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UNA MANCHA
DE SANGRE
Es propiedad.
Queda hecho «1 depó-
*ito que marca la Ley.
Imp. de V. Rico. -Paseo del Pr»d©. 30- MADRID
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X4
JOAQUÍN BELDA
UNA MANCHA
DESANGRE
NOVELA
(tercera edición)
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BIBLIOTECA hispania
CID, 4»— MADRID
OBRAS DEL AUTOR
La suegra de Tar quino (6. a edición).
i Quién disparó? (3* edición).
Memorias de un suicida (3. a edición)
¡Saldo de almas/ (3. a edición).
La Farándula (4. a edición).
La Piara (2. a edición).
Alcibiades-Club (2. a edición).
El picaro oficio (2. a edición).
La Coquito (7. a edición).
Una mancha de sangre (3. a edición)
Aquellos polvos... (3. a edición).
Más chulo que un echo (4. a edición).
Las noches del Botánico (3. a edición).
La pregunta de Pilatos (2. a edición).
Memorias de un sommier (4. a edición).
Las chicas de Terpsi-core (2. a edición).
Un pollito *bien* (2. a edición).
Traviatismo agudo (2. a edición).
La Diosa Rasen (2. a edición).
La bajada de la cuesta. (2. a edición).
El Compadrito.
Tobilleras.
Función de Gala.
EN COLABORACIÓN
CON LUIS ANTÓN DEL OLMET
/ Usted es Ortist! (Narraciones para el
tren, la playa y la siesta.)
UNA MANCHA
DE SANGRE
Arturo corrió el estor, se acercó
al cristal del balcón todo lo que
pudo y miró con más fijeza aún el
forro de su cartera de bolsillo; no
cabía duda, aquello era sangre, y
sangre fresca y reciente.
¡Sangre! Pero ¿de qué? ¿de quién?
Fuere de lo que fuere, ¿cómo había
caído allí, en aquella cartera, que él
no recordaba haber sacado de su
bolsillo el día anterior más que en
una de las ventanillas del Crédit
6 JOAQUÍN BELDA
Lyonnais para cambiar un billete de
cien pesetas?
Desde que, separándose de toda
su familia, se había instalado en
aquel pisito de la calle de Columela,
le venían ocurriendo unas cosas
muy raras; una mañana le entró el
portero el desayuno, una taza de
chocolate y dos bollos suizos:
—Déjelo usted ahí— le dijo, y se
volvió del otro lado en la cama. Diez
minutos después, cuando fué a to-
mar las viandas, se encontró con
que el chocolate había desapareci-
do de la taza y los suizos se habían
fugado,
Otro día amaneció con los pies
calzados por unos magníficos zapa-
tos de charol, siendo así que la no-
che anterior, lo recordaba perfecta-
UNA MANCHA DE SANGRE 7
mente, se había ido del baño a la ca-
ma, cosa que hacía siempre que ha-
bía un escándalo en el Congreso.
Pero lo maravilloso, lo extrahu-
mano, lo que para producirse nece-
sitaba la intervención de un mago
o de un poder cósmico, fué lo que le
había ocurrido el mes anterior, a.
poco de vivir en la casa. Sabiendo
él que el portero nunca dejaba pa-
sar el día 5 del mes sin subir a co-
brar el alquiler, y viendo que el al-
manaque señalaba el día 12, y aquél
no le había presentado el recibo,
Arturo, incapaz de aprovecharse de
un olvido ajeno, le hizo subir al piso
y le dijo:
—Le llamo para decirle que, cuan-
do usted quiera, puede subirme el
recibo.
8 JOAQUÍN BELDA
— ¿Qué recibo, señorito?
— El de la casa, del mes co-
rriente.
— ¡Ah, vamos!; el señorito está de
broma.
—¿Yo?... ¿Qué dice...?
—¿No recuerda que me lo pagó el
día 4?
—¿Que yo pagué...?
—Claro; haga memoria y verá.
Busque, busque luego, despacio, en-
tre sus papeles, y verá cómo le apa-
rece... A menos que lo haya roto el
señorito.
Arturo, apenas se hubo marcha-
do el portero, se lanzó al cajón de
la mesa donde guardaba los papeles
y recibos, buscó como quien desea
quitarse de encima una alucinación,
y en efecto, allí estaba el recibo del
UNA MANCHA DE SANGRE 9
alquiler del mes corriente, llamán-
dole idiota.
Bueno. Por lo visto había un po-
der brujo y sobrenatural que se en-
cargaba de pagarle la casa. ¡Mien-
tras le diera por ahí! ¿Seguiría ac-
tuando los meses sucesivos? En tal
caso era un duende muy agradable
el que así se entrometía en su vida
privada. Pero ¡aquella mancha de
sangre!
Esta vez estaba decidido a poner
las cosas en claro, aunque para ello
tuviera que desenmascarar al mis-
mo demonio. Lector apasionado de
las modernas novelas policiacas, sa-
bía que lo primero que todo detecti-
ve hacía en cuanto tenía un asunto
nuevo que resolver, era encender
una pipa y disponerse a almorzar.
10 JOAQUÍN BELDA
Como era su hora, salió a la calle,
encendió un cigarro y se marchó al
restaurant de la Carrera de San Je-
rónimo, donde hacía sus diarias co-
midas.
Sentado a la mesa, y mientras le
servían, abrió un periódico y se en-
golfó en su lectura; en la primera
columna de la tercera plana le atra-
jo el tamaño desusado de un título:
«Suceso misterioso. El epilogo de
una juerga. Un joven muerto y una
joven agonizando». ¡Arrea! Era un
buen aperitivo; y leyó con la vora-
cidad con jue todos— dígase lo que
se quiera — leemos siempre estas
cosas:
«Un crimen estúpido, en que el
vino ha obrado como motor induda-
ble, se ha desarrollado anoche en
UNA MANCHA DE SANGRE 11
una de las habitaciones reservadas
del elegante restaurant La Camelia
Negra, situado en plena calle de Al-
calá. La clase social a que pertene-
cen los actores de la tragedia — to-
dos ellos gente distinguidísima— da
al suceso un relieve inusitado, y le
convertirá en la pesadilla de todo
Madrid, mientras no se aclare el
misterio que, desde antes de come-
terse, rodea a este extraño delito.
Ante todo, expongamos los hechos:
dos jóvenes, alto, rubio y vestido de
frac, él; alta, rubia, y desnuda de
medio cuerpo para arriba, ella, lle-
garon anoche, a la una, al estable-
cimiento citado y pidieron una ha-
bitación que estuviera tapizada de
rojo— ¿sería un presentimiento?— y
que no tuviera comunicación airee-
12 JOAQUÍN BELDA
ta con la calle. Esto último agradó
mucho al maitre ) pues asi era más
difícil que los pollos se largaran sin
pagar, caso que se ha dado alguna
vez en la historia de los restaurants
de lujo. Conforme a sus deseos, se
les colocó en el gabinete número 13
— ¡...! — que esta construido en el
hueco de la escalera, y que no se
usa más que para señoras casadas,
vayan o no con sus maridos respec-
tivos; el tono del decorado es rojo
guindilla, para evitar que los muros
se pongan colorados al oir ciertos
diálogos.
»El joven pidió un menú de una
opulencia tal, que en él no falta-
ban ni pepinillos; ¡con decirte, lec-
tor, que el plato más deleznable y
de menos postín eran unos huevos
UNA MANCHA DE SANGRE 13
con tomate...! La comida, según de-
claración del criado que la sirvió,
transcurrió sin incidente notable;
únicamente merece consignarse,
como indicio de que la tragedia es-
taba en el ambiente, un detalle cu-
rioso: ella, la joven de busto des-
cotado, al beber una copa de Sau-
ternes, se equivocó de conducto, y,
en vez de echárselo por la boca, se
lo vertió íntegro por el descote aba-
jo... Al llegar el vino a cierto sitio
la joven dio un respingo, y dijo con
voz lúgubre:
» — ¡Cómo estoy toda! Parece que
me han dado una puñalada en el
ombligo.
»Y el joven, que parecía algo vol-
teriano, soltó una carcajada, y dijo
con la boca llena defoü-gras:
14 JOAQUÍN BRLDA
»— ¡Puñalada! No está el año de
milagros.
»Se acabó la comida, y, servidos
el café y los licores, el caballero
dijo al criado:
»— Mira, Arcadio: al salir cierra
bien la puerta por fuera.
»— ¿Por fuera?
»— Sí; qué, ¿te choca? Lo raro hu-
biera sido que, al salir, la dejases
cerrada por dentro.
»— Es verdad. El señor será ser-
vido.
»Salió el criado, cerró la puerta
con doble vuelta de llave, y— ¡fíjate
bien, lector!— se sentó en una silla,
colocada frente al cuarto donde
habían quedado solos los dos tórto-
los. De allí no se movió; pasaron
diez minutos... diez minutos, du-
UNA MANCHA DE SANGRE 15
rante los cuales no salió el menor
ruido de la habitación, ni siquiera
esos ruidos furtivos que son de rigor
en casos tales, y que a los camare-
ros de ciertos locales son tan fami-
liares como pueda serlo el del folla-
je del bosque mecido por el viento
a la pastorcilla que apacienta en él
sus cabritillos.
»De pronto, Arcadio, el camarero,
dio un salto en la silla; del cuarto,
cuya puerta sacudían con violencia,
salían voces desesperadas:
»— ¡Abran! ! Abran pronto! ¡Echen
la puerta abajo si hace falta!,..
»¿Qué pasaba allí? El camarero se
levantó, rezó un credo y descorrió
el cierre de la puerta; pero apenas
lo había hecho, tuvo que apartarse
más que de prisa: la hoja se abrió
16 JOAQUlN BELDA
con violencia, y un hombre, el que
estaba encerrado con la joven, salió
como un loco, con el pelo revuelto
y con la servilleta en la mano, y es-
capó corriendo por el pasillo que
lleva a la escalera. Pasaron unos
minutos... Arcadio no sabía qué
hacer. ¿Entraba en el cuarto? ¿Co-
rría tras el fugitivo? Optó por aso-
marse a la escalera y gritar con toda
la fuerza de sus pulmones:
» —¡Detened a ése, que se ha mar-
chado sin pagar!
»Sabía que esta voz de alarma era
lo que más podía decidir a los del
mostrador; si en vez de ello hubiera
dicho:
» — jDetened a ése, que acaba de
asesinar a una familia! ... —nadie
probablemente hubierasalidotrasél,
UNA MANCHA DE SANGRE 17
» Cumplido aquel deber elemental,
el camarero se dispuso a entrar en
el gabinete; la rutina del oficio le
detuvo en el umbral para decir:
»— ¿Han llamado los señores?
»E1 silencio fué el único que se dio
por aludido. Arcadio asomó la ca-
beza primero, y después metió el
cuerpo. La mesa estaba en orden,
sin más señales de lucha que las na-
turales de toda comida... Al pie de
ella, casi tendida en el suelo y con
el busto apoyado en una silla, esta-
ba la joven rubia; un hilillo de res-
piración le libraba de parecer muer-
ta; al exterior ninguna señal, nin-
gún sitio por donde manase la san-
gre. El camarero, al inclinarse so-
bre ella para auxiliarla, dio un gri-
to de espanto, retrocedió y quedó
2
18 JOAQUÍN BELDA
agarrado con las manos a la pared
como un reptil. ¿Por qué se emocio-
naba Arcadio? ¡Una fiambrera! Aca-
baba de ver, tendido en el suelo al
otro lado de la mesa, y con una he-
rida en la frente que — manantial de
sangre fresca — parecía una lata de
pimientos acabada de abrir, al joven
rubio y vestido de frac, a quien poco
antes, por una alucinación sin duda,
había visto salir corriendo de aque-
lla misma habitación.
»Acudían ya otros camareros, el
maítre y algunos parroquianos, que
gritaban en medio de la confusión:
»— iSe ha escapado! ¡Se ha esca-
pado!
»Arcadio, para no volverse loco,
preguntó:
* — ¿Quién?
UNA MANCHA DE SANGRE 19
»— El señorito ese. Ha salido a la
calle y ha tomado un coche.
»E1 maitré se encaró con Arcadio:
»*- ¿En qué estabas tú pensando?
Nos has avisado muy tarde... ¿Qué?
¿De cuánto ha sido el mico?
»E1 camarero, por toda respuesta,
les hizo pasar a la habitación. Se
quedaron mudos
» Avisada la policía, llegó bien
pronto a sacarles de su mudez; todos
tuvieron que decir lo que sabían,
que era bien poco. Arcadio fué el
único que pudo dar algunos deta-
lles: en la habitación, juraba y per-
juraba, no había más que dos per-
sonas, las que yacían ahora tendi-
das en el suelo; cuando él, por man-
dato del señorito, cerró la puerta, no
quedaban tras ella más que dos se-
20 JOAQUÍN BELDA
res vivos, porque un pavipollo que
había quedado en el trinchero esta-
ba muerto desde dos semanas antes.
Y una vez cerrada la puerta no ha-
bía podido entrar nadie, pues él no
se había movido de allí. Es decir,
que el asesino, el que salió corrien-
do, o era un fantasma, o había en-
trado por alguna trampa oculta que
hubiera en el suelo o en las paredes
del gabinete. ¿Ruidos? ¿Disparos?
No se oyó nada absolutamente... Y
Arcadio no pudo decir más
»El suceso, como verá el lector,
tiene todos los caracteres de un fo-
lletín. A la hora de ahora, hay en él
planteados varios problemas. ¿Dón-
de estaba, o por dónde entró el ase-
sino? ¿Cómo llevó a cabo el doble
crimen? ¿Veneno, puñal, ametralla-
LNA MANCHA DE SANGRE 21
dora?... ¿Por qué mató? ¿Por celos?
¿Para robar? ¿Para quitarse de en-
cima algún acreedor molesto?...
Afortunadamente no todo son som*
bras: a última hora se nos da una
noticia y se nos comunica un deta-
lle que puede ser de interés. La po-
licía tiene la pista de un individuo
cuyas señas coinciden en absoluto
con las que da Arcadio, el camarero,
del supuesto criminal: se trata de un
joven de excelente familia, muy co-
nocido en Madrid, alto, rubio, con
nariz provocativa y bigote recorta-
do a la inglesa, y que tiene un lunar
en el lóbulo de la oreja izquierda.
Su nombre y apellido responden a
las iniciales A. I. Esta es la noticia.
El detalle es el siguiente: conduci-
da la joven, víctima del suceso, a la
22 JOAQUÍN BELDA
Casa de socorro, y al proceder a ali-
gerarla de ropa para aplicarle una
inyección de suero, se encontró en
su pecho, y oculta por ios encajes
del cubrecorsé, una cartera de piel
de canguro, nueva, flamante, y con
una manchita de sangre en uno de
los ángulos del forro: lo que tuviera
dentro la cartera no lo hemos podi-
do averiguar; únicamente se puede
asegurar, por referencias autoriza-
das, que no contenía ningún billete
de mil pesetas. >
***
Arturo no siguió leyendo: se le-
vantó, fué corriendo a uno de los
espejos que había en los muros del
comedor, y se contempló despacio.
Sí, no cabla duda; el espejo se lo es-
UNA MANCHA DE SANGRE 23
taba diciendo: él era alto, rubio, de
excelente familia; su nariz era bas-
tante provocativa y su bigote esta-
ba recortado a la inglesa... El lunar
de la oreja izquierda estaba allí para
acabar de disipar sus dudas, y en
cuanto a las iniciales A. I., ya no
miró al espejo para convencerse,
sino a la pechera de la camisa, jun-
to al corazón. Sí, allí estaban, bor-
dadas con hilo morado... ¡No cabía
duda! ¡El asesino era él!
Sin empezar el almuerzo salió a
la calle y echó a andar.
¿Dónde ir? A la horca, donde van
los asesinos... Sin saber lo que le
pasaba anduvo dos o tres horas y
recorrió veinte, doscientas calles.
¿No podría tratarse de una coin-
cidencia?... ¡Imposible! Harían fal-
24 JOAQUÍN BELDA
ta no una, sino machas. Entonces,
¿era verdad que él había cometido
la noche antes un asesinato doble?
Él, haciendo memoria, recordaba
haberla pasado hasta la una en el
teatro Romea, y desde esa hora,
hasta las tres que se fué a su casa,
en su tertulia del Ideal: ¿y era eso
un asesinato?
iBah! Lo habían confundido con
otro, lo calumniaban... Sí; pero si
la calumnia iba adelante, el resul-
tado sería el mismo; felizmente sus
amigos del Ideal le ayudarían a
probar la coartada... ¡Ah! ¡Estaba
perdido! Además la locura le ace-
chaba desde la esquina frontera a
aquella en que se había parado. Ni
le habían confundido, ni le calum-
niaban; el crimen lo había cometí-
UNA MANCHA DE SANGRE 25
do él, él mismo, Arturo Ibarra...
Para probarlo, allí, en el bolsillo
interior de su americana, estaba su
cartera, la cartera cuyas señas coin-
cidían también con la que se encon-
tró sobre el cuerpo de una de las
víctimas: sí, exacto: piel de cangu-
ro..., nueva..., flamante... y con la
mancheta de sangre en uno de los
ángulos del forro. ¡Perdido! ¡Irre-
misiblemente perdido!
El cerebro comenzó a liársele.
¿Quién había cogido aquella cartera
del cuerpo de la joven asesinada, y
la había introducido, durante aque-
lla noche indudablemente, en el bol-
sillo de su chaqueta, para que él, al
levantarse por la mañana, la en-
contrara allí, con su mancha de
sangre fresca y reciente? No; aque-
26 JOAQUÍN BELDA
lio no podía ser; la cosa era dema-
siado gorda. Indudablemente había
dos carteras iguales. ¡Qué casuali-
dad!, las dos se habían manchado de
sangre en el mismo sitio. Aquello
tampoco podía ser.
No quiso discurrir más; hubiera
acabado por provocar la conges-
tión. Fuese lo que fuese, confusión,
calumnia, locura, había que hacer
algo, y este algo no podía ser más
que una cosa: huir. Huir, sí: saldría
de España; pero ¿dónde ir con el
frío que estaba haciendo este año?
¿A Italia? Cualquiera se arriesgaba,
con la epidemia de terremotos que
hay por allí ahora. ¿A América? La
carestía de los fletes convertía el
viaje en un problema financiero
para quien, como Arturito, no tu-
UNA MANCHA DE SANGRE 27
viese en aquel momento más dinero
que el preciso para vivir al día con
decoro. ¿Y una huida a Egipto? No
sería el primer caso en la Historia;
además en aquel país los cigarrillos
del Kedive deben estar baratos, y
siempre es un aliciente.
—¡Necio de mí!— exclamó de pron-
to Arturo dándose un golpe en la
frente. Lo primero es hacer desapa-
recer el cuerpo del delito.
Sacó la cartera, la vació — no te-
nía más que unas tarjetas, un déci-
mo de la lotería, diez duros y la cé-
dula — y se dispuso a arrojarla por
encima de la valla del primer solar
que encontrase. Sólo que antes de
hacerlo desechó el proyecto por
absurdo; casi todos los crímenes co-
metidos en el arroyo se han descu-
28 JOAQUÍN BELDA
bierto así: una navaja, un revólver
arrojado a un solar por el criminal,
creyendo arrojar con él su propia
conciencia, han sido la base de una
pista, que ha terminado en un pre-
sidio, o en algo peor.
Era preciso inventar algo nuevo;
escoger un lugar solitario y poco
frecuentado por los hombres, donde
la soledad fuera su cómplice y su
encubridor. ¿Dónde hallarlo? No tu-
vo que andar mucho: en una calle
vecina había un teatro, famoso por
la exquisitez de las obras que en él
se representaban y por lo selecto y
escogido de su público; el empresa-
rio era un artista, no un mercader,
y prefería tener el teatro vacío a
consentir que en su escenario se
rindiese culto a cierto arte canalla
UNA MANCHA DE SANGRE 29
y procaz, que es el que ahora priva.
Arturo se acercó a la taquilla, don-
de un señor emboquillaba pitillos,
adquirió una butaca, y penetró me-
diado ya el espectáculo.
En la sala un juglar contaba un
cuento a una dama muy engolada
que le oía con mucha complacen-
cia; una suave música siglo xm so-
naba tras el telón del foro, y un
ángel colgado de las bambalinas
dejaba caer sobre la dama y el ju-
glar una lluvia de confettis, en cada
uno de los cuales iba escrito un so-
neto. Arturo comprendió que había
llegado el momento: en la sala no
había nadie; los acomodadores ha-
bían salido a fumar a los pasillos,
y el bombero de guardia hacía pa-
jaritas con un periódico, después de
30 JOAQUÍN BELDA
habérselo leído íntegro indudable-
mente.
Artunto sacó la cartera, dejóla
caer al suelo con suavidad, y fué
empujándola con el pie hasta tras-
ladarla cuatro o cinco butacas más
allá de la que él ocupaba. Por disi-
mular se mantuvo en su puesto has-
ta que acabó el acto, que era de los
interminables, y durante el cual su-
frió dos amagos de catalepsia.
Pero como todo llega en este
mundo, bajó el telón y él salió a la
calle. Indudablemente se había qui-
tado un peso de encima, pero la
preocupación no le dejaba, y volvía
al vagabundeo errante por calles y
más calles, hasta que, lo menos una
hora después, se encontró parado
entre un grupo de gente, que mira-
UNA MANCHA DE SANGRE 31
ba con curiosidad a una casa, y ha-
cía comentarios acalorados:
—Sí, ahí fué.
—Y ¿le han cogido ya?
—Creo que no, pero no tardará
en caer...
Las palabras sueltas le trajeron a
la realidad. Y la realidad no podía
ser más espantosa. Se encontraba
parado frente al restaurant de La
Camelia Negra , frente al lugar del
crimen, y la gente hablaba de él,
aunque sin conocerle aún, para
execrarle y para maldecirle. Por
aquella puerta, que ahora miraba
embobado, había salido él la noche
anterior, huyendo y como loco, des-
pués de realizar su hazaña. Por lo
menos eso decían, este estupendo
sambenito le habían colgado.
32 JOAQUÍN BELDA
Y, pensándolo bien, debía ser ver-
dad, triste verdad. ¿Cómo explicar
sino aquella vuelta involuntaria e
inconsciente al lugar del crimen,
que dan todos los asesinos, según
observación estadística, al día si-
guiente de realizada su fechoría? Sí,
era un criminal, no podía dudarlo;
pero, adquirida esta convicción, lo
que más le preocupaba era el saber
cómo y por qué había cometido él
aquel crimen; era un crimen miste-
rioso para todo el mundo, pero ¡Dios
mío, que no io fuera también para
el autor!
Mientras lo averiguaba, lo que
más urgía era quitarse de allí, aban-
donar el lugar del delito, pues sólo
con permanecer en él se estaba de-
latando.
UNA MANCHA DE SANGRE 33
Tomó por asalto el primer coche
que pasó y dio orden al cochero de
que le llegase más que volando a su
casa.
* *
Estando en ella, a la mañana si-
guiente, en punto de las once, y des-
pués de haber leído en los periódicos
que todo seguía igual y que al indi-
viduo rubio, cuyas iniciales eran
A. L, no había podido encontrarle
aún la policía, subió el portero a
anunciarle una visita extraña: un
hombre que no quería decir quién
era ni a lo que iba, y que, a juzgar
por su aspecto, debía ser una buena
persona.
¡Sí, sil Cualquiera se fiaba de as-
pectos ni de apariencias, Bueno que
34 JOAQUÍN BELDA
pasase, pero él tomaría sus precau-
ciones. Por lo pronto, el revólver
metido, con la mano derecha, en el
bolsillo del pantalón; el balcón del
gabinete abierto, por si había que
saltar por él, ya que felizmente se
trataba de un piso entresuelo; y lue-
go, el gramófono en marcha todo el
tiempo que durase la visita, y con
un disco de Encarnación la Rubia.
Ahora ya podía entrar el Cid Cam-
peador o José María el Icmpranillo,
No temía a nadie.
Entró un hombre sencillo, modes-
to y de una afabilidad que casaba
muy bien con su capita parda, más
corta de lo que hubiera sido lógico.
Una sonrisa de beatidud le abría el
rostro como un biombo que se
pliega. ,.
UNA MANCHA DE SANGRE 35
—Perdone usted, pero.., el cum-
plimiento del deber..,
— ¡Ahi ¿Viene usted en cumpli-
miento del deber?
—Si no fuera así yo nunca me hu-
biera atrevido a molestarle.
—Viene a molestarme — pensó Ar
turo—; lo acaba de decir. Debe ser
el alguacil del Juzgado.
Y acercándose al balcón todo lo
que pudo, dijo, adoptando una acti-
tud arrogante:
—Pues usted dirá.
—Yo vengo a devolver al señor...
pero antes, dígame, ¿no recuerda el
señor haber perdido nada en el día
de ayer?
—¿Ayer?
—Sí, algún objeto de su uso par-
ticular, que al sacar del bolsillo otra
36 JOAQUÍN BELDA
cosa cae al suelo sin que nos de-
mos cuenta.
—¿Un objeto?... Bueno, pero, ante
todo, ¿usted quién es?
—Yo, señor, para servirle, soy un
acomodador de butacas del teatro
X— aquí el nombre del teatro donde
Arturo se había metido la tarde an-
terior—que al hacer ayer la requisa
después de la función, me encontré
debajo de la butaca número 22 de la
fila 5. a , esta cartera de su indudable
peí tenencia.
Y sacó, muy envuelta en un pa-
pel de seda, La cartera fatal, con su
mancha de sangre en uno de los
ángulos, que era para él como una
acusación y como un remordimien-
to. El acomodador, al ver la cara
que puso Arturo, y al observar que
UNA MANCHA DE SANGRE 37
nada .decía, creyó haberse equivo-
cado:
— ¿Acaso no es de usted? ¿No es
usted don Arturo Ibarra?
—Sí, yo soy, pero... ¿cómo ha po-
dido usted averiguarlo?
—No hay que ser ningún lince: no
hace falta más que un poco de cu-
riosidad. La abrí por si tenía algo
dentro, y me encontré con una tar-
jeta donde había un nombre y las
señas de esta casa. ¿Qué iba a ha-
cer? Un hombre honrado, ante un
objeto que no le pertenece, no tiene
más que un camino que seguir: el
que conduce a la casa del dueño. Y
aquí he venido.
—Bueno, hombre, bueno. Mía es
esa cartera, es verdad; traiga usted
y... tpme estas cinco pesetas como
38 JOAQUÍN BELDA
pago a la molestia de venir a traér-
mela.
Erl semblante del acomodador se
desacomodó por completo:
— tQué'ciice usted! jCinco pesetas!
A ver si se ha creído el señorito que
yo me he pasad-Q la vida jugando a
la rana...
—No entiendo de ratimagos ni sé
de modales de plazuela. Si no le
acomoda el precio puede irse a la
calie con las manos en los bolsillos.
Aquel hombre se había transfigu-
rado; el cordero era ahora un tigre;
la estatura la aumentó dos palmos,
y la capa, que antes le llegaba hasta
los riñon es, se convirtió en una es-
clavina como la que llevaba el Con-
destable en el asalto de Roma:
— ¡Con las manos en los bolsillos!
UNA r MANCHA DE SANGRE 39
i Y un trinchero! De modo que le
devuelvo yo al socio un objeto por
el que me ofrecían quince pesetas
hace un cuarto de hora en un co-
mercio de la Plaza Mayor, y me
quiere liquidar con un duro. ¡Vamos,
hombre! ¡Usted se ha equivocao de
piso!
— ¡Ah! ¿De modo que ha intenta-
do usted vender lo que no le perte-
necía?
—¡A ver que sueño! Es decir, ven-
derlo, no; saber lo que podía valer,
para... que usted me diera un duro
más.
—Un duro más, no: le daré las
quince pesetas.
— Para eso no hubiera yo venido
de la Plaza Mayor aquí.
—Es verdad. Le daré los cuatro
40 JOAQUÍN BELDA
duros... Ahí van; pero sepa usted
que vender una cosa que no nos
pertenece es hacer oposiciones a
una celda del Ritz de la Moncloa.
— Allí nos veríamos, porque su-
pongo yo que más grave que eso
será matar a dos personas en el
restaurant La Camelia Negra y
marcharse encima sin pagar.
—¿Qué dice usted?
Arturo fué a echarse sobre él;
pero el hombre, cogiendo las veinte
pesetas, se lanzó al balcón que Ar-
turo había dejado abierto, y de un
bote se plantó en la calle. Desde
ella y ya corriendo, le dijo:
— Digo, que se ha debido usted po-
ner barba postiza para que no le
reconozcan. ¡Vaya un tío sereno!
La Rubia en aquel momento en-
UNA MANCHA DE SANGRE 41
tonaba en el gramófono la conocida
copla que dice:
«Voy a poner un espía
por el sitio aonde vienes...»
*
Por mbdo o por lo que fuera,
Arturo— mientras hacía la maleta
para escaparse de Madrid— no que-
ría pasar solo la noche o las noches
que le restasen estar en la corte.
Aquella tarde, desde el círculo,
donde observó que los amigos le
miraban de modo sospechoso, aun-
que sin atreverse a decirle nada,
escribió a una muchacha a quien
había conocido pocos días antes en
el Tangonia Club:
«Querida Chichi: la noche \en-
42 JOAQUÍN BELDA
turosa con que vienes soñando des-
de que tuviste el placer de conocer-
me, ha llegado ya. Esta noche, a las
nueve, te espero en rai casa; procura
venir en ayunas, pues habrá cena,
después se hará música, se hará
café en la cafetera rusa, que lo
saca de primera, y se hará la cama,
que el portero no me hace nunca a
mi gusto. Después de hecha la cama
se hará todo lo que tú quieras.
•Aunque sé que eres una román-
tica, te diré amistosamente que en
este momento no puedo disponer
más que de diez duros. Te lo digo
para que no te hagas ilusiones su-
periores a cincuenta pesetas. ¡El
desengaño sería horrible!
»No faltes. Tuyo, A. I.»
Pasaría la noche acompañado y,
UNA^MANCHA DE SANGRE 43
además, aquella pequeña orgía se-
ría una especie de adiós á la vida,
por si acaso el Destino lo guardaba
para expiar en plazo breve en el
patíbulo un crimen que no había
cometido.
Felizmente, eso de meter una mu-
jer en casa a pasar la noche era
problema que no le preocupaba,
pues conocía la tolerancia del due-
ño de la casa, hombre de mundo y
a la moderna. En aquel inmueble
todo era lícito, menos dejar de pa-
gar el recibo en los primeros días
del mes; semanas antes, unos ami-
gos suyos habían de celebrar un
campeonato de ciclismo, en los des-
montes del paseo de Ronda, y como
el día se metió en agua francamen-
te, volvían a Madrid tristes y cabiz-
44 JOAQUÍN BELDA
bajos, cuando al pasar por la calle
de Columela, Arturo lgs vio desde
sus balcones, los invitó a subir, y
allí mismo, sobre el piso, a cubier
to de la lluvia, se celebró el campeo-
nato y hasta se estropearon dos
máquinas. El casero, que tuvo no-
ticia de ello, no sólo no se incomo-
dó, sino que escribió una carta al
campeón triunfante, felicitándolo
efusivamente, y diciendo que no per-
donaba que no se lo hubiesen adver-
tido, pues de haberlo sabido habría
mandado asfaltar el pasillo donde
se celebró la carrera, y establecer
en la cocina una ducha para los co-
rredores. ¡Y es que la leyenda de la
tiranía de los caseros, en la mayor
parte de los casos, es eso: una le-
yenda!
UNA MAXCHA DE SANGRE 45
Llegó la noche, y con ella, a las
nueve en punto, llegó Chichi; era
una criatura de edad indefinida,
pero cuyo cuerpo nervioso y ondu-
lante atraía a todo hombre media-
namente constituido; y no es que
nosotros la hayamos visto nunca
desnuda — ¡caray, pobre Arturo!—,
es que nos lo figuramos con esta
portentosa imaginación que Dios
nos ha dado, que es un sifón a me-
dio estallar.
Hubo besos, caricias, bromas de
buen gusto, y a las nueve y cuarto
se sentaban los dos a la mesa, pre-
parada en el mismo despacho de
Arturo, y servida por el portero,
que era toda la servidumbre del
joven*
No habían hecho los comensales
46 JOAQUÍN BKLDA
más que empezar a tratar con el so-
lomillo, que era el segundo de los
platos, cuando en los cristales del
balcón sonaron unos golpecitos sua-
ves... Los tenedores suspendieron el
viaje a las bocas, y Chichi se asustó
ligeramente:
—-¡Arturo, por Dios! ¿Qué será
eso?
—Calla, tonta; alguna piedra arro-
jada desJe la calle, y que ha dado
ahí como ha podido dar en las na-
nces de cualquier transeúnte.
Pero los golpes se repetían ahora
con más insistencia, y con un po-
quito más de fuerza. Chichi dio un
salto, se levantó de la mesa, i
caer una botella y fué a refugiarse
en un ángulo de la estancia, detrás
de una papelera:
UNA MANCHA DE SANGRE 47
—¿Ves, hombre? ¿Lo ves? ¡Toma
piedrecitas!
—¡Calla mujer! No pierdas tan
pronto lo serenidad.
—Pero si es que esos golpes no
tiene más remedio que darlos uno
qxe esté subido al balcón.
—Aunque así sea; cuando avisa
no vendrá a nada malo. A lo mejor
es el de la luz, que viene a cobrarla.
— ¡Ay, Arturo! ¿Para qué me has
hecho venir a tu casa esta noche?
¿Es que me tenías preparada algu-
na encerrona?
Pero tres golpes, ya rotundos y
secos, cortaron en flor el diálogo.
—Si me callo, me hace añicos los
cristales... ¿Quién es?
—Un amigo.— La respuesta la dio
una voz triste y doliente, que tem-
48 JOAQUÍN BRLDA
biaba un poco en el silencio de la
noche.
Arturo tenía miedo, pero la pre-
senciade Chichi, cada vez más aco-
rralada, le convirtió en un héroe.
Sacó un tono de voz gi ave y entero,
y volvió a preguntar:
—Y ¿qué quiere ese amigo?
—Entrar.
— Y ;por qué no lo hace por la
puerta de la calle y por la escalera,
como todos los seres civilizados?
— Porque el portero de la casa es
amigo mío, y, como le debo unos
cuartos, si me ve va a tener la pre-
tensión de que se los pague.
—¡Caray, pues es un problema!
Arturo pensó poco tiempo lo que
debía hacer: abriría el balcón. El
hombre que aguardaba tras su*
UNA MANCHA DE SANGRE 49
cristales podía ser un infeliz, pero
también podía ser un amoral, de
esos que se meten en las casas y se
llevan hasta las escupideras. ¡El re-
vólver lo tenía allí a la mano; el
gramófono también; era su arma
defensiva. Lo puso en marcha y co-
locó en él un disco de Sagi-Barba.
Con el silencio de la noche resonó
el estridor de aquella romanza de
El Juramento, que empieza:
«Cuál brilla el sol
en la alegre pradera:
cuál su perfume
despídela flor...»
Antes de abrir dijo a Chichi:
—Si tienes miedo puedes mar-
charte.
-—¡Nunca! Lo que sea de ti... que
sea de los dos.
4
50 JOAQUÍN BELDA
El muchacho corrió el estor, le-
vantó el cierre y abrió una hoja de
los cristales.
—Pase; está usted en su casa.
Un hombre alto y rubio, envuelto
el busto en una bufanda color ceni-
za, y lo demás del cuerpo cubierto
apenas por un abriguillo que fué en
tiempos verde-acacia y ahora era
verde-insolencia, penetró receloso
en la estancia, dando las buenas no-
ches como quien deja caer una mo-
neda de dos pesetas. Arturo, al ce-
rrar el balcón, creyó ver en la ace
ra de enfrente unas sombras que
dialogaban.
El recién llegado se desembozó y
tomó la palabra:
—Usted no me conoce a mi, seño-
rito Arturo. Yo... vengo a salvarle
UNA MANCHA DE SANGRE 51
a usted... No, no me dé usted las
gracias; lo hago por mi cuenta y
razón. Veo que se le acusa de una
hazaña que no ha realizado, y yo,
para...— Se interrumpió para decir:
—¿No podría callar el aparatito ese?
Porque, vamos, yo soy un admira-
dor de Sagi-Barba, pero así a des
hora, y en un momento tan solem-
ne, me parece un exceso.
Calló el barítono, y el hombre del
abriguillo siguió:
—Pues decía que yo voy a decir
donde debo toda la verdad; porque
eso de que le cuelguen a usted sam-
benitos tiene poca gracia. El que
cometió lo de anoche en el restau-
rant de la calle de Alcalá, y le llamo
lo de anoche, porque de crimen no
tuvo nada, fui yo, yo mismo, don
52 JOAQUÍN BE^DA
Arturo; y no se asombre usted ni
ponga esos ojos, que parece que va
a impresionar una película. ¡Yo!
Artemio Ichigoyen. Y crea usted
que cualquiera en mi caso hubiera
hecho lo que yo hice... Y usted,
señora, no me mire como a un bicho
raro, ni baje la cabeza cuando yo ]&
miro. Su árnica de ugted está bien
muerta... es decir, estaría, porque a
última hora parece que se va a sal-
var con eso del suero.
—Pero, ¿qué dice usted?
—Digo que a estas hora» no hay
más que una persona en el mundo
que sepa lo que pasó anoche en
aquel cuartito: e1 hijo de mi madre,
que no tuvo más que uno, porque
se quedó viuda a los dos meses de
casada.
USSA MANCHA DE SANGRE 53
— Báeo, bien, no divague, y haga
el favor de contarnos.. .
—Todo, señor; si no he venido a
otra cosa.
— ¡Caramba! ¿Sólo para eso asal-
ta usted una casa, a media noche,
jugándose la vida?
— Yerá usted: yo le voy a salvar
a usted, pero usted me tiene que
salvar a mí.
—¿Yo? ¿Qué puedo yo hacer...?
— Eso vendrá después; ahora, si
les interesa, oigan mi relato, que
usted permitirá que yo moje con
una copa de este vino que tienen us-
des aquí.
— ¡Cómo no! Ya lo creo,
Chichi, atenuado un poco el mie-
do y salió de su escondite y se acer*
có para no perder detalle. Arturo
54 JOAQUÍN BELDA
ofreció una silla al visitante, se aco-
modó él en un sillón y encendió un
cigarro; al darle uno al del gabán,
éste contestó con énfasis:
—Gracias, no fumo más que en
verano.
—¡Qué hombre más cabalístico!—
pensó Arturo. Y se dispuso a escu-
char como si hablase Cicerón.
—Ante todo— comenzó el asesino
— ¿qué iban a hacer aquel pollo y
aquella joven en el gabinete del hue-
co de la escalera de La Camelia
Negra? Parece que iban a cenar,
ñero no hay que fiarse de las apa-
riencias. Lo de la cena no era más
que un pretexto; la pidieron copiosa
porque no pensaban pagarla. Y asi
fué; aún no la han pagado. Bueno,
yo en su caso hubiera hecho lo mis-
UNA MANCHA DE SANGRE 55
mo„. No iban a cenar, iban a... sui-
cidarse.
—No olvide usted que hay menús
que son un suicidio.
—Bueno, pues iban a matarse,
porque los dos se amaban, y ayer
mismo, por la mañana, a eso de las
diez, descubrieron— como se descu-
bren estas cosas, por casualidad—
que él, hace dos años, tuvo que ver
con la madre de ella, y en cambio
el padre de ella...
—¿Tuvo que ver con la madre de
él? ¡Qué horror!
—No, no; no corra. El padre de
ella no era su padre, sino su... su...
La presencia de esta señorita me
cohibe.
—¿Quién, Chichi? No se preocupe
usted. Seguramente ella, en su fa-
56 JOAQUÍN BELDA
milia, tendrá también algún caso
de esos.
— ¡Arturo!
—Bueno, pues el padre de ella, de
a muerta, es decir, de la herida, no
es su padre, sino un amigo de su
madre y un aspirante al cariño de
la hija.
—Vamos, si: un lío.
— Dos, dos líos; créame usted
a mí.
—Y ¿por eso sólo querían ma-
tarse?
—Por eso; ellos tenían pensado
casarse, pero después del descubri-
miento, la boda era imposible; figú-
rese: ella hubiera sido cufiada de su
propia madre, y él cuñado también
de su suegro; de modo que los hijos
del matrimonio tendrían una abue-
UNA MANCHA DE SANGRE 57
la que sería una tía, y un padre que
sería un abuelo. El abuelo, por par-
te de madre, sería...
—Ya, ya... que el laberinto de
Creta, comparado con aquella fami-
lia, sería el plano de San Sebastián.
— Decidieron matarse, sí, señor,
porque, desgraciadamente, yivimos
en un país en el cual los novios que
no pueden casarse se matan.
—Y los que se casan se matan
también, para toda la vida, no le
quepa a usted duda.
•—Bueno; decidieron matarse, se
citaron en el restaurant, cenaron,
y cuando llegó el momento se echa-
ron a llorar los dos, como dos mo-
cosos. «Tira tú primero...» «No, tú,
que yo estoy muy nervioso...» «Pues
los dos a la vez...» Total, que les
58 JOAQUÍN BELDA
faltaba valor... Y yo oyéndolo todo
desde uno de los cajones del trin-
chero.
-¿Usted...?
—¡A ver qué rato! Encogido, he-
cho un ovillo; pero sin rechistar,
como un héroe.
—¿Y qué hacía usted allí?
— Haciendo tiempo, esperar. Es-
taba citado con dos amigos para las
tres de la madrugada, con objeto de
dar un golpe en una joyería de la
calle del Caballero de Gracia...
Arturo se puso en pie de un salto.
—¡Cómo! ¿Pero usted es...?
—Ladrón de oficio, sí, señor. ¿O
es que usted se creía que el hombre
que esta noche ha entrado en su
casa por el balcón era algún caba-
llero calatravo? Nada de eso. A mí
UNA MANCHA DE SANGRE 59
esto de subirme a los balcones me es
tan familiar como a usted tomar un
tranvía de los de Serrano. Pero no
se asuste; a su casa no he venido a
ejercer mi profesión, se lo aseguro.
— Lo que no comprendo es por
dónde entró usted en la habitación
de La Camelia Negra.
—Como no soy brujo no hago im-
posibles, y en aquella habitación no
se puede entrar más que por la
puerta. Por ella entré yo.
—¿Cuándo?
—Media hora antes que la pare-
jita.
—Y ¿para qué?
—Para derribar un trozo-de pared
que a mí y a mis dos amigos nos
permitiera llegar a la calle del Ca-
ballero de Gracia sin que nos atro-
60 JOAQUÍN BELDA
pellase un automóvil. Yo sabía que
aquel cuarto era el menos frecuen-
tado del restaurant y lo escogí.
—¿Nadie le vio a usted entrar?
— En el cuarto, no; pero en el lo-
cal, todo el mundo; dije que era el de
la luz, que iba a ver el contador, y
como éste se halla al pie misino de
la escalera, pues, jal pelo! Sólo que
una vez allí, y cuando me disponía
a empezar la faena, oigo pasos, es-
cucho que en el pasillo se hablaba
de entrar allí, y...
—Sí, había que pensar en la fuga.
jEso tiene ese oficio!
—¿Conoce usted alguno en que
no haya que salir huyendo alguna
vez?
— Sí, señor.
—¿Cuál?
UNA MANCHA DE SANGRE 61
—El de buzo.
— jBueno! El caso es que, yo, en-
tre salir al pasillo y tener que andar
con expiicaciones, o meterme deba-
jo de la mesa, elegí el trinchero, y
en él me metí, dispuesto a pasar allí
la noche. Y allí estaría todavía si,
en un momento de energía y de lu-
cidez, no hubiera hecho lo que hice.
Porque a última hora resultó que
al galán se le había olvidado el re-
vólver, y «n la habitación no había
más arma mortífera que los cuchi-
llos de postre. El porvenir empeza-
ba a presentárseme negro; quedar-
me allí era imposible, porque si
aquellos tórtolos se mataban acudi-
ría la policía, registrarían la habi-
tación y...
—Ya, ya...
62 JOAQUÍN BELDA
— Y si no se decidían a matarse lo
mismo podían estar allí media hora
que medio año. Quedaba una solu
ción, pero fantástica: salir del ca
jón, presentarme a aquellos seño
res, y decirles tranquilamente: «Per
donen ustedes que les interrumpa
pero me quedé dormido ahí dentro
antes de que ustedes vinieran, y...>
Era peligroso, porque nadie sabe
cómo me hubieran acogido; eran
dos contra uno, y dos que habían
cenado, contra uno que no había to-
mado nada desde las tres. Entonces
tuve una idea genial: salvarme yo,
sacando al mismo tiempo a aquel
par de infelices del callejón sin sa-
lida en que se habían metido. Ellos
querían matarse y no podían; pues
bien, los mataría yo, y una vez
UNA MANCHA DE SANGRE 63
muertos, ya me las compondría
para salir de allí.
—No hay que negar que tiene us-
ted ideas geniales.
—Gracias, es de familia. Mi pa-
dre inventó un paraguas sin vari-
llas, pero le robaron los planos del
invento y murió en la miseria; sus
hijos, los días de lluvia, tenemos
que refugiarnos en los soportales de
la Plaza Mayor para no ponernos
hechos unas sopas... Pues decía que
pensado el proyecto, como lo pensé
lo hice; con suavidad fui abriendo
el cajón, y saqué primero una pier-
na, luego otra, después una mano,
y lo último que saqué fué la cabeza,
que se me quedó dormida en un rin-
cón. La señorita, por estar frente
al trinchero, fué la primera que me
64 JOAQUJNBELDA
vio; yo la hice señas para que calla-
se; pero ella hizo algo más que eso:
sin pronunciar una palabra, sin pro-
ferir un grito, se levantó de la silla,
inició unos compases de vals-bos-
ton, y cayó al suelo muerta.
—¿Muerta?
—Eso creí yo; y he visto por la
Prensa que todo ello no fué más que
un colapso cardíaco.
—Y él ¿qué hizo mientras?
—No me había visto, no llegó a
verme siquiera, porque yo, viendo
que uno de los dos ya estaba fuera
de combate, sin que yo hubiera te-
nido que mancharme las manos de
sangre, decidí despachar al otro en
segutda. Avancé con cautela, me
coloqué a su espalda, empuñé una
botella de benedictino que había so-
UNA MANCHA DE SANGRE 65
bre la mesa, me entró la locura ho-
micida de que hablaba Lombroso, y
me la bebí de un trago; después, con
el casco vacío, le abrí un boquete
en la frente, brotó la sangre, y cayó
al suelo el joven, primero de rodi-
llas, después a lo largo. La agonía
fué breve... La botella debió meter-
se íntegra dentro de la cabeza, por-
que yo no la volví a ver.
Al llegar a este punto del relato,
Chichi dio un grito e inició un ata-
que de nervios; pero Arturo, que
indudablemente tenía sobre ella un
gran dominio, pues aún no le había
entregado los diez duros prometi-
dos, la contuvo con estas palabras:
—¡Mujer, por Dios! Espera que
acabe el señor su narración. ¿No ves
que ahora, si te pones mala no te
6
66 JOAQUÍN EELDA
vamos a poder atender como tú te
mereces?... Siga usted, buen hom-
bre, siga usted.
—En rigor, ya no me queda casi
nada que decir. Salí de la habita-
ción como usted ya sabe, como han
dicho los periódicos; gané la calle a
fuerza de piernas, y aquí estoy.
—Siga usted.
—No, si ya he acabado.
—¡Que ya ha acabado usted! Pero
eso no es posible. Usted sabe algo
más, mucho más de lo que nos ha
contado, y ese mucho es precisa-
mente lo que a mí más me interesa.
En primer lugar, ¿por qué se me se-
ñala a mí como el autor del crimen?
—Porque se le ha confundido a
usted. conmigo.
—Y ¿por qué esa confusión?
UNA MANCHA DE SANGRE 67
—Yo creí que tenía usted ojos en
la cara. Yo soy un hombre alto,
¿verdad? Pero usted no es bajo. Yo
soy rubio: usted no tiene nada de
moreno. Mi nariz y la de usted, en
un concurso de páranlos, queda-
rían empatadas para el primer pre-
mio. El bigote los dos nos lo recor-
tamos a la inglesa, porque somos
hombres de nuestro tiempo; y en
cuanto al lunar de la oreja izquier-
da, los dos lo tenemos, sin más di-
ferencia que el de usted es natural
y el mío es consecuencia de una per-
digonada. Nuestros nombres y ape-
llidos empiezan por las mismas le-
tras: A. I. Luego ya ve usted que el
joven alto, rubio, de nariz provoca-
tiva, etc, que anoche asesinó a dos
personas en La Camelia Negra, lo
68 JOAQUÍN BELDA
mismo puedo ser yo que usted...
Porque lo de muy buena familia es
también un denominador común; no
olvide usted que mi padre fué el in-
ventor de los paraguas...
— Sin tela... descuide usted, que
no lo olvido... Pero vamos a otra
cosa. ¿Qué lío es ese de la cartera?
¿Por qué sobre el cuerpo de la joven
a quien usted mató... de un susto se
encontró una cartera con una gota
de sangre? ¿Por qué mi cartera,
exactamente igual a la hallada so-
bre el cuerpo de la joven, amaneció
ayer mañana con una mancha idén-
tica?
—Yo no veo en eso lío ninguno.
Que la joven llevara encima una
cartera y que ésta tuviese una man-
cha de sangre, ¿es algo misterioso?
UNA MANCHA DE SANGRE 69
Si tenía la costumbre de llevarla
siempre encima, la cosa más natu-
ral es que tuviese esa mancha; por-
que, ¿a quién no se le sueltan alguna
vez las narices? ¿A quién no le han
dado alguna vez un puñetazo en los
morros que le ha hecho manar san-
gre por las encías?
—¡Hombre, a mucha gente! ¡A mí,
por ejemplo! ¡Ni creo que haya na-
cido el...!
—Es usted muy joven.
—Bueno; usted lo explica todo.
Explique usted lo mío, lo de mi car-
tera. ¿Por qué, en una noche, sin ha-
ber salido de mi bolsillo, se mancha
de sangre, y de sangre humana, y
precisamente en el mismo sitio que
la otra?
— ¡Ah! Eso... usted sabrá...
70 JOAQUÍN BELDA
—¿Yo? ¡Qué he de saber! Crea us-
ted que es para volverse loco. La
cosa, racionalmente, no admite más
que una explicación: unhombre atre-
vido, que tiene el hábito de entrar
por los balcones en las casas ajenas,
y que para preparar una coartada
viene aquí mientras yo duermo y
deja una cartera en el bolsillo de
una americana.
— ¡Que le afeiten a usted la ca-
beza!
Lector: es de noche, y en el reloj
de San Cayetano acaba de dar la
una. Por la calle de Embajadores
baja un hombre muy embozado en
una capa, y con un sombrero de
paja en la cabeza. Llueve, hace
UNA MANCHA DE SANGRE 71
frío y Dato sigue en el Poder...
Como ves, lector, hay noches con
hueso.
¿Dónde va aquel hombre con tan
extraña indumentaria? ¿De dónde
viene?
En la calle no hay nadie, pues el
sereno ha subido en aquel momento
a acompañar hasta la puerta de su
piso— sexto con entresuelo— a la co-
madrona del 60, y cuando baje se-
guramente habrá amanecido ya. Al
final de la calle, casi esquina al
Portillo, hay un bar-tupi-limpiabo-
tas que ostenta, en letras azules so-
bre fondo verde, el siguiente título:
«Au rendez-vous des gourmets».
A aquella hora no está más que
entreabierto, pero por la rendija de
la puerta sale a la calle el aire gua-
72 JOAQUÍN BELDA
son de un tango argentino, tocado
por uno de esos pianos mecánicos
que en cierta clase de estableci-
mientos han venido a sustituir a los
clásicos organillos.
El dueño del local, hombre abier-
to a todas las iniciativas modernas,
ha instalado en él, hace unos quince
días, un tangonia-club, donde los
jueves y domingos, de doce a seis
de la madrugada, se celebran unos
desayunos-tangos que amortiguan
el flato. Lector: hoy es jueves; con-
que, no te decimos más.
El hombre de la capa y el paja se
detiene un momento a la puerta:
vuelve la cara, mira en derredor, y
al ver que nadie le espía, va a la
acera de enfrente, se arrima a la
pared, como un niño castigado, y
UNA MANCHA DE SANGRE 73
hace lo suyo, faltando a las orde-
nanzas municipales, sin que la con-
ciencia le dé ni un solo grito. Cruza
de nuevo la calle, y se mete en el
rendes vous.
Este local consta de dos amplias
habitaciones separadas por una cor-
tina, que en tiempos debió ser col-
cha de cama. En la primera, en
la inmediata a la calle, hay un
mostrador, unas mesas y unos ta-
buretes; en la segunda... ¡bueno, la
segunda, a aquella hora, es un tra-
sunto de la corte del Rey Sol!
Todo el mocerío callejero del ba-
rrio, y aun de más allá, pues han
venido también las Aspasias de la
Plaza del Progreso y las Mesalinas
de Lope de Vega, hace aquella ma-
drugada estación allí, y baila sin
74 JOAQUÍN BELDA
saber lo que baila ni para qué, con
una furia de bacanal.
El salón es amplio y está lleno;
en el centro de él un hombre calvo,
con un palo de cortina rematado en
unos zorros, representa el orden
elemento sin el cual, según algunos
no puede existir ninguna sociedad
Allí, como en el Ritz, en el Pala
ce y en los salones de las duquesas
triunfa el tango argentino, esa dan
za que parece una burla hecha al
vals y que da la idea de que los bai-
larines padecen de callos en ambos
pies, y están deseando colgarse de
una percha. Sólo que allí, sin los re-
milgos de los barrios del centro, se
baila el tango en su propia salsa,
como lo bailan los pamperos en año
de buena cosecha; la mujer se aga-
UNA MANCHA DE SANGRE 75
rra al hombre como el náufrago a
la tabla salvadora, y el hombre se
ase a la mujer como el muérdago a
la encina. Huele a aguardiente y a
sudor, se habla bajito y se ríe a car-
cajadas, y cuando, de vez en cuan-
do, dos parejas se tropiezan en las
evoluciones naturales de la danza,
en vez de pedirse perdón se insul-
tan con rabia, y los hombres se de-
safían con la mirada para luego.
Luego, el desafío suele acabar en el
mostrador de la entrada, donde los
disparos son con bala rasa.
En aquel mostrador, el hombre
del paja, al entrar, se sopló un
vermú, pagó, y fué a pasar al
baile. Un jovencito con tufos le
detuvo junto a la cortina para de-
cirle:
76 JOAQUÍN BELDA
—Le advierto, amigo, que el guar-
darropa es gratuito.
—¿Y qué?
—Pues que si no deja usted aquí
la pañosa y el zeppelin ese que lle-
va usted en la cabeza, no puede pa-
sar al salón.
—Y eso, ¿por qué?
— ¡Ay, qué hombre! Le he dicho a
usted que el guardarropa es gratui-
to, y además obligatorio.
— Vamos, sí: como la enseñanza
primaria.
—No sé nada de eso; pero por si
es un camelo, sepa usted que yo los
gasto de cuero y a la medida.
—El que no te entiende ahora soy
yo... Pero toma: la capa y el casco.
Cuídamelo bien, que es de contra-
bando.
UNA Mx\NCHA DE SANGRE 77
—Por ése no hay cuidado; como
si dejara usted un cheque a la vista.
— Pues me has estropeado la
combi.
—Quién ¿yo?
—¡A ver! Como que eso del paja
era un telégrafo de señales. Me he
citado aquí con uno. y para no an-
dar buscándonos toda la noche en-
tre tanta gente, le dije: «Llevaré un
sombrero de paja; de modo que en
cuanto huelas la paja, acude». Por-
que no se le iba a ocurrir a otro ve-
nir con jipi esta noche, ¿verdad?
— Y ¿quién es ese a quien usted
busca?
—Se ha llevao los muebles.
—Hombre, lo pregunto para ver
si lo conozco y buscarlo.
—No te preocupes. Lo encontraré.
78 JOAQUÍN BELDA
Y Arturo entró en el salón del
tango a cuerpo gentil, y con un cla-
vel en la solapa de la americana.
Sí, lector: el hombre misterioso de
la capa y el paja era Arturo, el in-
feliz Arturo, que en busca de la ver-
dad se había metido en aquellos
días en los siguientes lugares: una
ladrillera del camino de Barajas, el
Museo de Arte Moderno, una alcan-
tarilla del paseo de las Acacias,
una casa de la calle del Rollo, la úl-
tima sección del Chantecler y una
casa de préstamos del barrio de Po-
zas.
jY la verdad sin aparecer! Desde
la noche en que el asesino de La
Camelia Negra se metió en su casa
por el balcón y les colocó a él y a
Chichi aquel cuento chino del asesi-
UNA MANCHA DE SANGRE 79
nato premeditado en el cajón de un
trinchero, Arturo recibía a diario
un par de anónimos, redactados en
la forma siguiente: «Si quiere usted
saber de una vez toda la verdad, no
deje de ir hoy a tal sitio y a tal
hora».
Iba, y se encontraba casi siempre
con un muchacho andrajoso que le
preguntaba con mucho misterio:
—¿Es usted el señorito Arturo?
—El mismo, hijo mío, ¡por mi mal!
— Bueno, pues yo estoy aquí para
decirle a usted que la persona que
le ha citado no puede venir a esta
hora, y que mañana le escribirá a
usted diciéndole dónde se pueden
ver.
El día que lo citaron en el Museo
de Arte Moderno el chiquillo andra-
80 JOAQUÍN BEL DA
joso se trocó en un hombre que pa-
recía un cesante, y que llevaba im-
presa en el rostro la huella de una
profunda melancolía; le colocó la
frase de ritual y acabó pidiéndole
que le convidara a percebes en una
pescadería de la calle de Serrano,
donde los recibían a diario de
Mahón, pues hacía cuarenta y dos
horas que no había tomado nada
caliente. Arturo cayó en el lazo, y,
a cambio del convite, quiso que el
hombre le dijera quién era el ser
misterioso que a diario le citaba, y
que, por lo visto, conocía toda la
verdad; pero el convidado, con el
último percebe en la boca, se revis-
tió de una dignidad que nadie sos-
pechara en él y se negó rotundamen-
te a delatar al incógnito. Como Artu-
UNA MANCHA DE SANGRE 81
ro insistiera, hubo de decirle con en-
tereza :
—Caramba, señor mío, si por seis
reales de percebes quiere usted que
yo falte a la fe jurada, ¿qué sería
usted capaz de exigir de mí si me
hubiera convidado a comer en casa
de Botín? Seguramente me pediría
usted la honra, o que le votase en
las próximas elecciones para con-
cejal.
La cita de hoy había sido en el
«Rendez-vous des gourmets»; por
lo visto el incógnito personaje que-
ría que conociese a fondo todos los
rincones de Madrid. El anónimo de-
cía que hoy la entrevista era segu-
ra, y que para reconocerse en la
multitud procurase Arturo llevar en
la cabeza algo que no fuese vulgar,
6
82 JOAQUÍN BELDA
algo que llamase la atención, un
sombrero de paja, por ejemplo, pues
no era cosa de que se pusiese un
sombrero de señora o un morrión.
Sólo que el anónimo comunicante,
al tomar aquella precaución, se ha-
bía olvidado por lo visto de que el
servicio de guardarropa en el esta-
blecimiento de la calle de Embaja-
dores era gratuito y obligatorio.
Como los cargos populares en la
curia de la antigua Roma.
*
* *
¿Cómo le habría conocido? El caso
era que cuando más embelesado es-
taba él admirando lo bien que tan-
gueaba una pareja de señoras solas,
se le acercó un hombre, le cogió del
brazo y le dijo, con una voz que pa-
UNA MANCHA DE SANGRE 83
recia salir de un barril de aguar-
diente:
—¿Es usted don Arturo?
—El mismo, para servirle.
—Bueno, pues haga usted el fa-
vor de venir conmigo.
—Vamos.
Cruzaron el salón; en muchos si-
tios tuvieron que abrirse paso a co-
dazos. Allá, en un rincón que estaba
medio a obscuras, había dos mu-
jeres sentadas en un banco que pa-
recía un cajón de petróleo. El hom-
bre le había preguntado por el ca-
mino:
—¿Le gustan a usted gordas o del-
gadas?
—¿El qué?
—Las mujeres. ¡Qué va ser!
—Podían ser las chuletas de huer-
84 JOAQUÍN BELDA
ta... Pues me gustan de todos mo-
dos. ¿Y a usted?
— Entonces nos vamos a arreglar
en seguida...
Y al hallarse frente a las dos mu-
jeres, le dijo lacónico:
—Elija usted.
La una era gorda hasta el pleno
y la otra tan delgada que parecía un
hombre anémico: pero las dos eran
agraciadas de rostro.
—¿Que elija yo? ¿Para qué?
— Para bailar.
—Le advierto a usted que yo,
esto del tango no lo muevo bien.
—¡Toma, ni yo tampoco! Pero si
no bailamos vamos a llamar la aten-
ción, y eso no creo que le convenga
a usted.
—Perdón; como yo voy a llamar
UNA MANCHA DE SANGRE 85
la atención es si bailo, no le quepa
duda. Pero, en fin, sea lo que Dios
quiera; allá voy.
Arturo, como hombre previsor,
eligió a la gorda; al estrecharla en-
tre sus brazos parecía haber cogido
un colchón, para trasladarlo de una
habitación a otra. Pero ella era una
maestra en eso de la danza; él, sin
más que dejarse llevar, resultaba
un campeón, y mientras su acompa-
ñante se per día con la flaca por el
bullicio de las parejas, ellos se en-
contraron a las pocas vueltas en una
especie de oasis donde la aglomera-
ción disminuía, y donde, por lo
menos, se podía respirar. No habían
desplegado los labios, pero de pron-
to ella, tuteándole con todo candor,
comenzó a hablarle muy bajito:
86 JOAQUÍN BELDA
—Oye, Arturo, desconfía de tu
portero.
— ¿Por qué dice usted eso, se-
ñora?
Entre las notas calientes y gua-
sonas del tango sonaba la voz de
ella como la de una extraña sibila
que no quisiese descorrer del todo
el velo de la verdad.
—Yo sé por lo que lo digo. Y la
cartera, lo que debes hacer es que-
marla.
—Pero si es preciosa y además le
tengo cierto afecto.
—Conservándola en tu poder pue-
de ser tu ruina.
—Bueno; pero ya que eres tan
franca conmigo, ¿quieres decirme
por qué se manchó de sangre sin
salir de mi bolsillo?
UNA MANCHA DE SANGRE 87
—No lo sé, y si lo supiera no po-
dría decírtelo.
—Entonces, ¿para qué he venido
yo aquí esta noche? Se me prometió
que sabría toda la verdad.
—¿Quieres saber una verdad muy
grande?
—Venga de ahí.
Llegaban a la cuarta figura de la
danza, aquella en que el hombre y
la mujer se balancean, cada uno
para un lado distinto, como si no es-
tuviesen conformes en nada de este
mundo. Arturo se iba ya fatigando.
—Oye, ¿no podríamos sentarnos
un poquito, aunque fuera en el
suelo?
Primero escucha, y que no se te
olvide lo que voy a decirte... Antes,
una advertencia: en cuanto dejemos
m JOAQUÍN BELDA
de bailar habíame de cosas indife-
rentes, pero ni una palabra del asun-
to... Pues te comunico que todo
cuanto te contó la otra noche en tu
casa el hombre rubio que entró por
el balcón, es mentira.
—Me lo había olido. Pero enton-
ces, ¿quien mató a los jóvenes de La
Camelia Negra}
—Agárrate.
—Ya lo hago: ¿es que vamos a
cambiar el compás?
—No; lo digo para que no te cai-
gas al oirme.
—Habla.
—¿Sabes quién fué eí asesino del
restaurante. • ¡Nadie!
—¡¡Cómo!!
En aquel momento dejaron de
bailar: ella se agarró a su brazo y
UNA MANCHA DE SANGRE 89
lo llevó hacia la calle. Arturo esta-
ba como loco. ¡Nadie! ¿Qué había
detrás de aquella palabra? Un ase
sinato sin asesino... ¿Era esto posi-
ble? Algo así como una corrida de
toros sin toros. Estaba aviado: ha-
bía venido a enterarse de todo, a
saber la verdad, y tenía que mar-
charse con un lío más en el cerebro,
y una sombra más en el conjunto
de ellas que envolvían el deplorable
asunto.
Porque se tenía que marchar; la
mujer gruesa se lo ordenaba impe-
riosa:
—Ahora vete a la calle; no tienes
más remedio. Tu vida aquí peligra-
ría; hay quien te acecha. Dentro de
pocos días volveremos a citarte en
otro sitio, y entonces sabrás algo
90 JOAQUÍN BELDA
más.— Y de un empujón lo puso al
otro lado de la cortina, junto al
guardarropa.
—Sí, se iría a la calle; le había en-
trado miedo de estar allí. Sacó la
chapa con el número que le habían
dado a la entrada, a cambio de la
capa y el sombrero, y la entregó al
mocito con tufos.
—El 38— cantó éste en voz alta, y
fué corriendo a buscar las prendas
en el montón de ellas que había so-
bre unas sillas.
Arturo se impacientaba; transcu-
rrieron unos segundos, y el de los
tufos volvió algo azorado:
— Lo de usted es una capa y un
paja, ¿verdad?
—Sí, hombre; ¿no te acuerdas?
—Va en seguida.— Y volvió a
UNA MANCHA DE SANGRE 91
la busca, esta vez más inquieto.
Arturo comenzó a mirarle con
cierta inquietud. Cuando al poco le
vio volver con las manos vacías, se
escamó de veras.
—¿Recuerda usted de qué color
era la capa?
— jYa lo creo! Había sido azul;
ahora ya iba tomando un tinte amer-
luzado que le iba muy bien.
—¿Y las vueltas?
—Bicolores: verde-amistad y ro-
jo-insolación.
— Voy a ver.
Durante toda aquella escena, Ar-
turo observó, por casualidad, que
un hombre no dejaba de mirarle,
volviendo la cabeza para otro lado
cuando él, a su vez, le miraba; y
notó algo más; que aquel individuo,
92 JOAQUÍN BELDA
tan pronto como alguien se interpo-
nía entre él y Arturo, se acercaba,
y con muy buenos modos rogaba
que se apartasen para dejarle ver
a su sabor. No había duda, la gorda
tenía razón: le espiaban. Y le entra-
ron unas ganas terribles de irse a la
calle.
El de los tufos volvió otra vez:
—El sombrero era de paja, ¿ver-
dad?
—Sí, hombre, sí; de paja. ¿Qué
ocurre? ¿Os lo habéis comido?
— jAy, señorito, qué compromiso!
Nos va usted a tener que dispensar.
—Pero, ¿qué ha pasado?
—¡Una cosa horrible! Que en un
momento en que me he ido al salón
a dar unas vueltas de baile, porque
uno también es hombre, se ha que-
UNA MANCHA DE SANGRE 93
dado al cuidado de esto mi padre,
que está medio ciego...
—¿Y qué?
—Pues que se conoce que ha equi-
vocado los números, y al salir el 83
le ha dado lo de usted, que es el 38.
—¡Pero qué bruto!
—Es que, sabe usted, tiene una
enfermedad en la vista, que le hace
ver los números al revés...
— ¿Y con qué me voy yo ahora a
la calle?
—Si quiere puede llevarse lo que
hay en el 83.
—¡Maldita sea la hora en que vine
aquí! Pero, molido niño, ¿qué demo-
nios hay en el 83?
—Esto—, Fué corriendo y trajo
una bufandilla, de esas que no son
más que una ilusión de abrigo, y
94 JOAQUÍN BELDA
una gorra de pelo, sucia por fuera
y grasicnta en su interior.
Arturo se cegó a la vista del cam-
bio; su capa soberbia, que todavía
podía tirar tres años— sobre todo si
no se la sacaba de casa— y su som-
brero de paja, que estaba empezan-
do a vivir, trocados por aquellos
pingajos que parecían el ajuar de
una destrozona...
—Pero, niño funesto, ¿con esos
trapos quieres tú que me vaya yo a
mi casa?
El niño comenzó a picarse.
—¿Y qué quiere usted que yo le
haga, señor? Vayase a cuerpo, o to-
me usted un coche a la salida.
—Trae acá eso, que lo que yo
quiero es marcharme cuanto antes
de este presidio... ¿No me puedes
UNA MANCHA DE SANGRE 95
decir, por lo menos, quién se ha lle-
vado lo mío?
— ¡Ah, eso sí; me acuerdo perfec-
tamente! El señor Obdulio, el de la
calle de Cisneros.
—¿Y quién es ése?
— Uñ trapero, que tiene un bazar
de ropas hechas en la Ronda, junto
a las tapias de la Veterinaria.
—¡Dios santo! En ese bazar esta-
rán mañana mis prendas, expues-
tas a la vergüenza pública, y ex-
puestas, además, a que un compra-
dor rumboso las adquiera por ocho
o nueve reales. jQué asco!
Se lió la bufanda al cuello y a la
cabeza para evitar la pulmonía, y
tiró la gorra al suelo, pisoteándola
encima. jEn seguida se ponía él en
la cabeza aquel foco de infección!
96 JOAQUÍN BELDA
Al salir a la calle y pasar por
frente al mostrador, donde estaba
el dueño del antro, no pudo conte-
nerse y dijo:
—¡Vaya un servicio! ¿Y para eso
le pone usted a esta pocilga un nom-
bre francés? ¡Como si en español no
existiera la palabra cuadra!
Aquel desahogo le valió salir a la
calle escoltado por los insultos del
dueño y de algunos parroquianos:
— ¡Vaya el pollo!
—¿Por qué no va usted a los bai-
les de Palacio?
—¡Zape!
—¡Que se va a constipar!
—¡Y luego mamá le pega!
Los despreció a todos, y sólo se
fijó en una cosa, que le intrigó en
grado sumo: cuando la bronca esta-
UNA MANCHA DE SANGRE 97
ba en su apogeo, el hombre que le
había estado espiando mientras él
discutía con el del guardarropa, le
acompañó hasta la puerta, procu-
rando que nadie se le pusiese delan-
te. Al pasar por frente al dueño del
establecimiento, le guiñó un ojo, y
sonrió, como diciendo: «Esto ya
está».
¿Qué nube espesa se iba formando
en torno de él?
*
¿Por qué la Prensa— esa palanca,
etcétera— había dejado de repente
de hablar del crimen de La Camelia
Negra a. los tres o cuatro días de co-
metido?
No se había descubierto al autor;
la pista, dada el primer día, del jo-
7
98 JOAQUÍN BELDA
ven alto y rubio, etc. , se había aban-
donado por estimarse falsa; la joven
víctima del suceso estaba ya buena
y sana, y ahora, que podía hablar y
contribuir a aclarar el misterio, no
se le había ocurrido a ningún repór-
ter ir a visitarla y arrancarla hábil-
mente una confesión.
Pero lo más extraño fué el suelto
que publicaron al quinto día casi to-
dos los periódicos, y que parecía un
suelto de contaduría. Decía así:
«Desde hoy dejaremos de hablar a
nuestros lectores del crimen de La
Camelia Negra. Este silencio nues-
tro no es definitivo, no es más que
provisional; dentro de algún tiempo
contaremos el final, absolutamente
imprevisto e inesperado, que ha te
nido un suceso que tanto apasionó
UNA MANCHA DE SANGRE 99
al público; por hoy no podemos, pues
sería acaso destruir ese mismo final» .
¡Un misterio más que añadir a los
muchos que se acumulaban sobre el
hechoí
La entrevista habida en casa de
Arturo, entre éste, Chichi y el hom-
bre que se coló por el balcón, había
terminado de un modo grotesco. El
presunto asesino había dicho:
— Yo estoy dispuesto a salvarlo
a usted; pero usted tiene que salvar-
me a mí.
—¿Yo? ¿Qué he de hacer?
—Muy sencillo: decir que si yo
maté al joven rubio de un botellazo
en la frente fué porque él, a su vez,
quiso estrangularme.
—¿Y cómo voy a decir yo eso?
—Pues afirmando que lo vio us-
100 JOAQUÍN BELDA
ted todo desde el otro cajón del trin-
chero, donde se había escondido al
mismo tiempo que yo.
—¡Hombre, vaya usted a paseo!
— ¡Ah! ¿Se niega usted? Pues nos
veremos las caras en otra parte.
Y diciendo esto, con un tono de
amenaza inenarrable, volvió a mar-
charse por donde había entrado co-
mo una sombra que se esfuma.
Claro que aquel hombre era un
farsante. Arturo se convenció de
ello. Su versión del crimen, en la
que había un cincuenta por ciento
de fantasía y otro cincuenta de gua-
sa y de camelo, no era más que un
dislate inaceptable. Pero entonces,
¿a qué había ido a su casa aquella
noche? ¿Qué móvil le guiaba? ¿Se
trataba de un loco?
UNA MANCHA DE SANGRE 101
Por todos lados el enigma.
Cuando Arturo volvió aquella no-
che a su casa, con la cabeza tapada
por la bufanda, defendiéndose de la
meningitis, tenía tomadas dos reso-
luciones irrevocables: quedarse en
Madrid, por ahora, y deshacerse de
la cartera manchada de sangre, con
arreglo al consejo de la señora gor-
da que había bailado con él.
¿Para qué había de huir? ¿De
quién o de qué? El asunto, según el
suelto de la Prensa, había termina-
do; la pista del hombre rubio era
falsa; luego al salir a la calle, en
Madrid, no podían aguardarle más
molestias que las naturales que nos
produce a todos el mal estado del
pavimento y el hallazgo fortuito con
ios acreedores.
102 JOAQUÍN BELDA
¡La cartera! Constituía un peli-
gro, indudablemente; peligro que no
se sabía a punto fijo en lo que con-
sistiese, pero por lo mismo más te-
mible.
Encendió el infiernillo de alcohol,
en que calentaba los emparedados
y los parches porosos, y en sus azu-
les llamas fué chamuscando prime-
ro la piel dura de la cartera, que
despedía un olor bastante desagra-
dable. No fué labor fácil la de redu-
cir a cenizas todo aquello; cuando
lo hubo conseguido, las recogió en
un papel, abrió el balcón famoso y
las aventó en el silencio de la noche.
¡Cenizas! ¡No había otro remedio!
Si para deshacerse de ella la hu
biera arrojado a un pozo o puesto
al paso de un tranvía para que la
UNA MANCHA DE SANGRE 103
aplastase, seguramente al otro día
llamaría a la puerta un desconocido
para devolverla, aunque la hubiese
tenido que sacar del centro de la
tierra. Pero ahora ya... ¡un poco de
polvo! En polvo se había convertido
también aquella fatídica mancha de
sangre, que había llegado a conver-
tirse en una obsesión, en una pesa-
dilla.
Cerró el balcón, corrió el estor,
se quitó las ropas, se metió en la
cama y se quedó dormido con la
tranquilidad de un justo y con la
inconsciencia de un bebé.
*
En aquella época del año no ama-
necía hasta las seis y media de la
mañana; de modo que cuando a las
104 JOAQUÍN BELDA
seis menos cuarto abrió la puerta
del establecimiento el señor Lucas,
era casi noche cerrada. Pero no ha-
bía más remedio: alas seis estarían
allí aquellos señores de Madrid, que
probablemente no se habrían acos-
tado, y no era cosa de que la puerta
les diera en las narices.
Además, que a él el madrugón no
le podía; en cuanto se tomaba dos
inyecciones de cazalla para uso in-
terno, como si hubiera salido el sol.
Acabó de abrir las puertas, sacó
a la calle el farolillo y fué a dar la
vuelta al camino de Fuencarral, por
si veía venir a alguno de los matu-
teros.
Como no le cumpliesen hoy el en-
cargo, le fastidiaban más que nun-
ca; necesitaba seis conejos antes de
UNA MANCHA DE SANGRE 105
las diez de la mañana, y si no se los
traían, ¿qué les iba a poner de comer
a aquellos señores, que no saldrían
un día al campo para hacer peni-
tencia?
Mirando para lo bajo del barran-
co vio entre las sombras subir un
bulto que le llamó la atención; el
que fuera, o estaba borracho o ve-
nía escondiéndose de alguien, pues
subía por el atajo de los pinos, ba-
lanceándose de un lado para otro, y
pasando de árbol en árbol, como si
no quisiera dejar mucho tiempo el
cuerpo a descubierto.
Por si era uno de los del matute,
le hizo el silbido de ritual, pero no
contestó y siguió andando. Se acer-
caba, y el señor Lucas tomó sus pre-
cauciones; se pegó a la pared del
106 rOAQUIN BELDA
patio de su casa y buscó a tientas
algo que abultaba en el bolsillo del
pantalón. Se iniciaba una claridad
anémica por encima de Madrid: en
el fondo parpadeaban las lucecillas
de Fuencarral.
El caminante se aproximó, subió
al camino y dio unas buenas noches
muy pacíficas al señor Lucas; iba
a seguir de largo, pero pensó otra
cosa.
—Diga usted, buen hombre: ;este
es el sitio que llaman La Jaramilla?
—El mismo, sí, señor.
—¿Cae muy lejos de aquí el ven-
torro del señor Lucas?
—Está usted hablando con el due-
ño de ese ventorro, que es esta casa
a cuyo amparo estamos.
—Pues entonces aquí me quedo.
UNA MANCHA DE SANGRE 107
Estoy citado con unos señores...
—¿Será usted también de la par-
tida?
—¿De qué partida?
— Hoy espero en mi casa a unos
señores de Madrid que vienen a pa-
sar aquí el día; bueno, aquí y en los
alrededores. Son diez o doce, y pue-
de que usted sea uno de ellos.
— Vamos a ver: ¿quién es Pascual?
—Pascual, así a secas, no conoz-
co ninguno.
—¿Y Romaguera?
— ¡Ni a la ventana te asomes!
—Es decir, que usted espera hoy
en su casa a una gente que no sabe
quién es. Pues lo mismo me pasa a
mí. Se me ha citado aquí, y no sé
quién me cita, ni para qué se me
cita. Me dicen que para una cues-
108 JOAQUÍN BKLDA
tión que me interesa muchísimo;
supongo que no será para comer-
nos un arroz con pollo.
—Si le parece a usted pasaremos
dentro; el sol, como aún no ha sali-
do, calienta poco todavía, y aquí no
se está bien.
Pasaron al establecimiento, una
especie de cueva con el techo tan
bajo que se tocaba con los codos al
beberse un vaso de vino. Estaba
limpio aquello, con varias mesas
redondas distribuidas acá y allá y
una enorme provisión de botellas y
frascos de vino, colocados en paso
de parada sobre el mostrador. En
el testero del fondo había un cromo
de colorines que representaba el
hundimiento del Mainc en la bahía
de la Habana; las moscas ha-
UNA MANCHA DE SANGRE 109
bían dejado en él señales de su
paso.
Una taza de café caliente que Ar-
turo tomó como desayuno le puso el
cerebro en plena ebullición, y en
seguida, como le venía ocurriendo
desde hacía quince días, empezaron
a bailarle una porción de proble-
mas. Vamos a ver: si aquellos se-
ñores, según le acababa de decir el
industrial, no pensaban aparecer
por allí hasta más tarde, ¿por qué
le habían citado a él a la salida del
sol? ¿Y por qué la cita había sido
allí, a siete kilómetros de Madrid, y
no en un café de la calle de Alcalá,
donde se puede hablar de todo, sin
que se entere nadie más que el ca-
marero de turno y los vecinos de
las mesas inmediatas? Pues ¿y to-
110 TOAQU1N BELDA
das aquellas instrucciones para lle-
gar hasta allí? Venga usted a pie,
no coja un coche por nada de este
mundo; procure ir dando un rodeo
por los altos de la Moncloa; si ve
que le sigue alguien, déjelo pasar
delante y eche usted a correr en di-
rección contraria... Y él, obediente
a todo como un borrego, lo había
hecho tal y como se lo habían man-
dado. Verdad es que en caso de
desobediencia le amenazaban con la
muletilla fatal: su vida corre grave
riesgo.
Para distraer la espera salió a ver
amanecer; se situó en un altozano
que había frente a la casa y que do-
minaba el valle del canalillo con sus
frondas indecisas. El día era tibio,
la atmósfera estaba encalmada, el
UNA MANCHA DE SANGRE 111
cielo estaba sin nubes. Arturo esta-
ba triste. Los primeros blancores
—¡a} 7 , blancores!— de la aurora le
parecieron a él lágrimas lechosas
que resbalasen por las mejiilas de
una doncella a quien el novio se le
hubiese escapado con otra, con otra
doncella. En el aire, y mientras las
estrellas iniciaban un movimiento
estratégico hacia el ocaso, parecían
sonar unos violines con sordina, to-
cados por manos febriles. La eterna
armonía de las cosas se iba relle-
nando de sonidos: era el ave que
empezaba a piar en su nido; era la
oveja que salía de su establo; era el
obrero que salía de su casa para ir
al tajo, más tarde que de costum-
bre... Poco a poco, el contorno de
los seres se precisaba; las cosas ya
112 JOAQUÍN BELDA
no parecían buñuelos de viento; los
árboles ya no parecían esqueletos;
los montes ya no semejaban elefan-
tes dormidos; los postes del telégra-
fo ya no simulaban bastones gigan-
tes de estoque. Y allá, en el orto
— ¡ay, Ladislao, el orto! —como si
acabasen de montar una fábrica de
luz eléctrica para el cielo, se iba
ensanchando el claror como una
mancha de aceite que se desborda
en un pantalón de franela. Y lo que
más conmovía a Arturo Ibarra de
este espectáculo era pensar que una
cosa tan hermosa, un derroche se-
mejante de belleza, se repetía cada
veinticuatro horas, y ¡ay de nos-
otros cuando pasase más tiempo sin
repetirse!
Y el hombre, esa bestia que anda
UNA MANCHA DE SANGRE 113
en dos pies por darse postín y por
no mancharse las manos, se queda-
ba en la cama todos los días del año
hasta que el sol llevaba unas horas
de camino. Es decir, que viene al
Real Titta Rufo, y la gente se da de
puñaladas por oirlo; se anuncian
miuras por Belmonte, y cada asien-
to de tendido se disputa como si
fuera una pepita de oro; se inicia en
las Cortes una discusión de presu-
puestos, y los pasillos se pueblan de
padres de la patria; y en cambio, se
sabe fijamente que todos los días va
a amanecer, y el noventa y cinco
por ciento de la Humanidad, al me-
terse en la cama por las noches, le
dice a la criada: «Oye, Ginesa: ma-
ñana éntrame el chocolate a las
diez y media»... Es lo que dirá el
8
114 JOAQUÍN BELDA
Sumo Hacedor en los ratos de sin-
ceridad consigo mismo:
— I Cree usted el Mundo para
esto!
Ya comprenderá el lector que en
lo que hemos escrito — ¡y creado!—
las líneas anteriores habían dado
las seis de la mañana en todos los
relojes de Madrid, y habían llegado
al ventorro del señor Lucas los se-
ñores a quienes éste esperaba.
Eran siete, y llegaron en dos au-
tomóviles, metiendo bastante rui-
do; dos señores graves, muy gra-
ves, de aspecto extranjero, aunque
uno de ellos hablaba un andaluz
adulterado por una larga perma-
nencia en Galicia, que bien podía
ser una reminiscencia de algún as-
UNA MANCHA DE SANGRE 115
cendiente; dos más jóvenes que de-
bían padecer neurastenia, a juzgar
por los dos vasos grandes de aguar-
diente que se bebieron apenas des-
cendieron de los coches; un joven
completamente obscuro, y dos se-
res más, de esos de personalidad in-
definida.
Gente toda muy bien vestida, y
que por el aire de seriedad que
adoptaban, más que a correr una
juerga parece que habían salido al
campo a correr galgos o a ventilar
una cuestión de honor.
Como si obedeciesen a una consig-
na, todos, conforme vieron a Artu-
ro, se le fueron llevando aparte, para
preguntarle con mucho misterio:
—Usted es don Arturo Ibarrra,
¿verdad?
116 JOAQUÍN BELDA
Y éste, que no ocultaba su perso-
nalidad, sobre todo desde que había
leído en los periódicos que la pista
que le señalaba a él como autor es-
taba abandonada, contestaba siem-
pre:
—Servidor de usted.
Ya llevaba seis preguntas y otras
tantas respuestas; pero al llegar el
último, fuera por aquello de que el
último mono es el que se ahoga, o
fuera porque formuló la pregunta
con aire de marcada impertinencia,
como quien demanda: «Usted ha
extinguido ya condena en Ocaña,
¿verdad?», ello fué que Arturo le
contestó:
—Si quiere saberlo, pregúntelo a
cualquiera de sus seis compañeros,
que ya van enterados.
UNA MANCHA DE SANGRE 117
Pero el hombre no se inmutó, y
con toda sangre fría añadió:
—Y si se lo pregunto, ¿cree usted
que me dirán que sí?
—Evidentemente.
—Pues me saca usted de un com-
promiso, porque yo a esos señores
no puedo preguntarles nada, por la
sencilla razón de que no les co-
nozco.
—¡Cómo! ¿No ha venido usted con
ellos?
—No, señor mío; ellos conmigo.
¡Misterio! ¡Otro misterio que aña-
dir a la lista, por lo visto intermi-
nable!
La voz del que parecía jefe de la
tropa vino a sacarle de la abstrac-
ción en que se disponía a sepultarse.
—Señores, ya que estamos todos,
118 JOAQUÍN BHLDA
creo que antes de nada lo primero
que debemos hacer es comer.
El señor Lucas, auxiliado por su
hija, una morenita de faz algo abo-
rregada, y por ello muy agradable,
había puesto dos mesas al sol, en la
puerta misma de la casa; en ellas no
faltaba nada de cuanto el atresso
culinario ha inventado para agrado
de los comensales: desde los entre
meses variados hasta los palillos de
dientes. Lo que no se veían por
ninguna parte eran las servilletas.
iQuién sabe! Puede que fuera la úl-
tima palabra de lo chic.
—Usted, señor Ibarra, coloqúese
ahí, en el sitio de honor, ya que casi
en obsequio de usted se celebra esta
pequeña expansión. — Le señalaba
la punta de una mesa, cara al sol, y
UNA MANCHA DE SANGRE 119
de espaldas al hermoso paisaje de la
Sierra .
Obedecería. ¡Qué remedio! Puede
que en aquello también le fuera la
vida.
Aposentados los comensales, el
señor Lucas apareció con una espe-
cie de caldero, de donde salía algo
así como una nube de incienso. Era
una sopa hecha con treinta y seis
clases distintas de despojos de ave.
Por los rostros de todos pasó esa
nube de optimismo, que es el ver-
mú obligado de las grandes comi-
das.
La cosa iba a empezar; el señor
más grave de todos, el que parecía
el jefe, se alzó de su asiento.
Todos creyeron que lo hacía para
empuñar el cucharón de metal que
120 JOAQUÍN BELDA
estaba allí al alcance de su mano y
hacer las raciones; pero quedó un
momento mirando al horizonte, por
la parte que daba a la carretera ge-
neral, y sacó unos gemelos de bol-
sillo, que se echó a la cara con im-
paciencia. De pronto, dio un grito
y exclamó:
— ¡Señores, estamos perdidos!
¡Nos han descubierto!
Todos se pusieron en pie. Seis pa-
res de gemelos salieron a relucir y
se enfocaron hacia el sitio por don-
de acababa de hacer su aparición el
peligro. El jefe habló:
—¡Perdidos!, sobre todo usted, se-
ñor Ibarra, porque la cosa viene in-
dudablemente contra usted.
—Pero, ¿de qué se trata?
—Para explicárselo tendríamos
UNA MANCHA DE SANGRE 121
que hablar mucho, y en lo que ha-
blábamos daríamos tiempo para que
llegasen aquí, y entonces usted li-
quidaba.
Arturo comenzó a temblar. ¿Qué
iba a pasar allí? ¿Qué gente era
aquélla? ¿Quién venía a lo lejos?
El señor grave tomó la palabra,
esta vez en tono resuelto y coreado
por todos sus compañeros:
—Lo que usted debe hacer, pero
en seguida, en seguida, es no pre-
ocuparse de nosotros. Nosotros nos
quedaremos aquí para parar el gol-
pe, y usted debe salir corriendo por
ese camino de la izquierda, por don-
de vino antes. ¿Usted monta a ca-
ballo?
—Si el caballo se deja, sí, señor.
—Bueno, pues ahí bajo, apenas
122 JOAQUÍN BELDA
haya usted recorrido cien metros,
en un recodo del camino, y atado a
un árbol, encontrará usted un caba-
llo soberbio: móntese en él y salga
a todo galope hacia el camino de El
Pardo. Allí verá usted un automó-
vil rojo, parado en mitad de la ruta;
se acerca usted al chauffeur y le di-
ce al oído: «La muerte es lo último».
Es la consigna, ya lo habrá usted
comprendido. El automóvil lo lleva-
rá a usted a las orillas del Manzana-
res, y aquí viene lo más arriesga-
do: vestido, sin perder el tiempo en
desnudarse, porque perderlo podía
serle fatal, se arrojará al agua y
cruzará el río. ¿ Jsted nada?
—Cuando no tengo otro remedio,
sí, señor.
—Bueno, pues gana usted la ori-
UNA MANCHA DE SANGRE 123
lia opuesta, y, una vez en ella, respi-
re a sus anchas, ya está usted libre.
—¡Cómo! ¿Y si me han seguido?
¿Y si me han visto?
—Aunque así fuera, que no será,
porque para impedirlo estamos aquí
nosotros, usted, en llegando a la otra
orilla, libre.
—Pero sobre el Manzanares hay
puentes, por donde pueden pasar
mis perseguidores...
—Que no se preocupe, hombre!
¡Libre!... ¡Cuando yo se lo digo!
Una vez allí, se va usted siguiendo
las tapias de la Casa de Campo, y
en la Puerta de Segovia... ¿Usted to-
ma el tranvía?
—Me ocurre con eso lo que con la
natación: cuando no tengo más re-
medio.
124 JOAQUÍN BELDA
—Bueno, pues en la Puerta de Se-
govia toma el tranvía, se apea ele él
en la Plaza Mayor, y por hoy nada
más. Bueno, pero ahora vayase,
vayase, que el tiempo es platino,
que, como sabe, hoy día vale más
que el oro.
Casi le empujaban entre todos
para que se marchase. ¡Qué reme-
dio! Emprendería aquella carrera
loca que nadie sabe cómo iba á aca-
bar; se abrochó el gabán, se reman-
gó los pantalones y se dispuso a to-
mar carrera. La frase sacramental
no podía faltar en esta ocasión:
—Corra todo lo que pueda, que le
va en ello la vida.
Fué como si hubieran apretado
un botón eléctrico. Arturo Ibarra,
como una liebre acosada, se lanzó
UNA MANCHA DE SANGRE 125
por el camino del barranco a una
velocidad de sesenta batacazos por
hora.
***
Y en efecto: tal y como se lo ha-
bían dicho, al volver el camino vio
un caballo negro con montura a la
inglesa, que entretenía la espera ha-
ciéndose polvo las herraduras de-
lanteras contra el suelo.
El sport hípico no había sido nun-
ca el amor de los amores de Arturo;
cuando iba a las carreras de caba-
llos en Madrid, lo hacía por lucir el
talle en la pelousse, y por gustarle
mucho ponerse un magnífico imper-
meable inglés que su abuelita le ha-
bía traído de Londres, pues ya se
sabía que la lluvia no faltaba nunca
en tarde de carreras.
126 JOAQUÍN BELDA
Sólo dos veces recordaba haber
montado a caballo en este mundo:
una, siendo muy niño, en un viejo
caballo jubilado que su padre tenía
en el campo para sacar agua de la
noria, y que era tan vivo de genio,
que para hacerlo tirar tenía que ir
un hombre delante enseñándole una
ración de alfalfa; y la otra, el in-
vierno pasado, en una función de
aficionados que dieron en el jardín
de la casa las chicas de Irrigantes,
en que Arturo hacía de Pedro el Er-
mitaño, y salía a lomos de un mal
rocín, y estaba para que lo ahor-
casen.
Pero ahora había que sacar fuer-
zas de flaqueza y galopar encima de
aquel hipógrifo, que por lo vivos
que tenía los ojos debía ser en la
UNA MANCHA DE SANGRE 127
carrera como una hamaca movida
por la electricidad. Se acercó a él
con ciertas precauciones y comenzó
a darle masaje en los lomos; el bi-
cho se dejaba querer, y Arturo se
animó y de un salto se plantó sobre
la montura.
No había acabado de hacerlo,
cuando el caballo salió camino aba-
jo en un galope loco que hacía huir
el paisaje a derecha e izquierda,
como desde las ventanas de un tren
al que se le han roto los frenos. Ar-
turo se agarró con ambos brazos al
cuello del animal y lo dejó ir a su
sabor.
Aquel jaco, en su carrera ciega,
no se paraba en nada; si había que
cruzar un badén, lo saltaba de un
lado a otro; si era un puente el que
128 JOAQUÍN BELDA
había que pasar, lo tomaba de flan-
co, y desde lejos le daba un bote de
baranda a baranda. En uno de los
muchos recodos que hacía el valle,
el animal, por exceso de marcha, se
despistó y se metió en el monte,
donde bien pronto los chopos y los
pinos iban a detenerlo en su carre-
ra; pero él, con sagaz instinto, apro-
vechó un claro de la vegetación
para lanzarse de un bote al camino.
Y Arturo, a todo esto, allá arriba,
como un trapo que hubiesen atado
a la silla para espantar a los chi-
quillos.
Media hora duraba yaaquella mar-
cha de pesadilla, cuando el jinete
—¡llamémosle así!— descubrió entre
dos lomas la sábana ancha y recta
de la carretera de El Pardo; debía
UNA MANCHA DE SANGRE 129
estar muy cerca, aunque por las re-
vueltas que daba el camino por don-
de ahora iban parecería más leja-
no. En su centro vio parado un au-
tomóvil, que era sin duda el que a
él le esperaba, y a su vista se le
planteó un nuevo conflicto: ¿cómo
hacer que el caballo se parase al lle-
gar a la carretera? Bien demostrado
había quedado que se trataba de un
animal que pensaba por su cuenta y
que no obedecía a la voz aunque
esta fuera la de la Patti. Y, sin em-
bargo, había que apearse de él para
tomar el automóvil. Esto de apearse
de un caballo en marcha que está
decidido a no pararse, no es tan fá-
cil como parece.
Pero había que resolver el caso
con urgencia; en una última curva
9
130 JOAQUÍN BELDA
el camino apareció recto hasta la
carretera, para la que faltaría es-
casamente medio kilómetro. El ji-
nete, con suavidad, fué iniciando en
su asiento una vuelta hacia abajo,
sin soltar por ello el cuello del cua-
drúpedo; una especie de giro sobre
su mismo eje, con posición decúbito
transversal sobre el guijarro del ca-
mino.
Por lo visto, la nueva postura de
Arturo producía al caballo cosqui-
llas en el bajo izquierda del vientre,
pues además de aumentar la veloci-
dad de la carrera— si esto era posi-
ble—inició una de saltos y de res-
pingos que podían ser fatales para
Arturo... Ya tenía éste una pierna
en el aire; ya no le faltaba más que
soltar la otra, abrirse de brazos y
UNA MANCHA DE SANGRE 131
dejarse caer por uno de los costados
del animal, como un saco al que des-
cargan de un modo un poco violen-
to. Dios sobre todo, y él sobre el
santo suelo, para aguantar lo que
Dios dispusiese.
El grupo estaba ya en la carrete-
ra; el chauffeur ', al ver aquel jinete
tan extraño, se había puesto de pie
en su asiento. Había llegado la hora.
Arturo concentró sus músculos, ini-
ció el masculleo de una oración y se
dejó caer blandamente.
Dos costillas hicieron quiebra,
como una casa de banca mal admi-
nistrada; nuestro hombre no se dio
cuenta de dónde ni cómo había caí-
do, porque vio con dolor que tan
pronto como el caballo soltó la car-
ga, que por lo visto le molestaba, se
132 JOAQUÍN BELDA
paró en seco, como si le hubiesen
dado un serretazo.
Arturo se incorporó como pudo,
y miró al caballo con melancolía.
—¡Rico! ¡Precioso! ¿No podrías
haberte parado medio minuto antes?
Pero ya el chauffeur acudía en
su auxilio:
—¿Se ha hecho usted daño, seño-
rito?
—Así al pronto, no; luego, cuan-
do se enfríe, será ella:
—Pero, ¿podrá ir por su pie al au-
tomóvil?
—Yo creo que sí; sobre todo si me
ayudo con las manos.
Y a cuatro patas, dolorido, medio
muerto, subió al asiento del auto,
que partió como un rayo; el caballo
quedó allí solo, en medio de la ca-
UNA MANCHA DE SANGRE 133
rretera, como cosa que ya no sirve
y que se abandona a su suerte.
Pasaba el campo y las casas de
orilla de la carretera como pasan
los ratos felices en este mundo: muy
aprisa. Esa sensación de huir y no
saber de quién se huye, era nueva
para Arturo y producía en su espí-
ritu una inquietud tan rara como
causaría el que le afeitasen a uno
con los ojos vendados y no supiese
quién le afeitaba.
Al poco rato de aquel caminar sin
tregua entre nubes de polvo, el au-
tomóvil dejó la carretera y se inter-
nó sin aminorar la velocidad, por
un camino que bordeaba doble fila
de arbolillos. Aquella ruta conducía
derecha al río, que se veía allá a lo
lejos brillando al sol, como la hoja
134 JOAQUÍN BELDA
de un cuchillo que no se ha usado
nunca. Esta imagen es la primera
vez que se emplea en el idioma cas-
tellano.
Al paso que iban, pronto llegaría
el momento más angustioso del via-
je: aquel en que Arturo, siguiendo
a la letra las instrucciones recibi-
das, había de tirarse al agua con
toda su ropa y con todas sus conse-
cuencias; ya la alameda de los ar-
bolülos se dilataba en la pradera,
risueña como todas las praderas
por donde ha pasado la literatura.
El cauce del Manzanares se veía
ya en toda su anchura; la mañana
era hermosa, más propia para una
jira campestre que para un suicidio,
que era lo más parecido a lo que
Arturo iba a hacer.
UNA MANCHA DE SANGRE 135
El chauffeur se revolvía intran-
quilo en su asiento, y de cuando en
cuando volvía la cara al interior del
coche. El viajero le veía hacer es-
fuerzos desusados, tocando aquí y
allá, en los frenos, los pedales, el
carburador... Y el coche cada vez
corría más, faltarían para llegar a
la orilla unos quinientos metros.
Arturo comenzó a escamarse.
¿Por qué no disminuía la velocidad
aquel hombre? ¿Es que quería hacer
un alarde de habilidad y parar en
seco al borde mismo del agua? Se
exponía a saltar desde el asiento
a la mitad del cauce... Ya no falta-
ban más que cincuenta metros; Ar-
turo se enojó:
—Pero hombre de Dios, ¿no para
usted?
136 JOAQUÍN BELDA
—Si es que no puedo, señorito;
los frenos no juegan. Yo creo que
les falta algún tornillo.
—Al que le van a faltar dentro de
poco tres o cuatro es a mí, porque
de esta hecha me voy a volver loco. . .
¡Era demasiado! El caballo no
podía parar, el automóvil tampoco.
A él le habían encargado que se
echase al agua con todo lo puesto,
pero no con el carruaje... Repetiría
la hazaña: se dejaría caer blanda-
mente a tierra, sin preocuparse de
la marcha del vehículo.
Ya se disponía a hacerlo, cuando
el coche paró de pronto y con un
golpe seco; ya casi dentro del agua
se había atascado en el fango de la
orilla, y allí seguía el motor pe-
leándose consigo mismo. El viajero
UNA MANCHA DE SANGRE 137
se echó a tierra, se hundió también
en la arena, y con toda calma, sin
despedirse del mecánico, sin darle
importancia a lo que hacía, se metió
en el agua, que bien pronto le arras-
tró hacia adentro.
* *
De memoria se sabía él las burlas
y chacotas que sobre la anemia hi-
dráulica del Manzanares habían he-
cho los autores de revistas teatra-
les y los demás poetas festivos. No
moriría hidrópico el pobre río, se-
gún afirmaban unos y otros; pero
aquí quisiera él verlos a todos ellos,
bloqueado de agua, con los pies hun-
diéndose en el fondo, cuando se can-
saba de mantenerse a flote a fuerza
de codazos. Y la orilla opuesta cada
138 JOAQUÍN BELDA
vez más lejos; porque positivamen-
te se iba alejando poco a poco; no
era ningún fenómeno de espejismo,
ni ninguna ilusión óptica.
La ropa, ya pegada por completo
a la carne, parecía una ligadura de
acero que le dejaba inerme para lu-
char con la corriente; en su trave-
sía de ribera a ribera, no sólo no
avanzaba, sino que parecía retroce-
der. De pronto pudo ver con alegría
que en su infortunio no estaba solo:
un tronco de árbol, un carcomido
tronco que el azar había arrojado
allí, venía en su busca, impulsado
por la corriente. Indudablemente era
la Providencia quien se lo mandaba:
pero si no tenía el acierto de tor-
cerlo un poco, lo recibiría de lleno en
plena frente, como una maldición.
UNA MANCHA DE SANGRE 139
Tuvo la suerte de poder buscarle
las vueltas y asirse a él; estaba en-
cantado. Era un respiro y una ayu-
da; pero pronto se convenció de que
ni lo uno ni lo otro, porque el leño,
dejándose llevar por la corriente, le
impedía seguir su verdadero cami-
no, que era la orilla, y si no lo sol-
taba era capaz de llevarlo hasta el
Puente de Toledo. Yno era por ahí...
Separóse de él con cierta melan-
colía, pues le había cobrado afecto
en el poco tiempo que estuvieron
juntos. El roce hace milagros, y el
maderito le había dejado los brazos
llenos de rozaduras. Pero era un es-
torbo y lo arrojó lejos de sí. ¡Como
en la vida! ¡Cuántas veces un afecto
es una cadena, y la cadena la arro-
jamos por la ventana de un quinto
140 JOAQUÍN BELDA
piso o la llevamos al Monte, san-
grándonos el corazón!
Había descansado, y nuevas fuer-
zas vinieron en su auxilio; la orilla
ya no huía de él, y el piso se mejo-
raba a medida que se acercaba a
tierra firme... Un esfuerzo más, y la
libertad. Lo hizo, nadó con brazos y
piernas, hasta destrozarse los pul-
mones; empujó con la cabeza los úl-
timos tabiques de agua, y por su
pie, como un hombre, salió a la otra
orilla y se dejó caer en la hierba.
Escaba salvado. No sabía por qué,
pero era indudable. ¡Salvadol ¡Se
dice pronto eso...!
Salvado y hecho una sopa. Salva-
do y húmedo... Muy buena mezcla
para limpiar los suelos.
***
UNA MANCHA DE SANGRE 141
Había dormido quince horas, de
las cuales roncó doce y soñó siete u
ocho.
Se echó de la cama, se envolvió
en una clámide de pelo ruso y salió
al despacho a leer la prensa de la
mañana. Sobre la mesa había unos
periódicos; los cogió y fué con ellos
a la butaca que había junto al balcón.
No llegó a sentarse; había inicia-
do ya la flexión del coxis, que cam-
bia la postura derecha del cuerpo
por la tumbona, cuando los múscu-
los se le paralizaron, el cuerpo que-
dó inmóvil como el de Don Bartolo ■, y
los ojos miraron alucinados al ta-
blero de la mesa de donde acababa
de coger los periódicos .
Sí, allí estaba, no pedía dudarlo;
allí estaba, como si nada le hubiera
142 JOAQUÍN BELDA
ocurrido, nueva, flamante, provoca-
tiva... ¡la cartera de piel de canguro
que él había reducido a cenizas po-
cas noches antes, aventando des-
pués aquéllas por el balcón!
Y no era una igual, no; era la
la misma, con su mancha de sangre
en uno de los ángulos, que ya iba
tomando parecido con un rubí algo
opaco.
Estuvo algún tiempo— nuncasupo
cuánto — sin mover una sola partícu-
la de su cuerpo; pero al fin, poco a
poco, como un elefante que se des-
pereza, avanzó hasta la mesa, ex-
tendió la mano derecha, mientras
con la izquierda hacía la señal de la
cruz, y cogió la cartera.
Sí, allí estaba; no olía a azufre, ni
había en ella huella alguna que de-
UNA MANCHA Dt£ SANGRE 143
látase la intervención de un brujo o
de un demonio. Era aquélla y esta-
ba allí como si él la hubiese dejado
en aquel sitio la noche antes al ir
a acostarse.
No cometió la tontería de querer
explicarse el fenómeno. ¿Para qué?
El día en que ciertos fenómenos se
expliquen, el hombre valdrá tanto
como Dios, y el misterio de la vida
será una especie de charada cuyas
sílabas son todas conocidas.
¡No! Aquello era así, y asi había
que tomarlo; el café se puede tomar
solo o con leche; pero ¡la vida! ¡Ah,
la vida...l No se nos ocurre más
acerca de esto.
*
Paciente lector: ¿no te ha ocurrí-
144 JOAQUÍN BELDA
do nunca despertarte a media no-
che y parecerte que unos ojos te
miran en la obscuridad de tu dormi-
torio, allá en aquel rincón donde
tú dejas de ordinario tus zapatillas?
¿No has sentido nunca, sentado en
la butaca de un teatro, un deseo im-
perioso de volver la cabeza, como
si alguien te estuviese amagando
con un garrote, y sólo esperase el
momento propicio para echarte fue-
ra los sesos? ¿No has pensado nun-
ca en el momento de beberte una
taza de flor de malva, que con idén-
tica tranquilidad que tú te disponías
a beber aquélla, te la hubieras be-
bido si hubiese tenido disuelto un
veneno? ¿No has dado nunca un gri-
to al entrar de noche en una habi
tación desierta, y oir un quejido
UNA MANCHA DE SANGRE 145
que sale del cesto de los papeles o
del aparato de la luz? ¿De veras no
te ha ocurrido nunca nada de eso?
¿Estás seguro? ¿Dices que no . . .? Pues
a mí tampoco.
Eso indica, lector, que tú y yo so-
mos dos seres normales, que nues-
tro sistema nervioso es una instala-
ción bien hecha, y no un ovillo en-
redado. No le ocurría lo mismo a
Arturo Ibarra; día por día, y, sobre
todo, desde el hallazgo de la famo-
sa cartera, que él mismo había re-
ducido a cenizas, se sentía acorra-
lado, perseguido, espiado, y todo
ello por seres invisibles.
Si salía a la calle, una persona
caminaba tras él, sentía sus pasos,
la oía respirar, la notaba pararse en
los quioscos a comprar periódicos,
10
146 JOAQUÍN BELDA
y cuando volvía la cara para ver-
la, se encontraba con un hombre pa-
rado ante un escaparate, o con un
cartelero que pegaba unos carteles,
o con un ciudadano que se agacha-
ba para coger alguna colilla; con
alguien, en fin, con quien no se po-
día encarar para decirle:
—¿Por qué me sigue usted?
Pues el otro le hubiera contesta-
do, pletórico de razón:
—¿Y quién le ha dicho a usted
que yo le sigo? No tengo tan mal
gusto.
En su casa, donde vivía solo, no-
taba, a veces, ruidos extraños, y
más de una vez interrumpía sus tra-
bajos o sus lecturas para gritar con
desafío: «¿Quién anda ahí?» Nadie
contestaba, y entonces él empuñaba
UNA MANCHA DE SANGRE 147
el revólver, y gritaba más aún:
«¡Conteste el que sea, o disparo!»
No se oía nada, y el revólver vol-
vía a su sitio sin haberse estre-
nado.
Pero dos hechos ocurridos en el
espacio de pocas horas le pusieron
al límite de la locura. Una tarde se
metió en un café del barrio de Ar-
guelles, que estaba absolutamente
vacío; para que acudiese el camare-
ro tuvo que dar tantas palmadas,
que aquello parecía una ovación he-
cha por una claque generosa; pidió
un vaso de leche, se lo sirvieron, y
cuando fué a pagarlo, el camarero
le dijo:
— Está pagado, señor.
—¿Quién lo ha pagado?
—Aquel señor que estaba en la
148 JOAQUÍN BELDA
mesa de allí enfrente, y que se aca-
ba de marchar ahora mismo.
—¿En qué mesa?
—En aquella de junto a la ven-
tana.
—Allí no se ha sentado nadie
mientras yo he estado aquí.
— ¿Cómo que no, señorito? Que
usted no se habrá fijado... Un señor
con bigote blanco y lentes...
Estaba seguro de que no había
visto a nadie; pero le dio miedo se-
guir allí, y sin discutir más se fué
a la calle.
El otro caso era aún más cabalís-
tico. Llegó a su casa, y fuese por-
que la leche del café no era una
Santa Rita por lo pura, fuese por-
que, con la emoción, se le hubiese
movido el vientre, la primera visita
UNA MANCHA DE SANGRE 149
fué para cierto lugar apartado de la
casa, donde solemos entrar casi
siempre solos, porque allí es verdad
el refrán de «que más vale estar
solo que bien acompañado». Artu-
ro fué a abrir la puerta, y la encon-
tró cerrada por dentro, y como él
insistiera, una voz opaca gritó des-
de dentro la frase protocolar: «Está
ocupado».
¡Muy bien! En su casa, y durante
su ausencia, había entrado un hom-
bre; y, por lo visto, no había entra-
do sólo a robar. Cerró la puerta por
fuera, y corrió al salón e hizo sonar
el timbre que comunicaba con la
portería. Subió el portero, y al en-
terarse de lo que ocurría, volvió a
bajar, y tornó a subir armado con
una carabina de la primera guerra
150 JOAQUÍN BELDA
carlista, que su abuelo le había de-
jado, y que para darle a uno un le-
ñazo era insustituible.
—¿Quién anda ahí?— preguntó Ar-
turo a la puerta del lugar misterio-
so y armado con su revólver.
Como nadie respondía, decidieron
echar la puerta abajo, y apenas la
empujaron un poco vieron que la
cerradura interior se había desco-
rrido sola y que dentro del local no
había nadie. Aclaración: toda la co-
municación que el local tenía con el
resto del mundo era un ventanillo
por donde una cría de ratón hubie-
ra tenido que salir de lado.
Arturo, claro está, cayó en la lo-
cura, y la locura le dio por el suici-
dio. Tal día como boy, a las tres y
cuarto de la tarde, en cuanto hubie-
UNA MANCHA DE SANGRE 151
se hecho la digestión del almuerzo,
se pegaría un tiro o los que hicieran
falta.
*
Alas tres menos veinticinco, cuan
do sólo le quedaban cuarenta minu-
tos de vida, subió el portero a anun-
ciarle que tenía una visita.
Era una contrariedad, pero que
pasase el que fuese; nadie recibe
más importunos que los reos cuan-
do están en capilla. La visita eran
dos señores: uno de ellos italiano, y
el otro el señor venerable que ha-
bía hecho de jefe de la partida que
se dejó caer en el ventorro del se-
ñor Lucas la mañana memorable;
les acompañaba un joven sonriente,
alto y rubio. Después de los saludos
152 JOAQUÍN BELDA
de lúbrica, el hombre venerable ha-
bló así:
—Muy bien, joven, muy bien. Lo
ha hecho usted todo muy bien, y ve-
nimos a darle las gracias en nuestro
nombre y en el de nuestros socios.
Le traemos, además, veinte mil pe-
setas, metidas en esta cartera, exac-
tamente igual a otras que habrá
visto usted en estos días con el mis-
mo adorno de la mancha de sangre
en el ángulo; la casa italiana que las
fabrica las hace así para darles cier-
to tinte romántico.
—Bueno; pero todo eso, ¿a qué
viene?
—A que ha representado usted a
las mil maravillas, sin una sola va-
cilación, el papel de asesino perse-
guido, acosado por el famoso detec-
UNA MANCHA DE SANGRE 153
tive Niquis Sipis, encargado de po-
ner en claro el misterio que rodeaba
al crimen del restaurant del Bistek
astil . Se trata de una película que
hemos hecho en Madrid estos días
para la casa Quirites, de Roma, y
de la cual usted es el protagonista.
El gerente de la casa es un hombre
al que todos los días le da su mujer
una paliza, y, además, se le ocurren
también a diario catorce ideas ori-
ginales: una de esas ideas ha sido
la de que los actores que están im-
presionando una cinta no sepan
que lo están haciendo, y no adopten
así ese aire de afectación que adop-
tan casi todos ellos, y que les hace,
por ejemplo, acabado de asesinar a
su hermano, preocuparse de que
una onda de pelo que le cae sobre
154 JOAQUÍN BEL DA
la frente quede artísticamente co-
locada. O sea el cine vivido, las pe-
lículas sacadas de la realidad, pero
sacadas sin fórceps.
—Pero entonces... ¿el crimen de
La Camelia Negra...?
—Fingido. Aquí tiene usted a la
víctima—. Y presentó al joven ru-
bio que les acompañaba.
— ¡Ah, usted!...
—Sí, señor; yo. Hay que ganarse
la vida como se pueda, y como los
oficiales quintos de Hacienda co-
bramos tan poco sueldo...
—Bueno, y (-cómo se fijaron uste-
des en mí?
En honor a la verdad, hay que
decir que no fuimos nosotros. Fué
el portero de esta casa, que es her-
mano del conserje de nuestra su-
UNA MANCHA DE SANGRE 155
cursal en Madrid. El nos dijo que
usted vivía solo, nos explicó lo fá-
cil que sería instalar aquí en su pro-
pia casa un aparato para hacer par-
te de la cinta, lo instaló él mismo...
—¿Aquí?
Se levantó, fué a la pared del
fondo del despacho, alzó un cuadro
que representaba el Carnaval de
Venecia, y detrás de él, en un hue-
co del muro, apareció un magnífico
aparato cinematográfico, cuyo ob-
jetivo coincidía en el cuadro con la
cabeza de una de las mascaritas.
—¿Recuerda usted la cita en el
ventorro de Lucas, y los paseos
que dio usted después a caballo, en
automóvil y a nado?
— jYa lo creo!
—Todos ellos han sido recogidos
156 JOAQUÍN BELDA
por nuestros aparatos. Aquella ma-
ñana, según el argumento de la cin-
ta, iba usted huyendo de todo el ca-
torce tercio de la Guardia civil, que
se había movilizado sólo para echar-
le a usted el guante.
—¿Y las visitas que recibí aquí
mismo, primero del acomodador que
vino a devolverme la cartera, y lue-
go la del asesino, según él mismo se
declaró?
—Todos empleados de nuestra
casa y enviados por nosotros.
—¿Y fueron también sus emplea-
dos los que antes de cometerse el
crimen me pagaron el alquiler de
la casa, me hicieron desaparecer
una mañana el desayuno de la ca-
becera de la cama, y me hicieron
amanecer otra dentro de ella cal-
UNA MANCHA DE SANGRE 157
zado con unos zapatos de charol?
—Todo eso el portero, el porteri
to, que se puso a nuestras órde
nes para todo lo que hiciera falta
Un poco de cloroformo le hizo a us
ted dormir en lo que él le ponía los
zapatos. Lo demás es bien fácil..
—Nosotros hicimos todo eso para
que se fuera usted familiarizando
con el misterio y fuese haciéndose
a una atmósfera de alucinación.
—Pues por poco tienen ustedes
que ir a verme hoy al manicomio.
—No es para tanto, y los cuatro
mil duritos que aquí le traemos bien
valen algunos malos ratos.
—Hombre, tengo una curiosidad.
¿Quién pagó el otro día el vaso de
leche que me tomé en el café?
—¿En qué café? Nuestro vigilante.
158 JOAQUÍN BELDA
porque en todos estos días usted
no ha dejado de estar vigilado por
nosotros constantemente; le vio en-
trar en un café hará cuatro o cinco
tardes, ¿no es eso?
—Sí, justo; eso hará.
—Pero como allí dentro no haría
usted nada interesante para nos-
otros, pues le esperó a la salida y
nada más.
—¿De veras? ¿No es una nueva
broma que quieren ustedes gas-
tarme?
—Palabra de honor.
— ¡Dios mío! ¿Cómo se explica esto?
El joven rubio intervino.
—Perdone usted, ¿qué le ocurrió?
¿Que el camarero le dijo que lo suyo
estaba pagado por un señor fantás-
tico?
UNA MANCHA DE SANGRE 159
— Sí, señor.
—Entonces eso fué en un café que
hay en la calle de Ferraz, al final,
y que hace esquina.
—Exacto. ¿Cómo lo sabe usted?
— Porque me ha pasado a mí va-
rias veces. Es un camarero que está
loco, y la locura le da por ahí; es
decir, no siempre, porque otras ve-
ces le da por todo lo contrario: lle-
ga un parroquiano, y cuando va a
pagarle el consumo, le dice muy
tranquilo: «Aquel caballero del bi-
gote blanco y los lentes que es-
taba en aquella mesa, me ha dicho
que pague usted lo que él ha to-
mado».
—¡Caramba! Pues entonces tuve
una suerte loca.
—No le quepa duda.
160 JOAQUÍN BELDA
Los visitantes se levantaban para
marcharse. Arturo les dijo:
—¿Ya? ¿Cómo tan pronto?
—Nuestra misión ha terminado.
Supongo que el día del estreno de la
cinta en el Royal Palace nos hon-
rará usted con su asistencia. Tene-
mos unos proyectosgrandiosos; aho-
ra vamos a impresionar una cinta
que nos va a hacer millonarios.
—¿Qué es ello?
—Las inundaciones de los Países
Bajos en tiempos del Gran Duque
Filiberto.
—¿Y la van ustedes a hacer por
el mismo sistema del calco exacto
de la realidad, y sin que el Gran
Duque se entere de lo que está ha-
ciendo?
—En esta ocasión tendremos que
UNA MANCHA DE SANGRE 161
fantasear un poquito, pero lo menos
posible.
—Bueno, pues cuando se decidan
ustedes a hacer la película de El
festín de Baltasar, cuenten ustedes
conmigo en clase de Baltasar. Creo
que aquel señor se llevaba una vida
espléndida, y es evidente que a mi
me deben ustedes una compensa-
ción. ¡He sufrido mucho estos días!
— Pero se ha inmortalizado usted;
es decir, le hemos inmortalizado
nosotros. Adiós, caballero.
—No quería yo que se fuesen us-
tedes sin descifrarme el último enig-
ma. ¿Quién había y por dónde sa-
lió el que fuera de ese cuarto, que
intenté yo abrir la otra tarde, y
que...
— ¡Ah! ¿Lo de «está ocupado»?
11
162 JOAQUÍN BELDA
—Sí, señor.
—Pues muy sencillo; no había na-
die, y no tuvo que salir por ningu-
na parte. La puerta, merced a un
resorte automático que el portero
colocó en ella, se cerraba por den-
tro en cuanto la violentaban un po-
co, y luego se volvía a abrir al ma-
nipular en ella de nuevo.
—Pero ¿y la voz? ¿Y aquella voz
que yo oí como les estoy oyendo a
ustedes ahora?
—Un diminuto gramófono de bol-
sillo, que puesto en marcha al sacu-
dir la puerta, reproduce todos los so-
nidos que una persona hace en...
ciertos momentos difíciles de la vida.
— ¡Caray! ¡Ah! ¡Otra cosal ¿Cómo
se llama la película que hemos teni-
do el honor de impresionar?
UNA MANCHA DE SANGRE 163
— Una broma pesada,
—Hombre, es verdad; el título
sólo es un hallazgo. Si yo hubiera
sabido que todo era broma, ¡cuánto
me hubiera divertido!
—Sí, pero la película hubiera sali-
do peor. Se ha sacrificado usted por
el arte, ha sido mártir de esa nueva
religión que se llama la película. No
le pese; no se arrepienta de ello. Sus
hijos recogerán su gloria, y, por si
muere usted sin ellos, ahí le deja-
mos a usted esos billetes con los cua-
les puede vivir una película prácti-
ca durante unas cuantas semanas.
—Esos billetes... ¿No serán tam-
bién una broma? ¿No estaremos
ahora impresionando el final de la
cinta «Anatolio recibe el premio de
su heroicidad»?
164 JOAQUÍN BELDA
— ¡Ah, no! Puede usted creerlo;
para eso no hubiéramos venido nos-
otros. Las palabras sacramentales
han aparecido ya en la sábana del
escenario: «Ha terminado».
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