, encontrándose en su pro-
pia mente con mil ideas contradictorias. Mirando las
cosas desde cierta altura, envidiaba la existencia
apacible, sublimem3nte egoísta de aquellas buenas
señoras desligadas del mundo, sin familia, pensando
sólo en su salvación y cultivándola con una vida de
sobriedad, abstinencias y privaciones, en cuyo fon-
do, al liquidar la cuenta de afanes y goces, resulta
quizás un regalo y bienestar profundísimos. Cuando
la misa concluía, acercábase á la reja y de cerca las
contemplaba, admirándose de que ellas no se asusta-
ran ni parecieran hacerle caso. «Esta monja que aquí
cerca veo — decía, — ¿quién será? ¿Cómo se llamaría
en el mundo? ¿Por qué entró aquí?» Oíalas rezar, y
aquel murmurio dulce que, en el conjunto de veinte ó
más voces, sonaba con ondulaciones perezosas como
si el aire á desgana lo transmitiera, le penetraba has-
ta el alma dándole cierto escalofrío placentero.
Al fin de la visita, se entretenía viendo al sacris-
tán apagar las luces, recoger las velas, los vasos sa-
grados, las ropas del cura, y pasarlo todo al coro por
medio de un cajón como los de las cómodas, que una
24 B. PÉREZ GALDÓS
monja recibía por la parte interior de la verja. Veía
cómo las señoras se retiraban hacia dentro, dejando
vacio el coro, lo mismo que la iglesia, pues el único
individuo que había oído misa se marchaba, persig-
nándose, envuelto en su capa. Guerra salía también,
no sin dar propina al sacristán, el cual le tomaba por
extranjero que iba á la husma de algún brocado an-
tiguo para el comercio de Iric-á-lrac.
Pero nunca le había dado por coleccionar trapos ni
cachivaches. Lo que hacía era recrearse en la inmen-
sa riqueza artística, que obscuramente y sin que na-
die lo eche de ver atesoran aquellas casas de recogi-
miento. En unas observaba la fábrica hermosa, del
severo estilo del Greco, en otras las enmiendas y su-
perfetaciones de los siglos, empeñados en desmentir-
se unos á otros; aquí la insulsez de la piel académica
dejando ver por intersticios; la oreja mudejar, el pla-
teresco que lleno de savia se abre paso entre restos
góticos.
Un día de fiesta, encontróse en San Clemente con
misa cantada y solemne función. Mayor encanto que
los demás monasterios de señoras tenía para él el de
monjas Bernardas de San Clemente, porque allí se
había educado Leré, allí pasó parte de su infancia, y
allí le inspiró el Cielo la divina ciencia con que había
trastornado el seso de su amo. La aristocrática iglesia
resplandecía conenorme profusión de cera encendida,
colgadas las paredes de soberbios damascos, los altares
vestidos de gala. La concurrencia escasísima, pues
apenas constaba de tres ó cuatro mujeres y un viejo,
hacía más interesante el acto.. Oficiaba un solo cura,
y las monjas respondían á su canto, acompañadas del
ÁNGEL GUERRA 25
Órgano, con plañidero sonsonete, que á Guerra le ba-
cía muchísima gracia. En la iglesia y en lo que del
coro se veía notábase lo que en el mundo se llama
distÍ7ición, un no sé qué de nobleza no afectada y de
esplendor mate, como el de los metales de ley, cuan-
do el tiempo les hace perder el antipático brillo de
fábrica. Ángel se acercó á la reja del coro, y tío en
la sillería lateral de la izquierda una figura gallardí-
sima, descollando entre el grupo de monjas. Era la
abadesa, que empuñaba báculo como el de un obispo,
adornado, para que resultase femenino, con magnifi-
co lazo de ancha cinta de seda blanca como la nieve.
Imposible pintar lo guapa que estaba aquella señora
con su hábito blanco y negro de pliegues amplísimos,
y lo bien qué le caía la toca con el pico en la frente.
Era dama hermosa, ya algo madura, de airoso conti-
nente, sin que su hermosura \ gracia quitaran nada
al tono episcopal que le daban su colocación en la silla
mayor, el báculo y el aspecto de subordinación de
sus compañeras.
Embebecido Guerra ante semejante espectáculo,
consideraba cuánto más bonito era aquello que una
función de gala en el Real ó que una recepción pala-
tina. No quitaba los ojos de la abadesa, y ésta no pa-
recía enojada de su mirar impertinente. Por el con-
trario, notó Ángel que, al levantarse después de hu-
millar su frente sobre el libro de rezos, se arreglaba
el borde de la toca con mano de mujer, mano delica-
da y flexible que parece que tiene ojos. La señora
aquella parecióle á Guerra tan digna como elegante,
toda majestad, y no se cansaba de contemplarla, atis-
bando también á las otras monjas entre las cuales las
26 B. PÉREZ GALDÓS
había de variados tipos, viejas y jóvenes, pálidas to-
das, de mirar indiferente. La idea de que todas ellas
debían de conocer á Leré se las hacía más interesan-
tes. Cuando por guardar las conveniencias miraba al
altar, sus ojos se deslumhraban con la custodia que
parecía un sol, oro puro, brillo de piedras preciosas,
destellos vividos, en los cuales algo había de lengua-
je misterioso, como el de las estrsllas que chispean en
el fondo del cielo obscuro. Prefería mirar hacia el in-
terior del coro, porque la custodia le encandilaba,
imponiéndole cierto respeto que él creía supersticio-
so, y el cura oficiante le resultaba bastante antipáti-
co, con su rostro de salvaje y su vozarrón destempla-
do y becerril.
Al introducir de nuevo su investigadora mirada
en el coro, vio una cosa que antes, fijándose sólo en
la elegante abadesa, no había visto. Era una Virgen
de tamaño casi natural, con estupenda corona de las
llamadas imperiales, pactoral y broches guarnecidos
de pedrería, vestido riquísimo de tisú de oro y seda
carmesí, recamado de aljófar. Alzábase la hermosa
imagen en un trono portátil frontero á la silla de la
abadesa, con andas de chapa de plata, y flores mag-
níficas de plata y tul rosa. Cirios de transparente cera
labrada con picos mil la alumbraban, reflejándose en
la pintura del rostro, el cual era délo más agraciado,
de lo más simpático (si tal calificativo cabe) que es
posible imaginar. ¡Aquella Virgen hermosísima era
sin duda la que hablaba con Leré en éxtasis, dicién-
dole las cosas que ésta refería con tanta ingenuidad!
Los ojos de la efigie brillantes como luceros miraban
á la abadesa, y la abadesa, atenta á su libro, leía y
ÁNGEL GUERRA 37
releía murmurando las cláusulas con ritmo de canto
llano. Después cantaron alternando las voces: la aba-
desa decía un versículo y respondían las otras. Ter-
minada la misa, los cantos y rezos siguieron largo es-
pacio dentro del coro, hasta que vio Guerra que unas
monjas que parecían acolitas incensaban á la Virgen...
Entonces reparó que ésta tenía Niño, y que el Niño
ostentaba escarpir es de oro acabados en punta. Por fin
las monjas cargaron la imagen, arrimando el hombro
á los plateados palos de las andas, y se la llevaron en
lenta procesión, en dos filas, la abadesa detrás mar-
cando el paso con su báculo, asistida de media docena
de ellas, que debían de ser las más ancianas, y la co-
munidad se filtró cantando por una puerta que al
claustro sin duda conducía.
Sacó á Guerra de su abstracción una desentonada
voz, que le dijo casi al oído estas palabras: «Caballe-
ro, ¿quiere usted ver dos bandejitas de plata repujada
y un porta-paz cincelado, del siglo xvii, legítimo,
obra preciosa?... Se dan baratos.»
Quien le hablaba era un hombre no muy viejo, pero
sin dientes, mal vestido, con andrajosa capa, el cual
poco antes se había sentado en el banco junto á él.
— Gracias — replicó Ángel. — No soy anticuario.
Y se marchó, porque el sacristán repicaba con el
manojo de llaves. Todo el resto del día estuvo sabo-
reando la impresión de lo que había visto y oído, la
elegante abadesa, la custodia como un sol, la Virgen
bonita, amiga de Leré, los artísticos ornatos de la
iglesia, tapices y cornucopias, el misterioso ámbito
del coro, el canto desmayado y nasal de las monjas,
y por la tarde no pudo resistir á la tentación de vol-
28 , B. PÉREZ GALDÓS
ver allá. Pero la iglesia estaba carrada, y su puerta
vieja, roñosa y musgosa, era como la de un panteón
donde hace mucho tiempo que no se entierra á na-
die. Recorrió la calle mirando la tapia inmensa, lla-
na, desesperante, en la cual se pierde el gracioso
pórtico de Berruguete, como joya engarzada en in-
finita capa de paño pardo. Ni un alma pasaba por
allí, ni gato ni perro ni mosca, ni ser viviente algu-
no. Embebecido en aquella soledad, miraba la tapia
y se decía: «¿Qué estará haciendo ahora la abadesa
guapa? Y las demás monjas, ¿qué harán? Estarán co-
miendo. ¿Y qué comen?... ¿qué dicen, qué piensan?
Cuando duermen, ¿qué soñarán?»
IV
Leré vivía con sus tíos y con el padre Mancebo en
un barrio laberíntico, entre el Pozo Amargo y la pa-
rroquia de San Andrés. Dos ó tres veces pasó Guerra
por allí sin atreverse á entrar: rondaba su ilusión,
temiendo ahuyentarla si se lanzaba derechamente
hacia ella. Decidido al fia una mañana á preguntar
por su antigua criada, hizo tiempo hasta que llegase
la hora oportuna, y después de examinar por dentro
y por fuera la interesante iglesia de San Andrés, se
sentó en el altozano que frente á la parroquia domi-
na todo el Sur y parte del Oriente de la ciudad, y
contempló la perspectiva de techumbres, de tan va-
riados planos y con tal diversidad de ángulos y cor-
tes, que parece que todo ello se mueve como un olea-
je, flotando arriba la mole del Alcázar y no lejos de
ÁNGEL GUERRA '¿\á
ella la torre mudejar de San Miguel el Alto. El cielo
azul da más vigor al tono de los tejados, que parecen
esteras viejas ó superficies duras y arrugadas como
la cascara de nuez. Sin saber por qué, á Guerra se le
figuraba que el mismo aspecto debia de tener Samar-
canda, la corte del Tamerlán. No le resultaba aquello
ciudad del Occidente europeo, sino más bien de re-
giones j edades remotísimas, costra calcárea de una
sociedad totalmente apartada de la nuestra por sus
extrañas nociones de la propiedad y de la geometría.
Llegada la hora que estimó conveniente, se precipitó
por el callejón de los Muertos, agarrándose al muro,
jQué confusión de lo noble y lo villano! En las grue-
sas estribaciones de la parroquia, vio los escudos de
los Rojas, morrión por arriba, losanges y cascabeles
por abajo, y entre los miembros rotos de fábricas que
fueron magníficas, casuchas miserables, puertas in-
creíbles, rejas gastadas que semejaban palos de cane-
la, paredes hendidas y tabiques de ladrillo que se
sostenían de milagro. Atravesó una plazoleta de la
cual se salía por angosta hendidura que apenas daba
paso á un hombre, y en la cual se veían oquedades
siniestras, inhabitadas, donde las telarañas, sobre la
madera color de yesca y matizadas por el sol, reme-
dan la lividez mate del veludillo que ha perdido el
pelo. Encontróse en un crucero donde jugaban chi-
quillos, y les preguntó por la vivienda que buscaba.
«Por aquí se entra — le dijo uno, — señalando una
puerta grande, como de mesón ó taller de carretería.»
Sobre su clave dislocada veíase un precioso azulejo
con el letrero Capilla de cantores^ indicando la perte-
nencia de la finca antes de la desamortización.
30 B. PÉREZ GALDÓS
La puerta aquella daba á un patio plantado de ra-
quíticos árboles. A la derecha vio Ángel una cons-
trucción con aspecto de taller, y examinando su in-
terior desde la puerta, vio una cavidad negra, con
suelo como de herrería, las vigas del techo ahuma-
das, y en el fondo algo como restos de fraguas, hor-
nos ó cosa tal. Pero el destino presente debía de ser
el de almacén ó depósito de Estancadas, porque Gue-
rra Yió multitud de cajas en montones á un lado y
otro. Una mujer andrajosa, en cinta y con un chico
en brazos, le salió al encuentro, tomándole por ex-
tranjero rebuscón ó arqueólogo, y le dijo con satis-
facción toledana: «Sí señó, aquí, aquí jué donde se
coció el metal de la campanona grande. Pase si quiere.
— Gracias. ¿Me podría usted decir dónde vive el
padre Mancebo?
— ¿Don Paco? ¡ Ah! sí que tal. Por aquí pasan Roque
y la Justina cuando vién de arrriba. Pero la puerta
grande la tién por el Plegaero.
— Volveré por la calle.
— No que tal. Pase, ya que está aquí, y vederá
esto. Muchos extranjeros que lo veden, se quedan
asmados.
Franqueada una puerta, que más bien parecía ga-
tera, y salvados dos ó tres escalones, encontróse Gue-
rra en un aposento cuadrado. Como pasase por él
sin fijarse, deseando salir pronto de tal laberinto, la
mujer le llamó la atención señalando al techo: «¿Pero
qué, no mira esto que dicen es de lo güeno que hi-
jieron los moros?»
En efecto, Ángel vio un techo magnífico, de en-
samblaje, sostenido por arábigo friso, cuya graciosa
ÁNGEL GUERRA. 31
alharaca se apreciaba muy bien bajo la mano de cal
que la cubria.
— Muy bonito. ¡Lástima de arquitectura! ¿Y qué es
esto?
— Mi casa, que tal.
Dos camastros, una cuna, cómoda y cuatro banque-
tas derrengadas eran el ajuar de la extraña pieza.
— Pues por esto, y aquel otro camarin donde está la
cocina, y que también tié techo moro, pago veinti-
séis ríales al mes, que es un irror de carestía.
— ¿Y de qué vive ustedl
— El mi marío es ciego y vende to el papelorio de
Madril. ¿No le ha uyido busté vocear por las calles?
Yo, si á mano viene, hago buñuelos. ¡Pero con tanta
familia...! Ya vede busté; ca año por Navidá, criatura.
— ¿Siempre por Pascuas? ¡Qué puntualidades se
usan en esta tierra! {Dándole limosna.) A ver, lléveme
pronto á la casa del Sr. Mancebo.
Tres escaloncitos más, un corralón triangular don-
de hormigueaban chiquillos y mujeres pobres, que se
peinaban al sol; un pasadizo, otra puerta árabe apun-
talada, y por último, un patio más decente con pozo,
tiestos de matas sin hoja, empedrado musgoso y lle-
no de verdín, y una artesa de lavar. Aquel espacio,
al cual se entraba desde la calle del Plegadero por un
derrengado portalón, servía de atrio común á dos ó
tres viviendas de aspecto relativamente decoroso. Por
la puerta de una de ellas salió una mujer cuarentona
y obesa, morena, desbaratada de cuerpo, vestida de
trapillo, con las mangas arremangadas. Era Justina.
Después de saludarla, preguntóle Guerra por Leró,
dando á ésta su verdadero nombre, y ella, con cierta
32 B. PÉREZ GALDÓS
indecisión y desconfianza, como temerosa de decir la
verdad, le respondió que su sobrina estaba haciendo
ejercicios en la casa provisional de las Hermanitas del
Socorro, junto al Tránsito, y que no vendría tal vez
en dos ó tres semanas.
Cuatro chiquillos babosos y llorones se colgaron á
las faldas de Justina, que tuvo que sacudírselos para
poder andar.
— ¿Y el beneficiado Mancebo?
— ¿Mi tío? En las Claverías le tieoe usted, lo mismo
que mi marido. Hoy volverán tarde, porque hay obra
en el Claustro alto y en la capilla de San Nicolás, y
el señor Cardenal les ha dicho que tienen que aca-
barle todo antes de las funcionesde Pascua.
— Usted no me conoce— le dijo Guerra, añadiendo
su nombre. Al oirlo, se disipó la desconfianza de la
buena mujer, y deshaciéndose en cumplidos y finuras
hizo pasar al visitante á una salita baja, en la cual
vio éste un espectáculo singularísimo, quedándose in-
deciso un buen rato entre el horror y la sorpresa. So-
bre mesilla no muy alta veíanse unas piernas arrolla-
das formando ruedo, y más parecidas á tentáculos de
pulpo que á extremidades de persona, y en el centro
de aquello, una, humana cabeza del tamaño común en
el adulto con las facciones perfectamente conforma-
das. El mirar, aunque de idiota, no carecía de expre-
sión dulce, fijándose con persistencia en el descono-
cido que le contemplaba. Cabellos lacios cubrían al-
gunas partes de su cráneo, y en su cara crecían pelos
ásperos y larguiruchos, que por lo escasos se podían
contar. Después de mirar mucho á Guerra, la cabeza
se irguió dejando ver un cuello raquítico y un busto
ÁNGEL GUERRA 33
enteco, del cual pendían brazos flácidos j como sin
hueso, al modo de las piernas. Colgábale del cuello
una especie de blusa ó más bien funda verde, de tar-
tán, único vestido que cubría el cuerpo de tan des-
graciado y monstruoso ser.
— Es el hermano de Lorenza — indicó Justina. — No
le tema usted. Es que se altera un poco cuando ve per-
sonas desconocidas.
El fenómeno le enseñó los dientes, produciendo con
la lengua un castañeteo semejante ai canto de la per-
diz. Después gruñó un poco, recobrando su primitiva
postura, la cabeza en el centro de aquel informe re-
voltijo de carne, sin apartar de Guerra la mirada, con
expresión de perro que vigila.
Ángel sintió escalofríos, un instintivo miedo ó re-
pugnancia que no sabía dominar, y salió otra vez al
patio, donde se encontraba mejor que en la sala. Jus-
tina le sacó una silla para que se sentara, repitiendo
la cantinela de antes. «Muchos días ha de tardar la
niña en volver acá. Pero no es seguro; puede venir
cuando menos se piense, porque no ha tomado el há-
bito, ni lo tomará hasta que acabe los ejercicios.»
Los chiquillos, pegados á las faldas de su madre,
que apenas moverse podía con tal impedimenta, mi-
raban con asombrados ojos al forastero. A las pregun-
tas de éste sobre la extensión de su prole, contestó
Justina entre risueña y quejumbrosa que le vivían
siete, y que por estar su marido imposibilitado á cau-
sa de una caída, se veía y se deseaba para mantener-
los. Gracias á la protección del tío, iba defendiendo
el rebaño. Su marido era carpintero, un hombre como
pocos, muy sentado y sin vicio ninguno; pero inútil
2." PARTE 3
34 B. PÉREZ GALDÓS
Ó poco menos para el trabajo, y sus ganancias se re-
ducían al corto estipendio que el beneficiado le agen-
ciaba en la Obra y Fábrica.
Llegaron en esto de la escuela los dos hijos mayo-
res, pobremente trajeados, pero bien apañaditos, car-
gados de libros sucios y de cartera y pizarra. Besaron
la mano á su madre, que les presentó al visitante, en-
careciéndole lo malos que eran, sobre todo el mayor-
cilio, de ojos ratoniles, vivo como la pimienta y muy
salado de facciones. Mientras la madre y el más pe-
queño se internaban en la casa, el chicuelo mayor se
familiarizó con Ángel, quien le hizo mil preguntas,
sacando en substancia que era monaguillo de la Cate-
dral, pero que estaba de baja por algún tiempo para
ir á la escuela. Llamábase Ildefonso; su precocidad y
agudeza encantaban á Guerra, que le tuvo por ami-
go desde el primer cuarto de hora de trato. Bastó que
le alentara un poco para verle hacer mil monerías,
verbigracia, imitar el paso claudicante y la voz inse-
gura del señor Cardenal, y otras chuscadas. Justina
salió con una gran cesta; era la comida del marido,
que trabajaba en las Claverías, y se la dio al mucha-
cho para que pronto la llevase. «Y cuidado como te
entretienes á jugar por el camino.»
Guerra creyó que era importunidad permanecer
allí, y se despidió, saliendo tras el chico con quien
fué de parla por toda la calle del Pozo Amargo. Por
él supo que Leré y sus tíos estaban de puntas, porque
éstos no querían que fuese monja, ni que hiciera ejer'
cicio con las señoras aquellas del Socorro, que eran,
al decir del rapaz, unas grandes correntonas. Ildefon-
so hacia lo posible por llegar tarde á la Catedral, pues
ÁNGEL GUERRA 35
le era muy grata la compañía de aquel caballero; á
lo mejor ponía en el suelo la ce^ta y sobre ella se sen-
taba aceptando y encendiendo un pitillo ofrecido por
Ángel. Mas éste le daba prisa, y por fin llegó al tér-
mino de su corto viaje, desapareciendo por la puerta
del claustro, donde el amigo le despidió con una pe-
setica, prometiendo ambos volverse á ver, y estimar-
se y prestarse auxilio en cuanto se les ofreciera.
Su primera excursión después de esta visita frus-
trada fué hacia la Judería, con objeto de estudiar el
camino que Leré debía recorrer para ir desde el Trán-
sito á su casa, el cual no podía ser otro que la escale-
rilla de San Cristób?!, la plazuela del Juego de Pelota
y Santa Isabel. En la Judería melancólica, toda ruinas,
miseria y soledad, paseó mañana y tarde, esperando
ver salir á la mística joven de alguna de aquellas ca-
sas por cuyos rincones parece que anda rondando aún,
entre murciélagos, el ánima empecatada del marqués
de Villena. De día, cansado de contemplar los casero-
nes inmediatos al Tránsito (y ya sabía por su amigo
Ildefonso el que ocupaban las señoras del Socorro),
asomábase al pretil que por aquella parte sirve de
miradero sobre el río, y se olvidaba del tiempo, del
mundo y de sí mismo, contemplando, como en las
nieblas de un ensueño, las riberas pedregosas, los for-
midables cantiles que sirven de caja á la tumultuosa
y turbia corriente. Por su cauce de piedra, el Tajo se
escurre furioso, enrojecido por las arcillas que arras-
S6 B. PÉREZ GALDÓS
tra, con murmullo que impone pavura, y haciéndose
todo espuma con los encontronazos que da en los án-
gulos de su camino, en los derruidos machones de
puentes que fueron, en los mogotes de las aceñas
que él mismo destrujó mordiéndolas siglo tras si-
glo, y en las chinitas de mil quintales que le ha ti-
rado el monte para hacerle rabiar. Enfrente, los Ci-
garrales.
«Ah! — pensaba Guerra, mirando en la orilla fron-
tera las fincas de un verde tétrico, con el suelo saltea-
do de azuladas peñas y de almendros y olivos que á
lo lejos parecen matas. — Yo también tengo mi ciga-
rral, y debe de estar por ahí. No he puesto los pies en
él más que una vez, de niño. ¡Y cuánto me gusta ese
paisaje severo, que expresa la idea de meditación, de
quietud, propicia á las florescencias del espíritu! Allí
¡maldita sea mi suerte! me pasaría yo una tempora-
dita con Leré... si ella quisiera.»
Á lo mejor se le aparecía el amigo Ildefonso, unas
veces solo, otras acompañado de alguno de sus herma-
nillos. No ignoraba el muy tuno dónde había de en-
contrarle ni lo bien que se le recibiría, pues Ángel
sentía hacia él viva inclinación y ganas de proteger-
le, cultivando su precoz inteligencia. Además, el
primillo de Leré le encantaba porque creía ver en él
un misterioso parecido con Ción. No consistía segura-
mente en semejanza de facciones, sino en cierta fra-
ternidad ó parentesco espiritual, como aire de raza
que, según Ángel, se revelaba en el mirar, en la in-
quietud graciosa y en el lenguaje desenvuelto. A
veces se le figuraba que el alma de Ción se asomaba
á los ojos del monagui'lo, y al observarlo ó creerlo
ÁNGEL GUERRA 37
así, creíase también capaz de llegar á sentir por él
un cariño inmenso.
— Señor, ¿no sabe? — le decía Ildefonso. — Tío Paco
pregunta todos los días á mi madre si no ha vuelto
usted, y esta mañana dijo que si supiera donde vive
le visitaría.
— Y tu prima Lorenza, iin parecer, ¿verdad?
— Á casa no va. Está ahí (señalando á las casas pro-
Qsimas al Tránsito). Oiga, señor. ¿No sabe lo que dijo
mi padre anoche? Que usted es muy rico, y que su
casa de Madrid la tiene toda llena de dinero.
— Hombre, no. No creas tales patrañas.
— Y dijo que usted quiso casarse con Lorenza, y
ella se negó, porque la llama la religión, y qué sé yo
qué. Vaya que es boba de veras... ¿No sabe? pues á
mi prima no le gusta el dinero, y cree que el ser rico
es una cosa muy mala. ¡Si será simple...!
— ¿Y á ti te gusta el dinero?
— ¡Á mí sí... carai! (Con mirada ansiosa, lengileteiín-
dose los labios). ¿El dinero? cosa rica. ¡Quién tuviera
mucho!
— ¿Y qué quieres tú ser? ¿Á qué te aplicas? ¿Qué
oficio ó que carrera te agrada más?
— Yo quiero ser cadete. íEchando lumbre por los
ojos.)
—¿Cadete?
— Sí señor. Cadete toda la vida, hasta que me
muera.
— Bien, hombre, bien. ¿Y no sientes inclinación á
ningún oficio?
— ¿Oficios?... (Con mirada despreciativa). Déjeme
usted de oficios. ¡Buenos están! Dice mi padre que en
36 B. PÉREZ GALDÓS
estos tiempos de ahora hay que ser ó señorito ó nada,
quiere decirse, pobre de los que piden limosna. Los
oficios, ¿qué dan? miseria. ¡Antes sí, cuando la cate-
dral era rica...! El padre de mi padre fué también
carpintero, y sólo por armar el Monumento le daban
no sé cuántos miles de miles de riales.
— Bueno, hombre, bueno. Y de vivir tanto tiempo
entre canónigos, cantando con ellos y ayudándoles
al culto, ¿no te han entrado aficiones eclesiásticas?
¿No querrías ser cura*?
— ¿Clérigo yo...? ¡Vamos, hombre, déjeme á mí de
clérigos... carai! (ExcitándoseJ. Lo que le he dicho: ó
cadete ó nada.
— ¿Y no se te ha ocurrido, teniendo siempre delan-
te de los ojos estos grandes monumentos, aprender el
arte de construirlos?
Llevándole un poco hacia Occidente, después de
darle un pitillo, le mostró los muros ennegrecidos de
San Juan de los Reyes, custodiados por heraldos con
las mazas al hombro, y la imponente fábrica del
puente de San Martín.
«Mira eso, Ildefonso, y reflexiona. Desde que abris-
te los ojos estás viendo la Catedral, el Alcázar, y
tantísima maravilla. ¿No se te ha ocurrido igualar á
los autores de ellas, haciendo tú otras semejantes?
¿No se te ha ocurrido ser arquitecto?...
— ¿Hacer casas, iglesias y torres? f Fumando gallar-
dameniej. ¡Que las hagan los albañiles, que para eso
están, carai! Déjeme usted á mí de torres y de esas
bromas. Yo cadete, y nada más que cadete.
— Bueno, hombre, serás militar, si te portas bien,
y estudias.
ÁNGEL GUERRA 39
Con estos y otros coloquios engañaba Ángel su
fastidio. Comúnmente tenía que despedir á Ildefonso
y mandarle á su casa para que los padres no le riñe-
ran. Por lo demás, la misteriosa y jamás abierta casa
de las Hermanitas del Socorro, situada en la subida
de los Alamillos, detrás de las ruinas del Palacio de
Villena, no le daba ninguna luz ni le sacaba de tan
enfadosa situación espectante. Lo único que pudo ver
fué algunas parejas de beatas callejeras, como las que
por todas partes se encuentran en Madrid, las cuales
entraban ó salían por una puerta mezquina. Nunca
vio Guerra fachada más estúpidamente muda, sorda
y ciega. Pero á pesar de la inutilidad de sus acechos,
no se determinaba á matar su tristeza en lugares más
populosos y alegres que la Judería, porque de tanto
andar por barrios solitarios su alma se habia hecho á
la contemplación de la vida pasada, al amor de las
ruinas, y al punzante interés de lo misterioso y des-
conocido. De tal modo le apasionaban las edades
muertas, que se determinó en él una atroz aversión
del gárrulo bullicio de la vida contemporánea, y
cuando en sus paseos se aproximaba á la calle del Co-
mercio, huía de ella con verdadero sobresalto, metién-
dose por los callejones transversales, que en cuatro
zancadas nuevamente á la soledad le conducían. Los
carteles del teatro en las esquinas causábanle disgus-
to, y el oír vocear periódicos en las callejuelas le ata-
caba los nervios. Llegaba á creer que el eco repetía
con sarcástico acento, en las revueltas sepulcrales de
algunos barrios, los títulos exóticos de la prensa mo-
derna, y que la ola de vida no podía reventar allí sin
producir profanación y escándalo.
40 B. PÉREZ GALDÓS
No encontrando á Leré donde creía deber encon-
trarla, la buscó por otras partes, junto á San Cimente,
por el toque instintivo de asociar lo presente con lo
pasado. En esto de los encuentros perseguidos ó casua-
les, el Acaso descompone con muchísima gracia los
cálculos todos de la previsión humana, pues siempre
resultan los tales encuentros en lugar y coyuntura
que nunca el rondador imaginaba. Y así sucedió en
aquel caso, pues una tarde que Guerra iba por las
Cuatro Calles, hallándose su mente distraída casual-
mente de Leré y de cuanto con ella se relacionara...
¡pataplúm, Leré! Esto pasa, esto le ha pasado á todo
el mundo. ¡Y es el hombre tan tonto que no sabe fiar
á la caprichosa lotería del Acaso los encuentros, y se
empeña en buscarlos con vana y pueril lógica!
Pues señor, cruzaba Guerra, y vio que salían, de
una tienda de ropas dos hermanas del Socorro acom-
pañadas de Leré, que llevaba un lío de compras. Am-
bos se sorprendieron, y en el primer momento no su-
pieron qué decir. Ángel la detuvo sin hacer caso de
las dos hermanas, y ella le saludó sin turbarse, con
aquella bendita serenidad á prueba de sorpresas y
emociones.
«Ya sé que estuvo usted en casa. ¿Seguirá muchos
días aquí? Supongo que lo verá todo. Mire, en la Ca-
tedral mi tío puede servirle de guía y enseñarle co-
sas que no se pueden ver sino por recomendación, el
tesoro, el relicario, las ropas, los subterráneos, las al-
hajas y el manto de la Virgen.
Contestó Guerra con cuatro frases de ordenanza,
y le pidió una entrevista. Dijo Leré que por el mo-
mento no podía ser, pues estaba sirviendo en el So-
ÁNGEL GUERRA '41
corro; pero que pensaba volver otra temporada al
lado de su tía, y entonces podría verla y hablarle
todo lo que quisiera.
No pasó nada más, ni podía prolongarse la conver-
sación delante de las religiosas, que ya parecían un.
poquito escandalizadas. Separáronse, y él se fué tan
alegre, porque sólo el verla y las cuatro palabras
cambiadas de prisa y corriendo pareciéronle un triun-
fo. Y ¡cosa extraña! aquel encuentro sin consecuen-
cias ni explicaciones, le impulsó á sumergirse más
en la soledad. Al día siguiente, huroneando en las
iglesias, maravillóse de sorprender en sí tentaciones
vagas de poner alguna mayor atención en el culto,
casi, casi de practicarlo, y de cavilar en ello, buscan-
do como una comunicación honda y clandestina con
el mundo ultra sensible. Admitía ya cierta fe provi-
sional, una especie de veremos, un por si acaso^ que ya
era suficiente estímulo para que viese con respeto
cosas que antes le hacían reír. Por de pronto recono-
cía que en el mundo de nuestras ideas hay zonas des-
conocidas, no exploradas, que á lo mejor se abren,
convidando á lanzarse por ellas; caminos obscuros
que se aclaran [de improviso; atlántidas que, cuando
menos se piensa, conducen á continentes nunca vis-
tos antes ni siquiera soñados.
El medio ambiente se proyectaba con irresistible
energía dentro de él por la diafanidad de su comple-
xión mental. El mundo antiguo, embellecido por el
arte, le conquistaba y le absorbía hasta el punto de in-
fundirle amor hacia cosas que antes le parecían falsas,
y, lo que es más raro, falsas le parecían aún. Ignoraba
si aquel prurito suyo de probar las dulzuras de la
42 B. PÉREZ GALDÓS
piedad obedecía á un fenómeno de emoción estética
ó de emoción religiosa, y sin meterse en análisis,
aceptábalo como un bien. En esto ocurrió la entrevis-
ta con el padre Mancebo, tío de Leré, que fué á visi-
tarle y no le encontró en casa. La misma tarde quiso
Ángel pagar la visita, teniendo el gusto de conocer
á un sujeto que había de sorprenderle como las ma-
yores rarezas toledanas.
ÁNGEL GUERRA 43
II
Tío PROVIDENCIA
I
Contaba D. Francisco Mancebo sus años por los
del siglo, quitando una decena, y se conservaba muy
terne y espigado para su edad, hecho un puro car-
tón, los ojos vivaces y algo picarescos, la piel dura y
á trechos enrojecida por sarpullos crónicos; bastante
aguzado de morros y con buena dentadura, que solía
mostrar como indicio cierto de su excelente salud;
pobre de pelo, si rico en lunares y berrugas de dife-
rentes tamaños, que salpicadas con cierta gracia de-
coraban su nariz, frente y barbilla. Habia conocido
cinco cardenales, D. Luis de Borbón, Inguanzo, Bo-
nell y Orbe, el padre Cirilo, y Moreno, y desde muy
niño estuvo al servicio de la Iglesia Primada. Era
bien criado y atento con todo el mundo; algo casca-
rrabias en la Catedral cuando sus inferiores le apura-
ban la paciencia; fumador de cigarros apestosos que
hacia él mismo picando colillas; narrador entreteni-
do de historias capitulares y cronista de todas las
fundaciones que afectaban al personal de la Santa
Iglesia Primada; infatigable y celoso en sus obliga-
ciones; descuidado en el vestir, pues su sotana con
visos de ala de mosca, algo babeada por la parte del
pecho y engrasada en el cuello, revelaba una econo-
mía próxima á la sordidez.
44 B. PÉREZ GALDOS
Sus historiales podrían trazarse en cuatro lineas.
Niño de coro en 1822, cuando aún vivía el cardenal de
Borbón: sacristán sirviente y salmista hasta la edad de
treinta años: en 1840, órdenes, y al poco tiempo cape-
llanía de coro, que en 1851 fué suprimida por el con-
cordato: sacristán mayor de la capilla general ó de
Santiago en 1843, y luego beneficiado por propuesta
del señor Bonell y Orbe: en 1860, auxiliar contador
en la oficina de Obra y Fábrica, donde continuaba y
continuaría hasta su muerte. En todo este larguísi-
mo espacio de vida no dejó de ir un solo día á la Ca-
tedral, ni jamás guardó cama por enfermo, ni supo
nunca lo que son médicos y botica. El único acha-
que que le mortificaba era la gradual pérdida de la
vista. A veces, ya por exceso en el trabajo, ya por
efecto de algún berrinche que cogía, se le inflama-
ban los ojos, y le escocían y le lloraban, viéndose obli-
gado á usar unas gafas de antiguo estilo, con montu-
ra de plata y cuatro cristales azules, dos ante los
ojos y los otros en las sienes, adefesio que ya no se
ve más que en los escribanos y memorialistas de
saínete. Otro rasgo: nunca había salido de Toledo,
pues por no viajar, ni en los Madriles puso nunca su
planta, calzada con zapato de paño sin hebillas ni
ningún otro toque de elegancia clerical.
Cuando llegó Ángel á la calle del Plegadero, esta-
ba D. Francisco en la puerta del patio, hablando con
unas vecinas, y no necesitó el madrileño decir su
nombre, pues lo mismo fué verle el clérigo que irse
derecho á él risueño y afectuoso.
«¡Ave María Purísima! Es usted el retrato vivo de
su abuelo Gumersiado Guerra. Los dos hijos de éste
ÁNGEL GUERRA 40
faeron compañeros míos en el coro de la Catedral, y
muy amigos, pero muy amigos, sobre todo Perico
José. Vaya, vaya, pues no habrá llovido nada desde
entonces... Me parece que estoy viendo á Gumersin-
do, cuando venía con las muías á la Posada de la San-
gre... Porteaba los diezmos de toda la parte de Ules-
cas y Torrijos... Pero... ¿le molesta á usted oírme re-
cordar que su abuelo trabajaba en la arriería"?
— No señor... A buena parte viene usted.
— Cabal... En estos tiempos tan democráticos,
¿quién se fija en...? Ya no hay orígenes, ni más ejecu-
torias que el por cuanto vos contribuísteis... Tamoién co-
nocí mucho al padre de doña Sales, D. Bruno Zacarías
de Monegro, que compró el solar de San Miguel de los
Ángeles, cuando lo vendieron como bienes naciona-
les, y el cigarral de Guadalupe, una de las donacio-
nes de los Téllez de Meneses para dotar las misas que
los racioneros debíamos decir en la capilla del Sepul-
cro... Bueno, señor. Su abuelo materno de usted me
quería, vaya sí me quena; pero cuando casó con la
niña mayor de D. José Rojas, se atiesó un poco... No
es decir que no fuéramos amigos; perú si nos encon-
trábamos, «adiós Paco, adiós Bruno», y nada más.
Con que, sí usted quiere, amigo D. Ángel, subiremos
á mi madriguera, y hablaremos allí todo lo que nos
dé la real gana...
Aunque D. Francisco no acabase los párrafos con
un chiste, les ponía siempre por contera una risilla
más ó menos larga y picada, según los casos. Dirigié-
ronse, pues, á una habitación del piso alto, la mejor
de la casa, con ventana al patio, amueblada con ascé-
tica modestia y sin cosa alguna que visos tuviese de
46 B. PÉREZ GALDÓS
antigüedad artística. Un duro sofá de paja con dos
cojines, en el cual D. Francisco echaba la sie«ta; mesa
camilla sin faldones ni brasero; armario que más bien
parecía mueble de oficina; la cartilla de la diócesis
colgada de un clavo, dos ó tres perchas; cómoda de
taracea estropeadísima, sobre la cual se veía una caja
de cartón que guardaba la teja número uno; pelados
ruedos y felpudos calvos tapando el baldosín, y en el
fondo puerta de cristales verdosos y mal emploma-
dos, por la cual se veía la cama de Mancebo cubierta
con colcha de pedacitos de percal, eran lo más nota-
ble en aquel aposento desnudo, frío y triste.
«Bueno, señor .. ¿Y qué? ¿ha ido usted ya por la Ca-
tedral? ¡A.h! ya no es esto ni sombra de lo que fué.
—Así es el mundo — le dijo G-uerra, por decir algo.
Mudanzas y transformaciones, que no hay más reme-
dio que aceptar. Tras de unos tiempos vienen otros...
— Cabal, y tras de otros, otros, siempre á peor, á
peor. Dígamelo usted á mí, que conocí la Obra y Fá-
brica con cuarenta y pico mil ducados de renta, y
ahora .. nos vemos' y nos deseamos para atender al
culto con los cien mil y pico de reales indecentes que
dedica el Gobierno á la Catedral Prim?da. Yo me
acuerdo de aquella contaduría en que se guardaba el
dinero en espuertas, y había temporadas en que el re-
ceptor tenía que tomar tres ó cuatro ayudantes sólo
para contar. La Mitra cobraba entonces de sus bienes
cinco milloncejos, que se gastaban en obras, en fun-
daciones, en fomentar las artes y los oficios. Con esto
y con las rentas de la Obra y Fábrica, que del pue-
blo salían y al pueblo tornaban, Toledo era el come-
dero universal. Comían el pintor y el estofador, Co-
ÁNGEL GUERRA. 47
mían albañiles y arquitectos, el tallista y el cerraje-
ro, comíamos en fin todos los que llevamos sotana,
pues en la Catedral había dotación para treinta y seis
mil misas de año á año, y siguiendo la escala de alto
abajo, comía toda la grey de Dios. Pero nos desamor-
tizaron... y ¡zapa! ahora no come nadie, porque díga-
me u§ted á mí si con veintiún reales diarios que nos
dan á los que fuimos capellanes de coro y ahora so-
mos beneficiados, se puede vivir decentemente; y ya
no hay ni ayudas de costa, ni gratificaciones, como
antes. En cambio vengan descuentos, cédula de ve-
cindad, comisión del habilitado, y el dichoso sellito
para el recibo, que es lo más salado del mundo. Créa-
me usted: quien vio en esta Catedral aquellas funcio-
nes de seis capas, cuando teníamos catorce dignida-
des, y éramos entre todos en el coro unos ciento se-
senta; quien alcanzó aquellas magnificencias, digo,
no puede menos de echarse á llorar al ver el corto
personal del culto de hoy, y la miseria con que se le
retribuye.
— Sí, sí... ¡Es triste, muy triste...! — dijo Guerra,
queriendo recortar aquel tema, que ya empezaba á
ser fastidioso.
— ¡Y tan triste!... Pues, á lo que iba: dije que con
veintiún reales y unos cuartos no se pueden hacer
maravillas. Pague usted casa, coma, vístase con de-
cencia, y mantenga á este familión, que si no fuera
por uno... Porque el pobre Roque no trabaja sino por
temporadas; en la Catedral cuando hay alguna com-
postura; en la cajería del mazapán en su tiempo... y
rara vez en ataúdes, pues este es pueblo de corta
mortandad. En fin, que hay meses, Sr. D. Ángel, que
48 B. PÉREZ GALDÓS
llega el veinte ó veinticinco, y ya me tiene usted
más limpio que una patena... Pero contento siempre,
eso sí, Gracias á este pobre clérigo, no falta en casa
el puchero con todos sus requilorios, ni el cabrito asa-
do en ciertos días, ni el bacalao de rúbrica en tiempo
de vigilia, ni el bollo de á cuarto para los niños, et
o'eliqua... Que se ofrece algo de ropa de nueva... al tío...
Que hay que echar medias suelas á Ildefonso... al tío.
Que la escuela, que el quintalíto de carbón, que el
garbanzo al por mayor, que la caja de cerillas, que el
paquete de picado para Roque... al tío. Que un poqui-
to de estera para tiempo de heladas... al tío. Y en
cuanto al fenómeno, no vaya usted á creer que no con-
sume, pues su cazuela de patatas y su pan de' pueblo
de á dos libras no hay quien se lo quite. Pero conten-
tos, eso si, y pidiéndole á Dios que no vengan peores.
Gracias que Roque es un pedazo de pan. Él ni taber-
na; él ni juego; él ni comilonas con los amigos, ni
trasnochadas; él ni presunciones para vestirse, pues
con la misma capita que llevaba hace quince años
cuando se casó, le tiene usted ahora... Pero es hom-
bre muy para poco, y ¿quién si yo no existiera se
cuidaría del porvenir de los chicos? Ildefonso, que es
muy agudo, se trae el sábado á casa, cuando tiene
semana en la Catedral, sus diez ó doce reales. Mas yo
no quiero que vaya sino en las festividades y vaca-
ciones para que adelante en la escuela. Me ha dicho
el maestro que tiene meollo ese niño, y pienso meter-
le en el Instituto para que se nos haga sabio, como
éstos á la violeta que salen ahora de debajo de las pie-
dras. El segundo como más tímido, es que ni pintado
para la carrera eclesiástica; pero va tan de capa caída
ÁNGEL GUERRA 49
el oficio éste, amigo D. Ángel, que vale más ser pica-
pedrero que sacerdote, porque majando piedra veo
que llegan muchos á contratistas y se hartan de di-
nero, mientras que el clérigo, aunque llegue á canó-
nigo, lo comido por lo servido, y todavía les parece
mucho lo que nos dan, y nos llaman sanguijuelas de
la Nación... Pu3s, á lo que iba: fíjese usted en que son
siete los sobrinos que habrá que colocar, todos varo-
nes: en eso hay que alabar á Justina, porque si se nos
descuelga con siete hembras, ¡Dios nos asista! No hay
más remedio que aplicarles á distintos oficios, según
vayan creciendo, porque ¿quién piensa en carrera^.?
Siete carreras, ¡zapa! imposible. Paes espérese usted
un poco; hay otra boquita más que también chupa.
Me refiero á Sabas, el hermanito de Lorenza, que es-
tudia para pianista y compositor allá en Bruselas, es-
tupendo muchacho, sí señor. La pensión que le dan
es tan corta, que el pobre tío no tiene más remedio
que mandarle en ciertas épocas del año, ya los diez
duritos para que se compre un abrigo, ya la media
onza para papeles de música... Pero no me importa.
Yo contento, con tal que todos vivan y se vayan
criando.
Ángel alababa la bondad del buen clérigo, Provi-
dencia de la familia; pero deseando abreviar, abordó
el asunto que principalmente le interesaba. Como
don Francisco rabiara también por hablar de Lorenza,
aprovechó la primera coyuntura presentada por el
otro, y salió con gran calor y verbosidad por este re-
gistro:
«No me hable usted de esa chica... que me está
dando unos disgustos... ¡Cuidado que ella es buena, y
50 B. PÉREZ GALDÓS
si hay mujeres de pasta de ángeles en el mundo, Lo-
renza es una. La hemos querido j la queremos con
idolatria, porque se lo merece, la verdad es que se lo
merece. Ya desde que era tamaña así, mostróse incli-
nada á lo de arriba; pero yo pensé, cuando por media-
ción de Braulio y de las señoras de Talanque la man-
damos á Madrid, que allá se le abatirían esos humos.
Figúrese usted mi sorpresa cuando leo la última carta
de Braulio y ¡zapa!... Que Lorenza viene para acá con
ánimo de entrar en esas órdenes modernísimas de
hermanas correntonas, que andan de calle en plaza,
pidiendo y refistoleando, metiéndose y sacándose por
todas partes... Le diré á usted en confianza que estas
órdenes que nos han mandado de extranjís me cargan.
Yo soy clérigo de cuño antiguo; me ha criado á sus
pechos la alma ecclesia toletana, toda severidad y gran-
deza, y no estoy por esta novedad de las monjas pú-
blicas. ¿Que se quiere vida religiosa*? Pues ahí están
nuestras órdenes venerandas, ahí las Bernardas del
Real San Clemente, ahí las Dominicas del Real y del
Antiguo, las Franciscas de Santa Isabel, también
Reales, las de San Juan de la Penitencia, ahí las Be-
nitas y Jerónimas monjas de fuste, reclusas y bien
trincadas dentro de los hierros, observando bien su
regla y rezando noche y día por tantísimo pecador
como hay. Allí todo es nobleza, recogimiento y ver-
dadera devoción. Luego, da gusto, créalo usted, cuan-
do se ofrece tratar con alguna señora de éstas en el
locutorio, ver la compostura y la decencia de ellas,
y el habla acompasada, y el mirar caído al suelo... en
fin, que no me hablen á mí de religiosas que no sean
las de mi lugar... Pero éstas que yo llamo del zancajo.
ÁNGEL GUERRA. 51
éstas que nos ha traído el ferrocarril, y que hablan
francés ó un castellano gangoso, echando las sílabas
por la nariz y arrastrando las erres, quítemelas usted
de delante, que no las puedo ver. Siempre que vienen
á pedirme dinero ¡zapa! les digo que no estoy encasa,
y no me sacan un maravedí así se vuelvan locas.
jPara qué quieren los cuartos? Dicen que para recoger
ancianos y asistir enfermos. Ello será: no digo que
no, ni quiero hacer juicios temerarios. Admito que
recojan viejos babosos y les cuiden, que asistan á los
enfermos y les aguanten sus porquerías. Bueno: pues
con todo eso, á mí no me gustan, qué quiere usted
que le diga; que no me gustan, vamos... Pues sí señor,
me da la gana de que no me gusten, y me salgo con
la mía... Total, que siguen no gustándome... jí, jí, ji-.
(Larga y picada risilla.)
II
»Paes, á lo que iba — prosiguió el gracioso clérigo
cuando acabó de reír: — tales son las órdenes de que
la niña se ha ido á enamorar. Ya que hablo con usted
en toda confianza (arrimando más su silla al sofá en
que Ángel se sentaba), le diré todo mi pensamiento: jo
no quiero que Lorenza sea monja, ni de estas ni de
aquellas, ni de las entrometidas, ni de las históricas,
no quiero verla ni entre las del zancajo al aire, ni en-
tre las del tocinito del cielo y los huevos hilados. Por
la situación en que va á quedar esta familia cuando
yo me muera, quisiera yo que mi sobrina se casara...
¡Pero es más terca...! Háblele usted de hombres, y
52 B. PÉREZ GALDÓS
como si le hablara del Diablo. Nada, que no se pare-
ce en nada á las demás muchachas. Se empeña en que
este siglo ha de tener santos y santas, y yo le digo
que no hay más que ferroscarriles, telégrafos, sellos
móviles, y demonios coronados. Pues, si, crea usted
que no le faltarían buenos partidos, ¡zapa! Es chica
muy bien educada, sabedora, fina, despabilada para el
trabajo, y si me apijran, hasta bonita, porque aquel de-
fectillo de los ojos temblones, más que defecto viene
á ser una gracia. Tal creo yo.
— Sí, gracia es — dijo Guerra entusiasmándose. —
Tengo á Lorenza por una muchacha de extraordina-
rio mérito en todo y por todo.
— ¡Pero más terca...! ¡María Santísima qué tesón de
niña! Antes de que fuera allá, quise meterla en las
Doncellas Nobles. ¿Pues creerá usted que salió con la
tecla de que ella no quería nobleza, sino villanía, de
que no quería bienestar, sino pobreza? «Pero hija
— le digo yo, — los tiempos han cambiado. Los maldi-
tos pronunciamientos primero y el Concordato, que
acabó de partirnos, han trastornado el mundo. Ahora,
hay que aplicarse á defender el materialismo de la
existencia, porque los demás á eso van, y no es cosa
de quedarse uno en medio del arroyo mirando á las
estrellas. Pobres somos todos, sí, pero tenemos que
vivir, y cuidar de que los demás vivan. El Concorda-
to le ha hecho á uno práctico, como dicen que son los
ingleses, y nos ha enseñado á mirar por el triste ma-
ravedí. Antes, cuando había aquellas pingües rentas
eclesiásticas, daba gusto morirse de hambre dentro de
un claustro, y disciplinarse y quedarse en los huesos,
porque se lo agradecían á uno, y le canoQÍzaban, y
ÁNGEL GUERRA 53
le encendían velas, y le adoraban. Pero ahora... te
mueres en olor de santidad, y nadie te dice nada, y á
nadie se le ocurrirá poner canilla tuya ó muela en un
relicario, para que la besen las devotas.»
Ángel se reía, encantado de oir al buen Mancebo.
«Pero, á lo que iba, Sr. D. Ángel; óigame usted lo
principal: he dicho que no faltarían buenos partidos
á la niña. Pues tengo lo menos tres para que ella es-
coja. Pero simplifiquemos: me fijo sólo en uno, en el
mejor, en el de mis preferencias, Sr. D. Ángel. Verá
usted: hay un chico, hijo de Gaspar Illán, el de la
tienda de comestibles de la calle de la Obra Prima, es-
quina á las Tornerías, ahi junto á la plaza de las Ver-
duras, el cual es de lo más excelente que usted pue-
de figurarse, bien plantado, sin ningún vicio, ni más
defecto que ser un poco bizco; pero esto no importa.
Pues el ángel de Dios, en cuanto vio á Lorenza, re-
cién venida de Madrid, se prendó de ella como un ga-
lán de comedia. En fin, que al día siguiente me dijo:
«Don Francisco, si ella quiere, me ahorco.» El padre
consiente; y no vaya usted á creer que es un pelaga-
tos, pues se le calcula un capital sano de más de cua-
renta mil duros. La lonja esa tiene un despacho tre-
mendo, y por la mañana, á la hora en que empieza
el mercado, el copeo deja un dineral. Con que áteme
usted cabos: Gaspar Illán es viudo, achacoso, y no tie-
ne más hijo que Pepito; de modo que Lorenza seria
dueña de todo aquel trajín... ¡Qué gloria, y qué...!
í frotándose las manos). Vamos, le pegaría, porque sepa
usted que, cuando se lo dije, me hizo fú. ¡Si estará
transtornada...! ¡Cómo ha de ser! (Siispiro y pausa).
Si yo lograra casarla con Pepe, ya podría morirme
54 B. PÉREZ GaLDÓS
tranquilo; la familia quedaría amparada, Justina des-
cansando, y los chicos podrían seguir carrera. El uno
militar, el otro ingeniero, y los demás según la in-
clinación que sacaran. Me vuelvo loco pensando en
el desvarío de mi sobrina, á quien le ponen en la mano
la fortuna y la tira por la ventana. Por eso me ale-
gré al saber que estaba usted en Toledo, y cuando me
dijeron que había estado en esta su casa y deseaba
verme, me alegré más, y me dije: «Á ver si entre
ese buen señor, que tanto se interesa por ella, y yo,
discurrimos algo para quitarle á esa niña de la cabe-
za sus chiquilladas monjiles, porque son chiquilladas
nada más.
— Pues me tiene usted á su disposición. Yo tam-
bién deseo que Lorenza, á quien en casa llamamos
Leré porque así la nombraba mi niña, varíe de incli-
nación. Discurra, pues, invente cualquier ardid, si
ardid fuere preciso, y téogame por su colaborador
resuelto.
— Veremos... lo pensaré — dijo Mancebo con toda
la picardía del mundo y toda la trastienda de sacris-
tía, haciendo con el dedo índice un gancho, dentro
del cual metió la nariz. — Pero antes...
Detúvose meditando, como si buscara la fórmula
precisa para poder diícir algo muy delicado. «Antes...
¡Zapa! no sé cómo expresarme. Dispénseme: tengo
que hablarle de un asunto que... Prométame no en-
fadarse, si me expreso mal, porque no tengo, ni á
cien leguas, intención de ofenderle.
— ¿Qué será esto? — dijo Guerra para sí, compren-
diendo que se las había con un viejo muy zorro y
muy ladino.
ANGBL GUERRA 0Í>
— Pues verá usted. Aquí hablamos como hombres
que conocemos este mundo amargo y lleno de obscu-
ridades, como hombres que no se asustan ya de nada.
— Expliqúese usted pronto.
— Mis proyectos de colocar á la niña... ¿cómo lo
diré?... pues mis proyectos tropiezan con una difi-
cultad que proviene del Sr. Guerra.
— ¡De mí!
— Repito que esto es delicadillo. ¡Pero allá va!
Pues... pues... cuando la niña vino de Madrid, se
corrieron voces... ¿cómo lo diré?
— ¡Ah, ya!... que ñola perdonó la calumnia. Natu-
ralmente, si ella no tuviera mérito, no la mordería
la envidia.
— Yo no sé si será envidia ó qué será, y apelo á su
caballerosidad para que me saque de esta duda. Por-
que es el caso que aquí llegaron, no sé cómo, sin duda
por chismorrees de la servidumbre baja de usted,
ciertos cuentos... disparates, ¿eh?... Que si usted tenía
que ver ó no tenía que ver con Lorenza, y hasta se
dijo, miren que es gana de enredar, hasta se dijo
que... su amo quiso casarse con ella. Lo peor fué
que estas fábulas llegaron á donde no debían llegar
nunca, á las orejas castas de aquel bendito muchacho,
el cual se me presentó dos días haoe, todo asustadico
y... verá usted: «D. Francisco, me han dicho esto, esto
y esto, y la verdad, ya varía la cosa, y hay que mirar
porque francamente...» Yo me enfadé, ó hice que me
enfadaba. Pero acá para entre los dos, amigo D. Án-
gel... como he visto tanto mundo, tanto engaño, tan-
to que parecía blanco y luego resultaba negro... va-
mos, que no puedo echar de mi cierto gusanillo, y
tb B. PÉREZ GALDOS
este gusanillo, usted mismo, como persona verídica,
es quien me lo va á quitar, hablándome de hombre á
hombre, con toda franqueza, como se podría hablar
entre amigos de una misma edad que la han corrido
juntos.
Guerra le salió al encuentro, indignado, y trabajo
le costó reprimir su enojo. Sentía la mengua arrojada
sobre el limpio nombre de su ami^a más que si á él
mismo se le arrojara, y de buena gana le habría ca-
lentado las orejas al presbítero por haberlas abierto á
tales malicias, pero se contuvo, y no hizo mas que
negar en la forma más rotunda y clara de la dignidad,
cuidándose poco de que Mancebo creyera ó no sus
declaraciones. Mas en cuanto éste las oyó, levantóse
entusiasmado y se puso á dar voces: «¿No lo decía yo?
El corazón me lo daba. Si no podía ser, no podía ser.
Y aquel mequetrefe empeñado en que la chica no es
de recibo... ¿Lo ves, tonto, lo ves? Los muchachos del
dia juzgáis á los demás por vosotros mismos, que
vivís llenos de malas ideas. (Volviéndose á Gíierra.)
Gracias, Sr. D. Ángel, gracias. Me quita usted un
peso de encima. Ahora ese pisaverde mal pensado no
tendrá que poner tachas á la misma pureza. No veo
la hora de cogerle por mi cuenta para ponerle la cara
como un pavo, y decirle: «Pillo, lo ves, ¿lo ves? ¿te
convences? ¡Si no te la mereces! Pobre como es ella,
vale más que tú con todo el dinero que tu padre ha
ganado en la tienda, aguando el vino, dándonos toci-
no americano por extremeño, pensando mal y mi-
diendo peor.» Bien, muy bien, estoy contento.
Se paró ante Guerra, recapacitando, con el dedo
índice en la punta de la nariz.
ÁNGEL GUERRA 57
«Pues esta certidumbre es una gran conquista, una
buena parte de terreno ganado, y que nos pertenece-
Ahora...
Ahora — observó Guerra, que no participaba de los
optimismos del beneficiado, — falta lo principal, que
Leré quiera... secularizarse, y en este punto me ha
de permitir usted un poquillo de vanidad, á saber,
que lo que yo no pude conseguir, no es fácil que lo
logre el chico de la tienda.
— También es verdad; pero quién sabe si...— dijo
Mancebo sobándose la barba y examinando el suelo.
Porque también se ha de observar que la diferencia
de clases era, en el caso de usted, un impedimento
para que mujer tan juiciosa y honesta resbalara. Con-
sidere que aquí se trata de matrimonio con un igual
suyo, lo que varía de especie, señor don Ángel.
Pueie ser que acierte usted fdescorazonadoj ; pero
yo lo dudo mucho.
— ^^¡Virgen dei Sagrario, si lo consiguiéramos...!
(Cruzando las manos.) Esta familia amparada para
siempre... los chicos en disposición de seguir una ca-
rrera... y yo... porque también hay que mirar por
uno mismo... yo, disfrutando de una tranquila se-
nectud.
— Todos esos bienes me parecen á mí algo iluso-
rios, al menos por el camino ese de casar á Leré. Crea
usted que morder un bronce y masticarlo es más fá-
cil que ablandar ó torcer su carácter. Es de la cantera
de las grandes figuras históricas que han dejado algo
tras sí, los fundadores, los conquistadores...
— Veremos, veremos... ¡Ay! yo he visto tantas to-
rres caer, tantos muros seculares romperse en mil pe-
58 B. PÉREZ GALDÜS
dazos, que siempre que miro algo fuerte y sólido,
espero, espero, y digo: «ya caerás». Los que hemos
conocido esta Iglesia Primada en todo su esplendor,
que parecía eterno é indestructible, y la vemos hoy
reducida á la pobreza humillante de un noble lleno
de pergaminos y sin una peseta, creemos poco en
esos caracteres de peña dura. Antes sí los había, ya lo
creo... pero la Desamortización y el Concordato aca-
baron con ellos. Los tiempos estos son de medianía,
de transición y de acomodarse á lo que viene. Cada
tiempo hace sus personas, señor mío, y sus persona-
jes, y pensar que ahora ha de haber fundadores y con-
quistadores, es como si quisiéramos hacer pasar el
Tajo por encima de la torre de la Catedral... En fin,
Dios dirá.
Mientras esto decía, oyeron la voz de Leré en el
patio, hablando con Justina y los chicos. Guerra lla-
mó sobre esto la atención de D. Francisco, el cual,
abriendo la ventana, gritó: «Buena pieza, sube, que
tienes aquí una visita*.
III
Subió Leré con un racimo de chiquillos pegado á
las faldas, ávidos de catar lo que en un envoltorio
traía. A.1 entrar en la pobre estancia del clérigo, salu-
dó á Guerra con la mayor naturalidad, como si fuera
cosa corriente verle allí todos los días.
— Siéntate, mujer — le dijo su tío, — y descansa esos
huesos que destinas á ser guardados en urna de cris-
tal, con lacitos y flores de trapo, para que los besu-
1
ÁNGEL GUERRA 59
queen las beatas y te los llenen de babas. ¿Qué tal
de santidad? ¿Te tratan bien las señoras esas de ex-
•tranjis?
— Pero si no son extranjeras, tío — dijo Leré con
bondad regañona. — Si son tan españolas como usted
y como yo.
— Tú dirás lo que quieras; pero las dos con quie-
nes ibas el otro día me olieron á gabachas, descen-
dientes de aquellos picaros intrusos que nos quema-
ron el claustro de San Juan de los Reyes. Y una te
decía: Loguenza^ vamos á guezar el gosario.
¡Con cuánta fruición celebró, riendo el buen Man-
cebo su propio chiste!
— ¡Bah, qué cosas tiene usted!
— ¿Y qué tal te tratan? — le dijo Guerra.
— Bien — indicó el clérigo.— A esta la encanta todo
ese ajetreo espiritual: fregar suelos, barrer, guisar y
livar, y perseguir las telarañas y demás porquerías
como si fueran los enemigos del alma.
La lucha entablada entre Leré y los sobrinillos,
porque éstos querían entrar á saco el pañuelo que
cogido por las cuatro puntas traía, terminó al fin con
la embestida y toma de la tal plaza, y la distribución
atropellada de las nueces en él contenidas. Pero Leré
defendió con tesón unos bollos ó mantecada?, ofre-
ciendo repartirlos con equidad.
— Aquí estábamos hablando — dijo el cura, — de
esas órdenes públicas. ¿A qué o«5 dedicáis vosotras las
del Socorro, á cuidar ancianos ó criaturas? Dígolo
porque en tu propia casa tendrías materia larga en
que emplear tu caridad. Para viejos chochos, aquí
está este ciudadano con un pie en la sepultura, y
60 B. PÉREZ GALDÓS
para niños, me parece á mi que nuestra nielada no es
de despreciar.
— Sí, pero éstos no son huérfanos, ni usted es po-
bre de solemnidad.
— ¡De solemnidad! Díme, ¿en qué consiste que un
pobre sea ó no solemne? ¿Qué solemnidades has visto
«n esta casa?
— Tío, bien sabe usted lo que quiero decir... Lo que
resultará siempre es que yo no perjudico á nadie con
mi inclinación, pues á nadie hago falta.
— Pues este señor me ha dicho que desde que te
viniste de Madrid anda su casa desgobernada.
Guerra no había dicho tal cosa; pero apoyó la
mentira, que encerraba una gran verdad.
«Y dice también que por su gusto habríaste queda-
do para siempre allí, dueña de todo, vamos, como di-
rectora ó superintendenta de todo, y que al fin,
quizás...
Comprendiendo que se resbalaba, Mancebo echó
un pie atrás.
«Porque este señor te aprecia, conoce tu mériioj
y opina, como yo, que bien podrías hacer la felici-
dad de un hombre honrado».
— Déjeme usted á mí de felicidades de hombres
honrados — replicó Leré, echándose á reir.
Y creyendo sin duda que no tenía nada más
que decir, se levantó para retirarse, tranquila y ri-
sueña.
— Yo me atreveré á proponer una cosa — dijo Gue-
rra deteniéndola con ligero ademán.
Espectación de Mancebo.
— Propongo, como componenda entre tus deseos y
ÁNGEL GUERRA 61
los de tu familia y los mios, pues yo soy también de
la familia...
— ¡De la familia! Bueno, señor, bueno — dijo don
Francisco palmeteando en el hombro de Ángel. —
¿Lo oyes, mostrenca? ¡De la familia!
— Pues propongo lo siguiente: aceptamos en prin-
cipio tu vocación religiosa. Todos nos compromete-
mos á respetarla y á no decirte uoa palabra en con-
tra. (D. francisco frunce el ceño.) En cambio, tú te
comprometes á vivir en esta casa, durante un año, en
situación expectante, sin trato con hermanas ni her-
manitas, ni más prácticas religiosas que las ordina-
rias que manda la Iglesia.
— Aceptado, aceptado— dijo el clérigo, frotándose
las manos con tanta fuerza, que parecía que iba á
sacar lumbre de ellas.
— Rechazado, rechazado — aíirmó Leré, velando con
una sonrisa su inquebrantable firmeza.
— Reduciremos el plazo á seis meses.
— Rechazado también.
— Anda, anda, hija, y échanos la cuerda al cuello,
y ahórcanos de una vez — dijo Mancebo atacándola
hábilmente en el terreno de la ternura. — Sabes que
te queremos con delirio, que te adoramos, y tú nos
rechazas, como si el quererte fuera una ofensa.
— No es eso, tío, no es eso.
—El día eu que nos dejes definitivamente, ¡ay de
mi! será un dia de luto, y nos moriremos todos de
pena... Y este señor también se ha de poner enfermo
del berrinche, ¿verdad"?
— ¡Qué exagerado es usted, tío, y qué cosas se le ocu-
rren! — replicó la joven dispuesta otra vez á retirarse.
62 B. PÉREZ GALDÓS
— Eso es; ahora nos dejas con la palabra en la boca,
y te marchas. ¡Vaya una finura!
— ¿Pero á qué quiere que esté aquí, si todo lo que
tenía que decir ya lo he dicho? Tengo que ayudar á
la tía Justina, que hoy esta más atareada que nunca.
Al partir, acosada por los chicos, no tuvo más reme-
dio que repartirles dos de los bollos, reservando el
mayor para su hermano; y bajó seguida de la tropa
menuda, y fué á la sala donde estaba de continuo el
monstruo, la cual era como su cuadra ó jaulón. Desde
que la sintió entrar en la casa, no había cesado de
mugir, derramando lágrimas como puños. Con tal
lenguaje la llamaba. «Pobrecito, aquí estoy — decía
Leré rascándole la cabeza. — ¿Qué tiene el niño? ¡Po-
brecito!» Le mostró el bollo, y al verlo, el monstruo
puso la cara ansiosa, alargando el hocico y gruñendo
como perro impaciente y glotón. Su -hermana le lim-
piaba las lágrimas y le acariciaba, dejándose morder
suavemente por él. Dióle por fin la golosina en peda-
zos, y él se los engullía, relamiéndose con voracidad
de animal famélico. Por ñn, cuando se comió los úl-
timos pedacitos, adheridos á los dedos de Leré, ponía
la cabeza para que ésta le acariciara, y entornaba
los ojos con la placidez perezosa del instinto satis-
fecho.
En esto bajó Guerra que ya consideraba larga la vi-
sita, y oyendo la voz de Leré en el cuarto del fenó-
meno, entró á despedirse de ella, mientras D. Fran-
cisco hablaba con Justina en el patio.
— Adiós, Leré. Me dice tu tío que estarás aquí al-
gún tiempo antes de volver á los ejercicios. Si me lo
permites, vendré á verte y á charlar contigo.
ÁNGEL GUERRA. 63
— Venga usted cuando guste. Á ver, con franque-
za, ¿'{ué le ha parecido mi tio?
— Buena persona, buena. ¡Y cuánto te quiere el po-
brecillo! Me ha sorprendido mucho la conformidad de
nuestras opiniones en lo que á tí se refiere. Yo creí
encontrar en él un instigador de tus chiquilladas re-
ligiosas.
— ¡Ay! — dijo Leré en un tono algo enigmático. —
Mi tío es muy listo, más listo de lo que usted se figura.
— Algo de eso había pensado yo. El hombre afina,
afina la puntería .. ¿Con que quedamos en que vendré
á verte?
—Sí, sí. ¿Qué inconveniente puede haber?
Fuerte en su conciencia, Leré no temía nada, ni
veía más que la derechura luminosa de su camino,
sin reparar en los bultos que á un lado ú otro pudie-
ran aparecerse en él.
Al ver á Guerra platicando con su hermana, el
monstruo volvió á gruñir, rechinando los dientes á
estilo de mastín que olfatea la presencia de un foras-
tero. Leré le calmaba, dándole palmaditas en la cabe-
za, componiéndole el cabello, y pasándole los dedos
por el hocico, como se acaricia á un perro para que
no ladre á los que no conoce como de casa. «Cállate
tonto, y estáte tranquilo, que el señor es amigo.»
Pero el fenómeno seguía gruñendo, y uno de los
muchachos le tiraba de las orejas para que callase.
En el momento de despedirse, Guerra sentía que á
lo largo de su alma se le proyectaba un resplandor
misterioso, emanado de la persona de su amiga, y ésta
se le representó adornada de sobrenatural hermosura.
Diéronle impulsos de robarla y echar á correr con ella.
64 B. PÉREZ GALBOS
poseyéndola aun á costa de profanarla, impulsos que
provenían quizás del ambiente romántico y artístico
que respiraba. Salió de aquella casa turbadísimo, ape-
teciendo vagamente hechos extraordinarios, cosas
grandes, sentidas, hondas, en las cuales su mente no
podía separar del drama humano el religioso lirismo.
IV
Toda la tarde se la llevó Mancebo elogiando á Gue-
rra delante de su sobrina, con afectado entusiasmo.
«¡Qué persona tan fina, qué instruido, qué bondado-
so, qué caballero! Vamos, chica, que en su casa esta-
rías como en la Gloria. ¡Qué maña se dan algunas
criaturas para escurrir el bulto cuando la suerte, ju-
gando á la gallina ciega, las quiere coger! «Con estas
y otras habladurías perturbaba á las dos mujeres en
su trabajo, y á f e que no estaban ellas para perder el
tiempo, pues Justina tenia que entregar al día si-
guiente cantidad de ropa planchada de cadetes y
alumnos de colegios preparatorios, que eran, después
de dos ó tres prebendados, su principal y más lucida
parroquia.
Paes D. Francisco, pegado á las mesas de plancha,
no las dejaba trabajar con desahogo, por lo que su
sobrina mayor tuvo que echarle un sofión y rogarle
que se fuera á dar un paseíto. Al anochecer, á la
hora del rosario, cuando las dos mujeres tomaban
alientos después de su penosa brega, D. Francisco,
en vez de ponerse á rezar, se dedicó á tomar á Jus-
tina la cuenta del día, infalible ocupación del in-
ÁNGEL GUERRA. 65
genioso presbítero en los ratos que precedían á la
cena.
— Vamos á ver. ¿Á cómo te han puesto hoy el
cuarto de cabrito?
— A tres reales y medio.
— ¡Dios humanado, qué carestía! En mis tiempos
tenías el cabrito que quisieras á veinte, veintidós
cuartos.
— Pero como no estamos en los tiempos de usted
sino en los míos... Paes las patatas van hoy á tres
perras y media la cuarta arroba.
— ¡Tres perras y media, Virgen! ó séanse, cuartos
once y medio. Con estas perras y gatas no sabe uno
uunca el dinero que tiene. ¿Trajiste el bacalao? Bue-
no. Si Gaspar no te pesa bien, te vas á la tienda del
Vizcaíno. Aquí no nos casamos con nadie. Otra: ya
te he dicho que no me traigas chorizos que no sean
de los de tres por un real. ¡Buenos están los tiempos
para echar esos lujos de choricito de á real vellón!
— ¿Cóa>o á real"? A treinta céntimos he traído dos
para esa boca salada. Para nosotras de los baratos.
— ¡Zapa! ¿pero te has figurado tú que yo soy el señor
Cardenal? Mira, Justina, que con estos trotes vamos
todos zumbando á la Beneficencia... 6 al Asilito que
van á fundar las amigas de ésta, y allí la propia Lo-
renza nos dará la bazofia con un cucharón muy
grande... jí, jí, jí... Sigamos. Por lo que toca á hue-
vos, puedes traer desde mañana seis, pues con Loren-
za tenemos una boca más.
— Ocho, tío. No apriete usted tanto.
— ¿A cómo está la media docena?
— A tres reales.
2.' PARTE 5
66 tí. PÉREZ GALDÓS
—Serán de dos yemas. ¡A tres reales! Hija, ni en
Madrid. ¡Quién conoció la docena á peseta, y aun á
menos! £ste Toledo, con los dichosos adelantos, se
está poniendo que no pueden vivir en él más que los
millonarios. Oye: paréceme que ya no hay chocolate.
— No señor, es decir, en la chocolatería, sí lo hay;
aquí no.
— Paeo venga una libra; pero no me pases de tres
reales.
— Para nosotras, sí; pero para el señor beneficiado
lo traeré de á cinco.
— Que no, ¡zapa! Yo soy como los demás. No quie-
ro regalos ni melindres. Igualdad, Justina, y déjate
del bizcochito y la friolerita para el viejo. Ahí tienes
cómo se pierden las casas. Yo estoy hecho á todo,
como sabes, y cuando me llevo á la boca una golosi-
na me acuerdo de que estos pobres niños podrán ca-
recer de pan el día de mañana, y créelo, con tal idea
lo más dulce me amarga, y lo más rico me sabe á de-
monios escabechados. Con que... vamos á cuentas.
Hizo su cálculo de memoria, y entregó á su sobri-
na una corta cantidad, casi toda en cobre, sacándola
pausadamente de un bolsillo de seda roja con anillas,
que envolvió y sumergió después por aquellas cavi-
dades que tenía dentro de la sotana verdosa.
— ¡Ah! se me olvidada, ¿y jabón?
— Es verdad. Venga para jabón, que se está con-
cluyendo.
— Traerás del amarillo.
— Para los cadetes; pero para los señores canóni-
gos no. Luego dicen que huele mal la ropa y que no
está bien blanca.
I
ÁNGEL GUERRA. 67
— Menos blancas están sus conciencias.
— El que se me queja más es D. León Pintado, á
quien le cae bien el apellido, por lo que presume.
— Como que apesta de tan elegante como se pone.
Ea, ¡zapa! échales á todos jabón amarillo, y que sal-
gan por donde quieran. No veo por qué hemos de
guardar menos consideración á los pobres cadetes,
que son los que dan de comer á esta ciudad empo-
brecida... En fin, para que no se queje nadie, te traes
un poco jabón del pinto de Mora, para dar una jabo-
nadita antes de aclarar, ¿entiendes? Y á todos los tra-
tas igual, canónigos y cadetes, que tan hijos de Dios
son los unos como los otros. ¡Reina de los cielos, lo
que se gasta! ( Volviendo a sacar la, culebrina^ y mi-
rando á Leré^ que callada y sonriente humedece la ro-
pa.) Sólo para patatas no bastara la mitad de las ren-
tas de la Mitra, pues tu hermanito el monstruo, y los
que no son monstruos, se comen una calderada cada
día.
— Vamos, no rezongue usted tanto, tío, que hasta
ahora, gracias á Dios...
— No, si yo no me quejo. Coman todos, y vivan, y
engorden, y gracias sean dadas al Señor. Pero nos
convendría mejorar de fortuna, créelo, y eso depende
de quien yo me sé. El mayor de los errores, en estos
tiempos de decadencia, es empeñarnos en dejar lo fá-
cil por antojo y querencia de lo difícil; hay personas
tan obcecadas que desprecian lo bueno por correr tras
de lo sublime, y lo sublime, hija de mi alma, lo subli-
me (con cierta inspiración) hace tiempo que está bo-
rrado, no sé si provisional ó definitivamente, de los
papeles de esta pobrecita humanidad.
68 B. PÉREZ GA.LDÓS
Leré no dijo esta boca es mía.
Entró Roque, el marido de Justina, hombre humil-
de y no mal parecido, con una pierna de palo, vesti-
do de pardo chaquetón, afeitada la cara, que así podía
parecer de cura como de paleto. Era un bendito, y
donde le ponían allí se estaba, pues nunca tuvo más
voluntad que la de su mujer, combinada con la de
Mancebo. Carpintero de blanco, trabajaba en la Cate-
dral, y el Lunes Santo del 83, en el acto de armar el
Monumento, hallándose mi hombre en el andamio
que hasta la bóveda se eleva, para colocar los listones
de que pende la soberbia colgadura de sarga carmesí,
tuvo la desgracia de marearse y se cayó. Milagro fué
que de semejante salto quedara con vida; pero tuvo
la suerte... relativa de ir á parar sobre un montón de
telas arrolladas, y allí le recogieron con una pierna
rota y una mano estropeadísima. Largo tiempo duró
la cura, y desde entonces no pudo trabajar con pro-
vecho; sus ganancias habrían sido nulas si D. Fran-
cisco no cuidase de proporcionárselas en la Obra y
Fábrica, con limosna disfrazada de jornal, porque el
infeliz había perdido los dos tercios de su habilidad
y destreza, que nunca fueron muchas.
Charlaron un poco de la obra comenzada en la ca-
pilla alta de San Nicolás para dar desahogo á las ofi-
cinas, hasta que los olores culinarios y la impaciencia
de los chicos anunciaron la grata ocasión de la cena.
Suspendido el trabajo de ropa, Leré trajo un quinqué
moderno, petrolero, sucesor del pesado velón de acei-
te que se vendió meses antes á unos mercachifles de
antigüedades. La estancia, que era sala, comedor ó
cuarto de plancha según las horas, y á la cual, por un
ÁNGEL GUERRA 69
arco de herradura siempre ahumado, llegaba el vaho
de la próxima cocina, se llenó de claridad y de esa
alegría nocturna, doméstica, salpicada de notas infan •
tiles, que suele ser la única gala de las casas pobres.
Salieron á relucir los frágiles platos modernos, suce-
sores de los de Talavera, vendidos también porque los
pagaban aquellos tontos de anticuarios cual si fueran
de la más rica mayólica, y Justina apareció al fin con
la humeante y olorosa cazuela de sopas de ajo.
— Bueno, señor, bueno — decia D. Francisco, y entre
reñir á este chico y acariciar al otro, y echar una in-
directa á Leré sobre lo mismo^ y poner en solfa al Ca-
bildo porque disponía el ensanche de oficinas precisa-
mente cuando no había que administrar, se pasó la
cena sobria y placentera, substanciosa en su frugali-
dad. Leré llevó al monstruo la ración correspondiente,
metiéndosela en la boca á cucharetazos, y de sobre-
mesa encendieron Mancebo y Roque sus volumino-
sos y pestíferos pitillos, hechos con picadura de las
tagarninas que en su mesa de despacho solía dejar el
canónigo Obrero, y que D. Francisco recogía con ava-
ra puntualidad. Un chico se duerme, otro alborota;
Ildefonso, que es gran jugador de brisca, echa una
partida con Leré; sigue á esto la orden de retreta, sol-
fa en nalgas por aquí, besuqueo por allá, transporte
del monstruo dormido á un cuarto interior, hasta que
todos, chicos y grandes, van entrando en su nidal, y
el silencio reina en la modesta casa. Sólo D. Francis-
co y Roque charlan un rato más en el comedor apu-
rando las colillas antes de atrancar la puerta; pero al
fin, el reloj de la Catedral con nueve sonoras campa-
nadas, y el toque de ánimas en esta y la otra torre les
70 B. PÉREZ G ALDOS
dicen que se acuesten, y ambos mochuelos, con ma-
quinal obediencia, se van derechos á sus correspon-
dientes olivos.
Tan caviloso dejó al buen presbítero su conversa-
ción con el madrileño, que se sentía"tocado de insom-
nio, y antes de acostarse se paseó largo rato por su
leonera, rezando ó intentando rezar las oraciones de
.costumbre. Pero si las palabras religiosas retozaban
en sus labios, los pensamientos no eran de los que sa-
ben el camino del Cielo, sino antes bien de los que
rastrean acá, entre los rincones y callejuelas del
egoísmo.
«¡Vaya con la muñeca mística... qué ventolera le
ha dado! Olvidarse así del interés de la familia... ¡Y
que no es floja carga para el pobre tío de tanta gentel
Yo pensé que Roque, después de la caída en que se
rompió la pata, no traería más chiquillos á casa; pero
nada... como si tal cosa, y si el hombre no sirve para
ganarlo, en cambio para padre no tiene precio. Jus-
tina me regala un sobrinito nuevo cada año, y va-
mos viviendo, criándolos á todo, hasta que yo no
pueda más, como no venga el milagro de los panes y
los peces... que no ha de venir. Bueno, señor... A lo
que iba: como soy perro viejo y penetro en el ma-
gín de las personas más disimuladas, he comprendi-
do bien que á ese caballero le peta mi sobrinilla, va-
mos, que está prendado de ella... ¡Si será simple la
mocosa esta de los ojos danzantes...! Yo no he visto
otro caso ni creo que lo haya. Un hombre riquísimo
ÁNGEL GCERKA . 71
¡zapa! que á todos nos haría felices... Mientras más
yiejo es uno, mayores rarezas ve en este mundo, y
lo que á mí me confunde más es que esta chiquilla
no haya comprendido que su amo la quiere, ó com-
prendiéndolo se quede tan fresca, sin pizca de ambi-
ción... noble ambición sin duda, no confundamos, sa-
grado amor de h familia.
Decidió al fin D. Francisco despojar su cuerpo de
las negras vestiduras, y poco á poco se fué quedando
en reducidos paños, hasta que se zambulló en la cama.
Mascullando una oración, pensaba de esta suerte:
— ¡Dios sacramentado, cuantísimo dinero! Me dijo
el hermano de Braulio que este señor cuenta su cau-
dal por millones... ¿Cómo será un millón? Quisiera
yo verlo. Dehesas, casas, renta del Estado. Ya lo
creo... no apandó poco su padre, y también su abue-
lo, comprando todito lo que era de la Santa Iglesia.
Y dicen que es más hereje que Calvino, de estos que
quieren traernos más libertad, más pueblo soberrno
y más Marsellesa. ¡Patrañas! (Con agudeza.) Así pen-
saría D. Ángel cuando su mamá no le daba un sacre;
pero ahora que es rico y dueño de todo... El hombre
de capital mira mucho por el orden, hasta por la
Iglesia, y no quiere que la nación se ponga á dar za-
patetas en el aire. ¡Virgen pura, cuantisimos dinera-
les! Se me figura que no voy á dormir esta noche,
porque ya se sabe, si me da por ver cosas de moneda
me despabilo y... (Inquieto, dando vueltas J AhoraL que
me acuerdo... no sé si eché la llave del armario. ¡Qué
cabeza! Pues lo que es yo no me duermo sin la segu-
ridad de que todo está bien cerrado. (Raspa un fós-
foro y enciende luz.) No, no podré pegar los ojos con
72 B. PÉREZ GaLDÓS
esta duda. (Echase de la cama, env7iélvese en una col-
cha, y con los pies desnudos, las canillas al aire, más
'parecido á pavorosa fantasma que á homhre^ va al cuar-
to próximo é inspecciona la 2merta del armario.) ¡Ah!
echada la llave... Pero se me olvidó quitarla. Ven
acá, llavecita. Ahora caigo... ¿pero cómo tengo hoj
esta cabeza?. . en que se me pasó del pensamiento
poner en el cofre los dos duros que tengo en el bol-
sillo de los calzones. En fin, guardemos esto en el si-
tio donde pongo lo de las misas, y después me dor-
miré como un santo.
En aquel extraño pergenio, tiritando de frío, pú-
sose á gatas y tiró de un pesado cofre forrado de pelo
de cabra que bajo la cama había; abriólo, sacó de él
libros viejos, zapatillas y paquetes de clavos, revol-
vió hasta encontrar algunos cartuchos de monedas,
los cuales examinó minuciosamente, procurando que
no sonaran; introdujo en uno de ellos las dos piezas
de plata, y colocando después encima con estudiado
desorden lo que había sacado, Cf'rró con llave, y de
un salto á la cama otra vez.
«Si yo no hiciera esto, si no guardara lo que guar-
do, ¿qué sería de este familiaje el día de mi muerte?
Bien sabe Dios que no ahorro por mí, sino por ellos;
bien sabe Dios que yo sin ellos viviría como un pa-
triarca, pues mis necesidades son muy cortas; bien
sabe Dios también que esto no es avaricia, sino arre-
glo, y que no junto por vicio de juntar sino por pre-
visión; bien sabe Dios que nunca he querido prestar
dinero á interés, aunque me lo han propuesto mil ve-
ces, y que todo mi afán es llegar á reunir para un
titulito de 4 por 100, y sacarle rédito al Gobierno,
ÁNGEL GUERRA 73
que es quien debe pagarlo. Pero... ¡ni que anduviese
el Demonio en ello! cuando parece que me voy acer-
cando á la cantidad precisa; cuando casi la toco con
las puntas de los dedos, ¡zapa! vienen las necesida-
des... que las botas, que la escuela, que la esterita,
que el médico, y adiós mi montoncito. Vuelta á em-
pezar, grano á grano, y arriba con él... Cuando yo
cierre el ojo, aqui lo encontrarán tcdo, junto con las
disposiciones que teogo escritas en aquel papel. ¡Vaya ,
que el día en que Justina empiece á sacar plata y más
plata.. .Ij Quisiera ver la cara que pone al ir descu-
briendo cartuchos. ¡Ah, picaronaza, qué gran vida
os vais á dar tú y tus hijos! (Como hablando con Jus-
tina.) Pero, vamos á ver: ¿á que no me encuentras
el orito, la única pella de doblones y centenes que
he podido amasar en tantísimos años? ¿A que no se te
ocurre á ti ni al ganso de Roque levantar aquel bal-
dosín, radicante en el ángulo del cuarto, debajo de
la percha mayor? Bobos, ¿creíais que yo lo iba á po-
ner donde todo el mundo pudiera verlo? Pero no ten-
gáis cuidado, que en sus disposiciones añadirá el tío
un rengloncito que lo rece. El oro no se deja en cual-
quier parte. Es menester que cueste algún trabajo
llegar hasta él. fAdormeciéndose un poco, se despabila
repentinamente, con vivo sobresalto.) ¡Zapa! Satanás
maldito... ¿pues no se me ocurre ahora que el baldo-
sín está levantado? ¡Zapa, contra-zapa! Pues lo que
es mi Francisco no se duerme sin cerciorarse por sus
propios ojos. (Rechaza las sábanas, vuelve á raspar el
fósforo y se arroja del camastro, dirigiéndose al ángulo
del otro aposento, donde levanta la estera y examina el
piso.) Si estaré yo trastornado... El baldosín no tiene
74 B. PÉREZ GALDÓS
novedad. Sólo Dios y yo sabemos lo que hay aquí.
Ea, acuéstate, hijo, y duerme sin miedo. (Recorre la
estancia como alma en pena, y se hunde de nuevo en el
colchón, después de apagar la luz.) Pues, á lo que iba:
esa bendita de Dios, esa Lorenza podria hacernos á
todos felices. No hay mujer que no tenga su poqui-
tin de habilidad, su poquitín de gancho para la pes-
ca del marido; pero tus anzuelos no pinchan, ¡oh so-
brina mia, tocada de la vanidad de la perfección!
¡Cuántas hay por esos mundos, que con arte y san-
dunga, ya haciéndose las recatadas, ya resbalándose
una miaja, han conquistado á sus amos, y de criadas
cátalas señoras! Considera lo que resultaría de que
fueras como otras, que son muy buenas y hasta muy
santas: por de pronto, la pobre Justina descansando
de su ajetreo de perros; Roque sin necesidad de ir á
pedir un mal salario, que más bien es limosna... y la
chiquilleria esta, que yo he criado con tantos afanes,
en camino de ser algo: Ildefonso, ingeniero; Paco,
abogado; luego vendrían el militarcito, el arquitecto,
el médico, según la disposición que fueran sacando,
y en cuanto á mi, pues algo me había de tocar... en
cuanto á mí, ¡zapa! mi canongia no había quien me
la quitara... Porque este señor ha de tener influencia
en Madrid, y siendo yo el tío de su costilla, de su
peso se cae que... Mucho poder tienen allá los Gue-
rras. ¿Pues quién sino doña Sales hizo canónigo á ese
farol de León Pintado, que era un mísero capellán
de monjas en Madrid?... Pero, en fin, me descartaré
si es preciso, y para mí no quiero nada, nada más
que irme al Cielo á descansar de las fatigas que me
causa el problema colosal de la manutención sobri-
ÁNGEL GUERRA 75
nesca. (Pausa.) Debe de ser muy tarde. jTe duermes,
hijo, sí ó DO? Mira que mañana vas á tener la cabeza
pesada, y no podrás decir tu misita. Deja á tu sobri-
na que haga lo que quiera, y duérmete... Imposible
tener sosiego pensando en estas cosas... Porque, Se-
ñor, si sucediera lo que está en el orden natural, el
matrimonio se vendría á vivir á Toledo... como que
ella debe imponer esto por condición, y así se lo
aconsejaré yo, y todos viviremos juntos, y yo no
tendría que pagar casa, y me ahorrarla mi paga toda
entera, mi paga de canónigo... ¡Madre y Señora sa-
cratísima! me da el corazón que al fin Tas cosas irán
al derecho, y que además, como los bienes nunca
vienen solos, lo mismo que los males, me caerá la lo-
tería, y...
Durmióse al fin profundamente, después de rezar
un rato, y soñó que le había caído el premio gordo.
Porque conviene advertir ahora, para redondear la
figura de D. Francisco Mancebo, que éste no tenía ni
tuvo jamás ningún vicio, pues no podía tenerse por
tal el aprovechamiento de las colillas que dejaba so-
bre su mesa el canónigo Obrero. Bebida, mujeres,
naipes, fueron siempre para él letra muerta. Por
donde únicamente podía prepararle la zancadilla el
tuno de Luzbel era por su desmedida afición al sór-
dido ahorro, y por la antigua maña de tantear la
suerte en la lotería, con la codiciosa ilusión de sa-
carse una buena porrada de dinero. Todos los meses
compraba en compañía de un amigo el indispensable
decimito de la extracción mas barata, y su constancia
tuvo alguna vez corta recompensa. Pero le alentaba
la risueña esperanza de dar un toque maestro el me-
76 B. PÉREZ GALDÓS
jor día, y siempre que se metía en la cama con algo
de excitación cerebral, daba vueltas en su cabeza al
número adquirido, como si fuera el propio bombo
lotérico, haciendo veinte mil cálculos que paraban
siempre en que salía el ansiado premio gordo. Aque-
lla noche, su sueño fué más que nunca tormentoso
y preñado de confusos líos aritméticos. Despertó de
madrugada con la certidumbre de haber dado el
golpe. '-
«Claro, alguna vez tenía que venir. Eso de estar
treinta años haciéndole cucamonas á la suerte sin al-
canzar de ella mas que algún triste reintegro, no
puede ser. El número de ahora es de los que no
podían fallar; tres doses seguidos de un siete. Infali-
ble, Señor, infalible. Bien se lo dije á Fabián cuando
lo tomamos: «Fabián, éste nos arma.» (Excitadisimo.)
Gracias á Dios, hijo mío, que sales de pobre, tú y todo
el familiaje. Hoy, cuando entres en la sacristía, te
dirá Fabián: «D. Francisco, al fin esa perra se ha
portado». Porque Fabián debe tener ya en su poder
la lista grande, venida por el tren de ayer tarde, y
habrá visto el número nuestro en el primer renglón...
Ahora sí que voy yo á Madrid á Cobrar el premio
gordo, ó lo que sea, pues si en vez do ser el mayor,
fuese el tercero, también me alegraría... íDvdando.J
¿Pero en qué me fundo para afirmar que ahora va de
veras? ¿Esto ha sido sueño, revelación ó qué ha sido?
De dónde viene esta incertidumbre, que es como si
tuviera la lista delante de los ojos? íCon perplejidad
€ impacie?icia.J ¡Ven pronto, diíta, para salir de du-
das! ¡Madre amorosa del Sagrario, que me la saque,
que no me muera sin sacármela alguna vez!
ÁNGEL GUERRA 77
VI
Levantóse al toque del alba, cuando ya las prime-
ras luces de la encapotada y turbia aurora penetraban
por indiscretas rendijas en la habitación, y recitó
entre dientes sus oraciones. Abriendo las maderas de
la ventana, notó que los ojos le escocían al recibir la
impresión lumínica, achaque fastidioso que rara vez
faltaba después de una mala noche. «Vaya hoy tengo
función con los malditos ojos — dijo recatándolos de
la claridad, — y tendré que ponerme las gafas». Sacó,
pues, de la cómoda la máquina aquella de cuatro
cristales, y después de aviarse de prisa y corriendo,
se la puso, enganchando en las orejas las gruesas va-
rillas de plata.
Ya era día claro cuando iba D. Francisco por la
pendiente arriba de la calle del Pozo Amargo, bien
embozado en su manteo, la teja encasquetada, no de-
jando ver entre sombrero y embozo más que los cua-
tro vidrios. Su salida todas las mañanas, á las siete y
media en invierno y á las cinco en verano, era como
un reloj de que se utilizaban los madrugadores de la
vecindad, gente obrera que á la misma hora se echa-
ba á la calle. Aquel día en la travesía desde su casa
hasta la Puerta Llana, Mancebo iba diciendo para su
manteo:
«¡Qué cosas tiene la Providencia, y qué bien se en-
carga esa señora de ajustar las cuentas á los que anda-
mos por aquí! Á lo que iba: la Desamortización ven-
dió las fincas de la Iglesia, y entre ellas, el cigarral
78 B. PÉREZ GALDÓS
de Guadalupe, cuya renta fué instituida por los Té-
llez de Meaeses para la dotación de las misas que los
capellanes de coro habiamos de decir en la capilla del
Sepulcro. La picara Libertad nos quitó aquella finca,
que fué comprada por Bruno Zacarias, padre de la
doña Sales, madre de este caballero, el cual la hereda;
de modo que si se casa con mi sobrina, mi sobrina será
dueña de ella, y por carambola yo, yo, que como ca-
pellán que fui y beneficiado que soy, tengo cierto
derecho á disfrutarla. ¡Miren las vueltas que la Pro-
videncia da á las cosas para que la justicia y el dere-
cho se cumplan! Porque, claro, si hay boda, yo tendré
vara alta en la casa, y al cigarral me iré cuando me
dé la gana, si señor, á comerme los primeros albari-
coques, y á pasarme muy buenos ratos... Parece un
buen hombre este D. Ángel; pero se me figura que
no sabe manejar sus intereses. Nada tendria de parti-
cular que me encargase á mi de la administración de
lo mucho que en Toledo posee, rústico y urbano, pues
de fijo lo haria mejor que ese hormiguilla de D. José
Suárez, que ha de mirar por lo suyo más que por lo
ajeno. Yo lo administraria con escrupulosa honradez
y puntualidad, bien lo sabe Dios; yo sería una fiera
para los malos pagadores, y las rentas habían de estar
muy al corriente, si señor, todo al céntimo... ¡Ya lo
creo que podría yo encargarme!... No soy tan viejo
como parece, y fuera de este achaquillo de los ojos,
tengo buena salud, y me parece que puedo tirar
quince años más...
Al penetrar en la Catedral por la Puerta Llana,
fué otra vez atacado su pensamiento del vértigo de
la lotería, en virtud de una concatenación misterio-
ÁNGEL GUERRA 79
sa, inexplicable, pues nadie, por mucho que discurra,
podrá encontrar afinidad entre el recinto hermosísi-
mo de la Iglesia Primada y el bombo de que se ex-
traen las numeradas bolas. Pero ello fué que al poner
don Francisco su planta en las baldosas del templo,
salió á recibirle y á darle agua bendita el cautivador
número, los tres doses volviendo la espalda á un ga-
llardo siete. «Algo quiere decir — discurría persig-
nándose, — que se me haya metido en la cabeza la
i iea de que hemos dado el s-olpe. Tiene que ser...
{Dudando.) ¡Bah! ¡Otra ilusión por los suelos! ¿Quién
hace caso de estas corazonadas ó cabezadas mías?...
{Reflexionando.) Aunque bien podía ocurrir que acer-
tara... Alguna vez ha de ser, Madre dulcísima del
Sagrario... y si me saliera la millonada, podría yo
decirle á esa ingrata de Lorenza: «Haz tu gusto, mu-
ñeca de los ángeles, que ya no necesito de ti para
asegurar el porvenir de tus pobres sobrinos, pues ya
ves cómo el Señor mira por ellos.»
Poquísimas personas encontró en el trayecto de la
Puerta Llana á la sacristía. Frente al enrejado altar
del Cristo Tendido rezaba una mujer; un pordiosero
con capa de paño pardo de remiendos mil se arrodi-
llaba á la entrada de la capilla del Sagrario. Los. acó-
litos, sacristanes y toda la gente seglar al servicio de
la iglesia iban llegando por esta y por la otra puerta,
tomando cada cual la dirección del sitio en que de-
bía cambiar de traje. En algunas capillas, los mozos
barrían el suelo. Los sacerdotes que celebraban las
primeras misas iban llegando presurosos, y los pocos
feligreses madrugadores que oírlas solían anunciaban
su presencia con carraspeos y toses. La débil luz ma-
80 B. PÉREZ GALDÓS
tutina, filtrándose por los pintados vidrios, derrama-
ba en aquel recinto de incomparable belleza una
melancolía dulce y ensoñadora. Cerrada estaba aún la
verja de la Capilla Mayor, semejante á disforme joya
de oro y esmaltes, y la del Coro también. Pero al-
guien andaba por dentro trasteando, y D. Francisco,
después de hace: la genuflexión ante el Presbiterio,
se fué allá y al través de la verja preguntó: «¿Ha ve-
nido Fabián'?» Respondiéronle que no dos mozos que
se ocupaban en arreglar las alfombras, en poner un
brasero y preparar los libros para el canto de Prima,
y cuando le vieron alejarse hacia la sacristía, permi-
tiéronse alguna inocente broma respecto á él.
«¿Has reparado que D. Francisco viene hoy con vi-
drieras? — dijo el uno. — Mala señal. Siempre que se
pone los anteojos de cuatro fachadas trae un genio de
cuarenta Barrabases.
— ¿A que no sabes para qué quiere á Fabián"?
— Toma para ver si les ha caído la lotería. Juegan
apareados; pero D. Francisco antes se deja abrir en ca-
nal que gastar una perra en el periódico que trae la
lista grande.
— ¿Sabes que me parece que les ha caído? Anoche
estaba Fabián más contento que las puras Pascuas.
Entró Mancebo en la antesacristía saludando fa-
miliarmente á los que al paso encontraba. En la cajo-
nería próxima á la puerta del gran salón, vestíanse
los monaguillos con infantil algazara, y más allá los
sirvientes del Coro y Capilla Major.
¿Habéis visto á Fabián?... ¿No'? ¡Qué horas de ve-
nir tiene ese gandul! Por una de las tres puertas de
la derecha, pasó el beneficiado á la escalerilla que con-
ÁNGEL GUERRA. 81
duce al sitio en que están los braseros para dar lum-
bre á los incensarios, y alli calentó sus manos ateri-
das, echando un parrafito con el pertiguero, que hacía
lo propio. Movimiento excepcional el de aquella hora
en las dependencias de la basílica. Éste saca las velas
de un inmenso arcón, aquél se encaja presuroso las
vestimentas, otro viene por el pasillo que da ala cua-
dra de las ropas cargado con el servicio del día. Algu-
nos canónigos empezaban á llegar, y se metían en el
suntuoso vestuario, donde tienen también su brasero
para calentarse. Volvió Mancebo á presentarse en la
antesacristía, acompañado del pertiguero, que ya se
había puesto la peluca y ropón de púrpura. Los sa-
cristane.s, los lectores y los i{ue hacen el servicio de
ciriales se despojaban de sus capas para ponerse sota-
nas y roquetes, y entre ellos, al fin, encontró D. Fran-
cisco al sujeto que buscaba, embozado aún en su raí-
da capa seglar.
— Fabián, ¡cómo se te pegan las sábanas! — le dijo
llevándosele aparte. — A ver ¿tienes algo qué decirme?
En ascuas estaba el buen clérigo, porque había no-
tado en la cara judaica y grosera del salmista expre-
sión vaga de mal contenido gozo. Sin esperar la res-
puesta á su pregunta, la completó con esta otra:
Díme, hombre, ¿hemos sacado algo?
— Nada — replicó Fabián, persignándose en la
boca; — nos quedamos asperges.
— Pero hombre — dijo Mancebo, con un nudo en la
garganta. — ¿Has mirado bien esa condenada lista?
Imposible que un número tan bonito...
— ¡Para que nos fiemos de números bonitos! En
otra cosa está el toque — indicó Fabián, que á pesar
2.' PARTE 6
82 B, PÉREZ GALDÓS
de comunicar á sa amigo una mala noticia, tenía la
cara radiante.
— ¿Cómo el toque? Explícate; no bromees — refun-
fuñó Mancebo, para quien continuaba siendo un
enigma el rostro animado del cantor.
Le diré á usted: ya no nos dejará colgadas otra
vez esta perra. Bien decía yo que tenia que haber
reglas para calcular de antemano el número favore-
cido.
— ¡Reglas! Tú estás soñando, Fabián. Todo depen-
de del azar caprichoso, de la suerte, de la necia ca-
sualidad.
— ¡Á mí con casualidades! Eso es para bobos. Hay
un modo de calcular el número exacto. Para eso está
la Matemática.
—¿Pero tú...?
— No tengo el secreto todavía (con misterioj; pero
lo tendré. ¡Calraaaa...!
— Hombre, díme, explícate... á ver. (Ardiendo en
impaciencia.)
No pudo Fabián satisfacer la curiosidad de su ami-
go el beneficiado Vidrieras, porque se acercaron otros.
Además, no pudiendo D. Francisco retardar más
tiempo su salida al altar, dijo á Fabián que le aguar-
dase allí, y se fué hacia la capilla de San Ildefonso,
en donde celebrar debía. Ya le aguardaban las tres ó
cuatro mujeres abonadas á su misa, y no tardó en pre-
pararse para decirla, revistiéndose á escape. Es de
creer que durante la representación simbólica del
santo sacrificio, Mancebo apartaría de su pensamien-
to toda idea profana. La misa fué breve, más breve
quizás que de costumbre. Díjola en el magnífico al-
ÁNGEL GUERRA 83
tar de la Descensión de , Nuestra Señora, delante del
cual yace la estatua durmiente del cardenal Albor-
noz. Oró luego un ratito, según costumbre, y sabe
Dios lo que el afanado clérigo pediría, pero de fijo no
pudo ser cosa mala ni en perjuicio de nadie, y acto
continuo se volvió á donde Fabián le aguardaba, ya
ve stido de sotana y roquete. Habia empezado la Pri-
ma, y en el grandioso templo se veía más gente se-
glar. Salían misas y más misas en la capilla de San-
tiago, en Reyes Nuevos y en el Cristo Tendido. En
la antesacristía notábanse los preparativos de la misa
conventual.
— Á ver, Fabián, me dejaste á media miel — dijo el
beneficiado, llegándose á su amigo, que no entraba
€n las funciones hasta el canto de Tercia. — Cuénta-
me, ¿qué secreto es ese?
— Pues todo el busilis — le contestó el salmista, —
está en saber hacer la combinación.
— ¿Y cómo se hace la combinación?
— ¡Ah! no es cosa fácil; pero tampoco imposible —
dijo el músico, llevándosele al pasillo que conduce al
patio del Tesorero, para poder secretear á su antojo.
Pues verá usted: un amigo mío, litógrafo, que tiene
su taller en la calle de Belén, se puso en compañía
no hace mucho con un chico de Madrid, mecánico
y dibujante, gran matemático, el cual devanán-
dose el caletre, y ajondando por aquí y por allá con
las álgebras del contrapunto del guarismo, ha en-
contrado la manera de calcular las probabilidades
que nosotros los legos en esa solfa llamamos suerte,
azar. ¿Se va usted enterando? Este madrileño sabe
más que Lepe, y ha inventado unos cartones con
84 B. PÉREZ GALDÓS
los cuales se hace la combinación, y ¡arza morena!...
el cartón le dice á usted, ¡clavado! el número que ha
de salir.
— Pero Fabián — dijo D. Francisco echándose á
reir, — tú estás loco ó eres archi-memo. ¿No compren-
des que si eso fuera verdad, y sacara premio todo el
que hiciera la combinación, no habría lotería?
— Pero como el secreto no se hace público, y el
que lo tiene no se lo va á revelar al primer quídam,
— Pero ven acá, pedazo de alcornoque. Si ese ma-
temático posee el secreto, cátale poderoso en cuatro
días, y ¿qué necesidad tiene de vender su secreto á
nadie?
— Vende por poco dinero los cartones, y enseña el
modo de manejarlos, sin perjuicio de ir á la parte
con los que ganan. No es decir que salga siempre,
siempre, clavado. Hombre, no sea usted material.
Pero este cálculo asegura, de cinco probabilidades,
tres por lo menos. En fin, morena de mi vida, hemos
de verlo en la primera extracción, y lo que es ésta
no se nos escapa.
— Hijo, me llenas de confusión — dijoD. Frarcísco,
tan aturdido y mareado que tuvo que levantarse las
vidrieras para que entraran la luz y el aire á reani-
mar sus congestionados ojos. — Eso es la mayor ma-
ravilla del mundo, ó una necedad solemne de seis
capas. Vea yo esos cartones, sepa cómo se fragua la
combinación y hablaremos. Voy á tener hoy marea
para todo el día... ¡Qué diantres de invención! No, si
la cosa es posible, y cae dentro del fuero de la Arit-
mética. Yo lo he dicho siempre: tiene que haber una
manera de averiguar la probabilidad mayor entre to
ÁNGEL GUERRA 85
das las probabilidades. El caso es... En fin, anda, que
van á empezar la Tercia. Abur. A la tarde hablare-
mos. Se comprará el número que debe salir, aunque
tengamos que encargarlo á Madrid, y... (8^82)67180.)
jZapa! no puede ser. ¿Cómo es posible que...? [Espe-
ranzado.J Pero sí, puede ser: es de esas cosas que se
dan por imposibles antes de que se le ocurran al pri-
mero, y después que sale uno y dice: «pues esto hay»,
á todos nos parece lo más natural del mundo... Como
lo del huevo de Colón.
Dando la vuelta por el ábside, se fué hacia la ofici-
na de la Obra y Fábrica, que está debajo de la Sala
Capitular, y allí tomó el chocolate que, en las maña-
nas de invierno, le hacía el mozo de aquella depen-
dencia. Las revelaciones de Fabián trastornáronle la
cabeza en términos que no daba pie con bola: su men-
te fluctuaba entre el excepticismo y la credulidad,
y tan pronto veía en el cálculo lotérico uno de les
mayores disparates que en cerebro humano pueden
caber, como la más grandiosa y práctica invención,
émula de los ferrocarriles que se comen las leguas en
un santiamén, y del telégrafo que nos permite dar
las buenas tardes á los antípodas.
— Y cuando estos inventos apuntaban — decía pro-
curando sojuzgar sus amotinados pensamientos, — la
envidiosa incredulidad y la ruin desconfianza decían:
■«no puede ser, no puede ser». Y, sin embargo, pudo
ser, vaya si pudo ser.
Durante toda la mañana, sin dejar de atender á su
obligación con rutinaria y maquinal asiduidad, se
caldeaba los sesos imaginando cómo sería la prodi-
giosa cabala del matemático de Madrid, y éntrete-
86 B. PÉREZ GALDOS
niendo con variadas hipótesis su afán de conocerla.
Corriendo parejas co7i el viento, aquella imaginación
que en la edad senil se desbocaba, renovando los brin-
cos y retozos de la juventud, lanzábase por otros es-
pacios. Ya se figuraba el buen viejo que los planes
de casar á Lorenza tenían realización cumplida, y
que su sobrina era dueña de medio Toledo; ya que le
encargaban á él la administración de las fincas rús-
ticas y urbanas, y que se estaba comiendo, en el ci-
garral de Guadalupe, los primeros albaricoques de la
cosecha del año. Y qué bien le sabían, ¡zapa! ¡y qué
ricos estabanl
ÁNGEL GUERRA 87
' III
DÍAS TOLEDANOS
Ya no empleaba Guerra las frescas mañanas de Di-
ciembre en vagar con soñadora inquietud por las
partes más solitarias j poéticas del histórico pueblo.
Como reacción de aquella actividad, entróle una pe-
reza también soñadora, y se pasaba las horas muertas
en su cuarto, sin más compañía que la del Niño Je-
sús y los acericos, leyendo ó meditando hssta que lle-
gaba el ansiado momento de visitar á los mancebos.
El sabio Palomeque prestábale libros, entre los cua-
les Guerra prefería los de Historia, y de éstos los de
Mariana, porque aquel estilo ingenuo y viril le cau-
tivaba, así como la espontaneidad y frescura con que
el mundo antiguo salía de sus páginas. Los reyes y
príncipes que la lectura, cual arte mágico, ante sus
ojos resucitaba, parecían encsjar dentro de los mu-
ros y entre las callejuelas de aquella ciudad, como si
no debieran ni pudieran existir allí otra clase de ha-
bitantes. ¡Qué disonancia entre Toledo y D. José
Suárez, verbigracia, ó D. León Pintado y el mismo
Palomeque! Echándose á divagar mentalmente, com-
paraba lo que leía con la realidad coetánea, y en ver-
dad no llegaba á convencerse de que lo presente fue-
ra mejor que lo pasado. Acordándose de Madrid, y de
la política y la sociedad, todo informado de un mo-
88 B. PÉREZ GALDÓS
dernismo que lustrea como el charol reciente, llega-
b i á creer que vivimos en el más tonto de los en-
gaños, sugestionados por mil supercherías, y siendo
los prestidigitadores de nosotros mismos. Reíase tam-
bién del afán que en tiempos no lejanos había senti-
do éi por trastornar la sociedad. En aquel rincón de
paz y silencio, ¿qué le importaba que el Estado se
llamara República ó Monarquía, ni que el Gobierno
fuese de esta ó de la otra manera? Tales problemas
no eran ya para él más importantes que el trajín y
las idas y venidas de las hormigas, arrastrando hacia
su agujero la pata de un escarabajo.
Meditaba en estas cosas tendido en la cama, desde
la cual, por la ventana frontera, disfrutaba de una
grandiosa y extensa vista, el ábside de la Catedral
descollando con gentil bizarría sobre el montón de
tejados, los pináculos de la capilla de San Ildefonso,
los almenados torreones de la de Santiago, detrás la
torre grande, majestuosa y esbelta en su robustez,
con el capacete de las tres coronas y la cimbreante
aguja, en la cual parece que se engancha, al pasar, el
vellón de las nubes. En término más lejano, la mole
de San Marcos, ios techos del ^ayuntamiento, la pre-
sumida cúpula de San Juan Bautista, y aquí y allí
las espirituales torres de estilo mudejar, cuanto más
viejas más airosas y elegantes.
Estas dulces mañanas solía estropeárselas de vez
en cuando el buen Palomeque con alguna jaqueca
arqueológica. Era el canónigo correspondiente de las
Academias de San Fernando y de la Historia, hombre
muy erudito, punto fuerte en todo lo referente á
fundaciones pías é impías, en letreros romanos, y
ÁNGEL GUERRA 89
descifrador de los secretitos de una piedra rota ó de
un ga.stado losetón. Últimamente había dado en la
tecla de demostrar que todo aquel cerro en cuya cima
descuella San Miguel el Alto, fué ocupado en la
Edad Media por el convento palacio de los caballeros
del Temple, el cual edificio, con sus jardines y de-
pendencias, se extendía por el Sur hasta San Lucas y
por el Oeste hasta la Tripería. «Es error crasísimo — de-
cía sulfurándose, — creer que las casas de aquellos se-
ñores se circunscribían á las que hoy conocemos como
de los Templarios, junto á San Miguel. Además de
estos vestigios, hay otros muchos que corroboran mi
tesis, pues en el barrio que habitamos y en nuestro
propio domicilio, voy descubriendo k.s esparcidas
piezas del esqueleto de aquellos suntuosos alcázares.
¿Qué fué de tanta magnificencia? Pues allí sucedió
lo mismo que lo que es hoy colegio de Santa Cata-
lina, y en el palacio de Trastamara, ogaño corral de
Don Diego: que el antiguo monumento fué dividido
en viviendas alquiladizas, y sucesivamente se ha ido
transformando hasta perderse en un maremagnum
de reparaciones, revocos y apartadijos».
En efecto, Guerra, á poco de vivir allí, echó de
ver junto al techo de su aposento una zapata de
mampostería desfigurada por sucesivas capas de cal,
pero que en su deformidad revelaba el morisco abo-
lengo. Un día la limpió D. Isidro, encaramándose en
una escalera de mano, y al descubrir su gracioso or-
namento, dijo con gozo triunfal: ¿Ve usted? es ge-
mela de la que está en mi cuarto. Sobre las dos za-
patas se alzaba un arco de herradura que ha desapa-
recido; pero puedo reconstruirlo teóricamente por la
90 B. PÉREZ GALDÓS
inducciÓQ del radio. Y si me apuran, aún puede verse
un trozo del intradós, con su dentelladura perfecta-
mente conservada y un pedacito de almarbate^ en el
desván medianero por la parte del Cristo de la Cala-
vera. En distintos puntos de nuestra casa puede us-
ted ver alfardas pertenecientes á la despedazada fá-
brica medioeval, y no dude usted que parte de los
azulejos del patio corresponden á los aliceres de la
misma. ¿Se ha fijado en el viguetón grande que hay
á la entrada de la cocina? Pues me he tomado el tra-
bajo de limpiarlo, y ahi tiene usted clarita la ins-
cripción: El imperio es de Dios.
Un dia entró Teresa en el cuarto de Ángel con las
manos en la cabeza, gritando: «Este maldito canóni-
go me está echando abajo la cocina». Oianse los gol-
pazos que daba Palomeque, como si quisiera derribar
la casa. Buscaba la continuación de la alfarda ó viga,
y la encontró, descubriendo además una magnifica
alharaca que le hizo saltar de júbilo.
— ¿Lo ve usted, lo ve usted? — dijo á Guerra, que
salió presuroso tras su tía y patrona. — De aquí arran-
ca un magnífico arco, que se apoya por esta parte en
una columna con capitel de aiaurique^ la cual de se-
guro, la tenemos empotrada en la mampostería de la
casa próxima. Aquí tengo el capitel: véalo. (Guerra
no veia nada.) Y para buscar el fuste será preciso ¡ay
dolor! descender á las letrinas de la casa. Pero no im-
porta. Ubicumque labor... ¡Cuánta barbarie! Desmenu-
zar y triturar así una construcción grandiosa!- Para
descubrir todo el arco, tendré que hacer un reconoci-
miento en la finca inmediata, y crea usted que pedi-
ré licencia al propietario. Como que podría suceder
ÁNGEL GUERRA 91
que descubriésemos una gran galería, sabe Dios...! Y
fíjese usted ('saliendo oirá vez al patio, armado del de-
moledor pico, : aquí, detrás de esta pared mal forrada
de azulejos y que se desmorona por la humedad de la
bajada de aguas, tenemos un trozo de columna, de
mármol de Garciotum, que sin duda pertenece á la
época goda.
En efecto, asomaba el fuste, y Ángel no dudó de
la aseveración de su amigo.
— De todo esto infiero, Sr. Guerrrta — prosiguió don
Isidro, después de destruir otro poco de pared, — que
estos alcázares, en cuyos destrozados fragmentos vi-
vimos por la codicia y la barbarie de las últimas ge-
neraciones, fueron construidos en tiempos de la do-
minación sarracena, sobre la osamenta de otra suntuo-
sa morada goda, que debió de ser la que hizo labrar
Suintila, según dice San Julián II en el libro de la
Sexta Edad, dedicado, al amigo Ervigio. ¿Y á quién se
debe la superfetación? dirá usted. (Ángel no decía na-
da.J Pues, ó yo veo visiones, ó estamos en el palacio
que levantó, rodeándolo de pensiles y amenidades sin
fin, un morazo llamado Almamum Ebn Dziunum, el
cual no es otro que el padre de Santa Casilda. ¿Nos
vamos enterando? Aquí vivió, pues, aquel bárbaro con
toda su gente, y no le quiero decir á usted lo deleito-
so que esto sería con tantísima gala de arte y natura-
leza que los tales solían gastar. Viene la Reconquista,
y entra aquí el amigo D. Alonso, que se incauta de
la finca y se queda tan fresco; andando los años, nues-
tro D. Alonso VIII se la da á los Templarios para su
convento y casa-hospedería; los Templarios, en 1312^
se van á donde fué el padre Padilla; vienen tiempos
92 B. PÉREZ GALDÓS
de desbarajuste, y los restos del palacio, menos aque-
lla parte que se conserva junto á la plazuela del Seco,
van á parar á manos mercenarias que los descuartizan,
los dividen, convirtiéndolos en míseros albergues de
vecindad, en uno de los cuales usted y yo, corriendo
el picaro siglo décimo nono, tenemos el honor de
vivir.
— Muy bien, Sr. Palomeque, muy bien.
Una de las habitaciones del piso alto, próxima á la
estancia que Ángel ocupaba, habiala convertido Pa-
lomeque en depósito ó almacén de los innúmeros
fragmentos que iba descubriendo en la casa, ó que
recogía de aquí y allá, y era como naciente museo
atestado de aleros medio podridos, pedazos de loseto-
nes con vislumbres de letra, azulejos, tinajas rotas,
herrajes comidos de orín, y trozos de alharaca ó al-
mocárabe en deslucido y frágil yeso. Allí se pasaba
las horas muertas el canónigo, juntando astillas y
cascotes para reconstruir piezas magníficas de deco-
ración arabesca, y hemos de reconocer que su trabajo
resultaba á las veces de alguna utilidad para descu-
brir los agujeritos ratoniles de la Historia, empresa
no despreciable, pues suele acontecer que por tales
resquicios penetra \-\ luz en las grandes cavidades
obscuras.
El otro huésped de la casa, el angélico D. Tomé, sí
•que no se metía en tales averiguaciones. Hombre de
modestia suma, ocultaba cuidadosamente lo poco quí
ísabía, como si fuese delito. Con el platicaba Guerra
más á gusto que con el sabio Palomeque, siendo pre-
oiso para ello violar el secreto de su estancia, pues
don Tomé jamás iba á los cuartos de sus compañeros
ÁNGEL GUERRA 93
de hospedaje, como no le apremiaran con súplicas que
casi equivalían á mandatos. Tratábale Teresa como á
un niño y le cuidaba con solicitud, adivinándole los
deseos, pues él pobrecito no era capaz de pedir ni un
vaso de agua. Si alguna vez tenía que salir de no-
che, la bondadosa patrona, conociendo el miedo de su
huésped á verse sólo en las calles obscuras, mandaba
con él á la criada ó asistenta vieja, p^ra que le acom-
pañase á la ida y á la vuelta. G''acias debía dar á
Dios D. Tomé de haber caído en tales manos, pue.*^
con otra pupilera no le habrían faltado ocasiones de
morirse de hambre, por aquella costumbre evangéli-
ca de no pedir nunca. Era, en fin, alma sencillísima,,
toda pureza y humildad, un ser en quien Dios mora-
ba, por lo cual decía su patrona que no creyó que
existiesen serafines en la tierra hasta que hubo co-
nocido á D. Tomé.
El cual tenía su íamilia en Cebolla, de donde era
natural. En Toledo le protegía el Deán, que le sacó la
capellanía de las monjas de San Juan de la Peniten-
cia, dotada con el estipendio de dos mil reales anua-
les, y obligación de decir en el convento setenta mi-
sas. Pero como esto no bastaba para vivir, D. Tomé,
con el favor del jefe del cabildo, se agenció una lec-
ción de Historia en un colegio particular, que le pro-
ducía otros dos mil realetes. Cuatro años llevaba ya
en su obscuro magisterio, habiéndose lanzado tam-
bién á empresas literarias, pues era autor de un Epí-
tome para uso de los alumnos de Historia, en el cual
embutió toda la de España, ochenta páginas escasas,
en preguntas y respuestas, ün ejemplar de este ma-
nualito regaló á Guerra, que lo agradeció mucho.
94 B. PÉREZ GALDÓS
Con los cuatro mil reales que en junto daban la ca-
pellanía y la cátedra, y además los ochavos del Ejá-
tome (que iba acompañado de un mapa sinóptico de
todos los reyes de España), no sólo reunía lo bastan-
te para vivir, sino que aún le sobraba algo que man-
dar á su familia, la cual vivía miseramente en Cebo-
lla labrando el ingrato terruño. Las monjas querían
á su capellán como á las niñas de sus ojos, y solían
regalarle en las festividades platos de arroz con le-
che, sobre los cuales dibujaban con el polvillo de ca-
nela el letrero ¡viva Jesús! ^ y de vez en cuando le
mandaban acericos muy primorosos. He aquí la ex-
plicación de que hubiera tantos en la casa.
No podía Guerra explicarse que siendo D. Tomé
tan para poco, hombre de cuya conversación se podía
sacar difícilmente una idea propia, le agradase tanto
su trato, hasta el punto de que se pasaba con él lar-
gas horas, oyéndole decir las cosas más sabidas del
mundo, las más elementales, pero que en sus labios
tenían una seducción misteriosa. Observaba en él
más fe que opiniones, fe de calidad exquisita, de esa
que ni se discute ni piensa en discutir ó examinar
la incredulidad ajena. D. Tomé creía, sin cuidarse de
que los demás negaran ó dejaran de negar. No se le
ocurría ser corifeo ni apóstol de sus creencias. Ángel
le envidiaba su espíritu sereno, teniéndole por un
ser absolutamente conforme consigo mismo, confor-
midad que es tal vez el supremo ideal del hombre.
Hablando con él y acompañándole en su cuarto,
mientras preparaba las lecciones, Guerra se echaba á
discurrir ó imaginar cómo sería el estado interior de
•don Tomé, qué pensaría, qué sentiría. ¿Acaso juzga-
ÁNGEL GUERRA 95
ría del mundo por los pecadillos que le confesaban
las monjas*? ¿Por ventura carecía en absoluto de ima-
ginación, y era un ser incompleto, á quien la mag-
nitud de su imperfección hacía parecer perfecto? ¿A
qué sonarían en los huecos de aquella mansa natura-
leza las pasiones humanas? Estos misterios j enig-
mas atraían más á Guerra hacia el capellán angélico,
y el afecto que le inspiraba era quizás una exaltación
de la curiosidad científica. Queríale sin duda y le
mimaba con cariño semejante al que un sabio ento-
mólogo siente hacia el insecto raro y desconocido
que le cae en las manos.
II
Las más de las tardes iba Guerra á ver á Leré,
quien le recibía en el patio, delante de la puerta que
daba al otro patio que fué morisca alfa^ia, y era ya
corral de vecindad, donde hormigueaba un pueblo
indigente y pintoresco, entre destrozados arcos de
herradura y podridas vigas con restos de alharaca.
Justina se hallaba casi siempre presente, y si el tiem-
po se ponía malo, ó lloviznaba, se metían todos en el
cuarto bajo, donde estaba el monstruo, á veces enci-
ma de la mesa, á veces en el suelo, acurrucado en
una estera. En dicha sala había un piano decrépito,
horizontal, de teclas amarillas y cansadas, tan opaco
de sonidos, que éstos parecían fantasmas de notas. En
aquel veterano instrumento se educó el colosal inge-
nio músico de Sabas, el hermaníto de Leré. Los chi-
quillos de Justina enredaban sin sosiego; el mons-
96 B. PÉREZ GALDÓS
truo mugía de vez en cuando. La sociedad que ame- i
nizaba la visita no podía ser más candorosa, y para
colmo de inocencia, Ángel solía llevar alguna tarde
á D. Tomé, el cu?.l se sentaba en un banco de madera,
ó en la silleta del piano, y de allí no se movía, entre-
tenido en jugar con los dos pequeñuelos ó en hacerle
preguntas á Ildefonso, examinándole de Historia, en
la cual, dígase de paso, estaba el chico bastante flojo.
Lo que más agradaba á Guerra, en los paliques
con la que fué su criada, era no encontrar en ella el
mohín antipático ni el tonillo insufrible que suelen
adoptar las personas que hoy se dan á la vida piado-
sa. Leré no hablaba de cosas de fe si de ello no se le
hablaba; no hacía pinitos de perfección, no se quejaba
de su marcada discrepancia con el mundo presente, y_
hablaba y discurría como si todo cuanto la rodeaba
estuviese en completa conformidad con ella. Guerra
la veía como á persona de pagados tiempos, y á veces
hasta encontraba cierto parentesco entre la niña de
los ojos temblones y el niño-hombre D. Tomé.
La dulzura y armonía de aquellas pláticas solía
turbarlas el padre Mancebo las tardes que aportaba
por allí, pues quería meter baza en todo, ridiculizan-
do el misticismo de su sobrina. Gastaba el buen se-
ñor por aquellos días un geniecillo de mil demonios,
y su cara habría revelado toda la acidez y amargura
que le andaba por dentro, si no la tapara casi total-
mente con los enormes espejuelos montados en plata.
Guerra quería quitárselo de encima, echándoselo á
don Tomé; D. Francisco mordía un momento el cebo,
daba dos hocicadas al bueno del capellán, y volvía j
después contra la pareja. j
ÁNGEL GUERRA i>7
Una tarde, antes de que llegara el beneficiado,
rieron de lo lindo, comentando Leré con buena som-
bra el empeño de su tio de casarla con Pepito Illán.
Pintó el carácter de D. Francisco, encareciendo sus
buenas cualidades y atenuando sus defectos, y afir-
mó, por último, que su familia no necesitaba de ella '
para nada. Sólo estaba presente aquella tarde el mons-
truo, que no hacia más que mirarles atento y cariño-
so, como perro manso. Con la mayor naturalidad del
mundo dijo Leré que Dios había vuelto á hablarle de
su porvenir religioso, incitándola á entrar en la orden
de más trabajo y de mayor humildad, y ad virtién-
dole que no tenía por qué cuidarse de su familia, pues
la familia corría de cuenta de Él.
— Por más que digas — observó Ángel, á quien se
comunicaba el entusiasmo de su amiga, — no hay or-
den bastante digna de que tú entres en ella. Estas
noches, pensando en tí, se me ha ocurrido que debía-
mos fundar una orden nueva, para tí exclusivamente.
Reíase Leré de estos despropósitos, á los cuales con-
testó: «Eso es orgullo. ¡Una orden para mí sola! Hasta
imaginarlo es pecado».
— Quiero decir que la fundes tú, y luego entrarán
otras á ponerse bajo tu autoridad.
— ¡Autoridad yo! ¡qué locura! ¡Autoridad quien ha
nacido para la esclavitud!
— Déjate de esclavitudes, hija mía. De Dios, puedes
ser todo lo esclava que quieras; pero en tu comuni-
dad mandarás como superiora, y harás reglas ó cons-
tituciones para que las cumplan las demás herma-
nas. Vamos, piénsalo. Pondremos á tu tío de cape-
llán, á Ildefonso de acólito; yo me cuidaré de todo lo
2.' PARTE 7
98 B. PÉREZ GALDÓS
exterao de la dotación, y construiremos una iglesia
magnífica, en la cual pondré mi sepulcro.
Los ojos de Leré relampagueaban. Nunca los vio
Guerra más bailones.
— Y traeré el cuerpo de Ción para sepultarlo allí
con nosotros. Tendrás en vida toda la clausura que
quieras, y rejas dobles, triples ó cuádruples. Pero ha-
remos un hermoso locutorio donde poder hablar, tú
de la reja para adentro, yo de la reja para afuera. Y...
ya digo, labraré mi sepulcro en la iglesia...
— íío diga usted más disparates, y guarde el dine-
ro para otras cosas. ¿A qué fundar lo que existe?
— Pero ven acá: lo que han hecho otros señores,
cuya memoria se perpetúa en las iglesias toledanas,
el conde de Orgáz, por ejemplo, D. Gonzalo Ruiz de
Toledo, ¿por qué no he de hacerlo yo? Yo te fundaré
una casa de oración y recogimiento. Presidirás tu
comunidad, usando báculo en los actos de coro.
Leré soltó la carcajada.
— ¡Miren que yo con báculo! D. Ángel no me haga
usted reir con sus locuras.
Con estas y otras cosas se iba exaltando el hombre,
hasta llegar á un punto tal que no sabía lo que se
pescaba. Una tar:e, Mancebo se presentó de muy mal
talante. Después de saludar tibiamente á Guerra, en-
caróse con su sobrina, y levantándose las vidrieras,
le mostró sus ojos. «¿Ves — le dijo, — ves cómo me es-
toy poniendo? La luz me daña de tal modo, que no
puedo resistir el escozor y la pena que me causa. Me
parece, Sr. D. Ángel, me parece, Lorenza, que de esta
se me apagan los candiles. Antes de un año estaré
completamente ciego, y entonces... no quiero pensar-
ÁNGEL GUERRA. S9
•
lo; ¿quién cuidará de esta pobre familia? ¿quién mi-
rará por tí desgraciado (al monstruo, tirándole de una
^reja), quién...?»
La afectación de estas palabras, aunque bien disi-
mulada, no escapó á la perspicacia de las dos personas
que le oían. Leré sabía calarle bien, y entendió la in-
tención de aquel argumento de la ceguera. «Si ese
caso llegara — le dijo, — y ojalá no llegue, significaría
que Dios quiere probarle á usted, ver si tiene pacien-
cia, conformidad con la desgracia. Acostúmbrese,
como yo, á la idea de que cuantos infortunios vengan
sobre nosotros los merecemos; considere que cada día
que pasa sin enfermar, sin rompernos la crisma ó que-
darnos á pedir limosna, es un favor muy señalado.
Cuando viene el mal, no hay que pensar que se nos
castiga, sino que dejan de protejernos. Lo mismo digo
del morir: cada día que vivimos es un perdón ó be-
nignidad de la muerte, la cual nos afloja un poquito
la cuerda con que nos tiene amarrados.
— Bueno. ¿Y todo eso — dijo Mancebo con amarga
burla, — es para recomendarme que me ponga á tocar
las castañuelas en celebración de que pierdo la vista?
¡Bonito consuelo, bonito modo de ver las cosas, y bo-
nita santidad la tuya!
— Tío — replicó Leré gravemente, — lo que yo he di-
cho lo comprende usted mejor que nadie, porque es
buen cristiano; pejo ahora se hace el tonto porque le
conviene.
— Cabal, quieres probarnos que es un gusto ser cie-
go, como hace días te empeñabas en convencerme de
que no hay mayor delicia que morirse de hambre...
justo, y que la mayor de las satisfaciones es pedir li-
100 B. PÉREZ GALDÓS
mosna de puerta en puerta, ¡zapa! Y al paso que va-
mos fincomodándosey, con tu manía de abandonarnos
y de despreciarlas buenas proporciones, pronto se rea-
lizarán tus deseos, y viviremos todos en esos espacios
celestiales de la mendicidad que tanto te entusias-
man... Pero usted señor D. Ángel, ¿qué hace que na
me apoya? jAy! porque á usted también le tiene me-
dio embaucado, ya lo voy viendo, porque usted le
hace caso y la toma por lo serio. El mejor día regala
este señor todo su caudal á la Beneficencia, y se sale
por ahí soga al cuello y un bordón de peregrino, pi-
diendo para las ánimas. No se ría, que á eso vamos
todos. Saldremos por los caminos á pordiosear; mi se-
ñor D. Ángel se echará á cuestas al fenómeno este, el
beneficiado ciego llevará de la mano á los chicos me.
ñores y así, entre todos, haremos un bonito cuadro
para hacer llorar á los que pasen.
Ángel se reía de la profunda seriedad con que sol-
taba Mancebo estos disparates, y el buen presbítero,,
que aquella tarde traía un humor de perros, se pasea-
ba por la estancia dando pisotones para entrar en ca-
lor, subiéndose y bajándose las galerías de cristales á
cada momento. Leré no se inmutaba; su temple era
siempre el mismo; ni las bromas displicentes, ni las
veras amargas de su tío, hacían mella en su voluntad
diamantina. Ángel quiso echar á broma el asunto, y
contestó á Mancebo en esta forma:
¿Pero no sabe usted, Sr. D. Francisco de mi alma,^
que Leré y yo hemos hecho un convenio? Justamen-
te estábamos esperándole á usted para que nos diera
su opinión.
—¡Un convenio! ¿Y qué es ello?
ÁNGEL GUERRA. 101
— Pues hemos resuelto dedicarnos, cada uno en su
esfera, á la abstinencia y á mirar por los desgra-
ciados.
— Pues miren por mí, ¡zapa! miren por mí que soy
el númerj uno.
— Espérese usted. Hemos convenido en establecer
una orden semejante á la que fundó aquí, hace tres-
cientos años una Princesa de Portugal, con el nombre
de La Vida Pobre.
— ¡Más pobreza, hombre, más pobreza! {Patean-
do.^ ¿Les parece que no hay todavía bastante pobre-
tería en este mundo? ¡Vaya, que los dos están tontos
de remate!
— Calma, amigo, paciencia. Hemos convenido en
que yo dedicaré todo lo que tengo á realizar esta
idea. Y contábamos con usted, como co-fundador, á
fin de...
— ¡Yo co-fundador! {Echando chispas.) ¿De qué,
hombre? ¿Qué demonios voy yo á co... fundar?
— Pues será usted apóstol de la nueva orden, mas
para ello es preciso que se arranque á dar á los po-
bres todo lo que posee.
— ¿Yo? Si yo no tengo ni tampoco un... ¿Quién ha
dicho que yo tengo algo? {Irinando.) ¿Ha sido esta
embustera?
— Lo dice la voz pública. Usted pasa por hombre
que guarda mucho dinero.
— Don Ángel, no me queme la sangre... No se bur-
le de un desgraciado clérigo, que...
Leré intervino para apaciguarle y cortar la broma
que tanto le exaltaba. «Dígale usted, tío, que no ne-
cesitamos fundaciones, porque la pobreza, fundada
102 B. PÉREZ GALDÓS
la tenemos en casa, y muy á gusto en ella. El Señor
le hizo á usted pobre, y pobre le conservará mien-
tras viva, rodeado de trabajos y contrariedades. ¿No
es verdad que eso le gusta, y adelante con la cruz?
— ¡Adelante, sí! [Con sarcasmo.) Vengan hambres,,
fríos, y por añadidura, enfermedades, ceguera, y
cuanto Dios quiera mandarme. Claro que aguantaré.
iQué remedio...! Pero de eso á que me ponga á bai-
lar de gusto porque me estoy quedando ciego... Don
Ángel, hágame usted el favor...
— Cada cual — dijo Leré, — ve estas cosas á su ma-
nera. Yo acepto con alegría todas las cruces que ei
Señor quiera echar sobre mí; y si mañana tuviera
que pedir una limosna por las calles, y me encontra-
ra toda baldada, llena de úlceras ó de lepra asquero-
sa, no estaría menos tranquila que ahora con salud y
el pan asegurado, gracias á mi tío, que se desvive
por nosotros. Y si me quedara ciega, andaría palpan-
do las paredes; y si perdiese las piernas, me estaría
sentada, ¿y qué? sentadita en el santo suelo, pensan-
do que Dios me querría tanto más cuanto más baja
me pusiera. ¿Qué me importan las enfermedades, la
esclavitud, los trabajos y el desprecio del género hu-
mano, si lo que tengo dentro de mí persiste libre y
sano y alegre? ¿Qué me importa causar repugnancia
á todo el mundo, si Dios me da á entender que me
quiere? Tío, convénzase usted de que el desamparo
es un bien positivo, y el no tener nada tenerlo todo,,
y el ser rechazado en todas partes la mejor compañía^
y el estar enfermo prepararse para la verdadera sa-
lud, y el cegar ver, y el hundirse subir, subir y lle-
gar hasta arriba. Todo se reduce á esperar en calma>
ÁNGEL GUERRA 103
esperar siempre, pensando en la verdadera vida. Tío,
espere usted; y si viene la ceguera, que venga; y si
viene la mendicidad, que venga; y si viene todo el
mal en la forma más horrible, y las plagas de Egipto
y el Diluvio Universal, que vengan.
Don Francisco empezó á balbucir. Algo, sin duda
quería responder; pero no encontraba palabras apro-
piadas al caso. Retiróse huido, refunfuñando. Después
de aquellas solemnes declaraciones de Leré, Guerra
la tuvo por completamente perdida, en el concepto
de que era locura pretender desviarla del inalterable
rumbo que llevaba, como un planeta. A quien de tal
modo pensaba, á quien tan tranquilamente y tan sin
afectación decía su pensamiento, no se le podía con-
quistar con intereses circunstanciales. Echarse á
cuestas una montaña habría sido empresa más fácil
que domar aquel carácter duro y de un peso ingen-
te, de una homogeneidad abrumadora. «Es figura de
otros tiempos — decía Ángel para sí, — y asisto á una
milagrosa resurrección de lo pasado».
Y á medida que la última esperanza de humani-
zarla extinguiéndose iba, más honda era la atracción
que su divinidad ejercía sobre él. Llegó la última de
las tardes que permitían aquel visiteo, y la idea de
que pronto dejaría de verla le sacaba de quicio. Al
despedirse, indicóle sus deseos de visitarla alguna
vez en casa de las Hermanas, si éstas lo consentían^
y ella le contestó que, pasado algún tiempo, no ha-
bría para ello dificultad, pues la congregación no te-
nía clausura, y las profesas y novicias podían recibir
en ciertos días á sus parientes y amigos. Al decirlo,
daba á entender también que recibiría gusto de ver-
104 B. PÉREZ GALDOS
le, y lo expresaba con la mayor pureza y sin gazmo-
ñería. Guerra vio en esto como un sentimiento de
amistad angélica, á la manera de la que ha existido
entre santos, ó entre los que estaban en camino de
serlo.
— ¿De modo que podré verte, y echar un parrante
contigo? No temes que alguien interprete mal...?
— ¿Yo...? {Encogiéndose de hombros). No temo nada.
Nada, en efecto, temía. El mal, en cualquier for-
ma que tomase dentro de lo humano, no tenía signi-
ficación alguna para un alma tan fuerte, tan aplo-
mada y segura de sí misma. El miedo es la forma de
nuestra subordinación á las leyes físicas, y Leré se
había emancipado en absoluto de las leyes físicas, no
pensando nunca en ellas, ó mirándolas como acci-
dentes pasajeros y sin importancia.
III
Volvió Leié á las Hermanitas del Socorro un día
de la segunda quincena de Diciembre, próximas ya
las fiestas de Navidad. Guerra paseó aquella tarde con
don Tomé, que parecía más comunicativo que de or-
dinario, y hablaron de cosas de ultratumba, maravi-
llándose Ángel de la sencillez de catecismo con que
el autor del Epitome refería los trámites de la muer-
te, y de nuestro traspaso de una vida á otra. Después
de dar varias vueltas por el Miradero y los altos del
Alcázar, fueron á cenar, y Guerra volvió á salir para
engañar el tiempo en la tertulia de su tío D. Suero,
donde vio al canónigo Pintado jugando al tresillo
ÁNGEL GUERRA 105
con el alcalde de la ciudad. Aburrido se fué de allí, y
divagó larguísimo rato de calle en calle, yendo á pa-
rar, por instintiva querencia, á la solitaria judería.
La noche no estaba para rondas de enamorado, ni aun
tratándose de pasiones, como aquélla, tan espiritua-
les y seráficas, porque el frío era glacial, y venía del
Norte un vientecillo barbero que descañonaba. Reti-
róse con el embozo hasta las orejas, por las sombrías
calles, sin encontrar alma viviente, y andando an-
dando por aquel pueblo de pesadilla, echábase la
sonda para reconocer la extensión del contagio mís-
tico que invadía su alma. Semejante contagio podía
atribuirse al medio ambiente, al roce del arte reli-
gioso, á las lecturas, á la soledad, y principalmente á
la influencia de Leré. Y el misticismo determinaba
en él fenómenos muy singulares, verbigracia: la me-
moria de su hija Ción había tomado forma bien dis-
tinta de las memorias que los muertos queridos sue-
len dejarnos. En sus horas de soledad, creía sentirla
en torno suyo, revoloteando, y siempre que su pen-
samiento se enardecía, hasta levantar llama vagorosa
y crujiente como de zarzales inflamados, la imagen
risueña y juguetona de la chiquilla giraba en torno
queriendo quemarse en él. También le perseguía el
recuerdo de doña Sales, á quien no veía ya tan ce-
ñuda y altanera como en vida, y para colmo de ex-
trañeza, empezaba á creer que su madre había teni-
do razón contra él en la mayor parte de las cuestio-
nes que les dividieron. De Dulce se acordaba ya po-
cas veces; y no le era el recuerdo desagradable. Pero
el fenómeno más extraño que encontraba- al calar de
la sonda era que, á excepción de los pocos muertos y
106 B. PÉREZ GALDÓS
vivos que interesaban de alguna manera á su cora-
zón, toda la humanidad le iba siendo cada día más
antipática. En Toledo mismo, lo personal no partici-
paba de los encantos de lo material é insensible. Las
piedras, la substancia artística, en que se encarnaba
el ánima penitente de los tiempos pasados, tenia todo
el atractivo que faltaba á las personas, expresión de
la vulgaridad presente, y que parecían no alentar
más vida que la puramente mecánica. Don Suero le
resultaba tan antipático como los Medinas y Tara-
mundi de Madrid, antipático el canónigo Palomeque
con su sabiduría indigesta, antipático el padre Man-
cebo por su utilitarismo, D. León Pintado por su fa-
tuidad. Los seres humildes y cuitados como D. Tomé»
los que llevaban el fardo de la vida sin quejarse,
como Justina y su marido, los de ánimo tranquilo y
alegre como Teresa Pantoja, los chiquillos traviesos y
de buena índole como Ildefonso, merecían su afecto,
y entre ellos gustaba de buscar fraternidad y com-
pañía. Con esta manera nueva de pensar y sentir, iba
arraigándose en su espíritu la idea de aislarse, de
apartarse sistemáticamente de una sociedad que se le
indigestaba, viviendo por sí y para sí, solo ó con las
amistades que más le agradasen.
Retirábase por Santo Tomé y el Salvador, cuando
al atravesar la cuesta de la Portería oyó una voz que
clamaba como quien pide socorro. El sitio era solita-
rio, fosco, siniestro, apropiado á los tapadijos galantes
y á los acechos de la traición; la calleja se replegaba
en la más intensa obscuridad, y sólo al medio de ella»
traspasado el segundo recodo, distinguíase á lo lejos
la lucecilla de un farol coleado como á cinco varas
ÁNGEL GUERRA 107
del suelo delante de un Cristo que llaman de la Bue-
na Muerte^ con melena y enaguillas, en mohoso nicho
cubierto de alambrera. Avanzó en seguimiento de la
triste voz, hasta llegar á un espacio irregular forma-
do por las tapias de Santa Úrsula y los paredones de
la casa de los Toledos, plazoleta que merece el nom-
bre de ratonera, porque la salida de ella es difícil
para quien no sepa encontrar los pasadizos ó callejo-
nes, que más bien son grietas, por los cuales tiene
•que escurrirse el transeúnte. El lugar no podía ser
más propicio á la exaltación romántica. ¡Cuántas
veces, al pasar de noche por recodos como aquel, veía
Guerra^desprenderse de las tenebrosas tapias toda la
leyenda Zorrillesca! Tenía que encadenar su imagina-
ción para ponerse en la realidad del tiempo, pues
hasta el eco de los pasos parece sonar allí con la ca-
dencia del romance. Aquella noche la ilusión era com-
pleta, y la desconocida voz gemebunda debía de per-
tenecer á un tipo con gregüescos y jubón de vellorí,,
que acababa de ser ensartado por otro del mismo em-
paque, y éste andaría por allí también, debajo del
farolillo, dispuesto á despanzurrar al primer cristiano
que pasase.
Cuando estuvo más cerca del que daba las voces,
oyó que éstas eran blasfemias y porquerías desver-
gonzadas, no ciertamente en el estilo del siglo xvi,
pues no decía voto á sanes ni pardiéz, sino otros tér-
minos feos y chabacanos. Guerra no le veía. Llamó
y dijo; «¿Quién es, qué ocurre?» y vio que del án-
gulo obscuro de la plazuela salía un bulto, derecho
hacia él, y oyó claramente estas palabras: «Demonio
de pueblo... Maldito sea quien me trajo acá... ¡Me
lOá B. PÉREZ GALDÓS
caso con la Catedral, tío Garando pastelero!... ¿Pero
dónde demonios me he metido yo?... ¡Eh! buen hom-
bre... Ayúdeme á salir de este hoyo maldito».
Queriendo reconocerle más por la voz que por la
i5gura, que distinguir no podía, le echó mano al
pescuezo, y llevándole bajo la mortecina luz del
lamparín de la imagen, vio que era D. Pito en per-
sona.
El cual, conociéndole al punto también, exclamó
•con alegría: D. Ángel... ¡Qué encuentro, yemas!...
jMe caso...!
— ¿Pero qué le pasa á usted?
— No me hable, hombre, que estoy mareado, que
^stoy loco. ¡Me caso con Toledo y con quien inventó
este pueblo de pateta! Así le dieran fuego por los cua-
tro costados. Nada, que me he perdido, y vuelta de
afuera, vuelta de adentro, demorando aquí, demo-
rando allá, vine á dar á este saco, y á donde quiera
que me vuelvo, ¡yemas! doy con el tajamar en una
pared. Nunca he visto otra. Dos horas hace que salí
de la posada y no puedo volver. ¡Garando con el pue-
blecito éste! Si éstas no son calles, sino agujeros de
ratas... ¡Y qué tinieblas, qué soledad!... Ni en medio
de la mar. Dos horas, dos horas dando repiquetes sin
poder encontrar la ruta. Quería balizarme por la to-
rre de la Gatedral, y cuando la dejaba demorando por
estribor, se me aparecía por babor... Si no sale usted,
compadre, creo que aquí me encuentran heladito por
la mañana, porque ya no puedo con mi alma.
— Vamos, ya está usted en salvo. Yo le llevaré á
su casa. ¿Dónde es?
— ¿Mi casa...*? ¿Mi casa...? — dijo D. Pito mirándole
ÁNGEL GUEKRA 109
con estupidez, y echando sobre la cara de su interlo-
cutor un vaho de aguardiente que tumbaba.
— ¿Es la fonda del Lino^ la Imperial?
— No, fonda no es. Verá usted. Déjeme fijar esta^
condenada cabeza, que con las vueltas de las calles se
me ha puesto perdida.
— ¿Ha venido solo á Toledo?
— No, hombre. ¿Cree usted que vengo yo á esta ma-
driguera si no me traen á rastras? Ay, Dios mió; cómo
me han puesto esta cabeza las calles... ¡Qué lio! Con
un temporal duro me entiendo mejor que con estas
correntadas y este ciclón de casas, que no hay cristia-
no que sepa tangentearlo. Pues verá usted... el demo-
nio me trajo aquí, un demonio con faldas, que dicien-
do faldas se dice cosa mala. Figúrese usted que esta
noche, después de la cena, me sentí con ganas de ta-
parle las grietas al frío, ¡pateta! porque mire usted
que hace frío en este lugarón, y salí diciendo «vuel-
vo», y la vuelta ha sido que me perdí en estas calles
traicioneras, y mientras más daba para avante, más
perdido; y doy para atrás, moderando, y más perdido,
hasta que no sabiendo por donde tirar, caigo de rodi-
llas medio yerto de frío, y llamo á Dios, ¡Carandol y
como no me hace caso, llamo á todos los demonios,,
¡yemas! y si no es por usted que sale, doy fondo en la.
eternidad.
— Pero sepamos dónde vive — dijo Guerra llevándo-
le por la calle de la Ciudad. — Me figuro con quién
vino. ¿En qué fonda están?.
— No es fonda; la llaman posada, y es punto de
mucha arribada de muías y arrieros. ¿Se llama?... ¿á
ver? Pues se me ha olvidado la numeral. Lo que re-
lio B. PÉREZ GALDOS
-cuerdo bien es que está cerca de la plaza del Zoco...
no sé qué.
— ¿La posada de la Sangre, la de Santa Clara?
— No, hijo; no es cosa de sangre clara ni espesa.
■Suena más bien á cosa de muebles.
— Ya, la posada de la Silleria — dijo Guerra, recor-
dando que aquel establecimiento y el llamado de Re-
menditos pertenecían á unos parientes de doña Cata-
lina de Alencastre.
— Justo de la Silleria, ¡yemas! eso es... Lléveme allí,
-que el frío es de patente.
— Estamos bastante lejos. En marcha.
Guiando hacia la plaza del Ayuntamiento, fué
asaltado Guerra de una idea que le contrariaba. Te-
mía el encuentro con Dulce.
— Pero es inútil ir allá — dijo. — Son más de las doce.
y la posada estará cerrada.
— Entonces, ¡yemas! ¡Garando!... Me quedaré en
la santísima calle. ¡Me caso con el arzobispo y con
el hijo de tal que inventó este lugar de mil de-
monios!
— Ea; no chillar. Yo le alojaré á usted hasta maña-
na. Véngase conmigo.
— Hombre, muchísimas gracias. Veo que el párvu-
lo se ha humanizado, pues la última vez que nos vi-
mos me trató como á un negro.
— Cierto— dijo Guerra, recordando con disgusto y
vergüenza la brutal escena en casa de Dulce. — Pero
aquello debe olvidarse. Estaba yo de mal talante
aquel día.
— Y tan malo. Pero en fin, no soy rencoroso, y si
tocan á perdonar, por mi parte... perdonado todo,
ÁNGEL GUERRA 111
amén, y amigos otra vez... Y dígame: ¿en este pueblo
cierran muy tarde las... los... establecimientos?
— No encontrará usted abierta ninguna taberna.
Al vicio que espere hasta mañana. De veras que hace
frío.
— Si parece esto el banco de Terranova. No me sien-
to la nariz ni las manos. Nunca en otra me vi. Díga-
me, compañero, ¿aquello que allí se ve no será un es-
tablecimiento?
— Si es la Catedral, hombre. Y este otro edificio la
Casa Consistorial.
— La Catedral, sí, muy señora mía. Entre Dulce y
Catalina me han mareado hoy de firme, enseñándo-
mela. Que mire usted esto, que mire aquéllo. ¡Ay,
qué jaqueca! Yo no lo entiendo, y sólo me ha pareci-
do de mucha largura. Compadre, cuidado qua es eslo-
ra esta... ¡y qué puntal!
— Sí, gran edificio. ¿Conque tenemos aquí á la
rica-hembra de Alencastre?
— Sí señor, y al rico macho también. ¿No sabe us-
ted? Han heredado un castillo con cuatro torres, que
dicen perteneció á esos reyes de pateta, tatarabuelos
de Catalina. En fin, que embarcamos en el tren, y di-
mos fondo en el mesón, cuyos dueños son parientes
de mi cuñada; buena gente, pero que tienen de prín-
cipes tanto como usted y como yo. ¡Menudo pisto se
da mi hermano 3imón con los primos de su mujer!
Sabrá usted que le colocaron; sí señor, en eso del Tim-
bre, y ha .venido aquí hecho un bajá de tres colas. Ello
fué por mediación de un amigo que tiene en el Mi-
nisterio. Bailón les prestó los cuartos para pagar el
pasaje en el tren. ¡Catalina trae unos humos...! Como
112 B. PÉREZ GALDÓS
que hoy se empeñaba en que habíamos de entrar á
visitar al Cardenal, y yo le dije: «Sí mujer, no es flo-
jo cardenal el que sacaremos tú y yo en salva la par-
te, del estacazo que nos van á dar cuando nos cole-
mos en Palacio».
Siguieron por la calle de la Puerta Llana, y allí
observaron que en la fría atmósfera flotaban puntos
blancos y tenues, los cuales, al darles contra el ros •
tro, les herían con punzante frialdad. Principiaba á
nevar; el cielo parecía un pesado toldo que se des-
plomaba; neblina espesa envolvía los edificios, danda
á la mole de la Catedral un aspecto desvanecido y
fantástico.
— Compadre — dijo D. Pito hociqueando el am-
biente turbio y glacial, — esto se pone feo. Mire qué
cariz. Nievecita tenemos, y cerrazón. A mí denme
malos tiempos de viento y mar, pero no me den ho-
rizontes cerrados. Dígame, este paredón de la santí-
sima Catedral, ¿hasta dónie llega? Hasta las islas
Terceras cuando menos. Y aquel faro que allá arriba
demora por la amura de babor, ¿qué puerto nos
marca?
— Es la Virgen del Tiro, alumbrada con un faro-
lillo. No nos detengamos, que el temporal arrecia.
— Avante toda... ¡A la vía!
De repente, el temporal descargó con furia. Cual
si se hubiera abierto un boquete en el cielo por don-
de se precipitaran en formidable chorro los corpúscu-
los de nieve, que volaban trazando rayas oblicuas
del cielo á la tierra, y al poco tiempo ya blanquea-
ban los pisos. De la boca del capitán llovían furiosas
maldiciones con granizo de blasfemias. La pendien-
ÁNGEL GUERRA 113
te ae la calle del Locum era un peligro en aquella
difícil recalada: su estrechez tortuosa hacía más den-
sa la obscuridad que en ella reinaba. D. Pito resbaló,
cayendo al suelo dos ó tres veces. «Agárrese usted á
mi capa y sígame despacito — le dijo el otro, — palpan ■
do las paredes para poder avanzar paso á paso. La
menuda nieve les envolvía y les cegaba; pero al fin,
gracias á que el trayecto era corto, pudieron llegar
sin ningún contratiempo. Guerra tenía llave, y en-
traron sin llamar. Todos los habitantes de la casa dor-
mían el sueño de los justos.
IV
Ángel recomendó á D. Pito que no chistase, y su-
bieron y encendieron luz. Ocurriósele entonces á
Guerra albergar á su huésped en el cuarto donde Pa-
lomeque guardaba el carcomido fruto de sus inves-
tigaciones arqueológicas, al extremo del pasillo alto,
en sitio fácilmente abordable. Andando de puntillas,
condújole al museo, después de darle una buena man-
ta para que se abrigase. Al marino le pareció de per-
las el camarote, y se acomodó en una especie de ta-
blado ó rimero de maderas viejas que, según él, de-
bían de ser del desguace del arca de Noé. En peores
camas había dormido el hijo de su madre, paseando
sus huesos de mundo en mundo y de mar á mar. En-
volvióse en la manta, y á roncar como un caballero.
Buenas noches.
Al acostarse, Ángel se reía pensando en el broma-
zo que iba á dar á D. Isidro, y en la sorpresa de éste,
2.' PARTE 8
114 B. PÉREZ GALDÓS
por ]a mañana, cuando fuese á echar el primer vista-
zo, como de costumbre, á su histórico Rastro; pero
otros pensamientos más graves le inquietaron antes
de dormirse. Al día siguiente, D. Pito habría de vol-
verse á la posada, y daría cuenta de su extravío, del
encuentro con él en la calle, y de cómo recibió alber-
gue en aquella casa. Inevitable acometida de Dulce,
que sin duda había ido á Toledo con intentos de amo-
rosa persecución; inevitable encontronazo de los Ba-
beles. Esto le quitaba el sueño, pues el sentirse aco-
sado por Dulce le mortificaba cruelmente, y el re-
chazar á su perseguidora repugnaba á su conciencia.
No quería nada con ella, ni nada contra ella.
Por la m?iñana, antes de h hora á que acostumbra-
ba levantarse, sintió desusado estruendo en la casa.
Vistióse más que de prisa, figurándose lo que sería, y
al salir tiritando, se ofreció á sus ojos el más desati-
nado rebullicio que en aquella casa se había visto
desde que moraron en ella los Templarios. Palomeque
con una espada mohosa de tazón, Teresa con una es-
coba, la criada con una badila y D. Tomé con nada,
pues era hombre incapaz de esgrimir el arma más
inocente, formaban como un cerco de sitiadores
frente á la puerta del cuarto de los trastos góticos y
sarracenos, y los tres, porque D. Tomé no hacía más
que temblar, se animaban recíprocamente con béli-
cas expresiones: «¡Que salga ese tunante... salteador...
que dé la cara, y verá...!»
Don Pito apareció en la puerta vociferando, y sin
hacer ademanes de resistencia contra tan terrible
aparato de batalla, les dijo: «Ea, señores, que yo
no soy ladrón, ¡yemas! y cuidado con faltarme. Yo
ÁNGEL GUERRA 115
he venido aquí, porque me trajo] mi amigo don
Ángel».
Viendo reir á éste, desbaratóse la [equivocación, y
la cólera de todos se trocó en bromas y cuchufletas.
«Es el amigo Suintila — dijo Guerra, — que ha venido
á pasar la noche en los restos de su palacio». Teresa
preguntó á D. Pito qué quería para desayunarse, á
lo que respondió el marino:
— ¿Yo?... ¡qué pregunta! Tráigame ginebra de la
Llave ó de la Campana.
— ¿Qaé dice? Aquí no tenemos esos brebajes de lla-
ves ni campanillas. Si quiere chocolate...
Renegó D. Pito de todo desayuno que no fuese de
base alcohólica, y Ángel condescendió con un vicio
que en mañana tan cruda tenía justificación, dadas
las costumbres del inválido marino.
¿El señor es nauta? — dijo el canónigo frotando-
se'las manos desesperadamente. — Vaya; por muchos
años.
— Soy mareante, sí señor, y por mis pecados nave-
go ahora por tierra firme, y he venido á embarran-
car en este pueblo de pateta.
— Ea — le dijo su protector, — si no habla usted con
decencia no le traigo la bebida. Aquí, mucha forma-
lidad.
Don Tomé se alejó soplándose los dedos. Metiéron-
se los demás en el cuarto de Guerra, y allí le sirvie-
ron el chocolate á D. Isidro, el cual, mirando la neva-
da al través de los cristales, decía: Toda blancura es
hoy la gran Toledo. Buenas estarán esas calles de
Dios. No verás hoy mi estampa, corito metropolita-
no. Traída la ginebra, D. Pito empezó á alumbrar-
116 B. PÉREZ GALDÓS
se, y en su alegría voluble y decidora, llegó á to-
marse confianzas con el canónigo. Guerra le miraba
con lástima benévola, viendo en él, más que perver-
sidad, abandono y miseria. Palomeque dijo que la
mejor manera de calentarse era coger el picachón y
emprenderla con la pared del patio, hasta derribarla
y descubrir todos los fustes de. la época goda. Don
Tomé, sin hacer caso del mal tiempo, salió emboza-
dito en su manteo para ir á decir su misa, y Teresa y
la criada se ocupaban en palear la nieve en el patio.
Desde abajo invitaron al arqueólogo á tomar parte
en la faena, y él no se hizo de rogar, bajando con su
picachón, que al punto tuvo que cambiar por humil-
de escoba. Ofrecía el patio un aspecto lindísimo, con
los evónymus cargados de albos vellones, como cla-
ra de huevo bien batido, el aro del pozo revestido
también de aquella nitidez inmaculada, y los cana-
lones, aleros y postes con informes colgajos de lo
mismo, que se desprendían y rebotaban, encharcan-
do el suelo recién barrido por la diligente escoba de
Palomeque. El cabello enteramente cano de Teresa
amarilleaba junto á la excelsa blancura de nieve.
A Guerra le habían servido café, del cual tomó
también D. Pito porción de tazas, y con esto y la gi-
nebra se dispuso el hombre á resistir las más bajas
temperaturas. Encendieron sendos tabacos, y abrien-
do la ventana, pusiéronse á contemplar el panorama
estupendo de la ciudad con sus techumbres cubier-
tas de nieve, sus torres perfiladas de blanco lumino-
so como estrías de luciente cristal. En sus viajes no
había visto D. Pito nada semejante, porque si las ne-
vadas de Nueva York eran más densas, en ellas todo
ANGBL GUERRA 117
resultaba plano y sepulcral, mientras que Toledo pa-
recía un oleaje gracioso, en el cual la espuma se hu-
biera endurecido con la rapidez de las mutaciones
de teatro. La Catedral, con sus cresterías ribeteadas
por finísimos junquillos de nieve, y su diversidad de
proyecciones y angulosos contornos, presentaba á la
vista un cariz de fantasmagoría chinesca. La torre
se destacaba sobre el cielo vaporoso casi limpia, mo-
rena y pecosa entre tanta blancura, con sólo algunos
toques de cascarilla en el capacete y en los picos de
las tres coronas; más grande, más esbelta, más soña-
dora en medio de la desolación inherente al paisaje
boreal. Creeríase que se estiraba y subía más. El sol
luchaba por romper la neblina, y en ciertas partes
del cielo esparcía destellos de oro. Pero la palidez
diáfana y melancólica de la plata vencía, y lo más
que lograba el sol era poner algunas hebras de su
lumbre en la veleta de la torre ó perfilar con rá-
fagas amarillentas las siluetas lejanas de la ciudad
hacia el Nuncio, San José y Santo Domingo el An-
tiguo.
Don Pito se eocontrabá tan á gusto, que presu-
miendo le despedirían, se anticipó á la insinuación,
en esta forma: «Estoy aquí como en el Paraíso, ciu-
dadano Guerrita. No puede usted figurarse qué frío
es aquel condenado posadón, y qué cargante la com-
pañía de Catalina, que anoche se nos atufó, y salió
con la gaita de siempre, diciéndonos que su familia
venía del Emperador de Constantinopla, un tal palo-
gordo ó no sé qué.
— Paleólogo, diría.
— Eso. ¡Y mi sobrina siempre suspirando, diciendo
118 B. PÉREZ GALDÓS
cosas que le hacen á uno llorar...! Esto no es para un
viejo aburrido como yo, que á poco que le apuren se
muere de tristeza (súbitamente acometido de nostalgia.)
¡Ay, Dios mío! Quisiera que me tragara de una vez la
tierra. ¡Garando! Me cansa la vida, y si no fuera por el
bálsamo, ya me habría ido al fondo cien veces. Crea
usted que esto de no ver nunca la mar es horrible. No
¡lo comprenderá quien no haya vivido cincuenta años
viéndola, oliéndola y pasándole la mano por el lomo
desde el puente. Lo' que yo quiero es que me recojan
- en un asilo'naval ó terrestre, donde me den de comer
lo poquito que como y de beber lo que me dé la ga-
na; porque sepa usted que en casa de mi hermano un
día se ayuna y otro también... Ahora', que tiene em-
pleo, creo yo^jque lo pasaremos lo mismo, porque los hi-
jos son unos trápalas, menos Dulce, que es buena, eso
sí, buena como una uva y con mucho talento, cabeza
firme, razón clara. Pero desde que cierto párvulo la
dejó, no se harta de llorar... y á mí las goteras me
cargan. No estoy yo para consolar á nadie, sino para
que me consuelen á mí.
— Si no fuera usted un borrachín, de fijo encontra-
ría quien le amparase... Trabajar tanto, y no tener á
la vejez ni casa ni hogar es triste cosa.
— ¡Así paga el comercio á quien bien le ha servi-
do! Los armadores se han hecho poderosos con mi tra-
bajo, y aquí me tiene usted á mí sin una hebra. ¿Por
qué? ¿Acaso por maldad? Yo probaré que no he sido
malo. ¿Quiere usted, Sr. D. Ángel, que con sinceri-
dad le confiese mis debilidades? [Excitándose y soste-
niéndose los pantalones.) Pues se las confesaré. Mi fia*
co ha sido el jembrerio. La faldamenta me perdió.
ÁNGEL GUERRA 119
Cuanto gané se lo comieron ellas con sus boquitas
monas. No podía yo remediar esta debilidad que
siempre tuve, y ésta por rubia, la otra por trigueña,
hacían de mí lo que les daba la gana. Pero yo pre-
gunto: ¿pecados de faldas son para tanto castigo? ¡Ah!
no señor. Yo conozco otros que fueron más mujerie-
gos que yo, y ahí los tiene usted en Nuevitas, en
Cienfuegos, en Jamaica y Veracruz, abarrotados de
dinero. Es el sino, el sino de la -criatura. Á ratos, de
noche, cuando no he bebido y siento la penita en el
estómago, me ocurre que si esto de mi mala suerte
me vendrá de que anduve en aquel fregado de traer la
esclavitud á Cuba. Pero, ¡me caso con San Francisco!
si otros que cargaron más que yo y los compraban y
vendían como talegos de carbón, están ahí riquísimos
con familia y mucha descendencia, llenos de felici-
dad. ¿Qué quiere decir esto, compadre? Que esta má-
quina del mundo anda muy mal gobernada, que el
primer maquinista no hace caso, y se duerme, y la
palanqueta del vapor está en manos del tercero y el
cuarto, ó de algún fogonero que no sabe lo que se pes-
ca... Vamos á ver. ¿Acaso se me puede culpar á mí de
haber inventado la trata? Yo no la inventé ¡yemas!
Esclavos había cuando yo empezé, y del África iban
para allá los barcos llenos. El tío que me crió, metió-
me en aquellos trajines, y si buenas onzas me ganaba
hoy, buenos sustos me hacían pasar mañana los maldi-
tos ingleses, pues llevaba uno la vida vendida... Con
que ya ve que no he sido malo, y que si lo fui, bien
purgados tengo aquellos 'crímenes 'de pateta. Tenga
usted compasión de mí,íy|vea'de]asegurarme los^víve-
res. Yo me conformo y me avengo á todo, menos á
120 B. PÉREZ GaLDÓS
beber agua, porque... peceras en el estómago crea us-
ted que no convienen.
Profunda lástima de aquel hombre infeliz sentía
Guerra, que oyó sus sinceridades con benévola aten-
ción, y no contestó á ellas hasta pasado un buen rato.
Perdida la mirada en el espacio incoloro y triste que
anto ella se extendía, Ángel meditaba, y de su medi-
tación salió esta frase consoladora para el triste ma-
reante; «¡Quién sabe... Puede ser que yo, algún día,
le recoja á usted!»
Al decir esto cerró la ventana.
V
— Buena caridad sería esa — dijo D. Pito, arriman-
dose más al ascua que calentaba su aterido espíritu. —
Y dígame, señor: ¿no me dejará estar aquí, donde me
encuentro tan á gusto?
— Esta casa no es mía. Creo que debe usted mar-
charse... y luego podrá venirse por aquí cuando le
parezca.
— Sien: con esa condición, apechugo con la posada.
Mi sobrinita me estará echando muy de menos, por-
que soy el único que la consuela. Bien haría usted
en correrse un poco por allá, pues de veras le quiere...
Las insinuaciones de aquel desdichado hallaban un
eco piadoso en el corazón de Guerra, cuya sensibili-
dad, fácilmente excitable, respondía prontamente á
cualquier demanda hecha por voz humilde. Compa-
decía sinceramente á la que fué su ilegal esposa, y
casi casi sentía deseos de verla y abrazarla. La idea
ÁNGEL GUERRA l'2l
de que pudiera sufrir escaseces y miseria le morti-
ficaba.
— Y crea usted — añadió D. Pito acomodándose jun-
to al brasero que la criada introdujo, — crea usted que
está muy mal la pobre. La madre y la hija siempre
de puntas, porque ahora Catalina se empeña en casar-
la con un conde, digo, conde no es, sino un paleto
rico, primo de ella; sólo que mi cuñada dice que el
tal desciende del conde D. Duarte ó D, Garando. Tam-
bién Dulce y su padre andan á la g-reña, porque
Simón pretende que ella le trasborde el poquito dine-
ro que le queda de lo que usted le dio al despedirse,
y la noche que salimos de Madrid, el bruto de mi her-
mano la amenazó con sacudirle si no le largaba el
portamonedas. Yo me cuadré, y como tengo este ca-
rácter hecho al mando, Simón se tuvo que callar.
jPobrecilla Dulce, es tan buena; pero tan buena...!
Ángel repetía el es tan hiena; sus dudas y escrúpu-
los iban disipándose, y ganaba terreno en su espíritu
la idea de consolar á la infeliz mujer, y servirle de
escudo contra aquellos demonios de Babeles.
Toda la mañana se pasó en estas cosas, y hasta el
mediodía no se decidió Guerra á dar el paso que don
Pito le indicaba; pero estando próxima la hora de co-
mer, acordaron despachar primero aquella importan-
te función de la vida. Satisfecho y regocijado estaba
el capitán de que su protector le convidara, y no poco
se alegró también de ello Palomeque, que, como hom-
bre ilustrado, gustaba', de oír narrar proezas y traba-
jos de navegantes. El buen canónigo se asustó cuan-
do Ángel dijo que saldría después de comer. «Hom-
bre de Dios, ¿sabe usted cómo están esos pisos? En la
122 B. PÉREZ GALDÓS
nevada de hace tres años, había qué bajar á gatas la
cuesta del Locum, y aun asi me resbalé, y por poco
me rompo el espinazo. No, lo que es á mi no me coge
la calle hasta que no haya blandura. No soy tampoco
de esos que en días de nieve salen á ver ¡el panora-
ma!... que suele ser un magnífico reuma, ó pulmonía
doble. Créanme, no hay en estos días panorama tan
bonito como el de una buena cama, á las nueve de la
noche. ¡Qué belleza, qué poesía la de las sábanas á
poco de meterse usted en ellas! Ea, señores, á yantar
se ha dicho.
Sentáronse á la mesa, y desde la sopa, lo mismo
Guerra que Palomeque pinchaban á D. Pito para que
se arrancase á contar las traídas de negros, cómo los
sacaba del África ardiente, cómo los alijaba en Cuba
pero el marino se resistía, con cierto pudor de huma-
nidad, pareciendo más aficionado al buen cabrito que
á la Historia. Por fin, con la persuasión de un soberbio
Jerez que D. Isidro tenía en su armario y que reser-
vaba para las grandes solemnidades, se desató la len-
gua del inválido, y á brochazo limpio refirió sus haza-
ñas, dándoles, aunque parezca mentira, una significa-
ción humanitaria.
— Mire usted — decía dirigiéndose á Palomeque, —
la cosa era sencilla. Arranchaba usted su goletica en
la Madera ó en Canarias, embarcando bastante agua
y víveres, y ¡listo! al Sur. Se proveía usted de pintu-
ra para desfigurarse... un día el casco negro con tro-
neras, otro día todo blanco, y con esto y cambiar algo
el aparejo, se les daba la castaña á los cruceros. Hala,
hala para el Sur cortando los alicios, con el viento
siempre en la aleta de babor; pasaba usted rascando á
ÁNGEL GUERRA 123
San Vicente; quince grados más allá, la línea, y lue-
go, mete para el golfo gobernando al Sudeste, demo-
rando afuera si ventaba Levante duro, siempre con
mucho quinqué en los cruceros ingleses, hasta que al
fin reconocía usted la costa y el sitio que se le desig-
naba, donde ya estaban los factores con el género tra-
tado y dispuesto para embarcar. Le avisaban á usted
desde tierra por medio de fogatas y otras señales con-
venidas. De noche se aproximaba usted, barajando
la costa, y de día mar afuera. Venía la noche, y us-
ted para dentro á meter otra partida, que se recogía
en lanchas, veinte ó treinta de cada barcada, bien
amarraditos para que no se le escapasen. Digan lo
que quieran, se les hacía un favor en sacarlos de allí^
porque los reyes aquellos, más brutos que todas las
cosas, les tenían ya por esclavos netos, y les hacían
mil herejías, sacándoles los ojos y arrancándoles á la-
tigazos las tiras de pellejo. ¡Poorecicos! De aquel
martirio les salvábamos nosotros, llevándolos á país
civilizado. Y que les tratábamos bien á bordo, sí se-
ñor... Pues se echaba usted á la mar con su carga-
mento bien estivado en la bodega, ciento cincuenta,
doscientas cabezas, unos chicarrones como castillos,^
bien trincados, se entiende, y si alguno enseñaba los
colmillos,' le daba usted un poquito áe jabón.., á con-
trapelo, y con este ten con ten, tan ricamente. Es
raza humilde... ¡Animalitos de Dios! yo les quería
mucho, y les daba de comer hasta que se hartaban.
Cuando el tufo de sus cuerpos on la bodega era de-
masiado pestífero, les subía usted de dos en dos so-
bre cubierta y les baldeaba... Y ellos tan agradeci-
dos... Y larga para la costa del Brasil en busca de los
124 B. PÉRBZ GALDÓS
Sares, ¡hala, hala! ciñendo el viento, siempre con el
ojo en el horizonte por si asomaba algún inglés. Podía
suceder que con todas las precauciones no pudiera
usted zafarse, y el crucero se le venía á usted enci-
ma. Cañonazo, pare usted y adiós mi dinero. El ofi-
cial entraba á bordo, y en cuanto ponía el pie sobre
cubierta, ¡puf! se tapaba la nariz. No necesitaba mi-
rar por las escotillas: el olfato denunciaba la estiva.
Y ya tenemos trocados los papeles: le ponían á usted
grillos y esposas, y me le soplaban allá donde Napo-
león dio las tres voces... y no le oyeron; y lo más
probable era que le ahorcaran á usted.
— ¿Y los pobrecitos negros?
— A los pobres morenitos les había caído la lotería,
pues en vez de ir á Cuba, donde estarían tan conten-
tos, les llevaban á las posesiones inglesas, y allí... les
vendían... Pues qué creía usted, ¿que les daban la li-
bertad y un huevecito pasado encima?
Don Tomé estaba horrorizado. De sobremesa obse-
quiaron al capitán con aguardiente, del cual cató
también D. Isidro en discreta cantidad para templar
el estómago. Mas no fué posible conseguir del autor
del Epitome que otro tanto hiciera, pues antes se de-
jara cortar el pescuezo que llevar á sus labios aquel
infernal líquido.
Dejaron á Palomeque instalado en su cuarto, junto
á un buen brasero, la lámpara encendida, y en la
mesa los libros, dibujos y papeles, y salieron cerca
ya del anochecer, tardando más de una hora en lle-
gar á la plaza. Las calles ofrecían á cada instante
tropiezos, estorbos y peligros: en algunos sitios, el
suelo cristalizado oblisrábales á realizar actos de
ÁNGEL GUERRA^ 125
arriesgada gimnasia, en otros tenían que ir de la
mano haciendo figuras como pareja de bailarines.
Hallábase Guerra bien preparado para el frío, con.
mucha lana de pies á cabeza, calzado recio; no así
don Pito, que llevaba botas veraniegas muy usadas
y con mil averias; menguado gabán que al mísero
cuerpo se ceñía, rasgando ojales y violentando bo-
tones, y el inseparable collarín de piel , de los de
quita y pon, en medio de cuyos erizados pelos ama-
rillos su cara de corcho ofrecía un aspecto de feroci-
dad felina que causaba miedo á los transeúntes. Por
fin llegaron, y D. Pito se adelantó para subir presu-
roso y dar á Dulce la buena noticia.
Por el ancho portalón pasó Guerra á la extensa
crujía, que más bien parecía patio cubierto, en el
cual eran descargados los caballos y muías antes de
pasar á las cuadras por un hueco que á mano derecha
se abría. Una de las puertas del fondo debía de ser de
la cocina, pues allí brillaba lambre, y de ella salían
humo y vapor de condimentos castellanos, la nacio-
nal olla, compañera de la raza en todo el curso de la
Histori», el patriótico aceite frito, que rechaza las
invasiones extranjeras. A la izquierda, una desvenci-
jada escalera, entre tabiques deslucidos, conducía á
las habitaciones de dormir. En el suelo, paja y restos
de granos, mezclados con la tierra, en la cual escar-
baban las gallinas; el techo festoneado de telarañas;
aquí y allí carros inclinados sobre las lanzas, y sero-
nes repletos unos sobre otros, ristras de ajos y cebo-
llas, aperos, cabezales y arneses.
Lo primero que se echó Ángel á la cara al entrar
en aquel recinto fué la respetable persona de D. Si-
126 B. PÉREZ GALDÓS
món Babel, que salía de la cocina, acompañado de un
sujeto de zamarra y gorra de pelo de conejo, con za-
patones y faja negra, el cual, no era otro que el due-
ño del establecimiento, vastago ilustre de la rama
primera de los Alencastres.
— Te repito, querido Blas — le decía D. Simón atu-
sándose los bigotes, — que no admito tu hospedaje, si
no me pones la cuenta. No hay parentesco que val-
ga. No están los tiempos para estas generosidades.
Cada uno mire por sí, á la inglesa, pues de otro
modo no hay libertad para...
VI
La presencia de Ángel le cortó la palabra, y dejan-
do al otro con la suya en la boca, se fué derecho hacia
el que había sido su yerao por detrás de la iglesia, y
con benevolencia y tiesura le dijo:
«Querido Ángel, ¡cuánto bueno por aquí...! Me ale-
gro de verle. ¿Y qué me dice usted de mi destino? Yo
no lo pretendí, pero tanto se empeñó el Ministro, que
no tuve más remedio que aceptarlo, sacrificando mis
ideas. Pero, ¡qué demonio! todos nos debemos al país,
y si los que conocemos bien el tinglado, abandonára-
mos la Administración, ¿qué sería de ella? El Direc-
tor me mandó venir sin pérdida de tiempo, porque
está la provincia muy descuidada. Me he traído un
auxiliar, que es de oro, y conoce perfectamente la
localidad por haber sido aquí delegado de policía. Ya
estamos con las manos en la masa. Amigo mío, no
hay más remedio que ser inflexible, y reventar al que
ÁNGEL GUERRA
127
no tenga los libros corrientes, porque si no, ¿á dónde
iríamos á parar? Yo le dije á D. Juan Francisco Cama-
cho cuando se hizo cargo del Ministerio por tercera
vez: «D. Juan Francisco, á recaudar, á recaudar á
todo trance, y triplicaremos las rentas...»
El posadero, oyendo estas fanfarronadas, parecía
orgulloso de su pariente, el cual comprendió al fin
que ni la ocasión ni el sitio eran apropiados á una
conferencia rentística, y dijo: «Pero le estoy entrete-
niendo, y usted querrá subir á ver á las... señoras.»
Á cada instante entraban arrieros con caballerías,
en cuyas cargas blanqueaban los toques de nieve, así
como en los sombreros redondos de los hombres, ves-
tidos de paño de color de oveja negra, algunos con
capa burda, que sacudían al entrar. Descargaban las
caballerías y las llevaban á darles pienso, y pateando
fuerte para entrar en calor, se iban á la cocina á ca-
lentarse. Tufo espeso de fritangas, humazo de leña
verde y de paja llenaban el edificio, y por todo él
oíanse las entonadas voces de los huéspedes, que á gri-
tos, como es costumbre en la gente aldeana, daban
cuenta del mal estado de los caminos. Subió Ángel,
y en el pasillo de puertas verdes numeradas, encon-
tró á Dulce que al encuentro le salía, y se abrazaron
con muestras de mutuo cariño, como si nada hubiera
pasado».
«Hijo mío, te esperaba, cree que te esperaba. No
podías tú dejar de venir, ni yo acostumbrarme á la
idea de que no vinieras».
Á Guerra le sorprendió la flaqueza cimbreante de
su antiguo amor, á quien veía como si hubiera me-
diado una ausencia de dos ó tres años. Llevóle Dulce
128 B. PÉREZ GALDÓS
á un aposento cuyo techo se cogía con las manos, y
cuyo piso de baldosín más bien parecía tejado, por la
inclinación. En el mezquino rectángulo de la tal pie-
za había dos camas jorobadas, con mantas rucias y sin
colcha, como las de los hospitales, un espejo guasón
que ponía en solfa las caras, torciéndoles los ojos y
llenándolas de ñemones, una percha manca, un barre-
ño con lañad uras, y dos ó tres baúles en representa-
ción de las sillas y sofás ausentes.
— ¡ Ay, hijo— prosiguió Dulce, — no puedes figurar-
te lo mal que estoy! Yo me habría ido á otra casa me-
jor; pero mamá se empeñó en venir aquí por estar al
lado de la familia. No puedo acostumbrarme á estos
cuartos horribles, á estos pisos que parecen la montaña
rusa, á este desamparo, á este frío. Luego, el ruido,
¡pero qué ruido, qué barullo toda la noche y todo el
santo día! No cesan de entrar y salir paletos con mu-
las y caballos, dando unas patadas... Á media noche
salen el coche de lUescas, el de Orgáz, y qué sé yo
qué... Todo se vuelve gritos, relinchos, coces... ¿Has
visto alguna vez cuartos más indecentes? No soy yo
para esto, acostumbrada á mi casita modesta, pero có-
moda y limpia.
Compadecido y lleno de piedad, Guerra le prome-
tió mejorarla de alojamiento, y cuidar de ella y de su
salud.
-Yo me avengo á todo — añadió Dulce con ternu-
ra, — con tal que me quieras. Contigo, viviría... aquí,
que es cuanto hay que decir.
En esto entró doña Catalina, con el mantón por la
cabeza, diciendo: «¿En dónde está ese picaro? ¡Ay,
Ángel, qué gusto verle! ¿Y qué tal? ¿Pero ha visto us-
ÁNGEL GUERRA VJ9
ted qué frío? Anoche creí que tíos helábamoí:, porque
como aquí no se estilan alfombras, ni chimeneas, ni
portieres... Con que cuénteme... Pero nosotras somos
las que tenemos que contar, porque al fin, gracias á
Dios, hemos mejorado de fortuna, y además me ba
caido una herencia. Ahora vamos bieo; pondremos
casa en Toledo; allá la quitamos; D. José Bailón se en-
cargó de mandarnos los muebles en pequeña veloci-
dad, y para entonces vendrá también Aristides. To-
maremos una casa baratita, porque aún estamos algo
atrasados, y aunque Simón gana, conviene economi-
zar y prepararse para otra tormenta que pueda venir
Mala cabeza es Simón; pero, descuide usted, que yo
le meteré en cintura. Trabajando se enderezan los
caracteres torcidos y no hay cosa más mala que la
holganza, porque vicia al sano, embrutece al agudo
y, como la polilla, va minando y destruyendo las
casas.»
Admirábase Guerra de ver á 4oÍ3a Catalina tan ra-
zonable, y bendijo el cambio de fortuna, que parecía
haber echado tapas y medias suelas á los cerebros de
toda la familia. En esto apareció de nuevo D. Simón
dando resoplidos y estirándose los bigotes en toda
su imponente largura.
— Ángel se quedará á cenar con nosotros — dijo. —
Esto no es un Lhardy, ni mucho menos; pero hay
voluntad. En nombre de los dueños de la ca.sa que
son gentes muy guapas, está usted convidado.
— Éste no cena aquí, papá. Cenad vosotros — dijo
Dulce, que deseaba quedarse sola con su antiguo y
para ella reconquistado amor.
Dando una prueba más de discreción, doña Catali-
:>.* PARTE 9
130 B. PÉUEZ GA.LDÓa
na se fué, llevándose al investigador del Timbre, á
quien su hermano llamaba desde abajo para cenar.
— Con que cuéntame. (Abrazándole otra vez.) ¿Te
has cansado ya de las tonterías esas de la santidad?
No creas que he perdido el tiempo. En dos días que
llevo aquí, he brujuleado, y por unas conocidas mías"
que son vecinas del padre Mancebo, sé que ese ca-
prichillo tuyo persiste en ser beata y no te hace
maldito caso. Más vale así.
Muy mal supieron á Guerra estas palabras, y re-
primiendo su enojo, contestó:
— Si quieres que seamos amigos, no nombres á esa
persona delante de mí, ni te ocupes de ella.
— Bueno; eso quiere decir, ó que el chasco ha sido
tremendo, ó que...
— Significa que esa persona es sagrada para mí, y
debe serlo para todos los que me aprecian. No tengo
que decirte más.
Dulce sofocaba su pena, jhaciendo presión fuerte,
sobre sí misma para no reñir. Largo rato charlaron,
Guerra con propósito de no herirla, ella hiriéndose
tontamente en los avances que daba para descubrir
lo que su amante no quería revelarle. Otra vez les
llamó á cenar doña Catalina, dando golpecitos en la
puerta, y para que no se interpretara mal encierro
tan á deshora, bajaron ambos y se sentaron á la mesa,
en un aposento próximo á la cocina y que más bien
parecía prolongación de ella. La mesa en que cena-
ban los Alencastres tenía privilegio de manteles,
loza menos tosca que los servicios ordinarios de la
casa, y en vez de jarros de vino, botellas y copas. En
la cocina comían los arrieros con villanesca algazara.
ÁNGEL GUERRA 131
atizándose tragos como puños, consumiendo en un
decir Jesús las calderadas de patatas, las sartenadas
de migas, y los cabritos asados con cabeza, que pare-
cian gatos. A Guerra le hacía muchísima gracia aque-
lla sociedad rancia y castiza, y veía cierta dignidad
quijotil en los enjutos tipos vestidos de paño pardo,
pantalón corto de trampa, sombrero de veludillo y me-
dias azules, otros de capote y gorra de piel. Las mu-
jeres con sus abigarrados refajos, la saya de estame-
ña negra y los moños de picaporte, no le resultaban
tan airosas como los hombres; pero el habla de todos
ellos era gallarda, noble en su elemental rudeza, bien
matizada de acentos é inflexiones robustas, y si no
enteramente limpia de algún feo barbarismo, de los
que suenan en las ciudades y repercuten en las al-
deas, retumbaba como párrafos de Mariana ó metros
de Jorge Manrique. Los manjares también eran de lo
español neto, el vino raspante y de sabor á pez, los
asados con ricos pebres olorosos y un picor que le-
vantaba en vilo, las fritangas sabrosísimas, de esas
cuyo dejo se agarra por tres ó cuatro días al pala-
dar. De la manera más ceremoniosa fueron presenta-
dos a Guerra por la rica-hembra de Alencastre los
dueños de la posada, aquel Blas panzudo, y Vicenta
su mujer, ambos cincuentones, personas sencillas y
corteses, de esa hidalguía de barro tosco que ya no
se encuentra más que en las zonas exclusivamente
populares de campo y ciudad, tipos emparentados con
los villanos de Lope y Tirso, y que i\.ngel creía per-
didos en el oleaje turbio de las generaciones. Lo mis-
mo Vicenta que Blas se desvivían por obsequiar al
caballero amigo de sus parientes, y creyendo que
132 ' B. PÉREZ GALDÓS
echaría de menos viandas exquisitas, mandaron abrir
una lata de pimientos morrones y otra de sardinas
en aceite, sacaron un vinillo blanco manchego, muy
parecido al Jerez, y por fin, hicieron traer de la pas-
telería más próxima una empanada de pescado. La
confianza y la alegría reinaron en la mesa hasta más
de las diez, hora de descanso en la posada. Algunos
arrieros roncaban ya como cerdos* tumbados sobre
mantas, entre vacíos serones ó sacos llenos de trigo;
las mujeres subían á los aposentos altos con las sayas
por la cabeza, comiéndose un chorizo y un pedazo de
pan. Retiráronse Babeles y Aleucastres á sus cámaras
respectivas, y D. Pito no se atrevió á salir á la calle
por miedo á perderse.
Guerra y Dulce metiéronse en el cuarto de ésta.
Sentimientos diversos, tales como la compasión, el
cariño refrescado por la memoria, la curiosidad, es-
labonándose y confundiéndose con accidentes cir-
canstanciales, como el efecto de una cena suculenta,
el intensísimo frío, que quitaba las ganas de salir á
la calle, motivaron que Ángel pasase toda la noche
en compañía de su jubilada esposa ilegal.
VII
No fué perezoso para retirarse á la mañana si-
guiente, dejando á Dulce triste y meditabunda, pues
la intimidad de aquella noche puso de manifiesto que
si el hombre llevaba consigo toda su galantería obse-
quiosa, el corazón se lo había dejado en otra parte .
Comprendió muy bien que los sentimientos de Ángel
ÁNGEL GUERRA 133
toGQaban iiaa dirección desconocida, y las cosas de
un orden míst'co y espiritual que en el correr de la
conversación dijera, marcaban diferencia enorme en-
tre el hombre actual y el de antaño. Para colmar el
mal humor de Dulce, descolgóse doña Catalina coa
una leccioncita de moral, que desentonaba horroro-
samente en los labios de la buena señora.
— Vamos á ver: ¿te parece á tí decoroso ese amarte-
lamiento con Ángel? ¿Qué me dices de tn poca apren-
si ón para retenerle aquí toda la noche? ¡Qué dirán los
primos, !ay! qué los horrados huéspedes de esta casa,
que le vieron salir no hace mucho rato! No te haces
cargo de nuestra posición, que ya va siendo un po-
quitín elevada, ni de las conveniencias sociales. Fi-
gúrate qué cara pondré yo cuando me digan... No lo
quiero pensar. Y otra: ya sabes que el primo Casiano,
que te vio el día de nuestra llegada, le dijo á tu papá
que le gustabas mucho. Me huele á matrimonio ¡Y
qué chico tan guapo! Da gusto verle. Volverá dentro
de dos días, y sería de muy mal efecto que á sus oídos
llegara un rum rum de que si eras ó no eras... El co-
razón me dice que Casiano va á salir con el hipo de
quererme por suegra. ¿Te parece que, en vísperas de
que te pique un pez tan gordo, es decente andar en
tratos con ese loquinario de Ángel, el cual es ya para
tí agua pasada, que no mueve molino? Cierto que si
él me pidiera tu blanca mano, no había que dudar;
pero como no ha de pedirla, fíjate en el otro, hija mía,
piensa en él, echas tus redes por ese lado, y considera
que es dueño de media provincia.
— jMedia provincia! Mamá, no empiece usted ya
con sus exageraciones.
134 B. PÉREZ GALBOS
— Ya iremos:, ya iremos á Bargas, y lo verás. Por
supuesto, que si tu primo nada en dinero, tú llevarás
en dote mi castillo.
— Mamá, no desbarre usted. ¡Qué castillo ni qué
niño muerto! Hoy está usted tocada. ¡Llamar castillo
á unos pedruzcos que se están cayendo, y que fueron
paredes de un caseretón para encerrar ganado!
Entra D. Simón, poniéndose el gabán, con guantes
de lana, soplado, insolente, rivalizando en altanería
con el shah de Persia.
— Mujer, déjate de castillos y de mamarrachadas.
¡Pégame este botón, rajo de Dios! ¡Mi ropa sin cepi-
llar! Luego se presenta uno hecho un tipo, y no le
guardan el debido respeto.
— Eh... poco apoco. ¿Qué lenguaje es ese? ¡Vaya!...
no puedo hacer de ti un caballero, y el tufo democrático
sale por entre tus maneras, como en este patio la peste
delascuadras. Dulce te pegaráel botón, sitienecon qué.
— Sois unas desastradas, ¡venablo! y con vosotras
no hay manera de ser decente. [Bando resoplidos.) Me
voy sin botón, y que se rían de mi... Á bien que como
somos señores de castillo y pateta, no importa que
uno salga á la calle hecho un pelagatos.
— Pues te digo que es castillo (remontándose y po-
niéndose como un pimiento)^ castillo y muy castillo,
mal que te pese á tí y á toda tu casta plebeya. Pre-
gúntaselo á Blas.
— Quita allá, tarasca. Se van á reir de nosotros
hasta las muías.
— ¿Es que no queréis que yo recobre mi posición
ni reclame mis derechos? ( <7(9?;¿/??m^¿<^«.) ¡Todos conju-
rados contra mí!
ÁNGEL GUERRA 135
— Mamá, mamá, por Dios — dijo Dulce queriendo
llevársela para adentro, pues la escena ocurría en el
pasillo alto de numeradas puertas. — Déjate ahora de
contarnos lo que es tuyo y lo que no es tuyo. Tiempo
habrá.
— ¡Todos contra mí!... lo de siempre. ¡Todos tirán-
dome al degüello, hasta mis hijos, hasta mi esposo, á
qrien hice persona, dándole mi mano! Que venga
Blas y diga si no es cierto que con hacer una solicitud
en papel de tres reales, tendrán que darme toda una
acera de la calle de la Plata. (Con desaforados gritos.)
¡Dios mío, Dios mío, qué familia esta! ¡Favor, socorro,
*[ue quieren deshonrarme y hacerme pasar por una
persona cualquiera, como si no estuviera ahí la capi-
lla de Reyes Nuevos, que con los letreros de sus se-
pulcros dice quién soyj como si^no estuvieran ahí las
tumbas de Santa Isabel; como si no estuvieran los ar-
chivos de la Catedral llenos de papelorios que lo can-
tan bien clarito, bien clarito!
Acudió el posadero, á quién D. Simón explicó mí-
micamente el caso con un ademán expresivo, lleván-
dose el dedo índice á la sien, como si quisiera tala-
drársela. Acercóse también Vicenta, afligidísima y
llena de compasión, y procuró calmarla, asintiendo
con la cabeza á los disparates que decía -
— Vengan acá todos — chillaba la noble dama, des-
compuesta, frenética, — y háganme justicia. Bien sa-
bes tú, Vicenta, y Blas también lo sabe, que sino hu-
biera sido por aquel peine de D. Duarte, sobrino del
Rey de Inglaterra, otro gallo nos cantara á los Aien-
castres. Pero se han propuesto hundirnos, y ¿qué ha
de hacer una más que clamar al cielo? ÍA don Simón,
136 tí. PÉREZ GALDOS
gue forcejeaba por meterla en el cuarto.) Quítate allá,
ralea büja, que me enYenenas con el vaho infecto de
tu democratismo. Pues que ¿te habrían dado ese des-
tinazo, SI el ministro no tuviera interés en compla-
cerme á mr? ¡No aprecias mi fidelidad, mi lealtad á
un nadie como tú! Pues sábete que he despreciado
partidos magníficos para faltarte, y que los montones
de oro que me han puesto delante para que consintie-
ra en un desliz, no se pueden contar. Ingrato, ¿te
mereces tú mi virtud? ¡Ah! pero vo he mirado siem-
pre que soy dama, y no puedo olvidar el honor de
una familia en que jamás hubo mácula, de una fami-
lia que por parte de mamá es de la propia Constanti-
nopla, y de aquellos Emperadores que p^ra todos los
usos domésticos, para todos absolutamente, tenían
vasos de oro macizo.
Asustados y perplejos, los posaderos no sabían qué
hacer. Por fin, uno tirando de este brazo, otro de
aquél, los demás echando mano á las caderas ó al co-
gote, consiguieron llevársela, sin que dejara de chi-
llar; y tendida en la cama, Dulce y Vicenta h despo-
jaron de su real túnica para darle friegas capaces de
desollar un buey. D. Simón, haciéndose él afectado,
decía: «Ea, ya le va pasando. Fuerte, raspadle fuerte...
así. Vamos, ya se calman esos demonios de nervios..
Y yo me voy á mis obligaciones, que es muy tarde.
Ya puedes comprender, Blas, lo que he sufrido .. Y
ahí donde la ves es un ángel, un ser purísimo, todo
bondad, paciencia y dulzura. Vaya, cuidármela bien.
Ahora, Vicenta, tráele una tacita de caldo. Ahur,
ahur.
El espasmo fué de los más fuertes, y para gozar de
ÁNGEL GUERRA. 137
la escena tragicómica subieron varios huéspedes de
la posada, formando un corrillo de paño pardo y re-
fajos verdes, en el cual se oían apreciaciones médi-
cas de las más originales. Hasta dos horas después del
arrechucho no estuvo doña Catalina enteramente so-
segada y en situación normal. No recordando nada
de lo que había dicho y hecho, reanudó con su hija,
en la forma natural, la conversación del primo Ca-
siano y de las esperanzas de una buena boda. Pero
como huye del agua fría el escaldado gato, se abstu •
vo con instintiva discreción de mentar herencias y
castillos, que fueron cabalmente los puntos en que su
juicio empezó á resbalar.
Dulcenombre había hecho prometer á Guerra la
repetición de la visita, amenazándole con salir ella
en su busca si no cumplía. Esperó la vuelta un día,
dos, y viendo que era la del humo, se dispuso á
echarse á la calle. El tiempo mejoró, lucía un sol
placentero, y las calles empezaron á secarse. Había
traído la Babel en su equipaje un buen vestido de
merino obscuro, su mantón fino de ocho puntas, bue-
nas botas ajustadas de caña alta, manguito, guantes,
velo. Se emperejiló bien, y en verdad que estaba
bastante mona, luciendo su figura delgada y esbelta,
porque el defecto del seno escaso se disimulaba con
el mantón y lo bien encorsetada y tiesa que iba. No
vaciló en poner en práctica sus planes de persecu-
ción. Ignórase cómo demonios averiguó las señas;
pero ello es que las sabía, y de mayores dificultades
triunfa una mujer celosa. Llegó á la casa de Teresa,
y ésta le dijo que D. Ángel había salido; volvió, y lo
mismo.
138 B. PÉREZ GALDÓS
—Por aquí tiene que pasar — pensó, apostándose
en la calle de la Puerta Llana. — Haré centinela hasta
media noche. Yo no me canso.
En una de aquellas vueltas, le vio atravesar por la
plaza del Ayuntamiento hacia la calle de San Mar-
cos. Encaminábase á la Judería por el Juego de Pe-
lota y el callejón y escalerilla de San Cristóbal, y
por cierto que su sorpresa no fué muy agradable al
sentirse detenido por un fuerte tirón en el embozo
de la capa. ¡Dulce! ¡Iba pensando en cosas tan lejanas
y tan distintas de ella!
— ¿A dónde vas?
— Tengo que hacer. ¿Qué buscas por aquí á estas
horas? ¿No temes el frío?
— Déjame á mí de frío. Si estoy abrasada. Iremos
juntos.
— No puede ser. [Con cariño^ que disimulaba sus te-
mores.) Iré á verte. Espérame en tu casa.
— ¿Esta noche?
— No. ¡Qué dirán! Mañana.
—¡Mañana! Esos mañanas tuyos ¿en qué Calenda-
rio están? Por de pronto, te acompaño ahora.
— Voy lejos.
— No importa. De más lejos vengo yo, que vengo
del tiempo en que me quisiste.
— No puedo entretenerme ahora á disputar conti-
go. Déjame; yo te ruego que me dejes. [Mity serio.)
No es ocasión de... Adiós.
— Que no te escapas. (Siguiéndole y agarrándose al
embozo.)
— Eres pesada.
— Más tú.
ÁNGEL GUERRA 139
— Pues no te escucho, {Incomodándose.) No te tole-
ro que me detengas en la calle.
— Porque me da la gana, porque tengo derecho.
— Vaya; déjame en paz. Adiós. [Alejándose rápida-
mente por íin callejón.)
— ^Pero no le valía, porque Dulce, intrépida y es-
curridiza, le cogía la delantera por el euredijo de ca-
llejones, y á la vuelta de una esquina se le presenta-
ba otra vez, diciéndole: «Que no te escapas, que no.»
— No te hago caso. Voy á^donde voy. Ve tú á don-
de quieras. [Apretando el paso ^ sin cuidarse de que le
siguiera ó no.)
Por fin Dulce, f?tigada y sin aliento, más que por
el ajetreo físico por la pena que la ahogaba, se detr.-
vo en mitad de las escaleras de San Cristóbal, y mi-
rándole bajar, se cuadró y le dijo con voz fuerte:
— Permita Dios que la encuentres muerta. No; es
poco. Permita Dios que te la pegue con un sotana.
VIII
Retiróse con el corazón oprimido, necesitando pre-
guntar á los transeúntes para desenredar la madeja
de calles hasta Zocodover. Su carácter sufrido y dul-
ce, aun en las mayores adversidades, impedíale albo-
rotar en medio de la calle, y tragándose su amargu-
ra y bebiéndose las lágrimas, llegó á la posada, y no
quiso tomar alimento.
Por la noche otro rebumbio, porque se pareció por
allí Fausto, que en compañía de su amigo el litógrafo
vivía, y pidió dinero á su padre y como éste no se
140 B. PÉREZ GaLDÓS
mostrara propicio á dárselo, embistió á su hermana,
sibedor de la visita nocturna de Ángel, j presumien-
do que éste habría provisto el portamonedas de su
amiga, en lo cual no se equivocaba. Pero aconteció
que Dulce tampoco quiso atender á las necesidades
del calculista lotérico, y de estas negativas resultó
un ruidoso tumulto. Doña Catalina, amagada de un
nuevo ataque, echó ia culpa de todo al tuno de don
Duarte, y los primos Blas y Vicenta tuvieron que in-
tervenir, cogiendo al matemático por un brazo y
plantándole en la puerta. Dulce no cesaba de llorar y
su tristeza y desesperación no habrían tenido fin, si
don Pito no hubiera tomado á su cargo el consolarla,
.sugiriéndole la feliz idea de ahogar las penas de en-
trambos en la sabrosa onda de un gin-cock-íail. A las
altas horas de la noche hicieron el ponche, si que na-
die se enterase, y Dulce se administró con fe aquel
bálsamo de consuelo y olvido.
Al siguiente día, repitióse la persecución, pero sin
resultado, pues en casa de Ángel dijéronle que éste
se había ido al Cigarral, lo que Dulce interpretó como
una fuga. Volvió á la posada con un peso sobre su co-
razón que no la dejaba respirar, y de manos á boca se
encontró con el primo Casiano, que en aquel momen-
to llegaba en el coche de Bargas. Saludóla con respe-
to, eücantado de la finura, donaire y buen ver de la
madrileña, y doña Catalina no cabía en su pellejo de
puro satisfecha, ilusionada por el espejismo de un
buen arreglo de familia. Era Casiano un hombrachón
apuesto, de treinta y cinco años, viudo sin hijos, pro-
pietario de tierras, traficante en ganado y semillas, y
empresario de transportes, pues suyos eran los coches
ANGÍEL GUERRA. 141
de Bargas y Cabanas; rico, para lo que son las rique-
zas de pueblo, sencillote y de un carácter rústica-
mente hidalgo, con más vehemencia que malicia;
agudo en las artes del comercio, romo en las del amor;
la cara torera, toda afeitada y muy española en sus
líneas y en el resplandor de los ojos; afable sin flo-
reos de lenguaje; tosco y de ley, respirando salud,
hombría de bien y limpieza de corazón. Vestía ele-
gantísimo traje de pann rayada negra, pantalón cor-
to, polainas de cuero, sombrero de velludo, óliviani-
11o de castor, según los casos, y para el viaje gorra de
piel, de plata los botones del chaleco, y del propio
metal la leontina del reloj, con cadenillas y gruesos
pasadores; nada de cuellos engomado?; el pescuezo al
aire, robusto, musculoso y tostado del sol; capa ordi-
naria de paño de Béjar, bien ribeteada y con embozos
de felpa obscura.
Minutos después de la llee^ada de Casiano, bajó del
coche de Cabanas un clérigo que debía de ser popular
en el mesón, pues lo mismo fué verle que acudir to-
dos á rodearle y hacerle mil agasajos con discorde vo-
cerío: ¡D. Juan, vivaa...! ya le tenemos aquí otra vez.
¿Qué tal?
El D. Juan (de apellido Casado) vestía balandrán
de aguadera, tornasolado por el constante servicio á
la intemperie, y llevaba la teja sujeta con una i:inta
debajo de la barba. Su paraguas habría cobijado cou
holgura una familia numerosa. Era hombre que lla-
maba la atención por su fealdad, y su cara parecía
obra de cincel, verdadera figura de aldabón ^aiIadH
inhábilmente en hierro por el modelo de sátiro gen-
til ó de diablillo de capitel plateresco. Pero aque' ho-
142 B. PÉREZ GALDÓS
rror de naturaleza se compensaba con un genio ale-
gre y un carácter bondadoso. Pasaba por hombre de
no común inteligencia, conocedor de la ciencia del
mundo, sin faltarle la de los libros. Había desempe-
ñado la coadyutoria de una ó dos parroquias de la
ciudad; pero últimamente heredero de magníficas tie-
rras en la Sagra, dedicaba parte de su tiempo á la
agricultura, y era clérigo mitad urbano, mitad cam-
pestre, siempre con un pie en el altar y otro en el es-
tribo. Con frecuencia iba y venía en los coches de Ca-
siano, de quien era muy amigo y también algo pa-
riente.
Contestaba á las bromas y cuchufletas con gran des-
envoltura, echando pestes contra la nieve y el mal
tiempo, y Blas le ofreció confortarle con unas magras
y un buen jarro de vino, lo que hubo de aceptar de
bonísima gana. Mientras él y Casiano almorzaban
como lobos, trabóse conversación entre el clérigo y
los Babeles, y de aquel pasajero contacto nacieron
otros, dando lugar por fin, como se verá después, á
una cordial amistad.
Casiano era el encanto de doña Catalina, que com-
prendió muy bien con materno instinto que su niña
le había caído en gracia á aquel espejo de los bar-
gueños, y empleaba mil artimañas para que de la
simpatía saltara el amor. Poníales frente á frente,
les enzarzaba en conversaciones fútiles, dejábales
solos algunos ratitos para volver presurosa, afectan-
do la cautela de una madre prudente, que no quiere
exponer á su hija á largas pláticas con hombre gua-
po. A Casiano le encarecía con grandes aspavientos
la bondad de Dulce, su aptitud para el gobierno de
ANQKL GUERRA 143
la casa, su talento, su honestidad, su repugnancia á
los noviazgos, y á ella le ponderaba lo majo que era
el primo, lo cumplido, generoso y decente, y por
cierto que no decía nada de más.
— Y á propósito, Casiano, ahora vas á sacarnos de
una duda. ¿Verdad que es castillo lo que heredé del
cura de Olías, mi tío segundo, D. Nicomedes de
Castro?
— Vaya... castillo es ¡potra! Perteneció, según di-
cen historias añejas, á los caballeros de Calatrava, y
vendido después como bienes nacionales, lo compró
el tío para encerrar ganaüo, y de allí sacaron muchos
cargos de piedra los contratistas del ferrocarril de
Malpartida. Tiene cuatro torres, de las cuales hay
dos con almenas, y las otras se han ido cayendo. Se
conserva el muro de Poniente con aspilleras, y unas
ventanejas como las de la Puerta del Sol, cosa polida,
que dicen es obra de los mismos mozárabes.
— ¿Lo ves, lo ves, tonta, incrédula"? — gritó doña
Catalina saltando de gozo. — ¿Ves cómo es castillo
por los cuatro costados? Veremos lo que dice ahora
Simón. Oye, Casiano: ¿y no podría restaurarse ese
magnífico monumento?
— Como resucitarse... si. x4.hí está el de Guadamur,
sacado de la sepultura. Pero habrá que ^tirar mi-
llones.
— Quita, hombre, no se necesita tanto. Con aho-
rrar un poco... Iremos á verlo, cuando nos establez-
camos. Nos llevarás en el coche de Cabanas hasta
Olías; luego iremos á Bargas en tus muías, y nos da-
rás alojamiento en tu casa, que fué la mía, ¡ay! la
casa en que nací y me crié, donde todo era abundan-
144 B. PÉREZ GALDÓS
cia; ¡qué tiempos! Cada vez que me acuerdo del sin
fin de gallinas que allí había, de las echaduras de
pollos, de los dos cerdos que criábamos, tan gordos,
tan lucios que no podían con las carnes, de los corde-
ritos, del horno de pan, de las eras y de aquellas vi-
ñas, que daban un vino como el néctar de los ánge-
les, se me parte el corazón. Y todo eso es tuyo, Ca-
siano, y además tienes lo* de tu difunta mujer, que
es lo de los Tristanes, y la huerta de junto á la Kec-
loral, y el molino de abajo y qué sé yo. Me alegro
mucho de que todo te pertenezca, porque te lo mere-
ces, y ya que yo, por las vueltas del mundo, me que-
dé in alHs, al menos tengo el consuelo de verlo en
esas m inos, donde mil años dure.
Poco ó ningún caso hacía Dulcenombre de esta
conversación. El instinto de hacerse agradable,
obrando en ella como en toda mujer, mantúvola
frente á Casiano en actitud cortés, afectuosa, como
de pariente á pariente. Comprendía que el guapo
bargueño era un alma de Dios, y le tenía cierta lás-
tima por el error en que estaba con respecto á ella;
pero sus sentimientos no pasaban de aquí, y si el pri-
mo no le repugnaba, tampoco había despertado el
menor interés en su corazón. Verdad que era aún
muy pronto, como decía la de Alencastre, y debía
esperarse á que las ricas uvas maduraran.
A Casiano no le faltaban ocupaciones, perqué tenía
que entregar una remesa de trigo, hacer varias com-
pras, tomarle las cuentas á dos ó tres carromateros,
dependientes suyos; pero todo lo apresuraba ó lo di-
fería por subir á platicar con Dulce y su empingoro-
tada mamá, que parecía otra por lo cuerda y sesuda.
ÁNGEL GUERRA. 145
Diirante las comidas y cena?, Don Simón se daba
con el primo un lustre fenomenal, refiriéndole mil
secretos pormenores de su amistad con ministros y
personajes, brindando protección á toda la provincia,
y preguntando por el estado de las cosechas y de la
recaudación, como si tuviera la Hacienda española
metida en los bolsillos. En cambio, D. Pito estaba
más aburrido y descorazonado que nunca, presa de
una nostalgia negra, que le envolvía el alma como
niebla espesísima, cerrándole los horizontes. Contra-
riábale no encontrar á Guerra en su casa, pues éste
le fomentaba el vicio, convidándole á todas las copas
que quisiera; y enojado de aquella ausencia, se caca-
ba con los Cigarral 3s y con el perro judío que los in-
ventó.
Una noche, cuando se retiraron los Babeles y Ca-
siano á descansar, D. Pito subió con Dulce al cuarto
de ésta, y como la notara triste y suspirona, hizole
el dúo, lamentándose de su suerte, renegando de la
vida, y llegando hasta la hipérbole pesimista de que-
rer tirarse al Tajo, idea que la joven oyó expresar sin
alarma, pues también en su cabeza chispeaban ideas
semejantes. Sin saber lo que hacía, D. Pito le habló
de Ángel con calorosos encarecimientos, ponderando
sa compasiva bondad y su tolerancia sin límites.
Después habló pestes del primo bargueño, diciendo
que era un salvaje que olía á cuadra, y que parecía
figurón de comedia. Las murrias de Du^ce se acrecie-
ron con estas cosas, y toda la nostalgia y cerrazón de
su tío se le comunicaron. El no podía vivir sin verla
mar salada, la otra sin ver el cielo del amor. Ambos
gemían bajo el peso de una gran atíicción, y no se
2.» PARTE . 10
146 B. PÉREZ GALDÓS
sabe á qué extremos habrían llegado, si á D. Pito no
se le ocurriera prescribir nuevamente ia eficaz pana-
cea del olvido. Felizmente, Dulce tenía dinero: las
proposiciones del viejo pareciéronle aceptables, y se
encariñó grandemente con la idea de olvidar. Diez
minutos tardó el capitán en traer de la tienda el es-
pecífico, que no era otro que coññc /ine champagne de
las tres estrellas, y aunque á Dulce le parecía dema-
siado picón, ayudó á su tío á consumirlo, enfilándo-
se algunos tragos, mientras él se atizaba copas en-
teras.
Á eso de las diez, la pobre Babel rompió á reír á
carcajadas, y doña Catalina, que tabique por medio
dormía, se alarmó y fué corriendo en su auxilio, te-
miendo que se hubiese vuelto loca. No acertó á com-
prender lo que aquello significaba; pero los restos del
¿rebaje y el ver á D. Pito hecho un talego á los pies
del camastro, fueron luz de su ignorancia. Nada res-
pondió Dulce á las exhortaciones de la ilustre señora,
porque después de las carcajadas cayó en un sopor
profundísimo, del cual no salía ni aunque le aplicaran
carbones encendidos. Mala noche pasó la de Alen:as-
tre, y su gran apuro fué por la mañana, pues conti-
nuando la niña en el mismo estado de trastorno, ha-
bía peligro de que el primo se enterase. ¡Ay, Dios
mío, sólo pensarlo era para volverse loca! Por fin, allá
pudo tapar el fregado aquel con cuatro mentiras muy
bien hilvanadas. Su hijita se había atufado, porque el
demonio del marino metió en el cuarto un brasero sin
pasar... y naturalmente... ¡No era mal brasero...! A
don Simón dio cuenta la noble dama de lo que había
visto y olido, conviniendo ambos en que el causante
▲NGEL QUERRÁ 147
de tales horrores era D. Pito, y haciendo propósito de
despedirle de su compañia para que no volviera á
magnetizar á la pobre muchacha inocente.
Los primos Blas y Vicenta, aunque no decían nada,
íbanse cansando de la pesada carga babélica que se
habían echado encima, y aunque vagamente, daban
á entender que les sería grato soltarla. «Estamos abu-
sando de la bondad de esta pobre gente — decía Simón
á su esposa, — y es preciso que nos larguemos pronto
de aquí. Si no quieren cobrarnos, habrá que hacerles
un re^ralito, por ejemplo, un corte de pantalón á Blas,
y á Vicenta un pañuelo, peineta ó cualquier chu-
chería.
— Quita, hombre. Cuando nos retratemos, se les
darán nuestras fotografías con dedicatoria. No esta-
mos ahora para obsequiar con nada que cueste dinero.
Y en último caso, espera á que te regalen a ti, pues
los tenderos algo te han de dar porque no les marees.
Milagro es que no haya empezado ya el jubileo de la
caja de pasas, el barrí lito de aceitunas ó la media do-
cena de botellas de Jerez. Y los de telas tampoco han
de ser tan puercos que dejen de mandarme algún tra-
pillo de moda, pues tú no has de echarles multas, ni
apurarles, ni...
Por fin, con ayuda de D. Juan Casado, que gallar-
damente se puso á sus órdenes, encontraron los Babe-
les casa de su gusto y por poco precio, allá en la su-
bida del Alcázar, y llegados de Madrid los muebles
juntamente con Arístides, se instalaron, dejando el
bullicio y estrechez de la posada de la Sillería, con no
poco gusto de los dueños de ella y de sus habituales
parroquianos. Doña Catalina y su maride -ecelosos
148 B. PÉREZ SALDOS
de la influencia de D. Pito sobre Dulce, y temiendo
que ésta incurriera en nuevas fragilidades si el inco-
rregible borrachín no se marchaba con sus botellas á
otra parte, acordaron no admitirle en la nueva casa;
más no era cosa de dejarle en medio del arroyo. El
desvanecido inspector propuso expedirle para Madrid
en gran velocidad y con billete de tercera (por no
haberlo de cuarta). «Lo hacemos por tu bien, querido
Pito — dijole su cuñada. — Aquí estás aburrido. Tole-
do no te peta. En Madrid tienes más distracción, más
campo donde pasearte, y además tienes á tu hijo Na-
turaleza, que se ha colocado á la parte en la confitería
de Andana, y según me ha dicho Arístides, está ga-
nando montones de dinero».
— Sí, mejor estás allí — agregó su hermano, — por-
que Madrid parece puerto de mar por su animacióu,
y aquel ir y venir de carros, y las mangas de riego...
Luego los establecimientos de bebida son magnífi-
cos... no como aquí, que parecen mazmorras... Con
que márchate, y dale memorias á Naturaleza y al
amigo Bailón, y siempre que quieras, ya sabes donde
estamos.
Cogió el dinero D. Pito, sin comentar con frase ni
palabra ni monosílabo aquella cruel despedida, y sa-
lió con toda la arrogancia que su cojera le permitía,
encaminándose á Zocodover para tomar allí el coche
que baja á la estación. Mas no queriendo emprender
viaje tan fastidioso en tiempo frío y con cariz de
nieve, buscó en el dédalo de las calles toledanas algún
rinconcito donde proveerse de combustible para las
tres horas mortales desde Toledo á Madrid.
ÁNGEL GUERRA. 149
IV
PLUS ULTRA
I
En efecto, Guerra quiso aislarse, y nada mejor que
el cigarral de Guadalupe, de su propiedad. D. Suero
j su señora se quedaron viendo visiones cuando el
madrileño, comiendo -con ellos una tarde, les dijo
que se iba de campo, y que las fiestas de Navidad las
pasaría de la otra parte del puente de San Martín.
¡Qué extravagante misantropía! ¡Meterse en un ci-
garral por Noche Buena, en tiempo tan crudo, y
cuando la cristiandad toda tiende á reconcentrarse en
las poblaciones y en la vida de familia! «Pero, Án-
gel, tú no tienes la cabeza buena — observó doña Ma-
yor.— Bien dice Pintado que los tornillos que él te
apretó se te han vuelto á aflojar. Déjalo para después
de Pascuas, y comerás el pavo con nosotros».
No lograron convencerle con estas ni con otras ra-
zones. Conviene advertir que, á poco de residir Án-
gel en Toledo, dieron sus tíos en pensar cuan conve-
niente sería para la casa de Suárez que el madrileñi-
to aquel, viudo sin hijos, rico y en buena edad, pi-
case en el anzuelo de María Fernanda. Forjáronse
marido y mujer la ilusión de que así sería; pero la
realidad no tardó en desvanecerla. El primo no pica-
ba, ni siquiera como suelen hacerlo los peces listos,
es decir, mordiendo el cebo y largándose sin engan-
150 B. PÉREZ GALDÓS
char. Para mayor contrariedad, picaba ferozmente
un cadete, con gusto de la niña, y Ángel dio en au-
xiliarle,, estableciéndose entre los tres una confabu-
lación que acabó de dar al traste con el plan de don
Suero, tan ajustaao á las conveniencias de la familia
j á la armonia universal. Era el cadete de buena cas-
ta, simpático chico, y en otras circunstancias no le
iiabrían visto los señores de Suárez con malos ojos;
pero en aquel caso les desagradó sobremanera la pro-
tección que la niña dispensaba al militarismo. ¡Cuán-
to mejor .que se aplicase á pescar aquel gordo peje,
de saneada fortuna, buen hombre á pesar de sus an-
tecedentes revolucionarios y masónicos, que los Suá-
rez de Monegro, gente ilustrada, perdonaban de todo
corazón, mayormente al notar en el individuo mar-
cadas inclinaciones en sentido contrario!
Pero Dios no queria que las co^as se arreglaran á
gusto de D. Suero y de su esposa. La vida es asi, con-
tradición, y todo del revés. ¿Quiere usted higos? pues
le salen brevas. En tanto, Ángel protegia descarada-
mente al aspirante á genera), y de acuerdo con Ma-
ría Fernanda, echó memoriales á doña Mayor para
que le permitiese entrar en la casa. ¡Que si quieres!
La señora dijo pestes del Ejército, y aseguró que más
valiera quitar de Toledo la dichosa Academia, que no
traía más que disgustos á todas las familias. No ha-
bía casa en que las señoritas no anduvieran medio
trastornadas; y por lo que hace á Jos alumnos, ni
ellos estudiaban ni ese era el camino. Todo el santo
día en aouel Miradero y en aquel Zocodover, alboro-
tando é inventando diabluras.
Don Suero no tronaba contra la Academia; pero en
ÁNGEL GUERRA lól
SU interno sajo se condolía de la pernicioi"a iügeren-
cia del militarismo en la historia patria. Y cada yez
que Ángel dejaba traslucir en la conversación el
cambio iniciado en sus ideas, ya ponderando la belle-
za del simbolismo católico, ya poniendo en las nubes
las órdenes religiosas, el buen D. Suero, á quien se
suponía instrumento de los jesuitas, lamentaba de^
boca para adentro que tal yerno se le escapase. ¡Qué
lástima! ¡Un convertido, un hombre que decía linde-
zas elocuentes de San Francisco y de San Ignacio
con la misma boca con que había predicado la liber-
tad de cultos y otras herejías! Por supuesto, de todo
tenia la culpa la tontuela de María Fernanda, que,
en más de una ocasión, cuando Guerra expresaba
con sincero entusiasmo sus recientes aficiones, le to-
mada el pelo por cursi y anticuado, echándoselas de
librepensadora, como si ello fuera también cosa pres-
crita en los figurines, y perteneciese al variable rei-
no de las modas.
Por todo esto veía D. Suero con desagrado la cre-
ciente misantropía de su pariente, su prurito de aislar-
se, y, como buen sabueso de la vida, olfateaba que
aquello terminaría quizás en trastornarse rematada-
mente con la religiÓD, y meterse en cualquiera or-
den monástica, la cual tendría buen cuidado de que,
al entrar el individuo, fueran los santos cuartos por
delante. En fin, que ni D. Suero habiéndole de los
deberes sociales, ni doña Mayor describiéndole los
horrores del frío en el campo, pudieron disuadirle de
su tema, y al cigarral se fué por el 22 ó 23 de Di-
ciembre, avisando antes al guarda de la finca para
que preparase alojamiento.
152 B. PÉREZ GALDÓS
¡Qué hermosura, qué paz, qué sosiego en el campo
aquel pedregoso y lleno de aromas mil! Después de
la nevada, vinieron días espléndidos, con aire leve
del Nordeste; helaba de noche; pero por el día un sol
bienhechor calentaba la tierra y todo lo que cogía
por delante. Los árboles, fuera de los olivos y cipre-
ses, no tenían hoja; pero crecían allí mil matas de un
verde obscuro y ceniciento, y entre ellas, las rocss
graníticas brillaban con los cristalillos de la helada,
cual si hubieran recibido una mano de sal ó de azú-
car. El olivo sombrío alterna en aquellas modesta*
heredades con el albaricoquero, que en Marzo se cu-
bre de flores, y en Mayo ó Junio se carga de dulce
fruta, como la miel. La vegetación es melancólica y
sin frondosidad; el terruño apretado y seco; entre las
rocas nacen manantiales de cristalinas aguas.
El cigarral de Monegro ó de Guadalupe no era de
los más próximos al puente de San Martín, ni de los
más lejanos. Llegábase á él en veinte ó treinta mi-
nutos, desde el puente, por el camino viejo de Polán,
dejándolo después á la derecha para seguir la vere'da
del arroyo de la Cabeza. Sus dimensiones no llega-
rían á siete fanegadas, con buena cerca de piedra y
tapiales de tierra en algunos trechos, casi todo el te-
rreno dedicado á la granjeria propiamente cigarra-
lesea, olivos pocos, albaricoques y almendros en gran
número. Pero ai Sur de Guadalupe extendíase otra
propiedad de los Guerras adquirida por el padre de
Ángel, la cual era un trozo de monte que en un
tiempo .perteneció con otras fincas al monasterio de
la Sisla. Su cabida era como de seis veces la del ci-
garral, y no lindaba inmediatamente con éste, exten-
ÁNGEL GUERRA 153
diéndose entre ambos predios una faja de terreno del
procomún. Llamábase la Degollada, y sus productos
habían sido escasos ó nulos hasta entonces. El terre-
no era de los más ásperos, salpicado de ingentes y
peladas rocas; sin árboles, pero con espesísimo mato-
rral de cantueso, tomillo y cornicabra; sin ninguna
habitación humana, como no fuera algún improvi-
sado albergue de pastores, entre los escuetos mogo-
tes de ruinas que en algunos sitios se alzaban carco-
midos, restos ^quizás de cabanas del tiempo de los Je-
rónimos, ó tal vez (Palomeque lo podría decir) del
tiempo del amigo Túbal. La impresión de sol<?dad ó
desierto eremitano habría sido completa en la Dego-
llada, si no se divisaran por una parte y otra case-
ríos más ó menos remotos, las dispersas viviendas de
los Cigarrales, los santuarios de la Guía y la Virgen
deí Valle, los restos de la Sisla, y desde alguros pun-
tos altos, las torres y cúpulas toledanas. Entre los lí-
mites de la Degollada y Guadalupe no había por la
parte más próxima cinco minutos de camino.
La casa de Guadalupe era como de labor, con pre-
tensiones sumamente modestas de quinta de recreo,"
' destartalada, por fuera pintada de armazairón imi-
tando ladrillo, por dentro con desiguales crugías y
no muy nivelados pisos de tierra y empedradillo en
la planta inferior; su correspondiente almazar; un co-
cinón disforme con chimenea de campana. Sólo ha-
bía dos habitaciones vivideras en el piso superior,
con rodapié y zócalo de azulejos de diferentes colo-
rines y dibujos, como traídos en montón de cual-
quier derribo, y de azulejos estaban guarnecidas
también las impostas de las ventanas. En dichos apo-
154 B. PÉREZ GALDÓS
sentos instalóse el amo, para quien se preparó un ca-
mastrón de madera con columnas, en el cual debió
de echar la siesta Mauregato, cuando menos. Los col-
chones j servicio de cama y mesa lleváronse de To-
ledo. Como á treinta pasos de la casa veíanse restos
de una capilla, en cuyas derruidas paredes se apoya-
ban los cubiles de dos cerdos que por el día se pasea-
ban de monte en monte, y la choza de las cabras, y
el tenderete de las gallinas, quedando lo demás para
depósito de estiércol. Más allá de la gapilla, exten-
díase un plantío de albaricoqueros, limitado al Sur
por torcida pared que terminaba en un castillete de
muy extraña forma. En la parte inferior de éste ha-
bía un horno de cocer pan, que desde tiempo inme-
morial no se usaba, y en su boca negra y telarañosa
se veía siempre un gato blanco acurrucado. La parte
superior de aquel armatoste era palomar, donde más
de doscientos pares tenían su vivienda y sus nidos.
Arrimados á la pared crecían tres cipreses magnífi-
cos, patriarcales, de sombrío ramaje y afilada cima.
¡Cuan grato pareció á Guerra el sitio, y qué dul-
zura sabrosa en la vida campestre! No había más so-
ciedad que la del cigarralero anciano y su nuera,
con la añadidura del pastor que llevaba las cabras al
monte y recogía los de la vista baja. Hasta las comi-
das encantaban á Ángel, pues la cigarralera le hacía
unas migas de sartén, con las cuales no había asce-
tismo posible. Las tales migas, y el lomo adobado, y
la olla castellana, y algún salmorejo, hacían del ci-
garral la más deliciosa de las Tebaidas. De bebida no
había más que agua clara y fresca. La cocina era
también comedor, y Ángel veía guisar lo que le po-
ÁNGEL GUERRA 155
nían en el plato; pero este rudimentario servicio no
le repugnaba, antes bien despertábale más las ganas
de comer. ¡Cosa rara! Fué á Guadalupe sin ningún
apetito, y allí devoraba, por lo que dio gracias á
Dios y á Jusepa, que había sido ama de dos canóni-
gos (es decir, primero de un canónigo y después de
otro), y guisaba muy bien.
A semejante vida del yermo, ya nos podríamos
abonan todos, y si se dieran facilidades para empren-
der tales penitencias, el mundo estaría lleno de ana-
coretas tan convencidos como lo era Guerra por aque-
llos días. La mayor delicia de Guadalupe era que por
allí no parecía nadie, ni había peligro de tropezarse
con D. Suero ni con Pintado, ni con ningún Babel
masculino ni femenino. No llevó allí Ángel papeles
ni libros., ni había notado la falta de las letras de
molde. Pasaba la mayor parte ael día paseándose, ga-
rrote en mano, del albaricoquero al olivo, y del oli-
vo al ciprés, y de esta peña á la otra peña, y de Gua-
dalupe á la Degollada, contemplando el movido pai-
saje que por todas partes le circuia, y la silueta den-
tellada de la ciudad, un sin fin de torres presididas
por la incomparable de la Catedral.
La imagen de Leré no le abandonó un instante, y
con ella eslabonaba la idea y el ansia del más alláy
huyendo, para poder orientarse en tal dirección, de
la garrulería y tráfago del mundo. Vivir para la
verdad y sólo para la verdad, imitar a Leré y seguir-
la aunque de lejos, eran su deseo y su ilusión. Mas
para que la semejanza con su modelo resultara per-
fecta, la vida nueva no debía concretarse sólo á la
contemplación, sino propender también á fines posi-
i 56 B. PÉREZ G ALDOS
tivos, socorriendo la miseria humana y practicando
las obras de misericordia. Ved aqui la dificultad, y lo
que ponia en gran confusión á Guerra: compaginar
el aislamiento con la beneficencia, y ser al propio
tiempo amparador de la humanidad y solitario hués-
ped de aquellos peñascales. Mientras la mente de Án-
gel no diese de sí la clave de tal problema, la idea de
fundar algo era una nebulosa, imagen incierta que
se borraba cuandi el solitario quería precisar sus va-
gos contornos.
Y con la imagen de Leré juntábase casi siempre la
de la angelical Cíón. No será exacto decir que Gue-
rra tenía visiones, ni que se le aparecían almas del
otro mundo y de éste á engañar sus sentidos; era que
por las noches, á veces al caer de la tarde, cuando la
sombra fría empezaba á tenderse sobre el cigarral, se
figuraba ver á la chiquilla y su maestra, destacándo-
se del verde fúnebre de los cipreses, cogidas las ma-
nos, andando hacia él con vestiduras flotantes, las
cabezas rodeadas del círculo de oro, distintivo de los
bienaventurados. Medio dormido, ó quizás dormido
de veras, creía tener á su lado á la niña, contándole
alguno de los graciosos embustes que tan bien hila-
ba. Pero DO podía recordar luego qué mentira era, y
sólo quedaba en su cerebro la vaga sospecha de que
la mentira podía muy bien ser verdad de las más ele-
mentales.
Ratos entretenidos pasaba Ángel conversando con
el cigarralero, hombre tan sencillo como bruto. Fué
soldado en su mocedad y asistió á multitud de accio-
nes de la primera guerra civil. Conocía personalmen-
te á Espartero, á Serrano y á los Conchas; pero hacía
ÁNGEL GUERRA Í57
lo menos cuarenta anos que los había perdido de vis-
ta. Nunca debió de poseer aquel bendito el don de
apreciar con exactitud el paso del tiempo, porque
hablaba de las cosas del año 38 como si hubieran su-
cedido la semana pasada, y apenas tenía vagas nocio-
nes del reinado de Isabel II y del de D. Alfonso. Me-
jor sabia el paso de Luchana y la acción de Guarda-
mino, qae la revolución del 68 y otros acontecimien-
tos que ningún eco tuvieron en su espíritu. Llamá-
banle Cornejo, y era hombre guapo, de lozana vejez,
tipo militar y granadero de antiguo cuño. Tenía un
hijo en presidio por cuchilladas allá en el paso de Yé-
benes, y la mujer aquella que guisaba era su nuera y
al propio tiecnpo su sobrina, criada en la domestici-
dad de canónigos, más fea que el hambre, de pocas
palabras y buenas manos para adobar lechones y ha-
cer morcillas. También era de la familia Cornejil,
aunque por vínculo lejano, el rústico pastor, con
quien Guerra no trabó relaciones sino bastantes días
después de hallarse en Guadalupe.
Nadie le visitaba allí, pues si bien Palomeque le
había prometido hacerlo, no se atrevía á tan larga
caminata en tiempo frío. Una tai de de Navidad le
mandó á Ildefonso con un regalito de mazapanes de
San Clemente y una carta que, entre otras cosas, con
castiza y limpia letra de Torio, decía: «Me resolveré
á pasar la puente cuando el tiempo abonance, pues
aspiro á que el nicho de Santa Leocadia espere vacío
mis honrados huesos por unos cuantos añitos más. No
están mis doce lustros para hacer piruetas sobre los
aUquidos cristales, que dijo el amigo Rabadán.. . ¡Vive
Dios, qué gusto me daría de acompañarle! Pero ello,
158 B. PÉREZ GALDÓS
si no es en Piscis será en Géminis, mi gallardo ami-
go, y para entonces, si usted me permite esgrimir el
picachón en su añacea ó quinta de Guadalupe, espe-
ro aclarar un punto obscuro de la historia patria.
Porque tengo para mi que los restos de capilla qae
en ese ameno cigarral existen, son la propia y autén-
tica fundación del canónigo D. Jerónimo de Miran-
da, el cual la inauguró y bendijo el 11 de Junio
de 1612, dedicándola á San Julián, y creo que nues-
tro doctor Pisa, peritísimo historiador de Toledo y
diligente anticuario, claudicó al asentar que la tal
fundación es el santuario de Nuestra Señora de la
Bastida». Y por aquí seguía.
A Guerra no le interesaba gran cosa que el grave
punto se dilucidara, ni tenía malditas ganas de ver
por allí al erudito prebendado con su picachón y su ar-
queología; pero agradeció el obsequio y recibió mu-
cho gusto de^ la visita de Ildefonso, á quien retuvo
allí todo el día, después de preguntarle con grandí-
simo interés por la familia, y de oírle sus prolijas re-
ferencias. De la alegría del travieso chico, al verse en
pleno y libre campo, participaba el dueño del ciga-
rral, que era feliz viéndole saltar y correr, tirando
piedras á los lagartos, discurriendo mil ingenios
mortíferos para apoderarse de los gorriones, á los
cuales igualaba en ligereza y prontitud. No le con-
sentía Guerra que mortificase á los animales, y pro-
curaba imbuirle el culto de la Naturaleza, enseñán-
dole á gozarla sin destruir nada de lo que en ella
existe. Cada vez que Ildefonso veía saltar un conejo
entre las matas del monte, brincaba como un saltim-
banquis, y si hubiera tenido allí cien ametralladoras,
ÁNGEL GUERRA 159
habríalas disparado á un tiempo contra el pobre ani-
mal. Corría tras de las cabras, queriendo trepar como
ellas; á los cerdos les hizo andar á un paso más vivo
del que acostumbran, y las gallinas no tuvieron paz
mientras el inquieto monago estuvo allí. Hizo provi-
sión de varas para apalear troncos, piedras, y en úl-
timo caso á sí propio, y la burra en que Cornejo iba á
la ciudad pasó la pena negra aquella tarde, porque el
chiquillo se montó en ella y la hizo dar tantas vueltas,
que al pobre animal le faltó poco para pedir la palabra,
como la de Balaán. Por fin, después de darle merien-
da, Gue:ra le despidió, invitándole á volver otro riía.
Fué acompañándole hasta más allá de la finca, y
largo rato siguió con la vista sus cabriolas y brincos
por la cuesta abajo. En esto observó que por la mis-
ma empinada pendiente subía un hombre cansado y
viejo, el cual cojeaba y á cada instante se detenía
para tomar aliento. Aguardó á que subiera más para
reconocerle, y... ¡oh iorpresa! era D. Pito en persona.
II
Lo mismo fué verle el capitán que reanimarse, y
de su alegría sacó fuerzas para vencer lo que le resta-
ba de la cuesta. Al llegar junto á su amigo, dejóse
caer en un peñón, y poco menos que llorando, dijo;
«D. Ángel, yo creí que no llegaba. Vengo á que us-
ted me recoja. ¿No me dijo que me recogería? Aquí
me tiene medio muerto de cansancio, de hambre, de
frío, de sed. Ya estaba decidido, decididísimo, señor don
Ángel, á echarme de-re-Tiojo en el Tajo... cuando me
160 B. PÉREZ GALDÓS
acordé de usted, y dije, «merecojerá, tendrá lástima
de este veterano de la mar». Porque ha de saber us-
ted que me echaron, me despidieron, me despacharon
para Madrid, consignado á Naturaleza^ y yo me fui,
dig-o, no me fui, me quedé. ¡Qué nochecita! Un vien-
to entablado del Norte que le helaba á usted las in-
tenciones... Total, que en preparar el estómago para
el viaje se me pasó el tiempo; el tren dio avante toda,
y yo me quedé; y en arrancharme se me h-^n pasado
tres dias. vira para aquí, vira para allá, barajándolas
calles, y tomando nota de los establecimientos. ¿Qué
había de hacer? No puede uno remediarlo. Cátalo
aquí, cátalo allá, se me acabó el dinero que me die-
ron para el viaje; pero como mi dignidad de capitán
de derrota me prohibía humillarme, no quise volver
de arribada á casa de Simón, y... lo que digo, tres d"ias
y tres noches sin ver catre ni comida caliente, es á
saber, de la que se hace con fuego natural. Descabe-
zaba un sueñecico por la mañana en los conventos de
monjas; por la noche otro sueñecico en los bancos de
cualquier plazuela. Hasta que dije: «Ya no más. Que
me tiro al agua, que me- tiro... Á la una, á las dos...»
Pero ¿qué resulta, Garando? que cuando uno se quie-
re tirar se queda quieto, porque no sabe lo que hay
á sotavento. Total, que preguntando me he venido á
este tabacal, donde usted hará conmigo lo que guste.
¿Me recoge? Pues aquí me quedo. ¿No me recoge?
Pues me tiro, y ahí te quedas, mundo amargo.
— Ya lo creo; sí, le recojo á usted — dijo Ángel,
llevándole hacia la casa. — Lo malo, amigo D. Pito, es
que aquí no tenemos bebidas alcohólicas... ¡Ah! sí,
puede que Cornejo tenga anís... Veremos.
ÁNGEL GUERRA 161
Y como le pidiera más explicaciones de su disgus-
to con los Babeles, añadió el capitán:
— Desde que Simón está colocado, no se les puede
aguantar. Tomaron casa, allá junto al palacio gran-
de, y Arístides llegó de Madrid para Tivir con ellos.
Ya me calo yo por qué no me quieren á su lado. Soy
perro viejo, y á mi no me la dan. Es el caso que...
(parándose) ahora están con el toque de casar á Dulce
con el primo ese, un tal Casiano, que se viste como
en las comedias, y es un pedazo de bárbaro... pero en
fin, parece que tiene trigo y el hombre quiere em-
barbetarse con la chica. Simón y Catalina entusias-
mados; como que no miran más que al vil interés. Y
les trae sorbidos los sesos un curángano, amigo y
pariente del primo, que le llaman Juanito Casado,
del cual dicen que es gran tiólogo y arreglador de
vidas ajenas. Yo no sé sino que apostó á feo con Sa-
tanás y le ganó. Pues entre todos están preparando
el pastel. Pero como yo me caso con el vil metal, y
con todos los curas feos ó bonitos, y como veo y toco
que á mi sobrina no le peta ese avestruz, no quiero
hacerles la jugada, y Simón y Catalina, para que yo
no les estorbe, me han ajustado la cuenta y me han
desenrolado.
No sólo no le parecía mal á Guerra que los padres
de Dulce quisieran casarla con el primo Casiano, sino
que aplaudía el proyecto, teniéndolo por la más jui-
ciosa idea que en cerebros babélicos había nacido
desde la creación del mundo. Así se lo dijo á D. Pito,
el cual, sin cuidarse para nada ya de su sobrina, no
pensaba más que en disfrutar del hermoso ambiente
campesino y en contemplar el grandioso paisaje que
2.' PARTE 11
1G2 B. PÉREZ GALDOS
desde los altos á donde habían llegado se dominaba.
«Vea usted, esto me gusta, esto sí que es hermoso,
Garando, porque si bien es cierto que no se ve nada
de la charca salobre... no sé... que sé yo... el fresco
este parece que le dice á uno: «Vengo empapado en
la mar, y ahí te la meto por las narices». [Extendien-
do la mano.) Nordeste, un poquito tirado al Este.
¿Ve aquel paredón de neblina que se ve por allí, de-
trás de la ciudad"? Pues ahí viene más viento, y ma-
ñana, ó fallan mis papeles, ó Sudoeste que te quiero
ver».
Anochecía cuando llegaron á la casa, y Guerra
dio órdenes para aprontar la cena, porque los boste-
zos del pobre navegante, en los cuales parecía dar.
dentelladas á la piel amarilla que cercaba su rostro,
revelaban que su apetito debía de ser ya hambre de
naufragio. Cenaron, y afortunadamente Cornejo te-
nía un poco de anís, que sirvió de grandísimo con-
suelo al huésped.
— Vamos á ver — díjole Guerra, — ya que aquí no
puede usted ver la mar, ¿le serviría de distracción la
pesca de río?
— Al pasar he visto que hay pescadores, sí señor,
con más paciencia que los que esperan á que San
Juan baje el dedo. ¡Y qué turbio viene el río y qué
ruido mete! Pescaremos, si me traen aparejos. Tam-
bién he visto que hay una barca que parece una caja
de pastillas para la tos, y trae pasaje para esta parte
de acá... Diga usted, ¿no podríamos coger la barca, y
dejarnos ir al garete hasta llegar á Lisboa? Y de allí...
una vueltecita por la mar, y luego, orza para aden-
tro y á dormir al cjo-arral.
ANGBL GUERRA
163
El desgraciado marino parecía feliz, y al beber el
último trago, después de la cena, se acostó en la cama
que le improvisó Jusepa con un jergón de paja y dos
mantas. No necesitaba más, y aquel primitivo aco-
modo cuadraba mejor á sus gustos y á sus hábitos
que el avío de un lecho de lujo con finas holandas y
colchones de muelles. Se quitaba tres prendas nada
más: el sombrero, el collarín de piel y las botas, y
liándose en una manta, como si con su persona qui-
siera hacer un cigarro, ya estaba arreglado el hom-
ore, pues de un tirón la dormía, arrullándose con la
serenata de sus propios ronquidos.
Únicamente para visitar á su amiga, abandonaba
Guerra las soledades de Guadalupe, lo que ocurría
tan sólo dos veces por semana, por no permitirlo con
más frecuencia las reglas de la Congregación. Del ci-
garral al puente tardaba cuarenta minutos, y mucho
menos del puente á la Judería y casa provisional del
Socorro, la cual era de vecindad, vulgarísima, colin-
dante con las ruinas del que fué palacio del marqués
de Villena y después de Benavente, á dos pasos de la
Sinagoga del Tránsito y del Asilo de pobres de San
Juan de Dios. Ni dentro ni fuera ofrecía cosa alguna
que h-íblase á la imaginación del artista, como es co-
rriente en todo edificio toledano. En la improvisada
capilla, así como en el locutorio ó sala de recibir,
únicas piezas que Ángel conocía, todo era vulgar,
pobrísímo y sin ninguna especie de arte. Los mue-
bles, casi todos adquiridos de limosna, distinguíanse
por su chabacana variedad. Cuadra blanqueada pare-
cía la capilla, con su altar de gusto francés de car-
gazón, y un confesonario vetusto, procedente quizás
164 B. PÉREZ GALDÓS
de alguna iglesia en ruinas. En el mueblaje del lo-
cutorio había banquetas altas que debieron de per-
tenecer á un escritorio de casa de comercio, y otras
enanas que sin duda fueron de una escuela de niños,
un sofá de Vitoria, y por decoración tres estampas:
San José, Pío IX y León XIII; el suelo de baldosín, sin
más reparo del frío que una angosta estera delante del
sofá. La famosa y popular Congregación, fundada en
Madrid treinta años ha para asistir enfermos á domi-
cilio, instalóse en Toledo poco antes de los sucesos
que aquí se refierenj pero aún no tenía casa propia.
Establecidas provisionalmente en una de alquiler, es-
peraban las hermanas tener pronto edificio suyo y
nuevo, contando con la generosidad de personas ri--
cas del vecindario. Hallábanse ya organizadas con-
forme á las reglas de su instituto, con los tres gra-
dos de religión, á saber: profesas, novicias y postu-
iantas. En la categoría de novicias estaba Leré.
La primera vez que Guerra visitó á su amiga en
aquella temporada, causóle extrañeza verla de hábi-
to, y no ciertamente porque el vestido religioso la
desfigurase, robando encantos á su persona, sino
quizás por todo lo contrario. Pronto se acostumbra-
ron sus ojos á tal transformación, y llegó á creer que
nunca había visto á Leré de otro modo; tan bien en-
cajaban en su figara la falda de estameña negra con
muchos pliegues, la manga perdida y el estrecho
manguito cubriendo el brazo hasta la muñeca; la ce-
rrada toca, que se proloagaba hasta mitad del pecho
formando como una muceta, sobre la cual no llevaba
aún rosario por no ser profesa; la negra esclavina so-
bre los hombros, y en la cabeza el velo blanco; los
ÁNGEL GUERRA 165
dos rosarios pendientes de la cintura, el uno llamado
la Qorona, con catorce dieces divididos por medallas;
el otro, como insignia ó distintivo de la Congrega-
ción, terminado en crucifijo de bronce.
El bailoteo de los ojos se destacaba y lucia más,
sin duda por no verse de la cara más que el palmito
puro, recortado por la holanda, sin nada de pelo y
muy poco de la frente. Acompañábala en las visitas
una hermana profesa llamada Sor Expectación, cua-
rentona, de rostro blanquísimo y facciones bozales,
resultando un contraste muy extraño entre la feal-
dad etiópica y la blancura alabastrina. Sus ojos pare-
cían cuentas de bruñida pizarra. Mostrábase la her-
mana muy afable con Guerra, que era ya, dicho sea
de paso, uno de los protectores más generosos del na-
ciente instituto. La conversación solía versar sobre
Jas dificultades con que tropezaba el Socorro para
establecerse en Toledo, y entre col y col se desliza-
ban apreciaciones morales y místicas. Sor Expecta-
ción, á pesar de su mayor categoría ante la novicia,
dejábala hablar sin meter baza, y la oía con atención
cariñosa, cual si viera en ella uno de esos discípulos
precoces que hacen callar á los maestros. El tono
empleado poi* los tres era familiar, á veces munda-
no, y Ángel se maravillaba de que el hábito no hu-
biese alterado la naturalidad graciosa de Leré , la
cual no creía sin duda que la santidad excluye el
mirar cara á cara y el reírse con decencia, siempre
que haya motivo para ello. La única restricción era
que no se le podía dar la mano.
La primera ó la segunda tarde de visita (no hay se-
guridad en la fecha], se sintió el madrileño ante su
166 B. PÉREZ jALDÓ?
amiga invadido de una tristeza que le abrumaba.
Veíala dotada de hermosura celestial y vaporosa,
que, á poco que sobre ella actuara la imaginación,
se condensaría en belleza tangible y humana, y como
al propio tiempo la veía del lado allá del abismo ca-
vado por los votos y la observancia reglar, tuvo el
picaro antojo de echarle un lazo para atraparla y
traérsela á la orilla en que él estaba. Empleó los ar-
í^umentos del padre Mancebo, que eran los más fá-
ciles de manejar, y Leré se defendió primero con ti-
bieza y en tono festivo; mas poco á poco fué entran-
do en calor, hasta concluir con una parábola tan in-
geniosa como persuasiva y elocuente.
— Mientras usted y mi tío no vean la vida como
U veo yo, no comprenderán el ningún efecto que
me hacen esas razones. Los trabajos, las penas y en-
fermedades, mirólas yo como pruebas de las cuales
no debemos huir, porque ellas nos son enviadas para
templar nuestra alma y hacerla resistente. Los que
no son probados en ^sa tienta, no sirven para la vida
alta. Los que aceptan las pruebas y se mantienen fir-
mes y derechos, esos sirven. ¿Ha visto usted la Fá-
brica de espadas? Yo la vi siendo muy niña, y ob-
servé una cosa que no se me ha olvidado nunca. Un
obrero de mucha práctica coge las varas de acero,
las mete en el fuego, y cuando están al rojo las va
examinando. Algunas, sin que se sepa la causa, pre-
sentan unáis grietecillas ó no sé que... El obrero no
hace más que mirarlas, y dice: «ésta no sirve», y )a
arroja en un montón. Aquellos pedazos de hierro no
sirven para espadas, y se aprovechan para*hacer asa-
dores. Paes eso digo de las personas que no saben
ÁNGEL GUERRA 167
templarse: no valen para espadas; asadores serán toda
su vida. Los que cuando ven el mal encima claman
atribulados al cielo, como si Dios tuviera la obliga-
ción de conservarles la dicha y la salud, no tienen
temple, no valen. Serán acero fino los que resisten,
los que alaban la mano que les baquetea sobre el
yunque, los que cuando sp ven pobres, perseguidos,
enfermos, calumniados, dicen: «venga más».
Sor Expectación asentía risueña, con su poquitín
de orgullo, y Guerra no encontraba fácilmente en su
magín la contestación adecuada á tal manera de dis-
currir.
— Por consiguiente, no se asuste usted de que yo
me quede triste, pero tranquila, cuando alguien vie-
ne y me dice: «El tio Paco sigue mal de la vista y se
quedará ciego... La tía Justina no puede con tanto
trabajo... ¿Qué va á ser de esos pobre* niños?» Y ya
le estoy oyendo decir á usted: <^¡Pero qué cruel y qué
mala es esta mujer, que ve impasible tantas desdi-
chas!» Es que para mí la mayor de las desgracias con-
siste en no recibir esos regalitos del cielo que llam?!-
mos adversidad, miseria, muerte; es que para mí los
que revientan de salud y de bienestar son los más
dignos de lástima; es que para mí las calamidades re-
presentan una forma de bendición ó gracia, y cuan-
do la calamidad es sufrida con paciencia y humildad,
viene á ser la ejecutoria de que servimos, sí, de que
servimos para algo más que para comer y cargarnos
de ropa. Y no me saquen la consecuencia de que si
mi tío pierde la vista, yo me alegraré. No es eso; yo
LO me alegro: lo siento, porque el mal ajeno me afec-
ta y me duele más que el propio. Si el mal fuera mío
16S B. PÉREZ GALDÓS
me agradaría sufrirlo; pero siendo ajeno no teDgo
derecho más que á mirarlo con piedad, deseando que
el prójimo lo acepte como lo aceptaría yo... Ya, y le
veo á usted venir... aguarde un poco. Va usted á pre-
guntarme si no debo hacer algo para evitarlo. Si re-
mediarlo pudiera, tomándolo para mí, lo haría; pero
el remedio que me proponen es sumamente chistoso.
¿Qué se le ocurre á mi tío como infalible talismán
para conservar la vista'? Pues nada, friolera; que yo
me case. En renunciando yo á la vida religiosa y en
metiéndome á casada ¡pin! se acabó la ceguera, y tutti
conteiiti. ¿Cómo quiere usted que no me eche á reir,
don Ángel? (Anticipándose d las razones de Guerra.)
Ya, ya sé lo que me va usted á decir: que la ceguera
no es un argumento directo contra mi vocación; que
se teme perder la vista, porque la familia quedaría
desamparada, y que para evitar este desamparo de la
familia, urge que yo dé el si á Pepito Illán ó á otro
que tenga cuartos. Pero, D. Ángel, ¿es posible que
de cabezas bien organizadas salgan razones tan sin
substancia? Lo que pretenden es que yo abandone eí
camino por que me llama Dios, y tome otro que me
repugna. ¿Para que? para evitar la pobreza de mis
sobrinos, ¡la pobreza el signo visible de pertenecer á
Cristo! ¡el eres mió con que nos marca en la frente!
Aquí sí que me explayo á mis anchas, y aunque usted
me llame lo que quiera, digo y repito que no me im-
porta nada que mis sobrinitos sean pobres. Si Dios les
destina á mejorar de suerte en el mundo, porque así
les convenga. Él les abrirá camino. ¡Pero buscar el
remedio de su pobreza en el arreglito de una tía ca-
sada y un tío rico, que no se sabe aún si querrían pro-
ÁNGEL GUERRA 169
tegerles...! Vamos, ríase usted, hombre, ríase de esta
manera de discurrir. El mal, el verdadero mal es el
pecado. Cualquier sacrificio es poco para apartar á un
alma de la condenación eterna. ¡Pero la pobreza, mirar
como mal la carencia de medios de Fortuna! Fíjese
usted un poco, remonte la vista, considere la vida
desde un poquito alto, y verá que el accidente del
tener ó el no tener, colocaao entre el nacer y el morir,
significa bien poco. ¡Si no muriera el rico, si su rique-
za le asegurara un puesto preferente en la otra vida..!
¡Pero si muere como el mendigo, y tan polvo es ei
uno como el otro! Y fíjese usted en la brevedad de la
vida, en esta jornada que hacemos acompañados por
la muerte, que nos lleva de la mano, pronta á dar-
nos la zancadilla. ¿.Qué diferencia esencial hay entre
recibir de un administrador ó del habilitado el peda-
zo de pan y tener que pedírselo al primero que pasa?
Cuestión de formalidades, que en el fondo no son
más que soberbia... ¡Que Justina tenga que mendi-
gar! ¿Y qué? Es lo único que le falta para ser santa.
De lismosna vivimos nosotras. ¡Que los chicos no po-
drán seguir una carrera! ¿Y qué significa esto de las
carreras? ¿Ser abogado para enredar á media humani-
dad, ser médico ó militar para matar gente con pildo-
ras ó con balas? Ni las carreras, ni los oficios represen-
tan nada... ¿Me quiere usted decir si cuando un hom-
bre se presenta delante del que juzga á ios vivos y
á los muertos, le van á pedir algún título académico
ó la papeleta de exámenes? Ya, ya sé lo que va usted
á contestarme. Que con'mis ideas, bonita estaría la ci-
vilización. Pero si yo no tengo nada que ver con la ci-
vilización, ni me importa, ni hablo contra ella. Ya sé
170 B. PÉREZ GaLDOS
que siempre ha de haber ricos, y convendrá quizás
que los haya; pero cada cual tiene su gusto, y á mí, si
me dan á escoger, me quedo con la pobreza. No poseo
nada ni quiero poseer nada. La propiedad me quema
las manos, y la idea de mió me la borro, me la supri-
mo de la mente, porque esa idea, créame usted, suele
ocupar mucho espacio y no deja lugar á otras, que
nos convienen más. Yo digo: habrá algo que sea de
alguien; pero mío, perteneciente á mí, bien segura
estoy de que nada existe. Sólo Dios es dueño de todas
las cosas. Á Él pertenezco y nada me pertenece.
III
Salía Guerra de allí con la cabeza medio trastor-
nada, porque las ideas expuestas con tanto donaire y
sencillez por su amiga le seducían y cautivaban sin
meterse á examinarlas con auxilio de la razón. Había
llegado Leré á ejercer sobre él un dominio tan ava-
sallador, se revestía de tal prestigio y autoridad, que
llegó á representársele como la primer persona de la
humanidad, como un ser superior, excepcional, in-
vestido de cualidades y atributos negados al común
de los mortales; y cediendo á una ley de gravitación
raoral, sentíase atraído á la órbita de ella, llamado á
seguirla y á imitarla.
Recordando en la soledad campestre las expresio-
nes de su amiga, las comentaba, las desentrañaba, y
de ellas partía buscando hacia arriba alguna síntesis
suprema, ó hacia abajo aplicaciones á la vida gene-
ral. La semana entera se la llevó tratando de dis-erir
ÁNGEL GUERRA 171
aquel refinado misticismo, que un año antes le ha-
bría parecido absolutamente indigesto. Lo que más
sentía era que todas las visitas semanales no fueran
igualmente afortunadas, porque en algunas creería-
se que el Demonio lo enredaba, llevando a otras per-
sonas que hacían difícil la comunicación inmediata
con Leré. Como para las visitas se designaban días
de la semana, no pocas veces reuníase tal caterva de
señoras y caballeros, que era cosa de salir renegando.
Una de ^as tardes más desgraciadas fué aquella en
que, á poco de entrar Guerra, vio penetrar en la sala
la respetable trinidad de D. Suero, doña Mayor y
Mariquita Fernanda, no tardando en agravarse la si-
tuación con la llegada de la superiora, Madre Victo-
ria de la Cruz, y de otras dos monjas más. Generali-
zada la conversación, D. Suero se puso insoportable
ponderando los beneficios que iba á reportar Toledo
de personas tan ilustradas como las hermanitas del
Socorro. Burla burlando, echó unas puntaditas á las
órdenes de clausura, que no responden á los fines de
la vida moderna y de la ilustración, porque aun en
el ramo de almíbares y huevos hilados, ahí están las
confiterías, que son una industria y ayudan al soste-
nimiento de las cargas del Estado. Doña Mayor y la
superiora picotearon bastante, y María Fernanda pi-
dió explicaciones á la novicia de ciertas laborcillas
de gancho que hacía con gran primor, y después ha-
blaron de las señoras de Rojas, sintiendo mucho que
se hubieran muerto, ¡pobrecitas! y la tarde fué para
Ángel desabrida, larga y tediosa.
A veces solía llevar á D. Tomé, con inatención de
echárselo á las demás visitas al modo de quite, para
172 B, PÉREZ GALDÓS
que le dejaran libre á Leré; pero las escasas faculta-
des sociales j de palabra del autor del Epitome inuti-
lizaban casi siempre su plan.
En cambio las tardes felices, aquellas en que se
encontraba solo con la novicia j la hermana blanca,
que parecía la estatua de una negra bozal esculpida
en alabastro, con las pestañas blancas j los ojos de
pizarra, Ángel se consideraba dichoso; y si la con-
versación no recaía desde el primer instante en co-
sas supremas, él la llevaba por las vías y zonas más
altas. Fácilmente seguía la imaginación alada de
Leré los vuelos de su amigo, y apreciaba con brío
mental y convicción fortísima la humana existen-
cia, dejando muy mal parado el mundo, por el suelo
sus afanes y vanidades, y resueltamente establecido
el principio de que fuera del fin de salvarse, no hay
niugún fin humano que no sea una gran necedad.
Hay que advertir que un entusiasmo semejante,
aunque no tan vivo, al que había sabido inspirar á
su antiguo señor, despertaba Leré en la comunidad,
pues todas las hermanas veían en ella una mujer ex-
cepcional. Las cautivaba precisamente con su mo-
destia y su deseo de anularse; con querer ser siempre
la primera en la faena, la última en el descanso; con
no aventurar jamás un deseo dentro de las prácticas
de la Congregación, como no fuera el de la absoluta
obediencia; con ser la enfermera más valerosa, la más
diligente ama de gobierno, la más callada, la más
sufrida, la más serena de espíritu; y en fin, concluía
de ganar los corazones con su entendimiento sobera-
no, pues si rompía el silencio, porque se solicitaba su
opinión sobre algún punto espiritual ó de la vida
ÁNGEL GUERRA 173
ordinaria, siempre salían de sus labios palabras de
deslumbrador sentido, conceptos sobre cuja exacti-
tud j verdad no podía caber ninguna duda.
Algunas tardes volvía Guerra á Guadalupe en ese
estado que los místicos llaman de edificación: bullían
en su mente planes y proyectos que no era más que
las ideas de una mujer queriendo tomar en la mente
del varón forma activa y plasmante. Lo que Leré
pensaba, debía llevarlo él al terreno de la acción. La
iniciativa ó el germen de esta acción partía de su
amiga, encarnándose luego en la mente de él y revis-
tiéndose de la substancia de cosa práctica y real. Tro-
cados los organismos, á Leré correspondía la obra pa-
terna, y á Guerra la gestación pasiva y laboriosa. El
proyecto de fundación sería Leré reproducida en la
realidad, idea de la cual apenas se daba cuenta Ángel,
mientras fué nebulosa, pero que a medida que se con-
densaba, ibale absorbiendo y ocupándole todo. Fun-
dar, si, fundar; ¿pero qué, cómo, en qué forma? Sólo
sabía que era forzosa la fundación; mas no acertaba
con los términos precisos del ser que se estaba for-
mando en su caletre.
¡Qué noches aquellas del cigarral, dignas de que
las pintase quien supiese hacerlo 1 Cornejo encendía
con el ramaje de la poda una gran lumbre, junto á la
cual se congregaban el amo, el guarda, Jusepa, don
Pito y el pastor, de quien no se ha dicho nada todavía.
Llamábase Tirso, y era un hombre enteramente pri-
mitivo, de una tosquedad casi salvaje, hirsuto y mal
barbado, vestido con calzón de correal, abarcas de
cuero, un chaquetón de raja parda sin forma ni color
y que parecía compuesto de pedazos de yesca, mon-
174 B. PÉREZ GALDÓS
tera de pellejo rapada ya por el uso. Su cara era un
revoltijo de arrugas y polvo, en medio del cual lu-
cían los ojos sagaces, despiertos, como dos ascuas chi-
quitinas que habían caído por casualidad en aquella
masa reseca, y la iban á incendiar cuando menos se
pensase.
Tirso no tenía edad, es decir, no era fácil echarle
la filiación. No sabia cómo se llamaba. «¿Tirso qué?»
le preguntaba su amo, y él se encogía de hombros.
Pasaba por tonto en aquellas tierras, y también por
gracioso; excelente guardador de cabras, pues res que
se le confiaba, no era fácil que se perdiese. No había
estado en Toledo más que dos ó tres veces en su vida,
ni conocía más mundo que el que se extiende desde
el puente de San Martín hasta la sierra de Nambroca,
entre los ríos Guadajaroz y Algodor. Hablaba un len-
guaje corto y de escasísimo vocabulario, lleno de des-
usados idiotismos, que sonaban á lengua fenecida.
No se había lavado nunca ni siquiera la cara. No en-
tendía la hora en la muestra de un reloj; pero en
cambio la leía con exactitud en el curso del sol, y por
la noche la deletreaba en el libro de las estrellas. No
sabía lo que es café, y el chocolate lo había probado
una sola vez en su vida. Llamaba de tú ó de vos á
todo el mundo, menos al amo, á quien se dirigía siem-
pre en tercera persona, pues el usted no acababa de
articularse en sus torpes labios. Desde las alturas don-
de pastoreaba había visto pasar el tren; pero nunca
se dio cuenta clara de lo que aquello era. El sentido
moral parecía muy embrionario en él; en cambio no
le faltaba el sentido jurídico, y las ideas de tuyo y
mío brillaban claras en su mente. Tan pronto se ba^ía
ÁNGEL GUERRA. 175
notar por su barbarie como por su agudeza, y era algo
médico, algo astrónomo y también algo poeta.
A D. Pito le cayó muy en gracia, y se partia de risa
oyéndole hablar, entendiérale ó no, pues comúnmen-
te el marino se quedaba en ayunas de las expresiones
de aquel solitario de tierra adentro, y tenía que recu-
rrir á Cornejo para que le tradujera frases como ésta:
«si fuérdes al monte topárdes lliebres, maguer que en
cría», que sonaban á castellano en cria. Poco á poco
se fué haciendo el oído del navegante á la fabla del
rústico, y no tardaron en amigarse. Por las noches, al
amor de los tizones, se enredaban en graciosas parla-
mentas, no teniendo poca parte en la intimidad el uso
del alcohol, pues D. Pito, que por la generosidad del
amo disfrutaba ración bastant3 de sus brebajes favo-
ritos, convidaba al pastor á catarlos, y el bruto aquel
se relamía de gusto cada vez que empinaba el codo.
Esto y salir á tirar algunos tiros era su mayor deli-
cia, en lo cual se confirmaba la observación de que lo
primero que el salvaje acepta de las razas civilizadas
es la pólvora y el aguardiente.
Acompañábale D. Pito en sus excursiones pastori-
les, y no le llamaba por su nombre, sino que desde el
primer día le aplicó otro muy enrevesado, que los
demás rara vez acertaban á pronunciar al derecho.
«Este demonio de zagal — decía el marino á Guerra —
es el vivo retrato, fuera del color, de un cacique de-
negros que conocí en la costa de África, el cual nos
traía la esclavitud en cuerdas de veinte, veinticinco
hombres. Á pesar de la diferencia de razas, aquel bár-
baro y éste se parecen como dos gotas de agua, en la
manera de mirar y en el aire del cuerpo, y siempre
176 B. PÉREZ GALDÓS
que hablo con Tirso, me parece que tengo delante al
amigo Tatahuqiienquer>.
A poco de tratarse j de vagar juntos por sendas y
barrancas, seguidos de Cachopo, el perro del cigarral,
Tirso respondía al endiablado nombre de Tatabuquen-
que. Por cierto que cuando D. Pito aparecía entre las
rocas ó por entre las ramas de un matorral, con el co-
llarín de pelo amarillo, el hongo aplastado, la cara de
corcho, debía de parecer fiera que en la aspereza de
aquellos montes tenía su caverna, y que salía en bus-
ca de alguna res para echarle la zarpa y comérsela, y
lo mismo pensarían de él sin duda los conejos y Ihs
aves que desde lejos le miraban, poniéndose en salvo
con más miedo del hombre que de la escopeta. Porque
se ha de decir que era tan mal tirador D. Pito, que de
cada cinco disparos no acertaba ninguno, y como no
saliera Cornejo en su ayuda, la caza concluiría por
perderle todo respeto.
A Guerra le entretenía oírles charlar por las noches,
junto á los tizones encendidos. Contaba D. Pito sus
aventuras de mar, que escuchaban con la boca abierta
Tatabuquenque, Cornejo, Jusepa y el mismo Ángel.
Oiríais allí cómo afronta un vapor las mares hincha-
das, poniéndoles la proa y cortándolas sin miedo;
cómo barren las furiosas olas la cubierta, entrando por
la amura y llevándose botes, jaulas de ganado, hom-
bres si puede, y reventando algún mamparo, ola lu-
cerna de la cámara; cómo en noches de espesa niebla se
arruga el corazón de todo mareante, que ignorando
dónde se halla, teme por momentos estrellarse contra
invisibles rocas, ó darse de trompadas con otro buque;
cómo se avisan con el triste sonido de silbatos y sire-
ÁNGEL GUERRA. 177
ñas que llenan el aire denso de tristeza y pavor; cómo
impensadamente sobreviene el temido choque, y en
un punto las dos naves dan el topetazo una contra
otra, rompiéndose cual si fueran de vidrio; cómo en
fin, el agua se precipita en las cámaras y bodegas en
catarata hir viente, y salen todos despavoridos, bus-
cando la salvación sin encontrarla, hasta que se hun-
den por aquellas aguas abajo, y perecen comidos de
peces voraces que se los meriendan en un decir Jesús.
Oiríais también relatos asombrosos de países lejanos
y ardientes, donde todas las personas son negras y
andan en cueros vivos, buscando algún cristiane que
aparezca por allí para asarlo y comérselo; ó de pue-
blos de refinada civilización, donde andan Ips trenes
por las calles como aquí los perros, y hay los más so-
berbios establecimientos de bebida que se pueden
imaginar; escucharíais, en fio, ¡me caso con San Bo-
londrón! la nunca oída fábula de un Túnel por de-
bajo de ríos mayores que el Tajo, de un canal por
donde saltan los barcos de una mar á otra, de vapo-
res tan grandes como la Catedral que van llenos de
gente, de ganados, de azúcar, de arroz ó de aguar-
diente, por aquellas aguas adelante, pim pam, dale
que le das á la hélice, la cual viene á ser lo mismo
que el molinillo de la chocolatera; y todo se mueve
con una máquina grandona, donde está el vapor dan-
do resoplidos, metiéndose y sacándose por unos tubos
que... (No sabiendo cómo explicarlo.) Vamos, que se
calienta el agua, y se furma el vapor, que viene á
ser... ¿Veis las nubes? Pues como las nubes, un hu-
mito blanco, blanco, que tiene más fuerza que miles
de caballerías, y se mete por el tubo y va al cilindro,
2.* PARTE 12
178 B. PÉREZ GALDÓS
y, pues... empuja, vamos... sale, se condensa, vuelve
á entrar... y...
Tirso. {Comprendiendo.) Jó, como el muérgano de
la Egregia Mayor de Toleo, que va el viento y an-
sopla por los cañes, y ansina como sale el son en el
muérgano, en aquesas mánicas descampa un golpe
de adre que arrempuja...
JüSEPA. ¡Válgame Dios, que trenes los de la mar!
Uyí que en no sé qué mar se fué al jondo un barco
cargao de dinero, y bajaron á cacarlo unos aqueles de
hombres con la cabeza metía en un botellón de
vridío.
Tirso. Jó, abajaradéis vos á buscallo con san fin de
dimoños; que 30 ni por to el sagrario bendito me
abajaba.
Cornejo. ( Dándose importancia. ) Animales, esos
que bajan son los buzos, que tién vestimenta de fie-
rro como la que sacan los guerreros en la procesión
del Viernes Santo, y un dispejo por delante de la
cara, pa ver mismamente dentro de la mósfera del
agua.
Don Pito. Exactamente, así es.
Tirso. ¿Y no unisteis lo que mos contó el estor-
diante D. Pelayo, fijo de nuestramo de antes D. Juá-
rez? Pos contó que hubían unos barcos grandes, gran-
des, con jierro por alante, y dencima cañones del gor-
do como de cuatro güeyes, y en ca tiro, jó que te es-
triego, medio mundo patas arriba.
Don Pito. Esos son los acorazados, sí, tremenda ar-
tillería. [Enfática descripción de la marina militar.)
JüSEPA. Anda, ¿y busté hay estado con su barca en
tantísimas ciudades y puebros?]
ÁNGEL GUEftRA 179
Don Pito. No acertaré á contarlos. Liverpool, Ham-
burgo y Amberes en el Norte; Ñapóles, Trieste y
Marsella ea el Mediterráneo; Singapore, Macao y
Manila en Oriente; toda América desde Montreal á
Buenos x\ires por Occidente; la Mar Caribe de punta
á punta muchas veces, y en África hasta cerca del
Cabo.
TiRSü. ¡Jó, qué correrlos tié el hi de pucha!
JüSEPA. Diga, ¿y no allegó á Roma?
CoRNEJu. [Ganoso de contar sus empresas militares.)
No seas bestia. Si Roma no es puerto de mar. Allí
estuvimos con el general Córdoba, cuando Pío IX
nos echó la bendición.
Tirso. Roma es ondo mora el crergo mayor de tos
los crergos, que le llaman Su Santísimo Papa.
La conversación se animaba hasta el entusiasmo
cuando recaía en asunto de toros. Cornejo, que había
vivido algún tiempo en las dehesas del Duque, se las
echaba de inteligente, narrando mil peripecias dra-
máticas y lances tremebundos. A Jusepa se le encan-
dilaban los ojos, y aunque sólo había visto dos me-
dias corridas en la plaza de Toledo, su imaginación
se inñamaba con el relato de las lides taurómacas,
cual montón de hojarasca reseca en la cual arrojan
una te=i encendida. El montaraz Tirso, que jamás
presenció corrida en forma, y apenas conocía los to-
ros más que de verlos sueltos y libres en la ganade-
ría, contó que una vez, hallándose en medio de las
fieras, vio dos que reñían, y el vaquero les tiraba
piedras, y él tuvo tal miedo que le entró una corren-
cia, única enfermedad que tuvo en su vida. El capi-
tán refirió las diversas funciones que en Cádiz, en la
180 B. PÉREZ GALDÓS
Habana y en Madrid había visto, y entre las verda-
des colaba de matute mentiras muy gordas, verbi-
gracia, que en cierta corrida á que asistió en Jerez,
viendo que nadie se atrevia con un Miura muy vo-
luntarioso y de mucho sentido, bajó al redondel y lo
remató con un mete y saca, que fué la admiración de
los maestros. Eu volandas le llevaron á su casa. No
hay que decir que los tertuliantes se lo creían, pues
cuando aquel tema de los toros, legendario y casti-
zo, tan grato á españoles de raza, se introducía en la
conversación, todos perdían la chaveta, lo mismo el
bárbaro Tirso que la zafia Jusepa y el veterano
Cornejo.
IV
No lejos del grupo que rodeaba el fuego, Guerra
oía y callaba, y los vivos coloquios en que alternaba
la marrullería de D. Pito con la rusticidad de los ci-
garraleros, lejos de molestarle en su meditación so-
bre cosas tan distintas de lo que allí se hablaba, ser-
víanle como de arrullo, le llevaban el compás, si así
puede decirse, marcándole el ritmo para que sus
ideas se coordinaran más fácilmente. Así, cuando ha-
bía una pausa en la conversación de aquellos bárba-
ros, la mente de Guerra se paraba, como una máqui-
na que se entorpece, y en cuanto volvían á sonar los
disparates, la mente funcionaba de nuevo. ¿Qué re-
lación podía existir entre el pensar del amo abstraí-
do y los conceptos de aquella infeliz gente? Ningu-
na en usual lógica.
Poco á poco íbale saliendo á Guerra su plan, no
ÁNGEL GUERRA 181
completo DÍ sistemático, sino en miembros ó partes
sueltas, las cuales eran como sillares de magnífica
yeta, con los cortes y el despiezo convenientes para
emprender luego la composición arquitectónica.
Primera idea. Ni sombra de duda tenia ya de la
excelencia y superioridad del ser de su amiga. Las
doctrinas vertidas por ella revelaban inspiración del
Cielo, y quizás una misión providencial confiada á
tan excelsa persona. Gracias á Leré, Augel había re-
cobrado las ideas de la infancia, la creencia en lo di-
vino, la seguridad de que la suprema dirección del
Universo reside en la voluntad misteriosa de un Ser
creador y paternal, quien elije á ciertas criaturas y
les imprime la divinidad en grado máximo para que
descuellen entre las demás y les marquen el camino
del bien. De estas almas delegpdas era Leré, con quien
él había tenido la dicha de encontrarse en días de cri-
sis moral, debiéndole su regeneración, indudable "vic-
toria sobre el mal, pues sólo con mirarle y argüirle
suavemente, la de los ojos bailantes había hecho de él
otro hombre.
Para corresponder á tan gran beneficio, él ayuda-
ría á Leré á derramar por el mundo la onda divina
que afluía de su alma pura. Poseyendo él suficientes
medios materiales para materializar los hermosos pen-
samientos de la inspirada joven, los emplearía sin va-
cilar en empresa tan meritoria y grande. Fundaría,
pues, con toda su fortuna, una orden, congregación
ó hermandad destinada á realizar los fines cristianos
que á Leré más le agradasen. Él se encargaría de todo
lo adjetivo, ella de lo substancial. La institución po-
día ser puramente contemplativa, si ella lo deseaba,
182 B. PÉREZ GALDÓS
Ó filantrópica y humanitaria con todo el carácter ca-
tólico que ella quisiese darle. Si disponía que se con-
sagrase al amparo de pobres y desvalidos, él tomaría
sobre sí la obligación de buscarlos, recogerlos y con-
ducirlos á donde recibieran el remedio de sus males»
Si era cesa de cuidar enfermos?, él rebuscaría en za-
húrdas insanas y estrechas las manifestaciones más
horripilantes del mal físico. Si la santa se decidía por
perseguir el mal moral, estableciendo la corrección
del vicio, la enmienda de la prostitución y de la per-
versidad, él emprendería una leva de criminales y
les llevaría, con sugestiones inspiradas por su fe, á
donde hallaran de buen grado los medios de regene-
rarse.
Parte esencial de este plan era que él, estimándose
el primero entre los desgraciados, entre los enfermos
y catre los criminales, se consideraba ya número uno
de los asilados, cofrades, hermanos ó lo que fuesen,
sin que esto le quitase su carácter de fundador, ni le
eximiese de la obligación de disponer todo lo mate-
rial y externo.
Segunda idea. Al consagrarse con alma y vida á
la realización de las doctrinas Lereanas, se desligaría
en absoluto del mundo, y de toda relación que no
fuera las que entablaba con su celestial amiga y
maestra.
Ruptura completa con todo el organismo social y
con la huera y presuntuosa burguesía que lo dirige.
Equivalía semejante determinación á quitarse un
duro grillete, y al propio tiempo, reconociendo los
garrafales defectos del organismo social, se inhibía
en absoluto de toda competencia para reformarlo.
ÁNGEL GUERRA. 183
Proscripción completa de la política. Que la sociedad
se arreglase como quisiera y como pudiera. Ya no
tendría con ella más conexiones que las indispensa-
bles para recoger en su seno corrompido las miserias
que reclaman socorro. Ninguna idea política ni so-
cial tenia ya valor para él; ni pensaba, como antes,
en mudanzas ó refundiciones de los poderes públicos
y de la propiedad. Cualquiera concreción que traje-
se r"! porvenir, ya fuese la democracia rabiosa ó el
absolutismo de látigo, le tenían sin cuidado, con tal
que el legislador futuro no metiese la hoz en las
nuevas florescencias del espíritu religioso. Y si las
segaba, Leré dispondría. Era, pues, como esposa mís-
' tica, que en el orden supremo de un matrimonio
ideal llevaba el gobierno moral de la familia. Su sa-
ber omnímodo daría solución á todos los problemas
que se presentasen.
lercera idea. En cuanto á prácticas religiosas,
aunque por la influencia de Leré había recobrado los
sentimientos de la infancia, las ideas primordiales
del Dios único y misericordioso, y de la inmortali-
dad del alma; aunque la estética del catolicismo le
cautivaba cada día más, y tenia la moral cristiana
por irremplazable, encontraba en el organismo de la
Igl'ísia formalidades que, á su parecer, exigían mo-
dificación. Sin embargo de estos escrúpulos, lo acep-
taba todo tal como lo hemos heredado de las ante-
riores generaciones católicas, por ser Leré católica
ferviente. Amortiguaba el madrileño sus dudas pen-
sando que, al recibir la excelsa joven la misión de
desbrozar nuevamente los caminos del bien y la ver-
dad, se creyó arriba que esta misión se cumpliría
1^4 B. PÉREZ GALBOS
mejor dentro del catolicismo que der.tro de otra
creencia, y por esto había venido Leré al mundo con
su ortodoxia exaltada y á macha martillo. En cuan-
to al clero, el co-fundador lo creía necesitado de un
buen recorrido, cual maquinaria excelente y de lar-
guísimo uso, que conviene desmontar y limpiar de
tiempo en tiempo; pero sometía su opinión al supre-
mo dictamen de Leré, y si ella pensaba que el per-
sonal eclesiástico debía continuar como existe, por
él, que quedase. En puridad nada de lo establecido
estorbaba para el grandioso plan.
Idea total ó envolvente. Desechada la creencia, en
él antigua, de que sólo el mal es positivo y de que el
bien no es más que una pausa ó descanso del mal, es-
tableció y dogmatizó la doctrina Lereana de que el
mal y el bien son igualmente positivos, con la -dife-
rencia de que el mal se determina en uno mismo, y
el bien en los demás, es decir, que la concreción del
mal es sufrirlo, y la del bien hacerlo.
Terminado el laborioso parto, levantóse y salió
para refrescar su alborotada mente, desafiando el frío
de la noche. Los demás seguían charlando junto al
fuego, y acostumbrados á ver las bruscas salidas y
movimientos del amo, no hicieron caso de él. Miró
Ángel las estrellas que resplandecían con vivido
temblor en la concavidad sublime del cielo, y se sin-
tió satisfecho de sí mismo como no lo había estado en
todos los días de su vida. Vio en su existencia un des-
tino grande, aunque subordinado á otro destino ma-
yor, y comparándose con el hombre de antes no
pudo menos de despreciar todo lo que fué, y de en-
orgullecerse por lo que era, vanagloria legítima sin
ÁNGEL aUERRA 185
duda, no incompatible con el propósito de anularse
^ocialmente y de llegar á ser, dentro de las catego-
rías humanas, tan humilde y poca cosa como D. Pito
y Tatabuquenque.
Volviendo á entrar en la cocina, vio á Jusepa, que
^e caía de sueño, abriendo la bocaza como una es-
puerta, y á Tirso que abandonaba la tertulia, y salía
tardo y claudicante, con movimientos y desperezos
que más parecían de cuadrúpedo que de hombre.
Mientras el pastor se iba al pajar, D. Pito cogía la
manta para meterse en la almazara, sitio que le ha-
bían designado para camarote.
Guerra notó en él los síntomas del tedio abruma-
dor que le acometía de vez en cuando. «Animarse,
don Pito, que aquí estamos muy bien, y fuera de
aquí no hay más que vulgaridad llena de sinsabores,
y una vida de estúpidas apariencias. ¿Echa usted de
menos la mar? ¡Dichosa mar! Descuide usted, que ya
tendremos mar. Por de pronto, yo me encargaré de
que nada le falte. {Mirándole los pies.) A propósito,
esas botas no son propias de un caballero cristiano.
Mañana irá Cornejo á Toledo á comprarle á usted
otras de lo mejor que haya.»
— Don Augel de mis entretelas {abrazándole), mu-
chas gracias. Ya pensaba yo que necesitaba echar pa-
las nuevas á la hélice; pero, amigo, como no hay...
me caso con San...
— Ea, no se case usted con nadie y menos con un
santo. Quedan terminantemente prohibidos los casa-
mientos. También le traerá Cornejo un capote de
monte para que se abrigue mejor y suelte ese gabán
que parece la funda de un violín...
186 B. PÉREZ GALDÓS
- Venga, venga el capote, y alégrate, casco "viejo,
que ahora tienes quien te arranche.
Como por ensalmo se le disipó el tedio, y cogiendo
de las manos de Jusepa el candil de garabato, se fué
á sn dormitorio y á su rústico lecho, donde tan rica-
mente se tumbaba. Quedóse Ángel en la cocina, pues
no tenía sueño ni ganas de acostarse, j sin más luz
que la de los tizones, contempló embebecido las sin-
gulares figuras y contornos del fuego en el ancho
hogar, que lentamente se enfriaba. Los leños, hechos
ceniza y conservando en ella su forma, se desmoro-
naban por su peso y se rompían en mil fragmentos
de lumbre, con rumor como de sílabas que espiran
antes de ser pronunciadas. Las figurillas variaban á
Cada instante, al apagarse, ahora como rostros de per-
sonas y animales, ya como ramificaciones arbóreas, y
todo se iba desmenuzando en puntos luminosos que
la ceniza se tragaba y el frío se bebía.
— Aún falta mucho, mucho — se dijo el solitario
dando un gran suspiro, sin quitar los ojos del ho-
gar, — para que la idea se complete y llegue á ser
practicable.
Retiróse á su aposento alto, á obscuras, palpando
los paramentos de la escalera, y cuando se acostó,
conservaba en su retina la impresión de las ascuas
moribundas. No pudo dormir ni le molestaba el in-
somnio. Mejor, mejor; con eso podría cavilar á sus
anchas y sacar chispas de ciertos puntos opacos, gol-
peándolos con el eslabón del pensamiento. Aletarga-
do al fin, trataba de convencerse con laborioso razo-
nar de que las imágenes de Leré y Ción que delante
tenia, dándose la mano, vestidas de blanco y con los
ÁNGEL GUERRA 187
nimbos de oro en la cabeza, no eran proyección es-
peotral de su idea sino realidad, realidad... Alli esta-
ban las dos; pero hacían la gracia de desvanecerse en-
cnanto él abría los ojos. «Es particular — se dec.a; —
hace mucho tiempo que no se m(3 aparece el hombre
aqiifll del cabello erizado y de la mueca de máscara
fí-rieg-a».
Contento estaba el marino con sus palas nuevss
en la hélice y el capote de monte, el cual le parecía
casulla, porque se lo encapillaba metiendo la cabeza
por la abertura del centro de la tela. Prenda era de
mucho-abrigo y comodidad para correrías invernales.
Con ella y la gorra de nutria que le regaló Cornejo,
y ea la mano, bien un garrote, bien vara larga y á
veces una tralla, ¡listo! avante toda por altozanos
y barranqueras, navegando en conserva con Tata-
buquenque y sus cabras .. Al rayar el día, dejaba las
ociosas pajas el bueno del capitán, y al instante iba
en reconocimiento de la cocina, hasta avistar á Ju-
sepa, con la cual se abarloaba sin pérdida de tiempo,
obteniendo de ella un pedazo de bacalao que cha-
mu^icaba en el primer fuego que en el hogar se en-
cendía. Golpeando la tira de pescado seco contra una
piedra para ablandarla, le metía el diente. Después
tira de ginebra ó ron, y en franquía, mar afuera
hasta la hora' en que pasaban los garbanzos por el
Meridiano, la una de la tarde.
Guerra paseaba también por la mañana, solo y sin
alejarse mucho de Guadalupe, rondando por la Vir-
188 B. PÉREZ GALDÓS
g-3n del Valle ó aproximándose á la peña del Moro,
de donde se divisa el panorama de Toledo y del río
en toda su imponente majestad. Tres días después de
la para él memorable noche en que determinó la fun-
dación, hubo visita, por cierto de las más venturo-
sas, porque nadie pareció por allí; y para colmo de
felicidad, sor Expectación, la negra de alabastro, des-
pués de presentarse en el locutorio con Leré, se largó
con viento fresco diciendo que volvería. Solos la her-
mana y Guerra, éste no le mentó el rebullicio que en
su cabeza traía, prefiriendo confiarle el plan ya ma-
duro y completo, sin que faltara ningún detalle. Úni-
camente indicó que pronto hablarían de un asunto,
religioso por más señas, que á entrambos igualmente
había de interesar. Absorta y con cara de júbilo le mi-
raba la novicia, y sus ojos inquietos despedían chispas
de diferentes luces y colore*, como astros de primera
magnitud, ó al menos, tales le parecieron á Guerra»
Embelesado ante ella, ya no se contentaba con verla
bonita, sino sobrehumanamente hermosa, con hermo-
sura que amor y respeto en igual grado le infundía, la
exaltación cordial sin mezcla alguna de apetito bajo,
todo puro, todo místico y de la más fina idealidad.
— .4 hora comprendo — pensaba Ángel comtemplán-
dola con adoración muda; — ahora comprendo ese
bailar de los ojos. Es el aleteo del Espíritu Santo,
que ha hecho dentro de ellos su palomar.
La conversación versó, durante un mediano rato,
sobre diversos particulares pertinentes á la Herman-
dad del Socorro, hasta que Leré se decidió á abordar
un asunto que tratar quería con su místico amigo,
asunto bastante mundano y espinoso por cierto.
ANGBL GUERRA. 189
— Don Ángel, me va usted á dispensar que le hable
de una cosa... Como es usted tan bueno y ha vuelto
los ojos á Dios, ninguna verdad que se le diga le ha
de disgustar. Y pues me autoriza para ser su lazari-
llo, ahora que empieza á ver j á curarse de la cegue-
ra, me permitiré guiarle un poco, de lo que no me
alabo, porque el dar la mano y señalar dónde hay
piedra ó bache no es ningún mérito que digamos.
— Ya lo sabes: tú mandas y yo obedezco.
— No tanto. . bájese usted un poquito. Yo no man-
do. No faltaba más. No hago más que proponer. Va-
raos al caso, que es tarde. Pues señor... (Sentándose y
cruzando las manos.) Aquí lo sabemos todo. Sin que
nosotras nos ocupemos de averiguar lo que pasa de
esas puertas afuera, nunca faltan bocas habladoras
que vengan á traernos la chachara del pueblo. En
fin, enterada estoy de que á Toledo llegó esa señora,
con toda la caterva de sus hermanos y demás fami-
lia. Además, me contó un pajarito que esa infeliz le
ha cogido á usted las vueltas, en lo cual hace per-
fectamente, porque yo me pongo en su caso, y... va-
mos, que no puede desprenderse del afecto que guar-
da al que la quiso y vivió con ella, aunque fuera
contra lo que mandan la religión y la decencia. Supe
también que mi amigo, por huir de tal persecución,
se plantó en el cigarral, diciendo «ahí queda eso».
Los Babeles tienen ya casa propia, creo que allá por
el Alcázar, y los padres de esa señora beben los vien-
tos por endosársela á un primo de Bargas ó no sé
de dónde, viudo y rico. Pero ella no está por caso-
rios, aferrada á la malicia de su amor antiguo.
— Algo de eso supe yo también — dijo Ángel. — La
190 B. PÉREZ GALDÓS
misma Dulce me lo contó, y le aconsejé que no fue-
ra tonta y se casara.
— Vamos á ver. ¿No piensa ustied casarse con ella?
—¡Yo!
— ¿A qué ese asombro? ¡Yo! No parece sino que us-
ted, al pronunciar ese \yo\ tan hueco, se considera
desligado de las obligaciones que imponen la ley de
Dios y la ley humana. Usted mismo me ha dicho que
la tal es buena, cariñosa y fiel á toda prueba. ¿Es
que usted no la quiere ya? Pues decirselo claro, aun-
que el golpe le resulte duro, para que dirija sus pen-
samientos á otros fines. O herrar ,ó quitar el b&cco,
O casarse ó deshauciar.
— Pues deshaucio, hija, deshaucio. Si yo me cocsi-
dero ya sin compromiso alguno. Pero ¿qué culpa ten-
go de que ella se obstine...?
— Cuando ella se obstina fcon malicia) es porque se
le han dado más motivos para apretar las ligaduras
que para aflojarlas.
-¿Yo?
— ¿Otro yo tenemos? fCon penetración.) A ver; jú-
reme que desde que está en Toledo no ha tenido con
ella ningún trato inmoral.
— No puedo jurar tal cosa respecto al trato que di-
ces .. (Sin vacilación en su sinceridad)^ porque lo he
tenido, sí.
— ¿Lo ve usted?
— ¿Y cómo lo sabes?
— No lo s»bía; lo sospechaba. El Demonio no pier-
de ripio, y estando esa mujer aquí, no había de des-
cuidarse el muy tuno. ¿Los dos en Toledo? Pecado al
canto. Tratándose de vicios antiguos, suponiendo lo
ÁNGEL GUERRA 191
peor se acierta siempre... No, no se disculpe usted...
no se necesitan explicaciones. Lo que bay que hacer
es lo siguiente: (Levantándose y acentuando sus pala-
bras ccn gesto de convicción y autoridad.) Va usted en
busca de esa señorn, hoy mismo, mañana mismo lo
más tarde, y le dice una de estas dos cosas... piénse-
lo con tiempo y elija... una de estas des cosas: «Dul-
ce, vengo á decirte que me caso contigo...» ó «Dul-
ce, Tengo á decirte que no existo ya pnra ti.» Nada,
nada, ó atar ó desatar para siempre. (No dejándole me-
ter haza.) Semejante situación de balancín entre el
pecado y la honestidad es insostenible. ¿No quiere
usted regenerarse, no quiere ser ferviente amigo de
Cristo y realizar obras grandes, caridades aparatosas,
y defender la Fe y meter mucho ruido con su cris-
tianismo*? Pues nada de esto vale de nada sin purifi-
carse interiormente. Porque se presentará mi D. Án-
gel ante Dios con mucha bambolla de palabras, y
mucho entusiasmo, y mucho ruido, y Dios le dirá:
«Límpiate primero, y cuando estés limpio, hablare-
mos». Fuera, pues, esa lacra, fuera. Si u^ted no se la
quita, verá qué peso tan grande, qué estorbo para
entrar en la vida espiritual. No podrá usted mover-
se, no podrá dar un paso... {Qon viveza impaciente.)
Pero qué, ¿será capaz de no hacer lo que le aconsejo?
— Basta, Leré, basta; no me riñas más... (Con efu-
sión.) ¿Tú lo quieres, tú lo mandas? Pues se hará. No
nece.sitas argumentarme, pues comprendo la razón y
la verdad con que hablas, la profundísima sabiduría
con que sentencias en este pleito. Mañana mismo me
planto allá, descuida, y... lo que tú dices; una de las
dos cosas. No hay que añadir que opto por la según-
192 B. PÉREZ G ALDOS
da. Sobre eso no puede haber duda. Rompimiento
absoluto. Si pudiera ir un poquito más lejos, y lo-
grara convencerla de que debe apechugar con el
primo... Pero verás tú cómo se resiste. Las mujeres
son el demonio...
^Gracias.
— Algunas, quiero decir.
— Pues yo creo que si usted corta las comunica-
ciones bien, pero bien cortadas, ¿eh?... qué sé jo, lo
pensará, y andando el tiempo puede que haj'a boda
con el de Bargas. Eso de desesperarse y tirarse por el
balcón es música. Las mujeres son más reflexivas
que los hombres, aprecian mejor su conveniencia, y
se curan más pronto y mejor de esos arrechuchos.
— Pero tú (con admiración), ¿cómo sabes eso? Tú lo
sabes todo.
— No es que yo lo sepa. Me lo figuro... En fin, lis-
to, á pagar esa cuenta del alma. Todavía le anda ron-
dando á usted el Demonio, y hay que darle á ese pe-
rro en los hocicos, darle tan fuerte que no se atreva
más con usted. ¡Triste cosa que para limpiar un hom-
bre su conciencia tenga que dar á una pobre mujer
tal trago de amargura! El mundo es así: la tristeza
en el reverso de la alegría. Lo que es bonito por una
cara, por otra es más feo que Judas. ¡Pobre mujer!
Pero el golpe le será provechoso, como una operación
de cirugía, que salva de la muerte. También ella,
cuando vuelva en sí del topetazo, se purificará. Si
fuera fácil casarla con ese otro, ¡qué triunfo! .. ¡A.h!
¿no sabe usted lo que se me ocurre en este momen-
to? {Riéndose.) ¡Qué cosas! Pues pienso que si lo toma
por su cuenta mi tío, les casa... porque hombre más
ÁNGEL GUERRA 193
casamentero no existe en el mundo, ni otro que con
más ardor tome las empresas que él llama de utili-
dad. ¡Vaya, que cuando quiso nada menos que casar-
me á mi...! El pobrecito delira por la familia, y ve
los bienes que están á corta distancia de la nariz, no
los que están un poquito más lejos. Le parece que si
falta el puchero se acaba el mundo, y no se acuerda
del pan celestial, de tanto como piensa en el de la
tahona. Debe de estar incomodado conmigo, porque
no viene á verme. Si va usted por allá, dígale cuán-
to le quiero, y que pido á Dios por todos... Estoy
tranquila, porque sé que nada ha de faltarles. Me lo
ha dicho... quien lo sabe. ¿Qué... se ríe usted de mi
seguridad?
—¡Yo... reírme yo! Ni por pienso. Cuando tú lo
dices, bien sabido te lo tendrás.
— Con que... volvamos al punto principal. Soy
muy machacona, y vuelvo á decirle que no deje
transcurrir el día de mañana sin dar ese paso. Cui-
dado. La primera vez que venga por aquí, ha de
traerme la noticia de que ha ido al vado de la ruptura
definitiva, ó á la puente del matrimonio. Yo no man-
do; no hago más que proponer.
— Llámalo como quieras. No habrá para mí mayor
gusto que llevar á la realidad tus ideas. Trázame una
línea recta, pero bien recta, y verás cuan decidido
la sigo sin desviarme.
— Pues, amiguito, ánimo y adelante. Ya que me
autoriza para señalarle el camino, sepa que aún es-
tamos muy á los comienzos, en lo llano y fácil. Le
prevengo que habrá cuestas, sí, que para un novato
como usted han de ser algo penosas. Pero hay que
2.* PARTE 13
194 B. PÉREZ GALDÓS
evitar el cansancio del caminante en las primeras
jornadas. Prepararse, tomar aliento. Recto, sí, muy
recto y seguro es el camino; pero vero usted qué
asperezas hay más adelante, qué guijarros erizados
de picos, qué malezas, qué zarzales, y sobre todo qué
pendientes... Por hoy no quiero asustar al pobrecito
viajero, no sea que se nos vuelva atrás.
— ¿Pero qué es ello? ¿Me impondrás sacrifiños, tra-
bajos, humillaciones del amor propio? Á todo estoy
dispuesto.
— Calma, calma. Ya llegaremos á las cuestas en
que el más pintado se rin.de. No conviene tampoco
sofocarse y echar los bofes en la primera jornada. A
su tiempo maduran las uvas. No se nos malogre la
cosecha por querer vendimiar temprano. Y por hoy
se acabó. Retírese, que es tarde.
Despidiéronse sin más ceremonia, y Ángel salió ya
casi de noche, lleno su magín de determinaciones
categóricas y su voluntad del propósito de obedecer
ciegamente. Esta capacidad afirmativa era un erran
consuelo para su conciencia, que se recreaba en la dia-
fanidad de sus propósitos, y en la derechura del cami-
no que por delante tenía. Por no ser tan recto el de
Guadalupe, la noche obscura y lluviosa, tardó bastan-
te en llegar allá.
VI
Y á la siguiente tarde, pues la mañana la perdió
en recibir y despachar á un emisario de D. Suero que
le llevaba unas cuentas, fué en busca de la nueva
casa de los Ba beles; y después de preguntar en todos
ÁNGEL GUERRA 195
los zaguanes de la Cuesta del Alcázar, dio con la ca-
verna allá por la plazuela de Capuchinos, esquina al
callejón de Esquivias, lugar de los más tristes de la
ciudad. En todo el camino y brujuleo de calles no
dejó de pensar en el extraño paso que daba, y si no
le vino al pensamiento ni por'un instante la idea de
desobedecer á Leré, tampoco tuvo dudas acerca de la
proposición que debía escoger entre las dos designa-
das por la santa. Descartado resueltamente lo del ca-
sorio, optaba por la despedida y separación absolutas,
ioQposibilitando hasta la probabilidad de deslices ul-
teriores, y además determinó que, si las circuDstan-
cias se presentaban favorables á una intervención
discreta para impulsar á Dulce á un buen arreglo
matrimonial con otra persona, las aprovecharía con
alma y vida. Todo lo llevaba muy bien estudiado y
previsto, sin que faltara un poco de plan económico
para asegurar á su examante los derechos pasivos, y
salvarla de la prostitución en caso de que así fuera
menester.
Apenas hubo empujado la roñosa puerta del za-
guán para entrar en el patio, de desigual y mal ba-
rrido suelo, sin arbustos ni adorno alguno, con plas-
trones de piedra, las paredes con la mitad del yeso
caído, todo de lo más desamparado, pobre y sucio
que en Toledo se podía ver; apenas al primer vistazo
se hizo cargo de la triste localidad, le salió al encuen-
tro la persona que buscando iba, la propia Dulce;
¡pero en qué facha, Dios poderoso, en qué actitudes!
El tristísimo espectáculo que á sus ojos se ofrecía,
dejó á Guerra suspenso y sin habla. Desmelenada,
arrastrando una falda hecha jirones, los pies en chan-
196 B. PÉREZ GALDÓS
cletas, hecha un asqueroso piügo, descompuesto y
arrebatado el rostro, la mirada echando lumbre, Dul-
ce salió por una puerta que parecía de cuadra ó co-
cina, y corrió hacia él echando por aquella boca los
denuestos más atroces y las expresiones más grose-
ras. Ángel dudó un momento si era ella la figura las-
timosa que ante si tenia, y algún esfuerzo hubo de
hacer su mente para dar crédito á los sentidos. La
que fué siempre Ja misma delicadeza en el hablar, la
que nunca profirió vocablo indecente, habíase troca-
do en soez arpia ó en furia insolente de las calles. La
risilla de imbecilidad desvergonzada que soltó al ver
á su amante, puso á éste los pelos de punta.
— Hola, canallita... ¿qué... crees que te quiero? —
gritó Dulce agitando las manos á la altura de los
ojos de él. — Ya no, ya no... Me caso con tu madre, y
maldita sea tu alma... ¡yema! ¡Qué feo eres, qué ho-
rroroso te has puesto, jé, jé, con la beati... con la bea-
titud...! Garando, lárgate de aquí. No sé á quién bus-
cas... no sé. Yo también me he santifiqui... fiquido,
ficado, jé, jé, y me caso con...
Horrorizado Guerra, buscó con los ojos á cualquie-
ra de la familia para que le explicase cómo hf^bía
descendido la infeliz mujer á tal degradación. En la
misma puerta por donde había salido Dulce, vio Án-
gel á doña Catalina y á un hombre, cuyas facciones
no pudo distinguir porque estaba muy adentro y la
tarde era de las más obscuras. La de Alencastre salió
al patio llevándose un pañuelo á los ojos en actitud
de estatua de sepulcro, y acercándose á Guerra, le
dijo con desmayado acento:
— La culpa es de ese infame Pito, que le enseñó el
ÁNGEL GUERRA 197
vicio feo... ¡Qué horror, qué ignominia! Creímos que
ya le había pasado este ciclón, y hoy se nos escapó,
y ¡cataplum! a la taberna. Estoy avergonzada, y le
pido al Señor que me lleve de una vez. Yo no pue-
do ver tales afrentas en mi casa... (Volviéndose á sv
hija^ que corría por el liaLio.) Dulce, hija raía, corde-
ra, princesa, sosiégate, mira, mira qué visita tienes
aquí... Nada, como si no. . Pues cuando se le pasa
cae en un estado de idiotismo que no parece sino
que se le seca el entendimiento. ¡Qué angustias pa-
samos par» que los amigos no la vean así, para que
su primo no sospeche...! Pero imposible disimular
más tiempo. La encerramos y nos atruena la casa, la
soltamos y nos abochorna, la privamos de toda be-
bida, y dice que se muere... Pues que se muera. Piér-
dase todo menos el honor, como dijo el otro.
Dos ó tres chicos habían empujado la puerta del
zaguán, ávidos de contemplar el para ellos gracioso
espectáculo, y doña Catalina se puso á dar gritos:
«Cerrar, cerrar, que se nos escapa».
En efecto, la pobre Dulce iba disparada hacia la
puerta, cuando salió el hombre aquel, en quien Án-
gel reconoció al mayor de los Babeles, Arístides, y
echó la zarpa á su hermana, quien, revolviéndose
contra él, le puso todas las uñas en la cara, acompa-
ñándolas de terribles insolencias: «Maldita sea tu
sangre, vil, canalla, santurrón, chupa-cirios... Me
caso con tu alma, y con la ladrona de tu madre...»
Arístides forcejeó para llevarla adentro; ella se de-
fendía con nerviosa fuerza, empleaba él los achucho-
nes, echábale mano á los brazos, al pelo, cuidando de
defender el suyo, y por fin la dominó y se la llevó,
198 B. PÉREZ GALDÓS
como á res brava, al cavernoso aposento de donde
habían salido. Doña Catalina, en tanto, invocaba con
patéticos chillidos á todas las potencias celestiales, y
se metió también en la lóbrega cueva, diciendo: «No
la maltrates, hijo, por Dios; ten paciencia... ¡Ay Dios
de mi vida, qué desgracia!»
Guerra sintió desde el patio algo como encontro-
nazos, traqueteo de lucha, sofocadas exclamaciones,
y por fin el resoplido del domador victorioso confun-
diéndose con el resuello intercadente de la fiera.
Nunca había sentido horror semejante ni presencia-
do espectáculo tan lastimoso. Huyó despavorido de
toda aquella vileza, de todo aquel oprobio, y se puso
en la calle.
Pero no había dado veinte pasos, cuando sintió
irresistibles ganas de volver. ¿A qué? No lo sabía. De-
túvose perplejo un instante, y antes de que se resol-
viera, pasos presurosos sonaron tras él. Un hombre se
le acercó, Arístides, que no tardó en abordarle con
tono y modales impertinentes, diciéndole:
— Tú erí»s responsable, tú, de la situación vergon-
zosa de esa desgraciada.
— ¡Yo! — replicó Guerra, rechazándole con despre-
cio. — Y aunque lo fuera, ¿quién eres tú para exigir-
me esa responsabilidad?
— Soy su hermano, y basta.
— ¿Y á mí qué?
— Tenemos que hablar.
— Yo nada tengo que hablar contigo.
— Pues yo contigo sí.
Y como hiciera ademán de detenerle, Ángel le
empujó con fuerza lanzándole hasta la pared de en
ÁNGEL GUERRA 199
frente, en el angosto callejón de Capuchinos. Siguió
adelante, creyendo que el importuno no le persegui-
rla más; pero al llegar al Corralillo de San Miguel,
otra vez le sintió detrás^ y oyó una voz trémula que
decía: «no te escapas, no; tenemos que hablar».
Terminaba el día, y el cielo brumoso anticipaba la
obscuridad nocturna. El frío era intenso, pavorosa la
soledad en aquellos términos altos y excéntricos del
desmantelado pueblo. No se veía un alma, ni ser vi-
viente, como no fuera algún murciélago de los que
anidan en la torre de San Miguel el Alto. ¡Triste y
uraño lugar! Por arriba casuchas informes que habi-
tadas se desmoronan, desoladas ruinas, vestigios de
nobles monumentos cuyos olvidados nombres tarta-
mudea la Historia por no saber pronunciarlos clara-
mente. Luego, la explanadn polvorienta que conclu-
ye donde principia el cantil del Tajo, y al extremo
inferior el pedregoso abismo, en cuyo fondo brama
el río.
— Pues habla y revienta si quieres — dijo Guerr^i
parándose, decidido á concluir pronto.
— Repito que eres responsable del estado de igno-
minia á que ha venido á parar mi pobre hermana, y
no tienes más remedio que aprontar una indemni-
zación.
El carácter autoritario, despótico y algo insolente
de Ángel estalló al fin, manifestándose primero en
una carcajada, después con estas expresiones zumbo-
nas y provocativas:
— ¿Con que indemnización y todo...? ¡Bravo! En
eso mismo había pensado yo.
— No lo eches á broma. Por culpa tuya ha perdido
200 B. PÉREZ GALDOS
proporciones muy ventajosas... Piénsalo bien, Ángel,
y decídelo pronto, pues no me voy de Toledo sin arre-
glar este asunto, sin dejarte convencido de que no
se juega impunemente con el honor de una familia.
— Tu dichosa hermana, ¡pobrecita! ha caído muy
abajo, muy en lo hoado... {Con amargura.) La com-
padezco, bien lo sabe Dios. Pero por mucho que cai-
ga no llegará á [^ profundidad en que estáis vosotros,
tú, y toda tu casta infame.
— Si me injurias, no te espantes luego de que
te obligue á tragarte tus palabras. íFn aciiívd de
ataque.)
— Como no me trague yo tu alma indecente. fOie-
go de ira.) Hace un momento, cuando salía de tu casa
después de presenciar una escena repugnante, la
conciencia me remordió, acusándome de cobardía. Al
retirar de mi vista á tu desgraciada hermana, la tra-
taste sin ninguna consideración. Desde el patio pude
hacerme cargo de tu brutalidad. No me decidí á in-
tervenir; pero al encontrarme fuera, parecióme que
era yo tan miserable como tú por no haberte ense-
ñado la delicadeza y humanidad que debías á tu her-
mana. Aún es tiempo, y tú mismo, conociendo que
eres merecedor de una paliza, vienes á que yo te la
dé. Si te contentas con que te diga que eres un mi-
serable y un bandido, ahórrate los palos y lárgate.
— ¡Ah, trasto, me injurias, porque traes armas, y
sabes que yo no las llevo nunca! [Con aturdimiento.)
Citémonos cuándo y donde quieras.
— ¿Armas yo? No traigo nioguna; per^' sin armas,
verás cómo te mato ahora mismo. {Abanlamándose
á él.)
ÁNGEL GUERRA
201
— Alto allá, bruto. (Retirándose de un salto atrás.)
No arreglan así sus querellas las personas decentes.
— ¿Pij.es cómo, cómo? [Corriendo hacia él.J ¡Decen-
te tú!
Arístides, que se había lanzado á tan temeraria re-
solución engañado por la fama del cambio en el ca-
rácter de Guerra, comprendió tarde su error. Quiso
huir; pero no pudo, porque el otro le echó la garra al
pescuezo, le derribó, y poniéndole una rodilla sobre
e: vientre, le estrujó con insana violencia, arrojándo-
le cara á cara las expresiones más horribles y desver-
gonzadas de la ferocidad humana. Ebrio de furor, Án-
gel obedecía á un ciego instinto de destrucción \en-
gativa que anidaba en su alma, y que en mucho tiem-
po no había salido al exterior, por lo cual rechinaba
más, como espadón enmohecido al despegarse de la
vaina roñosa. El temperamento bravo y altanero re-
surgía en él, llevándose por delante, como huracán
impetuoso, las ideas nuevas, desbaratando y hacien-
do polvo la obra del sentimiento y de la razón en los
últimos meses.
De la boca de Arístides salía un ronco aullido.
Pero tan violentamente le sacudió su contrario, gol-
peándole la cabeza contra el suelo, que al fin no mu-
gía ni siquiera respiraba. Cuando Guerra le soltó, el
barón de Zancaster parecía muerto.
Lo primero que se le ocurrió al agresor después de
contemplar un rato á su víctima, fué escapar de allí.
Dudaba... Apartóse, volvió, se alejó de nuevo, y por
fin, impulsado de un egoísmo tan ciego y tan fuerte
como antes lo fué su encono, se escabulló por la tor-
tuosa pendiente que conduce á San Lucas. Pasó al
202 B. PÉREZ GALDÓS
barrio de Andaque, siguiendo por las Carreras hasta
los Güitos, y de alli al puente de San Martín. El lar-
go y accidentado viaje desde el Corralillo hasta el ci-
garral devolvió lentamente á su espíritu la sereni-
dad para juzgarse, y pudo apreciar el lastimoso caso.
— Le he matado... he matado á un hombre — se de-
cía, oyendo el tumulto de su conciencia sublevada. —
No hay duda de que le maté... le estrangulé. . Sí...
paréceme que siento aún entre mis dedos el cuello
estrujado, y que oigo los golpetazos del cráneo con-
tra el suelo. Imposible que haya quedado vivo... ¡Qué
bruto soy! Cegarme así... ¡Qué dirá ella cuando lo
sepa!... Acción impropia de un creyente, de un cris-
"tiano... ¡Vaya un amor al prójimo, vaya una caridad!
Al llegar á Guadalupe, no penetró en la cocina,
donde ya estaban reunidos esperándole sus deudos y
sirvientes. No quiso cenar: metióse en su cuarto, y
alli se dio á discurrir sobre la nefanda acción que ha-
bía lanzado de nuevo su alma á los abismos del error.
Pero si con saña se acusó, como fiscal concienzu-
do, también pasaba revista á los hechos que atenua-
ban su delito. «¡Vaya que salir á pedirme indemni-
zación de daños y perjuicios! ¡Que una familia de es-
tafadores y perdidos se permita tal insolencia! Si le
doy ó no para que viva decentemente, eso es cuenta
mía; pero salir con aquel aire de matón á exigirme...
Y en fin, todo esto con ser de lo más indigno, no ha-
bría justificado mi proceder. Pero la brutalidad de ese
cobarde con su hermana.,. No, esto no podía yo tole-
rarlo. El santo más pacífico del Cielo s'í hubiera pues-
to como un león ante escena semejante. Aún me acu-
so de que salí del patio sin poner un correctivo á tan-
ÁNGEL GUERRA 203
ta vileza... Recuerdo que me detuve con ánimo de
meterme de nuevo en la casa y enseñar al miserable
la manera de tratar á una pobre mujer trastornada y
enferma. Pero él se anticipó á mi furor, poniéndose-
me delante en. tan mala coyuntura que... le deshice;
no me queda duda de que es cadáver. Mañana se le
encontrarán ?llí... Nadie nos vio; pero yo no he de
permitir que acusen á un inocente, y me declararé
autor del delito... (Con desaliento.) ¡Vaya que inaugu-
ro bien mi nueva existencia! Un homicidio, nada me-
nos que un homicidio es mi primer paso en ese cami-
no que me ha trazado la bendita Leré! ¡Ay, cuando
ella lo sepa! ¿Qué pensará de mí? Me creerá incapaz
de corrección, perdido para siempre. Tiemblo de que
lo sepa, y si pudiera decírselo en este momento, se lo
diría, contándole el espantoso caso con absoluta ve-
racidad. ¿Y qué me dirá, qué me aconsejará, cuál será
su idea para limpiarme de esta mancha horrible que
ha caído en mi alma? Discurre, Leré, discurre la sal-
vación de tu amigo, que al dar un paso ordenado por
tí, se ha caído en esta sima de infamia. Ya que le
mandaste ir allá, sácale ahora, y enséñale á no vol-
ver á caer.»
VII
Sin poder conciliar el sueño, pasó toda la noche
oyendo cantos de gallo, rumores quejumbrosos del
viento en las tejas y en las ateridas ramas secas de
las higueras del corral, sones con los cuales se con-
fundía el clamor austero de- su conciencia comentan-
do el terrible homicidio y "sus resultas. La máscara
204 B. PÉREZ OALDÓS
griega con los pelos erizados le volvió á visitar, po-
niéndosele junto á las almohadas, y para que la no-
che fuera más lúgubre, Jusepa habia dejado abierta
una ventanilla del desván, y con el viento se abría
y se cerraba, produciendo al roce de los mohosos goz-
nes un lastimero quejido, semejante al lloro d3 una
criatura, y después un portazo seco, como si alguien
llamara con aldaba por el techo descolgándose de las
nubes.
Por la mañana su intranquilidad aumentó. Cada
vez que sonaban pasos creía ver entrar á alguno con
la noticia del hallazgo del cadáver. Lnposible que
Arístides estuviese vivo, pues aun suponiendo que
no muriera de los golpes, como quedó exánime en
aquel páramo, perecería helado seguramente, pues la
temperatura había descendido hasta dos ó tres grados
bajo cero. Para salir de tal incertidumbre ocurriósele
enviar á D. Pito á enterarse de lo que ocurría; pero
surgió una dificultad grave, que puso la contera á la
desesperación y aburrimiento del dueño del cigarral.
Estaba de Dios que el día fuera trágico. Nunca viene
sola una desgracia, y parece que el Hado las envía
en cuadrilla para que no se pierdan por el camino.
Fácilmente se comprenderá el asombro y consterna-
ción de Guerra, cuando al salir en busca de su prote-
gido para encomerdarle el mensaje, se le encontró
descalabrado, con un pañuelo por la cara, hecho un
energúmeno, casándose con todo lo divino y lo hu-
mano.
Lo ocurrido fué como sigue: Grandes confianzas se
tomaba D. Pito con el rústico Tatabuquenque, y de
las confianzas por una parte y otra nacía el continuo
ÁNGEL GUERRA '¿Ob
porfiar sobre cualquier cuestión. A poco de correr
juntos por el monte en bucólica libertad, el marino
empezó á ver en su compañero un ser de raza infe-
rior, y como á tal le trataba, induciéndole á ello las
ignorancias y candideces bertoldinas ael guardador
de cabras. A su vez, Tirso veía en su compañero un
orate, un estrafalario que no decía cosa alguna al
derecho, y el respeto que al principio le tuvo íbase
trocando en socarronas burlas. Era gracioso oírles
disputar sobre astronomía. D. Pito, que se sabía de
memoria la bóveda celeste, y la llamaba su misal, se
mofaba de las estúpidas supersticiones del pastor,
entre las cuales las había muy donosas, como, por
ejemplo, que las gallinas ponen ó dejan de poner se-
gún esté más ó meros levantado sobre la raya (el
horizonte) el rabo de la Osa Mayor; que cuando vie-
nen siete noches seguidas sin que se vea claro el Can
Grande, todos los recentales nacen con una oreja
negra.
Escuchando estas ingenuas teorías, el capitán solía
pegar á Tirso con la tralla suavemente azotitos de
amistad, sin más consecuencias que la de reírse los
dos y el rascarse el bárbaro con un poco más de fuer-
za de uñas. Pero un día, charlando en buena confor-
midad, se dejó decir D. Pito un desatino geórgico de
los más garrafales, á saber: que las abejas tienen pa-
rentesco con el gusano de seda; que éstos ponen hue-
vos, de que salen las fabricantas de miel, y qué sé
yo. Naturalmente, él sabía mucho de cosas de mar y
cielo; pero en las de tierra adentro no daba pie con
bola. Lo mismo fué oir el otro tal barbaridad, que
soltar una carcajada burlona y rebuznante, que exas-
206 B. PÉREZ GALDÓá
pero al viejo marino y le sacó de quicio. En aquel
momento vio una distancia casi infinita entre su per-
sonalidad como raza y la de Tatabuquenque, y éste se
le representó como el infeliz etiope cazado y vendido
en los arenales africano?. Los instintos de inhumano
esclavista renacieron en él con insano coraje, y em-
pezó á ceñir con la tralla el cuerpo del rudo pastor,
dándole con toda su fuerza, sin piedad, frenético, re-
chinando los dientes. Tratábale como á un animal
bravio que se quiere domar. Pero Tatabuquenque,
aunque salvaje, tenía sin duda su dignidad celtibé-
rica bajo aquella corteza tosca, y no pareció dispues-
to á dejarse tratar tan á lo africano. Aguantó los pri-
meros golpes con humildad de siervo; pero al quinto
ya no pudo más ¡jóo! y convertido de manso en fiero,
y de inferior en igual, saltó furioso, y agarrando la
primera piedra que encontró á mano, se la disparó al
esclavista con toda su fuerza y certera puntería, dán-
dole en la cabeza, que gracias á la gorra de piel no
quedó partida en dos. Y ya se disponía á tirar la se-
gunda, que de fijo habría dado al lance una termi-
nación funesta, cuando D. Pito, vencido y maltrecho,
se retiró del campo bramando: «Cuadrúpedo, me has
roto la cabeza. ¡Me caso con tu madre! ¡Lástima de
agua del bautismo que te echaron! ¡Me caso...! Si es-
toy soltando un rio de sangre... La culpa tiene quien
se pone á jugar con jumentos. Vaya una coz... ¡Ye-
mas!»
Y no se cuidó de perseguir á su agresor, porque
tuvo que acudir á la casa para restañarse la herida y
aplicarse á ella un poco de bálsamo, vulgo caña, pues
con esto, como buen 'obo de mar, se curaba todo, lo
ÁNGEL GUERRA 207
de dentro y lo de fuera. Lavada la contusión y visto
que no era grave, se la tapó con un pañuelo para evi-
tar el frío, y no hacía más que rezongar jurando y
perjurando que cuando cogiese á tiro al cafre de Ta-
tabuquenque, le había de convertir todo el cuerpo
en un puro cardenal. «¡Ah! — se decía, — si D. Ángel
lo permitiera, ¡qué magnífica bestia, domándola bien,
para dar vueltas á una noria!... Lo que yo digo: el
mundo está perdido con esta libertad que hay ahora
y esta igualdad de pateta. ¿Por qué hemos de ser to-
dos iguales, todos amos, todos señores? ¿Por qué no
se ha de establecer que los brutos y zopencos, como
este pedazo de botentote, sean declarados inferiores
y se les pueda vender y comprar para que trabajen á
las órdenes de un buen vejuco? Pero no hay caso, y
los prohombres suspiran y lloriquean cuando se habla
del latiguito y del grillete. Pues asi va el mundo, y
así anda la riqueza pública, y asi está el'trabajo de
las haciendas. Todo perdido, y día llegará ¡Garando!
en que nadie vea ni el vislumbre de una peseta».
Metido en estas murrias tétricas, vendada la cara
y dándose á los demonios, le encontró Ángel, que
sorprendido del accidente, se lamentó de que su des-
tino le perseguía con espectáculos de sangre. Su
mente excitada y propendiendo al simbolismo, vio
en la colisión de D. Pito con el salvaje un ejemplo de
las embestidas de la civilización á los pueblos vírge-
nes, para ilustrarlos haciéndolos desgraciados; vio el
descubrimiento de América, el empuje de la civiliza-
ción hacia Occidente, y otras muchas cosas que se
le fueron del magín ante la idea concreta que tenía
que exprssar. Su deseo era oue D. Pito, sobreponién-
208 B. PÉREZ GnLDÓS
dose al dolor de la descalabradura, fuese á Toledo á
enterarse de si Aristides era ó no cadáver, de si la
policia andaba en averiguaciones, etc.
No se mostraba pesaroso el capitán de que su so-
brino hubiese pasado la línea. «Nada se pierde —
dijo, — con que ese párvulo rinda viaje, porque ha
sido el azote de toda la familia, hombre capaz de ven-
der á su madre por un café con tostada. Es mi tema,
don Ángel, y no hay quien me saque de él. La socie-
dad debia tomar una determinación con tantísimo
tunante y tantísimo holgazán. Debiera hacerse una
leva de ellos cada poco tiempo, y colocarlos á traba-
jar, mediante un tanto por cabeza. Llámelo usted es-
clavitud... ¿Y qué? Yo no me asusto de ninguna pa-
labra, aunque suene á demonios. Pues sea esclavitud,
Garando, ó llámelo usted el trabajo obligado de los
que no quieren trabajar. Crea usted que con este ten
con ten habría más dinero, y nadie dejaría de tener
su tanto más cuanto».
Pero en fin, estas disquisiciones no eran del mo-
mento. Avínose á desempeñar la comisión, como
hombre de buena pasta, y después de arreglarse el
cariz con parches de papel engomado de sellos, por no
haber á mano tafetán inglés, partió con instruccio-
nes precisas de su amigo, y orden de volver lo más
pronto posible.
Pero estaba de Dios que á Guerra le saliese todo
mal en aquel tantas veces aciago día, porque llegó la
noche, y D. Pito sin parecer; dieron las nueve, las
diez, y nada. Ángel se abrasaba en impaciencia, mal-
diciendo á los Babeles de una y otra rama. La noche
fué también de prueba, como la anterior, de cavila-
ANQEL GUERRA 209
ciones y pesadillas trágicas. Por fin, á la maüana si-
guiente, sobre las nueve, vio recalar al mensajero por
la cuesta arriba con una calma chicha capaz de des
esperar á la misma paciencia. Bajó á su encuentro, y
la cara de consternación que el viejo traía le dio muy
mala espina. «Vamos — se dijo, — le maté... y ¡qué re-
medio! ¿Para qué me insultó él?
— ¿Pero no sabe usted lo que pasa? — dijo el capitán
poniendo en su rostro toda la aflicción humana, la
cual contrastaba con lo grotesco de los parches.
— ¿Qué ocurre, hombre? ¿Qué nueva desgracia me
anuncia?
— Pues pasa que ese mequetrefe... está tan vivo
como usted y como yo.
— Yamos, me alegro.
— Pues yo no. Ayer bajé con la esperanza de en-
contrarle difunto. ¡Qué Garando! ese no muere á dos
tirones. Hay que darle muchos batacazos, y luego
ponerle encima á Tatabuquenque para que le patee
de firme y haga salir el alma... porque si no, no sale
la muy tal... Pues verá usted. Me le encontré en su
casa, acostado, la cabeza vendada por aquí y por allá,
con parchecicos de papel de sellos, como estos míos.
Nuestras dos caras parecían cartas que se iban á echar
al correo.
—¿Y qué dice, qué cuenta?
— Veinte mil papas. Arxó la historia de que, yendo
de paseo por detrás de San Miguel, con el obscuro se
le fué una pata y resbaló por aquel cantil y por poco
no la cuenta. Ni más ni menos. A mi sobrina no la
vi. Estaba mala, y no permitían que nadie entrase en
su camarín. Por cierto que mi cuñada me echó un
2.' PARTE 14
210 B. PÉREZ GALDÓS
chorretazo de injurias, y tuve que cuadrarme para
conseguir que me dejaran pasar allí la noche, sobre
una alfombrita en mitad del pasillo, después de dar
una vuelta por la ciudad. Mi hermano, inflado de or-
gullo, parece el globo cautivo, porque la inspección
esa le rinde, sí que le rinde un buen sobordo. Por
cierto que estando yo allí, arribó el cura ese Casado,
¡me caso...! que parece que lleva careta de chimpancé
para que no le conozcan, y estuvieron picoteando
sobre la manera de curar á Dulce de esa locurilla que
tiene. Despotriques y más despotriques echaba el
clérigo por aquel pulpito de su boca, y eran como
sermón ó letanía. Catalina lloraba, y Simón se per-
signaba, y entre todos parecían llamar á la Virgen
del Carmen para que acudiese en soco''ro de la fami-
lia. Me dormí, y no me enteré de nada más. Por la
mañana con la fresca, cuando ninguno daba acuerdo
de sí, solté las amarras callandito, y me zafé de la
casa condenada, di avante toda, y pim, pam, demo-
rando para el cigarral. ¡ Ay, cuánto mejor se está aquí
que en ese pueblo que parece el país de los azacanes,
con aquellas cuestas que desloman, las calles oliendo
á incienso, y luego tanta iglesia, tantísima iglesia...
Que á Guerra se le quitó un gran peso de encima
con estas informaciones, no hay para qué decirlo; y
ya no se cuidó más que de poner el suceso de autos
en conocimiento de su excelsa amiga. Su impacien-
cia le hizo anticipar la visita, y llegó al Socorro an-
tes de la hora de costumbre, viéndose obligado á es-
perar un baen rato. Aparecieron en el locutorio Leré
y Sor Expectación, y Ángel abordó desde luego el
asunto, refiriéndolo con escrupulosa sinceridad. Gran-
ÁNGEL GUERRA 211
de fué su sorpresa cuando la novicia, á la nfitad del
relato, le dijo sonriendo que no siguiera, porque es-
taba al tanto de todo.
— Pero, hija, ¿tú tienes el don de adivinar, ó qué
es eso^ Nada te cuento que tú ignores. Tu ciencia me
pareceria magia, si no fuera santidad ó luz del Cielo.
— Déjese usted de magias, de santidades y de lu-
ces — replicó la maestra riendo. — ¿A qué buscar expli-
caciones caprichosas á lo que es tan natural y senci-
llo? Vivimos en un pueblo pequeño, donde no hay se-
cretos, y en esta casa aunque parezca mentira, retum-
ban todas las murmuraciones del vecindario. No que-
remos averiguar nada, y nos lo traen calentito. La
madre de una de nuestras compañeras es vecina de esa
doña Catalina, y por ella supimos los escándalos de
aquella casa, y que al hijo mayor 1 3 habian traído en-
tre cuatro, todo lleno de contusiones. Oir yo esto, y
sospechar lo que usted ha venido á contarme fué todo
uno. ¿Es esto don de adivinar? No lo sé. Ello fué que,
como si me susurraran al oído, entendí que había ocu-
rrido algún choque entre usted y ese sujeto, cuyo
nombre no sé. «Nada — pensaba yo, — el fue allá con
las disposiciones más pacíficas, conforme á lo que ha-
blamos; pero el diablo lo enredó. Puede que saliera el
hermano ese con alguna quijotada, y, lo que sucede
entre hombres de carácter fuerte, dejaron correr con
demasiada libertad las palabras, y cuando quisieron
recordar, ya la cólera había tomado vuelo, y las ma-
nos se dispararon solas».
— Así en efecto fué, así...
— ¡Qué le hemos de hacer! — dijo Leré suspirando
con tristeza. — De todo esto resulta una verdad des-
212 B. PÉREZ GALDÓS
consoladora, y es que el carácter, el temperamento
no se pueden reformar. La razón manda mucha fuer-
za, la piedad y la fe más todavía; pero las tres juntas
no pueden variar la naturaleza de las cosas. Con todo,
si el carácter no se modifica, puede domarse con es-
fuerzos de la voluntad sobre sí misma, repitiéndolos
sin descanso un día y otro. El que consiga este triun-
fo sobre su propia ferocidad, el que sepa acorralar y
tener encadenada su cólera, sintiéndose consecuente
consigo mismo en su interior, y al propio tiempo due-
ño y carcelero de sus instintos malos, ese esttirá pre-
parado para la vida eterna y gloriosa y como hemos
convenido fcotí gracejo) en que es preciso salvarle á us-
ted á todo trance, tiene usted que prestarnos ayuda,
empezando por nombrarse cabo de vara de sí mismo.
— Acepto el empleo, y díme cómo se empieza, para
entrar pronto en funciones.
— Amigo D. Ángel, hay que usar con usted un poco
de tiranía y de crueldad. Sino metemos en cintura
ese carácter, nos hará una jugarreta el mejor día. Y
para la doma, ya lo sabe usted, no hay mejor maestro
que el látigo. Prepárese usted á descargar sobre su
carácter una mano de zurriagazos de los que levantan
tiras de pellejo y duelen horriblemente. Si lo trata
usted con blandura, no adelantaremos nada con ese
picaro. Con que prepararse...
— En ello estoy. Venga ese látigo, y yo te juro que
me pondré como un Eccehomo — replicó Ángel, tan
fascinado por la bendita hermana del Socorro, que
ante ella rendía la voluntad y el alma toda, como el
caballero andante ante la señora ideal de sus pensa-
mientos.
ÁNGEL GUBRRA. 213
VIII
— Pues manos á la obra — dijo la maestra.
— Me Yeo precisada á recetar, como primer discipli
nazo, uno que ha de ser muy fuerte, muy doloroso.
Pero usted se empeña en que sea yo su domadora, y
yo lo acepto. Y hay má.^: quiero lucirme, se me figura
que me "voy á lucir. ¿Me dejará usted mal? Dios me
ha dicho á mi: «tráele, tráele», y yo he respondido:
«Señor, no tengo fuerzas, no valgo para fiera de tanta
bravura», y Él me vuelve á decir: «tráele, le has de
traer». De usted depende que yo me luzca ó me des-
acredite. Vamos al caso. Pegúele, pegúele á su carác-
ter un golpe tremendo, pero tan tremendo, que de
ese primer trastazo se quede entontecido. En estas
batallas no se debe empezar por poco, sino por mucho,
imponiéndose por el terror desde el primer momento.
— Pues ordena. Mándame lo que gustes. (Inquieto.)
¿Es terrible el sacrificio que me vas á imponer?
— Muy terrible.
— No me importa. Mejor.
— Sacrificio del amor propio, que es el mequetrefe
que todo lo echa á perder, y el verdadero jaleador
del temperamento. Hay que empezar por darle al
amor propio una tunda que le deje rendido, muerto y
sin ganas de volver á meterse en camisas de once va-
ras. El primer paso es tan sencillo como doloroso: tie-
ne usted que ir á ese hombre y pedirle perdón de los
ultrajes de palabra y de obra que le infirió.
Guerra se quedó un rato sin habla. Toda la sangre
se le subió á la cabeza.
214 B. PÉREZ GALDÓS
— Sí, SÍ — dijo al fin torpemente. — Pero advierte
que Arístides es un mal hombre.
— Eso no nos importa. {Oon calor y autoridad.) Pues
no faltaba más sino que el perdón de las injurias estu-
viera ¡subordinado á condicionales que le quitaran
todo su valor. ¡Que es un pillo! Pues si no lo fuera
¿qué mérito tendría usted en pedirle perdón? Si el
pillo fuera usted y él la persona decente, ¿qué me-
nos podía hacer que ir y decirle: «te ofendí; per-
dóname». Siendo él quien es, resulta la humilla-
ción, sin la cual no hay caso, amigo D. Ángel. Se
trata de que el soberbio se humille, se desdore, mun-
danalmente hablando, y aprenda á despreciar las ca-
tegorías humanas, la falsa dignidad del mundo. Se
trata de imitar á Jesucristo, y no necesito decir más.
ó le imitamos, ó no le podemos adorar como es de-
bido. ¿Está usted dispuesto á imitarle? Pues empiece
por amar á los que le aborrecen; empiece por piso-
tear su orgullo; empiece por no hacer distinciones en
el prójimo. No hay más que un prójimo, el hombre,
sea quien sea; si es samaritano, mejor. [Otra vez en
tono festivo.) ¿Con que le parece demasiado fuerte el
primer zurriagazo? Pues hay que estrenarse dando
de firme. Si no, la fiera creerá que es cosa de juego.
¿Qué quería usted? ¿Decir, como Sancho, que se con-
formaba con los azotes, y luego apartarse á un ladi-
to, y sacudir contra el tronco de un árbol, mientras
el pobrecillo D. Quijote, rosario en mano, contaba los
falsos azotes como buenos? No, eso no vale conmigo,
señor D. Ángel. Usted ha querido ponerse en estas
manos, y estas manos han de poder poco ó han de
llevarle á usted, aunque sea á rastras, á una patria .
ÁNGEL GUERRA 215
más bonita, donde todo es gozo, paz, divinidad. ¿Va-
mos juntos ó se queda usted? Sentiría dejarle atrás.
Pero si ha de seguir, tenga valor; acepte la discipli-
na que se le impone, porque, créame, no hay otra.
La ley es clara, sencillísima, y un niño la entiende.
[Angela mirando al smIo, no decía nada.) ¿Le parece
fuerte? Piénselo, y si lo que le aconsejo, porque no
es mando, sino consejo, si lo que le aconsejo le pa-
rece un disparate, y se propone tomarlo á broma,
despídase de la consejera porque no volverá á ver-
la más,
— No, eso no, no — dijo el penitente, saliendo de su
estupor como si le dieran una cuchillada. — No he di-
cho que me parecía un disparate. Al contrario, es
hermosa idea, más que hermosa sublime, y lo subli-
me... no digo yo que se haga; pero se intenta, sí, lo
intentaré. El intentarlo sólo... No me digas que no
me verás más, porque me vuelvo loco, y entonces,
ya tienes á la fiera en campaña otra vez... Conveni-
do, convenido en que pediré perdón á ese... á ese...
sea lo que quiera... Tienes razón.
— Y no sólo pedirle perdón — insistió la maestra
con implacable rigor disciplinario, — sino favorecerle
en cuanto haya menester, auxiliarle si se ve en ne-
cesidad, tratarle, en fin, como la persona á quien
usted más quiera.
— Convenido, convenido — repitió el discípulo, y
no dijo más porque era todo pasión, y no hacía más
que sentir hondo, incapaz de razonar.
— Bueno, estamos conformes.
Una campana que tocaba desesperadamente, lla-
mando no sabemos á qué, puso fin á la conferencia,
5:16 B. PÉREZ GALDÓS
de la cual salió Guerra en un estado de aturdimien-
to imposible de describir.
— ¡Pedir perdón á Arístides! — murmuraba, cami-
no del cigarral, y cada vez que esta expresión salía
de sus labios, iba seguida de un suspiro capaz de
mover la veleta ae la torre de la Catedral. — Y con-
vengamos en que tiene razón: esa es la doctrina, esa,
y no hay otra.
En tanto Leré, recogida en la celda que con otras
dos novicias habitaba, pensó aquella noche que qui-
zás había extremado un poco las primeras medidas
disciplinarias, y temía que la dureza del tratamien-
to impuesto hiciese flaquear el ánimo del neófito.
Cavilando en esto parte de la noche, vino al fin á sa-
car en limpio, quizás por inspiración de lo alto, que
lo dicho bien dicho estaba, y que al principio era
cuando más falta hacía el rigor, porque si se andaba
con paños calientes en cosa tan grave y males tan
antiguos y rebeldes, todo se echaría á perder. Sos-
túvose, pues, en la firmeza y rigor de su método co-
rreccional, y dio por bien dispuesto lo del perdón de
las injurias. Pero ya que no podía quitar ni un ápice
del peso arrojado sobre la voluntad de su protegido
espiritual, quiso allanarle el camino y facilitarle la
manera de recorrerlo cuesta arriba con carga tan
abrumadora. Para esto discurrió escribirle, dándole
reglas de procedimiento espiritual que convirtieran
en fác'l y hacedero lo que le parecía tan difícil, y
dos horas de la mañana empleó en redactar la epísto-
la, muy pensada, muy clara y persuasiva. Dicho se
está que todo esto era con la venia de la superiora,
á quien dio á leer la carta antes de enviarla; y á na-
ÁNGEL GUERRA 217
die sorprenda que tal carteo se permitiera alguna
vez á la novicia, pues con su carácter y su talento
llegó á cautivar de tal modo á las hí^rmanas que sien-
do de las últimas en la casa parecía de las primeras,
y no teniendo autoridad canónica, parecía tenerla
por el acatamiento tácito que allí se le prestaba.
Otra razón menos espiritual habría que añadir á las
anteriores para que se comprendiera lo bien recibido
que era en la Congregación cuanto á D. Ángel se re-
fería, y es que éste atendía generoso á las necesida-
des presentes de la casa, y se esperaba de él que
acudiese á mayores necesidades del porvenir.
Ildefonso, que casi todos los días iba por allá, fué
portador de la carta con gran contento suyo, y en
cuatro brincos se puso en el cigarral, donde encontró
al amo arrimado al añoso tronco de im olivo, ojeroso,
pálido y meditabundo. Mientras el monaguillo, apo-
derándose de la burra, cabalgaba por aquellos campos
con más orgullo que si montara el Babieca del Cid,
Guerra leyó la carta, y la lectura hizo en su alma el
efecto de una inundación de luz, tales cosas sabias,
profundas y que llegaban al alma escribió en ella la
bienaventurada de los ojos saltarines, con aquel estilo
sencillo y categórico, claro como la luz y contun-
dente como la maza de Fraga,
Entre otros conceptos, que por demasiado extensos,
ó por ser ampliación de lo que de palabra expuso
Leré, no se consignan aquí, la carta contenía lo si-
guiente: «Decir á usted que la disciplina que se ha
impuesto no es penosa, sería engañarle. Penosísima
es, intolerable, y tan superior á lo que ordinariamente
llamamos sacrificios, que pocos habrá quizás entre
218 B. PÉREZ GALDÓS
los nacidos que la puedan resistir. De seguro, muchos
que intentaran lo que usted, se volverían atrás en
cuanto se vieran cerca del objeto, porque no hay cara
más fea que la del amor propio descalabrado, ni nada
que chille y vocifere tan escandalosamente como esa
conciencia postiza que llaman ustedes honor, ver-
güenza ó dignidad. Duro trabajo es el de usted, y yo
no he de hacerle el disfavor de achicárselo con frases
atenuantes, que serían el estímulo de la cobardía.
»Lo que sí haré es recomendarle medios para ro-
bustecer su alma y prepararla al gran combate, me-
dios confortativos sin los cuales es difícil que salga
victorioso. Amigo D. Ángel, hay que pedir á Dios
gracia, sin la cual no adelantaremos nada; hay que
vigorizarse con la oración, con la asistencia á los ac-
tos del culto, con el cumplimiento de las prácticas
sacramentales que manda nuestra madre la Iglesia.
Reconozca usted que en esto hemos andado muy des-
cuidados; pero ya no se puede dilatar más cosa tan
esencial. Parecióme que la disposición interior debía
preceder á todo lo pertinente á la forma. Pero ya la
forma se nos impone; la forma reclama su fuero, y"
hemos llegado á un punto en que sin forma no pode-
mos seguir adelante. Ya no puede haber el peligro de
que el neófito se asuste de ser visto del público en ac-
titudes que la necedad frivola estima desairadas.
Quien se atreve con lo difícil, con lo que hiere pro-
fundamente, no puede retroceder con miedo pueril
ante el juicio vano del vulgo.
»¿No está decidido á ser caballero de Jesucristo?
¿Pues qué cosa más natural que acatar al Señor allí
donde tiene su residencia, y efectuar actos de servi-
ÁNGEL GUERRA. 219
dumbre y vasallaje? Usted me entiende, y no necesi-
to insistir. Me basta con apuntar la idea. D. Ángel,
frecuente la casa de Dios con devoción y recogimien-
to; asista al sacrificio de la misa, penetrándose bien
de su sentido, y, por último, vayase disponiendo á la
confesión y á la comunión. No necesito encarecerle
los inmensos beneficios que de esto ha de recibir, y
me basta con decirle que lo pruebe una vez, dos veces.
»¿Con que quedamos en eso, señor catecúmeno?
¿Cuento con quo el primer día que acá venga ha de
traerme alguna buena noticia sobre el particular?
Sólo el pensar que me contará usted sus triunfos, me
pone muy alegre, y me anima á pedir á Dios con más
fervoroso empeño por su salvación. Si usted no me
trae esa buena nueva; si no me dice pronto que ha
empezado, aunque sólo sea por un poquito, me enfa-
daré. Considere lo que se va á alegrar nuestra Ción
cuando sepa, ¿qué digo cuando sepa? cuando vea á su
amante padre tan próximo á donde ella está, porque
créalo, hacer lo que le aconsejo es ponerse cerca, muy
cerca de la niña, hasta tocar sus alitas...»
Esto era lo más substancial de la carta. Leyóla Án-
gel tres ó cuatro veces, y después se metió en su
cuarto, de donde no salió hasta la mañana siguiente
muy temprano para irse á Toledo. Desde aquella oca-
sión sus costumbres variaron por completo, sus comi-
das faeron de una sobriedad cuaresmal, y muchas no-
ches se quedaba á dormir en la casa de la ciudad. Ni
Teresa Pan toja, ni los habitantes del cigarral enten-
dían qué ocupaciones alejaban al amo fuera de casa
tanto tiempo, pues á veces no parecía más que á las
horas precisas de comer y dormir, unas veces en la
220 B. PÉREZ GALDÓ6
calle del Locum, otras en Guadalupe, y por añadidu-
ra, apenas hablaba, se iba extenuando visiblemente.
Bastaba mirarle para comprender que ya vivía muy
poco hacia fuera, y que tejía para sí, como el gusano
de seda, labrándose con un solo hilo su impenetrable
túnica.
ÁNGEL GUERRA 221
V
MAS días toledanos
Era cosa infalible que D. Francisco Mancebo, ter-
minado el coro de la tarde, ó despachados los no muy
grandes quehaceres de la Obra y Fábrica, diese un
corto paseo por la ciudad en compañía de otro bene-
ficiado, á la vuelta del cual paseo solía detenerse en
casa de su amigo Gaspar Illán, el tendero de la es-
quina de la Obra Prima, y allí echaba grandes paro-
las con -varios tertulios que asiduamente concurrían,
gente por lo común más campesina que ciudadana.
Tiempo hacía que D. Francisco estaba de pésimo
talante, como si toda-? las malas pulgas del orbe se
dedicaran á picarle, aunque apenas le molestaba ya
el alifafe aquel de la fluxión á los ojos que le obligó
al uso constante de los desaforados vidrios. Y tal ge-
nio gastaba el bendito señor, que no se podía hablar
con él, porque todo lo contradecía, y las cuestiones
más inocentes se agriaban en su boca. Illán, que de
muchos años le conocía y siempre vio en él benigni-
dad y dulzura, se maravillaba del singular cambiazo.
Por cualquier cosilla armaba camorra, por ejemplo:
«¿A cómo ponéis ahora el bacalao? — A tanto.» No se
necesitaba más: «¡Ya no se puede vivir con este la-
dronicio! Toda la población civil, eclesiástica y mili-
tar se va á quedar en cueros vivos por enriqueceros
222 B. PÉREZ ÜALDÓS
á vosotros... Todos esos dinerales que ganáis chu-
pando la sangre del pobre os los echarán en la balan-
za cuando toquen la trompeta gorda, y veremos
quién os saca del Infierno». Y si no era por el baca-
lao, era por cualquier noticia inocente que traían los
periódicos, ó por lo primero que saltaba, verbigracia,
por si había mala ó mediana cosecha de aceituna:
«¿Qué cosechas ha de haber ¡zapa! si están esos ciga-
rrales perdidos, si no los cuidan, si no se cultivan ni
se abona; si no se administra?... Vayase viendo en qué
manos han caído las mejores fincas: en manos que no
lo entienden. Después se quejan de que las tierras se
destruyen y no dan ni para los gastos. Que las pon-
gan bajo la dirección de persona entendida, que sepa
administrar, y allá te quiero ver. Yo sé de un ciga-
rral, de los mejores de Toledo, que ogaño no produce
ni para que vivan los lagartos, y podría ser un pla-
tal. ¿No quieren remediarlo?... pues allá ellos. Con su
pan se lo coman. Y cuenta que se están perdiendo
los mejores albaricoques, los más dulces, los más tier-
nos que hay en toda la provincia. ¿Es culpa mía? Xo;
yo me lavo las manos... Abur, señores.»
Se iba, dejando á sus amigos en la mayor confu-
sión, porque nadie sacaba en limpio cosa alguna de
aquella monserga del cigarral y los albaricoques.
Algo de idea fija ó maniática chochez veían en don
Francisco los tertuliantes, y malicioso hubo allí que
le pinchaba para oírle desbocarse con aquel tema
ininteligible. Pero una tarde, al recalar el clérigo en
su círculo, halló la tienda revuelta, á Gaspar Illán y
á su hijo sofocados, colérico.s, aturdidos, sin saber
qué partido tomar «nte un contratiempo grave que
I
ÁNGEL GUERRA 223
se les había venido encima. ¿Qué era ello? Pues que
aquel día se personó en la casa un inspector del Tim-
bre, con objeto de examinar los libros y ver si en
ellos se cumplía la ley, y como resultase que ni si-
quiera había libros en que la muy arrastrada ley
cumplirse pudiera, anunció á los Illanes una multa
como para ellos solos. Los pareceres eran varios. Este
opinaba que cuando volviese el inspector con su au-
xiliar se le saludara con un buen pie de paliza; aquél
que se le arrojara al pozo; otro más cauto propuso
acudir al delegado de Hacienda que era amigo, y por
fin, D. Francisco, oído el caso, tomó sesudamente la
palabra y dijo: «Ya sé quién os el pájaro ese. Le lla-
man Babel, y tiene aterrorizado á todo el comercio
menudo de la ciudad; reverendísimo farolón, que tie-
ne por hijo á un píllete llamado Fausto, el cual no
está en presidio porque aquí no hay justicia, y Ceuta
se ha hecho para los tontos. Mi opinión es que no ar-
méis un rebumbio de palos, porque va á resultar que
os meten en la cárcel, pagáis la multa, y esos sinver-
güenzas se quedan riendo de vosotros. ¡Vaya con el
dichoso Timbre! Milagro será que no vayan á la Cate-
dral á ver si pegamos sellos de correo en todas las- fo-
jas de libros de coro... Pues á lo que iba: no te apures,
Gaspar; eso se puede zanjar diplomáticamente. Lo sé
por Saturio, el sastre de la calle de Belén, y por las
niñas de Rebolledo, esas que han puesto en Zocodover
tienda de sombreros para señoras. Ninguno de ellos
tenía libros, ni los habían visto en su vida. Les arreó
el bribón ese una multa feroz. ¿Tú la pagaste? Pues
ellos tampoco. ¿Cómo se compuso? Como se componen
todas las cosas en estos tiempos de tanta libertad, de
224 B. PÉREZ GALDÓS
tanta democracia, de tanto sello móvil é inmóvil, y
de tantisimo enjuague administrativo.
— A mí me han dicho — observó uno de los presen-
tes, aldeano vestido de paño negro, — que esas goteras
se cogen con cincuenta duros.
— ¡Cincuenta duros! — exclamó Mancebo furioso. —
Ni que tratáramos de tentarle ia codicia á los Rócki'
les... ¡Me gusta! Cincuenta rabonazos de Satanás les
daría yo. No, Gaspar, no te ahogues, no se necesita
tanto; respira, hombre, respira, ensancha ese noble
pecho, que yo te arreglaré el asunto esta misma tarde
si haces lo que te digo.
El tendero esperaba suspenso y como embobado.
— Á ver, Gaspar — prosiguió el clérigo, — abre «se
cajón... Ya está abierto. Pues saca de él veinte duros.
Eso es; mitad billete, mitad plata. Bien: venga acá.
Ahora por mi corretaje, pues estas cosas son delicadas,
¿eh? por mi corretaje, mándame á casa un barrilito
de aceitunas gordales. Vamos, hombre, ¿á qué pones
esa cara de papamoscas? Asunto concluido. No pien-
ses más en la multa, ni en ese espanta pájaros de Ba-
bel que parece un general de mar y tierra, y es el
bandido mayor que ha pasado el puente de Alcántara
desde que lo fabricaron los moros. Señores, con Dios.
Fuese derecho á la posada de la Sillería, dtmde ape-
nas estuvo tres minutos; dirigióse de allí como un
cohete á la calle del Refugio, y entrando en una casa
salió poco después acompañado de un clérigo tan co-
nocido por su fealdad grotesca como por su agrada-
ble trnto, y juntos fueron bastante á prisa hacia la
Cuesta del Alcázar; metiéronse por un zaguán muy
sucio, y al cuarto de hora salió D. Francisco sin com-
ÁNGEL GUERRA 225
pañía y con cara de pascua, riéndose solo, como hom-
bre satisfecho de si mismo por haber dado con toda
felicidad un arriesgado paso de importancia suma.
En Zocodover vio á Pepito Illán, paseando con dos
cadetes, y le llamó aparte para decirle: «Á tu padre
que aquéllo se hizo, que esté descuidado. Y que no
le perdono el barrilito.»
Y bien embozado en el manteo, porque anochecía
y picaba el frío, tiró de nue "o hacia San Nicolás, pe-
netrando en el callejón de los Dos Codos hasta una
casa d^i malísimo aspecto, en cuya puerta llamó para
dejar un recado que debía de ser cosa de interés: «Á
Fabián que se vaya por casa esta misma noche, pues
tengo que hablarle.» Y de allí hizo rumbo al Pozo
Amargo, llegando un poco tarde á su domicilio, don-
de Justina, Roque, y hasta los chicos no tardaron en
advertir el júbilo que pintado traía en su enjuto sem-
blante, de lo que se alegraron todos, porque hacía ya
más de una semana que no podían soportar al buen
tío Providencia, de mal humorado y regañón.
Quedóse en la salita baja, después de dar á Ildefon-
so el manteo y la teja para que los subiera y bajara
el gorro. Allí se paseó de largo á largo, sin más com-
pañía que la del monstruo, que dormitaba en el sue-
lo sobre una estera, enroscado como un perro. Sobre
el piano había un quinqué y el cajoncillo de costura
de Justina, que, antes de ir á disponer la cena, estu-
vo allí cosiendo. Rascándose la barba y riéndose solo
Mancebo murmuraba, de este modo: «El que te la dé
á ti, Francisco, muy listo tiene que ser... ¡Qué bien,
qué bien se la has jugado á esos pillastres!
Sépase que el buen beneficiado había sido víctima
2.' PARTE 15
•226 B. PÉREZ G ALDOS
de una pequeña estafa, días antes, pues Fausto Babel
consiguió hacerle tomar un juego de cartones del
Cálculo lotérico. Como cajó en tan burdo lazo aquel
hombre perspicaz j ladino es cosa que no se entien-
de. Él mismo, al despertar de la increíb^.e alucinación,
no comprendía cómo pu'^o incurrir en ella, siendo tan
desconfiado j al mismo tiempo tan práctico, y se ti-
raba de los escasos pelos de su cabeza, teniéndose por
el mayor zoquete del mundo. Pero la humanidad
ofrece estos tropiezos inverosímiles, estas denegacio-
nes ó inconsecuencias de los caracteres más enteros,
y no hay hombre, por hombre que sea, que no tenga
algo de niño en alguna crítica ocasión de su vida. A
los sinsabores que ya tenía sobre su alma, unióse éste
para ponerle en el grado máximo de displicencia y
de amargor bilioso. Ni los demás le podían aguantar,
ni él se aguantaba á sí propio, pues continuamente
se reñía y se despreciaba, tratándose sin la considera-
ción que á su respetable personalidad y á sus setenta
y tantos años se debía.
Llamáronle á cenar, y él mismo llevó la lámpara
al comedor. A media cena, llegó Fabián, que también
se asombró de ver á su amigo tan contento; pero éste
no quería explicarle delante de la familia el motivo
de su gozo, y el salmista esperaba, entreteniendo el
tiempo con una conversación frivola sobre diversos
asuntos. Era un hombre doblado y rechoncho, de
complexión serrana, nariz trompuda y corva, rostro
judaico, velludo y sanguíneo á estilo de sayón de los
Pasos del Viernes Santo, buen hombre por lo demás,
esposo y padre seglar, aunque no lo parecía por obli-
garle su oficio á raparse las barbas. ¡Qué variedades
ÁNGEL GUERRA 227
de orgullo ofrece la fecunda humanidad! El orgullo
de aquel toledano consistía en ser bajo, no de cuerpo
sino de voz, y se moría de pena si llegaba á entender
qu? podía existir alguien más bajo que él. Su voz,
en efecto, tenía cierto aire de familia con la campa-
na gorda, y cuando soltaba los registros graves, pare-
cía que temblaba la tierra, ó que del seno de ella sa-
lían ronquidos de la substancia cósmica durmiente.
Pues señor; concluida la cena, llevóle D. Francis-
co á la sala del fenómeno, y encerrándose con él, le
dijo: «Fabián, te vas á reír, y á caerte de espalda
cuando sepas que he logrado arrancar á esos pillos los
cuatro duros que nos estafaron, f Asombro del salmista.)
Sí, ya sé que no lo vas á creer. Pues es verdad. Di
ahora si hay bajo el sol quien se me iguale en artima-
ñas para recabar lo mío. ¿Verdad que parece cuento?
El que me quite á mí un real, ¡zapa! ya puede llamar-
se emperador de los tramposos. Cree que no me dejaba
vivir la idea de haber sido engañados tan estúpida-
mente. Porque, hay que confesarlo, tanto tú como yo
fuimos los mayores zopencos y ios más candidos chi-
quillos del mundo. ¡Vaya, que tragarnos bola seme-
jante!
— Don Francisco, yo dudaba; pero á usted se le
alegraron al instante las pajarillas, y yo...
— No, hijo; tú fuiste quien me trastornó á mí el
seso. Pero no disputemos sobre quién fué más men-
tecato, pues allá se iba Pedro con Juan. Total, que
nos cegó la ambición, que se nos pusieron delante
del sentido unas nieblas, unas cataratas que no nos
dejaban ver la realidad. Como está uno siempre pen-
sando en el recondenado problema de la manuten-
22"^ B. PÉREZ GALDOS
ción, araña de aquí, rasguña de allá, ¡zapita! á veces
se trastorna uuo... Once bocas de familia no se tapan
con obleas. Pero en fin, vas á saber cómo eché un ga-
rabato para sacar del bolsillo de los ladrones lo que
nos habían robado, y te asombrarás.
— Y declararé que es usted el primer punto del si-
glo para estas cosas.
— No, no me alabes tanto [cayéndosele la baba.) Hay
que dar la parte principal á la Providencia, y á nues-
tra Santísima Virgen del Sagrario, á, quien con el
alma pedí que me diera ocasión de recobrar lo mío.
Contó en seguida prolijamente el caso de la ins-
pección del Timbre, *de la multa impuesta á Illán
por D. Simón Bibel, del arbitrio empleado para apla-
car las iras del farolón. Fabián, al comprender el jue-
go de su amigo, lanzó un re soto-grave que hizo re-
temblar la habitación. Al profundo ruido despertóse
el monstruo; los dos amigos miraron al suelo, y vie-
ron brillar dos ojos como ascuas en medio del envol-
torio de flácidos miembrcs y de pedazos de estera.
«Pues oir contar el caso á Illán — prosiguió el be-
neficiadoj^y entrarme en el cerebro un rayo de luz
divina fué todo uno. Yo había oído en casa de Satu-
rio el sastre y en casa de las ReboUedas que estas pe-
jigueras de la inspección se liquidan con una corta
cantidad. ¡Valientes peines! Yo no conocía á ese Ba-
bel más que de vista; pero conozco á Casiano, que es
pariente de su mujer, y trato mucho á Casado, ami-
go de todos ellos. Fuíme en busca del primero; no le
encontré; vi á Casado; me acompañó, y, abreviando,
lo arreglamos 'como yo quería, atizándole una onza
al bribón°ese.;^Padres é hijos todos son unos, y el que
ÁNGEL GUERRA 229
nos estafó con la camama del cálculo lotérico, ese
Fausto á quien no he visto nunca, ni ganas, proba-
blemente irá á la parte con su papá, y éste le dará
al hijo un tanto de lo que saca con los timos á los
pobres tenderos. En ñn, que aquí están los cuatro du-
ros. No se los he quitado á Illán, sino á los Babeles.
Mi conciencia está tranquila, ¿qué digo tranquila?
satisfecha, porque ello me resulta obra de. caridad,
restituyendo al pobre lo que esos bandoleros le roba-
ron, y realizando un triple beneficio, fíjate bien:
contento yo, porque he recuperado lo mío; contento
Babel, porque ha sacado la rajita, y contentísimo
Illán, por quitarse de encima la multa...
— Y contentísimo yo, porque me llamo á la par-
te — dijo Fabián.
— Justo — replicó Mancebo, sacando del bolsillo dos
duros. — Toma la mitad que te corresponde, puesto
que en compañía hicimos aquella estupidez, y en
compañía, por mediación tuya, nos dio ese tuno el
gran sablazo. ¿Estás conforme? Pues ahora, con es-
tos dos duros y los tres que me corresponden de la
aproximación del otro día, reúno cinco, que me vie-
nen como pedrada en ojo de boticario para echar me-
dias suelas á toda la tropa menuda, que está con los
dedos al aire. ¡Zapa! Pero hay tanta cosa á que aten-
der y tanto agujero que tapar, que no sé yo cómo va-
mos tirando. La vida en estos tiempos es carga tre-
menda, y cuando uno se encuentra tio de familia, no
le queda más recurso que gastarse los dedos de la
mano contando el santísimo maravedí. ¿Y tú, qué
tal andas? ¿Cómo te las compones con tanto hijo?
¿Cuántos tienes?
230 B. PÉREZ GALDÓS
— ¡Siete! — dijo Fabián echando un suspiro que va-
lía por tres.
— ¡Siete también! Entonces nada tengo que envi-
diarte, porque de siete consta también mi sobrinada,
y además el padre, la madre y este fenómeno de
Dios. Pero voy contento con tantas cruces á cuestas,
con tal que no me falte para mantenerlos y sacarlos
á todos adelante.
— Pues yo — indicó el salmista, — si no fuera por las
lecciones de música, y el discípulo de piporro, ya es-
taría en el Asilo con toda mi trailla.
— ¿Para qué te casaste?... Bien te lo dije.
— ¿Y qué remedio ya? Con paciencia y patatas se va
para adelante... Este maldito oficio eclesiástico da
poco aceite... Porque créame usted, D. Francisco, si
yo sigo el consejo que me dio Selva, el bajo del Tea-
tro Real de Madrid, que me oyó y dijo que voz como
la mía no la hay en toda Europa; si yo ahorco el
maldito roquete, y me planto en Milán, y tomo lec-
ciones de braceo, y me estreno en las tablas, y me
contrato, á estas horas estaría ganando más que el
Arzobispo. Pero ya es tarde, ¡me caso con la Domi-
nica! con cuarenta años, costilla y siete de reata, no
hay que pensar más que en morirse echando los bo-
fes en ese infierno de coro, con perdón.
— Hombre, todavía... ¡quién sabe! procura ahorrar.
— ¡Ahorrar yol ¡como no ahorre música!
— Igual me pasa á mí. Por más que me devano los
sesos, no puedo juntar arriba de ocho ó nueve dure-
tes, que en seguida se me escurren por entre los de-
dos... ¡Qué vida ésta! ¡Y qué poder el de los núme-
ros, contra los cuales no prevalece nadie, ni la Vir-
ÁNGEL GUERRA 231
gen del Sagrario! Si fuéramos unos granujas, como
ese D. Simón. ¡Ay! toda-^ía me parece que le tengo
delante, con aquella cara de embajador ó ministro...
y aquella tiesura inflada como la de los gigantones...
Tomó la onza como tomarias tú un pitillo. Y ni aun
me dio las gracias el tunante. Al pobre Juanito Ca-
sado, la verdad, un color se le iba y otro se le venía,
y yo de bueca gana le habría dado un tirón de los
bigotes al tío aquel hasta arrancárselos de raiz. Otra:
la señora salió también á saludarme, y me echó mil
finuras. Pues mira tú, la señora me agradó. Dióme
en la nariz que allí hay razón, buen juicio, formali-
dad. No deben de gustarle los líos que el mamarra-
cho de su marido y el píllete del hijo traen entre ma-
nos. Y tienen también una hija guapa, esbelta, con
aspecto de tísica pasada y un no sé qué en la mane-
ra de mirar. Según me indicó Juanito, á Casiano le
hace tilín la moza esa^ la cual me parece á mí que
está tocada. ¡Qué familia! Yo, que he visto tanto
mundo y en seguida calo á las personas, te aseguro
que allí no discurre al derecho más que la mamá.
II
Esto no lo oyó Fabián, que sentándose al piano,
había empezado á mascullar aires de zarzuela y ópe-
ra. Justina entró á la sazón y tras ella los chicos, que
se enracimaron junto al cantor. En cuanto oyó el
monstruo la música, se animó extraordinariamente;
sus ojos echaban chispas, y llevando el compás con
la cabeza, trataba de repetir lo que oía.
232 B. PÉREZ aALDÓS
«¡Cómo te gusta, pobrecito! — dijo Mancebo cari-
ñoso, tirándole de una oreja. — Toca, Fabián, toca,
para que esta alma bestial sea por un instante alma
de ser cristiano.» Pero el músico, desesperado de la
rebeldía del instrumento, que sonaba como una pan-
dereta, lo abandonó, y en medio del cuarto se puso á
entonar cánticos corales aplanando la voz para no
atronar la casa. Ildefonso le acompañaba, y á ratos
podía creerse que el coro de la Santa Iglesia se había
trasladado á la casa de Mancebo, el cual metía tam-
bién su gori gori^ siguiendo al unísono alguna frase
de salmo ó antífona. El fenómeno lanzó varias notas
en perfecta armonía con las demás, y cuando Fabián,
atento al efecto que su voz causaba en aquel ser ru-
dimentario, rompió con el Düs iros litúrgico, en voz
entera y con el aire vivo que usualmente se le da y
lo hace tan patético, aconteció lo que nadie había
visto nunca. El antropoide empezó á mover sus ex-
tremidades, que parecían las de un pulpo; las des-
arrollaba, las extendía, reptando con ell^s, y lenta-
mente se iba trasladando á lo largo del suelo, ergui-
da la cabeza y en su boca una sonrisa tan de perso-
na que más no podía ser. Todos, chicos y grandes, se
maravillaron de aquel ensayo de movimiento que era
una novedad en la infeliz criatura. Justina llamó á
su marido para que viese lo que casi por milagro po-
día pasar. D. Francisco le seguía, inclinárídose para
verle mejor, y Fabián, ante el éxito de la salmodia,
se iba inspirando más y dándole más hermosa expre-
sión: Qu¿ Mariam absolvisti... et latronem exaudisti...
mihi qwque spem dedisti.
Más de una vara recorrió el hermano de Leré á im-
ÁNGEL GUERRA 233
pulso del poderoso ritmo musical, al andamento vivo
del Dies ira, que parece una marcha bailable. Tan
bailable era que los chicos se pusieron á dar brincos
en parejas, marcando los tiempos de cada compás, y
el monago seise danzaba frenético, cantando con ar-
gentina y dulce voz: Taba mira spargens sonum, etc..
Aquella noche, al recogerse D. Francisco á su ma-
driguera, observó que hacía mucho tiempo que no se
retiraba á dormir con el espíritu tan sosegado. El
casó Illán-Babel podía mirarse como verdadero triun-
fo j ejemplo visible de la protección del Cielo. Cuan-
do subió Justina á arreglarle la cama, preguntóle su
tío si se tenían noticias de Leré, á lo que contestó
ella que por la mañana había estado en el Socorro.
Como el beneficiado no le gustaba de hablar de Lo-
renza ni de la toma de hábito, la benignidad con
que hizo la pregunta parecióle á Justina de feliz au-
gurio. «La pobrecilla — se aventuró á decir, — está
muy quejosa de usted, porque no ha ido á verla; y
verdaderamente, tío, que nos guste más ó menos su
determinación no es motivo para que dejemos de
quererla. Las hermanitas la adoran, tío, y están con
ella á santo dónde te pondré.
— Iré á verla— dijo jíancebo, que aquella noche
era todo alegría. — Cuando la santidad llega á tal ex-
tremo, no hay más remedio que... perdonarla, digo,
acatarla.
Enlazando las ideas y las personas con viveza mu-
jeril, Justina habló repentinamente á D. Paco de otro
asunto.
— ¿No sabe usted, tío, lo que me han dicho hojl
Me he quedado pasmada, y usted se pasmará también.
2c4 B. PÉREZ GALDÓS
Pues... no crea que es fábula; es el Evangelio; quien
me lo ha dicho no miente... Pues el señor aquél, don
Ángel, el amo de Lorenza, se ha vuelto beato... como
usted lo oye. Se pasó ayer toda la mañana en San Lu-
cas, oyendo misas pagadas por él.
— ¡En San Lucas! ¡Sopla! Pues mira: algo de eso
me habian dicho á mi; pero no lo quería creer. Dale
que es tarde; tanto me lo repiten que lo iré tragando.
¿Y dices que en San Lucas? Si allí no hay misas ni
quien las diga. Oí que le habían visto en Santiago
del Arrabal. Es que se va lejos para ocultarse... Pero,
en fin, si Dios le llama por ese camino, vaya bendito
de... Era masón y ahora se da golpes de pecho. ¡Bien,
magnífico, gran conquista! En cuanto le vea le daré
mi enhorabuena.
— ¿Pero no sabe lo más gordo, tío? Hoy le dijeron á
Boque... Mire usted que no me acuerdo quién se lo
dijo. Paréceme (jue fué Teresa Pantoja... Pues ello e»
que D. Ángel va á cantar misa.
— ¡Sopla!... (Estupefacto).
— No... precisamente cantar misa no dijeron... Más
bien que piensa hacerse religioso cartujo, y dar todi-
to su caudal á los pobres.
— ¡Justina!... no bromees... Justina. (Con vivisima
inquietud.) ¡Á los pobres! ¿Pero qué pobres son esos?
¡Zapa! No serán los que pordiosean por la calle... no
serán los que ejercen la mendicidad como un oficio
¡zapa, contra zapa! (furioso), y entre ellos conozco al-
gunos que son unos solemnísimos bribones.
— No dijeron qué casta de pobres serían los que
van á heredarle. ¿Y usted cree eso?
— Pues... ¿qué quieres que te diga? {Calmándose.)
ÁNGEL GUERRA 2¿5
Ejemplos hay de ese desprendimiento sublime. En
estos tiempos de materialismo, he visto yo aquí dos
ó tres casos: sin ir más lejos, D. Evaristo Valcárcel,
que dejó á la Beneficencia más de tres millones. En
edades antiguas sí hubo ejemplos mil de ese despre-
cio de las riquezas, y ahí tienes las fundaciones que
lo acreditan. De forma y manera que á mí me parece
que eso que se cuenta de don Ángel es verdad. Qué
sé yo... siempre me pareció que ese señor no regía
bien de la jicara. (Desdiciéndose.) No, no es que yo
critique... No quiero decir que esta caridad al por ma-
yor se^i locura: lo que sostengo es que siempre me
pareció hombre de ideas exaltadas, ¡Ah, gran cosa,
hermosísimo acto! ¡Dar toda su riqueza á los pobres!
Hija mía, hay que quitarse el sombrero, hay que...
Pero mira, más vale que esperemos á verlo para ce-
lebrarlo, porque en estas cosas de dar, qué sé yo...
siempre he visto que la realidad no correspondía al
bombo. Veremos y creeremos. Y hay que mirar tam-
bitn cómo reparte esos ríos de dinero, porque de re-
partirlos bien á repartirlos mal va mucha diferencia
para su alma y para el objeto que se, propone. Figú-
rate tú que empieza á soltar, á soltar á chorro libre
y sin ningún criterio. Pues no hará más que fomen-
tar la vagancia y los vicios.
— Ahora me acuerdo, tío. Dijéronle á Roque que
don Ángel piensa fabricar un convento... no, conven-
to no dijeron... un gran edificio, vamos, para corre-
gir á la gente mala, amparar á los menesterosos, po-
ner en cura á los enfermos, y tal y qué sé yo.
— ¡Ah! bien, bien. (Expansivamente.) Esa sí que es
brava idea. Pero, como toda idea grande, puede ma-
236 B. PÉREZ GALDÓS
lograrse si al llevarla á la práctica no se mira bien á
la organización, y sobre todo, sobre todo, á qué clase
de manos se encomienda el negocio. Porque imagí-
nate tú que no se les ocurre poner al frente de ese
instituto de caridad á un hombre entendido, del es-
tado eclesiástico, de años y experiencia, y que sepa
administrar bien, bien, pero bien... Pues todo lo tie-
nes perdido, y lo que había de ser para Dios, cátate
que es para el Diablo.
Al llegar á esto, D. Francisco, que ya había empe-
zado á despojarse de las ropas exteriores para meter-
se en la cama, se las puso otra vez nervioso y ex-
citado.
— Pero tío — le dijo su sobrina, queriendo retirar-
se. — ¿Qué hace usted? ¿Va á salir á la calle?
— Yo, no,., ¿por qué?
— Como se está usted vistiendo.
— ¡Ah! no... Es que estaba distraído... No sé lo que
me pasa.
Y eaipezó á desnudarse con tanta prisa, que Justi-
na se tuvo que largar para no verle en paños meno-
res. El buen D. Francisco, que había subido á su alcoba
con el espíritu regocijado y sereno, vióse acometido
de pensamientos alborotadores, de esos que son para el
sueño lo que sería para el órgano de la vista un pu-
ñado de arenillas arrojado en los ojos. El buen clérigo
durmió mal, queriendo expulsar del caletre las ideas
que lo tomaron por asalto, y á la mañana siguiente
tempranito levantóse derrengado y con el cuerpo lle-
no de dolores, cual si se hubiera caído por un preci-
picio, rodando entre piedras y zarzas. En la Cate-
dral sus ideas se embarullaron considerablemente,
ÁNGEL GUERRA 237
porque la flacay voluble memoria no le ayudaba para
ponerlas en orden. «Yo quiero recordar— se decia, —
quién diantres me contó que habia visto aquí al ma-
drileño oyendo misa con muchisima devoción, y no
caigo, no caigo... ¿Fué D. León Pintado Palomeque?
Ni quién me lo dijo ni la capilla donde le vieron
puedo recordar... Pero ¡quiá! aquí no viene él. Le
daría vergüenza, tendría miedo á su propia piedad,
porque el mundo es muy malo y ridiculiza á los que
se vuelven á Dios, dando esquinazo á la masonería.
Y hace mal el no venir aquí, porque le instruiríamos
en mil cosas en que debe de estar poco fuerte; le
pondríamos en guardia para que no mande decir mi-
sas á la buena de Dios... y mire mucho á quién se
las encarga... En fin, él se lo pierde. A lo que iba: ni
aun para convertirse y hacerse buenos tienen crite-
rio estos señores masones. Hasta para salvarse han de
hacer tonterías».
Nada ocurrió aquel día digno de perpetuarse en la
historia; pero al siguiente, ¡María Sacratísima del
Sagrario! celebraba D. Francisco Mancebo su misa en
el altar de San Ildefonso, revestido de casulla verde,
por ser el cuarto domingo después de la Epifanía,
cuando al volverse para el pueblo con el Bóminusvo-
biscum en los labios, vio al madrileño de rodillas, pe-
gadito al sepulcro del cardenal de Albornoz. ^.vYa pa-
reció aquello — dijo para sí en fugaz soliloquio el ofi-
ciante, procurando al punto volver sobre sí y no dis-
traerse. Poco trabajo le costó concentrar toda su aten-
ción en la misa; pero á ratos sentíase cosquilleado de
alguna idea intrusa y profana que quería colarse por
los intersticios más angostos de la sesera. Él la ex-
238 B. PÉREZ GALDÓS
pulsaba, como si dijéramos, á zapatazos, y terminó
la conmemoración del santo misterio sin dejar de ser
dueño de sí ni un solo instante. Pudo observar que el
neófito no mostraba afectación en su piedad; antes
bien, ponía sus ojos en el preste con naturalidad y
como la mayoría de los que cumplen el precepto, sin
libro, sin demostraciones exageradas, como lo habría
cumplido D. José Suárez, verbigracia, ó cualquier
otro ilustrado del tipo y cuño corriente. Podría creer-
se que aquel día despabiló Mancebo la misa más
pronto que de costumbre, y eso que comúnmente la
decía como para tropa, y se quitó las sacras vestidu-
ras con mayor presteza todavía, ávido de salir para
darle á su amigo un apretón de manos y mil para
bienes. Pero ni visto ni oído. Por más que le buscó
en la capilla y fuera de ella, no le pudo encontrar.
Preguntó á varias personas de su conocimiento, des-
pachó á Ildefonso para que registrara todos los rin-
cones de la iglesia, y nada, velut umbra. La Catedral
es tan grande, que buscar en ella un convertido es
como buscar una aguja en un pajar.
III
Aogel, en cuanto D. Francisco dijo el iie misa esi^
salió de la capilla y de la Catedral, y tomó la direc-
ción del Locum, como si fuera á su casa; pero luego
hubo de variar de propósito, y por la calle de la Tri-
pería subió hasta San Juan de la Penitencia, para en-
trar por la parte del Sur atravesando el patio, que es
de los más característicos de Toledo, y metiéndose en
ÁNGEL GUERRA 239
la sacristía, cuja puerta le abrió con muestras de
respeto la mujer del sacristán. Allí estaba ja D. Tomé
dispuesto para decir su misa. Todavía no había em-
pezado á vestirse, j se paseaba en sotana á lo lar¿-o
de la pieza, aguardando á que las señoras dieran la or
den. No faltaban en la típica sacristía la cajonería de
cuarterones, las cornucopias en aguamanil, las puer-
tas pintadas de azul con vivos dorados, los sillones do
vaqueta, el pedazo de alfombra antigua, ni los cua-
dros empolvados j ennegrecidos. El sacristán atiza-
ba el brasero lleno de ascuas para cebar el incensario,
j ja tenía el celebrante sus vestiduras v el cáliz so-
bre la cajonería. No haj que decir cuánto agradaban
á Gruerra la paz soñolienta j la tímida claridad de
aquel recinto. Salió al fin el capellán al altar. La misa
era cantada de un solo cura, j á la voz virginal j
opaca del autor del Epitome^ en quien Dios moraba,
respondían las monjitas desde el coro con su salmodia
compungida j catarrosa. ¡Qué diferencia entre la
pobreza del culto en las olvidadas Franciscas j el
esplendor aristocrático de las Bernardas de San Cle-
mente! Pero aquel convento de San Juan había lle-
gado á ser interesantísimo para Guerra, j más sim-
pático j consolador que ninguno, porque el peregri-
no maridaje que ofrece de lo mudejar j lo gótico,
parecíale fiel espejo de la transición que en tales mo-
mentos era un hecho en su alma. En ésta la severi-
dad j unción religiosas se combinaban también con
las alharacas del mundano estilo. Durante la misa, á
la que sólo asistían tres ó cuatro personas, meditó
mucho en su evolución ó metamorfosis, la cual, des-
pués de iniciada, le resultaba menos difícil. Los pri-
240 B. PÉREZ GALDÓS
meros pasos le habían producido bienestar, cierta ale-
gría pueril y novelera de esa que el mundo compara
á la del chiquillo con zapatos nuevos. Reconoció que
en los comienzos el culto sólo hablaba á sus ojos y
oídos; pero también hubo de notar que no tardaba en
herir las fibras del sentimiento, tendiendo á invadir
poco á poco los espacios de la razón. Para esto era
preciso un método especial que instintivamente puso
en práctica desde los primeros días. Del examen de
sí propio había sacado en limpio que la oración no
afluía de su mente con facilidad y desahogo cuando
la practicaba de un modo abstracto, porque mil ideas
profanas, confundiéndose con la idea regida por la
voluntad, la distraían y embarazaban. Vióse, pues,
obligado á sujetar el pensamiento por medio de la
contemplación sensorial de la imagen ó símbolo, de
donde vino á deducir la importancia y utilidad del
arte en la vida religiosa. Así, cuando oraba encade-
nándose fuertemente con el símbolo por medio de los
ojos, se defendía bien de las distracciones; pero no
quedaba satisfecho de sí mismo, y aspiraba á educar-
se en el rezo metafísico y en las meditaciones abs-
tractas y pura?.
Otro fenómeno que en sí notaba era que la adora-
ción de la Virgen érale más grata que otra cualquiera
adoración, y que los rezos dirigidos á la madre de
Dios le salían más fáciles y espontáneos. En cambio,
la plegaria expedida directamente y sin intervención
alguna hacia el centro de toda divinidad, no le resul-
taba, y cuando más pinitos hacía, sutilizando el pen-
samiento para que subiera, encontrábase abajo, sin
haber podido remontarse ni el espacio de un dedo.
ÁNGEL GUERRA 241
Por lo común, las devociones practicadas con los ojos
puestos en alguna efigie del sexo masculino, no le
salían bien, y si el santo era barbudo, de esos que
leen ó escriben en descomunal libro, como si estuvie-
ran tomando apuntes, perdía completamente la ilu-
sión. El Crucificado mismo, tan real y divino al pro-
pio tiempo, tan hombre y tan Dios, le sugería pensa-
mientos niás enlazados con los dolores efectivos de la
Tierra que con las beatitudes incorpóreas del Cielo,
le despertaba el humanitarismo igualitario con fines
de reforma social, y si le infundía vigor y alientos
para la lucha en pro de la perfección humana, no le
transportaba á la región etérea y luminosa, como
la Virgen, toda belleza ideal y lírica, toda piedad,
indulgencia y dulzura. Con ésta si que se entendía
bien; con ésta sí que se desprendía fácilmente de lo
terrestre. ¡Y qué pronto hallaba en su meollo palabras
escogidas para celebrarla ó para pedirle apoyo y con-
suelo! Los términos de ternura, de congoja y esperan-
za no se le acababan nunca, ni tenía que discurrir
para llevar á su corazón la confianza de ser escucha-
do y atendido.
Al concluir la misa, pasaron al locutorio y hablaron
con las Franciscas, para quienes no había nada más
sabroso que echar un parrafito con D. Tomé. ¡Qué olor
á incienso, á ropa limpia, á canela y á humedad! ¡Qué
conversación más inocente y qué ideas más apartadas
de todo comercio mundano! Era en verdad aquél un
mundo aparte, supralunar, sin más ideas que las ele-
mentales y primitivas, con no se qué quieto ambiente
de puerilidad fúnebre. Las buenas señoras dieron las
gracias á D. Ángel por su donativo para coger las
2.' PARTE 16
242 B. PÉREZ GALDÓS
goteras que el crudo invierno les abrió en los tejados
de la santa casa. «¡Ay, si el señor Cisneros levantara
la cabeza y viera cómo está su fundación!», dijo la
Priora, y siguió un coro de excitaciones á la pacien-
cia, y luego, al despedirse tan amigos, la promesa de
rezar mucho, mucho, por el señor de Guerra para que
Dios le favoreciese.
Aquel dia Teresa Pantoja vio entrar, conducidas
de la procerosa sacristana de San Juan, dos desafora-
dos platos de natillas que hicieron las delicias de Pa-
lomeque. Guerra y D. Tomé, después de comer, se
fueron á pasear solos por la Vega, platicando sobre
religión. El seráfico autor del Epitome le contaba al
otro las entradas y salidas de la Bienaventuranza
Eterna como si acabara de venir de allá, y Ángel,
sin dar entero crédito al capellán, le oía con delec-
tación.
Transcurrieron días (no se puede precisar cuántos),
y el converso notaba que de uno en otro se le hacían
más fáciles las prácticas de devoción. Pero apuntaba
ya Febrerillo loco, y no había pasado aún de los ac-
tos puramente contemplativos, faltándole aún que
apechugar con lo más áspero del camino, que era la
confesión. Mejor que contar lo que le pasó, será re-
producir los términos en que él hubo de referírselo á
su divina consejera. Fué, sin duda, un caso intere-
sante, con su granito de sal cómica, y la verdad im-
pone la obligación de decir que Leré no pudo tener
la risa al oir el relato. «Pues hallábame — le dijo, — á
mi parecer, perfectamente dispuesto para acto tan
grave... Examinada la conciencia desde la época de
la niñez. Ya ves que había tela larga. No me faltaba
ÁNGEL GUERRA. 243
más que vencer la inercia moral, ahogar el falso pun-
donor que nos prohibe humillarnos. Creyendo ha-
berlo conseguido, ajer tarde me fui á la Catedral con
propósito firme de confesarme. Hasta entonces todo
iba bien; pero... aguárdate un poco. Animoso, aun-
que algo conmovido, me meto en la capilla de San
Ildefonso, y desde la verja distingo el bulto del sacer-
dote dentro del confesonario, esperando penitente:
«Allí está mi hombre — digo, — y sin pensarlo más
me voy derecho á él, me acerco, doblo la rodilla y...
No la había puesto en tierra cuando reconocí á don
León Pintado, y me desconcerté, sintiendo un espan-
toso tumulto de protesta dentro de mí, el cual me
obligó á dar media vuelta y huir como alma que lle-
va el diablo. Fué un verdadero pánico. La cobardía
pudo más que todas mis resoluciones. Pasó lo que te
cuento en pocos segundos, y no me di cuenta de la
rapidez con que salí de la capilla. Recuerdo que en
aquel breve instante de mi aparición ante el confe-
sonario. Pintado me miró como si me reconociera.
El pobre señor se quedó con el alleluia en la
boca.»
En el primer momento se rió Sor Lorenza, rin-
diendo tributo á la nota festiva del caso; pero luego
se puso seria. Ángel le desarrugó el ceño con esta
importante declaración: «No me riñas, que hoy por
la mañana realicé con facilidad suma lo que anteayer
me fué tan difícil ó imposible».
— jCon D. León Pintado?
— No, hija, esto no puede ser por ahora. No se me
pidan de una vez esfuerzos tan extremados. Confesé
con un desconocido, aquí en Santo Tomé. Creo que
244 B. PÉREZ GALBOS
el estar tan cerca de ti me daba una fuerza mental y
un vigor de conciencia extraordinarios.
El gozo con que Leré recibió esta feliz noticia se
revelaba en su rostro y en su empañada voz. «El pri-
mer paso está dado, amigo D. Ángel — le dijo. — Verá
usted qué fáciles son ahora los que siguen. Dios le
tiene ya por suyo. Satanás rechina los dientes. Dé-
jele usted que rabie y eche veneno. Mucho cuidado
con las trampas que ha de armar ahoi'a, las cuales se-
rán tan sutiles, que es menester andar con cien ojos
para no caer en ellas. De fijo le arma á usted una tan
sumamente hábil, tan sumamente ingeniosa, que por
bieD que se prepare contra ella no podrá evitar que
le coja un poquito. Mire que es muy pillo ése, muy
mañero, y sabe mucho».
— No, ya no me coge; no temas. Si él sabe, yo
también sé, como pecador que he sido, y discípulo
suyo de los más aplicados. No se atreverá conmigo.
— Invocar, invocar sin descanso á la Santísima
Virgen, porque ésa es la que le mete en cintura y no
le deja resollar, aplastándole la cabezota con aquel
pie divino que sujeta la luna. Invocar, invocar á
Nuestra Madre, para que si el bribón ese arma tram-
pas ella se las desbarate con sólo mirarle; porque le
mira, sí, y el infame, ante la mirada ce la Reina, se
queda tamañito, ruje, patea, se hace un ovillo y no
se atreve ni á morder la orla del manto de la Señora,
de aquel manto con que barre las estrellas.
— Invocaré, invocaré — contestó Ángel embelesa-
do. — Ahí tienes una devoción que nunca me fué di-
fícil, devoción dulcísima y consoladora sobre todo
encarecimiento. Los gérmenes de ella existen en el
ÁNGEL UUERRA 245
alma humana, y á poco que escarbes los encuentras
donde mismo están las raíces del dolor.
— Bien, bien — dijo Leré reflejando aquel entusias-
mo que úe ella partió y á ella tornaba y multiplicado
lo devolvía. — Si Nuestra Madre nos da la mano, ade-
lante; un paso más, y triunfo seguro. ¡Gracia, salva-
ción, eternidad!
El mismo ardor del entusiasmo produjo una pausa
en que uno y otro meditaron. Por fin, la novicia le
dijo que debía marcharse, y antes le dirigió una ex-
hortación ó consejo, que por el tono más bien manda-
to parecía. Fué lo siguiente: «No me gusta que ande
usted escondiendo del mundo su religiosidad, como
si fuera una falta. ¡Horrible contrasentido que el
hombre se avergüence de ser bueno! Pase que la ini-
ciación imponga cierta reserva; pero dados los prime-
ros pasos, hay que levantar la frente delante del mun-
do, señor mío y humillarla públicamente delante de
Dios. Se acabaron los tapujitos, D. Ángel. Si quiere
tenerme contenta, sálgase del círculo apartado de las
iglesias de escaso concurso, y... ¡cara al enemigo! ¡Á
la Catedral en las grandes solemnidades! ¿Cuáles son
las parroquias más concurridas? La Magdalena, San
Nicolás. Pues á ellas, á ellas mañana y tarde, para
que el mundo se vaya enterando, y si critica, mejor,
¡mejor mil veces!
IV
Salió de la conferencia muy resuelto y animado,
porque la fascinación de la divina hermana del Soco-
rro ganaba cada día mayores espacios en su alma, y
246 B. PÉREZ galdós
sobre los atributos propios de su ser iba claveteando
como una lámina de oro que los ahogaba y envolvía.
Era como esas imágenes bizantinas forradas de chapa
de metal precioso, que no permite ver la escultura
intorior.
En los días subsiguientes, pasó largas horas en la
Catedral, donde Mancebo le pudo echar el lazo y co-
gerle prisionero, dedicándose á mostrarle con proliji-
dad de cicerone fastidioso las mil cosas reservadas
que aquel soberbio Museo atesora en la Sacristía y
Vestuario, en la casa del Tesorero, en el Ochavo y
capilla de Canónigos, maravillas del arte suntuario
que son otros tantos homenajes del humano ingenio
á la idea religiosa. Guerra lo veía todo con grandísi-
mo contento, pasmado de tanta riqueza, de tanta
hermosura, y alabando la unidad y la fuerza de las
sociedades que juntaban todas sus energías en un
solo haz. La poesía y las riquezas, la industria y las
artes liberales, la ciencia y la fuerza bruta, todo con-
curría con armónica conjunción á un solo fin. |Reno-
var aquella unidad dentro de las condiciones de la
edad presente, qué triunfo, qué idea tan grande!
¿Pero quién era el guapo capaz de atreverse con ella?
Por la mañana no perdía nunca la misa conventual,
tan hermosa, tan solemne, en aquel Presbiterio que
parece la expresión más poéticamente sensible de
todo el dogmatismo cristiano. Y mañana y tarde, las
horas de Prima, Tercia y Nona en el Coro le produ-
cían arrobamiento y emociones deliciosas, siguiendo
en su libro la letra de las antífonas y salmos, impreg-
nados de oriental melancolía. Mancebo no le dejaba
á sol ni sombra, y después de ofrecer á su admiración
ÁNGEL GUERRA 247
]as preseas de la Virgen del Sagrario, que anonadan
por su riqueza indostánica, hacen verosímiles los
cuentos de hadas, y emulan con su verdad la menti-
ra de los paraísos budistas, le espetaba lecciones de
liturgia, explicándole el sentido simbólico de ésta y
la otra ceremonia, de tal ó cual vestidura ó accesorio.
Por no dejar nada sin registrar, hasta le encaramó á
la torre, para visitar las campanas, refiriendo los
nombres de cada una, su significación, su historia, los
toques que daba; y por fin y remate de la visita artís-
tica, cuando ya no quedaron alhajas, ni telas, ni có-
dices, ni cuadros, ni escondrijos que ver, concluyó
presentándole los Gigantones y la Tarasca, que se
apolillan en las Claverías.
En cuanto el convertido traspasaba la puerta
Llana, Mancebo, que le acechaba las vueltas, le cogía
en su zarpa poderosa, y ya no le soltaba á dos tirones.
Su principal anhelo como hombre práctico que tenía
que atender á tan graves problemas vitales, era estre-
char sus relaciones con Ángel hasta la intimidad.
«Veremos — se decía, — si me elige por su confesor de
oficio, con cargo permanente. Bien podría hacerlo,
porque nadie le aconsejaría mejor, así en lo espiritual
como en lo temporal, pues en todo soy fuerte, gra-
cias á Dios. Sé confesar y sé administrar. Gobierno
un alma como el más pintado, y manejo los intereses
que se me confíen, con una honradez y una puntua-
lidad que ya quisieran más de cuatro. Si entiendo de
pecados, también de números entiendo, pues para eso
puso el señor en mí el don de arreglo económico.
jHabrá otro que en aptitudes tan distintas se me
iguale? No, no le hay. Por eso mi amigo no sabe la
24S B. PÉREZ GALBOS
que se pierde con no ponerse en estas manos para
todo, para lo del alma y para esa otra teología del
■vivir material, que también es de Dios.
Pero nada le habló Guerra de donde el otro pudiese
colegir que se pensaba en él para director espiritual
ni para intendente. En cambio D. Francisco oyó de
sus labios cosas que á gloria le sonaron, verbigracia:
que corría de su cuenta la educación de Ildefonso, y
que por de pronto le pondría interno en un buen co-
legio, para que entrase después, si persistía en su vo-
cación en la Academia de Infantería. Del segundo y
dé los demás se hablaría conforme fueran creciendo.
Otrosí: el tío Providencia no tenía que afanarse por
los piquillos supletorios que era costumbre mandar al
pianista en ciertas épocas del año, pues Braulio, desde
Madrid, acudía puntual á esta necesidad. Finalmen-
te: la suma que Mancebo tenía en depósHo para el
dote de Lorenza, y que debía entregar á las Herma-
nitas cuando la joven profesara, se destinaba á las
necesidades de la familia, pues Ángel se cuidaba de
la dote y de otras formas de protección á la Herman-
dad del Socorro.
«Del mal el menos— decía el clérigo, — y véase por
dónde, al fin, me ha caído la lotería. Nuestra Señora
amantísima del Sagrario ha tenido compasión de este
agobiado jefe de familia, y le permite comprar el ti-
tulito del 4 por lOC, gracias á la esplendidez de ese
bendito señor, que mil años viva. Bien venida sea la
santidad si viene por estos caminos, y lo que yo me
temo es que la cristianísima fundación esa de que se
habla no obedezca á un criterio acertado y lógico. .
¿Por qué no consultará conmigo, que podría ser su
ÁNGEL GUERRA 249
asesor más desinteresado? Es mucho hombre éste con
su misterio y sus secreticos. No me conoce; no sabe
que si águila soy en lo moral, no lo soy menos en lo
aritmético, y que sé administrar, cosa que ignoran
muchos que viven y mueren en olor de santos. El se
lo pierde, y por no escuchar mi dictamen, puede que
se salga con alguna pata de banco, con una funda-
ción sin base eeonómica, que luego resulte el mayor
adefesio del mundo.
Una mañana, después de misa mayor ^ hallábase
Ángel en la antesacristía con D. Francisco, cuando
vieron pasar á .^ristides y Fausto, acompañando á
una familia forastera. Fabián, que por allí andaba
también, se acercó al beneficiado y le dijo, apuntan-
do con disimulo á Fausto: «ese es».
— ¡Ese! — exclamó Mancebo mirándole, el terror
pintado en su cara.
— Ahí tiene usted al sabio inventor del cálculo lo-
térico — dijo Guerra, — un desgraciado, más digno de
lástima que de odio, víctima de la miseria y de las
malas compañías.
Al decir esto, y cuando los Babeles y sus acompa-
ñantes pasaron á admirar el techo del salón de la sa-
cristía y el cuadro del Expolio, Guerra clavaba sus
ojos en Arístides, que pasó junto á él sin decirle
nada, aunque bien reparó Ángel que su enemigo le
había visto.
Creyeron todos que á Mancebo le daba un síncope
al ver á Fausto. «¿Pero de veras es ese — decía, — ese
que cojea?... ese el de los cartones? Si yo le conozco,
no se me despinta su cara; pero no sabía que era esa
la cara del maldito algebrista, ¡zapa! Como yo no le
250 B. PÉREZ GALDÓS
vi y fuiste tú quien con él se entendió cuando quiso
darnos el sablazo... cuando nos lo dio, mejor dicho...,
pues como yo no le vi, no pude decirte: «cuidado,
Fabián, que ese es ladrón de los finos». ¡Bendito y
alabado sea... (persignándose). ¿Pero es ese de veras el
hijo de aquel señor de los bigotes, que anda viendo
si ponen sellos á los libros? La Dulcísima Señora del
Sagrario sea siempre conmigo, ahora y en la hora de
mi muerte! ¡Si no vuelvo de mi asombro...! Los que
no volvían de su asombro eran Guerra y Fabián, vien-
do al beneficiado hacer tales aspavientos.
— ¡Buen par! — dijo Guerra, observándoles desde la
antesacristía, mientras ellos admiraban el Expolio. —
Aquel otro, espigado y de buen parecer, es su her-
mano Arístides.
— ¡Sopla!, pues veo que también viene Casiano.
Miradle: aquél, vestido de paño negro. ¡Pobre Casia-
no! Un hombre de bien entre tanto pillo. Y esa fami-
lia, ¿la conoces tú?
— Son ságrenos — dijo Fabián, — y una de las seño-
ras es tía de D. Juan Casado.
— ¡Dios mío! — exclamó Mancebo, volviendo á tra-
zar anchas cruces sobre su persona. — ¡Las cosas que
en este mundo se ven! Pues van á saber ustedes de
qué conozco la «^ara de ese tunante. Tengo que refe-
rir un grave suceso ocurrido en esta santa iglesia
hace tres años, cuando...
Hizo un paréntesis para acudir á expresar una idea
que saltó en su magín. «José — dijo á un sacristán
que salía por la puerta que da al patio del Tesorero; —
mira, di que no enseñen nada á esa tropa que está en
el salón, que guarden todo bajo siete llaves, y vigi-
ÁNGEL GUERRA. 251
len mucho las manos de algunos de esos. Hay uno en
la partida que, si nos descuidamos, se lleva bajo la
capa lo primero que encuentre. No abráis la verja
del Ochavo, ni el vestuario, ni nada.» El pobre señor
revelaba en su voz y tono un miedo cerval. Llevó á
los dos amigos al cuartito del agua, y allí con gran-
dísimo secreto les dijo: «¿Te acuerdas tú, Fabián, de
aquel sucedido, cuando vinieron dos tipos de Madrid
á comprar una porción de material viejo de cobre,
clavos, chapas de puertas, visagras, candeleros inser-
vibles, braseros y no sé qué más? ¿Kecuerdas que todo
ello estuvo en la cuadra baja del patio, y que se re-
mató por disposición del Cabildo, siendo canónigo
Obrero el Sr. Díaz? Pues á mí me comisionaron para
la entrega, y los dos rematantes, el cojitranco ese y
otro que no está ahí, me suplicaron que les enseñara
el vestuario. Mil veces me oirías contar lo que pasó.
Pues ese, tu amigo, el inventor, el cabalista, ese fué
el que escamoteó la palmatoria de plata de las misas
de pontifical, y se la llevaba debajo de la capa. Yo,
que algo me maliciaba, sorprendí el bulto cuando los
dos pájaros salían por la puerta esa del patio, que
siempre está cerrada, y aquel día se abrió para que
sacaran el cobre viejo y lo cargaran en un carro en la
calle de la Tripería. Mire usted, D. Ángel, si mil años
viviera, no olvidaría el momento aquél. Vi yo que el
hombre ocultaba la palmatoria, y sin decirle nada
me abalancé á él como un tigre, y grité: «So pillo,
so...» Él, viéndose cogido, me dio un empujón, y yo
á él otro, y en aquel zarandeo cayó al suelo la pal-
matoria, y uno de los mozos que estaban transpor-
tando el cobre arremetió al ladrón con un palo. El
252 B. PÉREZ ÜALDÓS
compañero huyó como una exhalación, y no le vol-
vimos á ver; pero éste cayó al suelo en medio de la
puerta medio abierta, con todo el cuerpo fuera, me-
nos los pies que quedaron dentro. ¿Qué hice yo? Ce-
rrar y apretar, dejándole las patas cogidas como en
un cepo, y tratando de sujetarle allí hasta que vinie-
se la justicia. En efecto, apretábamos firme, y el bri-
bón en el suelo chillando como un zorro cogido en el
garlito. Por fin, pudo zafar un pie, y tiraba del otro
echando unas maldiciones que daban horror. Bernar-
do Fraile, que era el mozo que me ayudaba en esta
faena, dijo: «Voy corriendo por un hacha, y le corta-
mos la pata»... «Hombre, no — le dije, — eso me parece
demasiado.» Y en esta disputa sobre si usaríamor ó no
usaríamos el hacha, añojamos un poco en el empuje
de la puerta, y se nos escapó. Salimos tras él; pero
¡zapa! iba como el mismísimo viento. El cobre allí se
lo dejaron, sin pagarlo, se entiende, y el Cabildo me
dio las gracias de oficio por haber rescatado la palma-
toria. Dióse parte al juez; pero éste no encontró el
rastro de aquel par de zorros, que debieron de tomar
el tren cuando salieron de aquí. Con que ahí tenéis
la historia, que á entrambos os maravillará: á ti, Fa-
bián, que ya la sabías, por conocer ahora al personaje
de ella; y á usted, D. Ángel, porque conociendo el
santo, ahora se «itera del milagro.
Asombráronse uno y otro de la interesante historia,
y al salir de la antesacristía vieron que los forasteros,
con Casiano y los dos Babeles, andaban entre el Coro y
la Capilla Mayor, siguiendo los pasos y aguantando las
eruditas jaquecas de uno de los cicerones más pegajo-
sos que por entonces se ganaban la vida en la Catedral-
ÁNGEL GUERRA 253
— Allí está el hombre — dijo D. Francisco. — Apro-
ximémonos poquito á poco. Yo saludaré al bargueño.
Fijarse en la cara que ha de poner el cojo cuando me
vea, y en ella, como en un libro, leerán la confirma-
ción de lo que acabo de contarles. Así lo hizo. Cuan-
do Casiano le estrechaba las manos, preguntándole á
gritos por su salud, Fausto vio al anciano clérigo, y
se volvió bruscamente, fingiendo poner toda su aten-
ción en la verja del Coro. Pero Mancebo, deseando
examinarle bien para quitarse hasta el último escrú-
pulo de una equivocación, se dejó ir de aquel lado, y
con mordaz acento le dijo: «Bonita verja, ¿eh?» El
cojo le volvióla espalda, encaminándose á contemplar
los pulpitos.
— El señor es artista... y de los finos — dijo Mancebo
con sarcasmo, mirándole bien. — ¡Cómo le entusias-
man las obras de valor que aquí tenemos!
En tanto. Guerra esperaba que Arístides le hablase.
Proponíase callar como un muerto si le soltaba recri-
minación ó injuriosa reticencia. Grande fué su sor-
presa al ver que el darón se le acercaba en actitud
que no parecía hostil... Momento de vacilación de
ambos. Saludo recíproco con una inclinación de cabe-
za. Por fin Babel, ¡asombro de los asombros! le diri-
gió estas palabras, de cuyo sentido afectuoso no po-
día dudarse, aunque sí de su sinceridad: «Ángel, ¿hay
paces ó no?»
— Paces habrá— replicó Guerra, aprovechando las
disposiciones conciliadoras de su enemigo.
— Yo reconozco — añadió Babel, — que en cierto
modo provoqué el lance. Estuve impertinente. Loque
empezó mi ligereza lo remató tu brutalidad, de modo
254 B. PÉREZ GALDÓS
que la culpa se reparte casi por igual entre los dos.
Pero yo, que no soy soberbio, podría descargar mi
conciencia de la parte de responsabilidad que me toca.
No lo hago porque fui agredido. No es Ángel Guerra
capaz de reconocer su falta como reconozco yo la mía.
Preparado como estaba el otro, no necesitó más
para recibir tales palabras con verdadera efusión de
concordia. Cierto que el avieso mirar de Arístides no
correspondía, no, á la suavidad de las expresiones;
pero esto, ¿qué le importaba? Estrechando la mano
que Babel le tendía, no vaciló en decirle: «El culpa-
ble füí yo solo, y te ruego que me perdones.»
Creyó por un instante que las últimas palahras se
le atascaban, rebeldes á salir de los labios; pero con
un ligero empuje salieron. Pausa, perplejidad. Uno
frente á otro, no sabían que decirse. El grupo estaba
disuelto, y mientras hacían dúos aparte, Casiano con
don Francisco y Arístides con Guerra, los forasteros,
que eran un matrimonio de la Sagra y una señora ma-
drileña de medio pelo, contemplaban, á instigación
del erudito guía, el pendón de las Navas colgado en
el triforium. Fausto no se hartaba de admirar los pul-
pitos, deplorando tal vez que por su magnitud no
pudieran aquellas hermosas piezas meterse en un
bolsillo.
— Perdonados recíprocamente — dijo al fin el barón
mascullando las palabras como quien recita una lec-
ción mal aprendida. — Y es muy grato para mí decir-
lo ahora que han variado las terribles circunstancias
que á los dos nos impulsaron á reñir y á sacudirnos
el polvo en el Corralillo. ¡Vaya, que fuimos ambos
impertinentes, tontos y brutales! Pero dejémoslo: pe-
ÁNGEL GUERRA 255
lillos á la mar, y amigos otra vez. Lo que importa es
que mi pobre hermana se ha curado de aquel horrible
espasmo.
— ¿Es de verdad? ¡Cuánto me alegro! — dijo Guerra
con tanto asombro como júbilo, aunque, en rigor,
Aristides no le merecía crédito, y sus palabras le so-
naban á sarcasmo de lo más fino.
— Vete por allá y lo verás. ¡La pobrecilla, menudo
temporal ha corrido.-Dos días, chico, dos días éntrela
vida y la muerte. Pero salió, y al hacerle crisis la es-
pantosa fiebre, hizola también aquella otra enferme-
dad diabólica que le pegó el tío Pito. Ya tenemos
mujer. No la conocerás cuando la veas. Entre mamá
y yo, y el buen médico que la asiste y un amigo sa-
cerdote, hombre que hace primores en la medicina
del espíritu, hemos realizado este milagro. No creí
que nos saliera la campaña como nos ha salido, ¿No
lo crees? Pues date una vuelta por allá. Te digo que
es otra mujer. Figúrate que ha tomado afición á la
iglesia, y confií^sa y comulga, y reza rosarios y leta-
nías. No se puede dudar que la religión es un bálsa-
mo, pero un señor bálsamo. La desgracia nos enseña
lo que la felicidad y el ruido del mundo nos hacen
olvidar.
No volvía Guerra de su asombro. ¡Dulce curada,
Dulce religiosa, Dulce convertida! Necesitaba verlo
para creerlo.
El enfadoso cicerone promovió la reconstitución del
grupo, disponiendo la subida á la torre, y los foras-
teros se llevaron tras sí á Casiano y Aristides, pues el
cojo, impulsado siempre de la fuerza centrifuga, se
había ido á contemplar la colosal pintura de San Cris-
256 B. PÉREZ G ALDOS
tóbal, y desde allí cautelosamente se unió á la parti-
da por el trascoro.
Don Francisco, Guerra y Fabián volvieron á la an-
tesacristia, y antes de llegar á la puerta, el benefi-
ciado se persignó de hombro á hombro y de la frente
á la cintura, diciendo al madrileño con escandalizada
admiración: «¡Pero usted, Sr. D. Ángel, da la mano á
ese hombre! »
— ¿Por qné no?
— Vamos, vamos; ya no me queda nada que ver en
este gracioso mundo. ¡Á ese pillastre le da usted su
mano!
— Y no sólo le doy la mano, sino que le he pedido
perdón por una ofensa grave que le inferí.
— ¡Perdón á ese tunante, zapa! Si es tan malo como
su hermano, como no sea peor. Perdón, sí... con una
vara de fresno.
— Cada cual mira estas cosas á su modo y según su
conciencia.
Don Francisco volvió á persignarse y á invocar á
la ^•''irgen del Sagrario, mirando con profunda lásti-
ma á su amigo, el cual se despidió fríamente, salien-
do por la puerta de los Leones, después de hacer ge-
nuflexión ante la Capilla Mayor. El clérigo y el sal-
mista le miraban desde la puerta de la antesacristía,
y antes de que saliera le pusieron su comentario.
— ¡Cuando yo te digo, Fabián, que este D. Ángel
ó D. Diablo no rige, no rige bien!
— ¡Anda, morena! ¿Pues y lo que dicen de que va á
fundar una orden para hombres y mujeres de ambos
sexos?
— Así saldrá ella. ¡Buena estará la orden, sí, buena,
ÁNGEL GUERRA 257
buena! Apuesto que será para proteger á toda esta
pillería, so pretexto de eamendarJa y corregirla, ó
para poner á mesa y mantel á tantísimo holgazán.
En cambio, los verdaderos necesitados, los que llevan
á cuestas una familia numerosa, como tú y yo... no
tocamos pito en esas magnas funciones de la caridad
de teatro. Pero déjate estar, que allá nos lo dará Dios
con creces, y cuando cerremos el ojo, nuestra rincon-
cito en la Bienaventuranza Eterna no hay quien nos
lo quite. Anhna super asir a quiescit. Con que... con-
solarse. La una. Adiós, hijo mío; vamonos en deman-
da del sacrosanto puchero.
2." PARTE 17
258 B. PÉREZ GALDOS
VI
BÁLSAMO CONTRA BALSAMO
Consistió la enfermedad de Dulcenombre en una
fiebre altísima, que sólo duró dos días, como racha
ciclónica que con la violencia de su propio girar se
aleja más pronto, y la remisión brusca la dejó en po-
cas horas en despejada convalecencia, aturdida y sjn
fuerzas, con el vago conocimiento de haber escapado
á un grave peligro. En su interior reinaba la grata
impresión de una crisis ó prueba decisiva pasada fe-
lizmente, durante la cual estuvo la naturaleza titu-
beando entre decretar la muerte ó la vida. Alegrá-
base la infeliz joven de vivir, pues hasta entonces,
ni en sus mayores angustias había sufrido nunca las
nostalgias del otro barrio, ni jamás pensó en ser Par-
ca de sí misma. Al despertar de aquella lúgubre som-
nolencia, vio y sintió que la vida es buena, mejor
dicho, la bondad de la vida se estampaba en su alma
con la categórica lucidez de los conocimientos pri-
mordiales. Al propio tiempo, su memoria no le daba
noticia clara de todo lo que había hecho y sentido en
aquel turbulento período de vida toledana, cuya du-
ración no le era fácil apreciar. De algunas cosas con-
servaba la impresión inmutable, como si aún las es-
tuviese viendo; pero otras se le borraban y obscure-
cían, rebeldes á su propia investigación. Figurábase
ANGKL GUERRA - 259
á veces que aquella crisis había sido como una infan-
cia, y las reminiscencias de lo acontecido resultában-
le como las memorias de la edad primera, que unas
se conservan clarísimas y otras se desvanecen, que-
dando sólo de ellas sombra, mancha ó perfil indefi-
nibles.
La tarde aquella de la visita de Guerra y de la co-
lisión entre éste y Arístides, Dulcenombre se halla-
ba en el período culminante de su desatino, del cual
pasó á una especie de estado tetánico, y se llevó dos
días en una pura convulsión, con tan horrible traque-
teo que toda la familia junta no la podía sujetar. Al
ver á su hija en tal situación y á su primogÓDito
descalabrado (porque resbaló en el borde del Corrali-
11o y fué rodando por el cerro abajo, etcétera...)] al
ver tanto desastre y desdichas tantas, doña Catalina
se llenó de consternación, y no sabiendo á quien vol-
verse, pues su marido no era hombre para las gran-
des adversidades (ni para las pequeñas), elevó sus
ojos al Cielo, y con grandísima aflicción pidió á la
Virgen bendita que la amparase.
Porque conviene notar que la buena señora, tan
propensa á chiflarse por cualquier tontería, en las
ocasiones graves conservaba el juicio claro, como si
su entendimiento, que se destemplaba con las con-
trariedades chicas, se templara y robusteciera con las
gordas. De estas compensaciones ofrece mil ejemplos
la mamá Naturaleza. Así, en aquellos días de amar-
gura en que parecía que el Cielo irritado se desplo-
maba sobre la familia de Babel, doña Catalina no
tomó ni una vez siquiera en boca los reyes de la
casa de Trastamara, ni mentó ningún castillo, ni re-
260 B. PÉREZ GALDÓS
clamó para sí j sus sucesores los caserones de la ca-
lle de la Plata. Razonable y diligente, á todo aten-
día, de todo cuidaba, proponía los remedios más acer-
tados, y si hubiera tenido otro Rey Consorte, las di-
ficultades no habrían sido tantas. Pero Simón no
puso nunca en los asuntos de familia más que una
atención distraída, como hombre de Est?do, cuya in-
teligencia reclaman mil negocios extradomesticos de
importancia nacional y europea.
Una de las ideas más substrinciosas que surgieron
en la mente de doña Catalina fué que toda aquella
cáfila de desventuras era consecuencia de lo mucho
que ofendían á Dios su marido y sus hijos, el uno
dando el timo á los contribuyentes, los otros inven-
tando mil diabluras para desbalijar al que cogían por
delante. Como en aquella temporada, por fortuna
(que tantos males alguna compensación habían de
tener), Simón barría para dentro, llevando bastante
dinerito á casa, la de jVlencastre discurrió que parte
de los fondos malamente adquiridos debía ella em-
plearla en aplacar l'i cólera celeste. Pero no le satis-
fizo la idea pagana de desarrugar con ofrendas el
ceño de los dioses; no se contentó con mandar aceite
y velas al Cristo de las Aguas y encargar misas á
don Juan Casado, sino que solicitó la intercesión de
éste para que le trajese á su casa los consuelos del
Cristianismo. No se hizo de rogar el cura feo, hombre
muy aficionado á componer desarreglos y enderezar
torceduras. Desde que doña Catalina le mandó aquel
recadito que decía: «por Dios, D. Juan, venga usted
á casa, que parece que se nos cae el cielo encima»,
fué el clérigo allá y entró diciendo: «Aquí estoy, se-
ÁNGEL GUERRA 261
ñora mía, y aquí estaré al pie de sus desgracias; pero
con la condición de que no ha de sacar á relucir su
regia parentela, porque en cuanto la saque, me
marcho.»
— Déjese usted de reyes, D. Juan de mis pecados.
• Ni qué me importan á mí las injusticias cometidas
en mi persona, pues habiéndome quitado...
— Alto, alto ahí, señora, que se resbala.
— Pues alto, y vamos á lo que importa. Mí hija se
muere.
— Verá usted cómo no. Animo, valor y miedo. Na-
die se muere aquí sin mi permiso. ¿Han llamado al
médico que les recomendé?
— Sí; ha venido esta mañana. Aquí está la receta
que dejó. Volverá esta tarde... Y mi príncipe de As-
turias hecho un Ecce horno. ¿Se ha enterado usted?
Cayóse por el cerro abajo, y si no es porque se en-
gancha la ropa...
— Tampoco se morirá. No apurarse.
— ¡Av, usted me vuelve el alma al cuerpo! No es
como Simón, que me añige con sus augurios.
Era el tal presbítero (vulgarmente llamado Juaní-
to Casado) joven y dispuesto, natural de Cabanas de
la Sagra, donde había heredado recientemente ha-
ciendas, molinos y rebaños. Pasábase la vida entre
campo y ciudad, atento á sus intereses, y cuidándo-
se de lo temporal, como un buen burgués cargado
de familia. La de Juanito se componía de una her-
mana viuda sin hijos, de varias primas monjas, de
dos ó tres sobrinas (las de Rebolledo) modistas de
sombreros, un sobrino cadete y otros parientes leja-
nos. Todos recibían de él algún auxilio. La riqueza
262 B. PÉREZ GALDÓS
le había matado la ambición eclesiástica, y al poco
tiempo de heredar, su fama de buen teólogo y los
laureles ganados en el pulpito le importaban tanto
como las coplas de Calaínos. Llegó á comprender que
valen más algunas fanegas de buena tierra labrantía
que una prebenda de oficio en el coro toledano, y que
es más bonito y hasta más cómodo sentarse en la co-
cina de una casa de labor entre los trabajadores, ha-
blando de las faenas del día, que repantigarse en las
sillas de Bsrruguete, asombro de las artes. Con tales
ideas, renunció al ideal de su juventud, que era opo-
nerse á la Lectoral ó Doctoral cuando vacasen, y
aunque el Arzobispo, conocedor de sus singulares
dotes, le quiso atraer ofreciéndole montes y more-
nas, Casado no cayó en la trampa, y prefirió la liber-
tad y alegría de su castañar. En su desviación de los
antiguos gustos, llegó á encontrar más hermoso un
buen corral de gallinas que una función solemne de
seis capas, y el canto de los pajarillos le embelesaba
más que el órgano, y la Capilla Mayor con todas sus
magnificencias y la Summa de Santo Tomás con toda
su miga teológica le parecían menos interesantes que
un campo de trigo bien espigado.
Había sido coadjutor en la Magdalena y en San
Nicolás, distinguiéndose como confesor de moda en
aquellas parroquias de tanta y tan buena feligresía.
Pero á semejantes glorias renunció también, trocán-
dolas por el positivismo bucólico, pues tiene mucho
más chiste, dígase lo que se quiera, contemplar en el
campo la sabiduría infinita que estarse todo el santo
día dentro de una caja oyendo pecados y secretos
vergonzosos. Tantas y tan variadas eran sus relacio-
ÁNGEL GUERRA 263
nes en Toledo, que por mucho que el campo le lla-
mase no podía desprenderse completamente de la
ciudad, j repartía su existencia dando á ésta los días
y meses de mal tiempo, y los buenos á Cabanas de la
Sagra. En una de sus cortas invernadas cogiéronle
los Babeles por su cuenta para que les ayudase en la
grande empresa de la corrección de su hija.
Antes de la tremenda crisis D. Juan había tratado
de reducir á Dulce con persuasivas amonestaciones y
chuscas parábolas; pero el resultado no correspondió
á sus buenos deseos. Hubo escenas lastimosas y hasta
repugnantes, pues Arístides intentaba someter á su
hermana por la violencia, á lo que se opuso el cura.
La trastornada joven cayó después en abatimiento
profundísimo, y su quebranto era tal que Casado, de
acuerdo con ei médico, permitió que doña Catalina
levantara la prohibición absoluta de bebidas espiri-
tuosas. La enferma tomó con gusto porciones muy
tasadas, hasta que al iniciarse el período de nervioso
desquiciamiento, con altísima fiebre, le entró tal re-
pugnancia de la bebida, que, habiendo recetado la
facultad medicamentos con preparación alcohólica,
costó mucho trabajo hacérselos tomar. En su delirio,
la infeliz profería blasfemias horribles y expresiones
soeces, que oyó con paciencia el presbítero, murmu-
rando: «ya te lo diré yo luego», y doña Catalina,
consternada, se llevaba las manos á la cabeza y decía
mirando al techo: «¡Pero cómo ha de tener Dios lás-
tima de nosotros oyendo estas atrocidades!»
— No afligirse, madama — replicaba D. Juan, — que
arriba ya están hechos á oirlo, y á las cabezas tras-
tornadas no se les hace caso.
264 B. PÉREZ GALDÓS
Pasó la fiebre. El médico continuaba prescribiendo
los estimulantes, y la paciente entró en un período
de franca sedación, el ánimo abatido, la memoria des-
la bazada, pero con destellos de inteligencia que cada
día iban siendo más vivos. Doña Catalina respiraba
llena de esperanzas; pero temía que á lo mejor saltase
la enferma con nuevas querencias del maldito trinquis
á que debía su mal. D. Juan no era de esta opinión,
y alegaba algún ejemplo, por él visto, de persona ra-
dicalmente curada del vicio después de una crisis se-
mejante. Hicieron la prueba ofreciendo á Dulce una
copita de licor fuerte; pero ni á tiros la quiso tomar.
Sólo de olerlo se le revolvía el estómago, y de pro-
barlo sólo vomitaba.
— ¿Pero será verdad — dijo al cura feo, recogiendo
en su memoria retazos y jirones de los acontecimien-
tos pasados, — será verdad que yo...? Me parece que
lo recuerdo, ó que lo he soñado, ó que alguien me lo
ha dicho... ¿Será verdad que he perdido el juicio
por...? Tengo una idea de haberme quedado dormida
después de... y de haber bajado á la calle desmelenada
y en chancletas diciendo palabras inmundas. No me
queda duda de que en Madrid salí de mi casa con el
tío, y él empeñado en que habíamos de ir á ver la
mar. Después en Toledo... creo que... no sé... paréce-
me que algunas tardes...
Revolviendo sus ojos atontados de una parte á otra,
interrogaba con ellos á su madre y á D. .íuan. Doña
Catalina, limpiándose las lágrimas con la punta del
pañuelo, acudió á quitarle de la cabeza aquellas ideas.
«No, hija mía, es figuración tuya; restos del delirio
febril que te quedan entre ceja y ceja.»
ÁNGEL GUERRA 265
— No, no, voy recordando, y... me gustaba, me
gustaba lo que ahora me repugna — dijo Dulce recli-
nando su cabeza en la almohada y mirando fijamente
á D. Juan.
— Lo pasado, pasado, niña. No pienses en eso — re-
plicó el clérigo, que tutear solía á las personas con
quienes hablaba tres veces. — Todo fué que te pusiste
un poquitin alegre. Esto no tiene nada de particular,
y proponiéndote no repetir, estamos de la otra parte.
Lo mismo que el decir porquerías y ofender de pala-
bra al Santísimo Sacramento. Claro, lo has hecho con
el juicio trastornado; pues no siendo así, ¿cómo ha-
bías tú de decir que la Virgen es una acá y una allá,
y que los santos son unos tales y unos cuales*?
— ¡Yo... yo he dicho eso! — exclamó la joven es-
pantada.
— Sí lo dijiste. ¿Y qué? No te aflijas — indicó el
clérigo. — Cuando yo tuve las viruelas, me puse tan
malo de la cabeza, que delirando dije que me casaba
con el señor Cardenal. Los enfermos tienen bula de
disparates. Lo que has de hacer ahoia es ir á pedirle
perdón á la Virgen Santísima de las perrerías que
has hablado de ella.
Dulce calló, mirando al techo. Doña Catalina metió
en seguida la cucharada: «Sí, hija, ahora que el Se-
ñor te ha hecho el beneficio do ponerte buena, tienes
que reconciliarte con El, y dejarte de esos piques con
Su Divina Majestad. ¿Qué culpa tiene Dios de lo que
á ti te ha pasado? Porque hayas sufrido algún con-
tratiempo, ¿vas á dejar de creer lo que el dogma nos
enseña? Porque sí, sepa usted, D. Juan, que hace
muchísimo tiempo que no pone los pies en la iglesia.
266 B. PÉREZ GALDÓS
y que se las echa de descreída y de librecultista y
qué sé yo qué...
— ¿De veras? — dijo Casado haciendo ademán de pe-
gar á la enferma, que mirándole se sonreía. — Ya ve-
rás cómo te pongo yo las peras á cuarto. Déjate estar.
Conmigo no hay descreimiento que valga. El diablo
me conoce, perro maldito, y cuando me ve entrar en
una vivienda, ya está él recogiendo sus bártulos para
largarse. A más de la tirria que me tiene perqué soy
yo más feo que él, no me puede ver ni escrito, por-
que le sacudo de firme siempre que puedo. Y el muy
sinvergüenza no queda cosa que no inventa para fas-
tidiarme: que el reuma, que los callos, que las mue-
las. Pero yo impávido, dándole cada pina que el cru-
jido se oye en el último infierno... Sí, sí, esta crisis
va á ser saludable para tu cuerpo y para tu alma»
porque ahora que se va el médico entro yo... y te ad-
vierto que soy pesadito de veras, que al que cojo, le
mareo, le vuelvo loco, y que quiera que no quiera le
hago vomitar todo el ateísmo y toda la librepensa-
duría...
Ya desde aquella noche empezó D. Juan á catequi-
zarla, conociendo que su alma necesitaba de enérgica
medicina. Y la verdad, no encontró grandes resisten-
cias, porque la infeliz joven padecía entonces princi-
palmente de un desmayo de la voluntad, como quien
habiendo agotado su fuerza en descomunal lucha, cae
postrado y sin aliento; todas las iniciativas y ergui-
mientos de su carácter habían cedido, y se entrega-
ba, exánime y desangrada, para que hicieran de ella
lo que quisiesen.
Con gran contento de doña Catalina, y aun de don
ÁNGEL GUERRA 267
Simón, que en su lucrativo puesto oficial abogaba
porque se rindiese culto á las venerandas creencias de
nuestros padres, Juanito se pasaba dos ó tres horas del
día al lado de Dulcenombre, departiendo con ella, y
no siempre de religión, pues entre los temas serios
metía mil hojarascas graciosas, cuentos y hasta chas-
carrillos, descripciones amenísimas de la vida del
campo y de las costumbres sagreñas.
— No crea usted — le dijo Dulce, — que yo he sido
jamás atea. Lo decía, y hasta llegaba á creérmelo yo
misma á fuerza de decirlo. Es que del despecho y de
la rabia que me entraron cuando ese me dejó, yo no
sabía por qué registro salir, y salí por ese. Luego, al.
saber que él se convertía, me entraron a mí ganas de
irme con Satanás; pero no me iba, no, á pesar de que
se me salían de la boca aquellas estupideces. Era el
reconcomio, el torcedor que tenía dentro. Pero yo
creo en Dios y en la Virgen, y me pesa haberles ul-
trajado.
— Basta, no es necesario más. Si ahora te propones
perdonar de todo corazón á los que te han ofendido,
y lo consigues, pero de todo corazón, sin farsa, ¿en-
tiendes? habremes puesto una piquita en Flandes.
Perdona, ó en otros términos, arroja de tí todo ese
asietito corrupto que llevas en el espíritu, y pronto
te daré de alta...
Dulce masculló la respuesta. Decía que no y que
sí, y el tal perdón se le atravesaba en la garganta
como una pildora gruesa y pestífera difícil de pasar.
268 B. PÉREZ GALDÓS
II
«Bajo el punto de vista de la representación so-
cial», como hinchadamente decía el inspector del
Timbre, los Babeles habían ganado mucho en Toledo,
pues alternaban con familias decentes d3 empleados
en la Delegación de Hacienda, y con otras toledanas,
ya del comercio, ya del señorío mediocre. Como no
les conocían, y el D. Simón era hombre que con su
coram mbis daba un chasco al lucero del alba, fácil-
mente hicieron amigos, y doña Catalina recibió y
pagó visitas de esposas de capitanes, de hermanas de
canónigos, de tenderas de la calle del Comercio, de
patronas de huéspedes y de otras señoras honestísi-
mas, cuyos maridos se ocupaban en tráficos menudos
ó tenían labranza en la provincia.
Para darse más lustre y apersonarse más, D. Simón
iba con su cara mitad, oficialmente, á la misa de doce
de la Magdalena, muy favorecida del señorío civil y
militar. Allí se codeaban con el brigadier y su seño-
ra, con todo el profesorado de la Academia, con la
oficialidad de la Comandancia general, y con multi-
tud de señoras y señoritas elegantes. A la salida, da-
ban unas vueltas en Zocodover con ese pasear repo-
sado y solemne de las personas distinguidas, y veían
pasar el batallón de cadetes con su música, de vuelta
de la misa de tropa en San Juan Bautista... Animado
y alegre está Zocodover á semejante hora, pues al
gentío que sale de la Magdalena, en el cual se desta-
ca mucho sombrero de señorita, mucho ros y teresia-
na de militares, únese pronto el aluvión de alumnos,
ÁNGEL GUERRA 269
que al volver de San Juan, rompen filas en la Acade-
mia, y se lanzan hacia la plaza en bulliciosos grupos.
Poco antes han llegado los coches de la estación sol-
tando los viajeros del tren de las once, y el famélico
cicerone acosa y embiste á los forasteros. La gorra in-
glesa de viaje con orejeras, sobre cabeza masculina ó
femenina, vése muy á menudo entre la multitud, en
la cual no faltan moños de picaporte, sombreros de
veludillo y refajos verdes y rojos, para hacerla más
abigarrada y pintoresca.
Don Simón, de gabán un poco raido y muy estre-
cho, por datar de una fecha en que su dueño era de
menos carnes, guantes nuevecitos y chistera atrasa-
da en dos modas y pico, solia irse con su compañero
de inspección ó con el comisario de policía á tomar
un tente-en-pie en casa de Granullaque, estableci-
miento que á tal hora rebosaba de consumidores, ca-
detes, forasteros de los que van á prisa, con billete
de ida y vuelta, y alguna pareja de curas de pueblo,
de balandrán con esclavina, paraguas y teja corta,
los cuales han ido á las Sinodales. En tanto que don
Simón se arreglaba el estómago con un bartolillo y
una copa, quitándose sólo un guante, doña Catalina
daba vueltas en la plaza con sus amigas, y los ojos
se le iban tras los cadetes, admirando su desenvuelto
y gentil porte. «¡Es un dolor — pensaba la buena se-
ñora, — que mis hijos no sean asi! ¡Ay, si hubieran te-
nido otro padre, que desde chiquitos les hubiera en-
carrilado por la senda del estudio y la formalidad, hoy
serían generales lo menos! Da gozo ver estos chiqui-
llos tan salados, tan caballeretes, con su espada al cin-
to, lo que prueba que tienen que mirar por el honor.»
2/0 B. PÉREZ GALDÓS
Dalcenombre no acompañaba jamás á sus padres
en esta exhibición dominguera y fantasiosa, primero
porque su delirio y enfermedad se lo impidieron, des-
pués de curada porque sentia indecible vergüenza
de presentarse en paraje tan público. El primo Ca-
siano continuaba fiel al cariño con que la distinguía;
pero sus viajes á Toledo eran menos frecuentes á cau-
sa de las ocupaciones de labranza que le retenían en
el pueblo, lo que doña Catalina y Babel vieron con
satisfacción, porque les aterraba que se enterase de
las evaporaciones de la niña. Alguna vez que fué
allá el bargueño en ocasión que Dulce estaba muy
tocada, pasaron marido y mujer las de Caín por ocul-
tarle la triste realidad, inventando mil fábulas, que
el confiado optimismo del hidalgo labriego tomaba
por artículo de fe. Pero no les llegaba la camisa al
cuerpo, porque, naturalmente, temían que D. Juan,'
aunque por el pronto se prestase á favorecer á los
padres en su campaña de corregir á Dulce, abriera
después los ojos de su amigo y le quitara de la cabe-
za la idea que tanto á los Babeles agradaba. Pocas
esperanzas tenían, pues, de cazar pájaro tan gordo;
pero mientras Casado no les derribase de golpe el
bien armado artificio, en él persistían hasta que sa-
liese lo que Dios quisiera. Por fin, gracias á Dios, en
su convalecencia y mejoría no presentaba la joven
ningún síntoma sospechoso, y los padres, gozosos de
no tener que representar las comedias de antes, reci-
bían con palio al buen bargueño. El cual no iba nun-
ca con las manos vacías, y se descolgaba por allí cada
lunes y cada martes llevando á su pretendida rega-
litos de caza ó pesca, bien la media docena de perdí-
ÁNGEL GUERRA 271
ees, bien anguilas que parecían boas por lo grandes
y gruesas, ya la prreja de palomas pechugonas, de
irisado cuello y patas rojas, ya una caterva de pollos
bien gordos, que doña Catalina soltaba en el patio
para hacerse la ilusión de que tenía granja, y oírles
cacarear antes de retorcerles el pescuezo.
Lo que á D. Simón disgustaba en el asunto de Ca-
siano, hombre para él, como para todo el mundo, es-
timabilísimo, era el traje. «La única tacha — dijo á su
mujer, — que ponerse puede á este hombre de pasta
de ángeles y de ojaldre de caballeros, es que se vista
como se viste. Porque mira tú que ese pantalón á la
rodilla y esas polainas y todo ese pergenio parecen
cosa de comedia. Francamente, cuando sale conmigo
paso un mal rato... Me da vergüenza de que la gente
me vea con él.»
Doña Catalina la chiflada, sin duda por serlo en
grado sumo, saltó con una furiosa crítica del traje
moderno, diciendo que los hombres del día son, bajo
el punto de vista de la ropa, unos horribles monigotes.
«Mira tú que esos pantalones hasta abajo, que no te
dejan lucir tu buena pierna, y ese tubo de chimenea
que lleváis en la cabeza y el suplicio de esos cuellos
almidonados, y el gabán que parece prenda inventada
para que parezcáis osos en dos pies, sin cintura, sin
talle ni aire de caderas, son de lo más ridículo y pro-
saico que se puede inventar. Y no puede tener más
defensa que la igualdad, quiero dícir, impedir que
los hombres de buenas formas como tú las luzcan,
para no dar dentera á los mal formados. El traje de
Casiano favorece la belleza corporal, y hace bien en
preferirlo á vuestros vestidos de mamarracho. Debéis
272 B. PÉREZ GALDÓS
adoptarlo, para lo cual sería conveniente que la nue-
va moda viniese de arriba, principiando los minis-
tros y los diputados y senadores por vestirse á la bar-
gueña, y luego la chusma iría entrando por el aro.»
Don Simón se reía, y D. Juan Casado que estaba
presente apoyó, quizás por seguir la broma, las opi-
niones indumentarias de la rica-hembra, diciendo que
' también' los clérigos debían aspirar á ser menos feos
que actualmente lo son, presumiendo un poquitín y
dejándose bigote y perilla como Lope y Solís, y me-
lenas á lo Calderón.
En cuanto Dulce pudo. valerse, su madre y Casado
la llevaron á la Magdalena, la hicieron asistir al rosa-
rio por las tardes, por las mañanas á misa, y á los
pocos días confesó y comulgó, hallándose después de
esto C(m una tranquilidad de espíritu que no había
conocido en mucho tiempo, feu característica en
aquella temporada era el decaimiento de la voluntad,
y si conforme la condujeron á la iglesia, la hubieran
metido en un sitio de escándalo y corrupción, su pa-
sividad habría sido quizás la misma. Pero á los pocos
días de religioso ejercicio, ya ponía algo más de ener-
gía propia en él, y por este camino, pasito á paso,
llegó á tomar gusto á lo que al principio fué desabri-
do manjar, concluyendo por encontrarlo substancioso
y dulce.
Largas horas pasaba en la hermosa capilla de Nues-
tra Señora de la Consolación, la cual por el nombre
empezó á cautivarla, y con sincero fervor pedía con-
suelos á la Virgen. Pero la imagen que más honda-
mente hablaba á su espíritu era la del Cristo de las
Aguas, que frente al de la Virgen tiene su altar, efi-
ÁNGEL GUERRA 273
gie de mucha devoción en Toledo por la interesante
leyenda de su aparición en las ondas del Tajo, y por
ser abogado predilecto de la ciudad en tiempo de se-
quía y calamidades públicas. Dulcenombre simpatizó
(no hay más remedio que decirlo asi),- con aquel Cris-
to desde la primera vez que le vio, y al poco tiempo
de rezarle ya le tuvo por su protector y le revistió
en su mente de todos los atributos de la divinidad
tutelar y misericordiosa. «Porque yo, Señor — le de-
cía la Babel, — no aspiro á la perfección ni mucho
menos: sé que he de ser siempre pecadora y lo que
te pido es que me poDgas en condiciones de vivir sin
ofenderte en cosa mayor, para lo cual lo primero es
que me arranques la ley que todavía le tengo á ese
pillo, pues mientras tenga dentro de mí esa ley, dis-
puesta estoy á dispararme y hacer cualquier desati-
no. ¿Pues no soñé la otra noche... y no sé si lo soñé ó
lo pensaba en vela... que me agradaría que mis her-
manos le matasen? No, Señor, esto no ha sido más que
una idea que pasó, como pájaro que vuela, como som-
bra de una nube que corre por allá arriba. Yo no
quiero nada de muerte; pero si no serenas mi corazón,
el mejor día salgo con una pitada muy gorda... Yo
me conozco, sé que soy atroz en mis quereres, y re-
conozco que la sangre de familia que llevo en mis
venas no es de lo mejorcito.»
En el altar del Cristo ardía siempre una vela suya,
y Dulce cuidaba de que nunca dejase de lucir, pues
su preocupación supersticiosa llegaba al extremo de
barruntar desdichas si se apagaba. Con ella y otras
que distintos fieles ponían allí, el dorado altar y sus
ex- votos de cera, entre lazos y cintas, se rodeaban de
2.' PARTE 18
274 B, PÉREZ GA.LDÓS
esplendor fúnebre. El amarillo cuerpo de la santa ima-
gen reproducía con su patinoso barniz antiguo las lla-
mas rojizas, y el cárdeno rostro, el perfil hebreo, la
expresión cadavérica adquirían un terrible acento de
verdad. La cabellera de mujer que le cuelga en me-
chones por entre las espinas, velando en parte el ros-
tro, en parte cayendo hasta el costado, le hacía más
lúgubre, más muerto, más lastimoso. Ante él, sentía
Dulce inefables esperanzas en la misericordia celeste,
y de todo corazón le encomendaba su cuita. Represen-
tando la imagen al divino Jesús después de muerto,
no dejaba de tener para la penitente misterioso len-
guaje, reflexión de las propias ideas de ella y de las
irradiaciones de su alma. Algunas tardes creía verle
más adusto que ^e ordinario, otras benigno y hasta
risueño. Figurábase á veces que los agarrotados de-
dos no permanecían en mortuoria quietud, y no siem-
pre veía en la misma cabeza el mismo grado de in-
clinación sobre el pecho. Rara vez estaba sola la capi-
lla; siempre había en ella algún afligido suspirón, ma-
dre atribulada ó incurable enfermo. No sonaba allí un
aliento humano que no expresara algún dolor terrible.
Una tarde tuvo que entrar Dalce en la sacristía,
no en la de la capilla, sino en la general de la parro-
quia, y al volver, atravesando la nave lateral de la
epístola, vio en un confesionario á un hombre de ro-
dillas, medio cuerpo metido dentro de la caja, como_
penitente que con gana lo toma. Aunque no le vio
el rostro, creía reconocer á una persona muy de su in.
timidad en otros tiempos. «No hay duda — se dijo sus-
pensa; — son sus pies... Reconozco también la ropa. Lo
que no reconozco y me parece inverosímil es su pos-
ÁNGEL ÜUERRA 275
tura, esa actitud de penitente compungido que pare-
ce se quiere comer al confesor. Ya sabía yo que anda-
ba hecho un beato, pero no creí que á tanto llegase.»
Volvióse á la capilla, y desde alli, por entre los hierros
de la verja, miraba trémula y sin sosiego. Sensacio-
nes extrañas tras de las cuales vinieron sentimientos
más extraños todavía, la distrajeron de su devoción
al Cristo, que en aquel rato desapareció á sus ojos,
como si le hubieran sacado en procesión por las calles.
Deseando cerciorarse, detuvo al sacristán de la ca-
pilla, que por allí pasaba, y pidióle informes: «Díme,
¿conoces tú á ese caballero que está confesando?
— Ya lo creo: es D. Ángel... buena persona.
El que de este modo hablaba era un ser de voz ati-
plada y modales femeninos, de rostro ximioso, viejo
adolescente ó joven caduco, según se le mirase. Lla-
mábanle E^tre todas las mujeres ^ sin duda por su ofi-
ciosidad relamida con el bello sexo en el servicio de
la capilla de la Consolación, tan frecuentada de hem-
bras de todas las clases sociales. Fuera de la iglesia
solía servir de diversión á los chicos por su braceo
afeminado y sus andares poco varoniles. Dentro, des-
empeñadla sus funciones en increíble actividad, aco-
modando en buenos asientos á las señoras de viso y
desplegando una especial destreza escurridiza y rep-
tante al pasar entre tantísima fnldy, en días de gran
lleno, para encender velas ó acudir con el cepiPo de
la colecta. Era ó había sido también un poco sastre;
se cosía primorosamente su ropa, y en su calidad de
mariquita negra salía en la procesión de Viernes San-
to con el grupo que representa á los escribas y fari-
seos. Dulce le conocía y le trataba con cierta intimi-
276 B. PÉREZ GALDÓS
dad porque eran vecinos, pues Entre todas moraba
con su madre, sastra de curas, en un desván de la ca&a
habitada por los Babeles.
— ¿Con que D. Ángel? ¿Y hace mucho que viene
por aquí?
— Todas las mañanas le tiene usted á la primera
misa; ¡ay, Jesús!, pues no es poco puntual; y paga
tres, si no me engaño.
— Dime, ¿confiesa con D. Juan Casado?
— No, señora; con D. Atanagildo.
— ¿Qué disparates dices?
— ¿Pero no sabe la señorita que llamamos D. Ata-
nagildo á D. Atanasio Gil? Es broma, y él no se en-
fada. Paes ese caballero dicen que era de la piel de
Barrabás, ¡ay. Dios mío!, masón, republicano y de ¿a
común, disoluto y de malas pulgas, y ahora le tiene
usted convertido y como una malva, con una devo-
ción que da gusto. Es muy corriente, y el sábado me
dio una moneda de cinco duros. ¡Ay, hija, es la única
que he visto en mi vida!
—¡Qué gracioso! — diio Dulce riendo de un modo
poco adecuado á la santidad del lugar.
— Pues estás en grande, Fnire todas, con semejan-
tes parroquianos.
No pasó de aquí el diálogo. La Babel se fué á su
casa, y aquella noche observáronla sus padres más
contenta, más decidora que de costumbre . Al otro
día faé á misa con su madre, y vio á Guerra oyendo
devotamente la de D. Juan Casado, de rodillas, libro
en mano, con un recogimiento y una atención que
rara vez en hombres de su clase se ve. Doña Catalina
no reparó en el antiguo amante de su hija. Ésta no le
ÁNGEL GUERRA 277
quitaba los ojos: al salir le perdió de vista; pero á la
tarde, en el momento de pasar ala sacristía parroquial,
se le encontró de manos á boca. Aunque la iglesia no
estaba muy clara, ambos se vieron, y Ángel fué
quien primero le dirigió la palabra, con familiar
modo, como si el encueniro no le afectara peco ni
mucho.
— Dulce, ¿tú por aquí? Sabrás que me alegro de
verte. Por tu hermano supe que has estado mala.
¡Cuánto lo sentí! Tenía pensamiento de ir á visitarte
un día de estos.
— Sí — dijo ella con naturalidad. — He tenido un
mal de nervios, cosa tremenda; pero ya estoy bien,
gracias á Dios.
— ¿Sabes que me complace mucho verte aquí? Hija,
¡qué transformaciones, qué mudanzas en tan corto
tiempo!
— ¡Ya lo veo... ¡Quién lo hubiera dicho! Mira cómo
al fin, arrieritos los dos, nos hemos encontrado en
este caminito. Tenemos que hablar. ¿Irás por casa?
Puedes ir, que allí no ros comemos la gente.
—Yo lo creo que iré. Hablaremos, sí. Y tus her-
manos ¿buenos?
— Buenísimos... queriéndote mucho, como todos
en casa. ¿Irás, irás por allí?
— Mañana sin falta, á la hora que tú me indiques,
me tienes allá.
Díjole Dulce la hora, y se separaron. Él salió á la
calle, algo soliviantado por la irónica amargura que
notar creía en el tono de su antigua esposa ilegal, y
ella se fué á contar el caso á su amigo el Cristo de
las Aguas.
278 B. PÉREZ GALDÓS
líl
Puntual á la cita, Ángel penetró en el antro Babé-
lico á las tres de la tarde. Recibiéronle Dulce y doña
Catalina, que se crejó en el deber de poner unos
morros de á cuarta, temerosa de nuevas complica-
ciones. Pero la buena señora, que ya había observa-
do en su hija cierta tranquilidad al dar cuenta del
encuentro en la parroquia y de la anunciada visita,
notó con asombro que la recibía sin visible altera-
ción. A poco de cambia^^e las fórmulas de urbanidad
y las primeras manifestaciones referentes á la salud,
Dulcenomhre, con perfecto aplomo y semblante ri-
sueño, se dejó decir esto: «Ya estoy curada, cubada
de todo, de todo; fíjate bien. El Santísimo Cristo de
las Aguas se ha portado conmigo como un caballero,
concediéndome lo que con tanta devoción le pedí.»
— Me alegro mucho — iijo Guerra. — Dios no aban-
dona á quien con fe y amor se pone en sus manos.
— Justo; y buen ejemplo soy yo, que no hace mu-
cho sentía una pena, un ahogo, que no me dejaban
respirar, y ya... como con la mano. Conviene aecir
las cosas claras, para no dar lugar á malas interpreta-
ciones. Yo padecía, yo llevaba un puñal clavado en
el pecho; pero desde que te vi convertido en beato
baboso, con medio cuerpo dentro del confesonario;
desde qae te vi de rodillas hociqueando en el libro
como se ponen los hipócritas, me desilusioné, hijo;
ipero de qué modo!, y el cuchillo se me desclavó, creo
que para siempre. Ha sido como un milagro. Verte
yo en tales posturas y quitárseme la ley que te tenía.
ÁNGEL GUERRA 279
como si me limpiaran el alma de toda aquella broza,
fué todo uno. Lo estaba yo sintiendo y me parecía
mentira. ¡Pero si no puede ser de otro modo! ¿El que-
rer es pecado? A saber... Puede que lo sea, porque yo
no concibo enamorarse de un hombre que hace en las
iglesias los desplantes que tú. El Señor me perdone;
pero no es culpa mía si el amor humano y la devoción
de verhs ro hacex buenas migas. En una mujer todo
eso es natural y hasta bonito, ¡pero en un hombre...!
quita allá...
No supo Guerra qué contestar por el momento,
pues las ideas se le obscurecieron con aquella salida
brusca de la que fué su amante; mas no tardó en re-
hacerse, repeliendo el amor propio, que sin duda que-
ría salir con alguna botaratada, y acudiendo á sus re-
cientes convicciones en busca de una respuesta airosa.
- Yo me alegro mucho — dijo al fin, — y nada teDgo
que oponer á eso de que la piedad ardiente desiluí-io-
na del amor mundano. Bien podrá ser. Hay casos...
me parece á mí... en que tal vez suceda lo contrario.
Cada cual ve estas cosas á su manera. Lo que yo de-
duzco claramente de lo que acabas de decirme, es que
hay cierta incompatibilidad entre el cumplimiento
exacto, á la letra, de nuestras obligaciones religiosas
y el actual convencionalismo de l?s opiniones huma-
nas. Y siendo obra imposible el poner de acuerdo una
cosa con otra, lo mejor es decidirse por la verdad,
desdeñando esa falsa ley de estética social que ha es-
tablecido la ridiculez del seglar piadoso; lo mejor,
digo, es seguir el camino de Dios, sin mirar atrás para
ver quién se ríe y quién no se ríe, ni hacer caso del
vano juicio de mujeres.
280 B. PÉREZ GALDÓS
A pesar de la entereza que revelaban estas pala-
bras, el converso no las tenia todas consigo, y tocaba
á somatén dentro de sí para convocar fuerzas esparci-
das, reunirías y poder triunfar de los sofismas de
Dulce. La cual, sintiéndose fuerte, se echó á reir,
trasteando á su amigo con cierta saña, como si des-
pués de tener el vencido á sus pies, quisiera patearle.
«¿Y todo eso parará en meterte á cura ó fraile?
Tal piensa tu amigo Entre todas; pero yo no lo creeré
hasta que tú no me lo confirmes.
— Resoluciones de esa naturaleza — dijo Guerra
mordiendo el látigo, — no son para confiadas á quien
no podría juzgarlas sin frivolidad.
— No, si yo no lo censuro — agregó ella, dueña del
campo. — Pues no faltaba más. Al contrario, puesto á
ello, debes ir hasta el fin. Ó santidad á punta de lan-
za, ó nada. Si Dios te llama por ese camino, afeítate,
ponte la falda negra, y ¡hala!, al altar. Más vale eso
que no hacer el beato con pantalones, que no pegan,
no pegan, no, á tal género de vida. Por supuesto, si
te ordenas, no seré yo quien te oiga la misa. ¡Dios
mío, que horror! f Tapándose la cara.) Hay cosas que
parecen delirios de la fiebre... y sin embargo son
verdad.
Doña Catalina, que había escuchado el anterior diá-
logo con atento mutismo, se escandalizó como Dulce,
y haciendo también de su mano máscara para cubrir
el rostro, dijo así:
— ¡Jesús, oirle misa á este hombre! Hay cosas que
no están en el arden natural, y que si suceden han
de traer un cataclismo.
— Pues si es así— afirmó Dulce, muy seria, apode-
ÁNGEL GUERRA 281
rándose de un elevado pensamiento, — sea en buen
hora. Véase por dónde han tenido conclusión feliz
cosas, ¡ay!, que parecían no poder tenerla nuECa. ¡Sa-
cerdote!, el decirlo me causa asombro y al mismo
tiempo me da una gran tranquilidad. Ráceme el
efecto de que te moriste diez años há. Tú, clérigo, no
eres la persona que yo conocí. Resultas otro, y como
es para mí de absoluta imposibilidad querer á un
cura, como eso no cabe en mi uatural, como lo recha-
zo y lo repugno lo mismo que repugnaría y rechaza-
ría el tener por marido á un toro ó un caballo, me
encuentro regenerada, libre de grandísimo peso, j Ay !,
yo también soy religiosa á mi modo, á lo chiquito, á
lo pecador; aspiro á portarme bien y á ser perdonada
y á ganarme cuando me muera un huequecillo del
Cielo, de los menos visibles, allá por donde están los
que fueron más imperfectos y se salvaron por la mu-
chísima misericordia de Dios. Sí, yo soy también algo
piadosa, y desde que pasé aquella crisis he rezado
mucho al Cristo de las Aguas, no ofreciéndole lo que
me sería difícil cumplir, no metiéndome en muchas
honduras, sino contentándome con el triste papel de
persona afligida que quiere ver calmados sus dolores.
Y el Señor me consolaba y me decía: «no seas tonta;
no te apures; ten paciencia, que ya se te quitará eso.»
Yo, sin ser santa ni mucho menos, tuve paciencia y
esperé; y mira por qué camino tan imprevisto me
trajo el divino Jesús el remedio que yo le pedía. Es-
toy curada, y bien curada. El "Seuov me ha dicho:
«levántate y échate á correr. >
No se puede garantizar que fuera cierto en todas
sus partes lo que Dulce afirmó; pero de algo que efec-
282 B. PÉREZ GALDÓS
tivamente existía en su alma y de otro poco añadido
por ella con vigorosa voluntad, resultaba una situa-
ción moral bastante aproximada á lo expuesto. El
tiempo completaría la desilusión, y bastante triunfo
era ya sentirla clara y terminante, como la sedación
de un dolor antiguo. Ángel beato era un ser bien dis-
tinto del Ángel demagogo, cismático y en pugna con
todo el orden social. Aquél fue su encanto; éste se le
indigestaba. El primero con sus propias imperfeccio-
nes la cautivó; el segundo con su perfección no le
servía ya. ¡Contrasentidos de la naturaleza humana,
que prueban quizás cuan extensa es por estos barrios
la juri>dicción de Luzbel!
Arístides, que arrimado á la puerta había oído
parte del diálogo anterior, entró á saludar á Guerra
en el momento de salir doña Catalina á echar de co-
mer á sus pollos. Ocupó el hijo la silla de la madre,
y con seriedad campanuda endilgó á su enemigo esta
felicitación:
«Mi enhorabuena, querido Ángel, por esa determi-
nación. Si ya se sabe, si es de dominio público que te
retiras al yermo. ¡Quién pudiera hacer otro tanto!
— Este danzante quiere tomarme el pelo — dijo el
converso para sí, tragando quina. — Paciencia: le de-
jaremos que diga lo que quiera. Vengo preparado á
todas las humillaciones posibles.
— ¡Dichoso tú que eres dueño de tu conducta, y
puedes dar el gran esquinazo á esta farsa en que vi-
vimos! ¿E«í cierto que fundas una gran casa para asilo
de menesterosos y corrección de criminales? Si es
verdad, oh varón santo, acuérdate de mí, que por los
dos conceptos puedo pedirte plaza. Soy pobre y no
ANtíEL GüERRa. 283
soy bueno. ¿Qué más quieres? Seré uno de los mejo-
res casos que se te presenten, y te aseguro que entra-
ré en tu iglesia con el corazón bien dispuesto. Qui-
zás quizás obre tu amparo en mí tan eficazmente que
al poco tiempo de estar allí te sirva para discípulo.
— No siendo yo maestro, mal puedo tener discípu-
los — replicó el otro.
— O de criado.
— Yo estoy para servir á los demás, no para que
me sirvan á mí.
Ángel sintió sobre sí la ironía maleante del primo-
génito de Babel; pero se había propuesto humillarse,
y se humillaba.
«Lo que funde ó lo que deje de funjdar — dijo Dul-
ce, al quite de su amigo,— es cosa reservada, y ni á
ti ni á mí nos lo ha de contar. No te metas en lo que
no te importa. Cuando sea lo veremos, y ello ha de
resultar cosa seria y de importancia.
Arístides calló, poniéndose á contemplar la estera;
y por un ratito no se oyó más que la voz de doña
Catalina que en la ventana de la galería llamaba á
sus gallinas y polluelos, cacareando tan bien y con
tanto furor que parecía que iba á poner huevo.
«¿No sabes— dijo bruscamente el darón miran^io á
Guerra de hito en hito, — que me he quedado con el
Circo de verano para la temporada próxima? El local
es malísimo, allá en los Agustinos Recoletos; pero les
voy á traer á estos brutos una compañía acrobática
como no la han visto en toda su vida.
— Me alegro mucho — replicó Ángel, gozoso de que
se variara la conversación;— te deseo buenas en-
trada?.
•284 B. PÉREZ GALDÓS
— Te mandaré billetes... Pero ¡ay! no, ¡qué dispa-
rate he dicho! ¡Tú en un circo de caballos viendo
clowns j amazonas!... Perdóname... es que no me
acordaba.
— No hay por qué perdonar. No me escandalizo de
nada.
— A éstos — indicó Dalce con desdén, — les ha en-
trado la manía de las empresas de espectáculos. Mi
primo Poli parece que se queda con la Plaza de
Toros.
— Sí — agregó Arístides, — pero perderá la camisa.
No tiene quien le fíe dos pesetas; sin dinero no po-
drá traer más que cuadrillas de invierno, y la grita
se oirá en Jerasalén. Mi circo es otra cosa. Mañana
me voy á Madrid á ultimar los contratos con el re-
presentante de una compañía que está en Lisboa.
¿No se te ofrece nada para la Villa y Corte?
—Nada.
— ¿No quieres que te traiga algún breviario, al-
gún...?
— Lo tengo. Gracias.
— ¿Algún silicio, disciplinas...?
— Los tengo también.
— Pero de seguro que no tienes correa.
— También la tengo — dijo el convertido enfrenán-
dose; y para si añadió: — Me escarnece, porque me ve
moral mente desarmado. Paciencia, y aguantar.
— Veo que nada te falta. ¡Ah! la chapita de Carlos
Siete.
— Esa para ti: yo no gasto chapas de nadie.
— Sí, hombre. Aquella que dice Libertad, Igualdai^
Fraternidad^ grabándole eocima un bonete.
ÁNGEL GUBRRA. 285
Guerra ya no podía más; pero su propósito de no
alterarse, de sufrir era tan fuerte y poderoso que
abrazándose á él, como á un lábaro santo, se salvó
del peligro de la ira. No obstante, temiendo que si
allí continuaba llegaría su paciencia á la máxima
tensión, no contestó al último escarnio de Babel más
que con una sonrisa, y se levantó para retirarse, dan-
do la mano á Dulce y diciéndole sencillamente:
«adiós, hija».
Dulce le contestó: «hijo, adiós», con un suspiro que
era el último aleteo de su ilusión expirante. Dio Gue-
rra también ia mano al primogénito, que se la estre-
chó con afectación, diciéndole en un rapto de brutal
sarcasmo: «Abur, maestro. Acuérdate de mi cuando
estés en el Paraíso.»
Ángel tuvo en la punta de la lengua la respuesta:
«Ni yo soy maestro, ni tú buen ladrón»; pero se la
tragó con muchísima saliva, más amarga que la
hiél.
En esto apareció Fausto con risa convulsiva, y
cuando el visitante llegaba al ángulo del corredor
donde arranca la escalera, le acometió por la espalda
con estas injuriosas palabras: «¡Hipócrita, chupaci-
rios, catamonjas, ¿á quién quieres engañar con tales
arrumacos?»
Al instante se echó Arístides sobre su hermano,
poniéndole la mano en la boca; pero aún pudieron
salir de ella, á pedazos, algunas expresiones que de-
claraban su iracundia frenética: «¡Puño, si debiéra-
mos cobrarle las perradas que nos ha hecho..,!»
Volóse Dulce con la salvajada de su hermano, y le
dijo: «So bruto, ¿no ves que no quiere reñir con vos-
286 B. PÉREZ GALDÓS
otros, que no reñirá aunque le llaméis 'ptrro judio?
Dejadle... Es hombre muerto.»
El hombre muerto salió, atravesando tranquilo el
patio sin honrar con una mirada á los Babeles, que
desde la ventana de la g-aleria alta le vieron salir y
disputaban sobre si se le debía insultar ó no. Iba de-
cidido hasta á dejarse pegar, ó por lo menos hasta
sostenerse frente á tal canalla en la actitud más pa-
siva que posible fuera dentro de lo humano. Parecióle
que los pollos de doña Catalina le miraban con des-
precio, y salió á la calle contento de sí mismo, orgu-
lloso de aquella grande y decisiva victoria sobre su
enemigo mayor, su carácter.
ÁNGEL GUERRA 287
VII
LA TRAMPA
I
De allí se fué por San Miguel á su casa de la calle
del Locum, y hasta muy avanzada la noche estuvo
escribiendo en pliegos de marquilla; y no debía de
serle fácil la tarea, pues á cada instante tachaba, y
vuelta á escribir entre renglones. Por fin, después de
romper muchas hojas y emborronarlas de nuevo, pa-
reció satisfecho de su obra, y se levantó tronzado de
tan larga inmovilidad del cuerpo; estiró los brazos,
y se puso á dar paseos por la habitación, á prisita,
frotándose las manos que se le habían quedado yer-
tas. Cualquiera que le viese habría comprendido que
aquel corre-corre por el cuarto, aquel brillar de los
ojos, y el murmurar de los labios, señales eran de que
el hombre había dado resolución á un problema tras-
cendente, ó encontrado el quid de gravísima dificul-
tad. En vela estuvo hasta muy cerca del día, y cuan-
do se fué á la cama cayó como en un pozo. Las ocho
serían cuando entró Teresa á despertarle, cosa desusa-
da, y hubo de darle dos ó tres empujones para hacerle
abrir los ojos.
— ¿Qué hay, qué ocurre? — murmuró el madrileño
alarmadísimo. — ¿Qué hora es?
— Las ocho. Te despierto porque ahí tienes visita,
don Francisco Mancebo, que quiere hablarte con mu-
288 B. PÉREZ GALDOS
chísima urgencia. ¡Vaja unas horas de traer recados!
Pero dice que es cosa grave, y que no bay más reme-
dio sino que te tiene que hablar. En la sala baja está
esperándote.
— Voy al momento — dijo Guerra echándose de la
cama, pues aquella visita de Mancebo tan á deshora le
daba mala espina. ¿Qué seria? Vistióse á escape, y bajó.
El clérigo no se entretuvo en saludos, y desde que
le vio entrar le embocó sin preparativo alguno las
siguientes palabras:
— jrrandes novedades, Sr. D. Ángel, novedades es-
tupendas. Sepa usted que no la admiten.
— iQue no la admiten!
— Lo que usted oye. Yo no he vuelto aún de mi
asombro. Ayer acordó la Congregación no dar el há-
bito á Lorenza, porque hay ciertas dudas acerca de...
En resumen, que la echan, que no la quieren...
— ¡Qué me dice, hombre! Si no puede ser...
— ¿Va usted á salir? Yo tengo que volverme á la
Catedral. Véngase y parlaremos por el camino. Tengo
que decirle cosas graves, y me temo que las paredes
oigan...
Ángel subió por su capa, y al punto salieron los dos.
«Pues por las trazas, amigo mío — díjole Mancebo
en cuanto llegaron á la calle — en ello anda el dien-
tecillo venenoso de la calumnia. Figúrese usted qué
cuentos les habrán llevado á las hermanas, para in-
ducirlas á resolución tan triste y ruidosa. Yo me lo
temía, crea usted que me lo temía, porque franca-
mente...
— Expliqúese usted.
— A lo que iba, Sr. D. Ángel: alguno, ó algunos
ÁNGEL GUERRA 289
han armado un sin fin de catálogos: que la niña no
es trigo limpio; que en Madrid tuvo amores con su
amo, y tal y qué sé yo... que en Toledo, mientras
vivió en mi casa, usted y ella no hacían vida de san-
tos; que durante el noviciado las visitas menudeaban
de un modo sospechoso, y que han mediado cartas
como de novios, y telégrafos y garatusas; y por fin,
que cuando la niña salla para acompañar á las que
van á casa de los enfermos, se veía con usted en la
calle, y... ¡zapa! qué sé yo.
— ¡Qué infamia! — exclamó Ángel echando lumbre
por los ojos. — ¿Pero usted no se indigna? Le veo á
ust'^.d tan tranquilo, que no sé qué pensar.
— Hombre, francamente... {co7i perfecta calma] yo
me indigno. ¿No ve usted lo indignado que estoy?
Pero soy viejo y ya tengo la sangre muy fria. La
quiero recalentar, y ella, la muy condenada siempre
como hielo.
— ¿Y qué sucederá ahora? {Co?i la mayor confusión.\
— Pues ahora [no pudiendo enfrenar La risilla que en
sus labios retozada) me parece que quedará curada
para siempre dn sus aspiraciones á la sublimidad. Si
en el Socorro no la admiten, ¿á dónde va con su san-
to cuerpo? No tiene más remedio que volver á casa
de su tío, el cual la recibirá con repique de campa-
nas, como á una hija pródiga... al revés, y... y... y...
Tres veces intentó completar la idea, y no se atre-
vió, dejándola para mejor ocasión.
— No, no; esto no puede quedar así. Hay que des-
hacer esa torpe trama, confundir á los calumniadores
probar á esas hermanitas que son unas tontas y que
no merecen el sagrado hábito que visten.
2.' PARTF 19
290 B. PÉREZ GALDÓS
— ¿Y quién es el guapo, quién es el Quijote que se
mete á deshacer un entuerto como éste?
— Yo, yo, yo lo deshago, ¡vive Dios! {con arranque
generoso) aunque tenga que habérmelas con todo To-
ledo. ¡Pues no faltaba másl ¿Hemos de permitir que
triunfe la mentira, que la inocencia sucumba sin de-
fensa, que cuatro necios ó cuatro tunantes pongan
tacha á la reputación de una persona que vale más
que todas las Hermanitas de todos los Socorros del
mundo y que todas las monjas y frailes de todas las
Religiones.
— Pues yo, qué quiere usted que le diga... {Enco-
giendo los hombros hasta aproximarlos á las orejas.) Yo
no me meteria en libros de caballerias... Ciaro, des-
mentirlo sí; decir que la chica y el Sol allá se van en
brillo y pureza, eso si... pero llevar las cosas por la
tremenda y empeñarnos en que todo el mundo con-
fiese, las hermanas inclusive, que no hay hermosura
como la de doña Leré del Toboso... Por cierto que
toda la noche me la he pasado cavilando en quién
podrá ser, ó quiénes, mejor dicho, los que han ar-
mado este tremendísimo catafalco de embustes. Y no
desconocerá usted que lo combinaron con cierto arte,
sacando partido de los hechos más inocentes. ¡Ah! se
me olvidaba lo más salado... No hay tragedia sin su
motita de saínete. Dijeron también que en la época
última, usted y mi sobrina se comunicaban por me-
dio de un tercero. ¿Y quién creerá usted que es ese
tercero, ese correveidile que porteaba los recadillos,
los avisos de citas, et reliqua?... Pues no era otro que
el angélico D. Tomé.
— ¡Estupidez! Algunas veces fui al Socorro con el
ÁNGEL üUKRRA 291
capellán de San Juan de la Penitencia; pero jamásí me
llevó recados, ni yo necesitaba de tal mensajero. [In-
dignándose.) Y no comprendo en verdad, Sr. de Man-
cebo, cómo se rie usted de tales infamias.
— Es que me hacen gracia... por la monstruosidad
de la Calumnia.
— Pues á mi no me hacen ninguna gracia, ni veo
fundamento para que usted tome estas cosas á broma.
— ¡Pobrecito D, Tomé, paloma torcaz, qué lejos
está del papel que le cuelgao...!
— Le juro á usted {con exaltación, apretando los pu-
ños) que si cojo al inventor de esta grosera y villana
burla, no le quedarán ganas de repetirla.
— Yo me doy á pensar; voy pasando revista á los
sospechosos y... Dígame usted: [parándose) ¿habrá sa-
lido esta culebra de la tertulia de D. José Suárez?
— Qué sé yo... [Cabizbajo.) Podrán mi tío y su mu-
jer hablar con ligereza, bromear con la reputación
de una persona; pero se me hace muy cuesta arriba
creer que sean capaces de una calumnia calculada
como ésta, y de llevar chismes de tal naturaleza á
la Superiora.
— Ta... ta... [Haciendo un rápido movimiento^ como
si atrapara moscas en el aire.) Le cogí; creo que cogí
al criminal... ¡Qué idea! A ver qué le parece. [Aco-
rralándole en el hueco de la puerta del Locum.) ¿Habrá
sido Juanito Casado, el clérigo de Cabanas? No sabrá
usted que es primo hermano de la Madre del Socorro.
— No lo sabía, ni conozco á ese curita más que de
vista. Yo le juro que si adquiero el convencimiento
de que es él, no le valdrá su cara fea, y yo se la vol-
"veró bonita.
292 B. PÉREZ G ALDOS
— Esto ha sido una suposición — dijo Mancebo, lle-
vándose á su amigo por la puerta del Locum, que
conduce á las cámaras bajas de la Catedral, donde
está la oficina de Obra j Fábrica. — Ni yo quiero tam-
poco echarle ese bo:rón á Juanito, á quién tengo por
persona formal y decente. Es que se pone uno á bus-
car y revolver por todos lados, y la maldita suspica-
cia humana que llevamos en el magín va marcando
como la manecilla de un reloj. ¡Ah! otra idea. ¿Ven-
dría el aire de esa familia endemoniada?... ¿cómo le
llaman. Señor? El inspector del Timbre, padre de una
tanda de ladrones.
— No sé, no sé... fCon gran confusión.) Yo he de po-
der poco, ó he de saberlo, y el calumniador, quien
quiera que sea, me la pagará. ¡Vaya si me la pagará!
Llegaron á la oficina de Obra y Fábrica, donde no
habla nadie, ni nada que hacer, y Mancebo, después
de hojear varios papelotes que tenía sobre su y»upitre,
se puso á picar una colilla. Ángel se paseaba desde la
mesa del canónigo obrero á la de D. Francisco. De re-
pente saltó con la det^^rminación de ir al Socorro á
hablar con la Superiora.
— No le recibirán á usted. Tienen sus horas, y...
— Pediré una entrevista con Lorenza.
— No se la concederán.
Guerra había cogido de la mesa del canónigo obre-
ro una regla de rayar papel, y la esgrimía como ba-
tuta. De repente dio con ella tan fuerte golpe sobre
la mesa, que la partió en dos pedazos, y uno de ellos
fué á dar á la pared de enfrente.
— Calma; amigo D. Ángel, y no nos destroce el ma-
terial, que no está la Fábrica tan sobrada de fondos.
- ÁNGEL GUfíRRA 292
Sin contestarle nada, Guerra se embozó en su capa,
y se faé, subiendo por la escalera que sale al atrio de
la Sala Capitular. Tan preocupado estaba que atrave-
só el templo como si pasara por un almacén. Ni las
campanillas de las misas le sacaron de su abstracción,
ni las caras conocidas que vio, ni el recogimiento y
santidad del sitio. Como un rehilete salió por el claus-
tro, tomando luego la dirección de la Trinidad y San
to Tome par.i ir al Socorro, á donde llegó en un cuar-
to de hora. Dijole la portera que no se podía ver á la
Superiora hasta ia tarde, ni á ninguna de las her-
manas.
Aburrido tornó hacia la Catedral, renegando de la
Congregación que cerraba sus puertas á protectores
de tal calidad, y cerca ya del Salvador se encontró á
una pareja de hermanas, Sor Natividad y Sor Expec-
tación, la negra de alabastro. Ambas eran conocidas
suyas. Alegróse mucho del encuentro y las acometió
con una granizada de preguntas, á las que hubieron
de contestar con todo el coiüedimiento propio del há-
bito que vestían. No estaban enteradas de nada. Sólo
sabían que Sor Lorenza había estado asistiendo en la
misma casa á una novicia, enferma de cáncer, y que
desde el día siguiente la sustituiría otra hermana, por-
que á Sor Lorenza la trasladaban á una casa de Ge-
rona, para donde saldría «mañana ó pasado».
Oír esto Guerra y volarse fué todo uno. Despidióse
como hombre que ha perdido el seso, y echó á correr
hacia la Catedral, «Cualquier día consiento yo que la
manden á Gerona... Esto es un destierro, una pros-
cripción infame. ¡Si creerán esas beatonas que voy á
tolerar tal procedimiento de inquisición veneciana!
294 B. PÉREZ GALDÓS
Leré es inocente, y al que me diga lo contrario, aun-
que sea el mismo Cardenal, le enseñare yo el respeto
que se debe á la verdad, á la virtud. ¡Trasladada nada
menos que á Gerona! ¿Por qué? Porque una infame
lengua... porque un alma venenosa... vamos, que no
puede ser. ¡An! señoras del Socorro, no se debe permi-
tir que la asquerosa envidia triuLfe de la verdad.
íQuó inquisición es esta? ¡Castigar al inocente, dar
la razón al vil delator! Repito que esto ne puede ser,
señoras del Socorro. Hay que oir á Leré, y oiría de-
lante de mi, mejor, oirnos á los dos delante de toda
la Congregación. No basta con decir: «Dios sabe la
verdad, Dios ve nuestra inocencia.» No basta, no,
¿cómo ha de bastar?»
Hablando de este modo, excitado, furioso, llegó
otra vez á la Catedral, donde falto poco para que en-
trara con el sombrero puesto. Ni por un momento
se le ocurrió entregarse á sus ordinarias devociones.
Misas había en diversos altares, y no se le ocurrió
acercarse á oirías. Baió nuevamente á la Obra y Fá-
brica, donde aún estaba D. Francisco picando tabaco.
Al oirle repetir la referencia de las hermanitas, el
anciano clérigo soltó los chismes de la industria ta-
baquera, diciendo:
— ¡Zapa, con que á Gerona! ¡Qué atrocidad! Eso es
más serio de lo que yo creía. Luego, permanece en
la Congregación. Pues yo pensé que la echaban, que
nos la devolvían...
— Esta tarde — dijo Guerra sentándose en la silla
del canónigo obrero y dando un peñetazo sobre el
pupitre, — voy allá, y le juro á usted que, ó la veo,
ó pasa algo muy gordo, pero muy gordo.
ANQKL GUERRA *295
— Calma, calma, amigo mió. Quien va esta tarde
allá soy yo, ¡Vaya con las correntonas, gabachas!...
Poco á poco, señoras mías, que hasta ahí podían lle-
gar las broma.". Serénese usted; advierta que con esa
hormiguilla y ese furor súpito está dando la razón,
ó apariencias de razón, á los calumniadores. Ponga
usted el pleito en mis manos, y espere la senteDCia,
que ella será lo que más convenga á todos. Ahora
mismo me voy, ¿á dónde creerá u^ted? á casa de Lau-
reano Porras, el capellán y director de esas señoras,
el cual ha de decirme qué hay de ese destierrito á
Gerona. Mientras no conozcamos los hechos, nada po-
demos hacer. Después determinaremos.
Sosegáronse con esto los nervios y el espíritu de
Ángel, el cual convino en aguardar á su amigo allí.
— Mejor es que me espere usted arriba, en la Cate-
dral, porque subirá luego á la oficina el señor obrero,
y no hay necesidad de que se entere. Fijemos un
sitio para poder encontrarnos fácilmente: aquí en
esta nave, junto al San Cristóbal ó si le parece mejor
en la capilla Mozárabe.
— Eq la Mozárabe.
Cogió Mancebo su teja, y salió despacio, muy des-
pacio, mirando el suelo y los ennegrecidos escalones
como si algo tuviera que deletrear en ellos.
II
Ángel subió tambiéa á la Catedral. Estaban en la
misa mayor, y la magnificencia del culto, el canto
del coro, las voces orque.«tales del órgano, le impre-
sionaron hondamente, determinando una remisión
2^6 B. PÉREZ GALDOS
brusca de aquel estado de fiebre mental. El canto par
tioularmente le transformó por completo, realizándo-
se lo que indica la inscripción del órgano. Psalant
corda^ voces et opera; Canten los corazoneí-: el de Gue-
rra cantó también al unisono de la grave salmodia,
diciendo: «Dios grande, he olvidado invocarte en esta
tribulación. No permitas que triunfe la mentira. No
permitas que sea condenado el inocente.»
La grandiosa nave parecíale entonces de una seve-
ridad sombría, y el Cristo colosal suspendido sobre la
verja de la Capilla Mayor se le antojó ceñudo y aus-
tero, respondiendo más á la idea de j usticia que á la de
misericordia. No se resignaba el hombre á la idea de
que el conflicto se resolviese con el destierro de Leré,
y el corazón le anunciaba desdichas ziayores. Creyó
que le sometía la divinidad á pruebas terribles, y
dudaba si tendría valor para soportarlas, ó si tales
pruebas le arrollarían como impetuosas olas, contra
las cuales nada puede la menguada fuerza del hom-
bre, loquietándose de nuevo, trató de calmar con la
oración el tumulto de su alma, y compelió su volun-
tad á la obediencia poniéndole grillos y esposas; pero
¡ay! los hierros resultaban blandos como cera ante la
distensión convulsiva, epiléctica de su carácter.
Arrimóse á la verja del Coro, apoyándose en uno
de los machones cuyo metal, por lo bien labrado,
debió de ser blando cedro entre las manos del artista*
Tan pronto miraba de frente al altar de la Capilla
Mayor como al interior del Coro, volviendo la cabe-
za. Todo aquel espacio, entre las cinco bóvedas de la
nave central, le había parecido hasta entonces la ex-
presión más gallarda que del arte cristiano existe en
ÁNGEL GUERRA 297
el mundo. El retablo, que es toda una doctrina dog-
mática traducida mediante el buril, el oro y la pin-
tura del lenguaje de las ideas al de la forma, le pro-
dujo siempre un vértigo de admiración. Pero aquel
día el retablo se alzaba hasta el techo como sublime
alarde de la humana soberbia. Las verjas peregrinas
le daban comúnmente idea de puertas celestiales, que
cerradas para los pecadores se abren para los escogi-
dos. Aquel dia se le antojaron frontispicios de jaulas
magnificas para dementes, atacados del delirio de
arte y religión. La Virgen del altar de Prima en el
Coro le rec )rdaba, salvo el color negro, á su parienta
doña Mayor, y en las sillerías bajas, las grotescas
figuras de tallado nogal remedaron el gesto y el cariz
de Arístides y Fausto Babel. La figura de D. Diego
López de Haro se había convertido en D. José Suárez,
y uno de los mascarones del órgano con turbante
turquesco era el propio D. Simón Babel, inspector del
Timbre.
De pronto un clamor argentino, celestial, puro
que díl Coro salía, hirió sus oídos. Era la vocecita de
Ildefonso, que cantaba con los otros seises: ¿u autem^
domine^ miserere nobis.
— ¡ Ah! pillo — se dijo, sintiendo en su alma un gran
consuelo. — ¿Estabas ahí? no te había visto.
Allí estaba, si, arrastrando la cola de la sotana
roja, goteada de cera. Ángel comtempló por los hue-
cos de la verja al sobrinito de Leré, que le miraba
con picarescos ojos, y se reía el muy tuno, afectando
formalidad en la postura. Sin forzar su imaginación,
el atribulado creyente oyó aquella graciosa y bien
timbrada vocee illa como si fuera la de Ción, que ve-
298 B. PÉREZ GALDÓS
nía del Cielo, rasgando las nubes y horadando las bó-
vedas de la iglesia para decirle: «Papaíto, no te
sometas. Leré es tuya, tan tuya en la religión como
fuera de eila, y Dios hará lo que á ti te de la gana.»
Concluida la misa, se fué á la antecapilla del Sa-
grario, que dentro de la inmensa basílica era el hu^co
en que con más gusto se acomodaba y se embu+ía.
Sin sentir seje pasaba el tiempo contemplando, al
través de la verja grandiosa, la efigie vestida con
asiática magnificencia, cargada de joyas cwyo peso
rendiría las fuerzas de veinte Sansones. La capilla,
toda mármoles y bronces, es digno estuche de la
imagen que mide por celemines las piedras preciosas
de sus arreos suntuarios. Como la devoción de la Vir-
gen era la que más fácilmente prendía en el corazón
de Guerra, allí se encontraba muy bieo, en excelente
disposición para sensibilizar la tutela que desde su
trono celestial dispensa á los humanos la Reina de los
Cielos.
Las ideas del devoto novel sobre las imágenes y
sobre las vestiduras de éstas habían cambiado en
aquella crisis tan. en absoluto, que lo que antes le ha-
bía parecido mal, ahora le parecía de perlas, sin duda
por ver tantas y tan hermosas en el manto de la Vir-
gen. El lujo material que envuelve los símbolos de
la divinidad era ya, á sus ojos, de una lógica perfec-
ta, pues Dada más propio que aplicar al enalteci-
miento y esplendor de tales símbolos todo lo bueno,
fino y selecto que existe en la Naturaleza. No menos
bellos que las flores son los rubíes y topacios; no me-
nos hermoso que el fuego es el oro. Procedemos, pue?,
racioralmente adornando los objetos representativos
ÁNGEL GUERRA 299
de la divinidad, coa luces, joyas y metales riquísi-
mos, como signos que materializan y declaran el hu-
mano respeto.
En tal concepto, la pomposa imagen de Nuestra
Señora del Sagrario le representaba ó sensibilizaba
mejor que nioguna otra, de h parte de acá, la sumi-
sión de la Naturaleza á las potencias celestiales; de
la parte de allá, el poder soberano de la divina inter-
cesora, pues aquel trono de plata dábale idea, aunque
vaga, de la inenarrable excelsitud del Cielo; los seles
y lunas, el manto de perlas, las ajorcas, el pectoral,
el cingulo y la corona le permitían entrever y vis-
lumbrar algo de las incomprensibles bellezas de arri-
ba, y en suma, la materia selecta combinada por el
arte creyente, le servía como de punto de apoyo para
salthr hacia lo espiritual y lo intangible.
Dirigió mental plegaria á la Virgen, pidiéndole
que no permitiese el triunfo de la calumnia contra
Leré inocente Y no es fácil determinar qué imagen
embargaba más el ánimo del neófito, si la del -í^'agra-
rio, que ante sus ojos tenía, ó la de la ausente amiga
y consejera, porque las dos se confundían en su cora-
zón y hasta en las percepciones de sus alborotados
sentidos. La humilde novicia del Socorro era va,
transcrita y estampada en su imaginación, el estí-
mulo de todos =us actos, desde los más insignifican-
tes á los más trascendentes; Jamás caballero de los
que iban por el mundo castigando la injusticia y
amparando el derecho, soñó en su dama ideal atribu-
tos de belleza y virtud tan peregrinos como los que
Ángel en su monja soñaba. Porque aquellos andantes
aventureros veían á sus damas simplemente hermo-
300 B. PÉREZ GALDÓS
sas, y cuando más, castas como los serafines; pero Án-
gel veía á la suya hermosa sobre toda ponderación,
de una honestidad y pureza absolutas, y además, con
una ciencia que dejaba tamañitos á todos los padres
de la Iglesia. Esta pureza y este saber divinizaban á
sus ojos el rostro de Leré, si no vulgar, tampoco de-
chado de belleza; y se le antojaba de tan soberano
hechizo que no podrían imitarle buriles ni pinceles
de los más inspirados artistas. Y para llegar á la úl-
tima embriaguez de idealización, representábase el
traje de la novicia del Socorro, en la realidad bas-
tante prosaico, cocpo el más elegante que imaginarse
podría, no con esta gentileza sensual de la mujer del
siglo, sino con otra muy distinta, cuyo secreto hay
que buscar en la iconografía cristiana y en sus mejo-
res intérpretes, los pintores religiosos. La falda negra
de estameña hacía unos pliegues propiamente escul-
tóricos; el cuerpo, la toca cubriendo el busto, el velo
corto, la manga ancha, todo era de una composición
perfecta y de contornos exquisitos. Echándose á vo-
lar por los espacios del ensueño, concluía por imagi-
narse el velo de su amiga recamado de perlas, el busto
cruzado por un pectoral que deslumhraba, y la toca
guarnecida de esmeraldas y perlas, formando como
un rostrillo ú ovalado marco, que en su magnificen-
cia no era todavía digno de encerrar el inspirado
semblante y los ojos sibilinos de la hermanita del So-
corro.
Tales delirios no estorbaban la oración que á la
Virgen dirigía con toda su alma: «Señora y Madre
mía, tú me infundes valor sólo con dejarme llegar
hasta ti; hácesme comprender que la injusticia no
ANGBL GUERRA 301
trincfará, y me alientas á defender la inocencia,
aplastando las cabezas de los discípulos de Satanás
que andan por el mundo. Leré no saldrá de aquí, por-
que el dejarla salir •viene á ser como declararla cul-
pable. No, no puede ser. Los que la condenan á ese
estúpido destierro tendrán que humillarse ante ella
y confesar y declarar en alta voz su pureza intacha-
ble. ¿No es verdad. Señora j Madre, que tú quieres
esto y me ordenas que así lo disponga? Y para llegar
á este fio de justicia, ¿qué debemos hacer? Lo que los
sucesos indiquen. Defenderemos á Leré por los me-
dios materiales que correspondan á la violencia que
con ella .«e quiere ejercer. En esto no puede haber
ofensa de Dios ni de ti. Dios permite que en la hu-
manidad se consumen actos de fuerza y que se de-
rrame sangre para impedir el mal. La fuerza es tan
de Dios como el espíritu, y la violencia en pro del
bien y contra el mal ley santa es. Pues las guerras
contra infieles, díganme, ¿qué fueron? ¿Qué signifi-
can los trofeos que adornan esta venerada iglesia
cristiana? Leré no puede servir de juguete á la capri-
chosa disciplina de tres ó cuatro monjas ignorantes
é histéricas. Leré está llamada á muy altos destinos.
Por ella y para ella fundaré yo la orden más grande,
más bella, mejor armonizada con ]os tiempos que co-
rren. No será roía la gloria, sino suya, pue? no soy
más que un tosco intérprete de su hermoso espíritu.
Pero tal mujer no puede ni debe prestar obediencia
á las que han nacido para ser sus inferiores; y } o,
con tu divino auxilio, la redimiré de esa oprobiosa
tutela monjil, y la pondré en el eminente lugar que
le corresponde.»
302 B. PÉRKZ GALDÓS
Su mente caldeada llegó á imatrinar que asaltaba
el üouvento, que imponía su volimud á las herma-
nas, que éstas se le rendían sin condiciones, y que la
calumniada novicia saltaba gallardamente á la jerar-
quía de Superiora ó Madre ue la comunidad.
III
Y á todas estas, ¿qué hacía el ingenioso Mancebo?
Al salir de la Catedral desde la oficina de la Obra y
Fábrica, recorrió despacio la nave lateral de la Epís-
tola hasta la capilla Mozárabe. Allí torció sobre su
derecha, siguiendo por delante de la puerta del Per-
dón, siempre con el mismo paso lento, la mirada re-
cogida, cual si llevara el Santísimo en una procesión
solemne. Meditando en el delicado paso que á dar
iba, se dijo: «Si ahora voy yo á Laureano Porras, y
Laureano Porras se descuelga, como es probable, con
alguna cosa que á este bruto de D. Ángel no le agra-
de, este bruto de D. Ángel mé va á comer.»
Detúvose un instante en la puerta de la Presenta-
ción; salió al Claustro, volvió á entrar, indeciso, y
por fin se metió en la capillita del Cristo de las Cu-
charas. «Si en realidad — pensaba, — no necesito ver á
Laureano Porras para saber lo que me ha de decir. Pero
en fin, demos de barato que me persono allá. Ya me
figuro que voy por el Nuncio Viejo... ea, ya estoy en
las Tendillhs... un pasito más, y entro en la calle de
los Aljibe?. Tun, tun... «¿está D. Laureano?...» si...
pues adentro. «Hola, Laureano, buenos días. ¿Qué
tal?... No tan bien como tú. ¿Te maravillas de verme
ÁNGEL GUERRA. c03
aquí? Pues ya debes suponer; vengo á que me ente-
res de eso de mi sobrina...» Me parece que estoy
oyendo la contestación del amigo Porras: «Pues muy
sencillo, D. Francisco: que nadie está libre de un
arañazo, y como en estas ordene* hay que mirar mu-
cho por la reputación, las hermanas han dispuesto
que su sobrinita se vuelva al siglo, donde hace más
falta que en el Socorro.»
Asi pensaba tomando asiento plácidamente en un
banco, á la izquierda de la verja.
— Esto que pienso — decía cruzando las piernas,
apoyando el codo en el brazo del banco y la mejilla
en el puño, — es la pura realidad. Sucederá exacta-
mente como lo he discurrido; me dirá Porras lo úni-
co que en rigor puede decirme; de modo que ¿para
qué molestarme? ¿Pues qué necesidad tengo yo aho-
ra de echarme á rodar por esas calles, y todo para
que me digan lo que sé? Estáte quietecito, hijo mío,
y descansa, y si puedes, descabeza un sueñecito en
este cómodo banco, que anoche no dormiste nada,
pensando en esa muñeca... Porque lo que yo digo: la
santidad que gasta la niña es pueril y de juguete.
Esta mañana, cuando aletargado me quedé después
del largo insomnio, lo pensaba yo, y de este modo
razonaba... mi tesi*. Ella se irá al Cielo, si muere,
porque es buena; ¿pero entrará como santa canoniza-
ble? ¡Quia! Buenos están los tiempos para andar en
esos dibujos. Irá y la pondrán en un sitio muy alto
de la bienaventuranza eterna, más alto que el sitio
en que me pongan á mi. Pero ¿en qué concepto la
llevarán á ese empíreo luminoso?... Es un suponer.
Señor. Como entre los ángeles hay tantísimo niño,
304 B. PÉREZ GALi>Oí>
desean tener una muñeca con que jugar... y en tal
concepto irá mi sobrina á las regiones etéreas, lumi-
nosas... que yo no puedo figurarme cómo serán... irá,
eso es, como la más preciosa de las muñecas para los
angelitos... ji,ji,ji. {Riéndose solo.) ¡Ay Dios mío, qué
cosas se me ocurren!... Pues á lo que iba: ahora estoy
en realidad delante de Laureano Porras, á quien pre-
gunto por su madre... ¡Y qué malita debe de estar la
pobre señora! ¡Quien la conoció cincuenta años ha,
cuando era la moza más guapa de Toledo! ¡Pobre doña
Cristeta! Y ahora se empeña este maldito Laureano
en que yo tome las once. Déjame á mí de onces y de
bizcochitos... Quedamos en que allí no quieren á mi
sobrina, en que mi sobrina volverá á la casa paterna
de su tío... Ya la tenemos, y á poco que el madrileño
ese nos ayude, fuera tonterías inísticas. No es que
sea tonta la niñ^, pues talento le sobra para com-
prender lo que nos conviene á todos. Y no sé yo cómo
no entiende que el que fué su señor está enamorado
de ella como un bruto, y que todo ese furor católico
que le ha entrado no es más que los movimientos
desordenados y el pataleo de la amorosa bestia que
lleva en el cuerpo... ¡Dios mío, qué cosas vemos los
que recibimos de ti el beneficio de una larga vida!
Lo que yo no acabo de comprender, Señor, es por qué
anda todo tan torcido en tu mundo, cada persona
donde no debe estar, y nadie contento, y todos que-
riendo ir por donde ir no pueden; cerrado el camino
para los de pies ligeros, y abierto para los cojos; unos
con más de lo que necesitan, otros reventando de
ganas de poseer lo que aquéllos desprecian. Franca-
mente, vive uno y vive año tras año sin ver las co-
ANGKL UÜBHRA 305
sas arregladas, y los que ahora soü chiquitines verán,
cuando se caigan de viejos, lo mismo que yo <=stoy
viendo en mis días... Bueno, Señor. Quedamos en que
estoy hablando con Laureano Porras, el cual me dice
lo que en buena lógica debe decirme. Yo no lo in-
vento, yo no invento nada. No hago más que seguir
los sucesos al son y paso que llevan. Poique yo he
observado en mi larga vida que e) desear vivamente
una cosa y persistir en tal deseo^ es la mejor mane-
ra de encauzar los acontecimientos para que al fin
venga á realizarse y á cumplirse io que anhelamos.
Porras piensa como yo, que la chiquilla debe volver
al siglo y dejarse de hacer pinitos religiosos superio-
res á sus fuerzas muñequiles. La'í cosas llevarán el
aire que deben llevar; adelante, y marquemoi- el
compás á los aconfecimíentos, ¡tan, tau!... que ellos
al fin y á la postre bailarán como queremos que bai-
len. {Adormeciéndose.) No quisiera dormirme, porque
se me haría tarde... A bien que Laureano me entre-
tiene demasiado con su chachara. Es hombre que
cuando pega la hebra no hay medio de ponerle pun-
to final. Y su madre, hidrópica y todo, también es
de las que despotrican por siete, y le envuelven á
uno en la conversación, sin dejarle un resquicio por
donde salir. Convenido, convenido que la niña se
vuelva á casa; y luego, ¡dulcísima Señora del Sagra-
rio, protectora de toda mi familia, madre de los des-
consolados, ayúdame! Con poco que me ayudes, les
caso. iVaya si les caso! Y entonces, jqué felices todos!
don Ángel el primero, porque sus intereses deben de
estar muy abandonados y necesita quien se los cui-
de. Bien puede decir que le ha venido Dios á ver, por-
2.* PARTE 20
306 B. PÉREZ GALDOS
que yo soy uü lince para administrar. Alabándome
de ello, alabo al Señor que me dio estas grandes cua-
lidades para todo lo económico. Y digan lo que quie-
ran los tontos, también lo económico es de Dios, por-
que sin lo ¡económico, i,i6mo vivirían las sociedades?
No, Dios no quiere que el salvajismo prevalezca, y
sin lo económico, ya se sabe... Lo que á mí me entris-
tece es que teniendo este don de administrar no pue-
da emplearlo y lucirlo por falta de materia adminis-
trable. ¡Qué desordenado anda el mundo! Si á mí me
pusieran de ministro de Hacienda... no aquí, no en
España, donde todo se vuelve caciquismo, filtracio-
nes, chanchullos, y qué sé yo qué, sino en... {Se duer-
me profundamente.)
Breve fué su sueño; pero en los minutos que duró
tuvo tiempo de soñar las cosas más estupendas: que
era inglés, y ¡¡ministro de Hacienda de Inglaterra!!
sin dejar de ser Mancebo, y presbítero y beneficiado
de la Catedral de Toledo; que la Virgen del Sagrario
tenía el manto recamado de libras esterlinas, y otros
mil disparates. Despertó con sobresalto, creyendo
que su sueño había sido larguísimo, y como no tenía
reloj para consultar la hora, entráronle sospechas de
que había transcurrido gran parte del día. Por dicha»
acertó á entrar en la capilla el sacristán de ella; don
Francisco le llamó, y apoyándose en él para tomar
la vertical, le dijo: «Te parece, Sandalio amigo, que
tengo tiempo de haber vuelto de casa de Laureano
Porras? Digo, de haber ido... No, no es eso... Es que
me dormí, y tengo un poco ofuscadas las entendede-
ras... Pero las doce no serán.» Adquirido el conven-
cimiento de que ni las once habían dado aún, Manee-
ÁNGEL GUERRA 30?
bo se entonó, puso orden en su meollo, hízose dueño
de todas las ideas que en su cerebro bullían antes de
dormirse, disciplinó las rebeldes, acarició las sumisas,
y se fué de la capilla de las Cucharas, tomando el
camino de la Mozárabe... Como no encontrase á Gue-
rra en el punto de cita, le buscó por diferentes sitios
de la iglesia, y ja desesperaba de encontrarle, cuan-
do Ildefonso, que ya había dejado en la sacristía su
hopalanda roja, le dijo que el madrileño estaba en la
antecapilla del Sagrario.
Allá faé Mancebo, y antes de decir palabra á su
amigo, arrodillóse delante de la imagen de su par-
ticular devoción, para orar breve rato. Después, no
queriendo tratar de cosas tan profanas delante de la
augusta Señora, cogió al otro del brazo y se lo llevó
al vestíbulo del Ochavo ó trascapilla de la Virgen, y
allí, sentaditos codo con codo, platicaron de esta
manera:
^Gracias á Dios que le encuentro á usted... Hom-
bre, ¿no quedamos en que nos veríamos en la Mozá-
rabe?
— Yo entendí que en la del Sagrario.
— ¡Ay, estoy rendido! He venido á escape, porque
allí me entretuve. Laureano, cuando rompe á char-
lar, no acaba. Luego, mis piernas no están ya para
estas prisas, y la calle de los Aljibes no es aquí
me llego.
— ¿Qué hay fimpacientej , qué dice ese buen señor?
— Pues excusábamos la consulta, porque lo que
dijo ya lo sabía yo, y piensa lo que yo pensaba. En
resumen, ei rum-rum ha sido tan fuerte que las- her-
manas no han tenido más remedio que dar esa satis-
30? B. PÉREZ QALDÓS
facción á la opinión pública... por más que están
convenc'das de la inocencia de la niña,
— Paes si es inocente, ¿á qué el castigo? (Sulfu-
rándose.J ¿Qué opinión pública ni qué niño muerto?
Esto es un complot indecente, envidias de las otras
hermanas, que quieren alejar á la que les hace som-
bra con su talento y su virtud.
— Pero si no hay destierro, ni la mandan á Gerona,
ni ese es camino... Calma, hombre, calma.
— ¡Ahí ¿Pero dijo el capellán que no se ha pensado
en el destierro?... Expliqúese usted.
— No... pero... sí, me lo dijo, me lo dijo. (Fara si.J
¡Demonio de hombra! Si no le contesto lo que él
quiere, me pega.
— Me alegro. (Respirando como quien se libra de un
gran peso.) Crea usted que estaba yo decidido á em-
plear la violencia, á impedir por cualquier medio se-
mejante iniquidad, saltando por encima de todo. No
crea usted; aún insisto en algunos de los propósitos
que había formado. Leré, que tanto vale, no puede
seguir subordinada á las que debían besar la tierra
que ella pisa. Yo quiero que sea Madre.
— ¡Que sea madre! (Oon júbilo.) Pues eso mismo
quiero yo, ¡zapa! Si acabaremos de entendernos...
Bueno... verá usted lo que pasa. La niña, aburrida y
mortificada de que se cuenten de ella esas barbarida-
des, ha dicho que no quiere más Socorro, ni más velo
ni más hábito de estameña, y que se vuelve á su
casa con su familia de su alma, con sus sobrinos que-
ridísimos y con su tío que la adora.
—¡Ha dicho eso!
— Como usted lo oye. Y el contratiempo este con-
ÁNGEL GUERRA. 309
sidéralo como un aviso del Cielo, como una indica-
ción de que debe variar de camino, dedicándose á
otros deberes más difíciles de llenar que los del
monjío, á la mundana lucha, á trabajar por el bien
y la salud espiritual en compañía de sus iguales, y á
darnos á todos la felicidaí que tan bien nos hemos
ganado.
— Don Francisco, usted sueña. (Estupefacto.^
— El que sueña es usted: Por mi boca está hablan-
do la lógica humana... y diría la divina si no temie-
ra ser irrespetuoso con la divinidad.
— ¿Es cierto lo que usted me dice? flnquietisimo.J
Don F'-ancisco, que me vuelve usted loco.
— Lo que hago, Dios lo sabe y la Virgen también,
es tornarle á usted á la razón.
— ¿Pero el capellán ha dicho eso? Júremelo.
— Hombre, yo no acostumbro jurar.
Tan aturdido estaba Guerra, que no sabía qué pen-
sar, ni qué hacer, ni qué decir. Se levantaba y á sen-
tarse volvía, comunicando al clérigo su turbación y
desasosiego.
«Yo necesito comprobar ahora mismo esas noti-
cias, Sr. D. Francisco — dijo al fin. — Iré al Socorro,
y hablaré con ella, valiéndome de los medios necesa-
rios para facilitar la entrevista, cualesquiera que
sean.
— Ea, no empecemos á hacer tonterías. ¿Sabe usted
lo que saca de tomar las cosas con esa comezón y esa
fiebre? Que resulte un argumento más en contra de
mi sobrina y una confirmación de la maledicencia.
— Pues si no ahora, esta tarde misma he de salir de
dudas.
310 B. PERKZ GALDÓS
— ¡Dale bola! No sea usted tan fulmiDante. Calma,
sangre fría; vayase al cigarral y espere tranquilo los
acontecimientos. Podrá suceder que, si se presenta
usted en el Socorro con la cara fosca y echando lum-
bre por los ojos, la niña se asuste de su determina-
ción y dude, y tengamos nuevos líos, nuevas dilacio-
nes, y qué sé yo. De fijo que Lorenza estará pensan-
do ahora en volver con nosotros; pero titubeará, ten-
drá sus vacilaciones, sus escrúpalos; y si va usted
allá con historias, ¡zapa! puede que se nos tuerza otra
vez y nos quedemos sin ella. [Echando el resto.) Con-
téntese con saber que la Madre y las hermanas, y el
capellán Porras le aconsejnn que abandone la vida
religiosa... Vaya, ¿aún quiere mejores noticias? Pues
estaría bueno que ahora lo echáramos á perder todo
por la fogosidad y las impaciencias de este buen se-
ñor. Estése tranquilo en su casa, que Lorenza ven-
drá, lo tengo por tan cierto como este es día, 3^ todo
se reduce á no espantar al pececillo que tiene ya la
boca abierta para tragarse el anzuelo. Para mí es cosa
hecha; la hija pródiga vuelve á casa, y con ayuda de
nuestra Protectora Sacratísima, la casaré con... Pepi-
to Illán.
Ángel había caído en una especie de letargo men-
tal, y Mancebo le observaba la fisonomía con aten-
ción aguda, con socarrona perspicacia. En la mente
del madrileño había aparecido una nebulosa, masa
grande y difusa de ideas que aun no tenían forma
pensable. Insistió de nuevo el clérigo en que no hi-
ciera nada, en que dejara correr los acontecimientos
y aguardase, porque si al Socorro iba con alguna tra-
camundana impropia del recogimiento monjil, podía
ÁNGEL GUERRA 31 i
escandalizar á la CongregaciÓD, y á la niña j al pue-
blo entero, de lo que resultaría lo más contrario al
deseo de todos. Como el puchero le llamaba, se des-
pidió, diciendo para sí al abandonar la santa iglesia:
«¡Demjonio de hombre, qué perdido está! Si él j ella
y todos hicieran lo que 3^0 discurro, ¡qué bien esta-
ríamos, y qué al derecho irían las cosas que ahora van
torcidas!... A casa, hijo, á la casa de las once bocas,
que el bendito garbanzo te espera. ¡ Ay, qué vida esta!
Siempre soñando con que mañana será mejor que
hoy, y luego salimos con que todos los días son
iguales, y no mejoramos, ni ese es el camino... Pero
ahora no me queda duda de que va de veras, y Lo-
renza hará lo que yo pienso, y lo que le aconsejan
Laureano y las hermanas... porque no hay duda de
que se lo aconsejaron... ó se lo aconsejarán, que es lo
mismo. ^\
IV
Guerra se fué á su casa llevándose á Ildefonso, á
quien convidó á comer. Apenas concluyeron, man-
dóle al Socorro con dos cartas, una para la Superiora
y otra para Leré, abierta. Ordenó al chiquillo que le
llevase la respuesta a la Catedral, á donde se fué sin
pérdida de tiempo, y entraba en ella cuando el cimba-
nillo llamaba á coro, diciendo en lo alto de la gran
torre con su agudo y sonoro acento: vox mea clamat;
ergo canonici vénite, y los canónigos le obedecían, en-
trando por esta y la otra pueita, y tomando el cami-
no del Vestuario.
Poco después empezaba la Nona, que oyó el neo-
312 B. PÉREZ GALDÓS
fito con delectación, y las Completas. Nunca le pare-
ció la Catedral tan risueña, ni el canto tan hermoso y
sentido, ni el Presbiterio tan rematadamente suntuo-
so y bello. Todas las figuras que decoran el muro ex-
terno de la Capilla Mayor, ángeles músicos en diver-
sas actitudes, unos con trompeta en la mano, otros
con cítara ó violín, unían sus voces y la de sus deli-
cados instrumentos á la patética salmodia, alabanza
triunfal del Señor y confianza en sus misericordias.
La soberana iglesia se le representaba en un grado
superior de artística hermosura, como inmenso reli-
cario de marfil esculpido por manos de ángeles, ador-
nado de metales tan ricos por la materia como por la
labra, y de piedras preciosas que en las contrapuestas
oquedades transparentaban la luz del cielo, el cual,
por aquellos anteojos de esmeraldas y rubíes, contem-
plaba el ámbito peregrino donde la vida mortal sue-
ña con la eterna.
Ildefonso no tardó en volver con la respuesta, una
carta de Leré en la que le decía que fuese allá á las
cuatro en punto, carta en cuyo laconismo el exalta-
do caballero, sin, saber por qué, vio algo de cariño
prcfano, ó cierta inclinación á lo temporal. Sus co-
razonadas llegaron hasta ver en la letra un poco rá-
pida de la epístola la mano nerviosa de una persona
que interrumpe la operación de hacer su equipaje
para trazar una carta urgente.
¡A las cuatro en punto! Y era forzoso aguardar,
pues las dichosas cuatro en punto dormían aún en los
senos futuros del tiempo perezoso. ¡Pues apenas fal-
taban siglos para la hora de la cita...! ¡Como que
eran las tres! Ángel ardía. La muestra interior del
ÁNGEL GUERRA 313
reloj de la Catedral era una de las caras más an-
tipáticas que había visto en su vida. La impaciencia
no le impidió volver su pensamiento hacia la di-
vinidad que en aquel recinto moraba, y se humilló
para decirle con la más viva efusión del alma piadosa:
«Señor, si has dispuesto que yo cumpla mi destino
en la vida de acá por medio del matrimonio con la
que destinabas para ti, en buen hora sea, y no cesaré
en mis alabanzas de tu bondad hasta que se me seque
la lengua. El disponerlo tú así significa que así debió
ser desde el principio, y que tanto ella como yo ha-
bíamos tomado senderos torcidos. Tú los enuerezas.
¡Cuan equivocados son nuestros juicios, Señor! Yo
creí que la reservabas para ti, como si los humanos
fuéramos indignos de poseerla. Pero ahora resulta
que los caminos de la tierra también llevan á la per-
fección y á la vida perdurable. Por ellos iremos Leré
y y o, la mirada siempre fija en ti, adorándote y ofre-
ciéndote nuestros corazones con la esperanza de que
nos admitas en la morada celestial.»
El reloj tuvo la condescencia de dar las tres y me-
dia. Guerra oyó la voz de Fabián, que parecía la del
propio Isaías clamando entre ruinas y sombras, y
maldiciendo á los impíos. La campana grande daba
de tiempo en tiempo los toques canónicos, y á su
profundo son, creeríase que toda la iglesia trepidaba,
cual si de los subterráneos viniese un estremeci-
miento convulsivo de fiebre telúrica. Acgel no pudo
contenerse más tiempo, y salió escapado camino del
Socorro, á donde llegó tan pronto, tan pronto, que
pensó no haber invertido ningún tiempo en recorrer
la distancia. Dio vueltas por la Judería aguardando
314 B. PÉREZ GA.LDÓS
la hora exacta, y por fin, como todo llega en este
mundo, entró, j ved aquí á mi hombre en la sala
locutorio, esperando á la novicia y á la hermana que
solía acompañarla. Su sorpresa fué grande al ver que
Loré se presentaba sola en la visita, lo que le trans-
cendió á ruptura con las hermanas y á preliminares
de abandono de la Congregación.
Pero á la primera sorpresa siguieron otras, verbi-
gracia: él se figuraba que Leré estaría preocupada y
triste, y la vio alegre, risueña, en todo el esplendor
de su serena ecuanimidad. Añádase á esto un acci-
dente puramente local. La única ventana de la sala
que daba al patio hallábase cubierta de percal rojo,
y las caras de ambos interlocutores se teñían del re-
flejo de la tela transparente. El rostro de Leré, ex-
tremadamente arrebolado, parecía recién salido de
una fragua.
«Ya sé lo que ha ocurrido — dijo Ángel ávido de
entrar en materia.
— ¿Por quién lo supo usted?
— Por Mancebo.
— ¡Ay, ay! No conviene fiarse de mi tío, que es
muy buena persona, pero suele ver las cosas arregla-
ditas á su deseo.
— Me lo dijo esta mañana, y he pasado un día cruel.
¡Vert^ calumniada, sin poder salir á tu defensa...!
— (Defensa! ¿A qué defenderme? Ante Dios no lo
D'íi/esito, pues sabe mi inocencia. Que los de acá me
crean culpable, ¿([ué me importa?
— Pero la opinión... las hermanas. (Un poco descon-
certado.) Importa, sí, que tus compañeras tengan de
ti la opinión que mereces.
ÁNGEL GUERRA 315
— ¡La opinión que merezco! Palabras de puro arti-
ficio que nada significan en mi conciencia.
— Ya ves. Hasta pensaron facturarte en gran ve-
locidad para Gerona.
— Sí; eso se pensó en el primer momento.
— Pero ante todo. ¿De dónde ó de quién partió la
calumnia?
— No lo sé, ni tengo interés ninguno en averi-
guarlo. A los que la fraguaron les perdono de todo
corazón, j casi casi les agradezco la injuria, porque
me proporcionaban lo que tanto deseo, ocasión de
martirio, que rara vez se presenta en estos tiempos
de vida tonta, dentro de la cual no hay drama hu-
mano ni divino, ni proporción alguna de hacer gran-
des méritos. Recibí el agravio con gusto, con placer
intimo que me adulaba el corazón, porque el dolor
es mi querencia; yo lo busco, ando tras él desalada,
como si fuera parte esencial de mí misma que me
han quitado y que necesito reintegrar en mí. Es, ha-
blando el lenguaje del mundo, mi media naranja.
Pues digo que recibí el ultraje con gozo, porque me
favorecía en mi deseada imitación de Nuestro Señor
Jesucristo, que, siendo divino, soportó y perdonó ul-
trajes mayores. Me alegré, sí, porque yo no había
sufrido ningún insulto de este calibre, ni desgracia
alguna, ni aan contratiempos de estos que irritan á
las personas. Me hacía falta una prueba, un cáliz
amarguísimo, y como éste lo era, me lo bebí con de-
licia pidiendo á Dios que lo hiciera más amargo, y
más repugnante de tomar... Fué un día de prueba
para mí el día de ayer. Hallábame yo asistiendo á una
infeliz novicia que tenemos aquí enferma de cáncer.
316 B. PÉREZ GALDÓS
¡Si viera usted.. ! está muy mal; su cara es una pura
llaga con un agujero, la boca, por donde le introduz-
co los alimentos y las medicinas. La noche anterior
fué terrible. La pobrecita, en el delirio de la fiebre
y de la consunción, me insultaba con los denuestos
más atroces. Parecia que me profetizaba lo que me
iba á pasar. Por la mañana, la Madre me llamó, y
con rostro sereno contóme lo que decían de mí... Pa-
recíame algo inclinada á creerlo, ó por lo menos du-
dosa y llena de sospechas. Al decirme que me dis-
culpara y que probase mi inocencia, tuve un mo-
mento de angustia y de cobardía, del cual pronto me
rehice. Respondí tranquilamente que lo que me im-
putaban era contrario á la verdad en absoluto; pero
que yo no podía probar nada. Que presentaran prue-
bas los calumniadores. Yo no podía hacer otra cosa
que negar redondamente.
— ¿Y no te indignaste?
—¿Yo? No conozco la indignación. Dije á la Ma-
dre; «No puedo hacer más que negarlo, consolada
por la voz del Señor que habla en mi conciencia. Y
después de negar, me cumple obedecer. Si la Con-
gregación me destina á otra casa, allá me voy. Si la
Congregación no me estima digna de vestir su há-
bito, me lo quitaré. Si me arrojan de aquí, saldré, y
dispuesta estoy á hacer lo que me manden, y á no
tener voluntad.» Asi se lo dije á la Madre.
—¿Y la Madre...?
— La Madre se echó á llorar, y como si recibiera
una inspiración del Cielo, me abrazó y me dijo: «Eres
inocente.»
— Ya, ya; muy bien. (Clavándose las uñas de una
ÁNGEL GUERRA 317
mano en los músculos de la otra.) Pero aquí no puedes
seguir.
— Después de lo que pasó entre la Madre y yo,
nadie me ha dicho que me marche. El capellán don
Laureano Porras había opinado, antes de que la Ma-
dre hablara conmigo, que me debían poner en una
casa de Arrepentidas.
—¡Qué infamia! (Indignado) ¡Á ti, á ti en una casa
de corrección! ¿Dónde está ese pillo, que le quiero
enseñar...^
— Cálmese usted, por Dios. El pobre D. Laureano
aconsejaba cuerdamente. Me creía culpable.
— ¿Y hubieras tú consentido...? No me lo digas,
porque...
— Si la Congregación hubiera dispuesto que yo
entrase en las Arrepentidas, yo habría ido allá sin
chistar. Obedezco siempre; no tengo voluntad.
— ¡Leré! (Absorto y casi sin habla.) ¿Pero no ves que
eso habría sido declararte... corregible... declararte
culpable...?
— ¿Y qué? La vana apreciación del mundo no sig-
nifica nada para mí.
— Pero el hecho sólo de entrar en las Arrepentidas
te ponía el sell*? de mujer mala.
— ¿Y qué? Si Dios me ponia el sello contrario en
mi conciencia, ¿qué podía importarme que me tuvie-
ran por lo que no soj?
Atontado, como si fuera por el aire cayéndose de
la torre de la Catedral, Ángel no tenía en su cerebro
ideas para contestar á su divina consejera. Caía, caía,
sin llegar nunca al suelo.
— Tu tío — balbuceó al fin, — me dijo que acobarda-
318 B. PÉREZ GALDÓS
da ante la calumnia, volvías á tu casa y renunciabas
á la vida religiosa.
— Eso debió decírselo D. Laureano, porque el po-
brecito no lo había de inventar. Tal fué la idea de
nuestro capellán ayer tarde, cuando la Madre le dijo
que creía en mi inocencia como en el Evangelio.
Pero ya varió de parecer. Esta mañana óonfesé con
él, y hace un rato me ha dicho que tome el hábito,
y que no hagamos caso de esas hablillas de gente
desocupada. Pero créalo usted, si D. Laureano me
manda á las Arrepentidas, allá me voy, y el pasar
por mala sin serlo me proporcionaría una humilla-
ción que me vendría como anillo al dedo para pulir
y acrisolar mi alma.
Tanta sublimidad sacó de quicio al novel creyen-
te, que en un arranque de entusiasmo fervoroso, casi
llorando, casi arrodillándose ante la novicia, le dijo:
«Hija mía, perdona mis malos pensamientos, que no
son dignos de llegar hasta ti. Pero recesito confesar-
te una flaqueza mía muy grande. Con lo que me dijo
tu tío, me aluciné, me trastorné, llegan'^.o á pensar
que salías del Socorro y que te casabas conmigo.
— ¡Jesús mío, qué disparate! (Riendo con toda su
ahna. Risa franca y graciosa.) ¡Pero qué cosas se le
ocurren! No quiero más esposo que el que se digna
tenerme por suya. Ni sirvo yo para estos matrimo-
nios de acá; no sirvo, crea usted que no sirvo. Mi tío
debe de estar un poquitín trastornado. ¡Pobrecito!
Echando lumbre por los ojos, que con el reflejo de
la cortina parecían bañados en sangre. Guerra le dijo:
«Eres sublime, Leré. Ya que no puedes igualarme á
ti, acércame siquiera... Insisto en que no debes conti-
ÁNGEL GUERRA 319
nuar en una Congregación donde se ha dudado de tu
mérito inmenso. Estás llamada á muy altas empresas,
j JO en mi esfera humilde oigo el llamamiento de
Dios para que te ajude. Fundaré la orden de que
debes ser directora, hermandad ó como quieras lla-
marla, que te permitirá derramar por el mundo los
tesoros de tu corazón divino. Todo cuanto tengo es
tujo; tuyo cuanto puedo y cuanto valgo.
— Eso no puede ser... ni viene al caso. ¡Fundarlo
que ya existe! Esta institución religiosa es excelente
para dar algún alivio á la pobrecita humanidad, que
es pura miseria.
— Pero yo deseo que tú mandes, que no seas man-
dada... Yo quiero que tu espíritu sublime se traduz-
ca en hechos... Te daré á conocer mi plan...
Leré meditó. Parecía vacilante. Era humana y la
oferta de presidir y gobernar una gran fundación hi-
rió su mente soñadora, haciendo flaquear sus propó-
sitos de perpetua servidumbre.
— Veremos — murmuró, — y sus pupilas bailaban
frenéticas, como no habían bailado nunca.
Guerra puda observar en ella un fenómeno seme-
jante á la oscilación de un gran monumento, esto es,
la torre de la Catedral, que se tambaleara, no para
caerse, sino para calzar mejor sus cimientos poderosos
en las profundidades del suelo. Pasado un ratito de
abstracción profunda, la novicia miró fijamente á su
amigo y le dijo:
— Pues bien, acepto... pero con una condición.
— La que tú quieras.
— Mire que es algo dura la condición esta, amigo don
Ángel. N.0 hay que comprometerse antes de conocerla.
320 B. PÉREZ GAXDÓS
— No importa... Fundemos la institución que lle-
vará tu nombre, y h«z de mí lo que quieras.
— Pues... fúndese eso, tal y como usted lo ha con-
cebido; pero antes de que el caso llegue, si ha ¿e con-
tar conmig-o, es preciso que usted se haga sacerdote.
Ángel recibió el tiro á pie firme, á cara descubierta
y con ánimo resuelto. El fogonazo, el estruendo, y el
boquete enorme que hizo al penetrar en su cerebro
la proposición de Leré, le exaltaron más, y delirante,
fascinado por su ídolo, se arrancó á decir:
— Seré sacerdote.
— ¿De veras?
— Tan de veras como estamos aquí tú y yo.
El júbilo hizo perder á Sor Lorenza por un instan-
te breve la serenidad augusta de su carácter.
— Bien, bien — dijo con voz opaca. — El Señor está
con nosotros. Le pertenecemos ya. El buen camino
se nos abre ¡y qué camino! Detrás se quedan el mun-
do tonto, la ridicula sociedad, y los intereses tempo-
rales, no más importante.sque juguetes de chiquillos.
¡Qué contenta estoy! Este minuto en que el papá de
mi Ción me ha dicho lo que acabo de oir vale por
años enteros de esas dichas ilusorias del mundo. ¿No
lo cree usted así? Concluyamos por hoy... Es hora ce
que nos separemos.
Ángel la veía como digna de figurar en los altare.*,
y si no estaba ya en ellos era, á su modo de ver, por
injusticia y yerro de los hombres, que los hombres
mismos pronto, muy pronto rectificarían. Salió de allí
inflamado en adoración de Leré, ya sin voluntad, dis-
parado satélite de aquel rutilante planeta. El fresco
de la calle, despejándole la cabeza, no modificó en
ÁNGEL GUERRA 321
manera alguna sus graves resoluciones. Reconoció el
poder inmenso de su inspirada maestra y doctora y
pensó que así como á él le transformaba, podía trans-
formar el mundo entero, si se le daban medios de tra-
ducir en realidades su grande espíritu. «Es criatura
sobrenatural, mensajera de Dios — se decía, — y ante
ella abdico mi razón, me aniquilo, me borro de mis
propios papeles, y soy y seré lo que ella quiere
que sea.»
Santander.— Diciembre 1890.
FIN DE LA. SEGUNDA PARTE
SEGUNDA PARTE
Páginas
I.— Parentela. — Vagancia 5
II.— Tío Providencia 43
III. — Días toledanos ..... 87
IV.— Plus ultra 149
V.— Más días toledanos 221
VI. — Bálsamo contra bálsamo 268
VII.— La trampa 287
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j^Old 6555
U-.
kl6
1920
pt.2
Pérez Galdós, Benito
Ángel Guerra
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