Skip to main content

Full text of "Una Mancha de Sangre, novela"

See other formats


loo 
!o> 

:o 

i 00 



ico 






^i*^ 



»v 



* %H 



*? ¿£ 



w#. 



i* 



® 



cV -V 



«w 



m¿<&¿ 



*>-*. 






UNA MANCHA 
DE SANGRE 



Es propiedad. 
Queda hecho «1 depó- 
*ito que marca la Ley. 



Imp. de V. Rico. -Paseo del Pr»d©. 30- MADRID 



3Atrn 



X4 



JOAQUÍN BELDA 

UNA MANCHA 
DESANGRE 

NOVELA 

(tercera edición) 




\% \ b^ 



l?)-t n 



BIBLIOTECA hispania 

CID, 4»— MADRID 



OBRAS DEL AUTOR 



La suegra de Tar quino (6. a edición). 

i Quién disparó? (3* edición). 

Memorias de un suicida (3. a edición) 

¡Saldo de almas/ (3. a edición). 

La Farándula (4. a edición). 

La Piara (2. a edición). 

Alcibiades-Club (2. a edición). 

El picaro oficio (2. a edición). 

La Coquito (7. a edición). 

Una mancha de sangre (3. a edición) 

Aquellos polvos... (3. a edición). 

Más chulo que un echo (4. a edición). 

Las noches del Botánico (3. a edición). 

La pregunta de Pilatos (2. a edición). 

Memorias de un sommier (4. a edición). 

Las chicas de Terpsi-core (2. a edición). 

Un pollito *bien* (2. a edición). 

Traviatismo agudo (2. a edición). 

La Diosa Rasen (2. a edición). 

La bajada de la cuesta. (2. a edición). 

El Compadrito. 

Tobilleras. 

Función de Gala. 



EN COLABORACIÓN 

CON LUIS ANTÓN DEL OLMET 

/ Usted es Ortist! (Narraciones para el 
tren, la playa y la siesta.) 



UNA MANCHA 
DE SANGRE 



Arturo corrió el estor, se acercó 
al cristal del balcón todo lo que 
pudo y miró con más fijeza aún el 
forro de su cartera de bolsillo; no 
cabía duda, aquello era sangre, y 
sangre fresca y reciente. 

¡Sangre! Pero ¿de qué? ¿de quién? 
Fuere de lo que fuere, ¿cómo había 
caído allí, en aquella cartera, que él 
no recordaba haber sacado de su 
bolsillo el día anterior más que en 
una de las ventanillas del Crédit 



6 JOAQUÍN BELDA 

Lyonnais para cambiar un billete de 
cien pesetas? 

Desde que, separándose de toda 
su familia, se había instalado en 
aquel pisito de la calle de Columela, 
le venían ocurriendo unas cosas 
muy raras; una mañana le entró el 
portero el desayuno, una taza de 
chocolate y dos bollos suizos: 

—Déjelo usted ahí— le dijo, y se 
volvió del otro lado en la cama. Diez 
minutos después, cuando fué a to- 
mar las viandas, se encontró con 
que el chocolate había desapareci- 
do de la taza y los suizos se habían 
fugado, 

Otro día amaneció con los pies 
calzados por unos magníficos zapa- 
tos de charol, siendo así que la no- 
che anterior, lo recordaba perfecta- 



UNA MANCHA DE SANGRE 7 

mente, se había ido del baño a la ca- 
ma, cosa que hacía siempre que ha- 
bía un escándalo en el Congreso. 

Pero lo maravilloso, lo extrahu- 
mano, lo que para producirse nece- 
sitaba la intervención de un mago 
o de un poder cósmico, fué lo que le 
había ocurrido el mes anterior, a. 
poco de vivir en la casa. Sabiendo 
él que el portero nunca dejaba pa- 
sar el día 5 del mes sin subir a co- 
brar el alquiler, y viendo que el al- 
manaque señalaba el día 12, y aquél 
no le había presentado el recibo, 
Arturo, incapaz de aprovecharse de 
un olvido ajeno, le hizo subir al piso 
y le dijo: 

—Le llamo para decirle que, cuan- 
do usted quiera, puede subirme el 
recibo. 



8 JOAQUÍN BELDA 

— ¿Qué recibo, señorito? 

— El de la casa, del mes co- 
rriente. 

— ¡Ah, vamos!; el señorito está de 
broma. 

—¿Yo?... ¿Qué dice...? 

—¿No recuerda que me lo pagó el 
día 4? 

—¿Que yo pagué...? 
—Claro; haga memoria y verá. 
Busque, busque luego, despacio, en- 
tre sus papeles, y verá cómo le apa- 
rece... A menos que lo haya roto el 
señorito. 

Arturo, apenas se hubo marcha- 
do el portero, se lanzó al cajón de 
la mesa donde guardaba los papeles 
y recibos, buscó como quien desea 
quitarse de encima una alucinación, 
y en efecto, allí estaba el recibo del 



UNA MANCHA DE SANGRE 9 

alquiler del mes corriente, llamán- 
dole idiota. 

Bueno. Por lo visto había un po- 
der brujo y sobrenatural que se en- 
cargaba de pagarle la casa. ¡Mien- 
tras le diera por ahí! ¿Seguiría ac- 
tuando los meses sucesivos? En tal 
caso era un duende muy agradable 
el que así se entrometía en su vida 
privada. Pero ¡aquella mancha de 
sangre! 

Esta vez estaba decidido a poner 
las cosas en claro, aunque para ello 
tuviera que desenmascarar al mis- 
mo demonio. Lector apasionado de 
las modernas novelas policiacas, sa- 
bía que lo primero que todo detecti- 
ve hacía en cuanto tenía un asunto 
nuevo que resolver, era encender 
una pipa y disponerse a almorzar. 



10 JOAQUÍN BELDA 

Como era su hora, salió a la calle, 
encendió un cigarro y se marchó al 
restaurant de la Carrera de San Je- 
rónimo, donde hacía sus diarias co- 
midas. 

Sentado a la mesa, y mientras le 
servían, abrió un periódico y se en- 
golfó en su lectura; en la primera 
columna de la tercera plana le atra- 
jo el tamaño desusado de un título: 
«Suceso misterioso. El epilogo de 
una juerga. Un joven muerto y una 
joven agonizando». ¡Arrea! Era un 
buen aperitivo; y leyó con la vora- 
cidad con jue todos— dígase lo que 
se quiera — leemos siempre estas 
cosas: 

«Un crimen estúpido, en que el 
vino ha obrado como motor induda- 
ble, se ha desarrollado anoche en 



UNA MANCHA DE SANGRE 11 

una de las habitaciones reservadas 
del elegante restaurant La Camelia 
Negra, situado en plena calle de Al- 
calá. La clase social a que pertene- 
cen los actores de la tragedia — to- 
dos ellos gente distinguidísima— da 
al suceso un relieve inusitado, y le 
convertirá en la pesadilla de todo 
Madrid, mientras no se aclare el 
misterio que, desde antes de come- 
terse, rodea a este extraño delito. 
Ante todo, expongamos los hechos: 
dos jóvenes, alto, rubio y vestido de 
frac, él; alta, rubia, y desnuda de 
medio cuerpo para arriba, ella, lle- 
garon anoche, a la una, al estable- 
cimiento citado y pidieron una ha- 
bitación que estuviera tapizada de 
rojo— ¿sería un presentimiento?— y 
que no tuviera comunicación airee- 



12 JOAQUÍN BELDA 

ta con la calle. Esto último agradó 
mucho al maitre ) pues asi era más 
difícil que los pollos se largaran sin 
pagar, caso que se ha dado alguna 
vez en la historia de los restaurants 
de lujo. Conforme a sus deseos, se 
les colocó en el gabinete número 13 
— ¡...! — que esta construido en el 
hueco de la escalera, y que no se 
usa más que para señoras casadas, 
vayan o no con sus maridos respec- 
tivos; el tono del decorado es rojo 
guindilla, para evitar que los muros 
se pongan colorados al oir ciertos 
diálogos. 

»El joven pidió un menú de una 
opulencia tal, que en él no falta- 
ban ni pepinillos; ¡con decirte, lec- 
tor, que el plato más deleznable y 
de menos postín eran unos huevos 



UNA MANCHA DE SANGRE 13 

con tomate...! La comida, según de- 
claración del criado que la sirvió, 
transcurrió sin incidente notable; 
únicamente merece consignarse, 
como indicio de que la tragedia es- 
taba en el ambiente, un detalle cu- 
rioso: ella, la joven de busto des- 
cotado, al beber una copa de Sau- 
ternes, se equivocó de conducto, y, 
en vez de echárselo por la boca, se 
lo vertió íntegro por el descote aba- 
jo... Al llegar el vino a cierto sitio 
la joven dio un respingo, y dijo con 
voz lúgubre: 

» — ¡Cómo estoy toda! Parece que 
me han dado una puñalada en el 
ombligo. 

»Y el joven, que parecía algo vol- 
teriano, soltó una carcajada, y dijo 
con la boca llena defoü-gras: 



14 JOAQUÍN BRLDA 

»— ¡Puñalada! No está el año de 
milagros. 

»Se acabó la comida, y, servidos 
el café y los licores, el caballero 
dijo al criado: 

»— Mira, Arcadio: al salir cierra 
bien la puerta por fuera. 

»— ¿Por fuera? 

»— Sí; qué, ¿te choca? Lo raro hu- 
biera sido que, al salir, la dejases 
cerrada por dentro. 

»— Es verdad. El señor será ser- 
vido. 

»Salió el criado, cerró la puerta 
con doble vuelta de llave, y— ¡fíjate 
bien, lector!— se sentó en una silla, 
colocada frente al cuarto donde 
habían quedado solos los dos tórto- 
los. De allí no se movió; pasaron 
diez minutos... diez minutos, du- 



UNA MANCHA DE SANGRE 15 

rante los cuales no salió el menor 
ruido de la habitación, ni siquiera 
esos ruidos furtivos que son de rigor 
en casos tales, y que a los camare- 
ros de ciertos locales son tan fami- 
liares como pueda serlo el del folla- 
je del bosque mecido por el viento 
a la pastorcilla que apacienta en él 
sus cabritillos. 

»De pronto, Arcadio, el camarero, 
dio un salto en la silla; del cuarto, 
cuya puerta sacudían con violencia, 
salían voces desesperadas: 

»— ¡Abran! ! Abran pronto! ¡Echen 
la puerta abajo si hace falta!,.. 

»¿Qué pasaba allí? El camarero se 
levantó, rezó un credo y descorrió 
el cierre de la puerta; pero apenas 
lo había hecho, tuvo que apartarse 
más que de prisa: la hoja se abrió 



16 JOAQUlN BELDA 

con violencia, y un hombre, el que 
estaba encerrado con la joven, salió 
como un loco, con el pelo revuelto 
y con la servilleta en la mano, y es- 
capó corriendo por el pasillo que 
lleva a la escalera. Pasaron unos 
minutos... Arcadio no sabía qué 
hacer. ¿Entraba en el cuarto? ¿Co- 
rría tras el fugitivo? Optó por aso- 
marse a la escalera y gritar con toda 
la fuerza de sus pulmones: 

» —¡Detened a ése, que se ha mar- 
chado sin pagar! 

»Sabía que esta voz de alarma era 
lo que más podía decidir a los del 
mostrador; si en vez de ello hubiera 
dicho: 

» — jDetened a ése, que acaba de 
asesinar a una familia! ... —nadie 
probablemente hubierasalidotrasél, 



UNA MANCHA DE SANGRE 17 

» Cumplido aquel deber elemental, 
el camarero se dispuso a entrar en 
el gabinete; la rutina del oficio le 
detuvo en el umbral para decir: 

»— ¿Han llamado los señores? 

»E1 silencio fué el único que se dio 
por aludido. Arcadio asomó la ca- 
beza primero, y después metió el 
cuerpo. La mesa estaba en orden, 
sin más señales de lucha que las na- 
turales de toda comida... Al pie de 
ella, casi tendida en el suelo y con 
el busto apoyado en una silla, esta- 
ba la joven rubia; un hilillo de res- 
piración le libraba de parecer muer- 
ta; al exterior ninguna señal, nin- 
gún sitio por donde manase la san- 
gre. El camarero, al inclinarse so- 
bre ella para auxiliarla, dio un gri- 
to de espanto, retrocedió y quedó 

2 



18 JOAQUÍN BELDA 

agarrado con las manos a la pared 
como un reptil. ¿Por qué se emocio- 
naba Arcadio? ¡Una fiambrera! Aca- 
baba de ver, tendido en el suelo al 
otro lado de la mesa, y con una he- 
rida en la frente que — manantial de 
sangre fresca — parecía una lata de 
pimientos acabada de abrir, al joven 
rubio y vestido de frac, a quien poco 
antes, por una alucinación sin duda, 
había visto salir corriendo de aque- 
lla misma habitación. 

»Acudían ya otros camareros, el 
maítre y algunos parroquianos, que 
gritaban en medio de la confusión: 

»— iSe ha escapado! ¡Se ha esca- 
pado! 

»Arcadio, para no volverse loco, 
preguntó: 

* — ¿Quién? 



UNA MANCHA DE SANGRE 19 

»— El señorito ese. Ha salido a la 
calle y ha tomado un coche. 

»E1 maitré se encaró con Arcadio: 

»*- ¿En qué estabas tú pensando? 
Nos has avisado muy tarde... ¿Qué? 
¿De cuánto ha sido el mico? 

»E1 camarero, por toda respuesta, 
les hizo pasar a la habitación. Se 
quedaron mudos 

» Avisada la policía, llegó bien 
pronto a sacarles de su mudez; todos 
tuvieron que decir lo que sabían, 
que era bien poco. Arcadio fué el 
único que pudo dar algunos deta- 
lles: en la habitación, juraba y per- 
juraba, no había más que dos per- 
sonas, las que yacían ahora tendi- 
das en el suelo; cuando él, por man- 
dato del señorito, cerró la puerta, no 
quedaban tras ella más que dos se- 



20 JOAQUÍN BELDA 

res vivos, porque un pavipollo que 
había quedado en el trinchero esta- 
ba muerto desde dos semanas antes. 
Y una vez cerrada la puerta no ha- 
bía podido entrar nadie, pues él no 
se había movido de allí. Es decir, 
que el asesino, el que salió corrien- 
do, o era un fantasma, o había en- 
trado por alguna trampa oculta que 
hubiera en el suelo o en las paredes 
del gabinete. ¿Ruidos? ¿Disparos? 
No se oyó nada absolutamente... Y 

Arcadio no pudo decir más 

»El suceso, como verá el lector, 
tiene todos los caracteres de un fo- 
lletín. A la hora de ahora, hay en él 
planteados varios problemas. ¿Dón- 
de estaba, o por dónde entró el ase- 
sino? ¿Cómo llevó a cabo el doble 
crimen? ¿Veneno, puñal, ametralla- 



LNA MANCHA DE SANGRE 21 

dora?... ¿Por qué mató? ¿Por celos? 
¿Para robar? ¿Para quitarse de en- 
cima algún acreedor molesto?... 
Afortunadamente no todo son som* 
bras: a última hora se nos da una 
noticia y se nos comunica un deta- 
lle que puede ser de interés. La po- 
licía tiene la pista de un individuo 
cuyas señas coinciden en absoluto 
con las que da Arcadio, el camarero, 
del supuesto criminal: se trata de un 
joven de excelente familia, muy co- 
nocido en Madrid, alto, rubio, con 
nariz provocativa y bigote recorta- 
do a la inglesa, y que tiene un lunar 
en el lóbulo de la oreja izquierda. 
Su nombre y apellido responden a 
las iniciales A. I. Esta es la noticia. 
El detalle es el siguiente: conduci- 
da la joven, víctima del suceso, a la 



22 JOAQUÍN BELDA 

Casa de socorro, y al proceder a ali- 
gerarla de ropa para aplicarle una 
inyección de suero, se encontró en 
su pecho, y oculta por ios encajes 
del cubrecorsé, una cartera de piel 
de canguro, nueva, flamante, y con 
una manchita de sangre en uno de 
los ángulos del forro: lo que tuviera 
dentro la cartera no lo hemos podi- 
do averiguar; únicamente se puede 
asegurar, por referencias autoriza- 
das, que no contenía ningún billete 
de mil pesetas. > 

*** 

Arturo no siguió leyendo: se le- 
vantó, fué corriendo a uno de los 
espejos que había en los muros del 
comedor, y se contempló despacio. 
Sí, no cabla duda; el espejo se lo es- 



UNA MANCHA DE SANGRE 23 

taba diciendo: él era alto, rubio, de 
excelente familia; su nariz era bas- 
tante provocativa y su bigote esta- 
ba recortado a la inglesa... El lunar 
de la oreja izquierda estaba allí para 
acabar de disipar sus dudas, y en 
cuanto a las iniciales A. I., ya no 
miró al espejo para convencerse, 
sino a la pechera de la camisa, jun- 
to al corazón. Sí, allí estaban, bor- 
dadas con hilo morado... ¡No cabía 
duda! ¡El asesino era él! 

Sin empezar el almuerzo salió a 
la calle y echó a andar. 

¿Dónde ir? A la horca, donde van 
los asesinos... Sin saber lo que le 
pasaba anduvo dos o tres horas y 
recorrió veinte, doscientas calles. 

¿No podría tratarse de una coin- 
cidencia?... ¡Imposible! Harían fal- 



24 JOAQUÍN BELDA 

ta no una, sino machas. Entonces, 
¿era verdad que él había cometido 
la noche antes un asesinato doble? 
Él, haciendo memoria, recordaba 
haberla pasado hasta la una en el 
teatro Romea, y desde esa hora, 
hasta las tres que se fué a su casa, 
en su tertulia del Ideal: ¿y era eso 
un asesinato? 

iBah! Lo habían confundido con 
otro, lo calumniaban... Sí; pero si 
la calumnia iba adelante, el resul- 
tado sería el mismo; felizmente sus 
amigos del Ideal le ayudarían a 
probar la coartada... ¡Ah! ¡Estaba 
perdido! Además la locura le ace- 
chaba desde la esquina frontera a 
aquella en que se había parado. Ni 
le habían confundido, ni le calum- 
niaban; el crimen lo había cometí- 



UNA MANCHA DE SANGRE 25 

do él, él mismo, Arturo Ibarra... 
Para probarlo, allí, en el bolsillo 
interior de su americana, estaba su 
cartera, la cartera cuyas señas coin- 
cidían también con la que se encon- 
tró sobre el cuerpo de una de las 
víctimas: sí, exacto: piel de cangu- 
ro..., nueva..., flamante... y con la 
mancheta de sangre en uno de los 
ángulos del forro. ¡Perdido! ¡Irre- 
misiblemente perdido! 

El cerebro comenzó a liársele. 
¿Quién había cogido aquella cartera 
del cuerpo de la joven asesinada, y 
la había introducido, durante aque- 
lla noche indudablemente, en el bol- 
sillo de su chaqueta, para que él, al 
levantarse por la mañana, la en- 
contrara allí, con su mancha de 
sangre fresca y reciente? No; aque- 



26 JOAQUÍN BELDA 

lio no podía ser; la cosa era dema- 
siado gorda. Indudablemente había 
dos carteras iguales. ¡Qué casuali- 
dad!, las dos se habían manchado de 
sangre en el mismo sitio. Aquello 
tampoco podía ser. 

No quiso discurrir más; hubiera 
acabado por provocar la conges- 
tión. Fuese lo que fuese, confusión, 
calumnia, locura, había que hacer 
algo, y este algo no podía ser más 
que una cosa: huir. Huir, sí: saldría 
de España; pero ¿dónde ir con el 
frío que estaba haciendo este año? 
¿A Italia? Cualquiera se arriesgaba, 
con la epidemia de terremotos que 
hay por allí ahora. ¿A América? La 
carestía de los fletes convertía el 
viaje en un problema financiero 
para quien, como Arturito, no tu- 



UNA MANCHA DE SANGRE 27 

viese en aquel momento más dinero 
que el preciso para vivir al día con 
decoro. ¿Y una huida a Egipto? No 
sería el primer caso en la Historia; 
además en aquel país los cigarrillos 
del Kedive deben estar baratos, y 
siempre es un aliciente. 

—¡Necio de mí!— exclamó de pron- 
to Arturo dándose un golpe en la 
frente. Lo primero es hacer desapa- 
recer el cuerpo del delito. 

Sacó la cartera, la vació — no te- 
nía más que unas tarjetas, un déci- 
mo de la lotería, diez duros y la cé- 
dula — y se dispuso a arrojarla por 
encima de la valla del primer solar 
que encontrase. Sólo que antes de 
hacerlo desechó el proyecto por 
absurdo; casi todos los crímenes co- 
metidos en el arroyo se han descu- 



28 JOAQUÍN BELDA 

bierto así: una navaja, un revólver 
arrojado a un solar por el criminal, 
creyendo arrojar con él su propia 
conciencia, han sido la base de una 
pista, que ha terminado en un pre- 
sidio, o en algo peor. 

Era preciso inventar algo nuevo; 
escoger un lugar solitario y poco 
frecuentado por los hombres, donde 
la soledad fuera su cómplice y su 
encubridor. ¿Dónde hallarlo? No tu- 
vo que andar mucho: en una calle 
vecina había un teatro, famoso por 
la exquisitez de las obras que en él 
se representaban y por lo selecto y 
escogido de su público; el empresa- 
rio era un artista, no un mercader, 
y prefería tener el teatro vacío a 
consentir que en su escenario se 
rindiese culto a cierto arte canalla 



UNA MANCHA DE SANGRE 29 

y procaz, que es el que ahora priva. 
Arturo se acercó a la taquilla, don- 
de un señor emboquillaba pitillos, 
adquirió una butaca, y penetró me- 
diado ya el espectáculo. 

En la sala un juglar contaba un 
cuento a una dama muy engolada 
que le oía con mucha complacen- 
cia; una suave música siglo xm so- 
naba tras el telón del foro, y un 
ángel colgado de las bambalinas 
dejaba caer sobre la dama y el ju- 
glar una lluvia de confettis, en cada 
uno de los cuales iba escrito un so- 
neto. Arturo comprendió que había 
llegado el momento: en la sala no 
había nadie; los acomodadores ha- 
bían salido a fumar a los pasillos, 
y el bombero de guardia hacía pa- 
jaritas con un periódico, después de 



30 JOAQUÍN BELDA 

habérselo leído íntegro indudable- 
mente. 

Artunto sacó la cartera, dejóla 
caer al suelo con suavidad, y fué 
empujándola con el pie hasta tras- 
ladarla cuatro o cinco butacas más 
allá de la que él ocupaba. Por disi- 
mular se mantuvo en su puesto has- 
ta que acabó el acto, que era de los 
interminables, y durante el cual su- 
frió dos amagos de catalepsia. 

Pero como todo llega en este 
mundo, bajó el telón y él salió a la 
calle. Indudablemente se había qui- 
tado un peso de encima, pero la 
preocupación no le dejaba, y volvía 
al vagabundeo errante por calles y 
más calles, hasta que, lo menos una 
hora después, se encontró parado 
entre un grupo de gente, que mira- 



UNA MANCHA DE SANGRE 31 

ba con curiosidad a una casa, y ha- 
cía comentarios acalorados: 

—Sí, ahí fué. 

—Y ¿le han cogido ya? 

—Creo que no, pero no tardará 
en caer... 

Las palabras sueltas le trajeron a 
la realidad. Y la realidad no podía 
ser más espantosa. Se encontraba 
parado frente al restaurant de La 
Camelia Negra , frente al lugar del 
crimen, y la gente hablaba de él, 
aunque sin conocerle aún, para 
execrarle y para maldecirle. Por 
aquella puerta, que ahora miraba 
embobado, había salido él la noche 
anterior, huyendo y como loco, des- 
pués de realizar su hazaña. Por lo 
menos eso decían, este estupendo 
sambenito le habían colgado. 



32 JOAQUÍN BELDA 

Y, pensándolo bien, debía ser ver- 
dad, triste verdad. ¿Cómo explicar 
sino aquella vuelta involuntaria e 
inconsciente al lugar del crimen, 
que dan todos los asesinos, según 
observación estadística, al día si- 
guiente de realizada su fechoría? Sí, 
era un criminal, no podía dudarlo; 
pero, adquirida esta convicción, lo 
que más le preocupaba era el saber 
cómo y por qué había cometido él 
aquel crimen; era un crimen miste- 
rioso para todo el mundo, pero ¡Dios 
mío, que no io fuera también para 
el autor! 

Mientras lo averiguaba, lo que 
más urgía era quitarse de allí, aban- 
donar el lugar del delito, pues sólo 
con permanecer en él se estaba de- 
latando. 



UNA MANCHA DE SANGRE 33 

Tomó por asalto el primer coche 
que pasó y dio orden al cochero de 
que le llegase más que volando a su 
casa. 

* * 

Estando en ella, a la mañana si- 
guiente, en punto de las once, y des- 
pués de haber leído en los periódicos 
que todo seguía igual y que al indi- 
viduo rubio, cuyas iniciales eran 
A. L, no había podido encontrarle 
aún la policía, subió el portero a 
anunciarle una visita extraña: un 
hombre que no quería decir quién 
era ni a lo que iba, y que, a juzgar 
por su aspecto, debía ser una buena 
persona. 

¡Sí, sil Cualquiera se fiaba de as- 
pectos ni de apariencias, Bueno que 



34 JOAQUÍN BELDA 

pasase, pero él tomaría sus precau- 
ciones. Por lo pronto, el revólver 
metido, con la mano derecha, en el 
bolsillo del pantalón; el balcón del 
gabinete abierto, por si había que 
saltar por él, ya que felizmente se 
trataba de un piso entresuelo; y lue- 
go, el gramófono en marcha todo el 
tiempo que durase la visita, y con 
un disco de Encarnación la Rubia. 
Ahora ya podía entrar el Cid Cam- 
peador o José María el Icmpranillo, 
No temía a nadie. 

Entró un hombre sencillo, modes- 
to y de una afabilidad que casaba 
muy bien con su capita parda, más 
corta de lo que hubiera sido lógico. 
Una sonrisa de beatidud le abría el 
rostro como un biombo que se 
pliega. ,. 



UNA MANCHA DE SANGRE 35 

—Perdone usted, pero.., el cum- 
plimiento del deber.., 

— ¡Ahi ¿Viene usted en cumpli- 
miento del deber? 

—Si no fuera así yo nunca me hu- 
biera atrevido a molestarle. 

—Viene a molestarme — pensó Ar 
turo—; lo acaba de decir. Debe ser 
el alguacil del Juzgado. 

Y acercándose al balcón todo lo 
que pudo, dijo, adoptando una acti- 
tud arrogante: 

—Pues usted dirá. 

—Yo vengo a devolver al señor... 
pero antes, dígame, ¿no recuerda el 
señor haber perdido nada en el día 
de ayer? 

—¿Ayer? 

—Sí, algún objeto de su uso par- 
ticular, que al sacar del bolsillo otra 



36 JOAQUÍN BELDA 

cosa cae al suelo sin que nos de- 
mos cuenta. 

—¿Un objeto?... Bueno, pero, ante 
todo, ¿usted quién es? 

—Yo, señor, para servirle, soy un 
acomodador de butacas del teatro 
X— aquí el nombre del teatro donde 
Arturo se había metido la tarde an- 
terior—que al hacer ayer la requisa 
después de la función, me encontré 
debajo de la butaca número 22 de la 
fila 5. a , esta cartera de su indudable 
peí tenencia. 

Y sacó, muy envuelta en un pa- 
pel de seda, La cartera fatal, con su 
mancha de sangre en uno de los 
ángulos, que era para él como una 
acusación y como un remordimien- 
to. El acomodador, al ver la cara 
que puso Arturo, y al observar que 



UNA MANCHA DE SANGRE 37 

nada .decía, creyó haberse equivo- 
cado: 

— ¿Acaso no es de usted? ¿No es 
usted don Arturo Ibarra? 

—Sí, yo soy, pero... ¿cómo ha po- 
dido usted averiguarlo? 

—No hay que ser ningún lince: no 
hace falta más que un poco de cu- 
riosidad. La abrí por si tenía algo 
dentro, y me encontré con una tar- 
jeta donde había un nombre y las 
señas de esta casa. ¿Qué iba a ha- 
cer? Un hombre honrado, ante un 
objeto que no le pertenece, no tiene 
más que un camino que seguir: el 
que conduce a la casa del dueño. Y 
aquí he venido. 

—Bueno, hombre, bueno. Mía es 
esa cartera, es verdad; traiga usted 
y... tpme estas cinco pesetas como 



38 JOAQUÍN BELDA 

pago a la molestia de venir a traér- 
mela. 

Erl semblante del acomodador se 
desacomodó por completo: 

— tQué'ciice usted! jCinco pesetas! 
A ver si se ha creído el señorito que 
yo me he pasad-Q la vida jugando a 
la rana... 

—No entiendo de ratimagos ni sé 
de modales de plazuela. Si no le 
acomoda el precio puede irse a la 
calie con las manos en los bolsillos. 

Aquel hombre se había transfigu- 
rado; el cordero era ahora un tigre; 
la estatura la aumentó dos palmos, 
y la capa, que antes le llegaba hasta 
los riñon es, se convirtió en una es- 
clavina como la que llevaba el Con- 
destable en el asalto de Roma: 

— ¡Con las manos en los bolsillos! 



UNA r MANCHA DE SANGRE 39 

i Y un trinchero! De modo que le 
devuelvo yo al socio un objeto por 
el que me ofrecían quince pesetas 
hace un cuarto de hora en un co- 
mercio de la Plaza Mayor, y me 
quiere liquidar con un duro. ¡Vamos, 
hombre! ¡Usted se ha equivocao de 
piso! 

— ¡Ah! ¿De modo que ha intenta- 
do usted vender lo que no le perte- 
necía? 

—¡A ver que sueño! Es decir, ven- 
derlo, no; saber lo que podía valer, 
para... que usted me diera un duro 
más. 

—Un duro más, no: le daré las 
quince pesetas. 

— Para eso no hubiera yo venido 
de la Plaza Mayor aquí. 

—Es verdad. Le daré los cuatro 



40 JOAQUÍN BELDA 

duros... Ahí van; pero sepa usted 
que vender una cosa que no nos 
pertenece es hacer oposiciones a 
una celda del Ritz de la Moncloa. 

— Allí nos veríamos, porque su- 
pongo yo que más grave que eso 
será matar a dos personas en el 
restaurant La Camelia Negra y 
marcharse encima sin pagar. 

—¿Qué dice usted? 

Arturo fué a echarse sobre él; 
pero el hombre, cogiendo las veinte 
pesetas, se lanzó al balcón que Ar- 
turo había dejado abierto, y de un 
bote se plantó en la calle. Desde 
ella y ya corriendo, le dijo: 

— Digo, que se ha debido usted po- 
ner barba postiza para que no le 
reconozcan. ¡Vaya un tío sereno! 

La Rubia en aquel momento en- 



UNA MANCHA DE SANGRE 41 

tonaba en el gramófono la conocida 
copla que dice: 

«Voy a poner un espía 
por el sitio aonde vienes...» 



* 



Por mbdo o por lo que fuera, 
Arturo— mientras hacía la maleta 
para escaparse de Madrid— no que- 
ría pasar solo la noche o las noches 
que le restasen estar en la corte. 
Aquella tarde, desde el círculo, 
donde observó que los amigos le 
miraban de modo sospechoso, aun- 
que sin atreverse a decirle nada, 
escribió a una muchacha a quien 
había conocido pocos días antes en 
el Tangonia Club: 

«Querida Chichi: la noche \en- 



42 JOAQUÍN BELDA 

turosa con que vienes soñando des- 
de que tuviste el placer de conocer- 
me, ha llegado ya. Esta noche, a las 
nueve, te espero en rai casa; procura 
venir en ayunas, pues habrá cena, 
después se hará música, se hará 
café en la cafetera rusa, que lo 
saca de primera, y se hará la cama, 
que el portero no me hace nunca a 
mi gusto. Después de hecha la cama 
se hará todo lo que tú quieras. 

•Aunque sé que eres una román- 
tica, te diré amistosamente que en 
este momento no puedo disponer 
más que de diez duros. Te lo digo 
para que no te hagas ilusiones su- 
periores a cincuenta pesetas. ¡El 
desengaño sería horrible! 

»No faltes. Tuyo, A. I.» 

Pasaría la noche acompañado y, 



UNA^MANCHA DE SANGRE 43 

además, aquella pequeña orgía se- 
ría una especie de adiós á la vida, 
por si acaso el Destino lo guardaba 
para expiar en plazo breve en el 
patíbulo un crimen que no había 
cometido. 

Felizmente, eso de meter una mu- 
jer en casa a pasar la noche era 
problema que no le preocupaba, 
pues conocía la tolerancia del due- 
ño de la casa, hombre de mundo y 
a la moderna. En aquel inmueble 
todo era lícito, menos dejar de pa- 
gar el recibo en los primeros días 
del mes; semanas antes, unos ami- 
gos suyos habían de celebrar un 
campeonato de ciclismo, en los des- 
montes del paseo de Ronda, y como 
el día se metió en agua francamen- 
te, volvían a Madrid tristes y cabiz- 



44 JOAQUÍN BELDA 

bajos, cuando al pasar por la calle 
de Columela, Arturo lgs vio desde 
sus balcones, los invitó a subir, y 
allí mismo, sobre el piso, a cubier 
to de la lluvia, se celebró el campeo- 
nato y hasta se estropearon dos 
máquinas. El casero, que tuvo no- 
ticia de ello, no sólo no se incomo- 
dó, sino que escribió una carta al 
campeón triunfante, felicitándolo 
efusivamente, y diciendo que no per- 
donaba que no se lo hubiesen adver- 
tido, pues de haberlo sabido habría 
mandado asfaltar el pasillo donde 
se celebró la carrera, y establecer 
en la cocina una ducha para los co- 
rredores. ¡Y es que la leyenda de la 
tiranía de los caseros, en la mayor 
parte de los casos, es eso: una le- 
yenda! 



UNA MAXCHA DE SANGRE 45 

Llegó la noche, y con ella, a las 
nueve en punto, llegó Chichi; era 
una criatura de edad indefinida, 
pero cuyo cuerpo nervioso y ondu- 
lante atraía a todo hombre media- 
namente constituido; y no es que 
nosotros la hayamos visto nunca 
desnuda — ¡caray, pobre Arturo!—, 
es que nos lo figuramos con esta 
portentosa imaginación que Dios 
nos ha dado, que es un sifón a me- 
dio estallar. 

Hubo besos, caricias, bromas de 
buen gusto, y a las nueve y cuarto 
se sentaban los dos a la mesa, pre- 
parada en el mismo despacho de 
Arturo, y servida por el portero, 
que era toda la servidumbre del 
joven* 

No habían hecho los comensales 



46 JOAQUÍN BKLDA 

más que empezar a tratar con el so- 
lomillo, que era el segundo de los 
platos, cuando en los cristales del 
balcón sonaron unos golpecitos sua- 
ves... Los tenedores suspendieron el 
viaje a las bocas, y Chichi se asustó 
ligeramente: 

—-¡Arturo, por Dios! ¿Qué será 
eso? 

—Calla, tonta; alguna piedra arro- 
jada desJe la calle, y que ha dado 
ahí como ha podido dar en las na- 
nces de cualquier transeúnte. 

Pero los golpes se repetían ahora 
con más insistencia, y con un po- 
quito más de fuerza. Chichi dio un 
salto, se levantó de la mesa, i 
caer una botella y fué a refugiarse 
en un ángulo de la estancia, detrás 
de una papelera: 



UNA MANCHA DE SANGRE 47 

—¿Ves, hombre? ¿Lo ves? ¡Toma 
piedrecitas! 

—¡Calla mujer! No pierdas tan 
pronto lo serenidad. 

—Pero si es que esos golpes no 
tiene más remedio que darlos uno 
qxe esté subido al balcón. 

—Aunque así sea; cuando avisa 
no vendrá a nada malo. A lo mejor 
es el de la luz, que viene a cobrarla. 

— ¡Ay, Arturo! ¿Para qué me has 
hecho venir a tu casa esta noche? 
¿Es que me tenías preparada algu- 
na encerrona? 

Pero tres golpes, ya rotundos y 
secos, cortaron en flor el diálogo. 

—Si me callo, me hace añicos los 
cristales... ¿Quién es? 

—Un amigo.— La respuesta la dio 

una voz triste y doliente, que tem- 



48 JOAQUÍN BRLDA 

biaba un poco en el silencio de la 
noche. 

Arturo tenía miedo, pero la pre- 
senciade Chichi, cada vez más aco- 
rralada, le convirtió en un héroe. 
Sacó un tono de voz gi ave y entero, 
y volvió a preguntar: 

—Y ¿qué quiere ese amigo? 

—Entrar. 

— Y ;por qué no lo hace por la 
puerta de la calle y por la escalera, 
como todos los seres civilizados? 

— Porque el portero de la casa es 
amigo mío, y, como le debo unos 
cuartos, si me ve va a tener la pre- 
tensión de que se los pague. 

—¡Caray, pues es un problema! 

Arturo pensó poco tiempo lo que 
debía hacer: abriría el balcón. El 
hombre que aguardaba tras su* 



UNA MANCHA DE SANGRE 49 

cristales podía ser un infeliz, pero 
también podía ser un amoral, de 
esos que se meten en las casas y se 
llevan hasta las escupideras. ¡El re- 
vólver lo tenía allí a la mano; el 
gramófono también; era su arma 
defensiva. Lo puso en marcha y co- 
locó en él un disco de Sagi-Barba. 
Con el silencio de la noche resonó 
el estridor de aquella romanza de 
El Juramento, que empieza: 

«Cuál brilla el sol 
en la alegre pradera: 
cuál su perfume 
despídela flor...» 

Antes de abrir dijo a Chichi: 
—Si tienes miedo puedes mar- 
charte. 

-—¡Nunca! Lo que sea de ti... que 
sea de los dos. 

4 



50 JOAQUÍN BELDA 

El muchacho corrió el estor, le- 
vantó el cierre y abrió una hoja de 
los cristales. 

—Pase; está usted en su casa. 

Un hombre alto y rubio, envuelto 
el busto en una bufanda color ceni- 
za, y lo demás del cuerpo cubierto 
apenas por un abriguillo que fué en 
tiempos verde-acacia y ahora era 
verde-insolencia, penetró receloso 
en la estancia, dando las buenas no- 
ches como quien deja caer una mo- 
neda de dos pesetas. Arturo, al ce- 
rrar el balcón, creyó ver en la ace 
ra de enfrente unas sombras que 
dialogaban. 

El recién llegado se desembozó y 
tomó la palabra: 

—Usted no me conoce a mi, seño- 
rito Arturo. Yo... vengo a salvarle 



UNA MANCHA DE SANGRE 51 

a usted... No, no me dé usted las 
gracias; lo hago por mi cuenta y 
razón. Veo que se le acusa de una 
hazaña que no ha realizado, y yo, 
para...— Se interrumpió para decir: 
—¿No podría callar el aparatito ese? 
Porque, vamos, yo soy un admira- 
dor de Sagi-Barba, pero así a des 
hora, y en un momento tan solem- 
ne, me parece un exceso. 

Calló el barítono, y el hombre del 
abriguillo siguió: 

—Pues decía que yo voy a decir 
donde debo toda la verdad; porque 
eso de que le cuelguen a usted sam- 
benitos tiene poca gracia. El que 
cometió lo de anoche en el restau- 
rant de la calle de Alcalá, y le llamo 
lo de anoche, porque de crimen no 
tuvo nada, fui yo, yo mismo, don 



52 JOAQUÍN BE^DA 

Arturo; y no se asombre usted ni 
ponga esos ojos, que parece que va 
a impresionar una película. ¡Yo! 
Artemio Ichigoyen. Y crea usted 
que cualquiera en mi caso hubiera 
hecho lo que yo hice... Y usted, 
señora, no me mire como a un bicho 
raro, ni baje la cabeza cuando yo ]& 
miro. Su árnica de ugted está bien 
muerta... es decir, estaría, porque a 
última hora parece que se va a sal- 
var con eso del suero. 

—Pero, ¿qué dice usted? 

—Digo que a estas hora» no hay 
más que una persona en el mundo 
que sepa lo que pasó anoche en 
aquel cuartito: e1 hijo de mi madre, 
que no tuvo más que uno, porque 
se quedó viuda a los dos meses de 
casada. 



USSA MANCHA DE SANGRE 53 

— Báeo, bien, no divague, y haga 
el favor de contarnos.. . 

—Todo, señor; si no he venido a 
otra cosa. 

— ¡Caramba! ¿Sólo para eso asal- 
ta usted una casa, a media noche, 
jugándose la vida? 

— Yerá usted: yo le voy a salvar 
a usted, pero usted me tiene que 
salvar a mí. 

—¿Yo? ¿Qué puedo yo hacer...? 

— Eso vendrá después; ahora, si 
les interesa, oigan mi relato, que 
usted permitirá que yo moje con 
una copa de este vino que tienen us- 
des aquí. 

— ¡Cómo no! Ya lo creo, 

Chichi, atenuado un poco el mie- 
do y salió de su escondite y se acer* 
có para no perder detalle. Arturo 



54 JOAQUÍN BELDA 

ofreció una silla al visitante, se aco- 
modó él en un sillón y encendió un 
cigarro; al darle uno al del gabán, 
éste contestó con énfasis: 

—Gracias, no fumo más que en 
verano. 

—¡Qué hombre más cabalístico!— 
pensó Arturo. Y se dispuso a escu- 
char como si hablase Cicerón. 

—Ante todo— comenzó el asesino 
— ¿qué iban a hacer aquel pollo y 
aquella joven en el gabinete del hue- 
co de la escalera de La Camelia 
Negra? Parece que iban a cenar, 
ñero no hay que fiarse de las apa- 
riencias. Lo de la cena no era más 
que un pretexto; la pidieron copiosa 
porque no pensaban pagarla. Y asi 
fué; aún no la han pagado. Bueno, 
yo en su caso hubiera hecho lo mis- 



UNA MANCHA DE SANGRE 55 

mo„. No iban a cenar, iban a... sui- 
cidarse. 

—No olvide usted que hay menús 
que son un suicidio. 

—Bueno, pues iban a matarse, 
porque los dos se amaban, y ayer 
mismo, por la mañana, a eso de las 
diez, descubrieron— como se descu- 
bren estas cosas, por casualidad— 
que él, hace dos años, tuvo que ver 
con la madre de ella, y en cambio 
el padre de ella... 

—¿Tuvo que ver con la madre de 
él? ¡Qué horror! 

—No, no; no corra. El padre de 
ella no era su padre, sino su... su... 
La presencia de esta señorita me 
cohibe. 

—¿Quién, Chichi? No se preocupe 
usted. Seguramente ella, en su fa- 



56 JOAQUÍN BELDA 

milia, tendrá también algún caso 
de esos. 

— ¡Arturo! 

—Bueno, pues el padre de ella, de 

a muerta, es decir, de la herida, no 

es su padre, sino un amigo de su 

madre y un aspirante al cariño de 

la hija. 

—Vamos, si: un lío. 

— Dos, dos líos; créame usted 
a mí. 

—Y ¿por eso sólo querían ma- 
tarse? 

—Por eso; ellos tenían pensado 
casarse, pero después del descubri- 
miento, la boda era imposible; figú- 
rese: ella hubiera sido cufiada de su 
propia madre, y él cuñado también 
de su suegro; de modo que los hijos 
del matrimonio tendrían una abue- 



UNA MANCHA DE SANGRE 57 

la que sería una tía, y un padre que 
sería un abuelo. El abuelo, por par- 
te de madre, sería... 

—Ya, ya... que el laberinto de 
Creta, comparado con aquella fami- 
lia, sería el plano de San Sebastián. 

— Decidieron matarse, sí, señor, 
porque, desgraciadamente, yivimos 
en un país en el cual los novios que 
no pueden casarse se matan. 

—Y los que se casan se matan 
también, para toda la vida, no le 
quepa a usted duda. 

•—Bueno; decidieron matarse, se 
citaron en el restaurant, cenaron, 
y cuando llegó el momento se echa- 
ron a llorar los dos, como dos mo- 
cosos. «Tira tú primero...» «No, tú, 
que yo estoy muy nervioso...» «Pues 
los dos a la vez...» Total, que les 



58 JOAQUÍN BELDA 

faltaba valor... Y yo oyéndolo todo 
desde uno de los cajones del trin- 
chero. 

-¿Usted...? 

—¡A ver qué rato! Encogido, he- 
cho un ovillo; pero sin rechistar, 
como un héroe. 

—¿Y qué hacía usted allí? 

— Haciendo tiempo, esperar. Es- 
taba citado con dos amigos para las 
tres de la madrugada, con objeto de 
dar un golpe en una joyería de la 
calle del Caballero de Gracia... 

Arturo se puso en pie de un salto. 

—¡Cómo! ¿Pero usted es...? 

—Ladrón de oficio, sí, señor. ¿O 
es que usted se creía que el hombre 
que esta noche ha entrado en su 
casa por el balcón era algún caba- 
llero calatravo? Nada de eso. A mí 



UNA MANCHA DE SANGRE 59 

esto de subirme a los balcones me es 
tan familiar como a usted tomar un 
tranvía de los de Serrano. Pero no 
se asuste; a su casa no he venido a 
ejercer mi profesión, se lo aseguro. 

— Lo que no comprendo es por 
dónde entró usted en la habitación 
de La Camelia Negra. 

—Como no soy brujo no hago im- 
posibles, y en aquella habitación no 
se puede entrar más que por la 
puerta. Por ella entré yo. 

—¿Cuándo? 

—Media hora antes que la pare- 
jita. 

—Y ¿para qué? 

—Para derribar un trozo-de pared 
que a mí y a mis dos amigos nos 
permitiera llegar a la calle del Ca- 
ballero de Gracia sin que nos atro- 



60 JOAQUÍN BELDA 

pellase un automóvil. Yo sabía que 
aquel cuarto era el menos frecuen- 
tado del restaurant y lo escogí. 

—¿Nadie le vio a usted entrar? 

— En el cuarto, no; pero en el lo- 
cal, todo el mundo; dije que era el de 
la luz, que iba a ver el contador, y 
como éste se halla al pie misino de 
la escalera, pues, jal pelo! Sólo que 
una vez allí, y cuando me disponía 
a empezar la faena, oigo pasos, es- 
cucho que en el pasillo se hablaba 
de entrar allí, y... 

—Sí, había que pensar en la fuga. 
jEso tiene ese oficio! 

—¿Conoce usted alguno en que 
no haya que salir huyendo alguna 
vez? 

— Sí, señor. 

—¿Cuál? 



UNA MANCHA DE SANGRE 61 

—El de buzo. 

— jBueno! El caso es que, yo, en- 
tre salir al pasillo y tener que andar 
con expiicaciones, o meterme deba- 
jo de la mesa, elegí el trinchero, y 
en él me metí, dispuesto a pasar allí 
la noche. Y allí estaría todavía si, 
en un momento de energía y de lu- 
cidez, no hubiera hecho lo que hice. 
Porque a última hora resultó que 
al galán se le había olvidado el re- 
vólver, y «n la habitación no había 
más arma mortífera que los cuchi- 
llos de postre. El porvenir empeza- 
ba a presentárseme negro; quedar- 
me allí era imposible, porque si 
aquellos tórtolos se mataban acudi- 
ría la policía, registrarían la habi- 
tación y... 

—Ya, ya... 



62 JOAQUÍN BELDA 

— Y si no se decidían a matarse lo 
mismo podían estar allí media hora 
que medio año. Quedaba una solu 
ción, pero fantástica: salir del ca 
jón, presentarme a aquellos seño 
res, y decirles tranquilamente: «Per 
donen ustedes que les interrumpa 
pero me quedé dormido ahí dentro 
antes de que ustedes vinieran, y...> 
Era peligroso, porque nadie sabe 
cómo me hubieran acogido; eran 
dos contra uno, y dos que habían 
cenado, contra uno que no había to- 
mado nada desde las tres. Entonces 
tuve una idea genial: salvarme yo, 
sacando al mismo tiempo a aquel 
par de infelices del callejón sin sa- 
lida en que se habían metido. Ellos 
querían matarse y no podían; pues 
bien, los mataría yo, y una vez 



UNA MANCHA DE SANGRE 63 

muertos, ya me las compondría 
para salir de allí. 

—No hay que negar que tiene us- 
ted ideas geniales. 

—Gracias, es de familia. Mi pa- 
dre inventó un paraguas sin vari- 
llas, pero le robaron los planos del 
invento y murió en la miseria; sus 
hijos, los días de lluvia, tenemos 
que refugiarnos en los soportales de 
la Plaza Mayor para no ponernos 
hechos unas sopas... Pues decía que 
pensado el proyecto, como lo pensé 
lo hice; con suavidad fui abriendo 
el cajón, y saqué primero una pier- 
na, luego otra, después una mano, 
y lo último que saqué fué la cabeza, 
que se me quedó dormida en un rin- 
cón. La señorita, por estar frente 
al trinchero, fué la primera que me 



64 JOAQUJNBELDA 

vio; yo la hice señas para que calla- 
se; pero ella hizo algo más que eso: 
sin pronunciar una palabra, sin pro- 
ferir un grito, se levantó de la silla, 
inició unos compases de vals-bos- 
ton, y cayó al suelo muerta. 

—¿Muerta? 

—Eso creí yo; y he visto por la 
Prensa que todo ello no fué más que 
un colapso cardíaco. 

—Y él ¿qué hizo mientras? 

—No me había visto, no llegó a 
verme siquiera, porque yo, viendo 
que uno de los dos ya estaba fuera 
de combate, sin que yo hubiera te- 
nido que mancharme las manos de 
sangre, decidí despachar al otro en 
segutda. Avancé con cautela, me 
coloqué a su espalda, empuñé una 
botella de benedictino que había so- 



UNA MANCHA DE SANGRE 65 

bre la mesa, me entró la locura ho- 
micida de que hablaba Lombroso, y 
me la bebí de un trago; después, con 
el casco vacío, le abrí un boquete 
en la frente, brotó la sangre, y cayó 
al suelo el joven, primero de rodi- 
llas, después a lo largo. La agonía 
fué breve... La botella debió meter- 
se íntegra dentro de la cabeza, por- 
que yo no la volví a ver. 

Al llegar a este punto del relato, 
Chichi dio un grito e inició un ata- 
que de nervios; pero Arturo, que 
indudablemente tenía sobre ella un 
gran dominio, pues aún no le había 
entregado los diez duros prometi- 
dos, la contuvo con estas palabras: 

—¡Mujer, por Dios! Espera que 
acabe el señor su narración. ¿No ves 
que ahora, si te pones mala no te 

6 



66 JOAQUÍN EELDA 

vamos a poder atender como tú te 
mereces?... Siga usted, buen hom- 
bre, siga usted. 

—En rigor, ya no me queda casi 
nada que decir. Salí de la habita- 
ción como usted ya sabe, como han 
dicho los periódicos; gané la calle a 
fuerza de piernas, y aquí estoy. 

—Siga usted. 

—No, si ya he acabado. 

—¡Que ya ha acabado usted! Pero 
eso no es posible. Usted sabe algo 
más, mucho más de lo que nos ha 
contado, y ese mucho es precisa- 
mente lo que a mí más me interesa. 
En primer lugar, ¿por qué se me se- 
ñala a mí como el autor del crimen? 

—Porque se le ha confundido a 
usted. conmigo. 

—Y ¿por qué esa confusión? 



UNA MANCHA DE SANGRE 67 

—Yo creí que tenía usted ojos en 
la cara. Yo soy un hombre alto, 
¿verdad? Pero usted no es bajo. Yo 
soy rubio: usted no tiene nada de 
moreno. Mi nariz y la de usted, en 
un concurso de páranlos, queda- 
rían empatadas para el primer pre- 
mio. El bigote los dos nos lo recor- 
tamos a la inglesa, porque somos 
hombres de nuestro tiempo; y en 
cuanto al lunar de la oreja izquier- 
da, los dos lo tenemos, sin más di- 
ferencia que el de usted es natural 
y el mío es consecuencia de una per- 
digonada. Nuestros nombres y ape- 
llidos empiezan por las mismas le- 
tras: A. I. Luego ya ve usted que el 
joven alto, rubio, de nariz provoca- 
tiva, etc, que anoche asesinó a dos 
personas en La Camelia Negra, lo 



68 JOAQUÍN BELDA 

mismo puedo ser yo que usted... 
Porque lo de muy buena familia es 
también un denominador común; no 
olvide usted que mi padre fué el in- 
ventor de los paraguas... 

— Sin tela... descuide usted, que 
no lo olvido... Pero vamos a otra 
cosa. ¿Qué lío es ese de la cartera? 
¿Por qué sobre el cuerpo de la joven 
a quien usted mató... de un susto se 
encontró una cartera con una gota 
de sangre? ¿Por qué mi cartera, 
exactamente igual a la hallada so- 
bre el cuerpo de la joven, amaneció 
ayer mañana con una mancha idén- 
tica? 

—Yo no veo en eso lío ninguno. 
Que la joven llevara encima una 
cartera y que ésta tuviese una man- 
cha de sangre, ¿es algo misterioso? 



UNA MANCHA DE SANGRE 69 

Si tenía la costumbre de llevarla 
siempre encima, la cosa más natu- 
ral es que tuviese esa mancha; por- 
que, ¿a quién no se le sueltan alguna 
vez las narices? ¿A quién no le han 
dado alguna vez un puñetazo en los 
morros que le ha hecho manar san- 
gre por las encías? 

—¡Hombre, a mucha gente! ¡A mí, 
por ejemplo! ¡Ni creo que haya na- 
cido el...! 

—Es usted muy joven. 

—Bueno; usted lo explica todo. 
Explique usted lo mío, lo de mi car- 
tera. ¿Por qué, en una noche, sin ha- 
ber salido de mi bolsillo, se mancha 
de sangre, y de sangre humana, y 
precisamente en el mismo sitio que 
la otra? 

— ¡Ah! Eso... usted sabrá... 



70 JOAQUÍN BELDA 

—¿Yo? ¡Qué he de saber! Crea us- 
ted que es para volverse loco. La 
cosa, racionalmente, no admite más 
que una explicación: unhombre atre- 
vido, que tiene el hábito de entrar 
por los balcones en las casas ajenas, 
y que para preparar una coartada 
viene aquí mientras yo duermo y 
deja una cartera en el bolsillo de 
una americana. 

— ¡Que le afeiten a usted la ca- 
beza! 






Lector: es de noche, y en el reloj 
de San Cayetano acaba de dar la 
una. Por la calle de Embajadores 
baja un hombre muy embozado en 
una capa, y con un sombrero de 
paja en la cabeza. Llueve, hace 



UNA MANCHA DE SANGRE 71 

frío y Dato sigue en el Poder... 
Como ves, lector, hay noches con 
hueso. 

¿Dónde va aquel hombre con tan 
extraña indumentaria? ¿De dónde 
viene? 

En la calle no hay nadie, pues el 
sereno ha subido en aquel momento 
a acompañar hasta la puerta de su 
piso— sexto con entresuelo— a la co- 
madrona del 60, y cuando baje se- 
guramente habrá amanecido ya. Al 
final de la calle, casi esquina al 
Portillo, hay un bar-tupi-limpiabo- 
tas que ostenta, en letras azules so- 
bre fondo verde, el siguiente título: 
«Au rendez-vous des gourmets». 

A aquella hora no está más que 
entreabierto, pero por la rendija de 
la puerta sale a la calle el aire gua- 



72 JOAQUÍN BELDA 

son de un tango argentino, tocado 
por uno de esos pianos mecánicos 
que en cierta clase de estableci- 
mientos han venido a sustituir a los 
clásicos organillos. 

El dueño del local, hombre abier- 
to a todas las iniciativas modernas, 
ha instalado en él, hace unos quince 
días, un tangonia-club, donde los 
jueves y domingos, de doce a seis 
de la madrugada, se celebran unos 
desayunos-tangos que amortiguan 
el flato. Lector: hoy es jueves; con- 
que, no te decimos más. 

El hombre de la capa y el paja se 
detiene un momento a la puerta: 
vuelve la cara, mira en derredor, y 
al ver que nadie le espía, va a la 
acera de enfrente, se arrima a la 
pared, como un niño castigado, y 



UNA MANCHA DE SANGRE 73 

hace lo suyo, faltando a las orde- 
nanzas municipales, sin que la con- 
ciencia le dé ni un solo grito. Cruza 
de nuevo la calle, y se mete en el 
rendes vous. 

Este local consta de dos amplias 
habitaciones separadas por una cor- 
tina, que en tiempos debió ser col- 
cha de cama. En la primera, en 
la inmediata a la calle, hay un 
mostrador, unas mesas y unos ta- 
buretes; en la segunda... ¡bueno, la 
segunda, a aquella hora, es un tra- 
sunto de la corte del Rey Sol! 

Todo el mocerío callejero del ba- 
rrio, y aun de más allá, pues han 
venido también las Aspasias de la 
Plaza del Progreso y las Mesalinas 
de Lope de Vega, hace aquella ma- 
drugada estación allí, y baila sin 



74 JOAQUÍN BELDA 

saber lo que baila ni para qué, con 
una furia de bacanal. 

El salón es amplio y está lleno; 
en el centro de él un hombre calvo, 
con un palo de cortina rematado en 
unos zorros, representa el orden 
elemento sin el cual, según algunos 
no puede existir ninguna sociedad 

Allí, como en el Ritz, en el Pala 
ce y en los salones de las duquesas 
triunfa el tango argentino, esa dan 
za que parece una burla hecha al 
vals y que da la idea de que los bai- 
larines padecen de callos en ambos 
pies, y están deseando colgarse de 
una percha. Sólo que allí, sin los re- 
milgos de los barrios del centro, se 
baila el tango en su propia salsa, 
como lo bailan los pamperos en año 
de buena cosecha; la mujer se aga- 



UNA MANCHA DE SANGRE 75 

rra al hombre como el náufrago a 
la tabla salvadora, y el hombre se 
ase a la mujer como el muérdago a 
la encina. Huele a aguardiente y a 
sudor, se habla bajito y se ríe a car- 
cajadas, y cuando, de vez en cuan- 
do, dos parejas se tropiezan en las 
evoluciones naturales de la danza, 
en vez de pedirse perdón se insul- 
tan con rabia, y los hombres se de- 
safían con la mirada para luego. 
Luego, el desafío suele acabar en el 
mostrador de la entrada, donde los 
disparos son con bala rasa. 

En aquel mostrador, el hombre 
del paja, al entrar, se sopló un 
vermú, pagó, y fué a pasar al 
baile. Un jovencito con tufos le 
detuvo junto a la cortina para de- 
cirle: 



76 JOAQUÍN BELDA 

—Le advierto, amigo, que el guar- 
darropa es gratuito. 

—¿Y qué? 

—Pues que si no deja usted aquí 
la pañosa y el zeppelin ese que lle- 
va usted en la cabeza, no puede pa- 
sar al salón. 

—Y eso, ¿por qué? 

— ¡Ay, qué hombre! Le he dicho a 
usted que el guardarropa es gratui- 
to, y además obligatorio. 

— Vamos, sí: como la enseñanza 
primaria. 

—No sé nada de eso; pero por si 
es un camelo, sepa usted que yo los 
gasto de cuero y a la medida. 

—El que no te entiende ahora soy 
yo... Pero toma: la capa y el casco. 
Cuídamelo bien, que es de contra- 
bando. 



UNA Mx\NCHA DE SANGRE 77 

—Por ése no hay cuidado; como 
si dejara usted un cheque a la vista. 

— Pues me has estropeado la 
combi. 

—Quién ¿yo? 

—¡A ver! Como que eso del paja 
era un telégrafo de señales. Me he 
citado aquí con uno. y para no an- 
dar buscándonos toda la noche en- 
tre tanta gente, le dije: «Llevaré un 
sombrero de paja; de modo que en 
cuanto huelas la paja, acude». Por- 
que no se le iba a ocurrir a otro ve- 
nir con jipi esta noche, ¿verdad? 

— Y ¿quién es ese a quien usted 
busca? 

—Se ha llevao los muebles. 

—Hombre, lo pregunto para ver 
si lo conozco y buscarlo. 

—No te preocupes. Lo encontraré. 



78 JOAQUÍN BELDA 

Y Arturo entró en el salón del 
tango a cuerpo gentil, y con un cla- 
vel en la solapa de la americana. 

Sí, lector: el hombre misterioso de 
la capa y el paja era Arturo, el in- 
feliz Arturo, que en busca de la ver- 
dad se había metido en aquellos 
días en los siguientes lugares: una 
ladrillera del camino de Barajas, el 
Museo de Arte Moderno, una alcan- 
tarilla del paseo de las Acacias, 
una casa de la calle del Rollo, la úl- 
tima sección del Chantecler y una 
casa de préstamos del barrio de Po- 
zas. 

jY la verdad sin aparecer! Desde 
la noche en que el asesino de La 
Camelia Negra se metió en su casa 
por el balcón y les colocó a él y a 
Chichi aquel cuento chino del asesi- 



UNA MANCHA DE SANGRE 79 

nato premeditado en el cajón de un 
trinchero, Arturo recibía a diario 
un par de anónimos, redactados en 
la forma siguiente: «Si quiere usted 
saber de una vez toda la verdad, no 
deje de ir hoy a tal sitio y a tal 
hora». 

Iba, y se encontraba casi siempre 
con un muchacho andrajoso que le 
preguntaba con mucho misterio: 

—¿Es usted el señorito Arturo? 

—El mismo, hijo mío, ¡por mi mal! 

— Bueno, pues yo estoy aquí para 
decirle a usted que la persona que 
le ha citado no puede venir a esta 
hora, y que mañana le escribirá a 
usted diciéndole dónde se pueden 
ver. 

El día que lo citaron en el Museo 
de Arte Moderno el chiquillo andra- 



80 JOAQUÍN BEL DA 

joso se trocó en un hombre que pa- 
recía un cesante, y que llevaba im- 
presa en el rostro la huella de una 
profunda melancolía; le colocó la 
frase de ritual y acabó pidiéndole 
que le convidara a percebes en una 
pescadería de la calle de Serrano, 
donde los recibían a diario de 
Mahón, pues hacía cuarenta y dos 
horas que no había tomado nada 
caliente. Arturo cayó en el lazo, y, 
a cambio del convite, quiso que el 
hombre le dijera quién era el ser 
misterioso que a diario le citaba, y 
que, por lo visto, conocía toda la 
verdad; pero el convidado, con el 
último percebe en la boca, se revis- 
tió de una dignidad que nadie sos- 
pechara en él y se negó rotundamen- 
te a delatar al incógnito. Como Artu- 



UNA MANCHA DE SANGRE 81 

ro insistiera, hubo de decirle con en- 
tereza : 

—Caramba, señor mío, si por seis 
reales de percebes quiere usted que 
yo falte a la fe jurada, ¿qué sería 
usted capaz de exigir de mí si me 
hubiera convidado a comer en casa 
de Botín? Seguramente me pediría 
usted la honra, o que le votase en 
las próximas elecciones para con- 
cejal. 

La cita de hoy había sido en el 
«Rendez-vous des gourmets»; por 
lo visto el incógnito personaje que- 
ría que conociese a fondo todos los 
rincones de Madrid. El anónimo de- 
cía que hoy la entrevista era segu- 
ra, y que para reconocerse en la 
multitud procurase Arturo llevar en 
la cabeza algo que no fuese vulgar, 

6 



82 JOAQUÍN BELDA 

algo que llamase la atención, un 
sombrero de paja, por ejemplo, pues 
no era cosa de que se pusiese un 
sombrero de señora o un morrión. 

Sólo que el anónimo comunicante, 
al tomar aquella precaución, se ha- 
bía olvidado por lo visto de que el 
servicio de guardarropa en el esta- 
blecimiento de la calle de Embaja- 
dores era gratuito y obligatorio. 

Como los cargos populares en la 
curia de la antigua Roma. 

* 
* * 

¿Cómo le habría conocido? El caso 
era que cuando más embelesado es- 
taba él admirando lo bien que tan- 
gueaba una pareja de señoras solas, 
se le acercó un hombre, le cogió del 
brazo y le dijo, con una voz que pa- 



UNA MANCHA DE SANGRE 83 

recia salir de un barril de aguar- 
diente: 

—¿Es usted don Arturo? 

—El mismo, para servirle. 

—Bueno, pues haga usted el fa- 
vor de venir conmigo. 

—Vamos. 

Cruzaron el salón; en muchos si- 
tios tuvieron que abrirse paso a co- 
dazos. Allá, en un rincón que estaba 
medio a obscuras, había dos mu- 
jeres sentadas en un banco que pa- 
recía un cajón de petróleo. El hom- 
bre le había preguntado por el ca- 
mino: 

—¿Le gustan a usted gordas o del- 
gadas? 

—¿El qué? 

—Las mujeres. ¡Qué va ser! 

—Podían ser las chuletas de huer- 



84 JOAQUÍN BELDA 

ta... Pues me gustan de todos mo- 
dos. ¿Y a usted? 

— Entonces nos vamos a arreglar 
en seguida... 

Y al hallarse frente a las dos mu- 
jeres, le dijo lacónico: 

—Elija usted. 

La una era gorda hasta el pleno 
y la otra tan delgada que parecía un 
hombre anémico: pero las dos eran 
agraciadas de rostro. 

—¿Que elija yo? ¿Para qué? 

— Para bailar. 

—Le advierto a usted que yo, 
esto del tango no lo muevo bien. 

—¡Toma, ni yo tampoco! Pero si 
no bailamos vamos a llamar la aten- 
ción, y eso no creo que le convenga 
a usted. 

—Perdón; como yo voy a llamar 



UNA MANCHA DE SANGRE 85 

la atención es si bailo, no le quepa 
duda. Pero, en fin, sea lo que Dios 
quiera; allá voy. 

Arturo, como hombre previsor, 
eligió a la gorda; al estrecharla en- 
tre sus brazos parecía haber cogido 
un colchón, para trasladarlo de una 
habitación a otra. Pero ella era una 
maestra en eso de la danza; él, sin 
más que dejarse llevar, resultaba 
un campeón, y mientras su acompa- 
ñante se per día con la flaca por el 
bullicio de las parejas, ellos se en- 
contraron a las pocas vueltas en una 
especie de oasis donde la aglomera- 
ción disminuía, y donde, por lo 
menos, se podía respirar. No habían 
desplegado los labios, pero de pron- 
to ella, tuteándole con todo candor, 
comenzó a hablarle muy bajito: 



86 JOAQUÍN BELDA 

—Oye, Arturo, desconfía de tu 
portero. 

— ¿Por qué dice usted eso, se- 
ñora? 

Entre las notas calientes y gua- 
sonas del tango sonaba la voz de 
ella como la de una extraña sibila 
que no quisiese descorrer del todo 
el velo de la verdad. 

—Yo sé por lo que lo digo. Y la 
cartera, lo que debes hacer es que- 
marla. 

—Pero si es preciosa y además le 
tengo cierto afecto. 

—Conservándola en tu poder pue- 
de ser tu ruina. 

—Bueno; pero ya que eres tan 
franca conmigo, ¿quieres decirme 
por qué se manchó de sangre sin 
salir de mi bolsillo? 



UNA MANCHA DE SANGRE 87 

—No lo sé, y si lo supiera no po- 
dría decírtelo. 

—Entonces, ¿para qué he venido 
yo aquí esta noche? Se me prometió 
que sabría toda la verdad. 

—¿Quieres saber una verdad muy 
grande? 

—Venga de ahí. 

Llegaban a la cuarta figura de la 
danza, aquella en que el hombre y 
la mujer se balancean, cada uno 
para un lado distinto, como si no es- 
tuviesen conformes en nada de este 
mundo. Arturo se iba ya fatigando. 

—Oye, ¿no podríamos sentarnos 
un poquito, aunque fuera en el 
suelo? 

Primero escucha, y que no se te 
olvide lo que voy a decirte... Antes, 
una advertencia: en cuanto dejemos 



m JOAQUÍN BELDA 

de bailar habíame de cosas indife- 
rentes, pero ni una palabra del asun- 
to... Pues te comunico que todo 
cuanto te contó la otra noche en tu 
casa el hombre rubio que entró por 
el balcón, es mentira. 

—Me lo había olido. Pero enton- 
ces, ¿quien mató a los jóvenes de La 
Camelia Negra} 

—Agárrate. 

—Ya lo hago: ¿es que vamos a 
cambiar el compás? 

—No; lo digo para que no te cai- 
gas al oirme. 

—Habla. 

—¿Sabes quién fué eí asesino del 
restaurante. • ¡Nadie! 

—¡¡Cómo!! 

En aquel momento dejaron de 
bailar: ella se agarró a su brazo y 



UNA MANCHA DE SANGRE 89 

lo llevó hacia la calle. Arturo esta- 
ba como loco. ¡Nadie! ¿Qué había 
detrás de aquella palabra? Un ase 
sinato sin asesino... ¿Era esto posi- 
ble? Algo así como una corrida de 
toros sin toros. Estaba aviado: ha- 
bía venido a enterarse de todo, a 
saber la verdad, y tenía que mar- 
charse con un lío más en el cerebro, 
y una sombra más en el conjunto 
de ellas que envolvían el deplorable 
asunto. 

Porque se tenía que marchar; la 
mujer gruesa se lo ordenaba impe- 
riosa: 

—Ahora vete a la calle; no tienes 
más remedio. Tu vida aquí peligra- 
ría; hay quien te acecha. Dentro de 
pocos días volveremos a citarte en 
otro sitio, y entonces sabrás algo 



90 JOAQUÍN BELDA 

más.— Y de un empujón lo puso al 
otro lado de la cortina, junto al 
guardarropa. 

—Sí, se iría a la calle; le había en- 
trado miedo de estar allí. Sacó la 
chapa con el número que le habían 
dado a la entrada, a cambio de la 
capa y el sombrero, y la entregó al 
mocito con tufos. 

—El 38— cantó éste en voz alta, y 
fué corriendo a buscar las prendas 
en el montón de ellas que había so- 
bre unas sillas. 

Arturo se impacientaba; transcu- 
rrieron unos segundos, y el de los 
tufos volvió algo azorado: 

— Lo de usted es una capa y un 
paja, ¿verdad? 

—Sí, hombre; ¿no te acuerdas? 

—Va en seguida.— Y volvió a 



UNA MANCHA DE SANGRE 91 

la busca, esta vez más inquieto. 

Arturo comenzó a mirarle con 
cierta inquietud. Cuando al poco le 
vio volver con las manos vacías, se 
escamó de veras. 

—¿Recuerda usted de qué color 
era la capa? 

— jYa lo creo! Había sido azul; 
ahora ya iba tomando un tinte amer- 
luzado que le iba muy bien. 

—¿Y las vueltas? 

—Bicolores: verde-amistad y ro- 
jo-insolación. 

— Voy a ver. 

Durante toda aquella escena, Ar- 
turo observó, por casualidad, que 
un hombre no dejaba de mirarle, 
volviendo la cabeza para otro lado 
cuando él, a su vez, le miraba; y 
notó algo más; que aquel individuo, 



92 JOAQUÍN BELDA 

tan pronto como alguien se interpo- 
nía entre él y Arturo, se acercaba, 
y con muy buenos modos rogaba 
que se apartasen para dejarle ver 
a su sabor. No había duda, la gorda 
tenía razón: le espiaban. Y le entra- 
ron unas ganas terribles de irse a la 
calle. 

El de los tufos volvió otra vez: 

—El sombrero era de paja, ¿ver- 
dad? 

—Sí, hombre, sí; de paja. ¿Qué 
ocurre? ¿Os lo habéis comido? 

— jAy, señorito, qué compromiso! 
Nos va usted a tener que dispensar. 

—Pero, ¿qué ha pasado? 

—¡Una cosa horrible! Que en un 
momento en que me he ido al salón 
a dar unas vueltas de baile, porque 
uno también es hombre, se ha que- 



UNA MANCHA DE SANGRE 93 

dado al cuidado de esto mi padre, 
que está medio ciego... 

—¿Y qué? 

—Pues que se conoce que ha equi- 
vocado los números, y al salir el 83 
le ha dado lo de usted, que es el 38. 

—¡Pero qué bruto! 

—Es que, sabe usted, tiene una 
enfermedad en la vista, que le hace 
ver los números al revés... 

— ¿Y con qué me voy yo ahora a 
la calle? 

—Si quiere puede llevarse lo que 
hay en el 83. 

—¡Maldita sea la hora en que vine 
aquí! Pero, molido niño, ¿qué demo- 
nios hay en el 83? 

—Esto—, Fué corriendo y trajo 
una bufandilla, de esas que no son 
más que una ilusión de abrigo, y 



94 JOAQUÍN BELDA 

una gorra de pelo, sucia por fuera 
y grasicnta en su interior. 

Arturo se cegó a la vista del cam- 
bio; su capa soberbia, que todavía 
podía tirar tres años— sobre todo si 
no se la sacaba de casa— y su som- 
brero de paja, que estaba empezan- 
do a vivir, trocados por aquellos 
pingajos que parecían el ajuar de 
una destrozona... 

—Pero, niño funesto, ¿con esos 
trapos quieres tú que me vaya yo a 
mi casa? 

El niño comenzó a picarse. 

—¿Y qué quiere usted que yo le 
haga, señor? Vayase a cuerpo, o to- 
me usted un coche a la salida. 

—Trae acá eso, que lo que yo 
quiero es marcharme cuanto antes 
de este presidio... ¿No me puedes 



UNA MANCHA DE SANGRE 95 

decir, por lo menos, quién se ha lle- 
vado lo mío? 

— ¡Ah, eso sí; me acuerdo perfec- 
tamente! El señor Obdulio, el de la 
calle de Cisneros. 

—¿Y quién es ése? 

— Uñ trapero, que tiene un bazar 
de ropas hechas en la Ronda, junto 
a las tapias de la Veterinaria. 

—¡Dios santo! En ese bazar esta- 
rán mañana mis prendas, expues- 
tas a la vergüenza pública, y ex- 
puestas, además, a que un compra- 
dor rumboso las adquiera por ocho 
o nueve reales. jQué asco! 

Se lió la bufanda al cuello y a la 
cabeza para evitar la pulmonía, y 
tiró la gorra al suelo, pisoteándola 
encima. jEn seguida se ponía él en 
la cabeza aquel foco de infección! 



96 JOAQUÍN BELDA 

Al salir a la calle y pasar por 
frente al mostrador, donde estaba 
el dueño del antro, no pudo conte- 
nerse y dijo: 

—¡Vaya un servicio! ¿Y para eso 
le pone usted a esta pocilga un nom- 
bre francés? ¡Como si en español no 
existiera la palabra cuadra! 

Aquel desahogo le valió salir a la 
calle escoltado por los insultos del 
dueño y de algunos parroquianos: 

— ¡Vaya el pollo! 

—¿Por qué no va usted a los bai- 
les de Palacio? 

—¡Zape! 

—¡Que se va a constipar! 

—¡Y luego mamá le pega! 

Los despreció a todos, y sólo se 
fijó en una cosa, que le intrigó en 
grado sumo: cuando la bronca esta- 



UNA MANCHA DE SANGRE 97 

ba en su apogeo, el hombre que le 
había estado espiando mientras él 
discutía con el del guardarropa, le 
acompañó hasta la puerta, procu- 
rando que nadie se le pusiese delan- 
te. Al pasar por frente al dueño del 
establecimiento, le guiñó un ojo, y 
sonrió, como diciendo: «Esto ya 
está». 

¿Qué nube espesa se iba formando 
en torno de él? 

* 

¿Por qué la Prensa— esa palanca, 
etcétera— había dejado de repente 
de hablar del crimen de La Camelia 
Negra a. los tres o cuatro días de co- 
metido? 

No se había descubierto al autor; 
la pista, dada el primer día, del jo- 

7 



98 JOAQUÍN BELDA 

ven alto y rubio, etc. , se había aban- 
donado por estimarse falsa; la joven 
víctima del suceso estaba ya buena 
y sana, y ahora, que podía hablar y 
contribuir a aclarar el misterio, no 
se le había ocurrido a ningún repór- 
ter ir a visitarla y arrancarla hábil- 
mente una confesión. 

Pero lo más extraño fué el suelto 
que publicaron al quinto día casi to- 
dos los periódicos, y que parecía un 
suelto de contaduría. Decía así: 
«Desde hoy dejaremos de hablar a 
nuestros lectores del crimen de La 
Camelia Negra. Este silencio nues- 
tro no es definitivo, no es más que 
provisional; dentro de algún tiempo 
contaremos el final, absolutamente 
imprevisto e inesperado, que ha te 
nido un suceso que tanto apasionó 



UNA MANCHA DE SANGRE 99 

al público; por hoy no podemos, pues 
sería acaso destruir ese mismo final» . 

¡Un misterio más que añadir a los 
muchos que se acumulaban sobre el 
hechoí 

La entrevista habida en casa de 
Arturo, entre éste, Chichi y el hom- 
bre que se coló por el balcón, había 
terminado de un modo grotesco. El 
presunto asesino había dicho: 

— Yo estoy dispuesto a salvarlo 
a usted; pero usted tiene que salvar- 
me a mí. 

—¿Yo? ¿Qué he de hacer? 

—Muy sencillo: decir que si yo 
maté al joven rubio de un botellazo 
en la frente fué porque él, a su vez, 
quiso estrangularme. 

—¿Y cómo voy a decir yo eso? 

—Pues afirmando que lo vio us- 



100 JOAQUÍN BELDA 

ted todo desde el otro cajón del trin- 
chero, donde se había escondido al 
mismo tiempo que yo. 

—¡Hombre, vaya usted a paseo! 

— ¡Ah! ¿Se niega usted? Pues nos 
veremos las caras en otra parte. 

Y diciendo esto, con un tono de 
amenaza inenarrable, volvió a mar- 
charse por donde había entrado co- 
mo una sombra que se esfuma. 

Claro que aquel hombre era un 
farsante. Arturo se convenció de 
ello. Su versión del crimen, en la 
que había un cincuenta por ciento 
de fantasía y otro cincuenta de gua- 
sa y de camelo, no era más que un 
dislate inaceptable. Pero entonces, 
¿a qué había ido a su casa aquella 
noche? ¿Qué móvil le guiaba? ¿Se 
trataba de un loco? 



UNA MANCHA DE SANGRE 101 

Por todos lados el enigma. 

Cuando Arturo volvió aquella no- 
che a su casa, con la cabeza tapada 
por la bufanda, defendiéndose de la 
meningitis, tenía tomadas dos reso- 
luciones irrevocables: quedarse en 
Madrid, por ahora, y deshacerse de 
la cartera manchada de sangre, con 
arreglo al consejo de la señora gor- 
da que había bailado con él. 

¿Para qué había de huir? ¿De 
quién o de qué? El asunto, según el 
suelto de la Prensa, había termina- 
do; la pista del hombre rubio era 
falsa; luego al salir a la calle, en 
Madrid, no podían aguardarle más 
molestias que las naturales que nos 
produce a todos el mal estado del 
pavimento y el hallazgo fortuito con 
ios acreedores. 



102 JOAQUÍN BELDA 

¡La cartera! Constituía un peli- 
gro, indudablemente; peligro que no 
se sabía a punto fijo en lo que con- 
sistiese, pero por lo mismo más te- 
mible. 

Encendió el infiernillo de alcohol, 
en que calentaba los emparedados 
y los parches porosos, y en sus azu- 
les llamas fué chamuscando prime- 
ro la piel dura de la cartera, que 
despedía un olor bastante desagra- 
dable. No fué labor fácil la de redu- 
cir a cenizas todo aquello; cuando 
lo hubo conseguido, las recogió en 
un papel, abrió el balcón famoso y 
las aventó en el silencio de la noche. 

¡Cenizas! ¡No había otro remedio! 
Si para deshacerse de ella la hu 
biera arrojado a un pozo o puesto 
al paso de un tranvía para que la 



UNA MANCHA DE SANGRE 103 

aplastase, seguramente al otro día 
llamaría a la puerta un desconocido 
para devolverla, aunque la hubiese 
tenido que sacar del centro de la 
tierra. Pero ahora ya... ¡un poco de 
polvo! En polvo se había convertido 
también aquella fatídica mancha de 
sangre, que había llegado a conver- 
tirse en una obsesión, en una pesa- 
dilla. 

Cerró el balcón, corrió el estor, 
se quitó las ropas, se metió en la 
cama y se quedó dormido con la 
tranquilidad de un justo y con la 
inconsciencia de un bebé. 



* 



En aquella época del año no ama- 
necía hasta las seis y media de la 
mañana; de modo que cuando a las 



104 JOAQUÍN BELDA 

seis menos cuarto abrió la puerta 
del establecimiento el señor Lucas, 
era casi noche cerrada. Pero no ha- 
bía más remedio: alas seis estarían 
allí aquellos señores de Madrid, que 
probablemente no se habrían acos- 
tado, y no era cosa de que la puerta 
les diera en las narices. 

Además, que a él el madrugón no 
le podía; en cuanto se tomaba dos 
inyecciones de cazalla para uso in- 
terno, como si hubiera salido el sol. 

Acabó de abrir las puertas, sacó 
a la calle el farolillo y fué a dar la 
vuelta al camino de Fuencarral, por 
si veía venir a alguno de los matu- 
teros. 

Como no le cumpliesen hoy el en- 
cargo, le fastidiaban más que nun- 
ca; necesitaba seis conejos antes de 



UNA MANCHA DE SANGRE 105 

las diez de la mañana, y si no se los 
traían, ¿qué les iba a poner de comer 
a aquellos señores, que no saldrían 
un día al campo para hacer peni- 
tencia? 

Mirando para lo bajo del barran- 
co vio entre las sombras subir un 
bulto que le llamó la atención; el 
que fuera, o estaba borracho o ve- 
nía escondiéndose de alguien, pues 
subía por el atajo de los pinos, ba- 
lanceándose de un lado para otro, y 
pasando de árbol en árbol, como si 
no quisiera dejar mucho tiempo el 
cuerpo a descubierto. 

Por si era uno de los del matute, 
le hizo el silbido de ritual, pero no 
contestó y siguió andando. Se acer- 
caba, y el señor Lucas tomó sus pre- 
cauciones; se pegó a la pared del 



106 rOAQUIN BELDA 

patio de su casa y buscó a tientas 
algo que abultaba en el bolsillo del 
pantalón. Se iniciaba una claridad 
anémica por encima de Madrid: en 
el fondo parpadeaban las lucecillas 
de Fuencarral. 

El caminante se aproximó, subió 
al camino y dio unas buenas noches 
muy pacíficas al señor Lucas; iba 
a seguir de largo, pero pensó otra 
cosa. 

—Diga usted, buen hombre: ;este 
es el sitio que llaman La Jaramilla? 

—El mismo, sí, señor. 

—¿Cae muy lejos de aquí el ven- 
torro del señor Lucas? 

—Está usted hablando con el due- 
ño de ese ventorro, que es esta casa 
a cuyo amparo estamos. 

—Pues entonces aquí me quedo. 



UNA MANCHA DE SANGRE 107 

Estoy citado con unos señores... 

—¿Será usted también de la par- 
tida? 

—¿De qué partida? 

— Hoy espero en mi casa a unos 
señores de Madrid que vienen a pa- 
sar aquí el día; bueno, aquí y en los 
alrededores. Son diez o doce, y pue- 
de que usted sea uno de ellos. 

— Vamos a ver: ¿quién es Pascual? 

—Pascual, así a secas, no conoz- 
co ninguno. 

—¿Y Romaguera? 

— ¡Ni a la ventana te asomes! 

—Es decir, que usted espera hoy 
en su casa a una gente que no sabe 
quién es. Pues lo mismo me pasa a 
mí. Se me ha citado aquí, y no sé 
quién me cita, ni para qué se me 
cita. Me dicen que para una cues- 



108 JOAQUÍN BKLDA 

tión que me interesa muchísimo; 
supongo que no será para comer- 
nos un arroz con pollo. 

—Si le parece a usted pasaremos 
dentro; el sol, como aún no ha sali- 
do, calienta poco todavía, y aquí no 
se está bien. 

Pasaron al establecimiento, una 
especie de cueva con el techo tan 
bajo que se tocaba con los codos al 
beberse un vaso de vino. Estaba 
limpio aquello, con varias mesas 
redondas distribuidas acá y allá y 
una enorme provisión de botellas y 
frascos de vino, colocados en paso 
de parada sobre el mostrador. En 
el testero del fondo había un cromo 
de colorines que representaba el 
hundimiento del Mainc en la bahía 
de la Habana; las moscas ha- 



UNA MANCHA DE SANGRE 109 

bían dejado en él señales de su 
paso. 

Una taza de café caliente que Ar- 
turo tomó como desayuno le puso el 
cerebro en plena ebullición, y en 
seguida, como le venía ocurriendo 
desde hacía quince días, empezaron 
a bailarle una porción de proble- 
mas. Vamos a ver: si aquellos se- 
ñores, según le acababa de decir el 
industrial, no pensaban aparecer 
por allí hasta más tarde, ¿por qué 
le habían citado a él a la salida del 
sol? ¿Y por qué la cita había sido 
allí, a siete kilómetros de Madrid, y 
no en un café de la calle de Alcalá, 
donde se puede hablar de todo, sin 
que se entere nadie más que el ca- 
marero de turno y los vecinos de 
las mesas inmediatas? Pues ¿y to- 



110 TOAQU1N BELDA 

das aquellas instrucciones para lle- 
gar hasta allí? Venga usted a pie, 
no coja un coche por nada de este 
mundo; procure ir dando un rodeo 
por los altos de la Moncloa; si ve 
que le sigue alguien, déjelo pasar 
delante y eche usted a correr en di- 
rección contraria... Y él, obediente 
a todo como un borrego, lo había 
hecho tal y como se lo habían man- 
dado. Verdad es que en caso de 
desobediencia le amenazaban con la 
muletilla fatal: su vida corre grave 
riesgo. 

Para distraer la espera salió a ver 
amanecer; se situó en un altozano 
que había frente a la casa y que do- 
minaba el valle del canalillo con sus 
frondas indecisas. El día era tibio, 
la atmósfera estaba encalmada, el 



UNA MANCHA DE SANGRE 111 

cielo estaba sin nubes. Arturo esta- 
ba triste. Los primeros blancores 
—¡a} 7 , blancores!— de la aurora le 
parecieron a él lágrimas lechosas 
que resbalasen por las mejiilas de 
una doncella a quien el novio se le 
hubiese escapado con otra, con otra 
doncella. En el aire, y mientras las 
estrellas iniciaban un movimiento 
estratégico hacia el ocaso, parecían 
sonar unos violines con sordina, to- 
cados por manos febriles. La eterna 
armonía de las cosas se iba relle- 
nando de sonidos: era el ave que 
empezaba a piar en su nido; era la 
oveja que salía de su establo; era el 
obrero que salía de su casa para ir 
al tajo, más tarde que de costum- 
bre... Poco a poco, el contorno de 
los seres se precisaba; las cosas ya 



112 JOAQUÍN BELDA 

no parecían buñuelos de viento; los 
árboles ya no parecían esqueletos; 
los montes ya no semejaban elefan- 
tes dormidos; los postes del telégra- 
fo ya no simulaban bastones gigan- 
tes de estoque. Y allá, en el orto 
— ¡ay, Ladislao, el orto! —como si 
acabasen de montar una fábrica de 
luz eléctrica para el cielo, se iba 
ensanchando el claror como una 
mancha de aceite que se desborda 
en un pantalón de franela. Y lo que 
más conmovía a Arturo Ibarra de 
este espectáculo era pensar que una 
cosa tan hermosa, un derroche se- 
mejante de belleza, se repetía cada 
veinticuatro horas, y ¡ay de nos- 
otros cuando pasase más tiempo sin 
repetirse! 
Y el hombre, esa bestia que anda 



UNA MANCHA DE SANGRE 113 

en dos pies por darse postín y por 
no mancharse las manos, se queda- 
ba en la cama todos los días del año 
hasta que el sol llevaba unas horas 
de camino. Es decir, que viene al 
Real Titta Rufo, y la gente se da de 
puñaladas por oirlo; se anuncian 
miuras por Belmonte, y cada asien- 
to de tendido se disputa como si 
fuera una pepita de oro; se inicia en 
las Cortes una discusión de presu- 
puestos, y los pasillos se pueblan de 
padres de la patria; y en cambio, se 
sabe fijamente que todos los días va 
a amanecer, y el noventa y cinco 
por ciento de la Humanidad, al me- 
terse en la cama por las noches, le 
dice a la criada: «Oye, Ginesa: ma- 
ñana éntrame el chocolate a las 
diez y media»... Es lo que dirá el 

8 



114 JOAQUÍN BELDA 

Sumo Hacedor en los ratos de sin- 
ceridad consigo mismo: 

— I Cree usted el Mundo para 
esto! 

Ya comprenderá el lector que en 
lo que hemos escrito — ¡y creado!— 
las líneas anteriores habían dado 
las seis de la mañana en todos los 
relojes de Madrid, y habían llegado 
al ventorro del señor Lucas los se- 
ñores a quienes éste esperaba. 

Eran siete, y llegaron en dos au- 
tomóviles, metiendo bastante rui- 
do; dos señores graves, muy gra- 
ves, de aspecto extranjero, aunque 
uno de ellos hablaba un andaluz 
adulterado por una larga perma- 
nencia en Galicia, que bien podía 
ser una reminiscencia de algún as- 



UNA MANCHA DE SANGRE 115 

cendiente; dos más jóvenes que de- 
bían padecer neurastenia, a juzgar 
por los dos vasos grandes de aguar- 
diente que se bebieron apenas des- 
cendieron de los coches; un joven 
completamente obscuro, y dos se- 
res más, de esos de personalidad in- 
definida. 

Gente toda muy bien vestida, y 
que por el aire de seriedad que 
adoptaban, más que a correr una 
juerga parece que habían salido al 
campo a correr galgos o a ventilar 
una cuestión de honor. 

Como si obedeciesen a una consig- 
na, todos, conforme vieron a Artu- 
ro, se le fueron llevando aparte, para 
preguntarle con mucho misterio: 

—Usted es don Arturo Ibarrra, 
¿verdad? 



116 JOAQUÍN BELDA 

Y éste, que no ocultaba su perso- 
nalidad, sobre todo desde que había 
leído en los periódicos que la pista 
que le señalaba a él como autor es- 
taba abandonada, contestaba siem- 
pre: 

—Servidor de usted. 

Ya llevaba seis preguntas y otras 
tantas respuestas; pero al llegar el 
último, fuera por aquello de que el 
último mono es el que se ahoga, o 
fuera porque formuló la pregunta 
con aire de marcada impertinencia, 
como quien demanda: «Usted ha 
extinguido ya condena en Ocaña, 
¿verdad?», ello fué que Arturo le 
contestó: 

—Si quiere saberlo, pregúntelo a 
cualquiera de sus seis compañeros, 
que ya van enterados. 



UNA MANCHA DE SANGRE 117 

Pero el hombre no se inmutó, y 
con toda sangre fría añadió: 

—Y si se lo pregunto, ¿cree usted 
que me dirán que sí? 

—Evidentemente. 

—Pues me saca usted de un com- 
promiso, porque yo a esos señores 
no puedo preguntarles nada, por la 
sencilla razón de que no les co- 
nozco. 

—¡Cómo! ¿No ha venido usted con 
ellos? 

—No, señor mío; ellos conmigo. 

¡Misterio! ¡Otro misterio que aña- 
dir a la lista, por lo visto intermi- 
nable! 

La voz del que parecía jefe de la 
tropa vino a sacarle de la abstrac- 
ción en que se disponía a sepultarse. 

—Señores, ya que estamos todos, 



118 JOAQUÍN BHLDA 

creo que antes de nada lo primero 
que debemos hacer es comer. 

El señor Lucas, auxiliado por su 
hija, una morenita de faz algo abo- 
rregada, y por ello muy agradable, 
había puesto dos mesas al sol, en la 
puerta misma de la casa; en ellas no 
faltaba nada de cuanto el atresso 
culinario ha inventado para agrado 
de los comensales: desde los entre 
meses variados hasta los palillos de 
dientes. Lo que no se veían por 
ninguna parte eran las servilletas. 
iQuién sabe! Puede que fuera la úl- 
tima palabra de lo chic. 

—Usted, señor Ibarra, coloqúese 
ahí, en el sitio de honor, ya que casi 
en obsequio de usted se celebra esta 
pequeña expansión. — Le señalaba 
la punta de una mesa, cara al sol, y 



UNA MANCHA DE SANGRE 119 

de espaldas al hermoso paisaje de la 
Sierra . 

Obedecería. ¡Qué remedio! Puede 
que en aquello también le fuera la 
vida. 

Aposentados los comensales, el 
señor Lucas apareció con una espe- 
cie de caldero, de donde salía algo 
así como una nube de incienso. Era 
una sopa hecha con treinta y seis 
clases distintas de despojos de ave. 
Por los rostros de todos pasó esa 
nube de optimismo, que es el ver- 
mú obligado de las grandes comi- 
das. 

La cosa iba a empezar; el señor 
más grave de todos, el que parecía 
el jefe, se alzó de su asiento. 

Todos creyeron que lo hacía para 
empuñar el cucharón de metal que 



120 JOAQUÍN BELDA 

estaba allí al alcance de su mano y 
hacer las raciones; pero quedó un 
momento mirando al horizonte, por 
la parte que daba a la carretera ge- 
neral, y sacó unos gemelos de bol- 
sillo, que se echó a la cara con im- 
paciencia. De pronto, dio un grito 
y exclamó: 

— ¡Señores, estamos perdidos! 
¡Nos han descubierto! 

Todos se pusieron en pie. Seis pa- 
res de gemelos salieron a relucir y 
se enfocaron hacia el sitio por don- 
de acababa de hacer su aparición el 
peligro. El jefe habló: 

—¡Perdidos!, sobre todo usted, se- 
ñor Ibarra, porque la cosa viene in- 
dudablemente contra usted. 

—Pero, ¿de qué se trata? 

—Para explicárselo tendríamos 



UNA MANCHA DE SANGRE 121 

que hablar mucho, y en lo que ha- 
blábamos daríamos tiempo para que 
llegasen aquí, y entonces usted li- 
quidaba. 

Arturo comenzó a temblar. ¿Qué 
iba a pasar allí? ¿Qué gente era 
aquélla? ¿Quién venía a lo lejos? 

El señor grave tomó la palabra, 
esta vez en tono resuelto y coreado 
por todos sus compañeros: 

—Lo que usted debe hacer, pero 
en seguida, en seguida, es no pre- 
ocuparse de nosotros. Nosotros nos 
quedaremos aquí para parar el gol- 
pe, y usted debe salir corriendo por 
ese camino de la izquierda, por don- 
de vino antes. ¿Usted monta a ca- 
ballo? 

—Si el caballo se deja, sí, señor. 

—Bueno, pues ahí bajo, apenas 



122 JOAQUÍN BELDA 

haya usted recorrido cien metros, 
en un recodo del camino, y atado a 
un árbol, encontrará usted un caba- 
llo soberbio: móntese en él y salga 
a todo galope hacia el camino de El 
Pardo. Allí verá usted un automó- 
vil rojo, parado en mitad de la ruta; 
se acerca usted al chauffeur y le di- 
ce al oído: «La muerte es lo último». 
Es la consigna, ya lo habrá usted 
comprendido. El automóvil lo lleva- 
rá a usted a las orillas del Manzana- 
res, y aquí viene lo más arriesga- 
do: vestido, sin perder el tiempo en 
desnudarse, porque perderlo podía 
serle fatal, se arrojará al agua y 
cruzará el río. ¿ Jsted nada? 

—Cuando no tengo otro remedio, 
sí, señor. 

—Bueno, pues gana usted la ori- 



UNA MANCHA DE SANGRE 123 

lia opuesta, y, una vez en ella, respi- 
re a sus anchas, ya está usted libre. 

—¡Cómo! ¿Y si me han seguido? 
¿Y si me han visto? 

—Aunque así fuera, que no será, 
porque para impedirlo estamos aquí 
nosotros, usted, en llegando a la otra 
orilla, libre. 

—Pero sobre el Manzanares hay 
puentes, por donde pueden pasar 
mis perseguidores... 

—Que no se preocupe, hombre! 
¡Libre!... ¡Cuando yo se lo digo! 
Una vez allí, se va usted siguiendo 
las tapias de la Casa de Campo, y 
en la Puerta de Segovia... ¿Usted to- 
ma el tranvía? 

—Me ocurre con eso lo que con la 
natación: cuando no tengo más re- 
medio. 



124 JOAQUÍN BELDA 

—Bueno, pues en la Puerta de Se- 
govia toma el tranvía, se apea ele él 
en la Plaza Mayor, y por hoy nada 
más. Bueno, pero ahora vayase, 
vayase, que el tiempo es platino, 
que, como sabe, hoy día vale más 
que el oro. 

Casi le empujaban entre todos 
para que se marchase. ¡Qué reme- 
dio! Emprendería aquella carrera 
loca que nadie sabe cómo iba á aca- 
bar; se abrochó el gabán, se reman- 
gó los pantalones y se dispuso a to- 
mar carrera. La frase sacramental 
no podía faltar en esta ocasión: 

—Corra todo lo que pueda, que le 
va en ello la vida. 

Fué como si hubieran apretado 
un botón eléctrico. Arturo Ibarra, 
como una liebre acosada, se lanzó 



UNA MANCHA DE SANGRE 125 

por el camino del barranco a una 

velocidad de sesenta batacazos por 

hora. 

*** 

Y en efecto: tal y como se lo ha- 
bían dicho, al volver el camino vio 
un caballo negro con montura a la 
inglesa, que entretenía la espera ha- 
ciéndose polvo las herraduras de- 
lanteras contra el suelo. 

El sport hípico no había sido nun- 
ca el amor de los amores de Arturo; 
cuando iba a las carreras de caba- 
llos en Madrid, lo hacía por lucir el 
talle en la pelousse, y por gustarle 
mucho ponerse un magnífico imper- 
meable inglés que su abuelita le ha- 
bía traído de Londres, pues ya se 
sabía que la lluvia no faltaba nunca 
en tarde de carreras. 



126 JOAQUÍN BELDA 

Sólo dos veces recordaba haber 
montado a caballo en este mundo: 
una, siendo muy niño, en un viejo 
caballo jubilado que su padre tenía 
en el campo para sacar agua de la 
noria, y que era tan vivo de genio, 
que para hacerlo tirar tenía que ir 
un hombre delante enseñándole una 
ración de alfalfa; y la otra, el in- 
vierno pasado, en una función de 
aficionados que dieron en el jardín 
de la casa las chicas de Irrigantes, 
en que Arturo hacía de Pedro el Er- 
mitaño, y salía a lomos de un mal 
rocín, y estaba para que lo ahor- 
casen. 

Pero ahora había que sacar fuer- 
zas de flaqueza y galopar encima de 
aquel hipógrifo, que por lo vivos 
que tenía los ojos debía ser en la 



UNA MANCHA DE SANGRE 127 

carrera como una hamaca movida 
por la electricidad. Se acercó a él 
con ciertas precauciones y comenzó 
a darle masaje en los lomos; el bi- 
cho se dejaba querer, y Arturo se 
animó y de un salto se plantó sobre 
la montura. 

No había acabado de hacerlo, 
cuando el caballo salió camino aba- 
jo en un galope loco que hacía huir 
el paisaje a derecha e izquierda, 
como desde las ventanas de un tren 
al que se le han roto los frenos. Ar- 
turo se agarró con ambos brazos al 
cuello del animal y lo dejó ir a su 
sabor. 

Aquel jaco, en su carrera ciega, 
no se paraba en nada; si había que 
cruzar un badén, lo saltaba de un 
lado a otro; si era un puente el que 



128 JOAQUÍN BELDA 

había que pasar, lo tomaba de flan- 
co, y desde lejos le daba un bote de 
baranda a baranda. En uno de los 
muchos recodos que hacía el valle, 
el animal, por exceso de marcha, se 
despistó y se metió en el monte, 
donde bien pronto los chopos y los 
pinos iban a detenerlo en su carre- 
ra; pero él, con sagaz instinto, apro- 
vechó un claro de la vegetación 
para lanzarse de un bote al camino. 
Y Arturo, a todo esto, allá arriba, 
como un trapo que hubiesen atado 
a la silla para espantar a los chi- 
quillos. 

Media hora duraba yaaquella mar- 
cha de pesadilla, cuando el jinete 
—¡llamémosle así!— descubrió entre 
dos lomas la sábana ancha y recta 
de la carretera de El Pardo; debía 



UNA MANCHA DE SANGRE 129 

estar muy cerca, aunque por las re- 
vueltas que daba el camino por don- 
de ahora iban parecería más leja- 
no. En su centro vio parado un au- 
tomóvil, que era sin duda el que a 
él le esperaba, y a su vista se le 
planteó un nuevo conflicto: ¿cómo 
hacer que el caballo se parase al lle- 
gar a la carretera? Bien demostrado 
había quedado que se trataba de un 
animal que pensaba por su cuenta y 
que no obedecía a la voz aunque 
esta fuera la de la Patti. Y, sin em- 
bargo, había que apearse de él para 
tomar el automóvil. Esto de apearse 
de un caballo en marcha que está 
decidido a no pararse, no es tan fá- 
cil como parece. 

Pero había que resolver el caso 
con urgencia; en una última curva 

9 



130 JOAQUÍN BELDA 

el camino apareció recto hasta la 
carretera, para la que faltaría es- 
casamente medio kilómetro. El ji- 
nete, con suavidad, fué iniciando en 
su asiento una vuelta hacia abajo, 
sin soltar por ello el cuello del cua- 
drúpedo; una especie de giro sobre 
su mismo eje, con posición decúbito 
transversal sobre el guijarro del ca- 
mino. 

Por lo visto, la nueva postura de 
Arturo producía al caballo cosqui- 
llas en el bajo izquierda del vientre, 
pues además de aumentar la veloci- 
dad de la carrera— si esto era posi- 
ble—inició una de saltos y de res- 
pingos que podían ser fatales para 
Arturo... Ya tenía éste una pierna 
en el aire; ya no le faltaba más que 
soltar la otra, abrirse de brazos y 



UNA MANCHA DE SANGRE 131 

dejarse caer por uno de los costados 
del animal, como un saco al que des- 
cargan de un modo un poco violen- 
to. Dios sobre todo, y él sobre el 
santo suelo, para aguantar lo que 
Dios dispusiese. 

El grupo estaba ya en la carrete- 
ra; el chauffeur ', al ver aquel jinete 
tan extraño, se había puesto de pie 
en su asiento. Había llegado la hora. 
Arturo concentró sus músculos, ini- 
ció el masculleo de una oración y se 
dejó caer blandamente. 

Dos costillas hicieron quiebra, 
como una casa de banca mal admi- 
nistrada; nuestro hombre no se dio 
cuenta de dónde ni cómo había caí- 
do, porque vio con dolor que tan 
pronto como el caballo soltó la car- 
ga, que por lo visto le molestaba, se 



132 JOAQUÍN BELDA 

paró en seco, como si le hubiesen 
dado un serretazo. 

Arturo se incorporó como pudo, 
y miró al caballo con melancolía. 

—¡Rico! ¡Precioso! ¿No podrías 
haberte parado medio minuto antes? 

Pero ya el chauffeur acudía en 
su auxilio: 

—¿Se ha hecho usted daño, seño- 
rito? 

—Así al pronto, no; luego, cuan- 
do se enfríe, será ella: 

—Pero, ¿podrá ir por su pie al au- 
tomóvil? 

—Yo creo que sí; sobre todo si me 
ayudo con las manos. 

Y a cuatro patas, dolorido, medio 
muerto, subió al asiento del auto, 
que partió como un rayo; el caballo 
quedó allí solo, en medio de la ca- 



UNA MANCHA DE SANGRE 133 

rretera, como cosa que ya no sirve 
y que se abandona a su suerte. 

Pasaba el campo y las casas de 
orilla de la carretera como pasan 
los ratos felices en este mundo: muy 
aprisa. Esa sensación de huir y no 
saber de quién se huye, era nueva 
para Arturo y producía en su espí- 
ritu una inquietud tan rara como 
causaría el que le afeitasen a uno 
con los ojos vendados y no supiese 
quién le afeitaba. 

Al poco rato de aquel caminar sin 
tregua entre nubes de polvo, el au- 
tomóvil dejó la carretera y se inter- 
nó sin aminorar la velocidad, por 
un camino que bordeaba doble fila 
de arbolillos. Aquella ruta conducía 
derecha al río, que se veía allá a lo 
lejos brillando al sol, como la hoja 



134 JOAQUÍN BELDA 

de un cuchillo que no se ha usado 
nunca. Esta imagen es la primera 
vez que se emplea en el idioma cas- 
tellano. 

Al paso que iban, pronto llegaría 
el momento más angustioso del via- 
je: aquel en que Arturo, siguiendo 
a la letra las instrucciones recibi- 
das, había de tirarse al agua con 
toda su ropa y con todas sus conse- 
cuencias; ya la alameda de los ar- 
bolülos se dilataba en la pradera, 
risueña como todas las praderas 
por donde ha pasado la literatura. 

El cauce del Manzanares se veía 
ya en toda su anchura; la mañana 
era hermosa, más propia para una 
jira campestre que para un suicidio, 
que era lo más parecido a lo que 
Arturo iba a hacer. 



UNA MANCHA DE SANGRE 135 

El chauffeur se revolvía intran- 
quilo en su asiento, y de cuando en 
cuando volvía la cara al interior del 
coche. El viajero le veía hacer es- 
fuerzos desusados, tocando aquí y 
allá, en los frenos, los pedales, el 
carburador... Y el coche cada vez 
corría más, faltarían para llegar a 
la orilla unos quinientos metros. 

Arturo comenzó a escamarse. 
¿Por qué no disminuía la velocidad 
aquel hombre? ¿Es que quería hacer 
un alarde de habilidad y parar en 
seco al borde mismo del agua? Se 
exponía a saltar desde el asiento 
a la mitad del cauce... Ya no falta- 
ban más que cincuenta metros; Ar- 
turo se enojó: 

—Pero hombre de Dios, ¿no para 
usted? 



136 JOAQUÍN BELDA 

—Si es que no puedo, señorito; 
los frenos no juegan. Yo creo que 
les falta algún tornillo. 

—Al que le van a faltar dentro de 
poco tres o cuatro es a mí, porque 
de esta hecha me voy a volver loco. . . 

¡Era demasiado! El caballo no 
podía parar, el automóvil tampoco. 
A él le habían encargado que se 
echase al agua con todo lo puesto, 
pero no con el carruaje... Repetiría 
la hazaña: se dejaría caer blanda- 
mente a tierra, sin preocuparse de 
la marcha del vehículo. 

Ya se disponía a hacerlo, cuando 
el coche paró de pronto y con un 
golpe seco; ya casi dentro del agua 
se había atascado en el fango de la 
orilla, y allí seguía el motor pe- 
leándose consigo mismo. El viajero 



UNA MANCHA DE SANGRE 137 

se echó a tierra, se hundió también 
en la arena, y con toda calma, sin 
despedirse del mecánico, sin darle 
importancia a lo que hacía, se metió 
en el agua, que bien pronto le arras- 
tró hacia adentro. 



* * 



De memoria se sabía él las burlas 
y chacotas que sobre la anemia hi- 
dráulica del Manzanares habían he- 
cho los autores de revistas teatra- 
les y los demás poetas festivos. No 
moriría hidrópico el pobre río, se- 
gún afirmaban unos y otros; pero 
aquí quisiera él verlos a todos ellos, 
bloqueado de agua, con los pies hun- 
diéndose en el fondo, cuando se can- 
saba de mantenerse a flote a fuerza 
de codazos. Y la orilla opuesta cada 



138 JOAQUÍN BELDA 

vez más lejos; porque positivamen- 
te se iba alejando poco a poco; no 
era ningún fenómeno de espejismo, 
ni ninguna ilusión óptica. 

La ropa, ya pegada por completo 
a la carne, parecía una ligadura de 
acero que le dejaba inerme para lu- 
char con la corriente; en su trave- 
sía de ribera a ribera, no sólo no 
avanzaba, sino que parecía retroce- 
der. De pronto pudo ver con alegría 
que en su infortunio no estaba solo: 
un tronco de árbol, un carcomido 
tronco que el azar había arrojado 
allí, venía en su busca, impulsado 
por la corriente. Indudablemente era 
la Providencia quien se lo mandaba: 
pero si no tenía el acierto de tor- 
cerlo un poco, lo recibiría de lleno en 
plena frente, como una maldición. 



UNA MANCHA DE SANGRE 139 

Tuvo la suerte de poder buscarle 
las vueltas y asirse a él; estaba en- 
cantado. Era un respiro y una ayu- 
da; pero pronto se convenció de que 
ni lo uno ni lo otro, porque el leño, 
dejándose llevar por la corriente, le 
impedía seguir su verdadero cami- 
no, que era la orilla, y si no lo sol- 
taba era capaz de llevarlo hasta el 
Puente de Toledo. Yno era por ahí... 

Separóse de él con cierta melan- 
colía, pues le había cobrado afecto 
en el poco tiempo que estuvieron 
juntos. El roce hace milagros, y el 
maderito le había dejado los brazos 
llenos de rozaduras. Pero era un es- 
torbo y lo arrojó lejos de sí. ¡Como 
en la vida! ¡Cuántas veces un afecto 
es una cadena, y la cadena la arro- 
jamos por la ventana de un quinto 



140 JOAQUÍN BELDA 

piso o la llevamos al Monte, san- 
grándonos el corazón! 

Había descansado, y nuevas fuer- 
zas vinieron en su auxilio; la orilla 
ya no huía de él, y el piso se mejo- 
raba a medida que se acercaba a 
tierra firme... Un esfuerzo más, y la 
libertad. Lo hizo, nadó con brazos y 
piernas, hasta destrozarse los pul- 
mones; empujó con la cabeza los úl- 
timos tabiques de agua, y por su 
pie, como un hombre, salió a la otra 
orilla y se dejó caer en la hierba. 

Escaba salvado. No sabía por qué, 
pero era indudable. ¡Salvadol ¡Se 
dice pronto eso...! 

Salvado y hecho una sopa. Salva- 
do y húmedo... Muy buena mezcla 
para limpiar los suelos. 
*** 



UNA MANCHA DE SANGRE 141 

Había dormido quince horas, de 
las cuales roncó doce y soñó siete u 
ocho. 

Se echó de la cama, se envolvió 
en una clámide de pelo ruso y salió 
al despacho a leer la prensa de la 
mañana. Sobre la mesa había unos 
periódicos; los cogió y fué con ellos 
a la butaca que había junto al balcón. 

No llegó a sentarse; había inicia- 
do ya la flexión del coxis, que cam- 
bia la postura derecha del cuerpo 
por la tumbona, cuando los múscu- 
los se le paralizaron, el cuerpo que- 
dó inmóvil como el de Don Bartolo ■, y 
los ojos miraron alucinados al ta- 
blero de la mesa de donde acababa 
de coger los periódicos . 

Sí, allí estaba, no pedía dudarlo; 
allí estaba, como si nada le hubiera 



142 JOAQUÍN BELDA 

ocurrido, nueva, flamante, provoca- 
tiva... ¡la cartera de piel de canguro 
que él había reducido a cenizas po- 
cas noches antes, aventando des- 
pués aquéllas por el balcón! 

Y no era una igual, no; era la 
la misma, con su mancha de sangre 
en uno de los ángulos, que ya iba 
tomando parecido con un rubí algo 
opaco. 

Estuvo algún tiempo— nuncasupo 
cuánto — sin mover una sola partícu- 
la de su cuerpo; pero al fin, poco a 
poco, como un elefante que se des- 
pereza, avanzó hasta la mesa, ex- 
tendió la mano derecha, mientras 
con la izquierda hacía la señal de la 
cruz, y cogió la cartera. 

Sí, allí estaba; no olía a azufre, ni 
había en ella huella alguna que de- 



UNA MANCHA Dt£ SANGRE 143 

látase la intervención de un brujo o 
de un demonio. Era aquélla y esta- 
ba allí como si él la hubiese dejado 
en aquel sitio la noche antes al ir 
a acostarse. 

No cometió la tontería de querer 
explicarse el fenómeno. ¿Para qué? 
El día en que ciertos fenómenos se 
expliquen, el hombre valdrá tanto 
como Dios, y el misterio de la vida 
será una especie de charada cuyas 
sílabas son todas conocidas. 

¡No! Aquello era así, y asi había 
que tomarlo; el café se puede tomar 
solo o con leche; pero ¡la vida! ¡Ah, 
la vida...l No se nos ocurre más 
acerca de esto. 

* 

Paciente lector: ¿no te ha ocurrí- 



144 JOAQUÍN BELDA 

do nunca despertarte a media no- 
che y parecerte que unos ojos te 
miran en la obscuridad de tu dormi- 
torio, allá en aquel rincón donde 
tú dejas de ordinario tus zapatillas? 
¿No has sentido nunca, sentado en 
la butaca de un teatro, un deseo im- 
perioso de volver la cabeza, como 
si alguien te estuviese amagando 
con un garrote, y sólo esperase el 
momento propicio para echarte fue- 
ra los sesos? ¿No has pensado nun- 
ca en el momento de beberte una 
taza de flor de malva, que con idén- 
tica tranquilidad que tú te disponías 
a beber aquélla, te la hubieras be- 
bido si hubiese tenido disuelto un 
veneno? ¿No has dado nunca un gri- 
to al entrar de noche en una habi 
tación desierta, y oir un quejido 



UNA MANCHA DE SANGRE 145 

que sale del cesto de los papeles o 
del aparato de la luz? ¿De veras no 
te ha ocurrido nunca nada de eso? 
¿Estás seguro? ¿Dices que no . . .? Pues 
a mí tampoco. 

Eso indica, lector, que tú y yo so- 
mos dos seres normales, que nues- 
tro sistema nervioso es una instala- 
ción bien hecha, y no un ovillo en- 
redado. No le ocurría lo mismo a 
Arturo Ibarra; día por día, y, sobre 
todo, desde el hallazgo de la famo- 
sa cartera, que él mismo había re- 
ducido a cenizas, se sentía acorra- 
lado, perseguido, espiado, y todo 
ello por seres invisibles. 

Si salía a la calle, una persona 
caminaba tras él, sentía sus pasos, 
la oía respirar, la notaba pararse en 
los quioscos a comprar periódicos, 

10 



146 JOAQUÍN BELDA 

y cuando volvía la cara para ver- 
la, se encontraba con un hombre pa- 
rado ante un escaparate, o con un 
cartelero que pegaba unos carteles, 
o con un ciudadano que se agacha- 
ba para coger alguna colilla; con 
alguien, en fin, con quien no se po- 
día encarar para decirle: 

—¿Por qué me sigue usted? 

Pues el otro le hubiera contesta- 
do, pletórico de razón: 

—¿Y quién le ha dicho a usted 
que yo le sigo? No tengo tan mal 
gusto. 

En su casa, donde vivía solo, no- 
taba, a veces, ruidos extraños, y 
más de una vez interrumpía sus tra- 
bajos o sus lecturas para gritar con 
desafío: «¿Quién anda ahí?» Nadie 
contestaba, y entonces él empuñaba 



UNA MANCHA DE SANGRE 147 

el revólver, y gritaba más aún: 
«¡Conteste el que sea, o disparo!» 
No se oía nada, y el revólver vol- 
vía a su sitio sin haberse estre- 
nado. 

Pero dos hechos ocurridos en el 
espacio de pocas horas le pusieron 
al límite de la locura. Una tarde se 
metió en un café del barrio de Ar- 
guelles, que estaba absolutamente 
vacío; para que acudiese el camare- 
ro tuvo que dar tantas palmadas, 
que aquello parecía una ovación he- 
cha por una claque generosa; pidió 
un vaso de leche, se lo sirvieron, y 
cuando fué a pagarlo, el camarero 
le dijo: 

— Está pagado, señor. 

—¿Quién lo ha pagado? 

—Aquel señor que estaba en la 



148 JOAQUÍN BELDA 

mesa de allí enfrente, y que se aca- 
ba de marchar ahora mismo. 

—¿En qué mesa? 

—En aquella de junto a la ven- 
tana. 

—Allí no se ha sentado nadie 
mientras yo he estado aquí. 

— ¿Cómo que no, señorito? Que 
usted no se habrá fijado... Un señor 
con bigote blanco y lentes... 

Estaba seguro de que no había 
visto a nadie; pero le dio miedo se- 
guir allí, y sin discutir más se fué 
a la calle. 

El otro caso era aún más cabalís- 
tico. Llegó a su casa, y fuese por- 
que la leche del café no era una 
Santa Rita por lo pura, fuese por- 
que, con la emoción, se le hubiese 
movido el vientre, la primera visita 



UNA MANCHA DE SANGRE 149 

fué para cierto lugar apartado de la 
casa, donde solemos entrar casi 
siempre solos, porque allí es verdad 
el refrán de «que más vale estar 
solo que bien acompañado». Artu- 
ro fué a abrir la puerta, y la encon- 
tró cerrada por dentro, y como él 
insistiera, una voz opaca gritó des- 
de dentro la frase protocolar: «Está 
ocupado». 

¡Muy bien! En su casa, y durante 
su ausencia, había entrado un hom- 
bre; y, por lo visto, no había entra- 
do sólo a robar. Cerró la puerta por 
fuera, y corrió al salón e hizo sonar 
el timbre que comunicaba con la 
portería. Subió el portero, y al en- 
terarse de lo que ocurría, volvió a 
bajar, y tornó a subir armado con 
una carabina de la primera guerra 



150 JOAQUÍN BELDA 

carlista, que su abuelo le había de- 
jado, y que para darle a uno un le- 
ñazo era insustituible. 

—¿Quién anda ahí?— preguntó Ar- 
turo a la puerta del lugar misterio- 
so y armado con su revólver. 

Como nadie respondía, decidieron 
echar la puerta abajo, y apenas la 
empujaron un poco vieron que la 
cerradura interior se había desco- 
rrido sola y que dentro del local no 
había nadie. Aclaración: toda la co- 
municación que el local tenía con el 
resto del mundo era un ventanillo 
por donde una cría de ratón hubie- 
ra tenido que salir de lado. 

Arturo, claro está, cayó en la lo- 
cura, y la locura le dio por el suici- 
dio. Tal día como boy, a las tres y 
cuarto de la tarde, en cuanto hubie- 



UNA MANCHA DE SANGRE 151 

se hecho la digestión del almuerzo, 
se pegaría un tiro o los que hicieran 
falta. 



* 



Alas tres menos veinticinco, cuan 
do sólo le quedaban cuarenta minu- 
tos de vida, subió el portero a anun- 
ciarle que tenía una visita. 

Era una contrariedad, pero que 
pasase el que fuese; nadie recibe 
más importunos que los reos cuan- 
do están en capilla. La visita eran 
dos señores: uno de ellos italiano, y 
el otro el señor venerable que ha- 
bía hecho de jefe de la partida que 
se dejó caer en el ventorro del se- 
ñor Lucas la mañana memorable; 
les acompañaba un joven sonriente, 
alto y rubio. Después de los saludos 



152 JOAQUÍN BELDA 

de lúbrica, el hombre venerable ha- 
bló así: 

—Muy bien, joven, muy bien. Lo 
ha hecho usted todo muy bien, y ve- 
nimos a darle las gracias en nuestro 
nombre y en el de nuestros socios. 
Le traemos, además, veinte mil pe- 
setas, metidas en esta cartera, exac- 
tamente igual a otras que habrá 
visto usted en estos días con el mis- 
mo adorno de la mancha de sangre 
en el ángulo; la casa italiana que las 
fabrica las hace así para darles cier- 
to tinte romántico. 

—Bueno; pero todo eso, ¿a qué 
viene? 

—A que ha representado usted a 
las mil maravillas, sin una sola va- 
cilación, el papel de asesino perse- 
guido, acosado por el famoso detec- 



UNA MANCHA DE SANGRE 153 

tive Niquis Sipis, encargado de po- 
ner en claro el misterio que rodeaba 
al crimen del restaurant del Bistek 
astil . Se trata de una película que 
hemos hecho en Madrid estos días 
para la casa Quirites, de Roma, y 
de la cual usted es el protagonista. 
El gerente de la casa es un hombre 
al que todos los días le da su mujer 
una paliza, y, además, se le ocurren 
también a diario catorce ideas ori- 
ginales: una de esas ideas ha sido 
la de que los actores que están im- 
presionando una cinta no sepan 
que lo están haciendo, y no adopten 
así ese aire de afectación que adop- 
tan casi todos ellos, y que les hace, 
por ejemplo, acabado de asesinar a 
su hermano, preocuparse de que 
una onda de pelo que le cae sobre 



154 JOAQUÍN BEL DA 

la frente quede artísticamente co- 
locada. O sea el cine vivido, las pe- 
lículas sacadas de la realidad, pero 
sacadas sin fórceps. 

—Pero entonces... ¿el crimen de 
La Camelia Negra...? 

—Fingido. Aquí tiene usted a la 
víctima—. Y presentó al joven ru- 
bio que les acompañaba. 

— ¡Ah, usted!... 

—Sí, señor; yo. Hay que ganarse 
la vida como se pueda, y como los 
oficiales quintos de Hacienda co- 
bramos tan poco sueldo... 

—Bueno, y (-cómo se fijaron uste- 
des en mí? 

En honor a la verdad, hay que 
decir que no fuimos nosotros. Fué 
el portero de esta casa, que es her- 
mano del conserje de nuestra su- 



UNA MANCHA DE SANGRE 155 

cursal en Madrid. El nos dijo que 
usted vivía solo, nos explicó lo fá- 
cil que sería instalar aquí en su pro- 
pia casa un aparato para hacer par- 
te de la cinta, lo instaló él mismo... 

—¿Aquí? 

Se levantó, fué a la pared del 
fondo del despacho, alzó un cuadro 
que representaba el Carnaval de 
Venecia, y detrás de él, en un hue- 
co del muro, apareció un magnífico 
aparato cinematográfico, cuyo ob- 
jetivo coincidía en el cuadro con la 
cabeza de una de las mascaritas. 

—¿Recuerda usted la cita en el 
ventorro de Lucas, y los paseos 
que dio usted después a caballo, en 
automóvil y a nado? 

— jYa lo creo! 

—Todos ellos han sido recogidos 



156 JOAQUÍN BELDA 

por nuestros aparatos. Aquella ma- 
ñana, según el argumento de la cin- 
ta, iba usted huyendo de todo el ca- 
torce tercio de la Guardia civil, que 
se había movilizado sólo para echar- 
le a usted el guante. 

—¿Y las visitas que recibí aquí 
mismo, primero del acomodador que 
vino a devolverme la cartera, y lue- 
go la del asesino, según él mismo se 
declaró? 

—Todos empleados de nuestra 
casa y enviados por nosotros. 

—¿Y fueron también sus emplea- 
dos los que antes de cometerse el 
crimen me pagaron el alquiler de 
la casa, me hicieron desaparecer 
una mañana el desayuno de la ca- 
becera de la cama, y me hicieron 
amanecer otra dentro de ella cal- 



UNA MANCHA DE SANGRE 157 

zado con unos zapatos de charol? 

—Todo eso el portero, el porteri 
to, que se puso a nuestras órde 
nes para todo lo que hiciera falta 
Un poco de cloroformo le hizo a us 
ted dormir en lo que él le ponía los 
zapatos. Lo demás es bien fácil.. 

—Nosotros hicimos todo eso para 
que se fuera usted familiarizando 
con el misterio y fuese haciéndose 
a una atmósfera de alucinación. 

—Pues por poco tienen ustedes 
que ir a verme hoy al manicomio. 

—No es para tanto, y los cuatro 
mil duritos que aquí le traemos bien 
valen algunos malos ratos. 

—Hombre, tengo una curiosidad. 
¿Quién pagó el otro día el vaso de 
leche que me tomé en el café? 

—¿En qué café? Nuestro vigilante. 



158 JOAQUÍN BELDA 

porque en todos estos días usted 
no ha dejado de estar vigilado por 
nosotros constantemente; le vio en- 
trar en un café hará cuatro o cinco 
tardes, ¿no es eso? 

—Sí, justo; eso hará. 

—Pero como allí dentro no haría 
usted nada interesante para nos- 
otros, pues le esperó a la salida y 
nada más. 

—¿De veras? ¿No es una nueva 
broma que quieren ustedes gas- 
tarme? 

—Palabra de honor. 

— ¡Dios mío! ¿Cómo se explica esto? 

El joven rubio intervino. 

—Perdone usted, ¿qué le ocurrió? 
¿Que el camarero le dijo que lo suyo 
estaba pagado por un señor fantás- 
tico? 



UNA MANCHA DE SANGRE 159 

— Sí, señor. 

—Entonces eso fué en un café que 
hay en la calle de Ferraz, al final, 
y que hace esquina. 

—Exacto. ¿Cómo lo sabe usted? 

— Porque me ha pasado a mí va- 
rias veces. Es un camarero que está 
loco, y la locura le da por ahí; es 
decir, no siempre, porque otras ve- 
ces le da por todo lo contrario: lle- 
ga un parroquiano, y cuando va a 
pagarle el consumo, le dice muy 
tranquilo: «Aquel caballero del bi- 
gote blanco y los lentes que es- 
taba en aquella mesa, me ha dicho 
que pague usted lo que él ha to- 
mado». 

—¡Caramba! Pues entonces tuve 
una suerte loca. 

—No le quepa duda. 



160 JOAQUÍN BELDA 

Los visitantes se levantaban para 
marcharse. Arturo les dijo: 

—¿Ya? ¿Cómo tan pronto? 

—Nuestra misión ha terminado. 
Supongo que el día del estreno de la 
cinta en el Royal Palace nos hon- 
rará usted con su asistencia. Tene- 
mos unos proyectosgrandiosos; aho- 
ra vamos a impresionar una cinta 
que nos va a hacer millonarios. 

—¿Qué es ello? 

—Las inundaciones de los Países 
Bajos en tiempos del Gran Duque 
Filiberto. 

—¿Y la van ustedes a hacer por 
el mismo sistema del calco exacto 
de la realidad, y sin que el Gran 
Duque se entere de lo que está ha- 
ciendo? 

—En esta ocasión tendremos que 



UNA MANCHA DE SANGRE 161 

fantasear un poquito, pero lo menos 
posible. 

—Bueno, pues cuando se decidan 
ustedes a hacer la película de El 
festín de Baltasar, cuenten ustedes 
conmigo en clase de Baltasar. Creo 
que aquel señor se llevaba una vida 
espléndida, y es evidente que a mi 
me deben ustedes una compensa- 
ción. ¡He sufrido mucho estos días! 

— Pero se ha inmortalizado usted; 
es decir, le hemos inmortalizado 
nosotros. Adiós, caballero. 

—No quería yo que se fuesen us- 
tedes sin descifrarme el último enig- 
ma. ¿Quién había y por dónde sa- 
lió el que fuera de ese cuarto, que 
intenté yo abrir la otra tarde, y 
que... 

— ¡Ah! ¿Lo de «está ocupado»? 

11 



162 JOAQUÍN BELDA 

—Sí, señor. 

—Pues muy sencillo; no había na- 
die, y no tuvo que salir por ningu- 
na parte. La puerta, merced a un 
resorte automático que el portero 
colocó en ella, se cerraba por den- 
tro en cuanto la violentaban un po- 
co, y luego se volvía a abrir al ma- 
nipular en ella de nuevo. 

—Pero ¿y la voz? ¿Y aquella voz 
que yo oí como les estoy oyendo a 
ustedes ahora? 

—Un diminuto gramófono de bol- 
sillo, que puesto en marcha al sacu- 
dir la puerta, reproduce todos los so- 
nidos que una persona hace en... 
ciertos momentos difíciles de la vida. 

— ¡Caray! ¡Ah! ¡Otra cosal ¿Cómo 
se llama la película que hemos teni- 
do el honor de impresionar? 



UNA MANCHA DE SANGRE 163 

— Una broma pesada, 

—Hombre, es verdad; el título 
sólo es un hallazgo. Si yo hubiera 
sabido que todo era broma, ¡cuánto 
me hubiera divertido! 

—Sí, pero la película hubiera sali- 
do peor. Se ha sacrificado usted por 
el arte, ha sido mártir de esa nueva 
religión que se llama la película. No 
le pese; no se arrepienta de ello. Sus 
hijos recogerán su gloria, y, por si 
muere usted sin ellos, ahí le deja- 
mos a usted esos billetes con los cua- 
les puede vivir una película prácti- 
ca durante unas cuantas semanas. 

—Esos billetes... ¿No serán tam- 
bién una broma? ¿No estaremos 
ahora impresionando el final de la 
cinta «Anatolio recibe el premio de 
su heroicidad»? 



164 JOAQUÍN BELDA 

— ¡Ah, no! Puede usted creerlo; 
para eso no hubiéramos venido nos- 
otros. Las palabras sacramentales 
han aparecido ya en la sábana del 
escenario: «Ha terminado». 



i* mtmmw 






¿r&£> 



' /*♦> 



i MU -áÉ 







¿*7* $£S • 



wmm 



<**r^' 



,♦•; 



m 



T«9 



«a 



a*. 



y\ 






* ?